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Capítulo XIV

De la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla

     El infante don Juan y don Nuño de Lara se encaminaron sin perder tiempo al kan donde había ido a hospedarse la hermosa doña María. Esta noble señora, como ya en otro lugar hemos indicado, había sido solicitada por el infante, cuya innoble pasión había rechazado ella con toda la dignidad de su carácter. Pero la discreta dama, tanto por no alarmar a su esposo cuanto por consideración a la alta cuna de su amante, había guardado el más profundo secreto, limitándose a evitar las ocasiones en que don Juan pudiese hablarle de sus amorosos devaneos.

     La prudente señora, por otra parte, no tenía motivos del infante sino de gratitud y respeto, pues que hasta entonces don Juan siempre la había tratado con la más delicada cortesía, por más que sus pretensiones fuesen demasiado atrevidas en el mismo hecho de ser doña María, no sólo una dama recomendable por su hermosura y decoro, sino, a mayor abundamiento, la esposa de uno de los más cumplidos caballeros de Castilla.

     Creyó doña María que con el tiempo el infante desistiría de aquel propósito, que nunca podía calificar sino como un antojo del príncipe, y así continuó invariable en el sistema de dulces repulsas con que una dama discreta sabe enfrenar aun a los más osados.

     Una venerable dueña se presentó en el aposento de doña María, anunciando que dos caballeros moros demandaban el favor de hablarle.

     No sin alguna sorpresa recibió la damna esta noticia; pero al fin, entre confusa y curiosa, concedió el permiso que se le demandaba.

     Pocos momentos después aparecieron en la estancia los dos caballeros anunciados.

     -�Hermosa doña María! -exclamó el infante besando galantemente la mano de la dama, -�quién me había de decir que en el penoso destierro en que me hallo había de tener la dicha de veros?

     -Ciertamente, señor don Juan, que yo tampoco podía figurarme que me aguardaba semejante visita.

     -Yo sentiré mucho que tal vez hayamos venido a interrumpir vuestras horas de reposo, -dijo don Nuño.

     -Nada de eso, caballeros. Yo tengo particular complacencia en que os encontréis buenos y salvos de los peligros que os amenazaban en Castilla.

     -�Se sabe allí por ventura que nos hemos refugiado a Granada?

     -Yo por lo menos lo ignoraba de todo punto.

     -�Acaso no habíais pensado en vuestros amigos? -preguntó el infante con tono de dulce reconvención.

     -Sí, he sabido con satisfacción que lograsteis escaparos del castillo de Alcántara, que fue tomado por las tropas del rey.

     -Gracias a vuestro cuñado don Diego de Guzmán, que nos atacó con un valor irresistible. Allí nos tocó perder.

     -Esas son alternativas muy comunes en los tiempos de asonadas y revueltas.

     -�Y me permitiréis, señor, que os pregunte cuál es vuestro objeto al venir a Granada?

     -Sabed, señor, que yo me dirijo a Tarifa a unirme con mi esposo, y he aprovechado la ocasión de venir escoltada hasta aquí por los hombres de armas del embajador de vuestro hermano.

     -�Y desde aquí hasta Tarifa vais sin acompañamiento?

     -Iré solamente acompañada de toda mi servidumbre.

     -Pues �y el embajador?

     -Tal vez se vuelva al punto a Alconetar, en donde creo que el rey cristiano aguarda la respuesta de su mensaje al rey moro.

     -�Sabéis si en efecto el rey permanecerá en Extremadura hasta el regreso de su embajador?

     -Es posible que don Sancho no abandone la raya de Portugal, con cuyo rey parece que iba a tener una conferencia en Valencia de Alcántara.

     Don Juan pareció en extremo sorprendido de esta noticia.

     -El rey de Castilla y el de Portugal tan unidos -exclamó al fin.

     -Así es la verdad. Parece que entre ambos monarcas existe ahora la mejor armonía.

     Mientras que el infante don Juan y don Nuño de Lara departían con la hermosa dama, el embajador salió de la estancia suntuosa en donde había sido recibido, y Mohamet le otorgó el favor de que visitase los principales departamentos de su maravilloso palacio.

     El rey de Marruecos, como ya sabemos, aceptó la guerra que el rey de Castilla ni buscaba ni huía. El marroquí, pues, se retiró a un aposento, en donde se ocupó de sus proyectos, llenos de encono y de ambición.

     Mohamet, por el contrario, quiso agasajar al cristiano de tal manera, que él mismo le acompañó algún tiempo en la excursión que el enviado hizo en los mágicos recintos de la Alhambra. Allí el gallardo cristiano se creía bajo el imperio de un sueño encantador. Nunca su imaginación, por más que con sus alas de oro y fuego había intentado más de una vez el traspasar los fuertes muros de la opulenta Granada y del famoso palacio, nunca, repetimos, su imaginación había llegado a soñar las maravillas que ahora veía palpablemente.

     Era tanto más profunda la impresión que el cristiano recibía, cuanto era mayor el contraste que aquel espectáculo formaba con todo lo que hasta entonces había visto. La arquitectura gótica que hizo brotar el cristianismo, impregnada de una melancolía sublime y de una oscuridad misteriosa, parecía querer representar las selvas sombrías y sagradas de los germanos. En las majestuosas penumbras de los templos cristianos diríase que se ocultaban como entre místicas nubes de incienso todos los misterios sublimes de la ESENCIA DIVINA.

     Estas formas severas y grandiosas, a que se hallaba habituado el mensajero, eran en extremo distintas, o por mejor decir, opuestas a las de la arquitectura morisca, y más principalmente cuando se trataba de una casa de recreo, de un palacio de filigrana, de una mansión de encantadoras, semejante a aquellas que la discreta Scheherazada, para prolongar su existencia, describía al sultán Schahriar.

     Los palacios y castillos de los reyes cristianos nunca podían compararse con los de los moros. Había en aquellos, por más que alguna vez no careciesen de magnificencia, y hermosura, un cierto sello de grandeza y severidad al mismo tiempo que de belicosa rudeza, que el genio del feudalismo escribía en piedra bajo mil diversas formas, y sin abandonar nunca los escudos de armas, especie de rótulos guerreros que sólo el Blasón sabe explicar.

     Muy embebido se hallaba el cristiano en la contemplación de aquella maravillosa morada, si bien permanecieron ocultas a sus ojos muchas de sus bellezas tan admirables como recónditas.

     Las costumbres y pasiones exaltadas de los musulmanes, entre las que sobresalen más particularmente los celos y la desconfianza, no permitieron al cristiano que viese los retretes encantadores donde el rey moro tenía recatadas sus bellezas. Así, pues, no pudo examinar la sala denominada del Tocador de la reina, en la torre de Comares, desde donde se dominaba toda la Alhambra, el Generalife y la deliciosa vega. Allí, en las hermosas tardes de verano, acudían la reina y sus damas a respirar las frescas y perfumadas brisas de los vecinos cármenes y a recrear sus ojos con el magnífico espectáculo de la fértil vega y de los dos ríos que le prestan jugo y lozanía: allí las bellas moras se entregaban en las tranquilas horas del crepúsculo a los plácidos y amorosos devaneos de una imaginación juvenil y de un corazón apasionado: desde allí también solían contemplar a sus amantes cuando escaramuceaban en la vega con los campeones cristianos: allí el caballero moro ostentaba en su lanza el pendoncillo y las divisas que su amada le regalaba como un poderoso talismán que le infundía generoso aliento.

     Aparte de las habitaciones interiores, el cristiano pudo recorrer anchurosos patios embaldosados de lucientes mármoles y acotados por galerías y columnatas que sostenían arcos prodigiosamente enriquecidos de menudas labores, sutiles como el pensamiento, y entre las que se leían inscripciones árabes.

     También nuestro caballero recorrió los mágicos jardines de la Alhambra, donde los limoneros, los rosales y la albahaca y multitud de flores y arbustos odoríferos embriagaban el ambiente con sus perfumes, celestial ambrosía de la primavera.

     Después que el embajador cristiano quedó atónito de ver tantas maravillas y riquezas, que no pueden caber en breve explicación, salió de los jardines, y lo condujeron a los más suntuosos aposentos, incrustados de azulejos de vivos colores, que rivalizaban con los de las ricas techumbres de cedro, escaqueadas de oro y azul. Entre todas estas magníficas estancias, llamaban más particularmente la atención la sala denominada de Justicia, la de las dos Hermanas, y la que después llamaron de los Abencerrajes, porque entonces estos caballeros, tan valientes como pundonorosos, estaban muy ajenos de pensar que, andando el tiempo, su sangre había de enturbiar la cristalina fuente que en medio de aquel aposento agradablemente murmuraba.

     El joven caballero no pudo menos de admirar sobre todas las cosas que hasta entonces había visto el suntuoso recinto conocido aún con el nombre del Patio de los Leones. Llámase así por la fuente que hay en el centro, cuyas copas de alabastro están sostenidas por doce leones de mármol.

     Dícese que el arquitecto árabe quiso imitar en esta fuente la piscina de Salomón, o el mar de bronce sostenido por doce bueyes y fabricado para que sirviese de lavatorio a los sacerdotes de la antigua ley.

     Mohamet, que no sin orgullo había acompañado al embajador, y acaso se lisonjeaba con la idea de que el rey de Castilla envidiase sus riquezas y su Alhambra, cuando de ello le hablase el cristiano, dijo en este sitio a los servidores que le acompañaban:

     Retiraos.

Obedecieron los suyos, y entonces se quedaron solos el rey de Granada y el embajador de Castilla.

     -Nazareno, -dijo Mohamet-, aprovechemos los instantes, que son preciosos.

     -Puedes decir lo que quieras.

     Mientras que tú te ocupabas en ver mis jardines he tenido ocasión de leer la carta que me entregaste, sin que nadie me haya visto.

     -Yo te sorprendí leyéndola.

     -Quiero decir que ninguno me ha visto que pueda apercibirse de lo que se trata, ni mucho menos participárselo al rey de Marruecos.

     -�Y crees que él no sospeche nada?

     -Estoy seguro de que está muy ajeno de lo que deseamos tu señor y yo. Sin embargo, es preciso guardar la más absoluta reserva, porque de lo contrario todo se habría perdido.

     -Pero �acaso tú no tienes voluntad propia?

     Sonrojose el rey moro.

     Después de algunos minutos de profunda reflexión, dijo con cierto acento de altivez:

     -Sabe, nazareno, que yo siempre obro por mi propio impulso; pero el tener una voluntad enérgica en nada se opone a que algunas veces (y esta es una de ellas) sea indispensable guardar el más profundo secreto.

     -Convengo en ello; pero si el rey de Marruecos sospechase que tú estabas en inteligencia con el rey don Sancho, �qué harías?

     Al dirigir esta pregunta, el cristiano clavó una mirada escrutadora en el rey.

     Este respondió:

     -Negaría absolutamente que yo estaba de acuerdo con el monarca cristiano.

     -�Y siendo cierto?...

     -No lo es, nazareno, -repuso vivamente Mohamet-. No es cierto que yo esté en inteligencia con don Sancho: todo se reduce a que éste me ha enviado una carta, con cuyo contenido yo puedo no estar conforme.

     El embajador conoció que no debía insistir más, pues que ya había conseguido su objeto principal, que era conocer la grande importancia que Mohamet daba al secreto en este asunto y en tales circunstancias.

     Después de algunos momentos de reflexión, el cristiano preguntó:

     -Y bien, �qué respuesta me das para el rey mi señor?

     -Dile que estoy dispuesto a hacer alianza con él y a no romper jamás lo que pactemos. Por lo demás, asegúrale de que en todo favoreceré sus intentos, que no son otros que los míos, pues la presencia del rey de Marruecos me es también muy enojosa, y nada hay que yo desee con más anhelo que su partida.

     -Convendrá, oh poderoso Mohamet, que me satisfagas a esta observación, que no deja de ser muy importante.

     -Di cuanto quieras.

     -Supuesto que el rey de Marruecos me ha dado una respuesta tan arrogante y ha aceptado la guerra, don Sancho de Castilla, mi rey y señor, no puede menos de considerar rotas las hostilidades. Ahora bien, �qué harán tus soldados si don Sancho acomete al rey de Marruecos?

     -�Qué quieres que hagan? �Permanecerán pasivos!

     -�Pasivos! -exclamó el embajador estupefacto.

     -�Qué te extraña?

     -�No temes que en ese caso el rey de Marruecos llegue a conocer el verdadero móvil de tu conducta? Si quieres guardar secreto, será imposible, pues que te verás obligado a pelear en compañía de las tropas marroquíes.

     -Pues no lo haré

     -Y si no lo haces así, �qué responderás a los musulmanes cuando te pregunte por el motivo de tu inacción? Todo al fin tendrá que descubrirse.

     Mohamet pareció fuertemente impresionado por las poderosas razones emitidas por el embajador.

     Caviloso y perplejo el rey de Granada, no sabía qué resolver en este lance, supuesto que cualquiera de los caminos que a su resolución se ofrecían, estaban muy erizados de inconvenientes.

     El cristiano, viendo esta confusión, le dijo:

     -�A qué aguardas? �En qué te detienes? �No eres tú por ventura rey soberano de Granada? Abuz-Yusuf es un huésped incómodo y peligroso. Después que entró en España, ha vivido al parecer contigo en muy buena inteligencia; pero yo quiero arrancarte la venda de los ojos, para que veas con claridad los riesgos que te amenazan. Los que ven desapasionados tu conducta, comprenden hasta qué punto es tu índole generosa y buena; empero también lamentan tu excesiva confianza, que puede costarte el trono y aun la vida. Abuz-Yusuf es ambicioso, de carácter turbulento, amigo de la guerra, valiente y experimentado caudillo.

     Al llegar aquí, el cristiano se detuvo y fijó una mirada investigadora en el monarca granadino, que estaba pálido de despecho, ya, porque creyese que debía recelar del rey de Marruecos, o ya (y esto es más probable) porque le mortificasen las alabanzas tributadas a aquel por el embajador, el cual continuó de esta manera:

     -Pues bien, cuando los príncipes cristianos vieron que, después de terminada la anterior guerra, el rey de Marruecos se retiró a tu ciudad, y supieron que está habitando tu real palacio y compartiendo tus honores y riquezas, todos temieron con harta razón que sobreviniese en tu reino algún penoso incidente... No quiero insistir más; porque sin duda alguna a tu buen ingenio se le alcanzará mucho más de lo que yo pudiera decirte. �Es posible, Mohamet, que en la soledad de tu aposento haya ocurrido alguna vez todo cuanto muy por encima acabo de indicarte? Abre los ojos, rey de Granada, y comprende y mira que te encuentras al borde de un precipicio.

     Quedose el monarca en extremo confuso y pensativo al escuchar semejante razonamiento.

     -Bien conoció el cristiano el efecto de sus palabras, que no dejaban de ser sinceras y con harto fundamento pronunciadas. Así, pues, se esforzó por hacer que Mohamet tomase alguna enérgica resolución conveniente a la vez para el hijo de Ben-Alhamar y para el monarca cristiano.

     -Supuesto que al fin ha de saberse, �por qué no tomas tu resolución para que el rey de Marruecos se ausente de Granada?

     �Ah! �Eso es imposible! -exclamó el moro con acento dolorido.

     -�Y por qué? �No puedes tú hasta ordenarle que inmediatamente salga de tu territorio? �Acaso sus soldados te lo impedirán? Conoce, Mohamet, conoce ahora que el rey de Marruecos es el verdadero rey de Granada. �Tú no eres más que su prisionero!

     Efectivamente, nada exageraba el cristiano, pues que el rey de Marruecos, con su carácter dominante y arrebatado, había adquirido o pretendía adquirir grande ascendiente sobre el ánimo de Mohamet. Era éste un hombre de condición apacible, de educación muy esmerada, amigo y protector de las letras, cortés, agasajador y valeroso. Es cierto que su exquisita urbanidad le hacía parecer de ánimo descaecido y de voluntad poco enérgica; empero, como la experiencia acreditó, no convenía abusar de su bondad sin exponerse a la terrible explosión de los caracteres generalmente pacíficos, cuya ira es tanto más temible cuanto ha sido mayor su benevolencia.

     Mohamet, después de algunos momentos de meditación, sacudió ligeramente la cabeza con un movimiento nervioso, y se limitó a decir con tono solemne:

     -Yo no quiero la guerra, y no la liaré; pero tampoco quiero ser traidor, y no lo seré... En fin, retírate, y dile a tu señor que muy pronto recibirá, un mensajero con letras mías.

     -Está, bien, rey de Granada. �Dios te guarde!

     Disponíase el cristiano a partir, cuando Mohamet le detuvo, diciendo:

     -Toma mi cimitarra en cambio de tu espada, que la conservaré como un recuerdo tuyo.

     El cristiano aceptó con reconocimiento aquel arma refulgente y magnífica, cuya empuñadura, toda de oro y marfil, era de inestimable precio.

     -Yo te prometo, Mohamet, que en todo tiempo, sabré servirme de este arma de una manera digna de ti, que me la das, y de mí, que la recibo. Si antes era de un rey, no por eso ahora dejará de pertenecer a un caballero.

     -Con gusto escuchaba el moro la caballeresca arrogancia del cristiano.

     -Te aconsejo, -dijo al fin el rey-, que al punto abandones la ciudad, porque muy en breve acaso esté convertida en un campo de batalla.

     -Pero �qué piensas hacer? Convendría que mi rey lo supiese.

     -Buen embajador ha elegido tu príncipe en tu persona.

     -Yo me intereso por saber...

     -Pues anda y no quieras saber más. Te repito que, si no estás mal con la vida, te ausentes al punto con los tuyos. �Alá te guarde!

     Estas palabras fueron pronunciadas por Mohamet con un acento tan solemne, que el cristiano comprendió que no debía despreciar este aviso.



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Capítulo XV

El milano y la paloma

     Al llegar a la puerta del palacio, el embajador encontró a su compañero, que ya le aguardaba impaciente y receloso.

     Ambos se dirigieron al kan donde habitaba la hermosa doña María, que a la sazón se hallaba departiendo con el infante don Juan y con don Nuño de Lara.

     La sorpresa de este último fue inexplicable al reconocer al mensajero, que se hallaba muy ajeno de encontrar en Granada a don Nuño, que era su deudo muy cercano.

     -�No lo decía yo? Cuando Ordoño me dio las señas del embajador, que era un caballero de las inmediaciones de la bailía de Alconetar, dije para mi sayo: �si será mi sobrino don Guillén? �Válgame Dios, y qué hermoso mancebo te has hecho en pocos años!... Solamente te encuentro un poco pálido... Antes tenías muy buenos colores. �Estás enamorado?

     Y así diciendo, don Nuño tendió cariñosamente los brazos a su sobrino.

     Mucho se holgó el bizarro mancebo de encontrar sano y salvo a su tío, cuya suerte ignoraba después del completo triunfo que habían obtenido las armas de don Sancho sobre los rebeldes, capitaneados por el infante don Juan. En breves razones don Guillén informó a don Nuño de cómo la casualidad de haber ido el rey a morar algunos días a la Encomienda de Alconetar había sido la causa de que don Sancho lo eligiese de mensajero para hacer saber su voluntad a los monarcas musulmanes.

     -Señora, -añadió el joven, dirigiéndose a doña María-, con harto pesar mío os anuncio que no podéis tomar aquí ningún descanso.

     -�Pues qué sucede?

     -Acaso a vosotros pueda importaros lo que voy a deciros, -añadió don Guillén, volviéndose hacia don Nuño y el infante.

     -Decid, decid.

     -Yo he dispuesto, partir al punto de Granada sin la menor dilación, porque es muy posible que dentro de breves instantes se halle convertida esta ciudad en un campo de batalla.

     -�Es posible!

     -Así me lo ha asegurado quien tiene muchos motivos para saberlo.

     -�Hijo mío! -exclamó la dama estremeciéndose de terror.

     -No hay tiempo que perder, señora.

     -Al punto voy a dar mis órdenes para partir.

     Grande sorpresa causó esta alarmante noticia en todos los presentes; pero con más particularidad en la desdichada madre, que en todas partes veía peligros para su amado hijo.

     Inmediatamente doña María salió de la estancia para dar las órdenes a las gentes de su servidumbre, a fin de que dispusiesen todo lo necesario para su pronta partida.

     -�Y adónde te diriges con tu escolta? -preguntó don Nuño.

     -A Tarifa, señor, -repuso don Guillén.

     -El cielo os libre de algún mal tropiezo.

     -Yo pienso acompañar a doña María por las sendas más extraviadas, porque mi gente es poca, y ya desde este momento deben considerarse rotas las hostilidades entre moros y cristianos.

     -�Y crees que efectivamente haya peligro en esta ciudad?

     -Para vosotros tal vez no. Ese hábito que vestís acaso os ponga a cubierto de toda agresión, al menos entre los musulmanes.

     Don Guillén pronunció estas palabras con un cierto acento en que pudo leerse una reconvención. En efecto, ni para don Nuño era muy decoroso, ni menos para el infante, el usar el traje de los enemigos más implacables, no sólo de su patria, sino también de su Dios.

     El joven embajador hizo una profunda reverencia al infante, y volviéndose a don Nuño, le abrazó tiernamente, y se despidió seguido de su inseparable y cariñoso amigo Álvaro del Olmo.

     Pocos momentos después la pequeña partida de los cristianos con su capitán al frente se hallaba formada en la puerta del kan donde habitaba doña María.

     Entretanto el infante y don Nuño no dejaban de comentar la terrible noticia que les había dado don Guillén.

     -�Y qué resolución pensáis tomar? -preguntó la dama.

     El infante se detuvo algunos minutos, pero al fin respondió:

     -Señora, vacilo entre varios intentos, y a la verdad que no sé qué partido adoptar en tan críticas circunstancias.

     -Tal vez convendría, -dijo don Nuño-, que nos marchásemos a Aragón o a Portugal; siempre es mejor vivir entre cristianos que no entre estos perros.

     -No me parece mal consejo; yo, por mi parte, preferiría mejor a Portugal.

     -�Y si por ventura nos sucede allí algún percance? �No habéis oído que ambos monarcas, el de Portugal y el de Castilla, están muy unidos?

     -También Mohamet trata de ser aliado de mi hermano. En todas partes es fácil que haya espías y traidores; pero el rey don Dionís es amigo particular mío, es además un cumplido caballero, y nada importa que esté en buena inteligencia con don Sancho para que también se muestre con nosotros atento y hospitalario.

     -Efectivamente, señor, yo así lo creo, -dijo doña María-. Don Dionís es un dechado de nobleza, y jamás puede abrigar en su pecho una traición.

     -Señora, -repuso galantemente don Nuño-, desde luego me doy por vencido al escuchar vuestra opinión, y mucho más recordando que don Dionís de Portugal es pariente de vuestro esposo, mi noble amigo don Alonso Pérez; y a fe que si el monarca portugués se asemeja algo, por poco que sea, a vuestro esposo, que debe de ser un espejo de caballería.

     -Mucho os agradezco, señor don Nuño, la alta opinión que de mi amado esposo y señor tenéis; opinión que yo creo bien merecida, y que es una de las cosas que causan mi felicidad, porque una dama participa en cierta manera del mérito y la gloria de su esposo.

     Y así diciendo, los ojos de la hermosa y noble matrona brillaban de entusiasmo y de ternura.

     El infante se esforzaba por aparecer tranquilo y ocultar su sonrojo, porque en su interior no podía menos de reconocer la incontestable superioridad del esposo de la mujer a quien amaba, pero con un amor rastrero.

     Afectaba no tomar parte en esta conversación, ocupándose en acariciar al travieso niño, que, lleno de la vivacidad y gracia de sus infantiles años, jugueteaba con don Juan y examinaba con cierta familiaridad su traje morisco y la rica empuñadura de su cimitarra damasquina.

     Ya se disponía la noble señora a partir, y se hallaba despidiéndose del infante y de don Nuño, cuando súbito presentose un paje, diciendo:

     -Señora, mucho siento interrumpiros, pero ha llegado un escudero de don Diego de Guzmán, que con mucha urgencia desea hablaros.

     -Que entre al punto.

     El escudero entró todo cubierto de polvo y en traje de camino.

     -�Señora mía! permitidme que bese vuestras manos, -dijo el recién llegado inclinándose respetuosamente.

     -�Alfonso! �Qué traes de bueno por aquí?

     -Señora, en vano he procurado alcanzaros en el camino, por más que he espoleado sin compasión a mi cuartago morcillo y corredor más que un galgo. Mi señor don Diego de Guzmán me envía a vos para que os entregue esta carta.

     Y así diciendo, el llamado Alfonso sacó de una bolsita de cuero la epístola, que puso en manos de doña María.

     -Si vuesa merced me lo permite, yo desearía partir al punto, señora.

     -�No aguardas la contestación?

     -Parece que no tenéis nada que contestar, según me dijo mi señor don Diego de Guzmán.

     -�Y adónde caminas con tanta diligencia?

     -A Córdoba, señora, y después a Montalbán, a Palma y a Sevilla, adonde necesito ir a toda priesa para entregar ciertos pliegos a los comendadores y alcaides de las bailías y castillos.

     -Supuesto que tanta es la presura con que vienes, parte cuando quieras, y Dios te lleve con bien al término de tu viaje.

     -Mil gracias, señora, y os deseo la misma buena suerte.

     Rápido como un relámpago despidiose el armiguero, dejando a todos confusos y cavilosos, y haciendo mil suposiciones y comentarios acerca de aquella carta y de aquellos pliegos que con tanta urgencia debían comunicarse a los Templarios de Andalucía.

     Desde luego se comprende que era un absurdo el darle el mismo origen y causa a la epístola que a los pliegos, pues naturalmente debían tratar de cosas harto diversas.

     La discreta señora, conociendo de cuánta importancia puede ser algunas veces la lectura de un papel, contúvose en presencia de aquellos caballeros, por más que su impaciencia fuese grandísima e irresistible su curiosidad. Al fin la dama demostró que lo era, no siendo dueña de aguardar por más tiempo a leer la carta de su cuñado.

     Pedida la venia de los circunstantes, púsose a leer, resuelta a no demostrar por su semblante ni por ningún otro signo exterior nada que pudiese dar luz a los presentes acerca del contenido de la epístola, en el caso de que tratase de asuntos reservados.

     A medida que doña María adelantaba en su lectura, la más espantosa palidez íbase difundiendo por su bello semblante, hasta que, por último, dejó caer la carta y un prolongado sollozo agitó su delicado seno.

     Todos los presentes se miraron confusos y aterrados, imaginando que muy crueles nuevas debía contener aquella malaventurada epístola.

     El infante don Juan, mas que ningún otro, anhelaba vivamente profundizar aquel enigma, no tanto por la ternura y compasión que le inspirase la dama, cuanto por el interés que tenía en averiguar los sucesos de Castilla, sucesos que sabía utilizar maravillosamente, relacionándolos con sus intereses propios y con sus cortesanas intrigas.

     -Señora, -preguntó afectando un tono patético-, �no os dignaréis manifestarnos el motivo del súbito pesar que os aqueja, trasmitido sin duda por esa carta, en hora menguada venida?

     Doña María sólo podía responder con sollozos.

     Cuando la hermosa dama comenzó a dar tales muestras de desconsuelo, el agraciado niño precipitose en brazos de su madre, besándola con sin igual ternura, como si el rapaz quisiese enjugar con sus rosados labios las lágrimas maternales.

     -�Madre mía! �Por qué lloras? �Ah! �No me escuchas? �Qué pena te aflige, estando yo contigo? Vamos, no llores, porque si no... me vas a hacer llorar a mí también.

     Y esto diciendo, el amable niño mimaba y acariciaba a su tierna madre, a la vez sonriéndose y llorando.

     -�Hijo de mi alma! -exclamó la dama estrechando a su hijo con un arrebato tan tierno y apasionado, que casi rayaba en religioso. Los ojos de la triste madre en aquel momento revelaban a la vez una ternura infinita, un dolor inmenso y una ferviente plegaria. �Oh emoción divina del augusto carácter maternal! Sólo el santo fuego de este amor purísimo puede comunicar a una mirada una expresión tan múltiple como inefable.

     Todos contemplaban enternecidos esta escena tan patética como sencilla y frecuente.

     El infante, sin embargo, no olvidaba su negocio, pues para aquel corazón corrompido y abyecto nada significaban los sentimientos nobles y delicados.

     Así es que, aguijado por la curiosidad más bien que por ninguna otra causa, volvió a preguntar:

     -Pero �qué mala nueva habéis recibido? �Acaso... no puede saberse?

     -�Ah señor! -exclamó la dolorida dama-. Bien mirado, no es la que me aqueja ninguna tan grande y espantosa desgracia, que sea del todo irremediable; pero sin duda alguna, para el corazón de una madre es la más cruel de todas.

     -�Pues qué sucede?

     -�Tiene algo que ver con vuestro hijo esa noticia fatal?

     -�Ay, señores! Conozco, no que es una debilidad, sino que de tal la reputaréis vosotros, cuando os diga el motivo de mi aflicción. Ya ha tenido lugar la entrevista de que os he hablado entre el rey de Castilla y el de Portugal; y como el comendador don Diego de Guzmán es deudo muy cercano de don Dionís, éste, muy prendado de las gracias de mi hijo, al cual tiene mucho afecto, porque nos dispensó la honra de ser su padrino, ha manifestado los más vivos deseos de llevarse a su ahijado para educarle en la corte de Portugal. No es esta la primera vez que el monarca ha tenido la bondad de mostrarse tan en extremo propicio para con nosotros, habiéndole escrito a mi esposo en varias ocasiones acerca de este mismo asunto pero se había ido dilatando de día en día el enviar a mi hijo, a causa de sus pocos años. Ya comprenderéis, señores, que por una parte esta exigencia de don Dionís nos es sumamente lisonjera y honorífica; pero por otra es también en extremo dolorosa. Nunca hasta hoy he conocido lo cruel de esta separación, pues debéis saber que lo que la carta me anuncia es que mi hijo debe partir al punto para Portugal; y no hay remedio, porque don Diego de Guzmán ha ofrecido a su ilustre pariente que su ahijado esta vez no dejará de ser enviado a su corte.

     -�Madre mía! -exclamó el adolescente-. Mucho siento dejarte; pero los hombres deben acostumbrarse a vivir lejos de las personas que bien quieren, cuando su honor se lo manda. �No ha vivido mi padre mucho tiempo ausente de nosotros en Tarifa? Pues bien: del mismo modo, madre mía, yo tendré valor bastante para soportar esta separación cruel; pero ya que así lo quiere mi padrino, a quien yo mucho deseo servir, aceptemos con resignación esta ausencia, que ahora parece un contratiempo, pero que algún día podrá sernos útil a todos. Vos, no te aflijas, querida madre: yo deseo ardientemente hacerme digno del favor del rey de Portugal, y ser armado caballero, para que mi espada brille en los combates siempre vencedora y leal, como es costumbre entre los Guzmanes... Aunque niño, me encuentro ya en los umbrales de la adolescencia, y muchos de mi edad ya han acompañado a sus padres en las batallas... No te rías de mis fieros... No parece sino que ignoras cuán bien sé manejar un caballo y una espada. �No es verdad que ya soy un hombre? �Como que pronto, en el mes que viene, voy a cumplir trece años! Ya levanto a pulso una lanza cogida por el cuento, y estoy más crecido que todos mis compañeros... �No te acuerdas que a mi primo Manrique le aventajo en estatura más de medio palmo?�Y eso que él es dos años mayor que yo!

     Y así diciendo, el tierno joven se ponía de puntillas y tomaba una actitud guerrera, pero con una gracia y sencillez encantadoras.

     La noble matrona escuchaba con una complacencia que sólo las madres pueden comprender el generoso ardimiento y los gérmenes de virtud y de heroísmo que encerraba en su seno aquella flor lozana que tan sazonados frutos prometía.

     De repente un brillo siniestro iluminó los ojos del infante. Acababa en aquel momento de concebir un proyecto horrible.

     El mismo Satanás con su inmunda boca sopló en torno de la frente del malvado e infundió en su espíritu un pensamiento infernal. El pérfido y cobarde disimulo prestó a los pálidos labios del infante su sonrisa más seductora, haciéndole decir con meloso acento:

     -Señora, supuesto que, como hemos dicho hace poco, estamos resueltos a salir al punto de Granada y buscar un asilo en la corte de Portugal, desde ahora nos ofrecemos a conducir allá bueno y salvo a vuestro hijo, cuyas gracias tanto interés me inspiran, y...

     -Y yo os digo que iré muy contento en vuestra compañía, señor don Juan, -interrumpió batiendo palmas de gozo el joven don Pedro de Guzmán.

     -Efectivamente, es una casualidad providencial que nos hayamos encontrado en esta ciudad, -dijo doña María.

     -Si os parece que podéis contar con nuestra sincera adhesión, -dijo don Nuño-, desde luego estamos dispuestos a partir para Portugal hoy mismo; y yo, señora, os juro por lo más sagrado que nunca tendréis que arrepentiros de haber puesto en nosotros toda vuestra confianza.

     La infeliz señora dio crédito a las protestas que también le hizo el infante don Juan acerca de la seguridad de su hijo, por la cual decía estaba dispuesto a sacrificar su vida.

     En brevísimos instantes doña María salió de Granada para Tarifa, después de haberse despedido muy tiernamente de su amado hijo, a quien había encomendado a la nobleza y lealtad de aquellos dos caballeros.

     La desdichada madre no podía soñar siquiera que un infante de Castilla procediese para con ella con la misma crueldad que el carnívoro milano persigue a la cándida paloma.



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Capítulo XVI

El caballero de la muerte

     Nos hallamos en la cumbre del monte donde tenía su morada el misterioso personaje a quien hasta ahora sólo conocemos con el nombre de �fantasma blanco�, a causa de que usaba el hábito de la orden del Templo.

     Sin duda el lector recordará que en aquel sitio convinieron el Templario y el trovador en tener algunas entrevistas para concertar los medios de llevar a cabo sus planes de venganza respecto a Castiglione.

     El Templario, sentado junto a las ruinas de la ermita, que iluminaban los rayos del sol poniente, contemplaba con una expresión de inefable ternura al joven armiguero.

     -Y bien, -preguntó éste-, �qué teníais que decirme?

     -Quiero que, desde mañana tengáis prevenidos algunos instrumentos en la bailía de Alconetar, de modo que te sea fácil sacarlos del lugar en que los tengas ocultos. �Puedes tú llenar este encargo?

     -Perfectamente.

     -Pues bien, mañana compras una palanqueta y un pico, y los ocultarás en la huerta o en algún otro lugar en que dichos instrumentos estén a mano.

     -Descuidad, señor, que seréis obedecido.

     El trovador permaneció algunos momentos cabizbajo y meditabundo.

     Al fin se atrevió a preguntar:

     -�Y no me queréis decir para qué servirán esos instrumentos?

     -Para libertar al más desgraciado de los hombres, que hace más de quince años que gime emparedado.

     -�Emparedado!

     -En el subterráneo de la torre donde habita Castiglione.

     -�Qué horror! �Y quién es ese hombre?

     -Ya te lo diré a su tiempo.

     -�Me permitiréis que os haga una pregunta?

     -Di lo que quieras.

     -�Cómo no habéis intentado libertar a ese hombre mucho tiempo antes?

     -Porque hace muy pocos meses que he sabido que allí gemía ese desgraciado.

     -Yo no hubiera podido retardar ni un solo instante la libertad de ese infeliz prisionero.

     -Yo no sufro reconvenciones de nadie, -dijo gravemente el Templario.

     -Señor... perdonad...

     -Sin embargo, te diré la causa de no haberlo sacado de su horrorosa prisión al día siguiente de haber descubierto que se hallaba emparedado en el subterráneo.

     Jimeno redobló su atención para escuchar las palabras del misterioso personaje, que continuó:

     -En primer lugar, era preciso valerse de otras personas, para que, aprovechando las últimas horas de la noche, hundiesen el muro que encierra al prisionero, y no me era posible encontrar hombres de toda mi confianza. En segundo lugar, yo no había conocido hasta hace muy pocos días que el infeliz emparedado es una de las personas a quienes tú y yo debemos tratar con la mayor ternura y con el más profundo respeto.

     -�Es posible!

     -No pasará mucho tiempo sin que te convenzas de la verdad de lo que acabo de manifestarte. De todas maneras, yo pensaba en sacar al triste emparedado de la tumba anticipada en que le ha sumido la crueldad de Castiglione; pero ahora que conozco personalmente a la víctima, es un deber sagrado el que me obliga a salvarle o a morir en la demanda.

     El trovador tuvo necesidad de hacer un esfuerzo heroico sobre sí mismo para no dirigir un torrente de preguntas al misterioso Templario; pero al fin logró dominarse y sólo se limitó a decir:

     -En verdad, señor, que no acierto a comprender cómo habéis llegado a averiguar que se hallaba ese prisionero en el subterráneo de la torre.

     -Sin duda que te parecerá extraño, y con mucha razón, que yo haya sorprendido semejante secreto.

     El misterioso Templario exhaló un profundo suspiro, como si un doloroso recuerdo le atormentase.

     Luego continuó con voz dulce y triste:

     -Has de saber, amado Jimeno, que una causa tan poderosa como lamentable me obligó hace pocos meses a penetrar por el subterráneo para subir al aposento de Castiglione y dejarle una carta, en la cual le comunicaba que la mujer de quien estaba enamorado era su hija.

     -�Su hija! -repitió el trovador lleno de asombro.

     -Sí, Jimeno, -respondió el Templario asiendo al joven convulsivamente del brazo; -ese hombre es un aborto del infierno; pero... dejemos ahora este nuevo crimen de Castiglione. Baste decirte que, habiendo penetrado en el subterráneo a las altas horas de la noche, divisé al infame verdugo de tu familia que se encaminaba lentamente hacia el extremo del tenebroso recinto, donde había un tugurio y una rejilla. Castiglione con áspera voz llamó al infeliz que allí gemía enterrado vivo, y le dejó colgado de la reja un cesto con algunas provisiones. Apenas el bárbaro carcelero hubo desaparecido, salí yo de mi escondite y le anuncié al triste emparedado que muy pronto sonaría la hora de su libertad.

     -�Y no le preguntasteis quién era?

     -No me importaba saber su nombre, a lo menos así lo creía. Sólo pensé que allí gemía un desgraciado que necesitaba mi auxilio, e inmediatamente traté de buscar los medios de sacarlo de aquella prisión inmunda y horrorosa. Por otra parte, aquella noche no me sobraba el tiempo para entretenerme en preguntas inútiles. Así, pues, me alejé rápidamente para poner mi carta en sitio donde pudiese verla Castiglione.

     -Lo más extraño del caso es que vos hayáis podido entrar en los subterráneos de la torre del Tesoro, -dijo el trovador mirando fijamente al Templario.

     Sin duda en la mirada de Jimeno pudo leerse algo de incredulidad ofensiva al misterioso personaje, que dijo con voz desdeñosa:

     -�Por ventura no me has visto penetrar en la casa de la Encomienda?

     -Sí, señor; pero los subterráneos de la Encomienda no están guardados como los de la torre del Tesoro. Además, -continuó el armiguero-, se dice que, sólo Castiglione, el comendador y el maestre de Castilla son los únicos que saben las entradas y salidas subterráneas de las minas de la torre.

     -Y añade a todo eso, -dijo con mucha calma el Templario-, añade a todo eso que un formidable león guarda la entrada del sitio donde están las joyas de más estima.

     Jimeno clavó una mirada de admiración en el Templario.

     -�Y os habéis atrevido a pasar por esos sitios? -preguntó.

     -Cualquiera que pasase por allí sería despedazado por el fiero león; pero Castiglione y yo podemos pasar a todas horas impunemente.

     -�Acaso habéis domesticado a la fiera?

     -Me hace caricias y me lame las manos como si fuese un perro.

     -Señor, -dijo el armiguero estupefacto-, cada vez me convenzo más y más de que sois un hombre extraordinario, y que para vos no hay nada imposible. �Quién ha podido revelaros las entradas secretas de la torre del Tesoro, y cómo habéis conseguido amansar la fiereza del león?

     -Hace muchos años que yo vivía muy familiarmente con Castiglione, habiendo consentido más de una vez que yo le acompañase por los dilatados tránsitos de los subterráneos de la torre. �Ay de mí! �Cómo vuelan los años!... En una noche memorable quiso la divina Providencia que yo encontrase el secreto de la puerta del subterráneo...

     -Pero �quién sois? -preguntó de pronto Jimeno.

     -�Algún día lo sabrás!

     -�Tened piedad de mí! �Acaso sois mi padre? El corazón me dice...

     -El corazón te engaña, -interrumpió el Templario, haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo.

     El armiguero suspiró tristemente, como si se viese obligado a desechar de su alma un hermoso pensamiento.

     El misterioso personaje anudó su interrumpido relato

     Por lo demás, -dijo-, he logrado amansar al león haciéndole caricias y llevándole por espacio de muchos días grandes trozos de carne fresca de cordero. Ahora bien; tú eres el único hombre de quien me fío para que me ayude a libertar al infeliz emparedado. �Estás dispuesto a servirme en esta noble empresa?

     -Estoy dispuesto a serviros en cuerpo y alma.

     -Pues te repito que en el día de mañana compre las herramientas necesarias para llevar a cabo nuestro intento.

     Y así diciendo, el Templario entregó al trovador una bolsa bien repleta de oro.

     -No necesito dinero para comprar los instrumentos que me habéis dicho, -repuso con cierta altivez el trovador.

     -Haz lo que mejor te parezca, -dijo el Templario guardando su oro-. No hemos de reñir por cosas de tan poca importancia.

     -�Y en dónde nos hemos de ver?

     -Yo iré a buscarte a la Encomienda.

     -�Cuándo?

     -No te puedo decir ni el día ni la hora, porque yo mismo ignoro todavía el momento en que será posible y conveniente dar el golpe; mas descuida, que yo sabré buscarte cuando te necesite.

     -�Oh! -exclamó el armiguero-. �Con cuánta impaciencia espero el día en que el malvado Castiglione comience a sentir el peso de nuestra implacable venganza.

     -Puedes estar seguro de que serán tales y tan crueles sus torturas, que le valiera más no haber nacido; pero mientras llegue la hora... �Sigilo y astucia!

     El sol ya se ocultaba en Occidente, y el trovador necesitaba estar en la Encomienda a una hora fija para no hacer falta a su servicio, por cuya razón el armiguero despidiose del Templario y encaminose rápidamente hacia Alconetar.

     Apenas el trovador había desaparecido por la senda que conducía al valle, cuando súbito salió de entre las ruinas un personaje envuelto en un cumplido sayo negro.

     Aquel hombre, de extraordinaria estatura, se adelantó hacia el fantasma blanco lenta y misteriosamente.

     El Templario le miraba atónito.

     -�Si fuera él! -exclamó aterrado.

     El aparecido le contestó con una carcajada.

     -A fe, -dijo-, que sois en demasía cándidos, vosotros que habéis jurado venganza a un hombre cruel y astuto.

     -Pero... �Quién sois?

     -Me alegro mucho de saber que estáis tan dispuestos a satisfacer vuestro encono en Castiglione.

     -�Vos le conocéis!

     -Como a mí mismo.

     Los ojos del Templario lanzaron un brillo siniestro y desenvainó el puñal, que llevaba debajo del manto.

     -Vamos, venerable cenobita, �pensáis ahora en cometer un homicidio?

     Y esto diciendo, el encubierto personaje no quitaba ojo al Templario, en cuyo movimiento se había notado harto claramente su intención de acometer al importuno, el cual, sin embargo, no parecía inquietarse demasiado por la actitud hostil del habitante de las ruinas.

     -Deben de estar de acuerdo vuestras palabras con vuestros hechos.

     -�Qué queréis decir?

     -Que aconsejáis la astucia, y luego sois muy poco cauto para ocultar vuestros deseos de asesinarme. Vamos, dejad ese puñal, pacífico ermitaño.

     -�Habéis oído?...

     -Todo, todo..

     -�Ira de Dios! �Toma, insensato!

     Y el Templario descargó una furiosa puñalada en el pecho del misterioso personaje, que, impasible o inmóvil, comenzó a reírse de una manera satánica.

     El incógnito llevaba debajo del sayo su armadura, contra la cual rebotó el puñal como contra una peña.

     -�Por quién me habéis tomado? -preguntó riendo el semigigante.

     -�Oh!... �Este... no es él!... Ni su voz, ni su estatura... Perdonad, caballero... Me he dejado arrebatar con sobrada ligereza de un movimiento de furor...

     -Estáis perdonado; pero no puedo menos de reconveniros por vuestra poca prudencia, que, según parece, sólo la tenéis en la lengua, mas no en las acciones. �Qué hubiera sido de vuestro rencor si por ventura yo hubiese sido Castiglione? De un solo golpe, a no venir él, como yo, armado, habríais concluido con el más delicioso de los placeres para un corazón que odia, el placer de la venganza.

     -�Oh! -exclamó el fantasma blanco-, dadme vuestra mano, caballero, porque nosotros debemos ser amigos; vuestra alma está templada como la mía. �Cuán bien se conoce que vos sabéis aborrecer!

     -No os engañáis, y para mayor satisfacción vuestra, os digo que aborrezco precisamente a la misma persona que vos, al infame Castiglione.

     -�De veras!

     -Ya veis que no es posible sino que nos entendamos perfectamente, por la misma razón de que vuestro implacable enemigo lo es también mío.

     -Desde luego podéis contar con toda mi adhesión.

     -Y yo os la ofrezco con toda sinceridad.

     -Pero desearía que me dijeseis quién sois.

     -Un extranjero.

     -Según vuestro acento, parecéis italiano.

     -Justamente.

     -�Y de qué parte de Italia sois, puede saberse?

     -De Calabria.

     -�Compatriota de Castiglione!

     -Por mi desdicha.

     -Vuestra historia debe de ser muy interesante.

     -Muy lamentable.

     -�Y cómo os encontráis en este sitio?

     -Porque mi ángel malo me ha conducido a él.

     -Enigmático y lúgubre estáis.

     -Mi venida aquí esta noche había sido con un objeto muy distinto; pero la conversación que os he escuchado ha vuelto a despertar en mi pecho todos los rencores que ya el tiempo había adormecido. No parece sino que vuestro aliento, que respira venganza, ha infundido en mi corazón la misma sed insaciable que os devora.

     -Sentaos, caballero, -dijo el Templario.

     -Seguiré vuestro consejo.

     El Templario se puso a examinar más de cerca y con mayor detenimiento al extraño personaje que le había causado una impresión profunda.

     De pronto el Templario exclamó:

     -�Ah! Ya os conozco, al menos de reputación.

     -No es extraño, soy más conocido en Castilla que en mi patria.

     -Como usáis una divisa tan singular...

     -Y tan terrible al mismo tiempo...

     -Sin duda. �Y cuál era vuestro objeto al venir aquí? �Acaso me buscabais? A fe que ha sido grande vuestra osadía, porque muy pocos se atreven a penetrar en este recinto, del cual se cuentan en esta comarca las cosas más estupendas.

     -Ya comprenderéis que yo me encuentro por cima de las preocupaciones del vulgo, y que no es fácil que yo crea en tales hablillas.

     -Lo comprendo muy bien, caballero.

     -Por lo demás, es cierto que os buscaba, si bien me hallaba muy distante de encontrarme con un enemigo de Castiglione, que equivale a decir, con un amigo mío.

     -�Y en qué puedo yo complaceros?

     -Ya en nada de lo que antes pensaba consultaros.

     -�Cómo así?

     -Sin embargo, no por eso he perdido el viaje. Podré ayudaros mucho.

     -�Para qué?

     -Para llevar a cabo vuestra venganza, -dijo el caballero en voz muy baja.

     -No he entendido bien lo que habéis dicho.

     -Es preciso usar de muchas precauciones.

     -En efecto, todas las medidas que puedan tomarse parecen pocas y suelen ser insuficientes.

     -Como en esta ocasión ha sido inútil vuestra prudencia, estando el joven que se ha marchado en este sitio, en donde probablemente creíais que nadie podía escucharos.

     -Tenéis mucha razón, y no acabo de admirarme de tan extraña coincidencia.

     -Ahora os lo explicaré todo.

     Y el caballero se levantó y comenzó a escudriñar en torno suyo con una minuciosidad notable.

     El Templario también le imitó, y cuando ambos se hubieron convencido de que nadie podía escucharlos, el caballero del sayo negro dijo.

     -�No creéis que si vosotros hubieseis hecho lo mismo que acabamos de hacer, nadie habría sorprendido vuestro coloquio?

     -Sin duda alguna, caballero. Es preciso convenir en que sois mucho más prudente que yo he sido esta noche.

     -Ahora bien, deseáis saber por qué causa me encuentro en este apartado recinto, y voy a complaceros.

     -Me holgaré mucho de escuchar vuestra historia.

     El caballero, exhalando un profundísimo suspiro, comenzó su relato de la siguiente manera:

     -Hubo un tiempo en que mi vida se deslizaba tranquila y apacible como el manso arroyuelo que serpentea entre las flores, como la serena alborada de un hermoso día de primavera. �Ay! �No puedo recordar aquella edad dichosa sin que la más cruel amargura destroce mi corazón. Yo entonces era inocente como la cándida paloma y feliz como nuestros primeros padres en el paraíso antes de su fatal caída. También por mi desdicha, también yo caí desde la luminosa altura de una conciencia tranquila al horroroso abismo de crímenes sin cuento. Yo creía en Dios, en la virtud, en la amistad, en el amor, en la gloria, en todo lo grande, generoso y sublime que existe sobre la tierra. �Oh, delicioso aroma de la brillante flor de la juventud! Abriste tu hermoso cáliz al fúlgido sol de la mañana; pero a la tarde soplaron los rudos aquilones y caíste tronchada en el cieno. Mis ilusiones más queridas, �ay! fueron arrancadas de mi alma como las amarillentas hojas de los árboles que arrebata el ronco vendaval en las sombrías tardes del otoño. En aquel tiempo feliz, casi todas mis nobles aspiraciones podían satisfacerse, porque estaban a mi disposición todos los medios materiales con que entre los hombres se realizan muchos de nuestros deseos, porque ni aun la generosidad ni el afán de hacer el bien sirven de nada sin las condiciones necesarias, sin las riquezas. Villas y castillos que poseía mi padre habían dado en la Calabria una grande importancia a mi familia, que era de las más distinguidas del país. Mi buen padre, conociendo la generosa índole de mi corazón y el fondo de ternura y de compasión que yo abrigaba para todos los desgraciados, no quiso nunca escasearme los medios para que espléndidamente pudiese satisfacer mis instintos de prodigalidad, que eran grandes y nobles, porque se dirigían a enjugar las lágrimas del infortunio.

     -�Ah! Si el hombre puede considerar las riquezas como un bien, es tan solamente porque le proporcionan la inefable dicha de ser útil a sus semejantes, repartiendo con mano benéfica lo que le ha dado el constante dispensador de todos los beneficios para que, como sabio y fiel depositario de ellos, sepa repartirlos discretamente.

     -No digo yo por mi parte que siempre hiciese noble uso de mis riquezas; alguna vez me dejé seducir por las fascinaciones del mundo y por las apariencias frecuentemente engañosas de muchas personas que sólo debían a su propia culpa su estado lamentable... Así pasaron los primeros años de mi juventud, hasta que, aguijado por un vehementísimo deseo de correr tierras, pedí permiso a mi buen padre para que consintiese en que me ausentase de mi patria. La fama gloriosa de los paladines de Castilla había llegado hasta Italia, y yo ardía en deseos de ilustrar mi nombre peleando contra los moros, enemigos de nuestra religión. Quince años estuve ausente, y cuando volví, nadie en mi patria me conocía. Entonces experimenté todas las angustias de la pobreza y de la oscuridad, yo, que estaba acostumbrado al brillo de las riquezas y a los lisonjeros homenajes de la gloria.

     -�Y cómo así? �Qué se hicieron vuestras villas y castillos?

     -Ahí es donde entra la perfidia y villanía de Castiglione. Este hombre infernal estaba entonces en una casa de Templarios inmediata al castillo donde habitualmente residía mi anciano padre... �Oh! Es tan cruel la pena que se apodera de mi alma siempre que recuerdo tan lamentable tragedia, que el llanto se agolpa a mis ojos y quisiera arrancarme la memoria. Baste deciros en dos palabras que Castiglione, valiéndose de unas cartas fingidas con infernal astucia, hizo creer a mi padre que yo había muerto, y consiguió, por último, que todos los bienes que de derecho me pertenecían pasasen a la orden de los Templarios.

     -�Qué infamia! Ese es su crimen habitual, la codicia le devora; pero, cosa extraña, es la codicia en favor de su orden. �Y qué acaeció cuando volvisteis a vuestro país?

     -�Qué había de suceder? Mi fisonomía había variado tan notablemente y mi estatura se había acrecentado de una manera tan prodigiosa, que yo mismo no podía menos de reconocer la dificultad de que me tuviesen por el mismo que quince años antes había partido del techo paterno. En resolución, debo deciros que cuantas instancias practiqué para que me restituyesen todos mis bienes fueron inútiles.

     -�Qué horrible injusticia!

     -Sumido en la pobreza y llena el alma de hiel por la infamia de los hombres, me dejé arrastrar por mis pasiones turbulentas, pensando hallar �desdichado! la tranquilidad que me faltaba arrojándome a cierraojos por la rápida pendiente de todos los vicios.

     El caballero suspiró profundamente, como si un doloroso recuerdo torturase su corazón.

     Luego continuó después de algunos momentos de silencio:

     -�Ay! Desde entonces datan todas mis aflicciones, mis crímenes, mis remordimientos. Un destino cruel e implacable pesa sobre mí...

     -Pero �es posible que nada pudieseis alcanzar de los Templarios? �Tan apegados estaban a las riquezas, que ni una compensación siquiera ofrecieron de algún modo a vuestros sufrimientos?

     -Eso habría sido confesar que ellos me habían despojado de mis bienes, y los Templarios, o por mejor decir, el villano Castiglione sabía muy bien lo que tenía que hacer para no comprometer a la orden y para que su ruin codicia produjese en mi espíritu altanero todas las angustias de la pobreza y de la desesperación. Inútilmente demandé a los Templarios ante los tribunales...

     -�Inútilmente, decís! �No pudisteis probar su injusticia?

     -Al contrario, estuve a punto de ser degollado por impostor.

     -�Qué horror! �Es posible?

     -Los Templarios presentaron un testamento de mi padre, por el cual éste dejaba a la orden todos sus bienes.

     -�Una falsificación!

     -Nada de eso; el testamento era válido, y estaba en realidad dictado por mi difunto padre.

     -�Pues cómo?

     -Ya os he dicho que Castiglione había hecho creer a mi padre que yo había muerto, cuya noticia supo confirmar por medio de unas cartas supuestas. De este modo mi padre cayó en el lazo que le habían tendido, dejando a su fallecimiento todos sus bienes a los Templarios... Pero lo que sin duda os causará tanta admiración como horror es saber que mi padre murió envenenado por Castiglione, el cual, impaciente por adquirir tantas riquezas, o acaso temeroso de que yo volviese a mi país inesperadamente, se aventuró a cometer tan espantoso crimen. Todo esto lo supe yo después de algunos años por un antiguo criado de mi padre, que había tenido la debilidad de consentir en administrar el tósigo al autor de mis días. Por orden de Castiglione yo fui encarcelado en una solitaria torre; y como ya existían entre ellos, es decir, entre ese infame asesino y el criado de mi casa horribles vínculos de complicidad, el antiguo servidor fue quien mereció la confianza de Castiglione para que fuese mi carcelero. Este, sin embargo, no estaba dotado del temple ferozmente incontrastable que distingue a ese tuerto infernal, y acosado por los remordimientos, deseaba lavar algún tanto su crimen, dando la libertad al hijo de su buen señor, ya que a éste lo había envenenado. Castiglione abrigaba hacia mí los mismos proyectos, y me preparaba un fin idéntico al de mi anciano padre.

     -Si yo no conociera a ese maldito calabrés, creería que me exagerabais su maldad inaudita.

     -Para llevar a cabo su odioso intento, contaba también con la cooperación de mi carcelero; mas esta vez no fueron secundados sus deseos criminales. Una noche el antiguo servidor de mi familia me abrió la puerta de mi prisión, manifestándome que, si quería salvarme de una muerte segura, no debía de perder tiempo en ausentarme de Italia. Él mismo también se ofreció a acompañarme, pues no me ocultó que su peligro no era menos inminente si se quedaba. Entonces me resolví a adoptar la fuga que, como único puerto de salvación, se me ofrecía. Aquella misma noche partimos para España, y durante algunos años aquel hombre arrepentido me sirvió con lealtad extraordinaria. Yo, sin embargo, ignoré por mucho tiempo cuál había sido su conducta para con mi familia. Ambos nos pusimos al servicio de los reyes de Castilla, y en un encuentro con los moros, mi servidor fue herido mortalmente. Sobre mi mismo caballo lo retiré del sitio del combate, y procuró por todos los medios posibles restituirlo a la vida. Todo fue inútil. Pocos momentos antes de morir me entregó un manuscrito cerrado y sellado, el cual me suplicó que no leyese hasta después que él dejase de existir. Yo se lo prometí solemnemente. Cuando mi criado hubo muerto, abrí el manuscrito, y en él hallé trazada muy por menudo la triste historia que acabo de relataros muy por encima.

     El misterioso caballero guardó silencio, y hondos suspiros salían de su pecho, demostrando cuánta era su angustia al recordar sus desdichas.

     Atentamente había escuchado el Templario aquella narración, y no dejaba de admirarse de la coincidencia que acababa de proporcionarle un nuevo auxiliar para sus venganzas; pero sobre el gozo que este descubrimiento le había causado, estaba el deseo vehemente de saber el motivo que había conducido a aquel lugar al gigantesco paladín.

     Así, pues, el Templario se resolvió a preguntarle:

     -Recuerdo me habéis manifestado que el objeto de vuestra venida era consultarme sobre cierto punto... Y añadisteis después: �Mi ángel malo me ha conducido aquí�. �Por qué habéis dicho eso? �puede saberse?

     El caballero se sonrió tristemente.

     -�Ay! -exclamó-. Después de tantas desventuras, yo me entregué a todos los vicios para adormecer mis pesares, como el desdichado que busca en el opio un calmante a sus dolencias. Yo también he cometido grandes crímenes, arrastrado, más bien que por mi mala índole, por la impetuosidad de mi carácter y por las contrariedades de mi vida, que habían exasperado mi corazón. Hace algún tiempo que habito en estos contornos, y habiendo oído decir que en este monte moraba un santo ermitaño, hice mi peregrinación con intento de confesarle todas mis grandes culpas y pedirle consejo en mis tribulaciones, para calmar algún tanto los roedores e implacables remordimientos de mi conciencia. �Cuánto me engañaba! Ya sabéis todo lo que ha sucedido. En vez de encontrar un alma tranquila y llena de caridad, �ay de mí! sólo he hallado un espíritu turbulento y un corazón desgarrado, y, como el mío, también sediento de venganza. Yo he experimentado lo mismo que experimentaría un hombre que después de un largo camino, y cuando, ya moribundo de fatiga, creyese arribar al término de su viaje, soñando descansar en blando lecho de mullidas plumas, �ay! se reclinase en un punzante y áspero zarzal... �No creéis que tenía razón al decir que el infierno me había guiado a este sitio, en el cual pensaba beber las aguas tranquilas de la sosegada paz que tanto anhela mi espíritu agitado?

     Y esto diciendo, el atlético personaje prorrumpió en una carcajada hueca, irónica, sombría como la noche, amarga como la cicuta y más terriblemente dolorosa que el más desconsolado llanto.

     El Templario bajó los ojos y sintió escandecerse sus mejillas, como si se avergonzase de la mentida opinión de santidad que le daban por aquellos contornos.

     Al fin dijo:

     -Confieso que me pesa muchísimo el que tal desengaño hayáis sufrido, cuando la casualidad ha hecho que sorprendáis los secretos de un corazón herido y que sólo respira sangre y venganza en este solitario lugar, en que exclusivamente debería entregarse a la santa tristeza de la penitencia. Pero ya que no me sea posible daros los consuelos de un confesor, de un varón justo, consuelos de que yo mismo también necesito, a lo menos os ruego que me digáis vuestras amarguras, para cuyo alivio acaso pueda seros útil, siquiera como amigo.

     El gigantesco paladín estrechó con agradecimiento la mano del Templario y continuó:

     -Yo vivía en las montañas de León, en un pequeño, pero delicioso heredamiento, de que el rey me había hecho gracia por mis servicios. A la sazón los reyes cristianos habían ajustado treguas con los moros, y yo había ido a solazarme en la caza en compañía de varios otros caballeros, mis amigos y camaradas. Estos sucesivamente me fueron abandonando, unos para arreglar sus negocios, y otros para visitar a sus familias en sus respectivas provincias, deseando todos aprovechar el tiempo de descanso, que proporcionaban las ajustadas treguas. Yo entonces caí en una melancolía profunda, viéndome privado de mis alegres camaradas. Sólo me acompañaban en mi retirada vivienda una hija del arrendador de mis tierras, que hacía poco había muerto, y mi escudero, joven fiel y valeroso y natural del mismo reino de León. Era la joven Isabel tímida como una gacela, bella como la luz de la aurora y modesta como una sensitiva. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que mi escudero se enamoró apasionadamente de la hermosa muchacha. Yo ignoraba esto completamente; pero, por mi desdicha, también me enamoré con frenesí de la graciosa Isabel, y este ha sido el principal origen de todas las amarguras que ahora padezco: porque fácilmente se soportan las privaciones de la mala fortuna; pero �ay! no sucede lo mismo con los remordimientos...

     -�Acaso es un crimen amar?

     -No digo yo eso, si bien muchas veces el amor es causa de grandes crímenes.

     -También con frecuencia es origen de virtudes.

     -Eso es conforme; pero, por desgracia, en esta ocasión mi amor a Isabel fue causa de un atentado horroroso. Una tarde paseábame por el huerto, cuando entre una calle de frondosos tilos divisé a la joven, hermosa y lozana como las ninfas de la primavera. La misma naturaleza parecía convidar con sus encantos a las delicias del amor. Los rosales estaban floridos, el ambiente embriagado de perfumes, y las aves cantaban al caer el sol, revoloteando en torno de dos altos cipreses que había junto a la alberca. Lo que en aquellos momentos pasó en todo mi ser es uno de esos misterios de nuestro corazón, que el hombre puede sentir, pero que no le es dado conocer ni explicar. Parece imposible que ejerza una influencia tan íntima y profunda en el espíritu del hombre la presencia de una mujer seductora. Aquella celeste aparición inundó mi alma de una ternura infinita; pero muy en breve se convirtió en furor inexplicable, cuando, aproximándome a Isabel, ésta me rechazó, escuchando con desprecio mis amorosas palabras. Yo furioso la así por los brazos; ella comenzó a gritar, y de repente apareció mi escudero, quien se atrevió a darme una bofetada. Este insulto, unido al rencor ponzoñoso que en mí producía la idea de que mi escudero era amado por Isabel, me sacó fuera de mí, y con frenética rabia me precipité sobre él, clavándole mi puñal en su pecho y atravesándole el corazón... Isabel, cuando se vio libre de mis brazos, huyó despavorida, buscando un asilo en las alquerías inmediatas...

     -�Luego ella no presenció vuestra lucha?

     -No, y en verdad que fue terrible... �Ay! �Cuán breves son los momentos que separan la inocencia del crimen! �Cuán fácilmente se traza en una vida la sangrienta línea que separa los días tranquilos de las noches tempestuosas!... Yo intenté ocultar mi crimen, y cargando con el cuerpo de mi escudero, salí por un postigo al campo, e inquieto y desatentado corrí por montes y breñas, hasta que la negra noche, acompañada de una horrible tempestad, me sorprendió caminando con el cadáver. El pálido fulgor de un relámpago me hizo descubrir un hondo precipicio; yo me detuve, y en medio del horror y de la soledad, que me rodeaban, traté de arrojar en lo profundo el cadáver del escudero. Pero �cosa extraña!... �no puedo recordarlo sin estremecerme!...

     El caballero se detuvo algunos momentos, como si el terror le impidiese continuar su relato.

     Luego, exhalando un profundo suspiro, prosiguió:

     -Por más esfuerzos que hacía para desasirme del cadáver, me fue imposible separar sus manos, que había cruzado en torno de mi garganta.

     -�Pero aún estaba vivo!

     -Probablemente en las últimas crispaciones de su agonía, el escudero cruzó las manos fuertemente sobre mi cuello. Su último pensamiento sin duda alguna fue ahogarme, porque acaso su postrer temor fue el que yo triunfase de la resistencia de su amada. En resolución, saqué mi puña1 y corté uno de los brazos del cadáver, único medio que hallé de desatar el horrible nudo que me oprimía. Pareciome que se estremeció violentamente aquel cuerpo exánime; pero, sin embargo, tuve valor para arrojarlo con ímpetu sobre el precipicio. En aquel mismo instante lució un pálido y trémulo relámpago, y un trueno formidable bramó roncamente en el espacio. Luego desde el fondo del espantable abismo salió una voz cavernosa que hizo erizarse mis cabellos y heló toda la sangre de mis venas.

     -�Qué horror! �Y qué dijo la voz misteriosa?

     -Articuló estas palabras terribles: �Cinco años te he servido lealmente, y has sido injusto y cruel conmigo. �Permita Dios que durante cinco años padezcas los más horribles tormentos, y que temas a cada instante que la tierra va a faltar a tus pies y que el firmamento va a desplomarse sobre tu cabeza! �Que la maldición del cielo caiga sobre ti, miserable asesino, y que al fin de este plazo el infierno te abra sus puertas!� -dijo la voz, y la soledad espantosa que me cercaba, y el silencio aterrador que siguió a estas palabras formidables, me dejaron petrificado de horror.

     El caballero guardó silencio, exhalando profundos sollozos, mientras que el Templario no podía volver de la admiración que le causaba el relato del incógnito.

     -�Y hace mucho tiempo que os acaeció esa aventura? -preguntó el Templario.

     -Mañana mismo hace tres años... �Oh! Yo no sé qué voz secreta me dice que al cabo de los cinco años que prefijaron aquellas terribles palabras, ha de sucederme alguna desgracia inevitable.

     -Tal vez fue una alucinación de vuestros sentidos; sin duda creísteis oír palabras que nadie pudo haber pronunciado.

     -No, no, no... �Ay! �Ojalá fuera como decís!

     -Debéis esforzaros por alejar de vuestra mente tales recuerdos.

     -A mi pesar están siempre lúgubres y sombríos sentados en mi memoria.

     -Seguid mi consejo, no penséis en semejante cosa.

     -Enseñadme antes a no pensar.

     El caballero suspiró profundamente.

     El Templario comenzó a creer que su interlocutor padecía algunos raptos de demencia. Y efectivamente, sus palabras y ademanes daban harto motivo para pensarlo y creerlo así.

     Durante largo rato los dos personajes guardaron el más absoluto silencio, y ambos parecían sumergidos en honda meditación.

     -Ahora comprenderéis, -dijo al fin el caballero-, cuán grandes son mis pesares, y que la desgracia me persigue en todo. Mi espíritu, agitado por negras visiones, necesitaba esta noche palabras de paz y de consuelo. Yo venía con la esperanza de oírlas de vuestra boca en este apartado y solitario recinto. Cuando llegué esta tarde di voces y os busqué por todas partes; pero a nadie vi ni nadie me respondió. Ya hacía tres noches que el grato sueño, regalo de los mortales, no había posado sobre mis sienes calenturientas su mano perezosa. Rendido de cansancio al llegar a esta eminencia, y suponiendo que pronto volveríais, me oculté en estas ruinas, y por último mis fatigados miembros se rindieron a una especie de letargo muy semejante al delirio. Pero �desdichado de mí! aun entre sueños me perseguían mil lúgubres pensamientos. Acordeme de Castiglione, o, por mejor decir, se me apareció su figura espantosa, que con una risa infernal contaba el oro arrebatado a mi padre, y me miraba pobre y errante... Y luego mi escudero oprimía con sus brazos mi garganta, y me oprimía como una serpiente enroscada, y quería hablar, y mi lengua se resistía, y la fatiga se aumentaba, y creí ahogarme... Oigo palabras cerca de mí; apenas doy crédito a mis oídos; escucho vuestra conversación; el pasmo me hace creer que estoy en el otro mundo; nombráis a Castiglione, causa primitiva de todas mis desgracias; la sangre hierve en mis venas, y el espíritu de las venganzas derrama en mi corazón todos los furores del infierno, a la vez que los obstinados remordimientos me clavan sin cesar sus ponzoñosas espinas. �Maldición! �Maldición! En vano busco consuelos; inútilmente procuro reclinarme en la margen florida del arroyo cristalino; el mar espumoso me sale al encuentro y amenaza sepultarme en sus ondas embravecidas... �Y bien! Ya estoy harto de luchar. �Ira de Dios!... �No! No más terrores, nada de debilidad; que salgan mil maldiciones de mil abismos... �Ya no me espantarán! Sí, estoy condenado, lo sé, no me importa; pero quiero condenarme apurando la deliciosa copa de un placer infernal; quiero embriagarme, como los réprobos, con el placer de la venganza. Y así diciendo, el gigantesco paladín rechinaba los dientes de cólera y prorrumpía en espantosas blasfemias. Diríase que un verdadero acceso de demencia le había acometido. Súbito, como asaltado de una idea repentina, levantose disponiéndose a partir.

     -�Os marcháis? -preguntó el Templario.

     -Ahora mismo.

     -�Y no volveréis?

     -Sí, sí, debemos vernos a menudo, supuesto que sois enemigo de Castiglione... Tomad, y poned esto en sitio donde ese infame calabrés pueda verlo.

     Y el atleta sacó una cajita y se la entregó al Templario, no sin vacilar algún tanto. En seguida el caballero se alejó rápidamente de las ruinas, y encaminándose al pie del monte adonde había dejado su caballo, negro como la noche, cabalgó en él, y desapareció veloz como un torbellino. El Templario quedose mudo del estupor, si bien aguijado por la más viva curiosidad, volvió muy pronto en sí para ver el contenido de la pequeña caja que el misterioso caballero le había entregado.

     Aquel personaje era el Caballero de la Muerte, de quien ya se ha hecho mención en esta verídica historia.



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Capítulo XVII

Planes de ambición

     Notábase grande agitación en la casa de la Encomienda de Alconetar. Todos los caballeros manifestaban en sus semblantes indicios nada equívocos de inquietud y de tristeza.

     El comendador aquel mismo día había recibido la nueva de la muerte de don Sancho Ibáñez, maestre de la orden de los Templarios en Castilla.

     En la iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Concepción celebrose una fúnebre ceremonia en honor del finado maestre, asistiendo el comendador, varios ricoshomes y muchos caballeros, así seglares como Templarios.

     Terminadas, las preces y responsos que en tales casos acostumbraban a rezar en todos los templos de la orden, el comendador anunció a sus caballeros que dentro de tres días tendría lugar el capítulo que debía celebrarse entre todos los caballeros dependientes de aquella bailía, con objeto de conferenciar y ponerse de acuerdo acerca de la persona que hubiera de elegirse para el honroso e importante cargo de maestre provincial de Castilla. Después de estos capítulos parciales que se celebraban en las diferentes bailías, era cuando se verificaba el capítulo general, en que definitivamente quedaba elegido el maestre.

     Desde luego se comprenderá que en aquella ocasión no dejaría de asistir a la fúnebre ceremonia Matías Rafael Castiglione, personaje que entre los suyos gozaba de no poca importancia. Pudo notarse que, al salir de la iglesia, un hombre de extraña catadura acercose al italiano y le entregó una carta, después de haber cambiado con él algunas palabras. En seguida el misterioso emisario traspuso el monte y se encaminó hacia la torre en que ordinariamente habitaba Castiglione.

     Ben-Ayub; pues éste era el portador de la mencionada epístola, ocultose entre unos árboles, y allí permaneció largo rato, hasta que, por último, vio aparecer al terrible italiano. Saliole al encuentro, y ambos penetraban poco después en el sombrío recinto de la antigua torre.

     Cuando el Templario estuvo en su aposento, cerró cuidadosamente la puerta. Según todas las trazas, la conferencia que iba a tener con el moro era de grande importancia.

     -�Estamos seguros de que nadie pueda oírnos? -preguntó Ayub.

     Castiglione hizo una señal afirmativa.

     -�Habéis leído la carta? -volvió a preguntar el africano.

     -No la he leído del todo. Aguarda.

     El calabrés sacó la epístola y se paso a leerla con mucho detenimiento. A medida que el italiano adelantaba en la lectura, su rostro brillaba con una expresión de inmenso júbilo.

     Terminada su tarea, volvió a guardar la carta, diciendo:

     -�Está muy bien!

     -�Y os decidís a seguir los consejos de mi señor?

     -Desde luego.

     -El infante puede seros muy útil en esta ocasión.

     -�Y cómo don Juan ha sabido tan pronto la muerte del maestre? Hoy hace nueve días que falleció.

     -Ha habido, sin embargo, tiempo bastante para que semejante noticia haya llegado hasta nosotros.

     -Yo, lo digo con franqueza, deseo ser el sucesor de don Sancho Ibáñez; pero la cuestión aquí es encontrar los medios convenientes para conseguir el objeto.

     -�Cuándo se celebrará el capítulo?

     -Antes de treinta días.

     -�Y qué dificultades encontráis?

     -Muchísimas. Prescindiendo del corto plazo de que podemos disponer para plantear bien nuestro negocio, tocamos el mal de que el infante no puede ayudarme en nada para esta empresa.

     -�Y en qué se funda esa opinión?

     -En que solamente los Templarios de Castilla pueden elegir a su maestre provincial, si bien puede servir de mucho la recomendación del Sumo Pontífice, a cuya aprobación se sujeta el elegido.

     -�Luego los caballeros eligen al maestre?

     -Sin duda. El maestre general, que reside en Jerusalén, remite al Papa el resultado del capítulo para que apruebe el acto en favor del elegido. Esto se hace de algunos años a esta parte, en muestra de una justa y debida deferencia hacia la cabeza de la Iglesia Católica. Pero en los primitivos tiempos de nuestra orden todo se limitaba a que el maestre general aprobase el resultado de la elección hecha por los caballeros de la provincia.

     -Pero no me negaréis que el infante tendrá el influjo suficiente para obtener del Papa la aprobación que decís; y me apoyo más principalmente en esta creencia, por la razón de que el rey don Sancho fue excomulgado por el Pontífice cuando aquel se rebeló abiertamente contra su padre don Alonso.

     -Todo eso es muy cierto; pero no me negarás que de nada podrán servirme ni la recomendación del Papa, ni la aprobación del maestre, ínterin yo no cuente con salir elegido en el capítulo provincial.

     -Pero también, si salís elegido y no tenéis apoyo ni en Jerusalén ni en Roma, quiere decir que nada habréis adelantado.

     -Lo confieso francamente, si bien es verdad que rarísima vez deshacen ni el maestre ni el Papa la elección hecha por los caballeros.

     -Sin embargo, pueden deshacerla.

     -No lo niego.

     -En cuyo caso, quiere decir que la mejor manera de arreglar este negocio es que os encarguéis vos de que los caballeros os elijan, y que el infante se encargue de que la elección sea aprobada. �No es esto?

     -Justamente.

     -Vos contáis con grandes recursos. No en vano sois procurador de esta bailía, y además depositario de grandes riquezas de la orden. Por otra parte, vuestro celo en favor del aumento y prosperidad del Templo es bien conocido en Castilla; así que me parece os será fácil obtener lo que pretendéis.

     -�Tú me aseguras que puedo contar con el apoyo del infante don Juan?

     -Os dará cuantas seguridades podáis apetecer; pero en cambio es preciso que vos también prometáis solemnemente prestarle otro servicio.

     -�Cuál?

     -Ayudarle con vuestros caballeros para apoderarse por fuerza del lugar de Monforte, dádiva que le hizo su padre don Alonso, y que después le arrebató don Sancho. �Que decís?

     -Que no es posible que yo le preste semejante servicio.

     Pronunció Castiglione estas palabras con un acento tal de resolución, que Ayub comprendió desde luego que no conseguiría su propósito.

     No obstante, se aventuró a preguntar:

     -�Y por qué no pudierais complacer a mi señor en lo que os pide?

     -Porque los caballeros Templarios, siempre que desenvainan su espada, es en favor de la religión y de la patria; pero nunca para ser indigno instrumento de rencillas particulares.

     Ayub quedose estupefacto oyendo hablar en tales términos a Castiglione, quien en esta ocasión manifestaba hasta qué punto era intensa su adhesión a los Templarios. Entiéndase, sin embargo, que aquel lenguaje no era el de la dignidad, sino el del orgullo. La única afección de Castiglione era la que profesaba a los Templarios, no a este o a aquel caballero en particular, sino colectivamente a la institución, a la orden entera. Y al hablar en los términos que acababa de hacerlo, no era impulsado por el sentimiento del deber, sino por la soberbia de que un caballero Templario no se rebajase a los ojos del mundo. He aquí la diferencia entre el orgullo y la dignidad; la una es horror a la vileza, el otro es amor propio; la una es un deber, el otro es un vicio.

     -�Y estáis resuelto a llevar a cabo lo que decís? �No prestaréis auxilio al infante? -preguntó el africano.

     -Por medio de los caballeros, no. Esto, además de manchar el lustre de la orden, sería una imprudencia imperdonable, porque nos malquistaríamos con el rey.

     -Y vos �no aborrecíais a don Sancho?

     -Y lo aborrezco todavía. Nadie mejor que tú lo sabe.

     -�Pues entonces?...

     -Lo cortés no quita lo valiente. Para todo hay remedio.

     -Mi señor me manda deciros que olvidéis vuestros antiguos resentimientos, pues que en esta ocasión os conviene sobremanera caminar unidos.

     -Francamente, lo creo así, por más que me haya ofendido el infante don Juan.

     Nada más cierto que aquello de que los lobos no se muerden, lo cual quiere decir que los malvados, aun cuando alguna vez se contraríen atendiendo a sus particulares intereses, no por ello guardan rencor, y siempre están dispuestos a unirse cuando su conveniencia mutua se lo aconseja; en lugar que el hombre honrado jamás transige con los perversos, aun cuando personalmente no le hayan ofendido.

     El resentimiento que mediaba entre aquellos dos hombres, a cual más ruin y malvado, traía su origen desde la muerte de don Gómez García, antecesor en el maestrazgo provincial de Castilla de don Sancho Ibáñez, que acababa de fallecer.

     Sin duda recordará el lector que Castiglione fingió una carta escrita por su desgraciado amigo don Gonzalo Pérez Sarmiento, el cual aparecía como autor del envenenamiento del maestre don Gómez García.

     Ahora bien; en la tenebrosa intriga tramada contra el maestre víctima del tósigo, Castiglione y el infante don Juan habían estado perfectamente de acuerdo; el uno deseando, como siempre, ser maestre de los Templarios, y el otro ansioso de riquezas.

     El calabrés Castiglione, el moro Ayub y el infante don Juan se habían confabulado para llevar a cima su inicuo proyecto.

     El esclavo africano aguardaba una magnífica recompensa, y por ella se ofreció a confeccionar un veneno sutilísimo y cuyos efectos no fuesen fácilmente conocidos.

     Castiglione, soñando en la dignidad de maestre, que con tanta ansiedad ambicionaba su corazón, obligose a suministrar a don Gómez la ponzoña.

     Y el infante prometió su protección y ayuda a Castiglione, mediante la oferta que éste le hizo de darle participación en un riquísimo tesoro.

     Para realizar este proyecto, el moro Ayub contaba con sus profundos conocimientos en botánica y toxicología.

     Castiglione contaba con la confianza y familiaridad que le dispensaba el maestre, por cuya razón le era fácil suministrar el veneno. En cuanto a las riquezas que sin peligro alguno podía dar al infante, tomaba en cuenta el manuscrito cuya posesión había resuelto adquirir a todo trance, porque en él se contenía la descripción de un sitio en que había ocultos inmensos tesoros.

     Y por último, el infante contaba con la protección y cariño de su padre el rey don Alonso, cariño que a la sazón se había aumentado, o por mejor decir, reconcentrado en don Juan, atento que el rey había llegado hasta el extremo de maldecir a su hijo don Sancho, que se le había rebelado en guerra abierta, disputándole la corona, por cuya causa el Papa lanzó sobre don Sancho los rayos de la excomunión.

     Pero nada hay más débil e incierto que los cálculos humanos, sobre todo cuando se dirigen hacia el crimen.

     Ayub confeccionó su brebaje; pero no recibió la magnífica recompensa que esperaba.

     El calabrés suministró la muerte al desdichado don Gómez García; pero no consiguió la suspirada dignidad de maestre.

     Los Templarios eligieron en lugar de Castiglione a don Sancho Ibáñez; y aun cuando así no hubiera sucedido, el infante habría sido completamente inútil al italiano, supuesto que la influencia de aquel se desvaneció como el humo. Joven don Juan a la sazón, no tenía aún bastante influjo personal para hacerse oír y respetar en Roma, donde era en sumo grado respetada la voz de su padre don Alonso. Este murió casi al mismo tiempo que don Gómez García, por lo cual el infante nada pudo influir en la elección del nuevo maestre de los Templarios.

     Ya comenzaba a despuntar en el infante aquel carácter ambicioso, intrigante y cruel que con tan negros colores nos ha trasmitido la historia, y a la sazón no era solamente aquella tenebrosa empresa la que traía entre manos. A la vez que los infantes de la Cerda, disputaba el trono a su hermano don Sancho. Para llevar a cabo sus ambiciosos planes, manifestó a Castiglione que le suministrase algo de las riquezas ofrecidas, pues en ninguna otra ocasión podían serle más necesarias y oportunas para levantar gentes de armas.

     Como era natural, negose el italiano, tanto por el despecho que le había causado ver sus más bellas esperanzas completamente desvanecidas respecto al maestrazgo, cuanto por otra contrariedad no menos dolorosa que había experimentado en sus infernales cábalas. Hablamos del manuscrito que poseía en calidad de depósito el malaventurado don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Castiglione no pudo saber dónde se ocultaba aquel inestimable documento, que equivalía a grandes riquezas.

     Hechas estas explicaciones, por más que ligeramente y de pasada, el lector comprenderá el estado de las cosas y el origen de la enemiga que había mediado entre aquellas dos naturalezas, cuya perversidad establecía entre ambas el vínculo de una horrible simpatía, fraternidad odiosa, interrumpida por largo tiempo, desde que Castiglione se negó a socorrer con dinero al cómplice de un crimen entre todos cometido, pero cuyo fruto ninguno recogiera.

     -Ahora no será como en otro tiempo, -dijo Ayub-; el triunfo sería seguro, siempre que aceptaseis las proposiciones de don Juan.

     -No estoy lejos de esa opinión.

     -�Y estáis resuelto a no aceptar la oferta de mi señor?

     -Don Juan quiere recuperar el lugar de Monforte. �No es eso?

     -Justamente.

     -Pues bien: en dándole los medios necesarios para que se apodere de su antigua posesión, no tendrá nada más que pedir.

     -Ni desear; pero es el caso que los medios que necesita mi señor consisten en hombres de armas.

     -Yo pondré a su disposición sumas considerables para armar gente que le conquiste a Monforte. Esto es exactamente lo que desea don Juan, y de esta manera uno y otro conseguiremos nuestro objeto sin el menor inconveniente.

     -Me parece que es muy posible se conforme el infante con el medio que acabáis de proponerme.

     -En esto se abrió la puerta y apareció un gallardo mancebo, quien no pudo menos de palidecer espantosamente cuando se halló en presencia del italiano.

     El recién llegado era un armiguero de la Encomienda que llevaba un recado del comendador.

     -�Qué traes, Jimeno? -preguntó Castiglione con una amabilidad que solamente usaba con el joven trovador.

     -Don Diego de Guzmán me envía para deciros que vayáis al punto a la Encomienda.

     -Ahora acabo de venir.

     -En efecto, el comendador juzgaba que estabais allí todavía.

     -Pues dile que al punto voy.

     -Creo que es asunto muy urgente.

     Jimeno desapareció lanzando una mirada indescriptible al italiano. Este le siguió a los pocos momentos.



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Capítulo XVIII

La señorita Amalia Molay

     Matías Rafael Castiglione comprendió al punto que algún negocio de grande importancia había dado motivo a que le llamase el comendador.

     Y como las circunstancias en que la orden se encontraba en Castilla eran tan críticas, sospechó si alguna nueva noticia habría llegado, que fuese de un interés general para los Templarios.

     Apenas llegó a la Encomienda, encontró grandísima o inesperada novedad, ocurrida durante su breve ausencia a la torre en que habitualmente residía.

     En los patios veíase multitud de apuestos caballeros, de pajes y de corceles de batalla. Por todas partes notábase el rumor y el bullicio que se advierte siempre en una casa invadida por numerosos huéspedes. No sin sorpresa observó el calabrés que todos los caballeros que encontraba al paso hablaban un idioma extraño.

     Un armiguero avisó al comendador de que allí se hallaba Castiglione.

     En cada Encomienda o casa de Templarios había un caballero que desempeñaba el cargo de procurador, el cual cuidaba de la provisión de paños, monturas, armas y vituallas que consumían los caballeros y armigazos.

     Castiglione desempeñaba el susodicho empleo en la bailía de Alconetar.

     Don Diego de Guzmán salió al encuentro del procurador.

     -�Qué sucede? -preguntó éste.

     -No creí que tan pronto os hubieseis marchado.

     -Ni yo imaginara nunca que tan pronto me necesitaseis. Ya estoy aquí a vuestras órdenes.

     -Es indispensable que dispongáis todo lo necesario para regalar espléndidamente a la lucida tropa que por acá tenemos.

     -�Son caballeros Templarios por ventura?

     -Algunos hermanos nuestros vienen en esta cabalgata: el resto son caballeros particulares.

     -Me han parecido de diversas naciones.

     -Algunos son alemanes; pero los más son franceses, que vienen acompañando al ilustre caballero monsieur Federico Molay.

     -�Ah! �Ilustre apellido por vida mía! �Acaso ese caballero es deudo de nuestro gran maestre?

     -Es hermano de monsieur Santiago Molay, maestra general de nuestra orden.

-�Y adónde camina nuestro huésped?

     Según he entendido, se dirige a Jerusalén para ver a su hermano, que hace muchos años abandonó la Francia. Pero no perdáis tiempo, Castiglione; disponed un banquete que sea digno de tan ilustres huéspedes.

     -Descuidad, don Diego, que todo se liará según y como conviene a su regalo y nuestro decoro.

     -Os advierto que hagáis preparar la mesa en los aposentos exteriores, es decir, en la hospedería.

     -�Qué decís?

     -Ante todo es preciso cumplir rigurosamente con la observancia de nuestra regla. Ya sabéis que no pueden penetrar mujeres en el recinto interior de nuestros claustros.

     -En efecto, nuestra regla lo prohíbe severamente.

     -Monsieur Federico trae en su compañía, a una joven encantadora, hija suya, que tiene por nombre Amalia.

     -Me alegro mucho de saberlo, para dar a nuestro banquete algunos de esos toques delicados que sólo las señoras saben comprender y apreciar.

     -Por esa misma razón os lo he manifestado así. �Adiós!

     El comendador tornó a la sala de recibimiento, en donde estaban Mr. Federico, su hermosa hija y varios caballeros de su comitiva.

     Excusado parece decir que los opulentos Templarios obsequiaron de una manera verdaderamente suntuosa a sus nobles huéspedes.

     Como era natural, el comendador, Castiglione y algunos otros Templarios respetables por su edad y nacimiento hicieron los honores de la casa y de la mesa con suma discreción y cortesanía.

     Ya era bien entrada la noche cuando todos se retiraron a sus respectivos aposentos.

     Verdaderamente que era encantadora la joven Amalia. Nada más expresivo que sus ojos garzos y serenos como el límpido azul de los cielos en un hermoso día de primavera. Su cuello, de suavísimos contornos, era blanco y erguido como el de un cisne. Tenía las cejas altas y perfectamente arqueadas; su nariz, de extraordinaria pureza, se adelantaba formando ese recto perfil propio de la belleza griega, y sus labios coralinos describían una línea ondulosa, en la cual podía leerse un sentimiento de dignidad, de melancolía y desdén a un mismo tiempo. Aquella graciosa cabeza estaba engalanada por una abundante cabellera de color castaño que caía en flotantes rizos sobre sus hombros, idealmente modelados. Como una mariposa de espléndidos matices se ostenta radiante en el cáliz aromoso de una flor, así brillaba una magnífica piocha de diamantes entre sus sedosos y perfumados cabellos.

     Un traje de chamelote de aguas, flordelisado de oro y ceñido por un cinturón de seda azul, hacía resaltar su estatura gentil y su talle esbelto.

     Brillaba en sus ojos la ternura, la tristeza en su sonrisa, la discreción en sus palabras y en todos sus ademanes algo de orgullo.

     Nadie podía contemplar a la ilustre doncella sin experimentar el despótico prestigio, la magia irresistible de su belleza incomparable.

     Varios armigueros vestidos de lujo habían servido aquella noche a la mesa, y por consiguiente habían tenido ocasión de admirar la peregrina belleza de la señorita Amalia Molay. Uno de estos armigueros había sido Jimeno, el hermoso e infortunado trovador.

     �Quién podrá pintar lo que sintió el mancebo al contemplar aquella mujer tan favorecida por la naturaleza? Las miradas de la hermosa fueron flechas agudísimas que traspasaron su corazón indefenso. �Desdichado Jimeno! Aquel día memorable fue el que decidió de tu destino. Un azar presentó a aquella mujer delante de sus ojos; pero esta circunstancia, al parecer insignificante, encendió en su corazón la hoguera de un amor inextinguible, mostró a su alma nuevos y desconocidos horizontes, trastornó los resortes de su vida, cambió la esencia de su ser, y mil y mil torrentes con ímpetu bramador se desencadenaron dentro de su pecho.

     Todo yacía en silencio y soledad.

     La blanca luna brillaba en el cielo, seguida de su innumerable coro de estrellas.

     �Qué suave rumor es el que turba el augusto silencio de la noche? �Es el suspiro de las brisas entre las flores? �Son tal vez los murmurios sollozantes de la cristalina fuente? �Son los trinos armoniosos del ruiseñor enamorado? �Ay! No... Es el eco melancólico del laúd del poeta, que exhala en el silencio de la noche el primer suspiro de su amor.

     El triste Jimeno, en el patio exterior de la casa de la Encomienda, al pie de las rejas del aposento de Amalia, entonaba a media voz una canción de amores. Pulsaba el laúd tan suavemente, con tan recatada timidez por temor de ser oído de sus compañeros, que aquella encantada música resonaba a lo lejos dulcísima y vaga, como una melodía desprendida de las regiones etéreas.

     El trovador cantaba, o mejor decir, suspiraba la letra siguiente:

                                  Perdido en la noche oscura
De interminable dolor,
Caminaba a la ventura
El mísero trovador.
               Y sufriendo
          Las cadenas
          Y las penas
          Del vivir,
               Triste aguarda
          En su desvelo
          El consuelo
          De morir.
 
   De temor y espanto lleno
Al cielo implora piedad,
Y responde el ronco trueno
Con su voz de tempestad.
               Mas de pronto
          Sollozante
          Brisa errante
          Murmuró,
               Y una estrella
          En su camino
          Ya el destino
          Le mostró.
 
   �Qué luz nueva y seductora
Sus pupilas viene a herir?
�Son los rayos de la aurora
Que comienza a sonreír?
               Son los ojos
          Brilladores
          En que amores
          Pudo ver.
               Que es sin duda
          Cielo breve
          Que conmueve
          La mujer...


     Aquí llegaba el nocturno cantor, cuando súbito se detuvo, como si hubiera oído algún rumor, o como si le hubiese asaltado algún recuerdo.

     Inmediatamente Jimeno se dispuso a ir a la huerta, donde tenía preparados los instrumentos y armas que necesitaba para la expedición que debía verificar aquella noche.

     Cuando ya el amartelado trovador dirigía a la ventana del aposento de la hermosa francesa la última mirada de despedida, experimentó un placer inexplicable. Detrás de la reja había sonado un suspiro, y el mancebo no dudó que la bella Amalia había escuchado su amorosa cántiga.

     Como se arroja el ciervo herido a las frescas aguas del cristalino arroyuelo, del mismo modo, fuera de sí el armigazo, se encaminó velozmente a colocarse debajo de la reja de Amalia, tal vez aguardando en su amorosa locura alguna muestra de gratitud o de cariño.

     De pronto Jimeno volvió su rostro con ademán de profunda sorpresa. El armiguero había sentido posarse sobre su hombro una pesada mano.

     -�Es así, -preguntó el recién llegado-, es así como yo debía encontrarte?

     -Perdonad, señor; pero los acontecimientos imprevistos.

     -Para los hombres de un carácter enérgico y de una voluntad firme no hay acontecimientos imprevistos, -interrumpió vivamente el recién llegado.

     -Yo no creí que fuese tan tarde...

     -Desesperado de aguardarte, y temiendo que algún otro motivo de más importancia te habría impedido concurrir a la cita, determiné venir a buscarte, muy ajeno de encontrarte en este sitio y en tal ocupación distraído.

     Y el Templario señalaba al laúd que en la mano tenía el trovador.

     -�Sígueme! -añadió el Templario de las ruinas con voz severa.

     Jimeno obedeció lleno de confusión y sobresalto.



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Capítulo XIX

�Ya es tarde!

     Es la medianoche.

     Nos hallamos en el subterráneo de la torre donde se ocultaban los tesoros de los caballeros Templarios en Castilla.

     En el lóbrego recinto circular que ya en otra ocasión hemos procurado describir, se estaba verificando a la sazón una escena desgarradora.

     Un hombre vestido de blanco y con una lamparilla en la mano, estaba de pie ante la rejilla que servía de respiradero al ataúd de piedra en que vivía muriendo y muerto para todo el mundo el mísero viviente, víctima de la más negra y refinada crueldad. Nunca ha podido escucharse un diálogo en que contrastasen más rudamente la fuerza y la debilidad, el crimen y la virtud, la cólera y la resignación. Allí, en aquel lugar recóndito y solitario, como en el último confín del mundo, se encontraban luchando frente a frente la fuerza que viene de Dios y la fuerza que viene del demonio. A veces la víctima es capaz de burlarse de todos los temores con que pretende abrumarla su verdugo. Es verdad que esto sucede sólo cuando la víctima ve en la muerte su único consuelo.

     -Sí, -decía el emparedado-; sí, los tengo en mi poder; pero nunca, nunca tu codicia se verá satisfecha.

     -Yo te dejaré libre, si accedes a mis deseos, -repuso Castiglione.

     -Calla, serpiente; ya no volverás a seducirme.

     -�Dudas acaso de mis palabras?

     -�Por ventura se le puede dar crédito a Luzbel?

     -�Ira de Dios! Yo derribaré esta pared que te separa de mí; examinaré piedra por piedra tu infame y hediondo tugurio, y por último seré dueño de lo que ya es inútil para ti, de ese manuscrito, origen de tu desgracia y de mi furor.

     -Te cansarás inútilmente. �No recuerdas que al encerrarme aquí me examinaste también minuciosamente? Mucho te has ensangrentado contra mí; pero yo te desafío: no me vencerás. �Pensabas acaso que las muestras de dolor que me dabas por mi suerte pudieran seducirte? Tarde, muy tarde conocí la iniquidad de tu corazón; pero después que ya supe tus intentos, a lo menos parte de ellos, adiviné también la causa por que no me habías asesinado. Esta piedad, inaudita e incomprensible para mí durante mucho tiempo, la comprendí al fin con maravillosa evidencia.

     -Veamos. �Y cuál ha sido la causa de esa piedad que no mereces?

     Y al hacer esta pregunta, Castiglione, se sonreía.

     -Tú quieres el manuscrito: por obtenerlo me has concedido una vida más cruel que mil muertes; pero yo sufriría gustoso mil muertes tan crueles como mi vida, por tal de que tus intentos te saliesen vanos.

     -Pues veremos si sucede así.

     -�Oh! No lo dudes.

     Castiglione fijó su ojo de cíclope en el emparedado con una expresión tan horriblemente feroz, que habría infundido espanto al hombre más temerario.

     Por fortuna no hay temeridad mayor que la que inspira la desesperación, y el infeliz prisionero era tan temerario como lo puede ser un hombre que ha llegado a perder hasta el último resquicio de esperanza. Así, pues, mientras que Castiglione daba muestras del más ardiente furor, el infeliz emparedado le contemplaba con una sonrisa insultante.

     Fuera de sí el italiano se abalanzó a una palanca que había dejado en el suelo, y que a prevención había llevado aquella noche. En seguida comenzó su trabajo de derribar la hilada de piedras que cubrían el frente del miserable tugurio. Ardua empresa parecía para un hombre solo el intentar siquiera conmover aquellos enormes sillares.

     Pero el soberbio calabrés estaba dotado de una fuerza titánica y de una voluntad de hierro. A cada rudo empuje de sus musculosos brazos se conmovía profundamente el sólido muro. De vez en cuando se oía un doloroso gemido que lanzaba el mísero emparedado. El bárbaro verdugo no tenía en cuenta que lastimaba cruelmente al infeliz anciano, quien, por último, se acurrucó en un ángulo del cubículo, procurando resguardarse lo mejor que le era posible del daño que le causaba el desplome de las piedras. Entretanto el fiero calabrés repetía sus golpes ciclópeos, sin cuidarse siquiera de que allí se encontraba un débil y moribundo anciano.

     Al fin descarnó completamente el yeso que unía el primero de los sillares, y con el auxilio de la férrea palanca, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, Castiglione consiguió derribar la piedra. Sucesivamente fue repitiendo esta operación hasta dejar franca la salida de aquella especie de ataúd, colocado perpendicularmente.

     Entonces el italiano asió al prisionero y lo sacó de aquel nicho, arrojándolo sobre el terroso pavimento del subterráneo. El primer movimiento de Castiglione fue maniatar al emparedado; pero cuando advirtió que éste se desplomó en el suelo como una cosa sin vida, consideró inútil su propósito. El infeliz anciano apenas podía sostenerse. Después de tantos años de tan horrible reclusión, sus músculos se hallaban contraídos.

     Dícese que en Italia, cuando dominaron a este país aquellos gobernantes que la historia conoce con el nombre de tiranos, era frecuente encontrar en los muros de los calabozos algunos esqueletos en la actitud de un hombre sentado con las mejillas apoyadas en la palma de la mano. Así morían aquellos desgraciados. Tales prisiones hacían tomar a los prisioneros aquella actitud de desconsuelo, como si allí, en aquella estéril y hedionda cavidad, los hubiesen concebido las peñas inertes.

     Aun cuando vivo, pero muy semejante a un esqueleto, tal era también el ademán que tenía el triste emparedado a quien Castiglione dejara arrimado contra el muro.

     El prisionero era un enemigo muy débil e inofensivo para el formidable tuerto. Y aun cuando así no fuese, toda fuga le estaba cerrada. El hombre más listo y fuerte no pudiera escapar de allí sin ser víctima del fiero león que amarrado a la cadena guardaba la entrada del subterráneo.

     Con la luz en la mano, el feroz Castiglione escudriñaba el inmundo chiribitil, que exhalaba un olor en extremo nauseabundo y un aire tan mefítico, que hacía oscilar a la luz violentamente.

     Apartó los escombros con mano ansiosa; examinó piedra por piedra con ojos hidrópicos; sacudió algunos andrajos con la curiosidad de un naturalista que observa objetos microscópicos; husmeó, rastreó, rebuscó hasta las últimas rendijas y escondrijos con la astucia y ligereza de un raposo. �Trabajo inútil!

     Mientras que Castiglione se desesperaba practicando sus estériles investigaciones, el emparedado, sobre cuyo rostro escuálido iba a caer de tiempo en tiempo un rayo de luz, contemplaba a su enemigo con una expresión siniestra e inexplicable de ira, de júbilo y rencor.

     De pronto, cansado y mohíno de su tarea, Castiglione volviose hacia el prisionero, y al sorprender en su fisonomía aquel regocijo infernal, sintió que la ira le devoraba las entrañas.

     -�En dónde, -gritó con voz de trueno-, en dónde tienes los manuscritos?

     -Ya te he dicho que al principio sospeché que tu crueldad no tenía otro origen que satisfacer tu codicia por medio de esos papeles que con tanta ansia buscas...

     -�En dónde están? -interrumpió el italiano, azul de ira.

     El prisionero continuó con la misma calma:

     -Te iba diciendo que, sospechando tus intenciones, tomé mis medidas para evitar que tales documentos cayesen en tus manos... Después me he convencido hasta la evidencia de que mis sospechas eran harto bien fundadas, y... te lo digo, villano Castiglione, no, no caerán en tu poder esos manuscritos que valen un inmenso tesoro. �Lo oyes? Un tesoro de inestimable riqueza. �Ah! �Y no lo tendrás!

     La cólera hizo que durante algunos minutos el italiano permaneciese inmóvil y silencioso, pero con una expresión tan ceñuda, que causaba espanto.

     Por último, se conoció que hacía un grande esfuerzo sobre sí mismo, y, logrando dominarse, dijo con acento en que procuraba manifestar bondadosas disposiciones:

     -Vamos, no seas avieso, yo te lo suplico. Mira que así nunca verás el término de tu desgraciada suerte.

     -Ni tú tampoco tocarás el término de tus deseos.

     -Bien, lo confieso francamente. Conozco tu carácter enérgico, y estoy muy convencido de que serías capaz de arrostrarlo todo por tal de dejarme derrotado y quedar tú vencedor. �No es así?... Pero yo no quiero que te perjudiques; yo deseo tu bien, y en tu mano está el que todo se acabe entre nosotros, que podamos entendernos, vuelvas a gozar de la vida, del aire, de la libertad. Yo deseo que esto se verifique, te lo digo en verdad; lo deseo tan ardientemente como tú mismo pudieras desearlo... Vamos, conoce tus verdaderos intereses, procura vivir, no seas rencoroso, cede a mis súplicas, dime en dónde están esos manuscritos.

     Guardó silencio Castiglione.

    Nunca la astucia, la perfidia y la crueldad han encontrado acento más engañoso, palabras más insinuantes intenciones más torcidas.

     Harto bien conoció el mísero anciano que la serpiente trataba de ocultarse entre frescas flores a la orilla del arroyuelo; que el tigre intentaba cubrirse con la piel del cordero; que aquellas palabras melosas eran voz de sirena, llanto de cocodrilo.

     Clavó el prisionero sus ojos vidriosos en el disforme y fiero rostro de Castiglione, y así lo estuvo contemplando largo rato con sonrisa irónica, una sonrisa en que hubieran podido leerse mil maldiciones.

     Al fin el anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:

     -La inocente víctima de tu astucia infernal es ahora más astuta que su infame verdugo. �Piensas acaso que no leo en tu frente de sayón tus intenciones diabólicas? Después de haberte conocido a fondo, �imaginas tal vez que podrás seducirme de nuevo? �Me prometes la vida! �Y a qué precio? En cambio de hacerte poderoso, intensamente opulento, más aún que el mismo rey de Castilla. Esto me pides, esto pudiera yo darte, si tú lo merecieras... Porque ese tesoro es mío, siempre que haya dejado de existir la persona que me dio a guardar esos manuscritos...

     -Esa persona ya debe de haber muerto.

     -Para el caso es igual.

     -�Qué quieres decir?

     -Que de todas maneras, nunca sería tuyo el tesoro. El único medio para conseguir tanta riqueza ha estado en tu mano, y lo has malogrado miserablemente.

     -�En mi mano!

     -Sí, Castiglione.

     -Yo he hecho cuanto he podido; por tal de conseguir mi objeto, ni aun el crimen me ha arredrado.

     -�Te crees muy previsor?

     -Nada puede sucederme que me sorprenda.

     -Y para adquirir este tesoro, has puesto en práctica toda tu astucia y toda tu crueldad, �no es cierto?

     -Y toda mi previsión.

     -En verdad que eres muy corto de vista.

     -�Por qué?

     -Dices que para conseguir tu intento no has omitido nada, y que ni el crimen te ha hecho retroceder... �Es mucha verdad! Pero �no conoces que has elegido el camino peor para realizar tu propósito? Tú habrías recibido de mi mano esos papeles por cuya adquisición tanto te afanas, y los habrías recibido con mano pura, con tu conciencia tranquila, sin necesidad de haberte manchado con horrendos crímenes, sin haber necesitado otra cosa que continuar siendo mi amigo sincero, franco, leal, como yo lo era tuyo... �Ah! Para conseguir tus intentos, fuerza es que lo confieses, Castiglione, has elegido el peor camino, porque has elegido las vías tenebrosas, porque has contado con la mentira, porque has implorado al crimen en tu ayuda, porque te preciabas de astuto, porque me juzgabas sencillo y que, por lo tanto, sería juguete de tus cábalas. Tú creías que todo lo habías urdido a pedir de boca, que todo lo habías medido y pesado con esa astucia de que estás dotado, con la reserva, con la previsión de que tanto te envaneces. �Insensato! Tú no habías previsto que a la sencillez del corazón, que a la nobleza de sentimientos va unida la rectitud de la inteligencia y la indómita pujanza de una voluntad que tiene conciencia de que obra justamente. �Y sabes por qué no lo habías previsto? Porque eres previsor.

     Al oír tal razonamiento, Castiglione prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -�Pues me gusta el enigma! -exclamó-. �Conque el previsor es precisamente el que no puede prever! �A fe que es donosa la idea! �Te has propuesto entretenerme con trabalenguas? A lo que imagino, tan prolongada reclusión ha servido maravillosamente para avivarte el ingenio. �Me alegro mucho, señor don Gonzalo!

     Y así diciendo, el inicuo Castiglione hacía irrisorios saludos al desdichado prisionero, que escuchaba impasible las burlas de su verdugo.

     -Te digo, -insistió el anciano-, te digo que para preverlo todo es preciso antes ser capaz de saberlo todo, y el entendimiento del hombre es muy limitado. La fuerza que te arrastra en tu previsión, a más de humana, y por consiguiente restringida, es también despreciable y digna de castigo, porque la diriges hacia el crimen, porque la alejas del bien, porque la empleas en practicar el mal. Por cima de tu fuerza de mala ley hay otra fuerza superior y divina, que por esta misma razón no cabe ni puede caber en el estrecho límite de tus pensamientos mundanales. El hombre se lo finge todo a su imagen y semejanza; por su corazón juzga y mide el ajeno; y si esta necesidad es la gloria más pura y el goce más vivo de las almas grandes, que todo lo ven a su propia altura, también este es el castigo de los corazones ruines y egoístas, que en todo no ven más que a sí mismos. Se creen fuertes y sabios, y son ciegos y débiles, porque no tienen el valor de hacer un esfuerzo de voluntad para condenar severamente sus pasiones y vivificar el germen del bien que duerme en el interior de todos los mortales, aun a pesar suyo. Toda tu previsión está reducida a conjeturar lo que otros hombres pueden hacer y pensar y prever, en cuyo caso tú podrás luchar con ellos con armas de la misma especie, y unas veces serás vencido y otras vencedor, pues aun en armas de la misma fábrica cabe que unas salgan de mejor temple que otras. Pero, por lo mismo que tu previsión es de esta especie, tu no podrás vencer sino a hombres astutos y previsores, es decir, a tus semejantes. Cuando en tu camino se presente un hombre honrado, sabio y enérgico, cesará toda tu magia; todas tus facultades quedarán reducidas a la impotencia, y no hacer otra cosa que desaciertos. Porque entonces estará frente a frente la fuerza verdadera del hombre contra aquella otra fuerza del hombre que tiene algo de Luzbel; cuando la virtud es heroica, no la vence jamás el crimen, por atrevido que sea; cuando lucha la fuerza divina contra la fuerza diabólica, la victoria no es dudosa para el bien; el poder del cielo, que es la libre aspiración del hombre hacia lo bueno, arrojará una y mil veces a los abismos al poder del infierno. A cada día, a cada hora, a cada instante se está repitiendo la batalla de los ángeles, la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la virtud y el crimen. Tú tienes la energía del infierno; pero no habías previsto la energía incomparablemente más poderosa de la virtud. He aquí lo que tú no habías visto en el corazón de los hombres honrados, porque tu corazón está encallecido en la perversidad...

     -�Qué lastima, -interrumpió Castiglione con burlona sonrisa-, qué lastima que no fueras predicador! Desde luego te digo que habías de convertir a muchos pícaros idólatras... Y todo eso me lo deberías a mí, desagradecido. Estás cubierto de andrajos; tienes la barba luenga, encanecida y aborrascada; ostentas un rostro larguirucho y macilento, en fin, estás dotado de una facha eremítica y ascética, y pudieras pasar sin contradicción por una vera efigies de San Pablo o de San Jerónimo... Te lo repito, �qué buenas homilías se pierde el mundo con no oírte!... �Lástima grande!

     Y Castiglione se reía cada vez más estrepitosamente.

     Aquellas carcajadas, que se dilataban huecas y sonoras por el lúgubre ámbito del subterráneo, la actitud fiera y a la vez horriblemente sardónica de Castiglione, la melancólica y venerable figura del anciano; tan insultante crueldad de una parte, tanto infortunio y resignación de otra; la hora, el sitio, la escena iluminada por la oscilante luz de la lamparilla, todo esto formaba un cuadro repugnante, tristísimo, indescribible.

     Aunque exasperado por tan crueles burlas, el mísero anciano ahogó un suspiro, y se esforzó por aparecer sereno e impasible, como si intentase demostrar a su adversario la superioridad y firmeza de su carácter.

     Como si nada hubiese oído, continuó su interrumpido razonamiento:

     -Sí, Castiglione, te lo repito una y mil veces: has obrado, no sólo como un hombre ruin y criminal, sino, lo que es peor para tu vanidad, has procedido también de la manera más estúpida para conseguir tus intentos. Porque era sencillo y generoso, me creías débil y cándido, y creíste que te sería fácil por los medios más infames hacerte dueño de incalculables riquezas. Tú tienes el orgullo de no equivocarte nunca en tus criminales cábalas; pero conmigo te has engañado, pese a tu orgullo de demonio.

     -�Me he engañado! -exclamó Castiglione riéndose-. �Es donosa la idea! �Quieres ahora echarla también conmigo de soberbio? �Miserable! �Te atreves a compararte conmigo? Inteligencia ruin y mezquina, pobre diablo, estúpido topo, �quién sino yo sedujo a tu esposa, os arrebató vuestros bienes y te engañó como a un chiquillo?

     Aguijado por su amor propio, que creía herido, Castiglione tuvo la horrible crueldad, el cinismo espantoso de referir al desdichado prisionero todo lo que ya sabe el lector, respecto a la triste historia de doña Beatriz, a quien, por último, había seducido el pérfido italiano.

     -Sí, sí, -añadió-; en esta misma torre yo gocé de su belleza, y aquella esposa que para ti era un tesoro de amor y de ternura, aun cuando te engañaba y se burlaba de tu cariño, fue para mí no más que un objeto de risa y pasatiempo. �Dominarme una mujer! �A mí, a Castiglione! �Qué delirio! Eso se queda bueno para los imbéciles maridos como vos, señor don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Estas palabras fueron acompañadas de una risa satánica.

     Luego añadió:

     -Y yo, yo mismo la asesiné hallándose encinta. �Te convences ahora de que eres un pobre diablo? �Conoces ahora que no me he equivocado tampoco respecto a ti? Porque te he deshonrado, te he engañado, te he emparedado. �A qué, pues, viene ese necio orgullo? �Quieres hacer conmigo alarde de soberbia? �Conmigo! Ni el mismo Luzbel se atreviera a tanto; y si lo intentara, quedaría vencido.

     Palideció, o por mejor decir, de pálido que estaba el infeliz don Gonzalo, se puso lívido al escuchar tales palabras.

     -Todo eso lo había yo adivinado, -respondió-. Nada de eso me sorprende lo más mínimo.

     Esto fue pronunciado con una calma que dejó atónito a Castiglione, quien había creído desconcertar con tales revelaciones a su adversario; pero éste se había propuesto no abdicar un punto de la firmeza de su carácter en presencia de su cruel tirano.

     No obstante, fuerza es decir que las orgullosas palabras de Castiglione le habían mortificado de la manera más cruel y dolorosa.

     Por su parte, el calabrés se mordió los labios hasta hacerse sangre, cuando vio la impasibilidad de su enemigo, impasibilidad con que él no contaba, y que por completo dejaba vencido y derrotado a su orgullo satánico.

     Durante largo rato reinó en el subterráneo un silencio sepulcral.

     Al fin Castiglione lo rompió diciendo:

     -Con tu charla inoportuna nos hemos alejado extraordinariamente de nuestro objeto.

     -Pues yo no te he dicho todo cuanto quería decirte...

     -Ni es necesario. Sólo te exijo que me respondas categóricamente a lo que voy a preguntarte. �Quieres hacerlo así?

     -Pregunta.

     -�En dónde están los manuscritos que te he pedido?

     -No están aquí.

     -�Quieres entregármelos?

     -No.

     -�Lo haces por vengarte? �Tú, tan virtuoso! �Me guardas rencor?

     -Desprecio.

     -Haces bien, a lo menos en fingirlo así; pero vamos al caso. �Por qué no quieres entregarme el manuscrito?

     -Porque no debo.

     -Pues yo lo quiero.

     -Pues veremos quién puede más.

     -�Sí? En ese caso, el tesoro será mío, supuesto que yo podré más.

     -�De veras! �Y por qué?

     -Porque te atravesaré el corazón con mi puñal, si rehúsas obedecerme.

     -Esas palabras pintan bastante bien tu ruindad y cobardía.

     -�Quieres explicármelo?

     -La explicación es muy sencilla. Tú eres cruel, y piensas que todo cede a la crueldad; eres cobarde, le temes a la muerte, y piensas que en amenazando con matar, el triunfo es seguro.

     -�Muy bien! �Muy bien explicado! Pero se me ocurre una dificultad a que no sé yo cómo responderás.

     -�Y es?

     -Que siendo dueño de tu vida, he cuidado por muchos años de que no te mueras.

     -Lo has hecho así, en primer lugar, porque me martirizabas más cruelmente prolongándome una vida tan horrible; y en segundo, porque jamás te ha abandonado la esperanza de que te entregue algún día el manuscrito que tanto ambicionas.

     -Pues bien; lo has acertado, y ahora te prometo dejarte ir libre, si consientes en decirme dónde está ese tesoro.

     -Si tal hiciera, me asesinabas al punto. Mientras guarde mi secreto, guardo mi vida.

     -�Lo crees así? -preguntó Castiglione con voz reconcentrada por el furor.

     -Estoy seguro.

     El rostro del italiano se ponía cada vez más ceñudo. Nada le mortificaba tanto como el que leyesen sus íntimos pensamientos.

     -�Tanto apego le tienes a la vida? -preguntó.

     -Si no tuviera esperanza, preferiría mil veces la muerte a la existencia que tu ruindad me concede.

     -�Esperanza! �Es posible que tengas esperanza?

     -Cada día mayor.

     -�Y qué esperas?

     -Vengarme un día.

     -�Tú vengarte! �Ah, diablo predicador! �No abominabas de la venganza, hipócrita?

     -En ciertos casos, la venganza es justicia.

     -�Bah! �Conque de buena gana me atravesabas el corazón? �No es verdad? He ahí una cosa que la creo naturalísima.

     -Me guardaría, muy bien.

     -�Diablo! �Pues qué harías? Hazte cuenta que esto no es más que una suposición... Ya ves que he destruido tu chiribitil... Vamos, si te vieses libre, completamente dueño de ti mismo, �qué harías?

     -No creas que es una suposición; estoy íntimamente convencido de que será una realidad algún día.

     -�Estás en ti?

     -Si yo no creyera en esto, no creería en la justicia de Dios, ni en esos misteriosos presentimientos que suele enviar al corazón de los mortales, y que nos consuelan como a las flores el rocío.

     -Veamos. �Y qué presientes?

     -Que algún día te he de ver en un cadalso público, sirviendo de espectáculo a la multitud y expiando de un modo tan afrentoso todas las afrentas que has hecho.

     Estas palabras hicieron, al parecer, grande impresión en el ánimo de Castiglione, quien en vano procuró ocultar el estremecimiento nervioso que recorrió todo su cuerpo.

     -�Es posible que tal creas? -dijo.

     -Con la misma fe que creo en Dios.

     -Yo destruiré tu creencia, -repuso Castiglione acariciando la hoja de su puñal-; yo te probaré cuánto te equivocas al creer que vivirás, sólo porque guardas con tesón ese manuscrito...

     -En cuanto a eso, yo te probaré que saldrás vencido... No, no te lo daré.

     -Ni yo tampoco lo quiero. �Conmigo bravatas! �En un cadalso!... �Presentimientos!... �Quieres hacerme creer en las locas visiones de tu cerebro? �Echarla de profeta! Vamos a ver si tus presentimientos te anuncian lo que va a sucederte esta noche... �No me respondes, adivino?

     -�Quieres atemorizarme con la muerte? �Piensas que no conozco tus ardides? �No, no, el tesoro no será tuyo!

     Y el emparedado comenzó a reírse, clavando insultantes miradas en su adversario.

     Fuera de sí Castiglione, se precipitó sobre el mísero don Gonzalo, y clavó su puñal una y otra vez en el pecho del infeliz prisionero, que extendió sus brazos y cayó bañado en su sangre sobre el terroso pavimento, y fijando una mirada tristísima hacia un punto del subterráneo. No parecía sino que el herido aguardaba algún auxilio en tan angustiosos instantes, algún auxilio que había de venir de aquel punto misterioso, en que tan tenazmente clavaba sus ojos el triste don Gonzalo.

     Súbito Castiglione lanzó un grito de horror y se precipitó en una frenética carrera.

     Por el extremo opuesto apareció el fantasma blanco, que llevaba en la mano la armazón huesosa, el esqueleto, por decirlo así, de otra mano.

     -�Ah! �Sois vos? -murmuró don Gonzalo con voz moribunda.

     -�No os anuncié que vendría esta noche?... Pero... �Cielos!... �Qué miro! �Estáis bañado en vuestra propia sangre! �Dios mío! �Quién creyera que el día designado para vuestra libertad había de sucederos tamaña desgracia?

     -�Fatalidad terrible! -exclamó el triste anciano.

     La blanca figura se arrojó sobre el desdichado prisionero, y comenzó a besar su rostro venerable con tan tierna efusión, con tales muestras de dolor y desconsuelo, que no parecía sino que intentaba infundirle la vida que se le escapaba por las anchas heridas abiertas por el bárbaro puñal de Castiglione.

     Otro personaje contemplaba esta escena con profundo enternecimiento.

     Aquel personaje llevaba vestido el hábito de los Templarios, con la diferencia de que el manto era negro, según lo usaban los armigueros, a quienes estaba prohibido llevar el manto blanco y la cruz roja.

     -�Jimeno! -exclamó la blanca figura-. �He aquí a tu padre! �Gonzalo! �He aquí a tu hijo!

     -�Hijo de mi alma!

     -�Padre de mi corazón!

     El trovador se abrazó, llorando amargamente, al desdichado y moribundo anciano.

     -�Gracias, Dios mío, -exclamó el Joven-, gracias porque me habéis concedido la dicha de conocer a mi padre!... �Ay! �En qué momento tan cruel he llegado a conoceros, padre y señor mío!... �Es posible, Dios del cielo y de la tierra, es posible que sólo me hayáis concedido ver espirar a mi amado padre? �Oh! En el momento en que veníamos a daros libertad...

     -�Ya es tarde! -murmuró el anciano con apagado acento.

     -�Ya es tarde! -repitió la blanca figura con voz sombría.

     -�Por mi culpa ha sido tarde! -exclamó el trovador con angustia indefinible-. �Malditas trovas!... �Funesto augurio!... �Al nacer mi amor va a espirar mi padre!

     Este pensamiento destrozaba de la manera más cruel el corazón de Jimeno.

     -�Saquémoslo de aquí! -dijo el Templario.

     -Si, sí, hagamos todo lo posible por salvarlo, -añadió el triste trovador.

     Enseguida ambos se perdieron en las tinieblas del subterráneo, conduciendo al infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento.

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