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Los sistemas del Humanismo

Domingo Ynduráin





Al analizar de cerca el Humanismo, quizá sea necesario hacer distinciones o matizaciones equivalentes a las ya señaladas a propósito de la escolástica. No se trataría, ahora, de repetir o profundizar en el análisis del fenómeno ni en la significación del término, sino de diferenciar determinadas actitudes o comportamientos que aparecen dentro del grupo. Son preferencias o intensificaciones de determinados aspectos que distinguen a determinadas corrientes o sectores; o bien que aparecen en un mismo autor en determinados momentos u obras. No son posibilidades excluyentes ni estrictamente incompatibles, pues coexisten en los mismos sujetos, pero sí suponen modos tan diferentes que no pueden integrarse en un mismo discurso, como veremos.

Sin duda, los humanistas -o el Humanismo- surgen de las facultades de artes y sus componentes, como tantas veces se ha dicho, se dedican a revalorizar su profesión, especialmente a revalorizar el estudio y la imitación de los autores clásicos; latinos, primero; griegos, después. No es la primera vez que este intento de recuperación se produce; y en ello, coinciden los humanistas con los Padres del siglo IV y con los del siglo XII, con Lactancio, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Bernardo, Salisbury, etc.1. En el caso de los italianos del siglo XIV, la defensa de los autores paganos va acompañada de recios ataques directos contra la escolástica, la filosofía parisiense, etc. Es, pues, una actitud combativa, a veces violenta, pero que, en cualquier caso se mantiene dentro del sistema; del doctrinal y, probablemente, del social. No parece que las proposiciones de los nuevos hombres de letras amenacen el dogma ni la moral, en teoría al menos; más bien tratan de reforzarlos, y los refuerzan. Otra cosa son las consecuencias que de una desviación o hipertrofia del humanismo pudieran producirse, como ya advirtieron los Padres en su momento2. Pero mientras esto no se produzca, ni el sistema doctrinal ni la práctica religiosa se ve amenazada; salvo por concretas y esporádicas desviaciones individuales.

En este sentido, y por muy escandalosas que, a veces, resulten, no hay que magnificar las polémicas entre los clasicizantes y los tradicionalistas, entre Petrarca, Boccaccio y Salutati, por un lado, y Giovanni da San Miniato o G. Dominici, por otro. En definitiva, están de acuerdo en lo fundamental, de manera que parece más bien una disputa por áreas de influencia, por primacías, que otra cosa.

En mi opinión, tales disputas no afectan a los valores por los cuales unos y otros dicen luchar. Claro que hay religiosos de estricta observancia opuestos a que se pierda el tiempo en la lectura, el estudio y comentario de unas obras, las paganas, que en nada benefician al cristianismo ni al cristiano, pues para nada las necesitan y pueden distraer al hombre de su fin último, de la salvación eterna. Pero es necesario añadir inmediatamente que tales ascetas de las letras no solo condenan los escritos en latín, sino todas las obras profanas del tipo que sean, clásicas o modernas, latinas o romances.

A pesar de estas y otras críticas, que son tradicionales ya en la historia de las prédicas de los moralistas cristianos; y a pesar de las defensas, no menos tradicionales, lo cierto es que la polémica no decide, de ninguna manera, el destino de los autores de la Antigüedad, porque la lectura de tales textos estaba bien anclada y establecida en las escuelas, en el aprendizaje y práctica de la clerecía medieval. Las protestas, las cautelas e, incluso, los remilgos no modifican la práctica. Es, a mi parecer y en este plano, una exhibición dialéctica u oratoria, más que otra cosa.

Sí me parece más significativo el hecho de que un grupo de profesionales, entre los que abundan los laicos, se planteen la necesidad de entablar una batalla para defender determinados valores que ellos creen amenazados; que creen que merecen mayor consideración en el sistema de estudios y en la práctica subsiguiente. Pero esos valores no están amenazados por la Iglesia, ni por la Religión. La amenaza proviene del sistema escolástico, especialmente de las corrientes que surgen de Escoto y Occam. Esto es así porque la filosofía de uno y otro puede prescindir -y de hecho lo hace- del estilo, de la gramática, de la retórica de los autores clásicos, tanto de la ciceroniana como de la que no lo es, como también pueden prescindir de casi toda la patrística. La ontología y el nominalismo radical no necesitan nada de eso, como es bien sabido.

Además, la tajante separación -defendida sobre todo por Occam- entre teología y filosofía no solo rompe la armonía antigua de los saberes, sino que parece acercarles (y les acerca) a las condenadas doctrinas de Averroes y Avicena, tanto en la interpretación de Aristóteles como en la teoría de la doble verdad, y sobre todo, en la absoluta desnudez lógica de los sistemas, en la abstracción fideísta de la vivencia religiosa. Que, en realidad, esto no sea así exactamente no quita para que un observador ajeno a la escolástica pueda identificar a estos con aquellos.

En el sistema del Humanismo se predica la horaciana mezcla de lo dulce con lo útil, lo útil se identifica con los contenidos doctrinales; lo dulce, con la correspondiente didáctica. En una palabra, la poesía digna de tal nombre oculta, bajo su fermosa cobertura, una enseñanza que el estudioso debe descubrir y utilizar. Si anche la sacra scriptura è poesia, también la poesía es sagrada o, al menos, también posee varios sentidos, encubre un saber y cumple una función docente. Es una revelación, sagrada o profana, según los casos, pero revelación al fin y al cabo. Esto como principio general.

Pero, además, los humanistas defienden su profesión con el argumento de que el estudio de las letras (clásicas, paganas) es una propedéutica imprescindible para el conocimiento y estudio de las letras divinas, esto es, de la verdad revelada y, en consecuencia, interesa tanto a los modernos como a los antiguos, a los nominalistas como a los realistas, sean de la raza o escuela que sean. Como el conocimiento directo y estricto de los hechos recogidos en los textos clásicos interesan también a quienes basan su filosofía en la observación de los casos individuales. No es que los humanistas planteen esto de una manera tan radical y cruda como aquí se expone, porque, por ejemplo, no parecen entender con claridad el experimentalismo que los nominalistas, Occam o Berkeley, ponen en movimiento, ni las implicaciones que supone emprender tal camino, pero sí plantean la necesidad de conocer las circunstancias de los casos que cuentan las historias, el derecho, etc.

Por otra parte, su disciplina, argumentan los humanistas, es necesaria para el perfeccionamiento moral. Si San Jerónimo fue azotado por ser más ciceroniano que cristiano, eso no le impidió seguir siéndolo (aunque quizá sí un poco menos) ni cultivar y citar con fruición a los clásicos, entre otras cosas porque los necesitaba para su trabajo. De cualquier modo, dicen, si San Jerónimo fue azotado por ciceroniano, San Agustín no lo fue. Muy al contrario, el Hortensio le sirvió de estímulo y guía para acercarse a la verdadera religión. Como en la Divina comedia, Virgilio puede guiar al hombre hasta un cierto punto y encaminarle en la buena dirección, aunque a partir de ahí, sea necesario cambiar de guía.

Con una cierta zumba e ironía, algún humanista se atreve a interpretar que San Jerónimo fue azotado para que se dedicara con más intensidad al estudio y traducción de la Biblia al latín. Y que no por ello dejó de utilizar las bellas letras como medio de persuadir a sus devotos y devotas, de encaminarlos suavemente a la salvación, porque muchas veces enseña y persuade más un buen ejemplo aducido oportunamente, una exhortación bien construida (que se graba en el corazón y la memoria) que cien razonamientos lógicos.


Las especialidades de los humanistas

Si sintetizamos lo expuesto hasta ahora y simplificamos el sistema (i, e, lo falsificamos), encontraremos que los humanistas pueden dedicarse al estudio de lo que, en ciertos sentidos, entendemos por filología, a la datación, fijación de textos, etc. Pero también pueden atender al sentido doctrinal que se esconde bajo la letra y la significación literal de tales textos. O pueden, por último, construir sus propias obras, escribir sus propias oraciones, apoyados en el ejemplo y las enseñanzas obtenidas en el ejercicio de las otras dos actividades.

Aunque hay una armonía, una relación entre estas actividades, pues todas ellas dependen de la gramática, la retórica, etc. no hay duda de que en muchos casos no caben en el mismo saco simultáneamente, son incompatibles entre sí. Aunque las tres posean unas bases y principios comunes, aunque las tres puedan oponerse a la escolástica de los bárbaros, y aunque los humanistas lo disimulen todo lo que pueden, no hay manera de fundirlas para obtener una sola pieza de todas ellas. Por ejemplo, una precisa colación de las variantes que aparecen en los diferentes manuscritos de una misma obra difícilmente se puede encajar en una pieza oratoria destinada a mover los ánimos de un auditorio amplio en favor de una opción determinada, sea civil o religiosa. Y, a la inversa, una perfecta pieza oratoria tiene poco que aportar cuando se trata de colacionar los manuscritos. En definitiva, esto último depende en gran medida de la lógica, de un razonamiento casi matemático, aunque se apoye en otras consideraciones, disciplinas y saberes.




Humanismo y gramática

La base o tronco común, como hemos visto, es la gramática, el aprendizaje de la lengua, que constituye la primera e imprescindible etapa para alcanzar cualquier otro fin. En consecuencia, es la asignatura que afecta a todos los escolares, sin distinción, se dirijan a una u otra facultad, sean bárbaros o latinos. Ahí, pues, es donde los humanistas pueden influir de manera general, y donde se encuentran fuertes y seguros.

Como se sabe, la enseñanza medieval de la gramática se hace regularmente sobre Virgilio y otros autores3. En principio, la interpretación que de la Eneida hace Servio responde a lo que se entiende por sentido literal. Sin embargo, pronto cambian las cosas. A partir de un determinado momento, la interpretación de la Eneida y de otros textos clásicos va cargándose de sentidos más o menos ocultos.

Parece como si se aplicaran a estas obras latinas los mismos criterios que los neoplatónicos utilizan a la hora de interpretar y exponer los escritos del maestro; procedimiento que, en definitiva, viene a coincidir también con el que los exegetas cristianos aplican a los textos sagrados, al Antiguo y Nuevo Testamento. De esta manera, la comprensión literal y directa de la Eneida y las demás obras va siendo sustituida por una elucidación esotérica que descubre secretos ocultos o disimulados, mucho más valiosos que la corteza que los cubre. Estas verdades profundas son las que proporcionan el valor a los textos, y -a su vez- las que de manera automática generan los especialistas capaces de descubrirlas, porque las enseñanzas más importantes han sido veladas para preservarlos de las profanaciones del vulgo ignaro y soez.

Solo los más preparados, los más hábiles y, en cierto modo, los tocados de una cierta gracia, son capaces de comprender los secretos encerrados en la poesía divinamente inspirada. Entre estos zahoríes, ocupan el primer puesto Macrobio y Fulgencio, cuyos comentarios son cada vez más utilizados en las escuelas, desplazando a Servio. Por esa senda críptica caminan con entusiasmo M. Capella, Boecio, Bernardo Silvestre etc.4. Este tipo de lectura es aceptada no solo por un autor prehumanista como Boccaccio, sino por los italianos del siglo XV, como L. B. Alberti o C. Landino, y por los humanistas teólogos del XVI, por ejemplo, Vives, que todavía encuentra absurda la pretensión de Servio de no admitir más sentido alegórico en las Bucólicas de Virgilio que el de la pérdida de sus tierras: In allegorias bucolicorum Vergilii (1537), Praefatio5; y algo parecido dice Vives en la Introducción a las Georgicas6 y en la correspondiente defensa de Macrobio en In vigiliam suam in somnium Scipionis (1518), praefatio:

Cuius rei nulli mihi erunt iniquiores indices, quam qui vel me, vel Macrobium non legerint, nam reliquis facile me hoc probaturum confido. Ac de Macrobio quidem haec erant, ut arbitror, in praesentia satis; nunc de hac mea enarratione pauca loquar: non concidi eam minutim more aliorum interpretum, sed perpetua oratione, et unico velut dictionis contextu, simul cum Ciceronis sensu, ac verbis, progressus sum; quod quum ob alias nonnullas causas feci, quas paullo post edam, tum vero, ne ad reprehensionem obnoxia et obiecta duobus generibus hominum esset, quorum alterum minime grammaticum videri vult, alterum nimis; nullum enim scriptorem enarrare illa ratione commentarii potes, etiam si ex intima philosophia de reconditissimis disputes rebus, quin nostri recentes Philosophi opus tuum inauditum, incognitum, grammaticum pronuntient, et tamquam rem vilem nimis abiectamque contemnant atque aspernentur; de qua ipse insolentia et loquar alias quam plurima, et paucula quaedam aliis meis operibus iam dixi; grammatici porro nostrae aetatis, ut magna pars istorum hominum, vitio parum sani iudicii laborat; si quid praetereas, quod dici potuisset necessarium tamen non sit, (tam iniqui sunt et saevi rerum omnium aestimatores) segnem, dormitantem, oscitantem, sterilem interpretem appellant, sin alicui non satisfacias loco, hallucinatum mox clamant; si quo (ut nemo unus potest omnia) fueris falsus, ibi, dii immortales! quibus verborum ponderibus exaggerant rem, et ex levissima faciunt gravissimam atque intolerabilem? Ibi tum Pericles omnes dicas, ita fulminant, et tonant.

Quem non terreant ista? error fustuario dignus, erratum vix flagro eludendum, prodigium maioribus hostiis expiandum, insania cui nullae Anticyrae suffecerint, hallucinatio carcere et exilio dignam, commissum furca eluendum et cruce, et alia, quorum sola commemoratione horrescit animus; et quum grammaticus ille unum aliquod dictum diligentius se putaverit examinasse, atque excussisse, quam tu feceris, vult maiorem sibi partam illo colo gloriam quam tibi totis solidis commentariis, in quibus multum operae, multumque olei non tam collocasti, quam (siquidem tam iniqua refertur gratia) perdidisti. Quas ob res saepenumero deflevi conditionem miseram enarrantium, quorum opera tam insanis et furiosis iudiciis subiecta essent: et eram ipse in multos Ciceronis, Vergilii, Plinii, Quintiliani libros editurus commentaria, quae domi perfecta servo, nisi tam me illarum dementiarum et rabiosarum annotationum taederet pigeretque; statim enim grandia annotationum proferuntur volumina, quibus interpretes miserrime lacerantur, et omnium rerum ignorantiae arguuntur: Quid vero si voculam aliquam deprehendant, quam se apud aliquem ex antiquis scriptoribus parum meminerint legisse? ibi nulla excogitari possunt tam impio et nefando sceleri satis condigna supplicia, omnes apud inferos omnium et Sisyphi, et Tantali, et Ixionis, et aliorum simul poenae non suffecerint: hic, dii vestram fidem! quantae excitantur tragoediae? liber ille cum auctore suo ex toto consortio generis humani eliminandus est, et deportandus in insulam ubi solae degant ferae, aut in illas Africae desertas arenas, ubi nihil nascitur praeter venena, quum interim vocabulum illud, aut loquendi proprietas, qua movetur tam atrox tumultus quo tota rerum natura confundi debet, apud Ciceronem sit, vel Caesarem, vel Livium, vel Plinium, vel Quintilianum, vel aliquem ex illis illorum temporum, idque non semel; neque est mirum, non enim potuit grammaticus ille omnia vel legisse, vel attentus legisse, vel complecti ac tenere memoria; multa sunt ei non lecta, atque urinam non plura quam lecta; multa legit aliud agens, parum considerans, parum animadvertens; multa excidunt partim ob tantam rerum et verborum copiam, partim aetate, quae aufert omnia: sed argumentum hoc destinatum mihi est aliis voluminibus quae spero me de lingua latina editurum, ubi ostendam quanta nostris temporibus per recentes grammaticos invecta in latinum sermonem superstitio est, veterum auctorum religioni adversa atque contraria: haec vero sint a nobis dicta ad nostros grammaticos commonefaciendos, ut si fieri possit, ne velint pro lege esse in latino sermone, qui latius patet quam putent, quidquid ipsi se legisse non recordentur: nunc ad id quod institueram redeo.

Hoc ergo commentarii genus et philosophis non tam grammaticum, et grammaticis magis rhetoricum videbitur, simul illi dignam rem existimabunt quam legant, simul hi minus dignam quam reprehendant, utpote sua professione superiorem; et quamquam non particulatim singula sum persecutus...7.



Lo cual, digámoslo de pasada, trae consigo algunas alteraciones significativas en el sistema: cuanto más insisten los humanistas en la importancia de los contenidos alegóricos de los textos clásicos, cuanto más se acercan a la filosofía y a la teología, menos importancia tendrán la gramática y la retórica dentro del propio sistema humanístico.

Lo que me interesa señalar ahora de todo esto es el proceso que lleva desde la utilización estrictamente gramatical y literaria de las obras paganas hasta una interpretación más amplia, en la que aparecen implicados todos los saberes de este mundo, para acabar en el otro, en el esoterismo religioso, por no decir místico.

Cuando Boccaccio afirme que los poetas deben poseer un estilo abundante, conocer la Antigüedad en lo que concierne a la historia y la geografía y a todas las demás disciplinas, no hará sino revigorizar la tradición medieval. Porque no se trata de que la literatura produzca un placer estético, desinteresado; ni siquiera de que proporcione un equilibrio o una enseñanza global al lector, sino que, cada palabra, cada oración, contenga una información que debe ser explicada por el gramático, como quería Macrobio. En la época del Humanismo, Nicola Nicoli se expresaba así, según Bruni: «Videntur ergo mihi, inquit Nicolaus, in summo poeta tria esse aportere: fingiendi artem, oris elegantiarum, multarumque rerum scientiam»8. El proceso o el mecanismo es significativo. Se empieza por suponer, con Macrobio, que Virgilio es disciplinarm omnium peritissimus9, se exige en consecuencia que el gramático sea capaz de entender en todos estos saberes; porque el gramático debe explicar toda clase de textos y autores10, no solo la gramática que es común a todos, sino también los contenidos. Y, una vez convencido el gramático de que posee y aplica todas las disciplinas, de que es perito en cualquier cosa cognoscible, exige a los textos esa multarum rerum scientiam para que sean dignos de que un gramático se ocupe de ellos. Este proceso se intensifica en el Humanismo italiano y se extiende a todos los humanistas europeos: es una especie de totalitarismo intelectual que, entre otras cosas, produce como consecuencia necesaria que una serie de escritores, especialmente los más ingenuos, desarrollen una literatura de contenidos profundos, trascendentes y esenciales, velados además por una cobertura.

Claro que esto afecta solo a la literatura culta y elevada. A Petrarca, nunca se le ocurrió explanar more alegórico su Cancionero. Afortunadamente.

Con esto, se produce un fenómeno que pudiera parecer paradójico, y que probablemente lo es. Me refiero a que los humanistas tienen una profunda preocupación por los textos mismos, por la restauración de las formas originales, deturpadas por la transmisión manuscrita, por la ignorancia e incomprensión de los copistas e intérpretes, etc. En este campo, los humanistas crean una nueva disciplina que tiene todos los requisitos para ser considerada una ciencia. En consecuencia, conocen más obras que los medievales, y las conocen mejor, tanto porque restauran los textos originales, como porque su mayor caudal de lecturas e información sobre el mundo antiguo, la sociedad, las costumbres, instituciones, etc. les permite comprender mejor la forma y el sentido de determinados pasajes u obras: es un círculo epistemológico, una metodología cuyo resultado es quizá el mayor logro del humanismo italiano. Sin embargo, y por extraño que parezca, la minuciosidad, la precisión y el rigor con que un Valla restaura la letra de los libros antiguos no libra al humanismo, en conjunto, de la interpretación doctrinal y alegórica heredada de la Edad Media y de la tardía latinidad. No es que les haga incapaces de percibir la belleza de las obras de arte literarias, porque, en efecto, muchos de ellos la perciben, pero sí les impide aceptar ese valor, asumirlo sin más: si no encierra una enseñanza, si no proporciona información, la literatura no merece la pena. Sin duda, se trata de una deformación profesional, típica de la erudición de todos los tiempos; consiste en tomar los medios por fines.

Es este un aspecto poco estudiado -o poco resaltado- de la manera en que los humanistas encaran el estudio de los textos. Me refiero a la continuación de la práctica medieval que lleva a ver, en los libros antiguos, canteras o almacenes en los que se pueden encontrar piezas útiles para construir otra cosa. En lugar de comprender el sentido global y orgánico de las obras, parecen verlas -también ellos- como ruinas o amontonamientos de rocas ya trabajadas, aptas para edificar otros monumentos. Un verso de Virgilio, una frase de Cicerón, un caso o ejemplo de Tito Livio, una sentencia de Séneca se utilizan, en un nuevo contexto, como exhibición erudita, como adorno o como procedimiento para aumentar el efecto persuasivo de la nueva obra. En una palabra, se utilizan como se utilizaban los monumentos antiguos de los que se sacan los sillares, una columna, un arco o un sepulcro para fabricar otro edificio. Se sacan materialmente o se copian.

Antes de seguir adelante me parece que conviene distinguir dos maneras, entre otras, de utilizar las fuentes literarias, sea en la Edad Media o en cualquier otra época. Cabe la posibilidad, por un lado, de utilizar la cita desgajada del contexto en que aparece; basta, entonces, que funcione como marca de cultura y de distinción intelectual, más del autor que del texto; o bien es posible que la sentencia, el caso funcione por sí mismo, de manera autónoma. Pero, por otro lado, una cita puede servir para evocar el aroma de la obra a que pertenece. Creo que este último procedimiento supone que el receptor no solo debe identificar el fragmento reproducido, sino conocer la obra completa y ser capaz de asociarla, como conjunto -tono, sensibilidad, sentido, como resonancia y sensación- al nuevo edificio.

Me temo que, salvo Petrarca y otros pocos creadores, es decir, poetas, artistas, lo que se hace en la Edad Media, pero también en la época del Humanismo, entre estos mismos profesionales, es lo primero. Por ello, Petrarca percibe el hecho y condena ese infantilismo en el Secretum:

Parce, queso, hoc tacitus audire non possum. Nunquam, ex quo pueritiam excessi, scientiarum flosculis delectatus sum; multa enim adversus literarum laceratores, eleganter a Cicerone dicta notavi, et a Seneca illud in primis: «Viro captare flosculos turpe est, et notissimis se fulcire vocibus ac memoria stare».



Cierto, lo de desgarrar las obras forma parte del aprendizaje escolar y del arte de la memoria. Pero ni lo uno ni lo otro acaba con la mocedad, pues el uso de bocados y demás antologías y enciclopedias sigue siendo recurso habitual también en la nueva época, desde Boccaccio hasta Erasmo. A mi entender, y a pesar del perfeccionamiento pedagógico y demás méritos, resultan patéticos los consejos de Erasmo en tal sentido, parece una receta para salir humanista erudito en diez lecciones, sin maestros ni esfuerzo. En el De ratione studii, Erasmo recomienda al aprendiz que atienda a los lugares comunes, imágenes, apotegmas, proverbios y sentencias y, para sacar provecho de los que encuentre en sus lecturas, tome un cuaderno y haga unas casillas o cuadros para apuntar y clasificar las citas. Él mismo contribuye con los Apotegmas, los Adagios o los Epigramas, a proporcionar materiales para que un bricoleur hábil pueda construirse su propio poema lleno de erudición, como dicen en la dedicatoria al Infante-Duque Enrique11. Y esto lo cree Erasmo, cuyas mejores obras -las críticas, las lucianescas-, no brillan por su erudición ni sabiduría, sino por los valores estrictamente literarios.

Creo, sin embargo, que Petrarca o Erasmo, en sus mejores momentos, intentan y consiguen comprender las obras que estudian como conjuntos armónicos, y el marco al que pertenecen, como sistema. Y construir sus propios escritos, de manera coherente y orgánica. Quienes en el siglo XVI citan el consabido monachatus non est pietas no buscan que se les tenga por sabios leídos, sino que tratan de evocar un pensamiento religioso, una forma de piedad: la que se expresa en el Enchiridion y en el conjunto de la obra del holandés.




Humanismo cristiano

Cuando los Padres o los humanistas tengan que construir sus propias obras y necesiten mover y convencer al auditorio, entonces echarán mano de los recursos aprendidos en los clásicos, pero de los procedimientos sistemáticos y completos, no de retales, ni de piezas sueltas. Lo que, en esta tesitura, les interesa no es tanto la erudición, la doctrina ni la sabiduría como la belleza y la elegancia que haga claro y persuasivo el mensaje, que seduzca por la forma. Por ello, los hombres de letras se aprestan a estudiar e imitar los primores antiguos. Sea por ejemplo, y a pesar de los pesares, S. Jerónimo, que si no ya a Cicerón, utiliza a Virgilio, de forma que admira a Vives: ¡Con qué afición usa San Jerónimo a Virgilio, interpola versos virgilianos donde encuentra ocasión! ¡Y cómo juzga que adornan su oración!, ¡qué decoro piensa que le dan! Y San Agustín hace lo mismo...12.

Esa es la cosa, la gracia, el decoro y el lustre. Esa belleza es lo que consiguen San Jerónimo, San Agustín o Poliziano y tantos otros. Y esa belleza es la que buscan, limpian y restauran los humanistas. Para utilizarla, sin duda, como declaran, pero seducidos también por la belleza misma.

Es el caso, por ejemplo, del admirable Coluccio Salutati, que lleva a cabo un trabajo de restauración ejemplar, con el que inicia lo que será el logro más característico y duradero del humanismo, la crítica textual y filológica. Salutati, además, mantiene todavía (o ya) un equilibrio realmente clásico. Pues bien, que Salutati tomara por letra clásica romana lo que, en realidad, era la letra románica del siglo XII, indica la dificultad de la empresa, pero también muestra que el canciller poseía una fina sensibilidad artística, semejante a la de sus contemporáneos, los arquitectos florentinos que se inspiran en la arquitectura románica del XII creyéndola también romana. Todo ello concuerda y responde, quizá, a las afinidades de todo tipo que se producen entre el siglo XV y el XII13.

Pero desde una perspectiva crítica, además de revelar las dificultades para obtener una correcta perspectiva histórica, ese hecho, esa confusión obliga al estudioso a dudar de la brillante definición que explica el Renacimiento como la unión de unas formas clásicas a unos contenidos clásicos14. No sé yo hasta qué punto se puede decir que las formas y los contenidos son netamente clásicos cuando vienen del siglo XII o aparecen teñidos (contaminados, si se quiere) por todo el influjo medieval y cristiano que hemos visto. Es probable que, afortunadamente, ni el mejor humanismo ni el Renacimiento sea un neoclasicismo. Mientras la fe cristiana siga estando presente y presionando las conciencias, la cultura, la sociedad, será imposible reproducir tal cual las formas y contenidos del paganismo. Y cuanto más y mejor se conozca esa civilización desaparecida, más claras resultarán las diferencias, el abismo que la separa de la vida civil y religiosa del XV. Quien piense otra cosa, sea humanista o historiador moderno, es porque ha perdido la perspectiva histórica. Porque la belleza ha ofuscado su sentido crítico.

L. Valla lo tenía muy claro. La «meditatio mortis humaneque miseria» que da sentido a la vida según Petrarca o San Isidoro (Etim. II, XXIV, 9) es muy diferente de la muerte cuya meditación era la mejor definición de filosofía, según Séneca15. Porque la meditación del estoico desemboca en el triunfo de los epicúreos.

Se ha dicho con frecuencia que el Humanismo no es solo, o no es siempre ni en todos los casos, cristiano. Hay individuos cuya meditación no arranca de la muerte y la posible y posterior salvación eterna, sino que se limitan a ocuparse de la vida inmediata, a vivaquear sobre el terreno, como la infantería, y a buscar la gloria mundana y civil, no la eterna. Así pues, cuando tales humanistas estudien a los clásicos, no buscarán la felicidad celestial, sino la utilidad inmediata, bien porque les sirva en la lucha por la vida, bien porque crean que el estudio y lectura de los clásicos es ya un fin en sí mismo. No se trata tanto de que estos hombres nieguen o no nieguen explícitamente la religión cristiana; ni siquiera, de que crean o no crean en ella en el fondo de sus conciencias, sino de que rompan con la dependencia que hace a las letras paganas esclavas del cristianismo. Esto, por supuesto, no quiere decir que se opongan a la religión, ni mucho menos. Lo que quiere decir es que las letras seculares adquieren una clara autonomía que les permite funcionar por su cuenta, como letras humanas. En realidad la oposición con el latín eclesiástico refleja no solo un cambio de gusto, sino también los intereses en pugna, ya que, como vimos, el Humanismo secular trata de sustituir a los clérigos el ejercicio del poder político e, incluso, en determinados ámbitos de la propia Iglesia. Como se ha señalado, C. Salutati es el primer Canciller de Florencia que no es clérigo. Y a Salutati le suceden L. Aretino, Poggio, Marsupini y Machiavelo.

Pero si los humanistas están favorablemente dispuestos a servir a la religión con sus escritos (a la idea que ellos mismos se hacen de la religión, por supuesto), no ocurre lo mismo con las letras tradicionales, sean del tipo que fueren. En los estudios dedicados al Humanismo por los historiadores del siglo XX, no falta nunca un capítulo dedicado a la lucha, a los ataques que los humanistas dirigen contra los bárbaros, sea por el tipo de doctrinas que profesan, sea, sobre todo, por el mísero latín que utilizan.

Ahora bien, los humanistas rompen también con otros bárbaros a los que los historiadores del periodo olvidan, quizás porque no son frecuentes los ataques contra ellos; pero, quizá, por otras causas o motivos: porque rompen el idílico paisaje, como de belén, que los estudiosos han construido desde el siglo XIX. Obliga a tomar una perspectiva histórica y, en consecuencia, a estudiar el Humanismo como parte de un proceso dinámico del que ellos, los humanistas, no son más que un componente, junto a otros. Y, quizá, porque la valoración histórica y estética, o ideológica, resulte alterada.




Humanismo vulgar

Está claro, sin duda, que me refiero a las relaciones con las lenguas vulgares. Dante, Petrarca y Boccaccio cultivan el latín y el italiano. Escriben literatura y consiguen obras de arte literalmente imperecederas en vulgar. Sin embargo, ya C. Salutati escribe casi siempre en latín, y, cuando utiliza el italiano, no busca lograr una forma bella, pierde la elegancia que caracteriza su estilo latino. A partir de ahí, el vulgar desaparece entre los humanistas italianos, lo mismo que entre sus seguidores nórdicos.

Que yo sepa, el primer testimonio, la primera queja y protesta contra la nueva manera de juzgar la tradición aparecen en el Paradiso degli Alberti, obra de Giovanni da Prato, situada en la encrucijada del año 1389 y escrita poco después; en esta obra, el editor16 incluye una «Invettiva contro a cierti caluniatori di Dante e di messer Francesco Petrarca e di messer Giovanni Boccaci, i nomi de'quali per onestà si tacciano, composta pello iscientifico e circuspetto uomo Cino di messer Francesco Rinuccini cittadino fiorentino, ridotta di gramática in volgare»17 donde, entre otras cosas, se lee:

... mi riposo per non udire le vane e scioche disputazioni di una brigata di garrulli, che per parere litteratissimi apresso al vulgo gridano a piaza quanti dittonghi avevano gli antichi e perchè oggi non se ne usano se non due; e qual gramática sia migliore, o quella del tempo del comico Terenzio o dell'eroico Virgilio ripulita; e quanti piedi usano gli antichi nel versificare, e perchè oggi non s'usa l'anapesto di quatro brevi. E in tale fantasticherie tutto il loro tempo trapassano, lasciando il più utile della gramatica, lunga da se, la fanno lunghissima; ma la significazione, la distinzione, la temologia de' vocaboli, la concordanza delle parti dell' orazione, l'ortografia, il pulito e proprio parlare litterale niente istudiano di sapere. Di loica dicono ch'ell'è iscienza sofistica e molto lunga e non molto utile, e per questo non curano di sapere se 'l termine si piglia per lo suo significato o pella spezie o pello nome: verbi grazia, questo termine uomo può significare Piero, sustanza animata, sensibile, e può significare la spezie umana, e uno nome bisilabo [...]. Di retorica tramano quanto sia istato il numero degli oratiori ottimi, argomentando ancora la rettorica non essere nulla, e che l'uono se l'à naturale, non sapiendo che si sia 1'esordio quadrifario, la latante insinnazione...



Y así va siguiendo por la arismetica, giometria, etc., hasta completar el cuadrivio. Y continúa:

Delle storie con grande ansietà disputano se dinanzi al tempo di Nino si trovano istorie o no, e quanti libri compuose Tito Livio, e perchè e' non si truovano tutti, e quali sieno gli errori degli storiografi, affermando Valerio Massimo esser troppo brieve, e Tito Livio interrotto, e le cronache troppo prolisse. E tanto tempo in cotali disputazioni vane perdono, che niuna veracie istoria possono aprendere o apresa fissa nella memoria tenerla per recitarla secondo il tempo e '1 luogo utile pella republica. Le storie poetiche dicono essere favole da femmine e da fanciugli, e che il non meno dolcie che utile recitatore di dette istorie, cioè messer Giovanni Boccaci, non seppe gramatica, la qual cosa io non credo essere vera. E de' libri del coronato poeta messer Francesco Petrarca si beffano, dicendo che quel De viris illustribus è un zibaldone da quaresima. Non dicono quanto e' fu gienerale in versificare così in latino come in vulgare; ma perchè al presente altra santa ira mi sprona, non la voglio disputare. Ma le dette istorie, alcuna ne nasconde sotto la corteccia delle parole o moralità grandissima, alcuna pura verità, alcuna con la divina giustizia ci minaccia, alcuna alla futura ed etternal vita ci alletta, e insieme intermiste meritano somma loda l'utile col dolcie mescolando. De' poeti dicono esser componitori di favole e sviatori di giovani con loro leggiadrie e dolcieze, e fanno quistione grandissima, il popolazo raguardantegli in piaza, qual fussi maggior poeta, o Omero o Vergilio. Poi, per mostrarsi litteratissimi al vulgo, dicono che lo egregio e onore de' poeti Dante Alighieri essere suto poeta da calzolai; non dicono che 'l parlar poetico è quello che sopra agli altri come aquila vola, cantando con maravigliosa arti e fatti groliosi degl' igniominiosi uomini e pognendo per nostro ben vivere inanzi agli occhi tutte le stone, mescolando alcuna volta ne' loro poemi sottile filosofia naturale, alcuna volta la dilettevole astronomia, alcuna volta l'ottima filosofia morale, alcuna volta e santi comandamenti delle leggi, alcuna volta la vera e santa teologia. Lo inlustre ed esimio poeta Dante, il quale, sia detto con pacie de' poemi greci e latini, niuna invenzione fù più bella, più utile e più sottile che la sua trattando tutte le storie così moderne come antiche, così de' benfatti come de' male fatti degli uomini per nostro essempro con si maravigliosa legiadria, che più tosto è miracoloso che umano, i pecati d'ogni maniera puniscie e i purgati rimunera, gli umani fatti dipigne in vulgare più tosto per fare più utile a' suo' cittadini che non farebbe in gramatica. Nè tonando deridano e mali dicienti, però che'l fonte della eloquenza, Dante con maravigliosa brevità e lagiadria mette due o tre comparazioni in uno rittimo vulgare che Vergilio non mette in venti versi esametri, essendo ancora la gramatica sanza comparazione più copiosa che'l vulgare. Il perchè tengo che'l vulgare rimare sia molto più malagevole e maestrevole che'l versificare litterale. Ancora aguagliando a Vergilio rispondano con verità: non à narrato nel suo poema Dante più istorie antiche che Vergilio? Nollo possono negare, con ciò sia cosa che lo'nfemo solo abbi più istorie antiche che tutto Vergilio. Delle moderne non à lasciato cosa degna di fama che non abbi recitata...18.



Como se ve, atribuye a la «brigata di garruli» opiniones que jamás se les hubieran pasado por las mientes a ningún humanista; y la crítica parece hacerse desde posiciones escolásticas, mezcladas con elementos del humanismo. Sin embargo, hay algunos aspectos que merecen ser subrayados. En primer lugar, la alianza o coincidencia entre esa posición escolástica y la defensa de la literatura, y de la literatura vulgar. Además, la acusación de demagogia lanzada contra estos individuos que gritan en la plaza pública su sabiduría parece responder a las circunstancias reales en que se desarrolla la política del Común en la República florentina, y al papel que, en ella, juegan los humanistas. Por último, es cierto el distanciamiento y la condescendencia con que los humanistas tratan a los autores aquí defendidos. Pero, por otra parte, es curioso notar cómo se pone en boca de estos gárrulos pedantes el mismo ataque contra los poetas que el que tradicionalmente usan los Padres de la Iglesia: los poetas son «sviatori di giovani con loro leggiadrie e dolcieze». Por contra, los méritos que el autor concede a los poetas vulgares y, sobre todos, a Dante, son los mismos que los humanistas predican de los latinos. Y, por último, señalar que uno de los mayores méritos de Dante consiste en contar muchas historias, muchos casos, a pesar de que utiliza una lengua sin gramática ni arte...; en este elogio se manifiesta el gusto medieval (y moderno) por la acumulación de acontecimientos y la rapidez con que se suceden, por el ritmo vivo de -por ejemplo- las narraciones caballerescas.




La polémica en torno a N. Niccoli: L. Bruni

El paradigma de esta aristocracia de las letras es Niccolo Niccoli, o así ha quedado para la historia19.

Con independencia de la amplitud y la profundidad del movimiento, parece claro que N. Niccoli se lleva todas las bofetadas y aparece como representante único de un grupo más amplio. A N. Niccoli se le reprocha que se ocupe de minucias tales como el papel, el color de la tinta, la caligrafía, ortografía, acentos, etc. y, sobre todo, que tome esos rasgos auxiliares como si fueran cuestiones trascendentes, en lugar de fijarse en el conjunto, en la forma y los contenidos, que son el fin último. Pero también escandalizan sus ataques contra Dante, Petrarca y Boccaccio, al menos, escandaliza lo radical y despectivo de sus juicios, porque parece como si los demás también compartieran esos juicios, si bien exigieran una mayor prudencia y cautela en la forma de expresarlos. Aunque solo sea porque son glorias nacionales.

En conjunto, y dejando ya a un lado el caso de N. Niccoli, da la impresión de que, entre los humanistas del siglo XV, el purismo gramatical y retórico se ha convertido en el único criterio válido para juzgar las letras. Solo lo que se escribe en latín y en un latín perethnico merece la pena de ser tenido en cuenta.

Que Rinuccini, Prato o Bruni dirijan sus venablos contra N. Niccoli y su grupo indica que hay, por lo menos, dos grupos en pugna. Y la virulencia de los ataques indica que está en juego algo más que una mera cuestión académica. Sin duda, unos y otros luchan por el poder político, por los correspondientes empleos y cargos20. Lo cual no significa que los alardes de estos humanistas exquisitos no se vieran, considerados en sí mismos, como excesos reprobables.

Este humanismo ciceroniano, civil y laico plantea muchos problemas; hay un aspecto de la cuestión que parece importante en la época: el clasicismo civil no es laico porque niegue las creencias religiosas o algunas de sus doctrinas, lo que ya sería bastante. Es peligroso y causa problemas porque, en el ámbito de la vida civil y política, prescinde de la religión y de la filosofía: prescinde de la ideología, como hará, ya de manera teórica y radical, N. Machiavelo. Pero no se sabe muy bien qué papel cumplen ni qué función realizan los humanistas si se prescinde de la ideología, y si la oratoria (liberada de la tutela teológica y eclesiástica) queda ahora como ancilla de la política.

Aunque la mayor parte de los humanistas parecen profesar una religión sincera y profunda, hay un ámbito social específico, exento de conexiones, autónomo y autosuficiente, que posee sus propios fines y métodos para conseguirlos. Quizá, dicen, cuando toda esa labor de conquista, restauración y recuperación haya sido hecha, sea posible descuidar ya las solicitaciones inmediatas y atender a otras cuestiones más amplias, de mayor enjundia (lo cual recuerda a los Padres del siglo segundo, como vimos arriba). Pero, por ahora no hay manera. Es esto lo que responde N. Niccoli a Salutati, según L. Bruni:

Hac tamen in re, Coluci, si non ita ut putas oportere nos exercuimus, non est culpa nostra, sed temporum: quamobren vide, quaeso, ne nobis amicis tuis iniuria subirascare. Nam si aliqua ratione nos commode id facere potuisse ostendes, non recusamus a te, quia id obmiserimus, non modo verba, sed etiam verbera aequo animo perferre. Si vero in ea tempestate nati sumus, in qua tanta disciplinarum omnium perturbatio, tanta librorum iactura facta est, ut ne de minima quidem se absque summa impudentia loqui quisquam possit...21.



Pero, a C. Salutati, lo que le interesan son las discusiones filosóficas, o filosófico-religiosas. Sin embargo, entre 1400 y 1430, aproximadamente, no es esto lo que más conmueve los espíritus de los florentinos. Quizá a causa de que el conocimiento de la lengua y de los textos antiguos ya es algo asentado y seguro -a pesar de Niccoli-; o quizá, a causa del tipo de actividad política que se ha impuesto en la república, lo cierto es que lo más apreciado en este momento es la proyección de la sabiduría humanística como instrumento mundano, apto para la práctica de las luchas civiles y políticas. A esto ha ido quedando reducida la gramática. Resulta difícil ver en esta actitud un humanismo cristiano, porque el método gramatical y filológico, la expresividad oratoria se puede aplicar a cualquier objeto, puede servir a cualquier fin. La idea ciceroniana de que solo es buen orador quien es bueno (aunque, en realidad, bueno significa que obtiene los fines que persigue) supone un principio y guía, previo y exterior, a la práctica oratoria, pero ahora, aunque se siga repitiendo y se continúe aceptando la doctrina de Tulio, parece como si fuera más un recurso retórico, una coartada, que una práctica real. El humanista utiliza su saber como un método o instrumento.

Así, en la práctica de N. Niccoli hay otra actividad que no es la minucia de los diptongos y los puntos: cuando L. Bruni, en los Dialogi ad Petrum Histrum, presenta a Niccoli defendiendo una opinión para sostener, inmediatamente después, la contraria, no queda nada claro cuál es la intención de Bruni. Es posible que se trate solo de buscar un interlocutor bien caracterizado, pues Niccoli interviene también en los diálogos del P. Bracciolini o de L. Valla, lo que parece acreditarle como buen discutidor. Pero, sea una cuestión de decoro o representatividad, el hecho es que la tesis y la antítesis a la que le obliga Bruni hace que el tipo que representa, el modelo (real o representativo) a que responde aparezca como un dialéctico que discute por discutir y es capaz de defender cualquier opción. Lo que me interesa de todo lo dicho es plantear el problema de la intención última de Bruni, pues quizá esa capacidad para defender una cosa y, a renglón seguido, la opuesta sea una manera de atacar a Niccoli y a quienes actúan como él, poniéndole en paralelo con las disputas de los escolásticos parisienses. Pero también cabe la posibilidad de que esa versatilidad sea presentada como ejemplo positivo, como exhibición de maestría a la hora de construir una oratio clásica, sea pro o contra. Lo cual, por supuesto, no excluye que sea la propia maestría de Bruni (y su disponibilidad) lo que se muestre a los lectores. En este caso, la atribución a Niccoli de los parlamentos funcionaría como una coartada para evitar las críticas contra una oratoria dialéctica que tan pronto defiende una cosa como la contraria, porque (en teoría, al menos) el componente esencial de una bella pieza oratoria es la verdad de lo que se defiende, y la sinceridad y bondad del orador que la compone y pronuncia.

Hasta cierto punto al menos, cabe pensar que la actitud y las opiniones de Niccoli coinciden o son las del propio Bruni. Así, por ejemplo, sucede en la fruición con que se alaba la lengua latina, en la consideración del estilo como un valor en sí. Cuando se lee «Idem qui linguae latinae parens est, Marcus Tullius Cicero, cuius ego, Salutate, ideo tria nomina profero ut ille in ore meo diutius observetur: ita mihi dulcis est cibus», no cabe duda de que Bruni, si no lo dice directamente, lo suscribe. Y cuando advierte:

Nec ego nunc, mehercule, ista dico ut Aristotelem in secter, nec mihi cum illo sapientissimo homine bellum est, sed cum istorum amentia; qui si tantum ignorantiae vitio obnoxii essent, illi quidem non laudant, sed tamen in hac temporum conditione ferendi; nunc vero cum ignorantiae eorum tanta arrogantia iuncta sit, ut se sapientes et appellent et existiment, quos aequo animo ferre possit? De quibus vide, Coluci, quid ego sentiam. Non puto illos ne minima quidem in re, quid Aristoteles senserit recte tenere, habeoque huius rei gravissimum testem, quen tibi adducam. Quis iste?



Naturalmente, el testigo es Cicerón. De lo que pensaba Aristóteles no podemos saber, pues, nada, ni la mínima cuestión. Sin embargo, el Filósofo posee otras cualidades, pues así lo afirma Cicerón:

Nam studiosum eloquentiae fuisse Aristotelem atque incredibili quadam cum suavitate scripsisse, Ciceronis sententia est. Nunc vero hos Aristotelis libros, si tamen eos Aristotelis esse putandum est molestos in legendo et absonos videmus, tantaque obscuritate perplexos, ut preter Sybillam aut Oedipodem nemo intelligat22.



A lo que sigue el ataque contra Farabich, Buser, Occam y demás británicos. Está claro que es la opinión y el análisis que Bruni defiende, directamente ya, en su Vita Aristotelis, ahí dice, siguiendo a Cicerón y al Petrarca de los Rerum, memorandarum que el Estagirita fue un estilista notable en la Ética a Nicómaco y en la Metafísica, y se revela como hombre de letras en la Retórica y la Poética. Esos son sus méritos. Si atribuimos también el texto del diálogo a Bruni, quedará claro, que, para él, el estilo, las letras, es lo único valioso; desde luego, mucho más valiosos que los contenidos filosóficos, que la doctrina -sea cual fuere-, porque de ella no sabemos nada, no se entiende y es aburrida y oscura. Lo que interesa y lo que funciona, continúa Bruni, es un latín elegante al que convienen mejor las doctrinas de Platón. De esta manera es posible construir un discurso elocuente, que es aquel a cuya forma se una la scientia rerum, esto es las noticias, casos y datos sacados de los autores antiguos. En ningún caso un sistema ni una doctrina coherente ni completa.

En De studiis et litteris, vuelve Bruni a plantear la cuestión, pero de forma más clara y didáctica: el saber no se encuentra en la filosofía y, en consecuencia, no hay por qué leer a ningún filósofo, ni antiguo ni moderno, ni grande ni pequeño. Bastan los poetas y los apologistas, sean paganos o cristianos. Esa forma apologética se adoba con una cierta erudición (que no filosofía), pero advierte: «eruditionem autem intelligo non vulgarem istam et perturbatam quale utuntur ii qui nunc theologiam profitentur, sed legitiman illam et ingenuam, quae litterarum peritiam cum rerum scientia coniugit». En definitiva, que la forma la proporciona Cicerón, la rerum scientia, las enciclopedias, y la poesía, la interpretación alegórica de Virgilio.

Nada recuerdo más parecido a este pensamiento que la doctrina de algunos Padres cuando afirman que lo importante es salvarse, y para eso sobran filósofos y poetas, estilos y oratorias. Claro que el estilo es diferente.

En tales planteamientos no resulta difícil reducir el campo a lo propio, de manera exclusiva. Puestas así las cosas es perfectamente posible, para los humanistas, prescindir de la práctica de la religión y de la filosofía. De la lectura de la Biblia puede y debe prescindir el ciudadano, porque en ella hay historias escandalosas y poco edificantes, solo útiles a los teólogos de la Iglesia. Además, lo que dice San Pablo ya lo había dicho Platón y otros autores antiguos. De la filosofía ya se ha dicho. Todo lo que no se encuentra en los autores éthnicos no es propio de hombres libres, y no es conveniente. Y no sirve para organizar un discurso elocuente y seductor23.




La virtud como gloria civil

Al cabo de todo este proceso, lo que resulta claro es que la identificación de la virtud y la gloria con la virtud y la gloria civil es lo que se percibe como lo propio del Humanismo. Es lo que parece estar al fondo de la obra de los autores que hemos visto, o en la de Francesco Filelfo, en la de Cosma Raimundi o en la de L. Valla. Y a pesar de las protestas de fe, a pesar de las afirmaciones taxativas en contrario, y a pesar de que sean sinceros, lo que se retiene es esa identificación funcional. Así, por ejemplo, cuando L. Valla, refiriéndose a la felicidad mundana y a la eterna, escribe como conclusión del De vero falsoque bono:

Nam ea [voluptas] duplex est: altera nunc in terris, altera postea in celis (celos appello nostro more non antiquorum qui mum celum putaverant), altera mater est vitiorum, altera virtutum. Dicam planius. Quicquid citra spem illius posterioris fit propter spem huius presentis peccatum est; nec in magnis modo, ut quod domo edificamus, fundos emimus, mercature operam damus, matrimonium contrahimus, veram etiam in minimis ut quod comedimus, dormimus, ambulamos, loquimur, cupimus, pro quibus omnibus et premium nobis et pena proposita est. Quare hac abstinendum est si irai illa volumus, utraque non possumus, que non aliter inter se contrarie sunt quam celum et terra, anima et corpus24.



Afirmación ortodoxa donde las haya, y bien radical. Pero que al lector no puede menos que dejarle perplejo y estupefacto. Perplejo, porque tales palabras salgan de la pluma de Valla; estupefacto, porque de manera tajante se separe la vida civil de la piedad. Al parecer, quien cultive y logre la gloria mundana, el éxito civil, se queda sin el cielo de los cristianos. Si esto es así, van los humanistas. La única salida es el silencio y la penitencia, la cartuja. Puesto que no es así, la conclusión es obvia.

Esto es lo que sucede cuando la oratoria humanística da entrada a problemas doctrinales que no hubieran creado dificultades a Salutati. Porque Valla, en el libro III ha rechazado a todos los filósofos y a la misma filosofía, como Bruni; pero, al mismo tiempo, contra Aristóteles, organiza la relación entre vicios y virtudes como oposiciones duales y absolutamente excluyentes. La consecuencia de tan radical opción, y tan simple, es que no hay opciones intermedias, el término medio ha sido excluido: o lo uno o lo otro. Y puesto que Valla defiende el matrimonio, la vida civil, la actividad política, etc. con la pluma y con el ejemplo, la impresión es que, a pesar de su buena voluntad (que se le supone) lo que aparece es un Valla partidario de la gloria terrena y mundanal. Y si esto no, un Valla cuya obra, cada una de las tres partes, es un ejercicio de retórica capaz de defender tesis incompatibles entre sí o con la realidad. De hecho, el De voluptate fue entendido como una exhibición de oratoria por los contemporáneos, no como la búsqueda y exposición de la verdad, ni como profesión de fe. Más tarde, incluso, pudo ser interpretado (creo que equivocadamente) como astuta y disimulada defensa y apología de la filosofía epicúrea y materialista. Prueba de esto es la Apologia, donde Valla se ve en la necesidad de defenderse de los ataques que el De vero bono había suscitado.

Es la consecuencia lógica e inevitable de rechazar la filosofía, la teología, la lógica y la dialéctica; de rechazar a Aristóteles y a los académicos, y a los estoicos para, a continuación, escribir una obra doctrinal, pensando que con la filología y la oratoria y la retórica está todo resuelto.

Y es el resultado, digámoslo de pasada, de situar a la gramática y la oratoria como cúpula y fuente de todos los saberes, como principio organizador del conjunto de las ciencias y artes. Esto en lo que respecta al objeto del conocimiento.

Sin embargo, y como ponen de manifiesto las críticas que produce la publicación del De vero falsoque bono, la incursión de L. Valla en asuntos de filosofía y teología, demuestra que la oratoria humanística no ha sido capaz de integrar esas disciplinas en un conjunto armónico y coherente, en el sistema dominado metodológica y doctrinalmente por la retórica. De esta manera, vuelve a plantearse la distinción entre verdad y retórica, resurgen y reverdecen las viejas cautelas y críticas contra los primores de la forma, la seducción que implica, etc.


Retórica y dialéctica


Platón

Ya se sabe que las difíciles relaciones entre retórica y dialéctica se plantean de manera definida en los diálogos platónicos25. Sin embargo, en Teeteto, aunque menudean los ataques a los sofistas, también Sócrates afirma: «Eres bello, Teeteto, no feo, como dice Teodoro: el que habla bien es bello y bueno» (185 E), donde, como es normal en la teoría general, se identifican belleza y bondad, referidas ahora, aquí, al discurso.

Claro que la belleza del discurso no corresponde necesariamente a la habilidad retórica. La correspondencia entre lo uno y lo otro sería lo deseable; sin embargo, en este mundo, las cosas no son como deberían ser. En las Leyes, Platón explica por qué sucede esto:

Aunque son muchas las cosas hermosas que hay en la vida de los hombres, a la mayoría de ellas les es inherente una especie de maleficio que las ensucia y corrompe. Así, por ejemplo, ¿cómo no va a ser cosa bella la justicia de los hombres, que es lo que mantiene amansado al género humano? Pues bien, a estas cosas que así son, lo que las desacredita es un azote que se ha puesto por delante el bello nombre del arte y que, en primer lugar, afirma que existe un procedimiento para pleitear y que este, a su vez, es el que está capacitado para vencer en los procesos propios o en la ayuda a otro que litigue, y ello tanto si es justo como si no lo es; y que pueden serle dados a cualquiera que a cambio de ellos dé dinero. Pues bien, esto, sea efectivamente un arte, sea una cierta rutina empírica desprovista de arte alguno, es absolutamente necesario que no surja en nuestra ciudad26.



La contundente condena de la oratoria no es un caso aislado, ni especialmente duro, porque los ataques que aparecen en Gorgias, el diálogo dedicado al tema, son más fuertes todavía, como lo es el que aparece en la República (X, 607B)27, porque las Leyes es obra más realista en la que se atenúa el radicalismo de la República y de otros diálogos, y se atenúa también el idealismo utópico. Para Platón, en cualquier caso, como demuestra el Político (304D; cfr. 262A-263B), no solo es condenable la retórica que se aplica en las causas procesales, sino también la que se utiliza en los debates políticos.

Es cierto, sin embargo, que en Fedro, Platón suaviza las críticas al arte de la palabra. Claro que, en esta obra, se trata más bien del entusiasmo, de la locura divina que se apodera del poeta místico o teólogo cuando alcanzan a recordar la verdad y la belleza del otro mundo, la bondad y la belleza perdidas. Y ahí, sí deja Platón un cierto espacio para la retórica, como medio que permite comunicar, o evocar, en el oyente el mundo ideal y sus delicias. No hará falta advertir que ni esa poesía ni esos recursos utilizados por el vate se dirigen a modificar o influir en el mundo sublunar: son un acicate para que el hombre recupere las alas y pueda volar y ascender a lo alto. Huir del mundo material. Habrá que recordar esto cuando esa concepción poética vuelve a aparecer entre los humanistas.

Ahora bien, fuera de esta alegría, el juicio que a Platón le merece la retórica es el de un conocimiento (y, correlativamente, de una enseñanza) falso, meras opiniones. En consecuencia, no puede utilizarse en la búsqueda ni en la exposición de la verdad. Otra cosa es la dialéctica, disciplina necesaria e imprescindible para la obtención de esa verdad; hay que advertir que, para Platón (República 511 B-D) la dialéctica no es una lógica formal, sino una especie de filosofía primera, una ontología o metafísica. Plotino recoge la concepción del maestro y lo expone así:

... quippe cum discendi sit avidus, et ingenium naturali virtute generosum ad virtutum perfectionem oportet perducere: postque mathematicas rationes dialecticas tradere ac dialecticum prorsus efficere.

Quaenam est dialectica, quam oportet etiam prioribus adhibere? Est utique habitus, qui ratione de unoquoque potest dicere, quid sit unumquodque, et quo ab aliis differat, quove conveniat: praeterea quomodo et ubi sit quodlibet: et si est, quid sit: atque entia quot sint: et non entia rursus, sed ab entibus alia. Eadem haec de ipso bono disputat et de non bono, et de his quaecunque sub bono, et quae sub boni contrario. Item quid sempiternum; quidve non semper: de omnibus, in quam, non opinione, sed scientia tractans, ab errore, qui circa sensibile accidit, vacans, intelligibili prorsus adhaeret; circaque ipsum diligenter agit, falso posthabito, nutriens animan in ipso veritatis campo...28.



Y en otro lugar:

Quid igitur philosophia? Praestantissimum procul dubio. Sed nunquid idem philosophia atque dialectica? Profecto philosophiae pars praestantissima dialectica esse videtur. Non enim existimandum est hanc esse philosophi instrumentum. Siquidem nom nudas propositiones regulasque continet, sed circa res ipsas versatur, et quasi materiam habet entia. Via tamen ad ipsa progreditur, res ipsas una cum notionibus habens. Mendacium vero et sophisma accidenti quodam respectu cognoscit: alio videlicet hoc inferente, ipsa iudicans ut alienum, cognoscens mendacium per vera quae possidet, quoties quis illud obiicit, quasi sit praeter regulam veritatis. Quod ergo ad propositionem proprie spectat, fere non novit. Literae enim sunt. Cognoscens autem verum, cognovit ipsum, quod propositionem vocant: communiterque congnovit animae motiones: quod ponit, quodve aufert, ac sive id aufert, quod et ponit, sive aliud: item utrum alia, an potius eadem inter se afferantur, quasi more sensus attingens: alteri vero facultati haec plurimi facienti concedens exactam in iis diligentiam.

Pars igitur haec est honoranda. Habet enim philosophia alias insuper facultates: nempe naturam etiam speculatur, auxilium a dialectica sumens, quemadmodum etiam arithmetica ceterae artes utuntur: ipsa vero principia propius trahit a dialectica. Facultas quoque de moribus similiter contemplatur quidem inde: adiungit vero habitus exercitationesque, a quibus habitus ipsi proficiscuntur29.



El resultado es que la dialéctica, sin perder el carácter metafísico y ontológico de que la dotó Platón, adquiere los rasgos y las condiciones de la lógica formal. Es previa y necesaria para cualquier otra rama o desarrollo de la filosofía, porque trata del ser y del bien, y de la verdad o falsedad de las proposiciones. En consecuencia, y con independencia de otras consideraciones, la dialéctica es el método y la disciplina especialmente adecuada para la investigación teológica, y para la exposición sistemática, doctrinal, de esta ciencia, como ontología o metafísica. Es lógico, pues, que la escolástica medieval aprecie esta disciplina por encima de cualquier otra, tanto si acepta la línea platónica -o neoplatónica- como si sigue la línea la aristotélica, pues, desde esta perspectiva, coinciden.

Claro que la dialéctica -esta dialéctica- no da cuenta de lo real inmediato, de la variedad del mundo sublunar, de las vivencias personales o particulares, ni de los fenómenos sociales, etc. No es su cometido, pero sirve de base para las disciplinas que se ocupan de tales materias y proporciona el criterio respecto al cual es posible decidir si los argumentos son verdaderos o falsos. En una palabra, cumple la función que cumple la teología en la escolástica clásica. La formalización lógica de la dialéctica es el resultado de una especialización que puede llegar a la autonomía e, incluso, a la independencia de tal disciplina, como método válido en sí mismo, como las matemáticas. Sin embargo, mientras la teología -escolástica o no- mantenga la creencia en la racionalidad lógica de su objeto de estudio, la dialéctica, lo mismo que la matemática, mantendrán la propiedad de coincidir, como sistema, con la realidad estudiada, esto es, con Dios, con el ser, con la Verdad, con el Uno, etc.

El conflicto con la oratoria se produce en el momento en que la dialéctica abandona su campo específico y comienza a ocuparse de la realidad inmediata. Y, por supuesto, cuando se rompe la identidad entre razón y fe o, si se quiere, la coincidencia, siquiera parcial, entre teología y filosofía.




Cicerón

Como era de esperar, el conflicto se produce. En primer lugar, se produce con Cicerón, no tanto porque oponga las dos disciplinas y prefiera la retórica, cuanto porque intenta eliminar la separación entre ellas, integrándolas en un mismo quehacer, en la oratoria. Por lo menos esa es la teoría y la propuesta de Tulio.

En De oratore, Cicerón explica el proceso histórico que ha desembocado en la polarización y oposición entre dialéctica y retórica, oposición que debe desaparecer para lograr la fusión de ambas en una unidad armónica y superior. Según Cicerón, los primeros políticos utilizaron una elocuencia que no era más que la sabiduría expresada en público y utilizada para el bien del pueblo. En el origen, pues, no había distinción entre lo uno y lo otro. Andando el tiempo, algunos hombres, encandilados por la sabiduría filosófica, por la dulzura de la ciencia, se dedicaron a su estudio; sin preocuparse de otra cosa, reducen el campo, se especializan y solo se ocupan de esa sabiduría, excluyendo cualquier otra consideración, lo cual es tan agradable para el individuo como inútil a la república. Tal fue el caso de los primeros filósofos, de Sócrates, identificado con los sofistas y primer responsable de la separación entre sabiduría y elocuencia. Sócrates huye de la ciudad, lo que significa que evita la acción política y se aleja de la vida social. A partir de este momento, la elocuencia se identifica con la retórica y es excluida de la filosofía, porque no puede dar cuenta de la verdad; al mismo tiempo, la sabiduría resulta ineficaz e inútil, porque no puede influir en las conciencias ni encaminar a los hombres hacia el bien: es la miseria de la filosofía. En consecuencia, resulta necesario volver a integrar ambas actividades porque se necesitan y complementan: es cierto, concede Cicerón, que se puede ser filósofo sin ser elocuente, pero de ninguna manera es posible ser elocuente sin ser filósofo, lo ideal es el doctus orator30.

De esta manera, Cicerón, entre otras cosas, sitúa al orador por encima del filósofo, porque la filosofía no integra necesariamente a la elocuencia, ni mueve los ánimos de los ciudadanos, mientras que la oratoria incluye necesariamente la filosofía y cumple su acción benéfica en otros hombres. En palabras de Cicerón:

Sin veterem illum Periclem aut hunc etiam, qui familiarior nobis propter scriptorum multitudinem est, Demosthenem sequi vultis et si illam praeclaram et eximiam speciem oratoris perfecti et pulchritudinem adamastis, aut vobis haec Carneadia aut illa Aristotelia vis comprendenda est. Nanque, ut ante dixi, veteres illi usque ad Socratem omnem omnium rerum, quae ad mores hominum, quae ad vitam, quae ad virtutem, quae ad rem publicam pertinebant, cognitionem et scientiam cum dicendi ratione iungebant; postea dissociati, ut exposui, a Socrate diserti a doctis et deinceps a Socraticis item omnibus; philosophi eloquentiam despexerunt, oratores sapientiam neque quicquam ex alterius parte tetigerunt, nisi quod illi ab his aut ab illis hi mutuarentur; ex quo promisce haurirent, si manere in pristina communione voluissent, sed ut pontifices veteres propter sacrificiorum multitudinem tris viros epulones esse voluerunt, cum essent ipso a Numa, ut etiam illud ludorum epulare sacrificium facerent instituti, sic Socratici a se causarum actores et a communi philosophiae nomine separaverunt, cum veteres dicendi et intelligendi mirificam societatem esse voluissent31.



Así pues, esa fuerza de la oratoria, que es en sí misma una virtud, se dirige a la acción política, a la conducción de los pueblos. Es una guía en la moral, la vida política, y la virtud de los ciudadanos. Cuando, a causa de Sócrates y sus seguidores, se rompe la unidad de la oratoria, es decir la de aquellos que «cognitionem et scientiam cum dicendi ratione iungebant», entonces se produce la miseria de la especialización: la filosofía se atomiza en sectas, la ciencia en disciplinas y actividades aisladas.

La elocuencia, privada de contenidos, queda en palabrería inútil. Esa unidad perdida es la que intenta restaurar Cicerón, unidad que solo puede ser recuperada desde la elocuencia de los oradores. Es la única manera de integrar la sabiduría con la oratoria dirigida a la acción política; y es la única manera de restaurar la república romana. Es algo que se expresa con claridad en la encendida y elocuente respuesta de Craso cuando evoca a los primitivos conductores de pueblos:

haec proavi generi mei Scipionis prudentissimi hominis sapientia, qui omnes pontifices maximi fuerunt, ut ad eos de omnibus divinis atque humanis rebus referretur; eidemque et in senatu et apud populum et in causis amicorum et domi et militiae consilium suum fidemque praestabant. Quid enim M. Catoni praeter hanc politissimam doctrinam tramarinam atque adventiciam defuit? Num, quia ius civile didicerat, causas non dicebat? aut quia poterat dicere, iuris scientiam neglegebat? Utroque in genere elaboravit et praestitit. Num propter hanc ex privatorum negotiis collectam gratiam tardior in re publica capessenda fuit? Nemo apud populum fortior, nemo melior senator, et idem facile optimus imperator, denique nihil in hac civitate temporibus illis sciri discive potuit, quod ille non cum investigarit et scierit tum etiam conscripserit. Nunc contra plerique ad honores adipiscendos et ad rem publicam gerendam nudi veniunt atque inermes, nulla cognitione rerum, nulla scientia ornati. Sin aliquis excellit unus e multis, effert se, si unum aliquid adfert, aut bellicam virtutem aut usum aliquem militarem; quae sane nunc quidem obsoleverunt; aut iuris scientiam, ne eius quidem universi; nam pontificium, quod est coniunctum, nemo discit; aut eloquentiam, quam in clamore et in verborum cursu positam putant; omnium vero bonarum artium, denique virtutum ipsarum societatem cognationemque non norunt. Sed ut ad Graecos referam orationem, quibus carere hoc quidem sermonis genere non possumus (nam ut virtutes a nostris, sic doctrinae sunt ab illis exempla petenda), septem fuisse dicuntur uno tempore, qui sapientes et haberentur et vocarentur. Hi omnes praeter Milesium Thalem civitatibus suis praefuerunt. Quis doctior isdem temporibus illis aut cuius eloquentia litteris instructior fuisse traditur quam Pisistrati? Qui primus Homeri libros confusos antea sic disposuisse dicitur, ut nunc habemus. Non fuit ille quidem civibus suis utilis, sed ita eloquentia floruit, ut litteris doctrinaque praestaret. Quid Pericles? de cuius dicendi vi sic accepimus, ut, cum contra voluntatem Atheniensium loqueretur pro salute patriae severius, tamen id ipsum, quod ille contra populares homines doceret, populare omnibus et iucundum videretur; cuius in labris veteres comici, etiam cum illi male dicerent, quod tum Athenis fieri licebat, leporem habitasse dixerunt tantamque in eodem vim fuisse, ut in eorum mentibus, qui audissent, quasi aculeos quosdam relinqueret. At hunc non declamator aliquis ad clepsydram latrare docuerat, sed, ut accepimus, Clazomenius ille Anaxagoras, vir summus in maximarum rerum scientia. Itaque hic doctrina, consilio, eloquentia excellens quadraginta annis praefuit Athenis et urbanis eodem tempore et bellicis rebus. Quid Critias? quid Alcibiades? civitatibus suis quidem non boni, sed certe docti atque eloquentes, nonne Socraticis erant disputationibus eruditi? Quis Dionem Syracosium doctrinis omnibus expolivit? non Plato? atque eum idem ille non linguae solum, verum etiam animi ac virtutis magister ad liberandam patriam impulit, instruxit, armavit. Aliisne igitur artibus hunc Dionem instituit Plato, aliis Isocrates clarissimum virum Timotheum, Cononis praestantissimi imperatoris filium, summum ipsum imperatorem hominemque doctissimum? aut aliis Pythagoreus [...] Itaque ipse Aristoteles cum florere Isocratem nobilitate discipulorum videret, quod is suas disputationes a causis forensibus et civilibus ad inanem sermonis elegantiam transtulisset, mutavit repente totam formam prope disciplinae suae versumque quendam Philoctetae paulo secus dixit. Ille enim 'turpe sibi ait esse tacere, cum barbaros', hic autem 'cum Isocratem pateretur dicere'. Itaque ornavit et illustravit doctrinam illam omnem reramque cognitionem cum orationis exercitatione coniunxit. Neque vero hoc fugit sapientissimum regem Philippum, qui hunc Alexandro filio doctorem accierit, a quo eodem ille et agendi acciperet praecepta et eloquendi. Nunc sive qui volet, eum philosophum, qui copiam nobis rerum orationisque tradat, per me appellet oratorem licet; sive hunc oratorem, quem ego dico sapientiam iunctam habere eloquentiae, philosophum appellare malet, non impediam; dummodo hoc constet, neque infantiam eius, qui rem norit, sed eam explicare dicendo non queat, neque inscientiam illius, cui res non suppetat, verba non desint, esse laudandam; quorum si alteram sit optandum, malim equidem indisertam prudentiam quam stultitiam loquacem. Sin quaerimus quid unum excellat ex omnibus, docto oratori palma danda est. Quem si patiuntur eundem esse philosophum, sublata controversia est. Sin eos diiungent, hoc erant inferiores, quod in oratore perfecto inest illorum omnis scientia, in philosophorum autem cognitione non continuo inest eloquentia; quae quamvis contemnatur ab eis, necesse est tamen aliquem cumulum illorum artibus adferre videatur. Haec cum Crassus dixisset, parumper et ipse conticuit et ceteris silentium fuit32.



Esta sabiduría excede a cualquier otra, porque las incluye a todas. Pero la elocuencia no es algo espontáneo y natural, sino un saber que se adquiere con estudio y con esfuerzo:

Quibus de causis quis non iure miretur ex omni memoria aetatum, temporum, ciuitatum tam exiguum oratorum numerum inueniri? Sed enim maius est hoc quiddam quam homines opinantur, et pluribus ex artibus studiisque collectum.

Quid enim quis aliud in maxima discentium multitudine, summa magistrorum copia praestantissumis hominum ingeniis, infinita causarum uarietate amplissimis eloquentiae propositis praemiis, esse causae putet nisi rei quandam incredibilem magnitudinem ac difficultatem? Es enim et scientia comprendenda rerum plurimarum, sine qua uerborum uolubilitas inanis atque inridenda est, et ipsa oratio conformanda non solum electione sed etiam constructione uerborum, et omnes animorum motus, quos hominum generi rerum natura tribuit, penitus pernoscendi, quod omnis uis ratioque dicendi in eorum qui audiunt mentibus aut sedandis aut excitandis exprimenda est. Accedat eodem oportet lepos quidam facetiaeque et eruditio libero digna celeritasque et breuitas et respondendi et lacessendi subtili uenustate atque urbanitate coniuncta. Tenenda praeterea est omnis antiquitas exemplorumque uis, neque legum ac iuris ciuilis scientia neglegenda est. Nam quid ego de actione ipsa plura dicam? quae motu corporis, quae gestu, quae uoltu, quae uocis conformatione ac uarietate moderanda est33.



Es quizá un esfuerzo excesivo, sobre todo para quienes nos encontramos, dice Cicerón, ocupados en los asuntos públicos y figuramos en la sociedad, aunque todo ello lo exige el título de orador34.

Esta oratoria, como hemos visto, se ocupa de los problemas humanos, desde la fundación y dirección de un pueblo hasta las dificultades de la vida cotidiana, doméstica, los consejos a un amigo, etc. Esto significa que interviene en cualquier cuestión que afecte a la vida de los hombres cuya vida se desarrolla en sociedad. Pero interviene no para describir objetivamente cómo o qué son las cosas, sino para modificarlas, lo cual implica necesariamente saber también cómo y qué son. En este sentido, toda la sabiduría filosófica o científica que el orador acumula está destinada a servir a la acción política.

Puesto que la oratoria, la elocuencia docta, es un poderoso instrumento para manipular las conciencias individuales y los movimientos colectivos, se exige del orador que no solo posea la técnica de la persuasión, sino que, además, sea bueno. Y para asegurar a los desconfiados, Cicerón afirma que solo el hombre recto y bueno puede llegar a ser también excelente orador. Hay dos razones que abonan esta correspondencia: por un lado, la mera petición de principio; por otro, la consideración técnica de que solo el acuerdo entre lengua y corazón es capaz de producir un discurso eficaz. Como Horacio, Cicerón opina que solo puede hacer llorar quien ha llorado, y hacer sentir, quien siente de verdad.

Una vez más, creo conveniente repetir que ese sentimiento sirve para mover y dirigir a los hombres, pues la más alta virtud consiste en el ejercicio de gobierno del estado, en el mando político35, porque, en realidad, cuando Cicerón define al orador como uir bonus dicendi peritus, no hay que entender bueno en sentido moral, sino como eficaz, que cumple bien su cometido de persuadir a los ciudadanos o al senado o a los jueces; pero, además, ese sentido se dobla con el de bienhechor o algo semejante36.

No es extraño, pues, que Cicerón sea el modelo de los cancilleres florentinos, y de todos aquellos que pretenden dirigir las conciencias o intervenir en los asuntos de estado, en la política, para reconstruir la pasada grandeza romana o, simplemente, para mejorar la situación de su reino, estado o ciudad; o, en último término, la del patrón que le contrata. O la suya propia.

Esta concepción del orador, de la oratoria, de la elocuencia y de la retórica no se opone a la filosofía y a la dialéctica por motivos circunstanciales, por la primacía honorífica ni por cuestiones metodológicas. Algo de todo ello hay, sin duda; sin embargo la oposición me parece más profunda y, en gran medida, excluyente. En primer lugar, Cicerón sustituye el ideal aristotélico que atribuye la máxima dignidad a la especulación, concebida como fin en sí misma, por la acción. Es, una vez más, el eterno conflicto entre razón y voluntad, la pugna por decidir quién sirve de ancilla a quién. Cicerón supone que el señorío le corresponde a la oratoria, esto es, a la voluntad de mando, porque solo ella es capaz de integrar a la filosofía y hacerla productiva: el orador lleva a la práctica todo aquello que los filósofos enseñan en sus jardines o pórticos, comunicándolo a toda la sociedad. Es la única manera de superar la miseria de la filosofía.

Por otra parte, la oratoria es capaz de organizar la realidad y de organizar el discurso de una manera racional. La retórica es un principio armonizador que puede ser aplicado a cualquier disciplina y al conjunto de todas ellas, pues las informa. Cicerón se ocupa de ello en De legibus y, sobre todo en De republica (Lib. II), obras significativas, por otra parte, ya que con De officiis y las Familiares recubren todo el campo de las actividades humanas. En la Genealogia, se plantea la forma en que el orador puede tratar la religión, esto es, en la vertiente civil, limitación inevitable que provocará el desprecio final de Petrarca.

La posición de Tulio, su concepción de la superior actividad humana, y de la excelencia de la oratoria, lleva aparejada la exclusión de todo lo que no sea filosofía moral, es decir, de la ontología y la metafísica que constituyen la dialéctica según la escuela platónica. Y excluye también la dialéctica entendida como lógica formal. En una palabra, debe excluir la descripción científica, objetiva, de cualquier clase, salvo si la desnaturaliza y la convierte en un medio para modificar la realidad descrita.

En consecuencia, no se ocupa (y no puede ocuparse) de lo que las cosas son, de la verdad o falsedad de las proposiciones, sino de su utilidad como instrumento para el orador.

Parafraseando a Machado, podemos decir que la buena proposición no es la piadosa, ni la verdadera, sino la que engaña; o la que convence, si se quiere. Es la capacidad para convencer y mover a los oyentes lo que señala la utilidad de las teorías o de las proposiciones filosóficas. El orador, en último término, prescinde del criterio verdadero/falso al construir sus discursos37.

El orador no puede, pues, ocuparse de las certezas, ni de la univocidad del pensamiento lógico; se mueve entre opiniones, en lo probable, lo verosímil, lo plausible. Y aquí volvemos a encontrar el problema inicial que habíamos abandonado antes: ¿qué criterio guía o decide la finalidad de la acción política o moral del orador? La respuesta es que depende. Depende de las circunstancias de tiempo y lugar, de la ocasión, del momento, de la oportunidad... Y depende, fundamentalmente, de la bondad del orador: si el orador es bueno, justo y benéfico es obvio que su discurso lo será también.

Tan aristocrático planteamiento (y tan simple) evita absolutamente la determinación, a priori, de los fines, y, de manera concomitante, de la bondad o la justicia, etcétera que quedan al arbitrio y juicio del orador. Como queda a su arbitrio la significación de los términos y expresiones utilizados, pues nada es más contrario al sistema que la definición unívoca de los términos y de las leyes de relación entre ellos, la precisión en las proposiciones, etc. Todo ello produce como resultado unos textos atrayentes, seductores, pero una «filosofía» evanescente y vaga; no relativa, sino imprecisa. Es este un rasgo inevitable, que se encuentra, pues, tanto en los primeros humanistas como en los últimos, en los que acaban llamándose a sí mismos teólogos, cuando se ocupan de temas generales en los cuales pretenden que la adscripción sentimental pase por filosofía. Como sucede, por ejemplo, en la vaga y evanescente Philosophia Christi de Erasmo. Pero también el Petrarca senil dio en la ocurrencia de reclamar el título de filósofo.

Los humanistas del siglo XV, los ciceronianos, heredarán las fobias y filias del maestro, y las extremarán, porque, por una parte, están en competencia directa con los filósofos (escolásticos) en la vida diaria; y, por otra, han blindado su posición al identificar sus fines con los del cristianismo; el bien, con la salvación eterna.

Pero si Cicerón se ufana de haber descubierto una ratio nova, la oratoria retórica como principio informador y unificador de todas las ciencias que atañen al hombre, los humanistas del XV, solo recuperan esa ratio, esa ciencia humana descubierta y desarrollada ya por Cicerón. En cierto modo es lo lógico, pues lo semejante da con lo semejante, como dice Homero. La situación de Tulio en los amenes de la república romana se puede equiparar, si se quiere, con la extraña combinación de republicanismo florentino y evocación del Imperio que llevan a cabo los escritores italianos desde el Dante. Que el republicanismo laico, seglar, y el nacionalismo del Lacio no desembocara en la creación de una lengua nacional, sino que fuera el humanismo precisamente lo que cercenara ese camino es una muestra más de cómo las circunstancias mudan el sentido de unos hechos formalmente idénticos. La imitación de la lengua literaria de M. Tulio consigue producir un estilo equiparable al del modelo, pero no consigue reproducir lo que de revolucionario tiene el hecho de que Cicerón utilizara su lengua materna, en lugar del griego, para tratar toda clase de temas, para integrar ambas culturas y ambos saberes en la unificadora oratoria de la lengua. Para el humanismo italiano esto no existe: la imitación, no de la letra de Cicerón, sino del sentido de su obra, es algo que quedó reservado al Renacimiento, pues, para los humanistas, italianos o no italianos, era algo imposible, como veremos en su lugar.

Volviendo ahora al asunto que nos ocupaba, podríamos continuar señalando cómo los ataques de los humanistas contra la escolástica son, en cierto modo y cambiando lo que haya que cambiar, equivalentes a los ataques que Cicerón dirige contra los estoicos. O, si se prefiere, equivalen a la incompatibilidad entre ambas actitudes y escuelas38.




Séneca

Es curioso, por lo que respecta a Séneca, advertir cómo un filósofo que ocupa la más alta magistratura con Nerón, esto es, con un Imperio ya bien asentado, mantiene, frente al aristocratismo ciceroniano, unas opciones mucho más «democráticas». Séneca cree que en la antigüedad no gobernaban los reyes, ni los oradores, sino los sabios. Ahora no es así, son los reyes quienes ejercen el mando, lo cual no es lo mejor, pero aunque sean reyes, están sujetos a las leyes, etc. Pero no es este el lugar para tratar de la política ni de las teorías filosóficas de Cicerón ni Séneca. Lo que aquí, ahora, interesa es el cambio respecto a las letras que personifica Séneca.

Para Séneca, la excelencia corresponde, sin duda, a la filosofía, de manera que la oratoria y la retórica pierden su privilegiada posición, lo que lleva consigo una atenuación considerable en la importancia concedida a la forma. Sin embargo los reparos de Séneca no se dirigen directamente contra Cicerón, sí contra los oradores, contra determinados oradores que han convertido la retórica en una técnica autónoma e independiente. Séneca no acepta tampoco la dialéctica de los disputadores:

Non ibis audentior, si mala illa esse credederis. Eximendum hoc e pectore est: alioqui haesitabit impetum moratura suspicio: trudetur in id, quod invadendum est. Nostri quidem videri volunt Zenonis interrogationem veram esse, fallacem autem alteram et falsam, quae illi opponitur. Ego non redigo ista ad legem dialecticam et ad illos artificii veternosissimi modos: totum genus istuc exturbandum iudico, quo circumscribi se, qui interrogatur existimat et ad confessionem perductus aliud respondet, aliud putat. Pro veritate simplicius agendum est, contra metum fortius39.



Y, en otro lugar, predica un justo medio entre retórica y lógica, pues esta, a fuerza de divisiones y subdivisiones, pulveriza el discurso y atomiza la realidad: «Dividi enim illam, non concidi utile est [...] simile confuso est, quidquid usque in pulverem sectum est»40. Crítica que utilizarán los humanistas contra los escolásticos.

En cuanto a la retórica, al discurso acicalado, Séneca se pronuncia contra el exceso de preocupación por la forma, contra la afectación en la que ha caído la lengua latina41. Reclama, pues, un término medio entre Tulio y Polión, entre la suavidad y la rudeza, en favor de la claridad y la sencillez. Lo que importa es conseguir el efecto deseado que, en Séneca, no es tanto civil como trascendente: el destino final del discurso es el alma. Pero más de cada alma, de los individuos, que de la sociedad o la dimensión social, pues lo que parece buscar Séneca es la relación personal e íntima entre individuos. Es, probablemente, el proceso de retracción que se produce en la época, la búsqueda de refugio en la conciencia, etc. Y es, también, la falta de utilidad de la oratoria, que ha perdido su función al desaparecer el senado. Es esto algo que también denuncia Epicteto42. Y es el camino que la retórica recorrerá durante la Edad Media, época en la que, falta de utilidad, la retórica pierde el sentido hasta convertirse en una serie de fórmulas vacías que se repiten sin ton ni son.

Sea esto como fuere, es clara la diferencia que se da, respecto al ideal retórico, entre Cicerón y Séneca. En principio, también Séneca busca la dulzura de la expresión:

Audisse te scribis Serapionem philosophum, cum istuc adplicuisset: «Solet magno cursu verba convellere, quae non effundit, sed premit et urget: plura enim veniunt quam quibus vox una sufficiat». Hoc non probo in philosopho, cuius pronuntiatio quoque, sicut vita, debet esse composita: nihil autem ordinatum est, quod praecipitatur et properat. Itaque oratio illa apud Homerum concitata et sine intermissione in morem nivis hibernae veniens iuveni oratori data est, lenis et meile dulcior seni profluit43.



Es, en definitiva, la verdad lo que debe comunicar el filósofo cuando perora: la elocuencia que busca la verdad prescinde de los adornos y es sencilla; por ello, es imprescindible que su estilo sea transparente y claro, para que se haga evidente la verdad, no alterada ni embadurnada por los excesos formales, lo que no haría sino ocultarla y enmascararla. La verdad se impone por sí misma, si se expone con claridad. Y lo que vale para la verdad, vale para los sentimientos verdaderos:

Si fieri posset, quid sentiam, ostendere quam loqui mallem. Etiam si disputarem, nec supploderem pedem nec manum iactarem nec adtollerem vocem, sed ista oratoribus reliquissem, contentus sensus meos ad te pertulisse, quos nec exornassem nec abiecissem. Hoc unum plane tibi adprobare vellem, omnia me illa sentire, quae dicerem, nec tantum sentire, sed amare. Aliter homines amicam, aliter liberos osculantur: tamen in hoc quoque amplexu tam sancto et moderato satis apparet affectus. Non mehercule ieiuna esse et arida volo, quae de rebus tam magnis dicentur, -neque enim philosophia ingenio renuntiat: -multum tamen operae impendi verbis non oportet. [...] Videbimus, qualis sit, quantus sit: unus sit. Non delectent verba nostra, sed prosint. Si tamen contingere eloquentia non sollicito potest, si aut parata est aut parvo constat, adsit et res pulcherrimas prosequatur: sit talis, ut res potius quam se ostendat. Aliae enim artes ad ingenium totae pertinent, hic animi negotium agitur. Non quaerit aeger medicum eloquentem, sed, si ita competit, ut idem ille, qui sanare potest, compte de is, quae facienda sunt, disserat, boni consulet. Non tamen erit, quare gratuletur sibi, quod incident in medicum etiam disertum: hoc enim tale est, quale si peritus gubernator etiam formosus est. Quid aures meas scabis? quid oblectas? aliud agitur: urendus, secandus, abstinendus sum. Ad haec adhibitus es; curare debes morbum veterem, gravem, publicum: tantum negotii habes, quantum in pestilentia medicus. Circa verba occupatus es? iamdudum gaude, si sufficis rebus: quando tam multa disces? quando, quae diceris, adfiges tibi ita, ut excidere non possint? quando illa experieris? Non enim, ut cetera, memoriae tradidisse satis est: in opere temptanda sunt. Non est beatus qui scit illa sed quid facit44.



Es el ideal de estilo que de vez en cuando resuena en las teorizaciones de Petrarca, Valla o Erasmo, la búsqueda de una expresión que utilice las palabras necesarias para ser comprendida, no más ni menos, como dice Valla y como repetirán Valdés y Fray Antonio de Guevara, prueba suficiente para mostrar que ese término medio se ha convertido en un tópico que se acepta sin más, y se repite tanto si corresponde a la práctica de quien lo formula como si no, caso de Guevara.

En algunos momentos, parece como si el estilo de Séneca (y las correspondientes teorías), sustituyera a Cicerón cuando el absolutismo monárquico se va imponiendo en Europa y de manera paralela aumenta la preocupación por una religiosidad interior, etc.

Bondad y belleza, a lo menos belleza formal, ya no coinciden exactamente. La belleza no debe ser buscada por sí misma, aunque, si aparece de manera espontánea, tampoco hay que rechazarla. Sin embargo, también la belleza, la dulzura de la expresión, tiene su utilidad, pues el hombre es débil y, por ello, muchas veces necesita ayuda para llegar a la verdad, necesita que se le encamine y dore la píldora de la verdad que, aunque no lo sea, parece amargar a los paladares estragados, a los enfermos y débiles, como no se cansarán de repetir los Padres de la Iglesia, recordando o no a Séneca cuando acepta que se haga un uso moderado de los recursos propios de la poesía, como las imágenes o las metáforas:

Invenio tamen translationes verborum ut non temerarias ita quae periculum sui fecerint; invenio imagines, quibus si quis nos uti vetat et poetis illas solis iudicat esse concessas, neminem mihi videtur ex antiquis legisse, apud quos nondum captabatur plausibilis oratio: illi, qui simpliciter et demostrandae rei causa eloquebantur, parabolis referti sunt, quas existimo necessarias, non ex eadem causa qua poetis, sed ut imbecillitatis nostrae adminicula sint, ut et dicentem et audientem in rem praesentem adducant45.



Texto en el que reaparece la crítica contra quienes buscan el aplauso público, cosa que -dice- ocurre hoy en día, frente a lo que usaron los antiguos, a quienes solo preocupaba mostrar el asunto con claridad. Lo que importa es, pues, el acceso inmediato al contenido conceptual o racional del discurso: si a ello ayudan los recursos literarios, entonces son bien venidos, porque son útiles: ayudan a quien no puede entrar directamente en el tema.

De esta forma, la perfección formal del estilo, como algo válido en sí mismo, como pura música o halago sensorial, es rechazado, tanto porque es poco varonil46 cuanto por la inútil vanidad que implica. Pero también porque se convierte en un obstáculo para obtener una comunicación directa, sea con la doctrina filosófica, sea con la persona que lo formula. Esta preocupación de Séneca por conseguir una vivencia espontánea y directa con el otro me parece un aspecto fundamental de su teoría literaria.

Para Séneca, el estilo es el hombre: la literatura debe expresar y reflejar al hombre que la formula, especialmente, como es claro, cuando se utiliza el género adecuado. La carta comunica a los ausentes como si estuvieran hablando y, en consecuencia reproduce, hasta donde esto es posible, la expresión hablada y la relación personal:

Minus tibi accuratas a me epistulas mitti quereris. Quis enim accurate loquitur, nisi qui vult putide loqui? qualis sermo meus esset, si una desideremus aut ambularemus, inlaboratus et facilis, tales esse epistulas meas volo, quae nihil habent accersitum nec fictum47.



No dirá otra cosa Petrarca cuando presente sus cartas como una conversación al amor del fuego en las noches de invierno.

Respecto al ideal ciceroniano se ha producido una variación, un deslizamiento evidente y de enormes consecuencias: la perfección buscada y trabajada del estilo es una barrera entre el hombre que escribe y el receptor, pues deshace la espontaneidad y se construye de acuerdo con unas normas objetivas, con unas reglas y leyes previas a la formulación del discurso, e independientes de quién las utilice. Séneca piensa que ese distanciamiento debe ser eliminado hasta llegar a lo que se podría llamar la función expresiva del descuido o del error. Claro que todo esto, no hace falta advertirlo, sigue siendo literatura, y que lo natural en las personas afectadas es la afectación. Pero dentro de la convención literaria, Séneca predica una forma que sea (lean parezca los teóricos de la literatura) como emanación directa de la persona concreta, que responda a su carácter y a su vida:

Haec sit propositi nostri summa: quod sentimus loquamur, quod loquimur sentiamus: concordet sermo cum vita. Ille promissum suum implevit, qui, et cum videas illum et cum audias, idem est48.



Texto donde se ve cómo la exigencia de que discurso y pensamiento, o discurso y sentimiento, coincidan puede llevar a conclusiones muy diferentes. Tal adecuación entre el discurso y quien lo formula se puede ampliar a la correspondencia que, de hecho, querida o no, se produce entre el estilo y el momento histórico: los tiempos mudan las costumbres y cada tiempo tiene su manera, del mismo modo que cada hombre tiene (o debería tener) el suyo: ... unas veces está de moda una dicción ampulosa, otras la frase corta y llevada a modo de canto, porque a veces agradan los sentimientos audaces y fuera de toda credibilidad, otras, máximas bruscas y enigmáticas, en las que hay que entender más de lo que dicen; porque ha existido una época que de manera incontinente hacía uso de la metáfora. Es lo que tú, Lucilio, sueles oír al pueblo y quedó como proverbio entre los griegos: tal manera de hablar tiene los hombres cual ha sido su vida:

Quare quibusdam temporibus provenerit corrupti generis oratio quaeris, et quomodo in quaedam vitia inclinatio ingeniorum facta sit, ut aliquando inflata explicatio vigeret, aliquando infracta et in morem cantici ducta? quare alias sensus audaces et fidem egressi placuerint, alias abruptae sententiae et suspiciosae in quibus plus intellegendum esset quam audiendum? quare aliqua aetas fuerit quae translationis iure uteretur inverecunde? Hoc quod audire vulgo soles, quod apud Graecos in proverbium cessit: talis hominibus fuit oratio qualis vita. Quemadmodum autem uniuscuiusque actio dicenti similis est, sic genus dicendi aliquando imitatur publicos mores si diciplina civitatis laboravit et se in delicias dedit. Argumentum est luxuriae publicae orationis lascivia si modo non in uno aut in altero fuit, sed adprobata est et recepta. Non potest alius esse ingenio, alius animo color...49.



La consecuencia inevitable es la defensa de un estilo que evite la imitación directa, que se base en la imitatio composita y que, según la conocida metáfora, elabore los materiales como las abejas hacen con el jugo de diferentes flores. Pero no se trata, si apuramos la comparación con las abejas, de que el escritor produzca miel utilizando diversos elementos ajenos para elaborarla, sino que produzca una miel diferente y personal, diferente de cualquier otra50.

La adscripción a Séneca, y a estos planteamientos, se produce como alternativa al ciceronianismo, ya lo vimos también antes. La sustitución de un sistema por otro, o mejor, la inclinación y preponderancia de la doctrina senequista (con todos los distingos y matizaciones que se quieran hacer) señala el cambio de rumbo que se produce hacia 1500. El tránsito del humanismo al Renacimiento.

La naturalidad, la expresión y cultivo de la individualidad personal, la interiorización del sentimiento religioso unido a la primacía de la conciencia y la recuperación de la filosofía, que supera, otra vez, a la oratoria, son los rasgos que definen el Renacimiento y que cristalizan ya de manera explícita y fundamentada en Montaigne. Claro que no todo se da al mismo tiempo, ni en todos los autores, pero creo que la conciencia histórica, especialmente la conciencia histórica progresiva, se da cuando los escritores comprenden que la lengua es compañera de la historia y sacan de esto las consecuencias prácticas pertinentes: la inconveniencia de reproducir a Cicerón o a los antiguos hasta el punto de fabricar pastiches o imitaciones que no se distinguen del modelo.

No es de extrañar, pues, que las observaciones que Séneca hace sobre la gramática y la erudición coincidan o resuenen cada vez que alguien señala los excesos del humanismo sublime y exquisito. Y establece un orden en las disciplinas muy diferente a la de estos:

Grammaticus circa curam sermonis versatur et, si latius evagari vult, circa historias, iam ut longissime fines suos proferat, circa carmina. Quid horum ad virtutem viam sternit? Sylabarum enarratio et verborum diligentia et fabularum memoria et versuum lex ac modificatio! Quid ex his metum demit, cupiditatem eximit, libidinem frenat? Ad geometriam transeamus et ad musicen: nihil apud illas invenies, quod vetet timere, vetet cupere. Quae quisquis ignorat, alia frustra scit. Videndum, utrum doceant isti virtutem an non: si non docent, ne tradunt quidem; si docent, philosophi sunt. Vis scire, quam non aci docendam virtutem considerint? Aspice, quam dissimilia inter se omnium studia sint: atqui similitudo esset idem docentium. Nisi forte tibi Homerum philosophum fuisse persuadent, cum his ipsis, quibus colligunt, negent: nam modo Stoicum illum faciunt, virtutem solam probantem et voluptates refugientem et ab honesto ne inmortalitatis quidem pretio recedentem, modo Epicureum, laudantem statum quietae civitatis et inter convivia cantusque vitam exigentis, modo Peripateticum, tria bonorum genera inducentem, modo Academicum, omnia incerta dicentem. Apparet nihil horum esse in illo, quia omnia sunt: ista enim inter se dissident. Demus illis Homerum philosophum fuisse: nempe sapiens factus est, antequam carmina ulla cognosceret: ergo illa discamus, quae Homerum fecere sapientem. Hoc quidem me quaerere, uter maior aetate fuerit, Homerus an Hesiodus, non magis ad rem pertinet quam scire, cum minor Hecuba fuerit quam Helena, quare tam male tulerit aetatem. Quid? inquam, annos Patrocli et Achillis inquirere ad rem existimas pertinere? Quaeris, Ulixes ubi erraverit, potius quam efficias, ne nos semper erremus? Non vacat audire, utrum inter Italiam et Siciliam iactatus sit an extra notum nobis orbem, -neque enim potuit in tam angusto error esse tam longus:- tempestates nos animi cotidie iactant et nequitia in omnia Ulixis mala impellit. Non deest forma, quae sollicitet oculos, non hostis; hinc monstra effera et humano cruore gaudentia, hinc insidiosa blandimenta aurium, hinc naufragia et tot varietates malorum. Hoc me doce, quomodo patriam amem, quomodo uxorem, quomodo patrem,quomodo ad haec tam honesta vel naufragus navigem51.



Párrafos impagables para la clerecía medieval, pero preciosos también para los humanistas cada vez que sientan escrúpulos de conciencia, cosa que se produce con bastante frecuencia. Ahí, todo lo que conduce a la virtud se identifica con filosofía; y el estilo unido a la sabiduría de muchas cosas resulta un juego infantil.

Pero, por otra parte, este texto indica hasta dónde se extendían los dominios de la gramática, cosa que solo señalaremos de pasada. Como solo de pasada señalaré, aunque merece más atención y más espacio, la soledad que ahí se transparenta y la melancolía que acompaña habitualmente a los estoicos.

Cuando los españoles reclamen el patrocinio de Séneca, no será solo por su fugaz condición de cordobés, sino por oposición a Tulio, al nacionalismo italiano y por conciencia histórica e individual, adecuando los modelos al tiempo, la ocasión y la personalidad. Y, además, porque el tipo de comportamiento personal y social responde más a la doctrina estoica que a la blandura y maleabilidad de Cicerón o los académicos52.




La reelaboración humanista

Lo dicho hasta ahora no pretende, en absoluto, describir la doctrina de Cicerón ni de Séneca, solo se intenta con ello marcar algunos de los aspectos que aparecerán y reaparecerán en la Edad Media de manera difusa; y, en el Renacimiento, como tema directo de debate y polémica. Pero, sobre todo, lo que interesa es recordar las implicaciones que la preferencia por la filosofía -y la lógica y la dialéctica-, o por la oratoria -y la retórica y la elocuencia-, implican, pues no se trata de opciones aisladas e independientes, sino de piezas de un sistema, de una estructura ideológica al servicio de unos intereses determinados. El sistema, por su parte, establece unas redes de oposiciones, correspondencias e implicaciones que responden a la lógica interna de la estructura, y cumplen una función dentro de ella, como la estructura, o el sistema, cumple su finalidad dentro del grupo y de la sociedad en que aparece.

Como resumen de lo ya visto -y como anuncio de lo que va a venir- me parece representativo este texto de Petrarca, donde aparecen los caminos, las reservas y contradicciones que se desarrollarán en el siglo XV.

Advierte Petrarca:

Nam quod clare quis intelligit, clare eloqui potest, quodque intus in animo suo habet, auditoris in animum transfundere. Ita verum fit, quod his dilectus nec intellectus Aristotiles ait in primo Methaphisice: scientis signum posse docere. Quamvis hoc ipsum artificio non vacet, quia, ut ait Cicero secundo De legibus: «non solum scire aliquid artis est, sed quedam ars est etiam docendi». At ars hec nimirum in intellectus ac scientie claritate fundata est. Etsi enim ars huiusmodi preter scientiam exigatur, ad exprimendum scilicet imprimendumque animi conceptus, nulla ars tamen de obscuro ingenio claram promet orationem. Amici autem nostri, nos luce gaudentes neque secum in tenebris palpitantes, quasi nostre scientie diffisos, et ob id omnium ignaros, quia non de omnibus per compita disputamus, ex alto despiciunt, tumentes inauditis ambagibus, sibique precipue hinc placentes, quod cum nichil sciant, profiteri omnia et clamare de omnibus didicerunt. Neque illos hinc retrahit pudor ullus, aut modestia, et conscientia latitantis inscite, neque non dicam ille Publii mimus: «Nimium altercando veritas amittitur», sed illud Salomonis autenticum: «Verba sunt plurima multamque in disputando habentia vanitatem»; aut...53.



Esto se refiere a los escolásticos, a los parisienses. Pero, poco después amplía el campo e incluye a los oradores, que también se jactan de hablar de todo sin saber de nada. Porque, en último término, el que se salva sabe, aunque sea un ignorante:

Sane in hac tanta scientie inopia, ubi implumes alas vento aperit humana superbia, quam frequentes et quam duri scopuli! quot quamque ridicule philosophantium vanitates! quanta opinionum contratretas, quanta pertinacia, quanta protervia! qui sectarum numerus, que differentie, quenam bella, quanta rerum ambiguitas, que verborum perplexitas! quam profunde, quamque inaccessibiles veri latebre, quot insidie sophistarum omni studio veri iter vepribus ceu quibusdam obstruentium, ut nequeat internosci quis illuc rectior trames ferat! Quam ob causam Cato maior, ut novimus pellendum censuit urbe Carneadem. Quenam postremo hec inter hinc temeritas, hinc diffidentia maximorum hominum et desperatio quedam apprehendende veritatis! Pithagoras ait de omni re ad utranque partem equis argumentis disputare posse, et de hoc ipso, an res omnis ex quo disputabilis sit. Sunt qui dicant alte obrutam veritatem et profundo velut in puteo demersam, quasi ex imis terre latebris, et non potius e summo celi vertice, petenda veritas et uncis ac funibus eruenda, non scalis gratie et ingenii gratibus adeunda sit! Socrates ait: «Hoc unum scio, quod nichil scio». Quam humillimam ignorande professionem ceu nimis audacem reprehendit Archesilas, ne id unum sciri asserens, nichil sciri. En gloriosa philosophia, que vel ignorantiam profitetur, vel ignoran tie saltem notitiam interdicit! Circulatio anceps! ludus inextricabilis! Contra Gorgias Leontinus, rethor vetustissimus, non modo aliquid, sed sciri omnia posse credit, non a philosopho tantum, sed ab oratore, nempe qui -ut ait Cicero- omnibus de rebus oratorem optime posse dicere existimavit, quod certe ipse non potuit; non posset autem optime de rebus omnibus dicere, nisi optime omnes nosset. Idem sensit Hermagoras, qui non modo rethoricam, sed philosophiam omnem rerumque omnium notitiam tribuit oratori. Magna mediocris ingenii fiducia. Sed longe omnibus fidentior Hippias, scire se omnia profiteri ausus, ut non modo de liberalibus studiis deque universa philosophia, sed de mechanicis quoque plenam sibi gloriam usurparet. Dicerem divinum hominem, nisi insanum crederem. Sed quoniam iam nec sciri omnia, imo nec multa per hominem certum est, et confutata iampridem atque explosa Achademia, ac revelante Deo sciri aliquid posse constat, sit satis scire quantum sufficit ad salutem. Multi plus sapientes quam oportet periere, et dicentes se esse sapientes, ut ait Apostolus: «stulti facti sunt, et obscuraatum est insipiens cor eorum». Michi ad sobrietatem sapere si contingat, quod sine multis, imo et sine ullis literis fieri posse illiterata utriusque sexus sanctorum cohors indicat, satis erit, et feliciter agi mecum extimabo, neque unquam mei me studii penitebit, et hos garrulos ydiotas, qui, faalso literarum nomine turgidi, dici amant quod non sunt, aut miserebor, aut odero, aut ridebo, de rebus inanibus atque incognitis altercantes, neque illis jactantiam, nec tumorem pestiferum, nec omnino aliquid, non ipsas certe divitias, invidebo, nunquam ad se se redeuntibus, semper foras effusis seque extra querentibus54.



El estilo, según L. Valla, debe ser claro, sí, pero no solo y no siempre:

Laurentius. [...] Sed utrum mavis pauculis me verbis perstringere, an complusculis lucidius exequi?

Antonius. Mihi vero qui lucide loquuntur nunquam non videntur brevissime loqui; qui autem obscure, licet paucissima dicant, plus quam longissimi fuerant. Habet praeterea ipsa orationis copia appositum quiddam et aptum ad persuasionem. Quare cum a principio peterim ut hanc materiam liberet tibi lucidius eloqui, non est quod dubites de mea voluntate; tamen utram tibi comodius videtur, id agas55.



La elegante displicencia de Antonio no oculta el rechazo implícito por lo que hoy llamaríamos el conceptismo. La claridad exige una cierta extensión; pero la persuasión pide una cierta complicación y más amplio campo para utilizar los recursos oportunos. Aunque la conclusión sea que a un cristiano lo que le corresponde es un discurso humilde, lo cierto es que esa humildad no renuncia a un latín peréthnico, ni a la argumentación sabia:

Fugiamus igitur cupiditatem alta sapiendi, humilibus potius consentientes. Christiani namque hominis nihil magis interest quam sentire humiliter: hoc enim modo magnificentius de Deo sentimus, unde scriptum est: Superbis Deus resistit, humilibus autem dat gratiam56.



Lo cual, sin duda, debe ser entendido como un recurso retórico, o como una declaración puramente teórica que no tiene por qué reflejarse en la práctica. En cualquier caso, L. Valla opina que se deben utilizar tantas palabras y recursos como sean necesarias para lograr un discurso claro y persuasivo. Puesto que Valla no cree que la virtud sea el medio entre dos extremos viciosos, sino que se oponen por parejas, uno a uno (en combate singular, como en la Psicomachia), queda claro que el vicio es la brevedad que en pocas palabras mete muchos conceptos, o no los aclara ni explaya lo suficiente como para que penetren de manera directa en el ánimo del oyente.

Tanto si se practica como si no, esa elegancia que utiliza las palabras justas, ni más ni menos, se convierte en el canon renacentista. Resulta divertido ver que Fray Antonio de Guevara tiene bien aprendida la lección y la recita ya desde el prólogo general del Relox: «He también mirado mucho en que no fui tan breve en mi escribir que me notasen de obscuro, ni tampoco tan largo que me infamasen de verboso; pues toda la excelencia del escribir está en que debajo de pocas palabras se digan muchas y muy graves sentencias». Así que Guevara, para quien la virtud sí es el medio entre dos extremos viciosos, puesto a inclinarse hacia uno de ellos, prefiere la brevedad. Guevara, qué cosas.

Sin llegar a estos extremos, está claro que para los humanistas italianos del XV el modelo es Cicerón; por méritos propios se ha convertido en maestro de la prosa latina, y así ha sido aceptado por S. Agustín, Jerónimo, Ambrosio, Gregorio, León, Cipriano y Lactando, como recuerda Plantina:

... qui in hac re Ciceronis auctoritatem sequentes, arbitrari sunt nihil esse tan incultum et horridum quod non splendesceret oratione.



Pero también hay dificultades y problemas:

Non negaverim tamen huic generi scribendi difficultatem quandam inesse, cum nudis verbis interdum, ac minus latinis quaedam exprimenda sunt, quae in nostra theologia continentur. Haec autem ad latinitatem qui referat, magnas perturbationes ingeniis nostrorum temporum hac consuetudine imbutis afferat necesse est, mutatis praesertim terminis, unde omnis disputandi ac ratiotinandi series colligitur. Sed habeat hanc quoque auctoritatem aetas nostra, vel Christiana Theologia potius. Fingat nova vocabula, latina faciat, ne veteris tantummodo id licuisse videatur57.



Plantina, con buen criterio, reconoce que la tradición tiene su peso e importancia, de manera que intentar cambiar ahora los términos y expresiones utilizados pollos Padres y los teólogos solo produciría confusión e incertidumbre. Es algo que, armados de su vehemente latinidad, no reconocerán muchos de los humanistas que pretenden (en ocasiones con razón; en otras, sin ella) corregir el texto de la Vulgata y otras obras canónicas o especializadas. Plantina concede licencia para usar una latinidad extravagante solo a la teología cristiana, como una excepción extraordinaria. La cosa está en saber qué es y hasta dónde llega la teología. Porque es este uno de los problemas que se presentan una y otra vez a los humanistas, como, desde la otra perspectiva, se les había presentado a los Padres. La dificultad consiste en compaginar la morbidez ciceroniana con la humildad evangélica, o con la precisión necesaria a la doctrina teológica. Tal incompatibilidad es el calvario de los humanistas. Pero es también una forma más de la oposición básica, la competencia entre verdad desnuda y verdad fucata; entre lógica y retórica. Y es que, a propósito de la sencillez evangélica, o a otros propósitos, la opción excluyente entre oratoria y dialéctica sigue siendo una cuestión disputada con encarnizamiento. Salta por todas partes, sea por ejemplo, Lapo di Castiglionchio, que en el Dialogus de curiae commodis, pide, por boca de Angelo:

... modo non ut mathematici solent, qui ex superioribus tantum datis et concessis quid propositum sit demonstrant, sed pro tua consuetudine locis pluribus et rationibus id plenius mihi facias, ut cum ad concedendum vi argumentationis impellar, orationis etiam copia et suavitate adducar58.



Que trata de armonizar ambos principios. O Cristoforo Landino, en las Disputationes Camaldulenses:

Haec igitur habui quae declamatorie, et ut apud Landinum me exercere soleo, magis quam philosophice mihi pro vita civili dicenda viderentur,



lo cual se une al juego de las disputas, como ejercicio más o menos entretenido, pues continúa:

idque magis adeo ut iudicium tuum gravissimum quod esset de hac re mea oratione expressius elicerem, quam meum explicarem59.



Unos se divierten con coplas cancioneriles; otros, con oraciones clásicas.

La situación que encontramos en Italia es que la segunda generación de humanistas utiliza la oratoria como un fin en sí misma. Producen discursos como exhibición de su habilidad declamatoria, habilidad que puede ser aplicada a un fin concreto, si se considera oportuno; o a otra finalidad diferente, si es necesario. Así, la oratoria no evita -como quería Petrarca-, sino que busca las discusiones; no trata de encontrar la verdad, como creían los primeros humanistas, sino convencer, a la manera de los averroístas denunciados también por Petrarca. La excusa es que no hablan como teólogos, ni como filósofos: no buscan la verdad. Es, en definitiva, reproducir la práctica que había desatado las críticas contra la retórica.

Cuando L. Valla, Niccoli, Bruni, etc. defienden una posibilidad, el lector no puede saber si la defienden porque creen en ella o si están jugando, pues, con frecuencia, es un ejercicio cuya finalidad es su propia realización; no va más allá. Pero otras veces, quizá, y aunque digan lo contrario (o porque lo dicen), da la impresión de que las tesis sostenidas en la oratio coinciden con el pensamiento real del humanista que la pronuncia. Sea por ejemplo, el caso de L. Bruni cuando ataca por boca de C. Salutati y Niccoli a las tres glorias de Florencia:

... Dantem vero, si alio genere scribendi usus esset, non eo contentus forem ut illum cum antiquis nostris compararem, sed et ipsis et Graecis etiam anteponerem. Itaque, Nicolae, si tu sciens prudensque illos praeteristi, afferas rationem oportet, cur ipsos aspemere: sin autem oblivione aliqua tibi dilapsi sunt, parum mihi gratus videris, qui eos viros memoriae fixos non habeas, qui civitati tuae laudi et gloriae sunt.

- Quos tu mihi Dantes, inquit, commemoras? quos Petrarchas? quos Boccatios? an tu putas me vulgi opinionibus iudicare, ut ea probem aut improbem quae ipsa multitudo? Non est ita. Ego enim cum quid laudo, etiam atque etiam quamobrem id faciam mihi patere volo. Multitudinem vero non sine causa semper suspectam habui: sunt enim ita corrupta illius iudicia, ut iam plus ambiguitatis mihi afferant, quam firmitatis. Itaque ne mirator, si de hisce tuis, ut ita dicam, triumviris longe me aliter ac populum sentire intelliges. Nam quid est in illis quod aut admirandum aut laudandum cuiquam videri debeat? Ut enim a Dante incipiam, cui tu ne Maromem quidem ipsum anteponis, nonne illum plerumque ita errantem videmus, ut videatur rerum omnium fuisse ignarum? Qui illa Virgilii verba: «Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames» (quae quidem verba nunquam aliqui vel mediocriter quidem docto dubia fuere), quid sentirent apertissime ignoravit. Nam cum avaritiam dicta essent, is tamquam prodigalitatem detestarentur accepit.



Y tras otros ejemplos de la ignorancia de Dante, concluye:

Verum haec, quae religionis sunt, omittamus; de his loquamur quae ad studia nostra pertinent: quae quidem ab isto ita plerumque ignorata video, ut appareat id quod verissimum est, Dantem quodlibeta fratrum atque eiusmodi molestias lectitasse, librorum autem gentilium, unde maxime ars sua dependebat, nec eos quidem qui reliqui sunt, attigisse. Denique, ut alia omnia sibi affuissent, certe latinitas defuit. Nos vero non pudebit eum poetam appellare, et Virgilio etiam anteponere, qui latine loqui non possit? Legi nuper quasdam eius litteras, quas ille videbatur peraccurate scripsisse: erant enim propria manu atque eius sigillo obsignatae. At, mechercule, nemo est tam rudis, quem tam inepte scripsisse non puderet. Quamobren, Coluci, ego istum poetam tuum a concilio litteratorum seiungam atque eum lanariis, pistoribus atque eiusmodi turbae relinquam. Sic enim locutus est ut videatur voluisse huic generi hominum esse familiaris.

Sed satis multa de Dante. Nunc Petrarcham consideremus, quamquam non me fugit, quam periculoso in loco verser, ut mihi sit etiam universi populi impetus pertimescendus, quem isti tui praeclari vates nugis nescio quibus (neque enim aliter appellanda sunt, quae isti in vulgus legenda tradiderunt), devinctum habent. Veium ego libere dicam quod sentio: vos autem rogo atque obsecro, ne hanc meam orationem efferatis [...]. Atqui nihil unquam tanta professione praedicatum est quanta Franciscus Petrarcha Africam suam praedicavit: nullus eius libellus, nulla fere maior epistola reperitur, in qua non istud suum opus decantatum invenias. Quid autem postea? Ex hac tanta professione nonne natus est ridiculus mus? An est quisquam eius amicus, qui non fateatur satius fuisse, aut nunquam illum libram scripsisse, aut scriptum igni damnasse [...]. Scriptsit paraeterea Bucolicon carmen Franciscus; scriptsit etiam Invectivas, ut non solum poeta, sed etiam orator haberetur. Veram sic scripsit, ut neque in bucolicis quicquam esset quod aliquid pastorale aut silvestre redoleret; neque quicquam in orationibus quod non artem rethoricam magnopere desideraret.

Possum haec eadem de Iohanne Boccatio dicere, qui quantum possit in omni opere suo manifestissimus est60.



Continúa después con los defectos de Dante. Salutati defiende a Petrarca y a los otros conciudadanos, pero esto no importa tanto como ejercitarse en la discusión, que es el fin de estos ataques y defensas:

Simulque illud teneo, semper tenebo: nullam esse rem quae tantum ad studia nostra quantum disputatio afferat; nec si tempora haec labem aliquam passa sunt, idcirco tamen nobis facultatem eius rei exercendae ademptam esse. Quamobrem non desinam vos cohortari; ut huic exercitatoni quam maxime incumbatis61.



Niccolò sigue con sus ataques, más duros que los iniciales, continúa la polémica y le toca ahora el tumo a la defensa, que corre a cargo de Niccolò, quien advierte: «At vero etsi omnia illi afuerunt, latinitas certe defuit. Haec dicebantur, ut Colucius in indignationem commoveretur»62.

Y la traviesa ironía final:

Hic cum onnes arriderent: «Ego profecto, inquit Nicolaus, ea de causa dico, quod nonnullos iam audivi, qui in his rebus Petrarcham criminarentur: nolite enim putare meas esse criminationes istas; sed cum ab aliis quibusdam audivissem, ad vos heri, qua, tandem de causa scitis, retuli. Itaque placet nunc mihi, nom me, qui simulate loquebar, sed insulsissimos homines, qui re vera id putabant, refellere. Nam quod aiunt, unum Virgilii carmen atque unam Ciceronis epistolam omnibus operibus Petrarchae se anteponere, ego saepe ita converto, ut dicam me orationem Petrarchae omnibus Virgilii epistolis, et carmina eiusdem vatis omnibus Ciceronis carminibus longissime anteferre»63.






Dos generaciones de humanistas

Estos textos indican con claridad el cambio que se ha producido entre el humanismo de la primera generación, la de Coluccio Salutati, y la de Bruni: aquel se escandaliza de las atrevidas opiniones de los jóvenes. Y se escandaliza, en primer lugar, porque él, Salutati, todavía mantiene una conexión o enlace con la literatura vulgar, especialmente con la de los tres florentinos. Pero, además, ese hecho no debe separarse de las preocupaciones civiles del Canciller, pues si considera que sus textos latinos sirven a los intereses de su ciudad, a las necesidades políticas y a la gloria civil, a las que también contribuyen Dante, Petrarca y Boccaccio. Por último, aunque recomienda el ejercicio de la discusión para aguzar el ingenio y pulir la lengua latina, no llega a concebir la oratoria como un fin en sí misma. Por contra, Bruni -o Niccola- rompen cualquier puente con la tradición vulgar e, incluso, mantienen una cierta distancia con el latín no suficientemente ciceroniano no ya de los autores antiguos, sino del mismo Salutati, distancia que se irá ampliando con el paso de los años, con el asentamiento del humanismo ciceroniano y su conversión en maniera.

El resultado de esto es la valoración del discurso como un fin en sí mismo y solo desde la perspectiva de la forma o, a lo más, de la filología profesionalizada64. En el caso de Petrarca o de Boccaccio, se valoran las noticias y datos eruditos, más que otra cosa. Las oraciones valen, pues, por sí mismas, de manera que es posible defender (o atacar) cualquier causa siempre y cuando el estilo, la disposición y el orden de la oratio esté bien conseguido, sea clásico. De esta manera, la retórica humanística funciona como la dialéctica sofística: es una técnica, un arte de la discusión para la que no cuenta el criterio de verdad o falsedad.

Esto es algo que ya estaba, de una u otra manera, presente en el sistema de Cicerón. La valoración de la palabra en cuanto expresión privilegiada de la humanitas produce resultados equivalentes. Así, Bruni exalta el diálogo y la discusión en detrimento de la lectura y de la reflexión solitaria, porque la palabra, la capacidad de generar discursos se ha convertido en el máximo -y casi único- criterio de excelencia; que Bruni ponga esta doctrina en boca de Salutati no hace sino aflorar la distancia que media entre uno y otro, cómo lo que era un medio se ha convertido en un fin.

Por su parte, Poggio Bracciolini en carta a Guarino Veronese, vierte opiniones semejantes, conceptualizándolas doctrinalmente a la zaga de Tulio:

Nam quid est, per Deum immortalem, quod aut tibi aut ceteris doctissimis viris possit esse incundius, gratius, acceptius, quam cognitio earum rerum quarum commercio doctiores efficimur et, quod maius quiddam videtur, elegantiores. Nam cum generi humano rerum parens natura dederit intellectum atque rationem, tamquam egregios duces ad bene beateque vivendum, quibus nihil queat praestantius excogitari, tum haud scio an sit omnium praestantissimum quod ea nobis elargita est usum atque rationem dicendi, sine quibus neque ratio ipsa neque intellectus quicquam ferme valerent. Solus est enim sermo, quo nos utentes ad exprimendam animi virtutem ab reliquis animantibus segregamur [...]. Effecerunt enim ut qua in re homines ceteris animantibus maxime praestant, nos ipsos etiam homines antecelleremus65.



Es, pues, la palabra, las enseñanzas de Quintiliano y el ejemplo de Tulio lo que eleva al hombre a su perfección, a sobrepasar su propia naturaleza. Esta hipervaloración del discurso, que elimina o degrada cualquier otra posibilidad, lleva al alejamiento de otras formas de perfeccionamiento o de vivencia, incluida la religiosa. Lo que vale es la forma. Por ello el mismo Poggio, tratando de la muerte en la hoguera de Girolamo de Praga, el seguidor de Juan Huss, escribe cosas como estas:

Deinde cum Constantiam revertissem, paucis post diebus coepta est agi causa Hieronymi, quem hereticum ferant, et quidem publice. Hanc vero tibi recensere institui, tum propter rei gravitatem, tum maxime propter eloquentiam hominis doctrinam. Fateor me neminem vidisse unquam, qui in causa dicenda praesertim capitis magis accederet ad facundiam priscorum, quam tantopere admiramur66.



Y acaba:

Hoc modo vir praeter fidem egregius consumptus est. Vidi hunc exitum, singulos actus inspexi. Sive perfidia sive pertinacia id egerit, certe ex philosophiae schola interitum viri descripsisses67.



Esta carta ha sido citada con frecuencia como testimonio del paganismo de algunos humanistas, de su agnosticismo o, al menos, de su distanciamiento respecto al catolicismo ortodoxo. Sea esto como quiera, lo que a mí, ahora me interesa recalcar es la absoluta sumisión a la forma. Lo que importa es cómo se habla y cómo se actúa, no la causa o razón que le lleva a ello, ni tampoco la verdad o falsedad de las doctrinas que G. de Praga defiende; lo fundamental es la adecuación a los antiguos que demuestra.

Creo, pues, que el Humanismo italiano ha generado un tipo de cultura que, funcionalmente, coincide con la de los bárbaros a quienes desprecia y ataca, a quienes teme. Como aquellos, los humanistas han perdido de vista la realidad de las cosas y la realidad civil. Han complicado y sobrevalorado la forma hasta el punto de convertir el discurso en algo autónomo e independiente, como icono de valor cuya comprensión y posición es exclusiva de un grupo cerrado, es marca de excelencia, y señal de reconocimiento entre los iniciados.

La vocación aristocrática del Humanismo es un hecho evidente. A lo largo del Cuatrocientos, el proceso de ensimismamiento corre paralelo a su influencia entre los estratos más altos de la sociedad, a quienes, en definitiva, va dirigido el mensaje y cuyo patronazgo buscan, desde el primer momento, los humanistas, que sueñan con ser paniaguados del príncipe. Así seguirá la evolución del Humanismo hasta que, hacia 1500, se produzca la ruptura con el medio en que había nacido y queden, por ello, relegados -otra vez- a sus labores profesionales y específicas, pues en lo demás son suplantados por quienes escriben en vulgar, o no exclusivamente en latín.




La práctica social del Humanismo

Parece como si el humanismo triunfante en Italia hubiera instaurado una serie de valores nuevos y específicos. Pero esta novedad no parece depender tanto de cada uno de los rasgos que se utilizan, cuanto del sistema de relaciones que se tejen entre ellos. El canon no es ya Virgilio, sino Tulio; no es la poesía, sino la prosa didáctica y declamatoria. Los contenidos de tales discursos ofrecen un pensamiento ecléctico y fluctuante que no se ata a ningún sistema, aunque se sirva de unos u otros, según convenga en cada caso.

Esta libertad de pensamiento corresponde, probablemente, a una libertad personal; y, sin duda, corresponde a la ausencia de rigor intelectual de sus cultivadores. Porque no se trata de que estos eclécticos busquen y acojan la verdad allí donde la encuentren, ni de que acudan, como exploradores, a los campamentos ajenos; se trata de que no consideran relevantes las disonancias ni las contradicciones entre los diferentes discursos que componen. En cada uno de ellos, no les importa cambiar y volver a cambiar de bando, de campamento, de sistema; no ven la necesidad de señalar el trayecto seguido, las causas que les han movido a realizar el tránsito, ni, en consecuencia, a formular una síntesis o conclusión más o menos unitaria68.

Es esta versatilidad lo que dota a la doctrina de los humanistas de un aire no ya académico, ecléctico o, incluso, escéptico, sino cínico y oportunista. Por ello, conviene insistir una vez más en que los humanistas no son filósofos, ni, en el fondo, lo pretenden. Tampoco teólogos. Hacen de lo uno o lo otro, actúan como si, pero no van más allá. Los humanistas, siguiendo en esto también a Tulio, se dedican a la acción política, puesto que es la función más alta a la que el hombre puede aspirar, a dirigir la república. Pero frente a Cicerón, que perdió la cabeza por la política, prefieren no ejercerla directamente, salvo en algunos casos excepcionales como los cancilleres florentinos o T. Moro. Prefieren aconsejar a los políticos y proporcionarles las armas dialécticas que sirvan de instrumento y medio para lograr unos fines determinados. Así pues, los humanistas tienen una concepción finalista de su profesión. Es el fin perseguido lo que marca y determina los recursos que, en cada caso, han de utilizarse en la construcción de la oratio.

Para alcanzar un discurso persuasivo, para mover los ánimos, no se requiere un sistema ni una doctrina, sino los elementos (procedan de donde procedan) que permitan obtener el efecto deseado. Y puesto que ese efecto es el de convencer a los oyentes, es lograr su asentimiento, hay que poner los medios para lograrlo. En consecuencia, y dado el público al que se dirigen, no interesa un sistema doctrinal, pues lo que importa es la inmediatez del efecto, lo que funciona no es la racionalización lógica, es la espontaneidad con que se recibe y actúa el mensaje.

De esta manera, los humanistas defienden y valoran las interpretaciones alegóricas de los textos antiguos, sean las obras de Virgilio o la Biblia, pero no suelen utilizarlas en sus discursos, cartas ni oraciones. Los textos alegóricos exigen un tiempo y una labor de reflexión que los humanistas no están dispuestos a conceder; como tampoco están dispuestos a dejar en manos del oyente la elucidación del significado, ni a que sea él quien ejerza el análisis hermenéutico. No es dejando al receptor libertad de interpretar, ni obligándole a reflexionar largo y tendido sobre lo que, quizá, pudiera significar un texto como se logran los efectos que los humanistas pretenden. Por eso, el sentido oculto o la explicación esotérica de un texto puede ser objeto del discurso, pero no el modo de construirlo.

Anclados como están en las solicitaciones del mundo civil, de las necesidades sociales, los humanistas no buscan producir textos trascendentes por la doctrina que sustentan, sino mantenerse en el nivel social al que aspiran y en el que desempeñan su oficio. Sus textos se dirigen a convencer, a propiciar una determinada práctica en la vida civil.

Los escolásticos han decidido apartarse del uso natural de la lengua, han creado un lenguaje abstracto y abstruso, específico y aislado respecto a la sociedad, opuesto a la expresión natural. En una palabra, artificial. Por el contrario, los humanistas dicen defender la loquendi consuetudinem, lo natural y artístico69. La retórica no hace más que descubrir las leyes o reglas de la naturaleza y aplicarlas de manera sistemática.

Como Cicerón ha encontrado ya el sistema ideal y perfecto en prosa, en el discurso directo y persuasivo, no hay más que seguir el modelo, imitar la prosa de Tulio, o el verso de Virgilio, para alcanzar la excelencia. Que el criterio es el acertado lo demuestra el hecho (tantas veces alabado o condenado) de que tales obras producen un placer que conmueve y arrastra el ánimo de los lectores. Y, en definitiva, el placer y dolor son los únicos criterios ciertos de que dispone el hombre para averiguar lo que le conviene y lo que le perjudica; lo que corresponde, o no, a su naturaleza. Es lo que, con otro sentido, había dicho Aristóteles, y lo que repite Epicuro para quien los afectos no son enfermedades del alma (como sí lo eran para los estoicos), aunque, en definitiva, lo que distinga a unos de otros sea una diferencia en el cálculo de probabilidades y resistencias pues todos creen, incluidos los estoicos, a pesar de L. Valla, que la naturaleza es perfecta. Es la magistra vitae, el criterio seguro.

Lo natural en el hombre es la palabra, de ahí se deduce que, si no quiere hablar con los difuntos ni con las paredes, es también natural que ese homo loquax viva en sociedad: las ciudades no son el fruto del pecado, como enseñaba San Agustín, ni son solo remedio para superar la miseria de la humana condición, son el lugar natural del hombre. La vida civil vuelve a ser el criterio que mide la excelencia de los hombres y la convivencia, la conversación es la manera en que se manifiesta. Hasta en el cielo habrá tertulias, porque la vida solitaria impide gozar de una gran parte de la felicidad, según dice Bartolomeo Facio.

Esto es posible porque no solo el efecto es una suma de subjetividades, sino porque también el origen deriva de una conciencia personal. Como enseña Tulio, «el conocimiento no depende de la percepción sensible, sino de la razón»: los conceptos fundamentales son innatos, se encuentran como algo bien asentado en la conciencia del hombre, sea el concepto de Dios, la justicia, la inmortalidad... o el buen gusto. Estos principios no necesitan demostración lógica ni empírica, basta con evocarlos mediante un discurso adecuado. Quienes plantean el problema de otra manera, oscurecen lo evidente, y eso es lo que hacen los estoicos y los escolásticos.

Resulta inútil e inadecuado esperar de los humanistas que atiendan a la realidad exterior objetiva, a la naturaleza: lo único que, a este respecto, les interesa son los testimonios que prueban la universalidad de esos conceptos fundamentales, sean testimonios paganos o cristianos.




La reacción antihumanística

Ahora bien, además de la doctrina humanista, hay otras. Así, cuando alguien considera que los contenidos o, si se quiere, el conocimiento racional no está ligado a una formulación determinada, aparece la filosofía o la ciencia. Y cuando alguien cree que el discurso es solo un medio de inducción para superar las palabras, tampoco habrá humanismo, sino esoterismo. Son las dos alternativas al homo loquax: el hombre es un ser superior no porque habla, sino porque piensa. Qué sea ese pensamiento, si racional, conceptual o místico es otra cuestión; lo que ahora interesa señalar es que, en ambos casos se produce un pensamiento, un conocimiento desligado de la forma del discurso. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con el teorema de Pitágoras, en un caso, y con el entusiasmo o la experiencia extática, en el otro.

El valor y la capacidad racional del teorema de Pitágoras (o del principio de Arquímedes) no parece depender de la formulación que, en griego, le diera su autor, ni de la elegancia latina con que se exponga. Nadie pretende que, para entenderlo cabalmente, haya que leerlo en la lengua original, no en traducciones, como los filósofos dicen de Hegel. Cuando el contenido de un texto, o el efecto que su lectura produce, depende de la forma, hoy diríamos que estamos ante una obra literaria70.

Pero, por el otro camino, el conocimiento puede buscarse en la relación directa del hombre con Dios. Tampoco aquí hay una comunicación civil y, además, en este caso sobran las palabras y los discursos, son un obstáculo para alcanzar la sabiduría, como lo son las letras y las ciencias para determinadas corrientes místicas que la trascienden. El éxtasis es una vivencia literalmente inefable, bien porque es una experiencia absolutamente subjetiva, bien porque se llegue a la objetivación de la divinidad, según enseña la condenada descendencia platónica: Plotino, Proclo, Avicena, Algacel, Erígena, Amalarico de Bene, Wiclef, J. Huss o Jerónimo de Praga...

La reacción contra el Humanismo se produce por esas dos vías. Por un lado, la que podríamos llamar científica, que incluye tanto el pensamiento lógico como la experimentación. Por otro lado, la sentimental, que se basa en la experiencia personal y subjetiva (esto es, lo contrario de la experimentación científica) e incluye tanto la literatura como la visión de Dios.

Sea por uno u otro camino, la reacción se produce. Nos ocuparemos ahora de la segunda de las posibilidades, de la recuperación del misticismo interior y subjetivo. Esta reacción se produce de la mano del platonismo. Puesto que la teología ha sido liberada, por unos y por otros, de las ataduras que la unían a la filosofía, puede volar libre y sin trabas: le han nacido alas, y las aprovecha. Es el momento en que el misticismo platónico se impone entre los cultos; y el misticismo personal entre quienes no poseen letras, o prescinden de ellas: las creencias van por un lado, las demostraciones, por otro. Es el irracionalismo. Puesto que la filosofía (escolástica) ha sido rechazada por su falta de conexión con las vivencias personales, lo que se impone es una religiosidad basada en la vivencia personal, resultado de un convencimiento que no necesita ser falsado mediante argumentaciones lógicas, sino líricas; que no se apoya en el consenso civil ni atiende a la moral, sino a la vivencia individual.

Esta reacción responde a la queja inicial de los humanistas contra la escolástica. Pero el Humanismo ha llegado a ser algo tan técnico, complicado y apartado de la vida del hombre como lo fue aquella e, incluso, ha invadido campos no tocados por la escolástica, mostrando una naturaleza absorbente y totalizadora.











 
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