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Capítulo XXIX

Las dos copas

     Era por la mañana. Don Guillén, según su costumbre, después de levantarse había ido a pasar revista a sus perros, halcones y caballos. Ordinariamente le acompañaba en esta inspección matutina el buen Pedro Fernández.

     En uno de los patios, en el cual veíase un magnífico picadero, estaba don Guillén haciendo caracolear a un soberbio caballo árabe, que el año anterior le había regalado don Diego de Guzmán. Es de advertir que los Templarios poseían los mejores caballos que en aquella época había en Europa, porque se los enviaban los Templarios de Oriente.

     Después que el joven caballero hizo marchar a su corcel al paso, al trote, al galope, y aun a la carrera, le obligó a saltar y hacer corvetas. Luego entregó el caballo a un palafrenero, felicitando a Pedro Fernández por el buen estado de instrucción y lozanía en que se encontraba el arrogante kochlan.

     Era extremada la habilidad de don Guillén en equitación. Otra persona, a más del palafrenero y Fernández, había sido testigo del gentil donaire con que el mancebo manejara el caballo: Blanca, desde una ventana de la torre principal, no había perdido de vista ni un momento al gallardo y diestro jinete.

     En seguida Lara fue a la perrera. Los fieles animales, acostumbrados a aquella visita diaria, comenzaron a saltar y latir de contento, como si quisiesen saludar a su dueño agradeciéndole la visita. Había allí perros de todas clases, lebreles, perdigueros, sabuesos, galgos, zarceros. En un sitio aparte, y mucho mejor cuidados que los demás, estaban aquellos que amaestrados con más esmero los llaman quitadores. De éstos había uno de cada especie, y formaban como un cuerpo de preferencia.

     Don Guillén había concertado aquel día salir de caza con su amigo Álvaro. Este prefería la caza menor; pero Lara era más aficionado a la montería y volatería. El mancebo, pues, siempre acompañado del inteligente Fernández, fue a revisar las alcándaras, y él mismo cuidó por su mano algunas aves que por su maestría y bravura merecían la predilección de su dueño. En las alcándaras veíanse varias especies de aves cazadoras. Había halcones, gerifaltes, azores, sacres, neblíes, alcotanes y esmerejones. En el mismo sitio se veía también abundante provisión de guantes de gamuza, de capirotes y de otros efectos indispensables para la caza de cetrería.

     Terminada esta requisa, ocupación muy importante para un caballero de aquella época, don Guillén volviose a su aposento, y en el camino se encontró a la hermosa Blanca.

     Esta aparición no sorprendió al joven, supuesto que se verificaba todos los días.

     Sin embargo, la doncella estaba más pálida que de costumbre, y sus hermosos ojos daban muestras de haber llorado.

     Todos los días la joven salía al encuentro del caballero; mas siempre pasaba por su lado rápida y silenciosa. Es verdad que nada había más elocuente que la mirada purísima y suplicante que la amorosa Blanca dirigía al ingrato.

     Aquella mañana no sucedió así.

     Blanca se detuvo delante de don Guillén, que la contemplaba seducido por tan extraordinaria belleza.

     Debemos advertir que ya habían mediado varias conversaciones entre ambos jóvenes, y que don Guillén había hecho ciertas exigencias a la candorosa virgen, exigencias que Blanca había rechazado con indignación. La infeliz lloraba porque amaba con locura al hermoso caballero, y un corazón que ama siempre cede a la irresistible aspiración de su ternura.

     Conocía Blanca la dureza de su amado, y no obstante, su amor parecía crecer con los desdenes. No hemos dicho bien: Lara no se manifestaba desdeñoso; al contrario, trataba a la joven con la más exquisita galantería y hasta con cariño; pero este afecto, en el sentido que don Guillén lo experimentaba, era culpable para él e injurioso para ella. Los más crueles desdenes no habrían mortificado tanto a la doncella como la pasión que don Guillén le había manifestado, por más que esta pasión fuese, como realmente lo era, incontrastable, ciega, volcánica.

     La joven permaneció algunos momentos inmóvil delante de don Guillén.

     Al fin exhaló un profundo suspiro.

     -�No harás lo que te he suplicado? -preguntó don Guillén.

     -�Oh! No os burléis de mi amor, -dijo la doncella con timidez y sonriendo melancólicamente.

     -�Burlarme!

     -�Tened piedad de mí!

     -Hablo de veras.

     -�Señor!

     -Ya te he dicho lo que quiero.

     -�Lo queréis absolutamente?

     -Lo exijo.

     -Pero...

     -De lo contrario, creeré que no me amas.

     -�Que no os amo!... �Ah! No digáis semejante blasfemia.

     -Si eso fuera cierto...

     -�Qué?

     -No te opondrías tan tenazmente a mis deseos. Yo no comprendo el amor sino como una completa abnegación. Cuando yo me convenza de que eres capaz de sacrificármelo todo, mi amor será más grande que el tuyo.

     El orgullo egoísta pronunciaba estas palabras sonriéndose.

     El amor desinteresado las escuchaba gimiendo.

     Largo rato estuvo Blanca silenciosa, víctima de una lucha cruel, y con la cabeza inclinada, como el débil tallo de una flor que se doblega al rudo impulso del huracán. El amor de Blanca era el suspiro de las brisas, la luz de una estrella, el perfume de una flor, la melodía inefable de un arpa eolia.

     El amor de don Guillén era un volcán de deseos.

     Cuando Blanca levantó la cabeza, sus ojos estaban inundados de lágrimas y sus mejillas coloradas con el más vivo carmín. La joven clavó una mirada profunda en el hermoso caballero.

     -Pues bien, -dijo Blanca atropelladamente-, supuesto que lo queréis, sea.

     -�Y cuándo?...

     -Al anochecer os aguardo en mi aposento.

     Blanca desapareció ligera como una mariposa.

     Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de don Guillén. Este en seguida se ausentó del castillo, acompañado de Álvaro del Olmo, para llevar a cabo su proyectada cacería.

     Llegó por fin la hora de la cita entre Blanca y su amado.

     Álvaro del Olmo se fue, como solía hacerlo muchas noches, a casa de su cuñado el mayordomo de las monjas, con el cual se entretenía jugando a las tablas.

     Don Guillén, devorado por la fiebre de la impaciencia, se dirigió al aposento de la hermosa niña que tan tiernamente le amaba.

     Muellemente reclinada en un sitial, vestida con el más cuidadoso esmero, apoyada la hermosa cabeza en una mano, con una expresión de vaga melancolía, hallábase Blanca en su aposento aguardando al señor del castillo.

     Don Guillén quedó deslumbrado a vista de la maravillosa belleza de Blanca, que le recibió con la más dulce sonrisa.

     La joven se levantó y cerró cuidadosamente la puerta. Nada podía compararse con aquella pequeña estancia, cuyo aspecto seducía y cautivaba la atención más que un suntuoso palacio. �Qué atmósfera de candor se respiraba allí! �Cuánto orden, qué buen gusto en la colocación de los muebles! Era verdaderamente una taza de plata aquella habitación, en la cual don Guillén pensaba ver realizados los voluptuosos ensueños que le inspiraba la diosa de la hermosura y del amor.

     El aposento se hallaba situado en una galería, y componíase de una salita y de una alcoba, en la cual estaba el lecho de la doncella. La sala tenía una ventana que daba al campo. Sobre el alféizar se veían algunos búcaros con flores, a las cuales era muy aficionada la joven. También había allí una jaula de metal dorado que servía de cárcel a un ruiseñor, cuyos trinos melodiosos eran menos suaves que la voz de su dueña. Un bello rayo de luna penetraba por los vidrios de la ventana, y, como una sonrisa del cielo, venía a iluminar la tersa y nacarada frente de la graciosa y tímida virgen.

     Al observar todo esto, don Guillén pareció muy conmovido; pero lo que más llamó su atención fue una mesa colocada en el centro, y sobre la cual se veían algunas pastas y almíbares, dos copas y una botella. Todo estaba colocado con la más exquisita pulcritud y simetría sobre los manteles de blanquísimo lino.

     Don Guillén comprendió que su amada quería obsequiarle con una ligera refacción, muy oportuna en aquellos momentos en que acababa de llegar de la cacería.

     -Buenas noches, hermosa niña, -dijo Lara-; a fe que estás encantadora.

     -Yo bendigo mi hermosura, si ella acierta a complaceros.

     -�Quién podrá verte sin adorarte?

     Y don Guillén estampó un beso de fuego sobre la nevada frente de la doncella, que se ruborizó como la rosa de mayo.

     -�Oh! �Cuán feliz soy! �Decís que me amáis!

     -Como las flores al rocío.

     -Y yo también, señor, os adoro con toda mi alma.

     El mancebo permaneció algunos minutos silencioso, contemplando con éxtasis a la hermosa Blanca.

     Al fin rompió su silencio, impetuosamente.

     -�Ah! -exclamó con voz apasionada-. Por fin será una realidad la ventura suprema que había soñado, la ventura de estrechar contra el tuyo mi corazón y confundir mi alma con la tuya...

     -Deteneos, don Guillén, -dijo la joven apartándose un poco y tomando una actitud entre grave y risueña-. Ante todos cosas es preciso que hagáis honor al banquete que os he prevenido.

     Una llamarada siniestra y rápida como un relámpago brilló en los ojos de la joven. Luego añadió:

     -A la verdad que es muy parca esta cena; pero no es el don lo que debe estimarse, sino la voluntad y la intención de quien lo hace. �No es así, señor?

     -Sin duda alguna; y en prueba de ello ahora mismo voy a brindar por nuestro amor y por las delicias que esta noche nos promete.

     -�De veras creéis que vais a ser muy feliz?

     -Mi mayor felicidad es estar a tu lado y beber en tus miradas de fuego el néctar calenturiento del amor.

     Y así diciendo, Gómez de Lara se aproximó a la mesa, y llenando de vino una copa, se dispuso a honrar los manjares de Blanca y a celebrar de antemano los placeres que su amoroso delirio le pintaba.

     La joven palideció espantosamente cuando vio a don Guillén tomar la copa; empero antes que éste la hubiese llevado a sus labios, Blanca le detuvo el brazo, diciendo:

     -Aguardad, señor, os suplico.

     -�Pues no me invitabas a participar de tu convite?

     -Sí, sí; pero antes es preciso que hablemos.

     -�Pues no estábamos hablando de cosas muy lisonjeras, y me interrumpiste?

     -Sois muy vivo de genio, señor... Ahora no se trata de cosas lisonjeras.

     Don Guillén miró con extrañeza a la joven, y dejó intacta la copa sobre la mesa.

     -�Pues de qué se trata? -preguntó frunciendo el ceño.

     Blanca, toda pálida y temblorosa, estuvo a punto de desmayarse al contemplar la expresión soberanamente altiva que había tomado el rostro del señor de Alconetar.

     Pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, la doncella se atrevió a decir:

     -Señor, se trata de cosas muy importantes.

     -Se me hace tarde el saberlas.

     -Tened la bondad de tomar asiento.

     -Ya estás complacida.

     -Habéis de saber, señor, que en vuestro castillo he aprendido muchas cosas. Ya sabéis que soy muy amiga de la soledad; �ay! la soledad es la única que no interrumpe su silencio para venir a insultar mis dolores. Pues bien, una mañana había subido al torreoncillo que se llama del vigía, desde el cual, como sabéis, se descubre un dilatado horizonte que recrea los ojos y el alma con los variados accidentes de la luz en los edificios, en el monte, en la llanura. Todos los días a la hora del alba me gustaba subir a contemplar tan delicioso paisaje. Desde el torreón divisaba el campanario del convento de Nuestra Señora de la Luz, y al concierto místico de las vírgenes del Señor, que entonaban sus oraciones matutinas en el coro, mezclábanse en el exterior los ecos gozosos de las aves que revolaban en torno de la torre, a la par que bulliciosas bandadas de jilguerillos cruzaban los aires con dirección al río, cuyas riberas se ostentaban a mi vista cubiertas de verdes tarayes avasallados por altos chopos. A la otra parte se veían el convento de los Templarios y las gallardas torres de la Encomienda. Aquí y allá cruzaban algunos caballeros del Templo, que de dos en dos, con su pintoresco traje y cabalgando en sus ligeros caballos, salían a dar sus paseos hacia las márgenes del río Almonte, cuyo blando murmullo traían a intervalos las auras matinales. Yo me hallaba embebecida en la contemplación de este bellísimo cuadro que despertaba en mi pecho mil suaves emociones de celestial ternura. Esto sucedía en el tiempo que vos, señor, estabais herido, y ya recordaréis con cuánta eficacia vuestro médico Isaac procuró salvaros con el auxilio de los brebajes que él mismo confeccionaba.

     -Ciertamente, -dijo don Guillén-, que en esa ocasión el buen Estigio manifestó una habilidad rara en su arte, así como tú también, amable niña, me diste entonces las más lisonjeras pruebas de cariño.

     La joven, después de fijar una mirada de ternura en el caballero, continuó:

     -De pronto sentí ruido de pasos; volví la cara, y con grande sorpresa mía halleme frente a frente con vuestro médico. Le pregunté si tal vez iba a buscar allí también el recreo de aquellas hermosas vistas. Entonces me manifestó que se dirigía a la celdilla que hay junto al torreoncillo, y cuya puerta, constantemente cerrada, me había ya de mucho tiempo antes llamado la atención y despertado mi curiosidad. Aquella mañana supe que aquel cubículo era el laboratorio adonde se retiraba Estigio a estudiar y a confeccionar sus medicamentos...

     -Sin duda que ese judío es un hombre extraordinario, -dijo don Guillén maquinalmente. Conocíase que el joven se atormentaba por adivinar adónde Blanca iría a parar con tan largo razonamiento.

     La joven continuó:

     -Invitome Isaac a que penetrase en su extraño gabinete de estudio, y no pude menos de admirarme al considerar tantas vasijas, hierbas, animales disecados, libros y otros mil trebejos que yo nunca había visto. Sobre la mesa había una redoma que contenía un licor rojo de un matiz tan delicado, que imitaba todos los cambiantes de un encendido rubí. Yo dije al médico que si aquella bebida tenía el sabor como el color, debía ser un néctar deliciosísimo.

     -Hermosa Blanca, -dijo don Guillén algo impaciente-, yo no acierto a comprender por qué dilatas mi ventura con tan prolijo razonamiento. Durante todo el día no he dejado de pensar en tu hermosura, encantadora niña, y en que habías sido tan amable que, me habías dado una cita esta noche en tu aposento. Nunca, hermosa Blanca, nunca la fiebre de la impaciencia ha devorado mi pecho con tanta energía; hoy yo hubiera querido, al contrario que Josué, empujar al sol en su carrera para que el día sólo hubiese durado algunos minutos; yo aguardaba la noche con la felicidad, y... �Ahora te atreves a mortificarme con tan crueles dilaciones!

     La joven, con una expresión inexplicable, miró en silencio al gallardo y altivo caballero, que la devoraba con sus miradas de fuego.

     -Tened la bondad de escucharme, señor, -dijo Blanca con su voz de querubín-. Isaac me respondió: ��Veis este líquido tan agradable a los ojos? Pues con lo que esta redoma contiene habría bastante para envenenar a una ciudad entera, por muy populosa que fuese�.      Y Blanca guardó silencio.

     Don Guillén quedó asaz confuso con semejantes palabras.

     Pero al cabo de algunos instantes encogiose de hombros, y con el aire resuelto y altivo que le era peculiar y que daba a su hermoso semblante una expresión irresistible de soberana autoridad, preguntó:

     -�Has concluido ya, hermosa niña?

     -Sí, señor; he concluido por ahora.

     -�Por ahora!

     -Eso dependerá de vos.

     -�Aún tienes más que decirme?

     -Tal vez.

     -Pues bien, sea ello lo que quiera, vamos a lo que importa.

     Don Guillén guardó silencio durante algunos momentos, como si reflexionase profundamente. Después se levantó y cogió entre las suyas la blanca y torneada mano de la gentil doncella.

     Y con un arrebato casi delirante, exclamó:

     -Vencido por tus miradas, hermosa niña, veo que encadenas mi corazón y despiertas en él furiosas tempestades. Apuremos hasta el fondo con ansia ardiente la deliciosa copa, aun cuando en ella se encuentren escondidas mil y mil muertes. Déjame que en blanda nube de oro y azul me remonte contigo por los brillantes espacios de ilusiones seductoras. Evócalas con tu lánguida sonrisa, con tus suspiros de amor y con las delirantes miradas de tus ojos, que robaron su color a los cielos.

     Nunca el hermoso Adonis se presentó más seductor a la diosa nacida de las cándidas espumas del reino de Neptuno. Don Guillén lanzaba de sus ojos vívidos rayos de amor, voluptuoso incendio que con sus magnéticas miradas supo trasladar al pecho de la tímida Blanca, a la manera que el hirviente volcán arroja desde la cima destructores tormentos de lava sobre la llanura.

     -Sí, sí, -exclamó arrebatada la virgen-. Yo no sé qué fuerza superior me domina cuando oigo el acento de vuestra voz y contemplo vuestros ojos radiantes que me abrasan con su fuego.

     -�Hermosa mía!... �Yo te adoro!

     -Y yo os amo con todo mi corazón.

     -�Oh ventura inexplicable!... �No has visto jamás, hermosa Blanca, a la amorosa paloma, menos cándida que tu nombre y tu alma, cuando su ardiente compañero la requiere con blandos arrullos? Dulcemente enlazados los picos, baten las trémulas alas palpitantes y embriagados de amor...

     -�Ay! Yo conozco, don Guillén, yo conozco que nada puedo negaros. �Cruel! �Por qué me exigís tales pruebas? �No comprendéis que aun cuando sea para arrojarme al abismo, con tal que me ofrezcáis vuestros brazos, no vacilaré en arrojarme a ellos?

     -�Y qué nos importa perdernos en el abismo, con tal que nuestras miradas se encuentren?

     -�Ah! Yo presiento que me olvidaréis después... �Quién soy yo, Dios mío, quién soy yo para merecer la ventura de encadenar vuestro corazón insaciable? �Pluguiera a Dios que nunca os hubiese conocido!

     -Preciosa niña, desecha tales supersticiones. �Vas a creer en vanos presentimientos?

     -Ellos son una voz divina que nos envía el cielo.

     -�Y renunciarás a las voluptades inefables que nos promete la tierra?

     -Por piedad, señor; tened en cuenta la amarga aflicción en que me veré sumergida cuando, después de todo, me mire abandonada y sola sin tener a quién volver los ojos en mi cruel quebranto.

     -�Es posible que tal creas? Yo siempre te amaré.

     -No, no; yo conozco que vuestro corazón se me escapa. Hay en vos un no sé qué de grandeza y de altivez, que me aterra al mismo tiempo que me seduce. Además... Vuestros primeros amores...

     La doncella se detuvo casi asustada. Don Guillén había fruncido las cejas con la misma soberana expresión que el Júpiter de Homero.

     Reinaron algunos instantes de silencio.

     -Perdonadme, señor, -dijo Blanca al fin-; perdonadme si acaso mis palabras han podido disgustaros. Sólo quisiera deciros... �Ah, don Guillén! Muchas mujeres os amarán. �Quién podrá veros sin amaros? Pero yo os digo que aun cuando cada una os ame todo cuanto pueda, os amará menos que yo, porque no es posible que haya ninguna que sienta como yo siento... �Ay, Dios mío! Tal vez mientras que os digo sin rebozo los sentimientos que me dominan, tal vez os estaré moviendo a risa con mi ignorancia y mi franqueza.

     -No, no, ciertamente que no.

     -�Y cuando pienso que proyectáis ausentaros!...

     -También pienso volver.

     -Y mientras...

     -Yo pensaré en ti.

     -�Ah! �Si vos pensaseis en mí como yo pensaré en vos!... �Por qué no abandonáis ese proyecto?

     -Volveré más amante que nunca. Por lo demás, casi es una necesidad imprescindible para mi corazón. Los viajes desarrollan el entendimiento, ensanchando el círculo de nuestras ideas, y para esto es necesario aprovechar los años de la juventud. Visitaré la Italia, la Grecia, la Palestina, y veré otras costumbres, otros edificios, otros campos, otro cielo, otros hombres...

     -Y otras mujeres, -murmuró tímida y tristemente la dolorida Blanca-. �Ah! Mientras que vos en remotos países estaréis gozando mil placenteras emociones, yo �infeliz de mí! yo saldré todas las tardes a aguardaros, y sentada en la cruz del camino cantaré tristes endechas, y preguntaré a los pasajeros: �habéis visto a mi amado? Y tal vez nadie me responda, o acaso me cuenten que os han visto alegre y risueño hablar de amores con alguna hermosa y noble dama...

     La triste doncella comenzó a sollozar con tan amargo desconsuelo, que partía el corazón.

     Don Guillén la contemplaba con aire satisfecho.

     -�Oh! -exclamó súbitamente la joven-. �No! No será así.

     Y clavó una mirada sombría en la botella que estaba sobre la mesa, y levantándose llenó la otra copa.

     El caballero, que observaba atentamente todos estos movimientos, volvió a sus primitivas sospechas; pero haciendo un esfuerzo por aparecer tranquilo, y, sobre todo, arrastrado por sus vehementes deseos, comenzó a decir:

     -�No acabarás, hermosa mía, de hacerme dichoso con tu amor?

     Blanca prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     Don Guillén creyó que se hallaba bajo el dominio de una espantosa pesadilla. El furor comenzaba a ocupar en su pecho el lugar que pocos momentos antes había ocupado el amor. Por más que a primera vista le pareciese imposible, llegó a creer que Blanca había intentado burlarse de su presuntuosa credulidad. Aferrose a este pensamiento, y púsose azul de ira.

     Ciertamente que no era temeridad el que don Guillén se recelase de la joven, en vista de su extraña e incomprensible conducta. �No podía suceder muy bien que Blanca, cruelmente ofendida por la ingratitud e indiferencia del caballero, tratase de vengar su amor despreciado? Todas las apariencias, por lo menos, hacían esta opinión altamente probable. A la manera que por momentos se ennegrece la nube próxima a estallar en rayo y trueno, así se iba oscureciendo el altivo semblante de don Guillén, que acaso en su recóndita furia imploraba de la venganza que le iluminase con la más cruenta de sus inspiraciones.

     Sin embargo, en el mismo momento en que iba a dejarse dominar por el furor, Lara pareció más admirado y confuso.

     Blanca había prorrumpido en el más doloroso llanto.

     El caballero llegó a sospechar que algún rapto de demencia extraviaba la razón de la enamorada y triste doncella, la cual, después de haber dado algunos paseos por la estancia con todas las muestras de la más cruel agitación, se detuvo delante del mancebo, y clavando en él sus ojos hermosos y suplicantes, dijo:

     -�Señor! �No comprendéis que deseando vuestra dicha, queréis también mi muerte?

     -No lo comprendo.

     -�Queréis absolutamente?...

     -�Buena pregunta!

     -Pues bien, señor, -dijo Blanca con tono resuelto-, vos lo habéis querido.

     -�Y qué cosa más natural?

     -Sí, sí, amado mío; tu voluntad es la mía.

     Y reclinó lánguidamente su cabeza en el hombro del caballero, que a la vez la contemplaba con extrañeza y placer.

     Luego Blanca, señalando a las copas, dijo con voz solemne:

     -Tomad, señor, y bebed. Ahora es la ocasión de que brindemos alegremente por nuestro amor eterno.

     -Verdaderamente, Blanca, que te has manifestado esta noche bajo tantas faces, que no acabo de comprenderte.

     -Ahora lo comprenderéis todo.

     -Explícate.

     -�Vos creísteis tal vez que la visita que os referí había hecho al gabinete de Isaac era extemporánea o extravagante? Pues bien, señor, yo me he proporcionado una gran cantidad de aquel líquido rojo que vuestro médico me dijo ser uno de los venenos más activos, y yo sé por experiencia que Isaac no mentía.

     -�Por experiencia lo sabes!

     -Sí, señor. Venid y os convenceréis.

     Blanca asió de la mano al caballero, que la siguió sin resistencia. La joven condujo a don Guillén a la alcoba en donde estaba el casto lecho de la hermosa virgen. En un rincón de la alcoba se veía una pajarera o jaula grande, primorosamente construida y pintada, dentro de la cual había diversas especies de tórtolas y palomas.

     -�Mirad! -dijo Blanca señalando a la jaula.

     Don Guillén vio que todas las aves estaban muertas.

     -Una sola gota de aquel vino echada en el vaso en que bebían estas inocentes avecillas ha bastado para matarlas instantáneamente. Ahora comprenderéis que tengo razón para decir que el veneno de Isaac es en efecto de los más activos.

     -�Y bien?

     -Señor, os repito que vuestra voluntad es la mía. Sólo os impongo una condición...

     -�Cuál?

     -Allí tenemos servido nuestro banquete nupcial. �Venid!

     Blanca volvió a conducir al caballero a la sala, y ambos se sentaron a la mesa, don Guillén mudo de asombro, Blanca radiante de alegría, con el semblante sereno, feliz y seductora.

     -Ahora bien, -continuó la doncella con encantadora sonrisa-, no diréis que no os amo; soy capaz hasta de sacrificaros mi vida, por un instante de efímero placer. Yo no puedo resistir a vuestro amor; pero tampoco quiero que la deshonra manche mi nombre, ni humille a mi hermano, ni afrente las canas de mi buen tío... Por fortuna, el morir no me espanta, supuesto que puede complaceros mi muerte.

     Un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo no habría aterrado tanto a don Guillén como aquella extraña resolución de la joven, que tan gozosa y serena se manifestaba.

     Por otra parte, las últimas palabras de Blanca hicieron profundísima impresión en el ánimo del mancebo. Es verdad que después de la ponzoñosa espina de la más cruel decepción, que Elvira había clavado en el corazón de Lara, la índole de éste se había radicalmente modificado, y que con la primera ilusión, desvanecida al soplo del desengaño, diríase que al mismo tiempo había penetrado en su alma un soplo satánico. No obstante, aquel elemento de perversidad nuevamente implantado en su carácter no había echado todavía tan hondas raíces, que permaneciese insensible a los más santos deberes que le imponían la amistad de Álvaro y el respeto a su maestro, el venerable señor Gil Antúnez. Así es que cuando la joven nombró a su hermano y a su tío, el altivo don Guillén Gómez de Lara comprendió que había caído muy bajo y se avergonzó de su vileza, porque hacía traición a los más nobles sentimientos que hasta entonces había abrigado. Todas estas consideraciones se agolparon en tropel a la mente del joven; pero a pesar de todo, era tan indomable su orgullo, que le repugnaba sobremanera desistir de su empeño y no conseguir su propósito, aunque hollase la amistad y el honor. Ya su carácter comenzaba a revelarse con aquellas gigantescas proporciones que más adelante hicieron del señor de Alconetar, ora un Satanás, ora un Ariel, grande en sus crímenes y grande en sus virtudes.

     -La única condición que os impongo es que apuremos la copa de muerte, que nos brindan los placeres, -repitió la joven.

     Don Guillén permaneció algún tiempo profundamente pensativo.

     -�Acaso no os atreveréis, valeroso caballero? -dijo Blanca con un acento de ironía que hirió en lo más vivo el corazón de Lara.

     -�Blanca! �Estás en ti? �Eso es una locura!

     -�Eso es miedo!... Venid, tomad la copa que yo misma os ofrezco; no, no la rehusaréis... Yo aguardo con impaciencia vuestras caricias, hermoso caballero; yo deseo verme sumergida en ese delicioso delirio que me han pintado vuestras palabras, mucho más ponzoñosas que este vino que nos brinda la muerte entre las supremas voluptades de la vida. �Tomad y bebed!

     Y así diciendo, Blanca alargaba la copa a don Guillén, que la contemplaba con ojos atónitos.

     Ciertamente que la doncella había encontrado el secreto más poderoso para obligar al joven a no retroceder ante aquella prueba terrible. Le había atacado por el amor propio, y los hombres como don Guillén, por orgullo, son capaces de prender fuego al universo, aun cuando ellos sean los primeros que hayan de convertirse en pavesas.

     Blanca, en la febril y demente excitación de que era víctima, se arrojó delirante en los brazos del señor de Alconetar y estampó en su frente un beso de fuego. En seguida retirose por un movimiento rápido como una exhalación, y alargando la copa a Lara, ella se dispuso también a apurar la mortífera bebida.

     Don Guillén, por un arranque involuntario, no pudo menos de sujetarle el brazo a la aturdida y desesperada doncella.

     -No creas que es por mí, encantadora niña, por lo que yo no accedo a tus deseos; pero yo no puedo consentir que a la vez cometas una locura y un crimen. La vida...

     -�Oh! �Y pensáis en la vida?

     -En la tuya.

     -Eso no merece la pena... Y para que veáis hasta qué punto soy capaz de amaros sin que mi afrenta me sobreviva, os hago gracia de la condición que os impuse... Yo seré vuestra esclava, señor, y también yo sola moriré. �Podéis pedir más a un corazón amante? �Ah! �Y no estaréis contento todavía?...

     Y así diciendo, la amorosa Blanca llevó a sus labios la homicida copa; empero don Guillén le detuvo el brazo, diciendo:

     -�Qué haces, Blanca? Yo necesito que tú vivas...

     En aquel momento llamaron a la puerta.

     Ambos jóvenes quedaron sobrecogidos de terror.

     Ni uno ni otro tenían la audacia bastante para aparecer culpables sin que el remordimiento royese su corazón y sin que la vergüenza sonrojase sus mejillas.

     Segunda vez llamaron a la puerta más fuertemente que al principio.

     -�Dios mío! -exclamó la joven-. �Qué hacemos?

     -�Qué hemos de hacer, sino abrir? -respondió Lara.

     -�Si nos ven juntos!

     -Me ocultaré.

     -�Oh! Sí, sí... Eso es lo mejor... �Venid! �Venid!

     Blanca tomó de la mano al caballero y lo condujo a la alcoba.

     -�Quién piensas que pueda ser? -preguntó don Guillén.

     -Mi tío.

     -�Gil Antúnez!

     -Tiene la costumbre de venir a verme todas las noches a estas horas. Yo había olvidado...

     Don Guillén bajó los ojos. Se avergonzaba de sí mismo por haber ido tan lejos en la conquista y galanteo de Blanca.

     Tercera vez volvieron a llamar con extraordinario brío.

     Blanca abrió la puerta esforzándose por aparecer tranquila.

     -Querida Blanca, -dijo el señor Gil Antúnez-. �Estabas tal vez dormida?

     -Sí, señor, -murmuró la joven avergonzada de tener que mentir.

     -�Hola! Parece que tú también te regalas aparte de la cena en comunidad. �Estás mala, hija mía?

     -No, señor... Como os esperaba... Os tenía preparada una sorpresa.

     -Y yo la acepto, porque es muy agradable, querida Blanca. �Qué rico almíbar! �Vaya un color que seduce! �Qué trasparencia!

     Y el buen eclesiástico, que a la cuenta debía de ser un tanto goloso, se aproximó a la bandeja para gastar el exquisito almíbar.

     -�Has confeccionado tú estas delicadas compotas? -preguntó con la boca llena el buen eclesiástico.

     -No, señor; son regalitos de las monjas.

     La triste Blanca se encontraba en una situación difícil de describir. Temblaba porque de un momento a otro esperaba sucediese una cosa muy natural; esto es, que el anciano hiciese una libación del zacarino clarete de Cazalla. Beber de aquel vino era beber la muerte.

     Blanca estaba trémula como la hoja en el árbol, y se hallaba a punto de desmayarse. En el aturdimiento que la devoraba se le ocurrió una idea luminosa.

     Entretanto el señor Gil Antúnez se limpiaba los labios con el mantel, y sin duda alguna aquel era el momento crítico, solemne, aterrador. Antúnez alargaba la mano a la funesta copa.

     Por un movimiento rápido como el rayo, Blanca se abalanzó hacia la mesa con el objeto, al parecer, de servir a su tío; pero consiguió tan admirablemente su intento, que, sacudiendo la mesa con violencia, derribó la botella y las copas, quebrándose éstas y vertiéndose en el suelo el ponzoñoso licor.

     El anciano al principio hizo un ademán de asombro y de atortolamiento; pero después prorrumpió en estrepitosa risa.

     -�Gentil modo de servirme tienes! -exclamó el buen Antúnez en su acceso de hilaridad.

     -�Querido tío!... -murmuró la sobrina toda cortada y sin necesidad de hacer grandes esfuerzos por aparecer en extremo confusa, pues realmente había experimentado la más cruel tortura durante algunos momentos.

     Blanca, sin embargo, después de haber salvado a su tío de una muerte inevitable, sintió que su pecho se dilataba como si le hubiesen quitado de encima una montaña de hielo.

     Pero aquella alegría se desvaneció muy pronto.

     -�Qué lástima! �No tienes un poquito de vino? �Me habría sentado tan bien ahora!

     Y esto diciendo, el anciano se dirigió hacia la alcoba, en donde al mismo tiempo sintiose un rumor ligero.

     -�Qué es eso? -preguntó con viveza el anciano.

     -Son los palomos, que oyendo hablar y viendo luz, no tienen un momento de reposo.

     -En efecto, son aves muy inquietas.

     Blanca estaba que, como se suele decir, podía ahogarse con un cabello.

     -Perdonad, querido tío, mi aturdimiento; pero ya que ha sido mía la culpa de que no hayáis podido satisfacer vuestro deseo, yo me encargo de serviros de un vino más delicioso que el néctar. Sentaos aquí.

     El anciano se apresuró a complacer a su sobrina, la cual entró en la alcoba y de un pequeño armario sacó una botella. Cuando salió Blanca, estaba completamente tranquila. Había observado que don Guillén había tomado sus precauciones para no ser descubierto.

     Una vez satisfecho el goloso capricho del buen Gil Antúnez éste se despidió de su sobrina, diciendo:

     -�Adiós, querida Blanca! Siento haber interrumpido tu sueño... Pero como no nos habíamos visto después de la hora de comer, estaba ya impaciente... �Adiós, hija mía!

     Apenas salió Gil Antúnez, cuando Blanca corrió a la alcoba. Al mismo tiempo salía don Guillén pálido y sombrío.

     -�En dónde os habíais escondido, señor, que no os vi cuando entré estando aquí mi buen tío? -preguntó Blanca.

     -Me oculté detrás de tu lecho.

     Y así diciendo, el joven se sonrió con amargura. Indudablemente le mortificaba el estado de bajeza en que había caído. No sabemos si era por orgullo o por virtud; lo que sí podemos asegurar es que sobremanera le repugnaba mentir a un hombre de carácter tan altivo como lo era don Guillén de Lara.

     Por su parte, Blanca estaba también avergonzada por las supercherías que se había visto obligada a usar para no ser causa de la muerte de su buen tío.

     En situación tan delicada y dolorosa se encontraban ambos jóvenes, cuando sonaron pasos en la galería.

     Los pasos se aproximaban cada vez más, hasta que por último oyeron clara y distintamente la voz de Álvaro, que parecía venir departiendo con otra persona.

     Durante algunos minutos, Blanca tembló, temerosa de que a su hermano se le ocurriese la idea de entrar, como algunas veces solía, en su aposento. Ambos jóvenes guardaron el mismo lúgubre silencio del reo que aguarda su sentencia de muerte. Al fin respiraron como si les quitasen del corazón un peso enorme. Álvaro y su compañero habían pasado de largo. Don Guillén había conocido la voz del que acompañaba al sobrino de Gil Antúnez.

     -�Oh! -exclamó-. Me interesa mucho hablar con ese joven.

     -Creo que van a vuestro aposento.

     -Sin duda irán a buscarme. �Adiós! �Adiós!

     Y don Guillén, al despedirse, estampó un beso en la mano de Blanca, que, exhalando un suspiro, contempló a su amado que se alejaba.



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Capítulo XXX

Modelo ideal

     Cuando el señor de Alconetar llegó a su habitación, ya le estaban aguardando Álvaro del Olmo y su compañero. Éste era también un íntimo amigo, y excusado parece advertir a nuestros lectores que el recién llegado no era otro que el trovador Jimeno. Saludole don Guillén con esa efusión propia de todos los afectos de la juventud.

     -�Voto a tantos! Ya te aguardaba con impaciencia para echar un párrafo, mi querido trovador. �Has olvidado nuestros proyectos por ventura? -preguntó Gómez de Lara.

     -No en verdad; antes ahora más que nunca deseo se realicen.

     -Yo también abrigo grandes deseos de partir, -dijo Álvaro.

     -�Y adónde pensáis que nos dirijamos?

     -Ante todas cosas, a Italia.

     -�Y después?

     -A Grecia.

     -�Y luego?

     -A Jerusalén.

     -�Perfectamente!

     -Visitaremos la antigua Roma, madre del imperio más grande que ha existido. Respiraremos allí el ambiente de las ruinas, que trasporta el espíritu del hombre a otros siglos, cuyos aéreos mantos sólo pueden vislumbrarse al través de las grietas de los antiguos monumentos, que tienen cierto sabor de eternidad, y a cuya contemplación los horizontes del espíritu se dilatan, y el impalpable tiempo se nos refleja en las obras de los hombres. �La acción! �La acción! �He aquí la gran palabra, centro y origen de todo!...

     El señor de Alconetar quedose algunos minutos profundamente pensativo, como si la última frase que acababa de pronunciar reclamara toda la atención de su espíritu, inmenso como el Océano y elevado como el cielo.

     Después continuó:

     -Los actos de los hombres son los que dan la medida y el color de los siglos. �Por ventura el tiempo no es siempre el mismo? El tiempo es un lago inmóvil, un lago infinito, que si se agita, es porque cruza por sus aguas el misterioso bajel de la humanidad. Ahora bien, en las cristalinas ondas veremos trasparentarse, no el tiempo pasado, sino los hijos de Rómulo que pasaron, las naves latinas, que émulas de Neptuno se enseñorearon de todos los mares conocidos... Visitaremos los campos en que lloraban las sabinas en brazos de sus raptores; pisaremos el recinto de la sagrada fuente Egeria y pediremos a su Náyade nuevos oráculos, y en el monte Aventino aún nos parecerá oír el sonante clamoreo de los famosos juegos circenses...

     -Tienes razón, mi querido amigo, -interrumpió Jimeno, dirigiéndose a Gómez de Lara-; sólo el pensar en ese viaje hace palpitar mi corazón de gozo. �Sí! Saludaremos a la soberbia Roma, y en medio de la noche silenciosa veremos cruzar por sus calles las augustas sombras de Bruto, de Cassio, de César, de Catón... Escucharemos el murmurio del Tíber, que arrastró en sus ondas las lágrimas de Virgilio, cuyos divinos acentos repetirán todavía las auras suaves de los campos de Mantua. Y nuestras miradas ansiosas se fijarán en la nevada cumbre del Soractes, y tal vez en la cima aún podremos encontrar las ruinas del antiguo templo consagrado al dios de la poesía. �Ah! �Cuán magnífico espectáculo nos presentará la ciudad! Aún creeremos ver al desgraciado Ovidio, cuando en aquella tristísima noche, al moribundo fulgor de la luna, saludaba por última vez a su patria, y con lento paso y ojos llorosos se encaminaba a su destierro.�Con cuánto placer saludaremos a la madre de tantos héroes, a la cuna de tantos ilustres poetas!

     -Verdaderamente que el proyectado viaje merece también mi aprobación y mi entusiasmo, -dijo el severo Álvaro, que hasta entonces había permanecido silencioso-. Roma es la gran ciudad destinada en el universo a no ver nunca el ocaso de su soberanía. Es verdad que después de las virtudes de Publícola, de Fabricio y Cincinato, vinieron los vicios y crímenes de Nerón y Mesalina. Mas luego el suave aroma del Cristianismo rejuveneció la ciudad, así como también vivificó al mundo. Allí podremos visitar las catacumbas, refugio un día de los tristes y de la religión perseguida; nuestras oraciones resonarán también en el recinto de la gran Basílica de la humanidad; nuestros ojos se elevarán al cielo con tristeza, recordando los horrores del anfiteatro de Vespasiono, y en las augustas y sublimes ceremonias de la Semana Santa besaremos los pies del sucesor de San Pedro. Roma, personificación del género humano, comenzó primero por tener el poderío material; pero después ha obtenido la dominación más bella y sublime que jamás pudo soñar en los días de sus héroes, que la cubrieron de gloria mundana. Hoy posee la dominación de los ángeles, que mandan sobre los espíritus. Jamás ha existido un poder semejante entre los hombres, el de la persuasión y la doctrina. Después del imperio por la fuerza de las armas, Roma se ha vestido el manto soberanamente imperial del pensamiento, siendo así el poder mediador entre todos los poderes. Roma es la reina de los reyes, la sacerdotisa del universo.

     -Y después iremos a Grecia, -dijo don Guillén como siguiendo el hilo de sus reflexiones.

     -La patria de Homero, de Fidias, de Helena y Aspasia; la cuna de las artes, de la belleza y de la poesía. �Oh placer! -exclamaba Jimeno entusiasmado-. Visitaremos también las ruinas de Troya, y nos parecerá ver en la playa al terrible Paladión y al desdichado sacerdote de Neptuno, castigado por ser el más prudente de todos los Teucros, el solo que llegó a sospechar la astucia de los Dánaos, y que parece que por lo mismo el hado se complació en castigarle, enviando las serpientes de Ténedos que le devoraron, como también a sus hijos. Buscaremos el sitio donde estaba el Templo de Minerva, en que murió el desdichado amante de Casandra; la fantasía nos representará al anciano Príamo en medio de su esposa y sus cien nueras, viendo espirar a su hijo Polites a manos del bárbaro Pyrro al pie del laurel sagrado; al piadoso Eneas sacando de entre las llamas a su padre sobre los hombros y conduciendo a su hijo de la mano, y las angustias del héroe al perder a Creusa... �Famoso Simoís! �Sombrío Erimanto! �Márgenes risueñas del Alfeo y del Cefiso! �Isla un tiempo flotante de Delos! �Campos ilustres de Platea y Maratón! �Excelsa cumbre del Pindo, consagrado a las Hipocrenydes! �Yo os saludo, sitios hermosos, bellos recuerdos y risueñas ficciones de la Grecia! Tus ruinas son sagradas para el poeta... �Sí! �Sí! Volemos pronto a escuchar en los festines de Alcinoo los divinos ecos de la lira del ciego de Esmirna, el de los cánticos inmortales... �Ondas tranquilas del mar Tyrreno, que retratáis las estrellas refulgentes del cielo más azul que existe sobre la tierra; vosotras que enlazáis a los hijos de Rómulo con los descendientes de Argos; vosotras que llevasteis las naves de Idomeneo a la hospitalaria costa de Salento; ondas azules, sobre cada una de las cuales cabalga una Nereyda, muy en breve sobre vuestra espalda cristalina conduciréis nuestro bajel a la patria de Alejandro, de Temístocles y de Trasíbulo! Allí nuestros ojos gozosos se recrearán en la región de Lymnos, famosa por sus fiestas a Diana, y a la par que creeremos ver las aéreas danzas de las vírgenes de Creta, y oír la voz de Eurípides y Demóstenes, se nos aparecerán las sombras venerables y sagradas de Filopemen y Sócrates, apurando la cicuta. Aquí, con la cabeza descubierta, saludaremos los sepulcros de Epaminondas, de Licurgo y de Leónidas. Allá, en la Élide, buscaremos el Poecilo que repetía por siete veces el eco de la voz de los estoicos, y al atravesar el Archipiélago saludaremos a Lesbos, entonando algunas trovas en loor de la encantadora y desdichada Safo, que murió de amores.

     Jimeno, al pronunciar estas palabras, tenía el rostro centelleante de entusiasmo, y su pecho se agitaba de impaciencia por realizar el proyectado viaje. De esta manera el corcel de generosa raza hiere impaciente la tierra con sus cascos y puebla el aire de fogosos relinchos, cuando ganoso de triunfos para su señor, anhela ostentar su pompa guerrera al escuchar alborozado el estruendo de bélicos clarines.

     -�Cuántos placeres nos ofrecerá Parténope en la Italia, y Chipre entre las islas de la Grecia! -exclamó don Guillén-. En Parténope aún se le tributa adoración y culto a la diosa de la hermosura. Allí en danzas voluptuosas veremos agitarse las doncellas, que con risueña boca prometerán dulces premios a nuestro amor... �Ah! �Y en Chipre!... �Cuánto me conmueven las agradables pinturas que nos hacen los antiguos de esta isla afortunada! En la estación de las flores, bajo un cielo el más azul, respirando un ambiente perfumado, en verdes bosquecillos de arrayanes, en torno del templo de la diosa, las vírgenes de Pafos, de Citérea y Amatunta, en compañía de los mancebos, entonaban amorosos cantares, a cuyo compás danzaban veloces como los genios del aire y agradables como las rosas de Mayo, las rosas teñidas con la sangre de Adonis, el amante tan tiernamente querido como llorado de la deidad que nació de las espumas. Las doncellas, coronadas de flores y los ojos animados por el fuego de Venus, lanzaban miradas como saetas a los vigorosos mancebos, ya impacientes por desatar de los esbeltos talles de las vírgenes el ceñidor hechizado de las Gracias. Todos en aquellas fiestas del mes de Abril se consagraban al servicio de la más omnipotente de las deidades.

     -Y después que, dejando a Chipre a un lado, demos vista a las cumbres sagradas del Tabor, del Carmelo y del Líbano, experimentaremos la emoción más intensa que jamás pudiéramos haber soñado. Aquella es la tierra de los prodigios, la cuna de la regeneración del hombre, la patria de Dios. Allí se vieron caer los muros al sonido de las trompetas de Israel que volvía de Egipto; allí se oyeron los cánticos más sublimes que jamás entonaron los hombres; las Piérides se hubieran muerto de envidia y de vergüenza al escuchar los divinos acentos de Ezequiel y Jeremías. Nunca pudo competir la lira de Homero, a pesar de sus armonías inmortales, con el arpa de David. Los levitas y los profetas ejercieron allí su misión sublime con una majestad irresistible y con una perfección divina. Allí jamás se sobornaron los oráculos, allí jamás la musa fue engañosa... �Jerusalén! �Jerusalén! De tus abrasadas campiñas brotó el manantial de agua viva que purificó al género humano, saciando su sed de infinita ventura. Allí donde pereció Pentápolis por la ira de Dios, allí también el Eterno quiso manifestar sus bondades; junto al lago de muerte de Asphaltites están las aguas de vida del Jordán �Oh tierra portentosa! El desierto aún está mudo de asombro por las maravillas del Señor; allí los sepulcros devolvieron sus muertos; allí cada gruta revela los misterios del porvenir; allí los profetas, allí el Hijo de Dios, allí los apóstoles, allí, en fin, el valle de Josafat, en donde ha de verificarse todavía el gran juicio.

     Y así diciendo, Álvaro quedose sumido en honda meditación, como si su espíritu vagase, perdido en la inmensidad de pensamientos que en él despertaba el recuerdo de la Judea, país consagrado por tantos milagros, a la vez que deshonrado por el mayor de los crímenes de la humanidad.

     Aquí llegaban nuestros jóvenes en su diálogo, cuando súbitamente se abrió la puerta y apareció el señor Gil Antúnez. A su llegada, los tres mancebos dieron señáles de respeto hacia el anciano sacerdote, el cual con noble familiaridad tomó asiento entre los jóvenes.

     Es probable que el deseo de saber la última resolución de don Guillén fuese el que condujo a Gil Antúnez a visitarle a tales horas. El anciano había oído hablar bastante en aquellos días acerca del viaje que su poderoso señor y discípulo proyectaba.

     Don Guillén entretanto, por más que disimulaba, no podía olvidar ni un instante la escena ocurrida con la enamorada y afligida Blanca. Inquieto y caviloso, Lara se levantó, y después de dar algunos paseos por el aposento, fue a colocarse junto a la ventana y tendió sus ojos melancólicos por la extensión de la campiña cubierta de sombras y por el cielo tachonado de estrellas.

     El joven, como si obedeciera a un súbito recuerdo, se asomó a la puerta del aposento y llamó:

     -�Fernández!

     Al punto apareció el halconero.

     -�Qué mandáis, señor?

     -Dile a Momo que venga al instante.

     Pedro partió a obedecer la orden que se le había comunicado.

     El señor de Alconetar se volvió al sitio que antes ocupaba junto a la ventana.

     Pocos momentos después apareció Isaac. Era éste, como ya hemos dicho, el médico del opulento señor feudal. Ciertamente que el carácter de Isaac merece mucha atención de parte del lector y del cronista. Era el judío un hombrezuelo calvo, pálido y de faz rugosa. Sus ojos, extremadamente vivaces, eran pequeñísimos, negros y brillantes como carbunclos. Nadie hubiera podido desconocer la soberana inteligencia que aquel rostro manifestaba; si bien al mismo tiempo era imposible dejar de leer en aquella fisonomía una expresión inexplicable de malignidad y astucia. El espíritu de contradicción reinaba siempre en sus palabras, y con admirable tino sabía manejar el chiste y la sátira. Poseía un talento singular para envilecer las cosas más grandes, los sentimientos más generosos. Así como el noble uso de la inteligencia humana propende irresistiblemente a embellecer la naturaleza y a engrandecer todas las aspiraciones del hombre, así, por el contrario, Isaac encontraba defectos y manchas hasta en el mismo disco del sol. Sabía el secreto de rebajar las estrellas y los ángeles hasta el nivel de la serpiente que se arrastra por los suelos.

     Y no se crea por esto que el compás de su inteligencia fuese limitado; antes bien, era tan inmenso como el del genio más sublime. Isaac estaba dotado de las cualidades más eminentes; era un hombre grande igual a los de talla más gigantesca; pero toda su fuerza la dirigía hacia el mal. El señor de Alconetar, no obedeciendo nunca a otra ley que la que sus mismos deseos le imponían, era la viva personificación del abuso más lamentable que puede hacerse del libre albedrío. Isaac, no encontrando en el hombre y en el mundo sino horribles deformidades, era el más deplorable ejemplo del abuso que puede hacerse del don sublime de la inteligencia.

     Presentose el judío, como siempre, con una expresión indescriptible y casi contradictoria. En el fruncimiento de sus cejas y en la contracción desdeñosa de su nariz, indicaba como si estuviese enojado, a la par que por sus delgados y pálidos labios vagaba una sonrisa falsa y burlona.

     Don Guillén continuaba junto a la ventana, y sus ojos se fijaban casi involuntariamente en la casa que en otro tiempo habitaba la encantadora y pérfida Elvira.

     �Cuántos crueles pensamientos se agolpaban a la mente del mancebo! Recordaba con aflicción profundísima la inexplicable ventura que como un rápido relámpago había iluminado su existencia. El caballero conocía con amargo pesar que había entrado en su alma una cosa que ya no podía salir, un desengaño cruel que a manera de devastador torrente había destrozado los verdes campos de sus lozanas y juveniles esperanzas. Ni el cielo ni la tierra podían ya remediar su infortunio. �Tal es la fuerza irresistible e inevitable de los hechos consumados!

     Al fin, el señor de Alconetar exhaló un profundo suspiro, y pasándose la mano por la frente como para arrancarse sus tristes pensamientos, se alejó de la ventana murmurando:

     -�En esto han venido a parar mis hermosos proyectos? Yo me encuentro débil, afligido, con propensión irresistible hacia el mal, casi imposibilitado de practicar el bien... �Infeliz de mí!

     -�Qué mandáis, señor? -preguntó Estigio Momo.

     Después de algunos momentos de reflexión, Gómez de Lara dijo:

    -Quiero hablaros de un arduo problema, para cuya solución deseo ilustrarme con el parecer de cada uno de vosotros.

     -Decid, decid.

     -Veamos.

     -Explicaos.

    -Todo se reduce a que cada cual vaya diciendo, no lo que es, sino lo que desea ser, porque cada hombre, en medio de sus imperfecciones y de los desaciertos de su conducta ordinaria, contempla como en perspectiva el modelo ideal de un hombre, hacia el cual incesantemente desea aproximarse. En resolución, debo deciros que yo me había propuesto adquirir todas las perfecciones de esa imagen de Dios que se llama criatura racional. Ahora bien, que cada uno diga cómo concibe esas perfecciones, y de qué manera desea realizarlas.

     -Yo desde luego afirmo que si se adquieren por nuestro propio trabajo, esas perfecciones son mucho más gloriosas que si existieran en nosotros naturalmente, -dijo Álvaro.

     -�Magnífico problema! -exclamó entusiasmado el trovador.

     -Sí; pero ese hermoso problema sólo es bueno para proponérselo, -dijo con maligna sonrisa el médico.

     -Cuanto más graves sean los obstáculos que haya que vencer, mayor será la gloria del triunfo, -dijo gravemente el anciano Gil Antúnez.

     Reinó un profundo silencio.

     -�Por qué decís que es un problema magnifico sólo para proponérselo? -preguntó al fin Jimeno dirigiéndose a Isaac.

     -Porque hay una cosa que está del dicho más lejos todavía que el hecho.

     -�Y cuál es?

     -El pensamiento.

     -Todos nuestros esfuerzos, -dijo Álvaro-, deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

     Isaac, a quien por otro nombre llamaban Momo, prorrumpió en una estrepitosa carcajada, y fijando sus ojillos en Álvaro, hizo un gesto que significaba:

     -Acabáis de decir un solemnísimo disparate.

     El rostro de Álvaro se encendió como una amapola.

     -�Por qué os reís? -preguntó mirando oblicuamente al judío.

     -Porque habéis dicho una herejía, como dirá vuestro tío y mi señor el respetable Gil Antúnez.

     El sacerdote pareció que prestaba entonces más atención a aquel diálogo.

     -�Qué es eso? -preguntó-. �De qué se trata?

     -Se trata, -respondió Isaac-, de que vuestro sobrino ha dicho que todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

     Gil Antúnez reflexionó algunos instantes.

     -Y bien, �vos qué decís?

     -Digo que esas palabras envuelven un error gravísimo.

     -�Lo creéis así? -preguntó Jimeno.

     -Yo no lo creo; antes por el contrario, según mis ideas, esas palabras contienen una profundísima sentencia.

     -�Pues entonces?...

     -A pesar de todo, insisto en que el señor Álvaro ha sentado una proposición errónea, no según mi sistema, sino según el vuestro.

     -Vamos, habla pronto, -dijo impaciente el señor de Alconetar.

     -Todo está reducido a muy pocas palabras, con las cuales probaré cumplidamente mi aserto.

     Isaac tomó la actitud y el gesto de escolar en conclusiones.

     Luego dijo:

     Sentando la máxima de que el hombre debe siempre armonizar su conducta con sus pensamientos (única manera de vivir dichoso), se afirma también implícitamente que el hombre debe practicar el mal...

     -�Cómo!

     -�Estás en ti?

     -�Vaya una consecuencia!

     No pareció alterarse en lo más mínimo Isaac al oír tanta hostil exclamación.

     Gil Antúnez, que hasta entonces había guardado silencio, dijo:

     -Dejadlo, caballeros, dejadlo que concluya.

     -Decía, -continuó el judío-, que como casi todos los pensamientos que al hombre se le ocurren son malos, hallaremos que, si debe seguirlos, uno de sus más continuos deberes será el de estar siempre obrando el mal.

     Calló el judío y fijó sus ojos triunfantes en los interlocutores con una expresión que hubiera podido traducirse por estas palabras:

     -Vamos, �qué decís ahora?

     -Tú debes saber que el espíritu que dicta las palabras vale más aún que las palabras mismas. No te atengas estrictamente a lo que mi sobrino ha dicho con la boca, sino a lo que ha querido decir con el pensamiento.

     -Yo no me precio de profeta, señor Gil Antúnez, -dijo con redomada sonrisa Isaac.

     -Pero te precias de sofista, -respondió Álvaro del Olmo-. Ya has debido comprender que sólo he querido hablar de los buenos pensamientos, teniendo presente la actividad del espíritu humano en su buen sentido.

     -Es, señor mío, que la actividad en mal sentido puede ser y es efectivamente mayor que aquella de que vos habláis.

     -Los malos pensamientos deben ser reprobados.

     -Eso no quita que sean los más abundantes.

     -La que yo digo es la inteligencia de los ángeles.

     -Bien, quiere decir que la otra será la inteligencia de los diablos.

     -El hombre debe obrar siempre el bien.

     -Pero siempre se inclina al mal.

     -Aquí sólo se trata de deberes.

     -Yo diría que sólo se trataba de gustos.

     -�Cómo es eso?

     -Quiero decir que el hombre a su gusto elige el obrar de esta o de aquella manera, y también a su gusto aplica el nombre de buenas o malas a aquellas o estotras acciones.

     -Vamos, termínese esa vana disputa, -dijo Gil Antúnez interponiendo sus canas, su autoridad y ciencia-. El hombre no se equivoca fácilmente respecto a tales cosas. Hay una voz interior que, a nuestro pesar, nos dice la acción que es buena o mala. Así, pues, Isaac, tú te engañas mucho, muchísimo, al decir que esta es cuestión de gustos. Aunque no queramos, conocemos el bien. De otro modo la moral y la virtud serían cosas tan pasajeras, y variables como nuestros antojos o caprichos. No hay tanta arbitrariedad como imaginas respecto a trocar las nociones del bien y del mal.

     -Es que...

     -Nada de réplicas, -dijo el sacerdote enardeciéndose de una manera extraordinaria-. Lo que yo digo es la verdad que está conforme con los dogmas de nuestra santa religión; todo lo que se diga fuera de esto son herejías; dejémonos de discusiones... �Creer o callar!

     Durante algunos momentos reinó en la estancia el más profundo silencio.

     Podía decirse que el principio de autoridad estaba dignísimamente representado en la persona del venerable señor Gil Antúnez.

     -Me parece, -dijo el trovador-, que el proyecto de don Guillén puede ser sumamente fecundo.

     -Ciertamente, yo lo creo así, -repuso Álvaro.

     El trovador decía la verdad. Efectivamente daba mucha importancia a las palabras de Lara, porque más de una vez su imaginación de fuego se había detenido a la par con placer y asombro, en el mismo pensamiento de proponerse realizar un modelo de todas las perfecciones del hombre.

     -Con la disputa que ha provocado Isaac, -dijo Álvaro-, nos hemos distraído de nuestro objeto principal.

     -Eso es lo que siempre hacen los sofistas, -añadió don Guillén.

     -Muy bien dicho, carísimo señor, -repuso Isaac riéndose.

     -Lo bueno es, -observó Jimeno-, que nada hay perdido y que podemos continuar la discusión provocada.

     -Me parece muy bien, -añadió Gil Antúnez.

     Álvaro del Olmo, dirigiéndose al señor de Alconetar, dijo:

    -Manifiesta primero tu opinión; pues de derecho te pertenece, supuesto que has planteado el problema.

     -Mi opinión es que indudablemente Dios ha creado al hombre para llenar una misión sublime, de la cual debemos cumplir una parte en este planeta; mas para que se verifique el destino general de la especie humana, es necesario que cada hombre en particular tenga el deber de contribuir con sus facultades y actividad durante su tránsito sobre la tierra. Ahora bien; los primeros años de la vida se pasan en crecer y formarse como el árbol hasta que llega a su mayor desarrollo. Empero a cierto tiempo, el más importante, como lo es la época en que cada árbol da su fruto, según su especie, todo varía. El árbol ya no crece, o crece muy paulatinamente, y, por una ley fatal o inexorable, no puede menos de dar su fruto. En el hombre hay cierta fatalidad, porque, aunque nos subamos a la cima de la más alta montaña, nunca podremos añadir un solo cabello a nuestra estatura, a la natural capacidad que el cielo nos haya concedido. Sin embargo, en el hombre cabe la libertad de elegir hasta cierto punto el fruto que ha de producir. Cuando llegamos a cierto período en que la reflexión empuña su cetro, queremos tener dominio sobre nuestros pensamientos y dirigirlos a un punto, como el piloto dirige la nave al través de escollos y tormentas. Así, pues, cada hombre tiene sobre su corazón y sobre su frente cierta serie de deseos enérgicos y generosos, de pensamientos capitales, verdaderos, buenos y bellos, que son, como el norte de su existencia, como el faro hacia donde dirige su rumbo. Esta inclinación particular en nada perjudica ni se opone a que aspiremos a elegir todas las virtudes, todos los heroísmos, los méritos de toda especie en que han sobresalido los varones más ilustres. �Oh! �Si un hombre pudiese reunir en sí mismo todos los dolores, todas las alegrías, todos los goces, las verdades todas esparcidas en el resto de la humanidad!... �Cuán brillante destino! �Esto merecería la pena de vivir! Entonces, �oh Dios del cielo y de la tierra! entonces sí que el hombre pudiera llamarse con razón un microcosmos.

     Calló don Guillén. Todos permanecieron mudos y suspensos, como el águila, detenido su vuelo, se cierne sobre la tierra en la región de las nubes. Tal fue el efecto desconocido que produjo en el auditorio la elevación de ideas del joven caballero, dotado de una ambición soberana, de una hidrópica sed de luz, de acción, de ciencia, de goces.

     Isaac fue el único que permaneció impasible, o por mejor decir, su emoción fue completamente contraria a la que experimentaron los demás circunstantes. A duras penas consiguió reprimir una estrepitosa carcajada. No obstante, una burlona sonrisa vagaba por sus labios. Con razón merecía el judío el sobrenombre de Momo.

     -Me place mucho escucharos, -dijo el señor Gil Antúnez-. Tendré sumo gusto en que cada uno de vosotros vaya proponiendo los principales deseos que quisiera ver realizados por sí mismo.

     -Veamos, -dijo don Guillén dirigiéndose a Jimeno-. �Qué dones pedirías tú al cielo? �Cuál crees tú que es la obra que te está encomendada?

     -Yo, -respondió el poeta-, desearía encontrar en mi espíritu un manantial inagotable de ideas verdaderas y de sentimientos deliciosos.

     -�Nada más apeteces?

     -Desearía unir a esto una vara mágica que tuviese el poder de realizar todos aquellos pensamientos que al nacer en mi mente me hubiesen conmovido de gozo. �Si pudiésemos tener un espejo ancho y rutilante como la bóveda celeste, que retratase exactísima y palpablemente nuestros más bellos pensamientos!... �Ah! �Sublime gozo del poeta! �Placer divino! Este sería un gozo semejante al del Dios del Génesis al contemplar la creación y ver que todas las cosas que había hecho eran muy buenas.

     -Y tus deseos, Álvaro, �cuáles son?

     -No tener jamás remordimientos.

     -�Luego sólo deseas no obrar mal?

     -No; mi deseo es activo y fecundo. Quisiera hacer en favor de mis semejantes todo el más bien posible.

     -Pues yo, -dijo don Guillén-, desearía conocer la causa de todas las cosas, hallarme sucesivamente en todas las diversas condiciones de los hombres, desde el pastor hasta el monarca, saberlo, y gozarlo todo, y en fin, realizar todos mis deseos buenos o malos. Yo aceptaría una responsabilidad inmensa, con tal que mi libertad tampoco tuviese límites.

     Gil Antúnez frunció el ceño. Aunque su naturaleza no podía comprender la organización de su discípulo, no se le ocultaba que la ambición de don Guillén era tan inmensa como irrealizable, y aun vislumbraba que había algo de impiedad en aquella titánica arrogancia con que pretendía consagrar todos sus deseos, cualesquiera que ellos fuesen, sacudiendo así el yugo de la ley moral y aceptando valientemente las consecuencias de su voluntad soberana.

     -Y tú, Isaac, �qué deseas? -preguntó don Guillén.

     -Señor... me permitiréis que guarde silencio.

     -De ninguna manera. Aquí todos han de decir franca y lealmente su opinión.

     -Yo no quisiera desagradaros...

     -Aunque tu anhelo fuera ser diablo, está seguro de que no has de desagradarme.

     -Tal vez mi modo de pensar sea muy diferente.

     -No importa, dilo...

     -Pues bien, señor, supuesto que así lo queréis, voy a complaceros. Dos cosas hay en el mundo que me embelesan y que desearía que jamás tuviesen fin; estas dos cosas son la novedad y la risa. Afortunadamente los hombres dan mayor pábulo a mi ambición, a medida que más adelantan. La cosa es bastante clara, y si queréis convenceros de lo que digo, no tenéis que hacer más sino parar mientes en que todo pensamiento y toda acción tienen sus contrarios. Así es que la virtud de la liberalidad tiene dos vicios opuestos, uno por encima y otro por debajo, uno por exceso y otro por defecto, cuales son la prodigalidad y la avaricia. He aquí la razón por qué yo siempre, amigo de reírme de todo, tengo dos terceras partes más de distracción y alegría que el resto de los hombres, que sólo se fijan en el decantado y mezquino término medio. Nada puede afirmarse que no envuelva una negación. Así, pues, en tanto que los hombres encuentran una cosa, yo busco y hallo dos. Me dicen que hay luz, y respondo: también hay tinieblas. Ya comprenderéis que siempre, siempre tengo asegurada mi diversión. Yo, además, soy muy consecuente conmigo mismo, y en todos los casos encuentro mis dos negaciones, es decir, mis dos eternas amigas... Hay género masculino, femenino y neutro; hay linea recta, curva y mixta; hay día, noche y crepúsculo; hay cedros, elefantes y zoófitos... Desde luego, señor, no podréis menos de reconocer que yo contribuyo con doble contingente que los demás para esclarecer cualquier cuestión.

     -�Demonio de médico! -murmuraba don Guillén.

     -Y en prueba de lo que digo, me bastará llamar vuestra atención sobre un importante descubrimiento. Todos vosotros decís que contra siete vicios hay siete virtudes. Pues bien, señor, yo afirmo que contra siete virtudes hay catorce vicios. �Os admira ahora que el mal abunde y venza?

     Por más que al señor Gil Antúnez pareciesen especiosas y aun frívolas las razones de Momo, no sucedía lo mismo a los tres jóvenes, los cuales no dejaban de admirarse de la singularidad de aquellas ideas, que Isaac exponía con extraordinaria lucidez.

     -Por lo demás, señor, -continuó el judío-, reconozco que no hay mucha diferencia entre vuestra ambición y la mía. Sin embargo, confieso que vuestro plan es más gigantesco, supuesto que deseáis reunir en vos mismo nada menos que los atributos de un Dios. Ni los Titanes cuando movieron guerra a Júpiter e intentaron hacinar las montañas para escalar el cielo, fueron más ambiciosos, más soberbios, más audaces que vos lo sois. Lo digo francamente, yo soy tal vez más tímido, pero en cambio me parece que procedo con más cordura.

     -�Qué quieres decir?

     -Que yo me contento, como un pobre diablo, con levantar el velo de ese ídolo que los hombres llaman El Bien, y mostrarles que en la estatua hay una parte de oro y dos de barro. �A esto se reduce toda mi tarea!

     -�Y por qué dices que yo temerariamente pretendo adquirir los atributos de un Dios? �Por ventura no lo soy?

     -No digo yo tanto; sólo digo que parece queréis serlo.

     -En efecto, tal es mi voluntad.

     -No basta sólo el querer, amado señor; es preciso poder. La empresa que os proponéis es una temeridad para un hombre. Deseáis una libertad inmensa. �Y de qué puede serviros, no teniendo sino facultades limitadas? Vuestro pensamiento deseara hacer de las estrellas una ruin alfombra para vuestros pies; pretendéis en un instante recorrer de polo a polo el universo; desearais, cabalgando sobre el sol, tener su carro y sus luces, y después sepultaros en los abismos del mar y de la tierra y sorprender la cuna del coral y el secreto de los volcanes, y luego, todavía no satisfecho, volveríais a la región etérea y preguntaríais a los astros que adónde iban sin vuestro permiso, pediríais también informes a los aerolitos (5) de los últimos confines de la atmósfera, de dónde han caído, o bien les exigiríais la descripción de la materia cósmica de otros planetas, si por ventura de allí vienen; pretenderíais adivinar las intenciones de los cometas, y penetrando con sublime osadía en el seno de las nubes, arrancarles sus flamígeros rayos, y con el vagido de vuestra voz infundir a la tempestad su voz de trueno. �Ah! �Por ventura podéis hacer alguna de estas cosas? Queréis estar en todas partes, resumir en vuestro pecho ambicioso todas las alegrías, los dolores, las verdades; en fin, saberlo, gozarlo y padecerlo todo, y... No comprendéis que una libertad inmensa, sin un poder infinito, es el mayor de los sarcasmos, el más ridículo de los monstruos?

     Isaac se sonrió, fijando sus ojos malignos en don Guillén. Luego añadió:

     -No puedo menos de compararos a un gigante que tuviese los brazos de un recién nacido, a un águila de prodigioso tamaño que no tuviese alas.

     -Y yo te compararé a ti con Luzbel.

     -Enhorabuena, señor. Luzbel es un personaje muy astuto, que sabe cuánto partido puede sacarse del mal, y como diablo consumado, no ignora que los términos medios son contradicciones y desdichas. Por eso ha elegido el mal franca y valientemente. Pero vos, señor, os encontráis ahora en el mismo caso que Eva cuando cedió a los consejos de la serpiente que le decía: �De ninguna manera moriréis, porque sabe Dios que en cualquier día que comieseis del árbol, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal. Vos no queréis ni la luz ni las tinieblas separadamente, queréis ambas cosas a la vez...

     -�Y por ventura no es ese el destino del hombre? -interrumpió Gómez de Lara.

     Isaac se sonrió.

     -Como habíais dicho que, cualesquiera que fuesen vuestros deseos, queríais verlos cumplidos...

     -Y lo repetiré mil veces. La dicha para mí es no encontrar obstáculos a mi voluntad. Si ésta alguna vez no fuese bien dirigida, todo está reducido a responder de mis actos.

     -Esa es la cuestión, -observó Jimeno.

     El judío se encogió de hombros sonriéndose maliciosamente.

     -Mi buen señor, -murmuraba-, no comprende que se extravía.

     Además, -dijo Álvaro-, que el hombre tiene una inmensa libertad, aunque no vuele por los aires ni cabalgue sobre el sol. El libre albedrío está colocado en el inmenso espacio que media entre el deseo y la voluntad.

     -Y la gloria del hombre, -añadió gravemente el señor Gil Antúnez-, consiste en vencer sus malos deseos.

     -�Muy bien dicho! -exclamó Isaac con equívoca sonrisa.

     -�Y por qué no he de desear la posesión de esa corona brillante de la humanidad? Todas las fuerzas de mi ser me impulsan a realizar ese magnífico modelo, -dijo Lara.

     -�Muy bien deseado! -exclamó el picaresco judío-. Sólo es preciso que, según las doctrinas que aquí se proclaman, hagáis una levísima supresión.

     -�Cuál?

     El judío calló por algunos momentos, como si temiese disgustar a su señor.

     -�Qué supresión debo hacer? -volvió a preguntar don Guillén.

     -Para obtener la gloria que buscáis, -se apresuró a responder Gil Antúnez-, es preciso que suprimáis estas tres palabras, hablando de cumplir vuestros deseos, sean cuales fueren.

     En seguida el anciano se despidió de la tertulia, pretextando que no le estaba bien trasnochar y que al día siguiente debía madrugar mucho para decir la misa de alba en el convento de Nuestra Señora de la Luz.

     La juiciosa observación hecha por el sacerdote produjo bastante impresión en el ánimo del joven Lara.

     -�Veis cómo yo tenía razón? -dijo Isaac-. Y ahora, supuesto que os halláis con tan buenas disposiciones, es preciso que penséis en otra cosa de la mayor importancia. Para resumir y comprender todas las faces de la actividad humana, es indispensable también reunir todas las aptitudes, las cualidades más eminentes, que unas a otras se excluyen con frecuencia. Vamos a ver cómo os dais maña para amalgamar la templanza, sin perjudicar a la fortaleza; la prudencia, cuyos juicios no perjudiquen a la justicia; debéis encontrar el maravillosísimo secreto de enlazar en una unidad la grandeza de alma con la astucia, el espíritu que conoce con el espíritu que crea y engalana, la perseverancia y la viveza...

     Isaac se detuvo prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.

     -Se me ocurre, -añadió-, que esto es tan difícil como producir una tragicomedia que haga llorar y reír hasta el extremo, como hallar una acción cuyos elementos sean tan diversos como las auras y las tempestades, como el dolor y la alegría... �Oh carísimo señor! Bien pudierais llamaros una abreviatura del mundo, siempre que llevaseis a cabo la realización de vuestro plan.

     -Lo creo así, -dijo tranquilamente el altivo señor de Alconetar.

     Después de algunos momentos en que reinó silencio profundo, Jimeno dijo, acordándose de Amalia:

     -�Oh! �Si yo pudiese en el curso de mi vida recibir una guirnalda de laurel y rosas de manos de la gloria y del amor!

     Al escuchar estas palabras, don Guillén exhaló un profundísimo suspiro.

     Isaac se sonrió maliciosamente.

     -Vamos, -dijo Lara-. �Qué piensas tú de todo eso? Quiero saber tu opinión.

     -Antes de complaceros me permitiréis que os cuente parte de la historia de un dios.

     -�De un dios!

     -Sí, señor.

     -Pues vamos, cuenta.

     -Éranse tres dioses que disputaban sobre cuál había dejado su obra más perfecta. Neptuno había formado un toro, Vulcano un hombre y Minerva una casa. Para terminar la disputa, conviniéronse en elegir un juez que decidiese sobre el mérito de las tres obras. Como todos eran dioses, claro está que no podían sujetarse sino a otro dios. Eligieron a Momo, quien reprendió a Neptuno porque al toro no le había puesto las astas en la misma frente y por encima de los ojos para que pudiera ver claramente en dónde hería. Criticó a Vulcano porque no había hecho una ventana en el pecho del hombre por donde se pudiese ver lo que había en el corazón, y si correspondían con él las palabras o si procedía con engaño. Minerva, muy contenta viendo lo mal que habían librado sus competidores, túvose por vencedora, atendiendo a la hermosa proporción y ricos mármoles que había empleado al fabricar la casa. La diosa de la sabiduría conocía muy mal al descontentadizo Momo, que la reprendió porque no había hecho la casa portátil para que se pudiese trasladar a otro barrio, cuando uno diese con malos vecinos...

     -Ahora comprendo con cuánta razón te dan el sobrenombre de Momo.

     -Carísimo señor, habéis acertado mi pensamiento de dar razón de mi nombre. Mi maestro, que además de la medicina me enseñó él griego y muchos secretos de filosofía natural, atendido mi carácter, me llamaba siempre Stigio Momo, murmurador hasta de los dioses inmortales.

     -�Cuánta razón tenía tu maestro!

     -Ahora bien, �queréis todavía saber mi opinión respecto a cada uno de vuestros planes?

     -Sí, sí, -dijeron a la vez los tres jóvenes.

     -Va a repetirse la escena de los tres dioses.

     -No importa. �Qué dices de mi plan? -preguntó Gómez de Lara.

     -Que es una merienda de memoria.

     -�Y del mío? -preguntó Álvaro.

     -Os diré las mismas palabras de Marco Junio Bruto después de la batalla, de Philipos, en el momento de quitarse la vida: ��Oh virtud! no eres más que un nombre vano�.

     -Y mis deseos, �qué te parecen? -preguntó Jimeno.

     -Inútilmente buscaréis la corona de laurel y rosas de la gloria y del amor. �La gloria es un vano ruido! �El amor! Mientras que tengáis en los brazos a vuestra amada, ella en su imaginación estará contemplando el rostro del amante no poseído.

     Estas palabras resonaron dolorosamente en el corazón de Álvaro y Lara, que habían amado a la pérfida Elvira.

     Jimeno suspiró pensando en Amalia.

     -�Todo lo envenenas tú, víbora! -exclamó don Guillén.

     El judío se encogió de hombros.

     Durante largo rato nuestros jóvenes se estuvieron paseando por la estancia con ademán profundamente meditabundo. De pronto detúvose Gómez de Lara reparando en Pedro Fernández, que, inmóvil como una estatua, estaba de pie en la puerta. Don Guillén se había distraído, olvidándose de decir a su servidor que se alejase.

     -Y tú, Pedro, �qué es lo que más deseas? -preguntó Lara.

     -Señor, casarme con Mari-Ruiz.

     Grande hilaridad produjo esta respuesta en nuestros caballeros.

     La noche estaba ya muy avanzada. Jimeno y Álvaro se despidieron de don Guillén para irse a sus respectivos aposentos, después de haber quedado convenidos en verificar cuanto antes sus viajes y proyectos.

     Entretanto el judío murmuraba.

     -Los hombres proyectan mucho, y muy bien; pero después vienen los acontecimientos, y hacen que se realice poco y muy mal.

     Aquella noche nuestros jóvenes se durmieron entre un torbellino de ideas y sentimientos, en medio de los cuales aparecía el recuerdo del halconero. Los tres amigos, comparando sus deseos con los de Pedro Fernández, escuchaban en el fondo de su conciencia una voz que les decía:

     -�Feliz él!



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Capítulo XXXI

Que trata de muchas y grandes cosas

     La noche estaba tempestuosa. El huracán bramaba en la selva y la lluvia caía a torrentes. Al pálido fulgor de los relámpagos podían distinguirse los ennegrecidos muros de una alquería situada entre un bosque de encinas. De repente se oyeron las pisadas de un caballo, y casi al mismo tiempo apareció una luz en una ventana baja. Aproximose el recién llegado y cambió estas palabras:

     -�Fidela?

     -�Señor!

     -Abre.

     -Voy al punto.

     Entretanto el caballero echó pie a tierra.

     Algunos minutos después se abrió la puerta de la alquería y apareció una mujer con el índice sobre los labios, como recomendando la precaución y el silencio. Iba el caballero vestido de modo que parecía un espectro envuelto en un sudario. Llevaba el manto blanco que usaban los caballeros del Templo.

     El recién llegado entró su caballo en el portal, o para ponerlo a cubierto de aquella deshecha tormenta, o para evitar que a ningún peón le diesen tentaciones de convertirse en jinete.

     Luego que la mujer hubo cerrado la puerta, condujo al caballero, que la siguió andando de puntillas. Ambos penetraron en la estancia del piso bajo, que hemos dicho tenía una ventana que daba al campo. El aposento estaba amueblado con extremada sencillez, si bien se echaba de ver cierto lujo que, aun cuando rigorosamente no pudiera llamarse tal, conocíase, sin embargo, que en la alquería habitaban gentes que de seguro no eran pobres o modestos arrendadores. A lo largo de las paredes había suntuosos escaños forrados con ricas telas. Veíase igualmente una chimenea con encajes góticos, y en medio de la cual ardía media encina. En el testero de enfrente veíase una cuna de madera preciosa con embutidos de marfil y oro. La cuna estaba cubierta con una especie de colcha de seda negra.

     Nuestros personajes tomaron asiento el uno enfrente del otro, en dos sitiales que estaban a los lados de la chimenea. El caballero, fijó en su interlocutora los ojos con expresión a la vez triste e iracunda.

     -�Y a qué circunstancias, señor, se debe el que hayáis anticipado vuestra venida? -preguntó doña Fidela.

     -�No sabes nada?

     -Hace dos días os envié una carta con Mendo en que os anunciaba, que Matilde estaba muy malita. Supongo que recibisteis mi aviso, porque el mensajero me dio señas nada equívocas, anunciándome además vuestra venida para mañana. Y al ver que esta noche habéis venido, aun cuando hubiese tenido alguna desconfianza, ya no me sería permitido dudar de Mendo, a quien juzgo muy digno de nuestra estimación.

     -�Oh! No te fíes de nadie, -dijo el caballero levantándose y cerrando la ventana.

     -�Acaso creéis que Mendo?...

     -Si he de hablarte con franqueza, no me gusta mucho.

     -Como es vuestro arrendador...

     -Su padre era un excelente hombre, y más de una vez prestó importantes servicios a mi familia; pero respecto a su hijo, no tengo datos para juzgarle ni bien ni mal... En fin, vamos a otra cosa.

     -Decid, señor.

     -�Tú crees que ellos no se ven con frecuencia?

     -Me atrevería a jurar que desde que estamos aquí no se han visto.

     -Pues yo me atrevo a jurar lo contrario.

     -Señor, me parece que os equivocáis.

     -Fidela, te engañan miserablemente.

     -Yo no adivino cómo ni por dónde puedan verse. Constantemente estoy alerta, ya lo habéis visto esta noche; apenas sonaron las pisadas de vuestro caballo, os reconocí y salí a abriros. Ni de día ni de noche dejo de espiar todos, sus pasos; en fin, señor, perdonadme, pero me parece un imposible, una locura, lo que decís.

     -Y sin embargo, nada hay más cierto.

     Doña Fidela miró con grande extrañeza al caballero.

     -Señor, -dijo-, me parece imposible de todo punto.

     -Yo lo creo de todo punto cierto. Por más que la vigiles, al fin tú no eres de bronce, por fuerza algunas horas tienes que dedicarlas al descanso y al sueño, y entretanto... Nada hay más verdadero que aquello de �no puede ser guardar una mujer�.

     -Pero �por dónde es posible que se vean, por dónde? La llave de la puerta la guardo yo debajo de mi almohada; por el balcón es más imposible todavía, porque yo duermo junto a él...

     -Tal vez Mendo les ayude.

     -�Imposible! �Imposible!

     -Es inútil que nos cansemos en averiguar por dónde se ven; nos basta y sobra con saber que es verdad.

     -Pero �insistís?..

     -Toma y lee.

     El caballero sacó un papel que entregó a doña Fidela.

     En seguida el Templario levantose, y aproximándose a la puerta se asomó con precaución a las galerías y al patio de la quinta, y después de pasear por todas partes una mirada escrutadora, muy satisfecho de su examen, se volvió al aposento.

     La anciana leyó:

     �Inolvidable Rafael: Cada día se me hace más pesada la esclavitud en que vivo, y por último estoy resuelta a seguir tus consejos. Adonde tú me lleves, te seguiré con alegría, y allí viviré llena de júbilo, supuesto que jamás encontraremos obstáculos para nuestro amor. -Te aguarda impaciente la que jamás te olvida�.

     Doña Fidela se quedó más pálida que la muerte cuando hubo leído la epístola interceptada. El Templario miraba a la triste señora con aire de reconvención, a la vez que con aflicción profunda.

     -Y ahora, �qué dices?

     -Señor... Me parece un sueño.

     -�No reconoces su letra?

     -Efectivamente es suya... �Oh! Pero yo no comprendo cómo su naturaleza se ha cambiado en tales términos... �Qué afrenta, Dios mío! �Un amor tan impuro hacia un hombre tan odioso!... Y además señor, vos lo sabéis. �Qué crimen tan nefario!

     La triste señora comenzó a llorar amargamente.

     El misterioso personaje, es decir, el Templario, a pesar de su incomprensible energía de carácter, no pudo menos de acompañar con sus lágrimas el dolor inmenso de la desolada Fidela.

     -�Oh! -exclamó al fin la triste madre-. Tal vez no sea cierto; quiero creerlo así... �Cómo ha podido ella enviarle esta carta? �Cómo este papel ha llegado a vuestras manos?... Creeré primero que han falsificado su letra...

     Esta reflexión pareció impresionar bastante al Templario. Conociolo doña Fidela, y se aferró a este pensamiento, como el náufrago se aferra a la tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación.

     -No, no, -dijo el Templario por último-. Ni ese consuelo nos queda. �Para qué engañarnos?...

     -�Pero aquí no viene nadie!... Y Mendo, estoy segura de que no ha sido el portador de esa carta. �Decid! �Cómo ha llegado a vuestras manos?

     -Por una casualidad.

     El Templario refirió a Fidela cómo el trovador le había llevado aquella carta a Jaraicejo.

     -Desgraciadamente, -añadió-, no estaba yo allí cuando llegó el armiguero, por lo que éste entregó la carta al fiel Millán, encargándole mucho que al dármela no dejase de decirme que aquel billete se lo habían entregado a él, tomándolo por Rafael Matías Castiglione. Millán me dijo también que esta feliz equivocación había tenido lugar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz.

     -�En Alconetar! -interrumpió vivamente la madre de Elvira.

     -Justamente.

     -�Y no sabéis quién fue la persona que le entregó la carta al armiguero?

     -Lo ignoro.

     Y así era la verdad, por más que la anciana lo dudase o lo sintiese, que duda y pena a la vez se leía en la mirada investigadora que clavó en el Templario. Cuando el trovador llegó a Jaraicejo, después de ser reconocido por el viejo Millán, fuele franqueada la puerta de la misteriosa casa, y no hallándose en ella el Templario, se afligió sobremanera no sabiendo en dónde encontrarlo. Millán le aseguró que había prometido volver al día siguiente, en vista de lo cual, Jimeno, deseoso de volverse cuanto antes a la Encomienda, dio su encargo al viejo servidor, y sin más ausentose después de haber sabido que su padre se hallaba muy aliviado, y que a la sazón dormía profundamente. De este cúmulo de circunstancias resultó que, no habiendo el Templario hablado con Jimeno, por creer bastantes para su intento las noticias que le diera Millán, en el caso presente el caballero ignoraba muchos pormenores respecto a la manera cómo había sido interceptada la carta.

     -Sí, sí... �Ella ha sido! -exclamó Fidela-. �No ha podido ser otra! �Ahora se abren mis ojos!

     -�De quién hablas?

     -De una infame vieja que indudablemente ha sido la que ha convertido el ángel en demonio, la que ha infundido en el pecho de Elvira el soplo infecto de la corrupción. �Maldita Plácida!

     -�Ah! �Esa es la sirvienta que tomasteis en la villa de Alconetar?

     -Sí, señor. Esa endiablada mujer logró seducirme, porque tiene todas las apariencias de una santa.

     El Templario permaneció algún tiempo sumido en la más honda meditación y con la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando levantó el rostro, las lágrimas corrían por sus mejillas.

     -�Oh, querida Fidela! -exclamó con voz tristísima-. El cielo no se ha cansado todavía de perseguirnos. Tú eres una criatura celestial, caritativa, y fiel hasta el extremo de que tu nombre es la expresión verdadera de tu alma generosa. Y sin embargo, �cuántas aflicciones han caído sobre ti! Has visto a una de tus hijas esposa de un ladrón; por complacerme te has separado de tu esposo; por serme fiel has sido capaz de los más heroicos sacrificios... �Ah! Mil reinos que tuviera no bastarían a recompensar tu adhesión y tus virtudes.

     -Señor, no me destrocéis el corazón con vuestras bondadosas palabras, cuando merezco las más severas reconvenciones... �No me habléis así!

     -No, Fidela, no. �Qué culpa tienes tú de las desgracias que nos han sobrevenido? �Qué fuerzas tienes tú, pobre mujer, contra lo que el hado o la Providencia dispone? Tú sabes que un destino cruel me ha empujado a un abismo, del cual �ay! no me es ya posible salir. Tú sabes que mis desgracias han sido tan espantosas, que han trasformado mi naturaleza hasta el extremo en que me ves, cubriéndome con un hábito tan ajeno de mi decoro; mis infortunios han sido tan inmensos, que han levantado en mi espíritu fuerzas que largo tiempo estuvieron adormecidas; mi índole y mi condición se han trocado hasta un punto que jamás hubiera creído... �Ay! La timidez se cambió en valor, la virtud en crimen, la alegría en desesperación, la caridad en deseo ardiente de venganza... Y tú también, Fidela, tú también sabes que no ha sido todo por mi culpa... �Hubo un tiempo tan dichoso para mí! �Vivía tan inocente!... �Ah! �Qué crimen, Dios mío, qué crimen había yo cometido para caer tan bajo, para sufrir tamañas desventuras?

     El rostro del Templario en aquel momento expresaba tan amarga tristeza, desesperación tan grande, tan intenso dolor, que hubiera conmovido a un corazón de diamante. El Templario y doña Fidela continuaron largo rato sumergidos en un doloroso silencio.

     -Ahora, -dijo súbitamente el caballero-, ahora es preciso pensar en poner un dique a tantos desórdenes. A todo trance es necesario evitar que esa mala hembra satisfaga sus caprichos vergonzosos, sus deseos criminales.

     -�Y qué haremos en este caso?

     -Partir inmediatamente de esta alquería.

     -�Y adónde iremos?

     El Templario reflexionó profundamente.

     -Si los Estados de mi hermano estuviesen menos distantes, exigiríamos de él auxilio; pero...

     -�No posee también algunos pueblos y castillos en esta comarca?

     -Sí; pero sería imposible hacerse obedecer sin que precediesen órdenes de mi hermano.

     -Pudierais...

     -Jamás, Fidela, jamás, -repuso vivamente el Templario, que sin duda había adivinado el pensamiento de la dama-. Nunca, -continuó-, nunca me descubriré... sobre todo a los vasallos de mi hermano.

     -�Pues él no sabe?...

     -Únicamente que vivo; lo demás lo ignora, y puede que acaso jamás llegue a saberlo.

     -En ese caso, -dijo doña Fidela-, �qué haremos?

     -Tu esposo puede sacarnos del apuro.

     -�Mi esposo! �He oído bien?

     -Es el único que puede salvarnos, supuesto que para ello se necesita extremada celeridad.

     �Y cómo?

     -Yo lo arreglaré todo.

     -Tened en cuenta, señor, que pueden arrebatarla, que ese hombre es valiente y poderoso, y que para contrarrestar sus planes acaso necesitaremos valernos de algunos hombres de armas.

     -Esa es la gran dificultad y la razón por que siento no estar cerca de mi hermano; pero en fin, ya te he dicho que todo se arreglará. La cuestión aquí es no perder tiempo, pues que ya a estas horas Castiglione puede haber descubierto que su carta ha sido interceptada, y es muy probable que intente arrebatar a Elvira, �quién sabe? acaso esta misma noche.

     -�Dios mío! �Dios mío!

     -No te aflijas; yo estaré aquí mañana a estas mismas horas, y me seguirá una escolta capaz de resistir a un ejército. Mi designio al venir esta noche ha sido únicamente avisarte de lo que se trama, para que vivas alerta y prepares a Elvira, a fin de que mañana estéis dispuestas a abandonar esta alquería.

     -�Y si entretanto ese hombre odioso?... �Ah! �Quién había de creer que Elvira había de cambiar de esta manera?

     El Templario suspiró.

     -Si te parece, Fidela, puedes hacerle una revelación. Dile todo el horrible misterio que hace que la llama de ese amor sea una llama del infierno.

     -�De veras, señor! �Os parece bien que se lo descubra todo?

     -�Todo!

     -�Y qué adelantaremos?

     -Mira, Fidela, si después de saber ella una verdad tan terrible continúa en su ceguedad, diré que Elvira no es una mujer, sino un demonio que ha tomado una figura encantadora e inocente, como ella era, o por mejor decir, como ella parecía en sus primeros años.

     -Mucho me temo...

     -No, no, Fidela. No la ultrajes hasta ese punto. Yo no puedo creer que su alma esté tan corrompida. Estoy seguro de que ella se horrorizará, no de su crimen, sino de su desgracia.

     -�Oh, señor! Elvira es una mujer singular. Toma todas las formas, y aparece a mis ojos con tantos colores como el arco iris, como una serpiente que a los rayos del sol se desliza rápida entre la verde hierba. Ella es un arpa que despide todos los tonos, mil encontradas melodías; es un instrumento misterioso, una voz del infierno y maravillosamente flexible, que ora entona melancólicas y dulces endechas, ora un canto de alegría, ya un himno triunfal, ya los salmos de los muertos. Os aseguro, señor, que me aterra, que me espanta, que me confunde esta mujer. Algunas veces me sonríe tan dulcemente, me dice �madre� con una voz tan cariñosa, que, os lo digo con franqueza, me hace derramar lágrimas de ternura, y me conmueve de tal manera, que sería capaz de perdonarle los crímenes más atroces, las injurias más crueles. �Yo la quiero tanto!

     -�Cuán desgraciados hemos sido! �Por qué ha querido Dios castigarnos tan cruelmente? Elvira desde pequeña ha sido un ser incomprensible.

     -Verdaderamente incomprensible. Después de sus efusiones cariñosas y dignas del más acendrado amor filial, pasa de pronto a los más extraños accesos de furor, de ingratitud y hasta desprecio hacia esta pobre anciana, que daría por ella mil vidas que tuviera, y que por alimentarla, vestirla y satisfacer todos sus deseos razonables, sería capaz de recorrer el mundo del uno al otro confín, pidiendo una limosna por amor de Dios, para probarle mi amor a ella. Y sin embargo, Elvira no me ha querido nunca, porque la creo incapaz de amar a nadie de corazón. Pero de algún tiempo a esta parte, su indiferencia se ha trocado en aborrecimiento. �Oh! �Estoy segura de que me aborrece!

     Y esto diciendo, la afligida señora comenzó a llorar con el más amargo desconsuelo.

     Después añadió:

     -Y lo que más me mortifica es la desigualdad de su carácter. Yo no puedo concebir cómo, en un instante, de la dulzura más angelical pasa a los arrebatos más frenéticos de ira y desesperación. �Oh, señor! Si yo continúo mucho tiempo a su lado, estoy segura de que voy a volverme loca.

     Y doña Fidela, con ademán a la vez extraviado y dolorido, se golpeaba la frente, diciendo:

     -�Quién me lo había de decir? Ella ha burlado toda mi vigilancia y se ha echado a cierraojos en brazos de la deshonra. �Qué horror! �Qué horror? �Qué horror!

     Triste espectáculo en verdad presentaba la infeliz anciana.

     El Templario la miraba con aire triste y sombrío a la par que con profunda compasión.

     Súbito oyose un ligero rumor hacia la puerta.

     El caballero y la dama se miraron sorprendidos.

     -�En dónde está Elvira? -preguntó el caballero poniéndose en pie de un salto.

     -Cuando vos llegasteis estaba durmiendo.

     -�Me habrá oído tal vez?

     -�Quién sabe?

     El Templario se dirigió a la puerta, salió a la galería y examinó cuidadosamente aquel recinto, un olvidar el patio; pero nada oyó, a nadie vio. Sólo observó que el cielo permanecía encapotado con negras nubes que cada vez más se iban condensando. La lluvia se había disminuido, el viento había aflojado algún tanto; pero nuevas ráfagas comenzaban a empujar las nubes que volaban antecogidas por el huracán, como los pueblos huían despavoridos del látigo de Atila. Los truenos sonaban lejanos, los relámpagos lucían débilmente, la tempestad se había detenido; pero no había pasado. El caballero tornose al aposento, muy convencido de que nadie había podido escuchar su conversación con doña Fidela, y que el viento había sido la causa del ruido que habían hecho las hojas de la puerta.

     -�No habéis visto a nadie?

     -No.

     -Es posible que Elvira continúe durmiendo.

     -Sin embargo, los truenos han podido despertarla. �No hay nadie más en la quinta?

     -Esta noche estamos solas.

     -�Cómo así?

     -Mendo ha ido a Cáceres a comprar provisiones.

     -�Hum! �Hum! -murmuró el Templario-. Te aseguro que ese maldito Mendo me da muy mala espina... Afortunadamente mañana dejáis esta vivienda... Tenlo todo preparado...

     -�Oh! Elvira me va a querer sacar los ojos cuando le dé esa noticia.

     -Arréglate como mejor puedas, y redobla tu vigilancia, por si acaso proyectasen alguna intentona durante el breve plazo que nos queda.

      -Ved, señor, ved qué madre tan desnaturalizada. En la carta que ha escrito a su odioso amante ni le dice una palabra siquiera respecto a su hija... Venid, señor, y estremeceos, porque es horrible lo que vais a ver.

     Esto diciendo, doña Fidela tomó la lamparilla que había dejado sobre la mesa, y condujo al caballero al extremo de la estancia en que hemos dicho había una cuna.

     Fidela levantó la negra tela, y aproximando la luz, dijo al Templario:

     -�Mirad!

     La cuna era más bien un sepulcro.

     -Ni una lágrima, señor, ha derramado Elvira. Ella duerme tranquilamente, mientras que su hija reposa por la última vez en esta cuna, en que yo tantas noches he arrullado el sueño de la inocencia. �Pobre Matilde!

     El Templario permaneció largo rato con los ojos fijos sobre la encantadora criatura, que parecía dormida. La muerte, que había segado sin temblar aquella flor delicada, no había podido grabar su asqueroso sello en aquellas facciones infantiles. �Pobre niña! Su rubia y rizada cabellera caía como un vellocino de oro sobre su cuello de cisne, y su boca entreabierta parecía sonreír a los ángeles que le brindaban su eterna compañía en las alturas del cielo.

    Los ojos del Templario estaban inmóviles y vidriosos, su tez lívida y su rostro desfigurado con horribles visajes.

     -Sí, -exclamó de pronto con voz de trueno-. �Sí! Dios la ha aniquilado, porque ella era un crimen viviente, fruto podrido de un horroroso incesto. Desde el vientre de tu madre, �oh desdichada criatura! habían lanzado los cielos su maldición sobre ti.

     No bien había pronunciado estas terribles palabras, cuando pareció que la casa se conmovía hasta en sus cimientos, y que la bóveda estelante con horrísono estruendo se desplomaba sobre la tierra estremecida. La anciana lanzó un grito desgarrador y la lamparilla cayó de su mano. Un trueno espantoso y prolongadísimo había recorrido la región del aire, como si la voz de la cólera divina hubiese querido contradecir o confirmar las palabras del Templario. La habitación había quedado siniestramente iluminada por el vacilante y rojizo fulgor del fuego del hogar. Durante largo espacio reinó en la estancia profundo silencio. La anciana, cubierto el rostro con ambas manos, la cuna, el cadáver, el Templario con su hábito blanco, que se destacaba crudamente en el raedizo fondo de aquella semioscuridad, el lucir de los relámpagos que penetraba por la mal entornada puerta, el eco retumbante de los truenos, los aquilones desplegando toda su rabia, y la lluvia que con estrépito se desgajaba del seno de las nubes, semejantes a otros tantos ríos suspendidos en el cielo, todo esto, dentro y fuera de la habitación, formaba un cuadro horroroso; fantástico, repugnante y a la vez magnífico y sublime.

     -�Adiós, Fidela! -gritó de repente el Templario.

     -El señor os acompañe.

     -Que no olvides mi encargo. Revélaselo todo, caso de que haya peligro, y que los áspides del remordimiento emponzoñen su corazón y turben su espíritu y le hagan retroceder espantada ante el abismo de sus hediondos crímenes.

     -Está bien, señor.

     -Hasta mañana.

     -Aguardad un poco. �No teméis a la tempestad?

     -Yo desafío sus furores.

     -�Jesús, María y José! -exclamó Fidela santiguándose toda llena de pavor al ver un gran relámpago.

     Un momento después se oyó el galope de un caballo. El Templario desapareció rápidamente. Al ver entre las tinieblas de la noche aquella blanca figura cruzar por desconocidos senderos sobre su volador caballo, diríase que era el genio de las tempestades. Apenas hubo salido el caballero de la alquería, cuando Fidela, sin detenerse a encender la lamparilla, salió de la estancia del piso bajo y se dirigió a su aposento. La triste señora, después de las diversas y dolorosas emociones que habían fatigado su espíritu, experimentaba imperiosa necesidad de reposo. Como era natural, antes de irse a recoger, cerró y atrancó cuidadosamente la puerta de la alquería. En seguida encaminose al piso alto por un estrecho corredor y tan lóbrego, que le hubiera sido imposible ver ni los dedos de sus manos. No obstante, como conocía perfectamente la localidad, y persuadida por otra parte de que nada tenía que temer, continuó su camino con la mayor confianza.

     Súbito lanzó un grito agudísimo.

     -�Oh!.. �Soltadme!... �Quién sois?

     -�Conque hasta mañana, eh? -dijo una voz en la oscuridad, una voz cuya entonación siniestramente irónica heló de espanto a la aturdida doña Fidela.

     -�Me queréis asesinar?... �Quién sois?... �Elvira! No, no. �Imposible!

     -�Por qué ha de ser imposible, señora? Elvira en persona es la que os habla. �Gracias a Dios que ya sabemos el objeto de las relaciones que conserváis con ese misterioso personaje! Ya sabemos que sólo tratáis de contrariarme. �Sabéis vos lo que es una mujer enamorada?... �Mañana partiremos de esta alquería!... Por mi vida, os juro que no será así. Aunque siempre es una prueba de que me profesáis poco afecto el que os opongáis a mis amores, no me irrita tanto, porque, al fin, vos podéis hacerlo, vos sois mi madre... pero el que ese hombre misterioso quiera mezclarse en nuestros asuntos y contrariar mi pasión incontrastable, eso no se puede soportar, y yo no lo sufriré.

     Estas palabras fueron pronunciadas con un acento que revelaba una resolución irrevocable. Doña Fidela comprendió que gran parte de su conferencia con el Templario había sido escuchada por Elvira, y que, por consiguiente, era ya casi imposible reducirla a que dejase aquella mansión, si ya no es que antes del plazo prefijado no procuraba ella ponerse de acuerdo con su amante, en cuyo caso, cuando el Templario volviese a la siguiente noche, ya Elvira y Castiglione habrían podido ausentarse de la solitaria vivienda.

     -�Quién es ese demonio de hombre? �Con qué derecho pretende mortificarme? �Sabe Dios quién será!... Unas veces lo he visto aparecer con el traje de mendigo, otras fingiendo que estaba leproso; algunas veces en traje de soldado, y otras muchas cubierto con el manto de los caballeros del Templo. �Siempre con disfraces y ficciones! �Siempre con misterio s y exigencias! Ni una sola vez os ha visitado sin que haya traído alguna calamidad. Ahora que la venda ha caído de mis ojos, comprendo muy bien que el variar constantemente de morada, nuestra vida misteriosa y errante, ha sido a causa de los consejos o las intrigas de ese hombre infernal... �Y ya es tiempo de que esto concluya! �Quién es ese misterioso personaje? Quiero saberlo.

     Doña Fidela, ya recobrada de la sorpresa que le había causado aquel súbito encuentro, respondió:

     -Ese misterioso personaje tiene razones muy poderosas, tanto para vivir continuamente disfrazado, cuanto para mezclarse en nuestros asuntos y exigir nuestra obediencia con una autoridad soberana.

     -Esa obediencia podrá exigirla de vos, que le conocéis; pero por mi parte, yo os digo que en ninguna manera me prestaré a ser el juguete de los caprichos de su voluntad. Si él quiere que dejemos esta mansión, yo quiero lo contrario, y en cuanto a voluntad tengo yo tanta como pueda tener ese caballero, ese miserable, porque no puede menos de ser un gran criminal, supuesto que así se oculta eternamente bajo innobles disfraces.

     -�Calla! -gritó indignada doña Fidela-. Ante ese hombre deberías humillarte de rodillas y besar sus pies y la tierra que pisara. Él te ha colmado de beneficios, a él le debes, ingrata huérfana, tu educación, tu subsistencia y seguridad, y hasta la vida que te salvó con riesgo de perder la suya... En cuanto a lo que dices de no obedecerle, nada me importa, con tal que me obedezcas a mí, a tu madre, a tu madre.

     -�Vaya! -exclamó la joven con sacrílega sonrisa-. �Qué llena estáis de autoridad maternal!

     -Hija vil e indigna. �Te atreves a oponerte a mis mandatos? �Oh! Yo no sé cómo Dios no te aniquila con el rayo y el trueno que ahora mismo estremecen al firmamento. �Oh, Dios! -exclamó la afligida madre con voz solemne, extendiendo sus brazos hacia el cielo ceñudo-. �Oh, Dios que te reclinas tranquilo sobre las alas de fuego de la tempestad; tú, que en la sagrada cumbre del Sinaí dijiste a los hijos �honrad a vuestros padres y a vuestras madres, para que viváis largo tiempo en la tierra prometida�; tú, Señor, que ves todas las cosas y miras desde el cielo la satánica soberbia de esta hija de la tierra, de esta hija rebelde que insulta y escarnece a su pobre madre, porque intenta sacarla del inmundo pozo de la voluptuosidad que la devora; tú, Señor, que conoces que Elvira es más criminal aún de lo que ella se figura, haz que la muerte ponga término a su existencia, si ha de continuar un solo día más sumergida en el lodazal hediondo de esa pasión vergonzosa!

     Elvira guardó silencio, al escuchar las terribles palabras de su madre.

     -Oídme, Señor, oídme, porque os lo ruego de todo corazón. �Oídme!

     Y esto diciendo, doña Fidela cayó de rodillas, y con los brazos extendidos, elevados los ojos al cielo, la faz encendida en santa indignación, repetía:

     -�Oídme, Señor, oídme!

     Elvira prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -�Qué patética os ponéis!... �Me habéis convencido, señora! Me habéis convencido de que poseéis una habilidad admirable para representar autos sacramentales... Vamos, señora, entonad otra plegaria... �Sabéis rezar maravillosamente bien!

     Doña Fidela se levantó exhalando un gemido de lo más profundo de sus entrañas.

     -Ya os he dicho, querida madre de mi corazón, que nada ni nadie podrá moverme a seguir ese antojo de que abandonemos esta alquería. De lo contrario, ya veréis lo que yo hago... �Ya veréis de lo que yo soy capaz!

     Y al decir esto se animaron sus ojos con un brillo más siniestro aún que el relámpago que iluminó en aquel instante el lívido rostro de Elvira.

     Luego volvió a preguntar:

     -�Quién es ese hombre? �Por qué se opone a mi amor?

     -Yo te lo diré... �Sígueme!

     La anciana se encaminó hacia la escalera, y llegando al piso alto de la quinta, atravesó una galería y penetró en el aposento que servía de dormitorio a ambas. Aquella habitación se dilataba a lo ancho de la fachada o frente de la quinta, y estaba dividida en tres separaciones. En la primera dormía doña Fidela, quien tenía el lecho junto al balcón que caía precisamente sobre la puerta del campo. En la habitación del centro dormía Elvira. Doña Fidela habíale designado aquella estancia, atendiendo a que era imposible por allí toda comunicación, supuesto que ni balcón ni ventana había. En el aposento último tenían nuestras damas un guardarropa, una papelera y un gran cofre, muebles que pertenecían a doña Fidela y que ésta llevaba consigo siempre en todos sus viajes o traslaciones de domicilio. En aquella estancia había una ventana enrejada con fuertes barrotes de hierro. La anciana, por evitar que Elvira se comunicase con Castiglione, llevaba siempre consigo la llave de aquella habitación. Y con tales precauciones, doña Fidela se imaginaba que nada tenía que temer respecto a la seguridad de Elvira. Muy pronto la infeliz madre conoció que muy frecuentemente era engañada. Doña Fidela penetró en la primera pieza, y tomando asiento en un sitial que estaba junto a su lecho, hizo una seña a Elvira para que también se sentase.

     Obedeció la joven.

     Después de algunos momentos de profunda reflexión, durante los cuales doña Fidela pareció evocar mil confusos recuerdos, tomando una actitud a la vez dolorida y solemne, dijo:

     -Hija mía, voy a referirte cosas que harán se te ericen los cabellos; pero, por más terribles que sean, tales son las circunstancias en que respectivamente nos encontramos, que no es posible ya por más tiempo guardar silencio sobre este punto.

     -Os escucho, -respondió con desdeñoso acento la altiva joven.

     -Hace muchos años que una dama de muy distinguido linaje, por una serie de extraños sucesos que ahora no es del caso referirte, vino a caer bajo el dominio de un hombre tan disforme como astuto y orgulloso. La dama aborrecía de muerte al tal caballero; pero éste en cambio adoraba a la señora tanto como se lo permitía su índole diabólica. Desde luego comprenderás que el amor de un hombre semejante no merecía que se le diese este nombre, sino más bien el de apetito brutal. Me he propuesto, hija mía, no fatigar tu atención narrándote, mil y mil pormenores a cual más repugnantes y dolorosos...

     -Como gustéis, -dijo con indiferencia Elvira.

     Doña Fidela clavó los ojos en su hija, e hizo un ademán que significaba:

     -Ya verás cómo al fin no estarás tan impasible.

     La dama continuó:

     -Así, pues, me limitaré a decirte lisa y llanamente que el caballero consiguió seducir a la dama, habiendo dado por fruto estos amores misteriosos a una niña encantadora, una niña �ay! que algún día había de cambiar su naturaleza de ángel en demonio, y había de convertir en espantosas torturas todas las lozanas esperanzas que su madre al darla a luz había concebido.

     Doña Fidela se detuvo algunos instantes en su narración.

     Luego la anudó, diciendo:

     -�Y sabes, Elvira amada, quién era el infame caballero? Le llamo infame, porque después de haber abusado de la sinceridad y cariño de la dama, trató, no de abandonarla a su dolor, sino de asesinarla vilmente, hallándose en cinta.

     Elvira ni pestañeó siquiera oyendo este relato.

     -Por una casualidad inexplicable, por un milagro, logró la dama salvarse del puñal del infame asesino, y... �admírate! andando el tiempo, aquel caballero, que sólo tiene de hombre la figura, vino a inspirar a su propia hija una pasión tan enérgica como vergonzosa.

     Los labios de Elvira se dilataron con una sonrisa diabólica.

     -Eso prueba, -dijo-, que el tal caballero nada había perdido de su mérito.

     -Precisamente es un hombre disforme.

     -Eso no importa; hay personas que sin estar dotadas de hermosura, poseen un prestigio tan inexplicable como irresistible.

     Doña Fidela miró fijamente a su hija, y exhaló un profundo suspiro.

     -Lo que eso prueba, -dijo dolorosamente la dama-, es que las almas viles se comprenden maravillosamente. Los demonios tienen entre sí la misma simpatía que los ángeles. El crimen busca al crimen, así como la virtud busca a la virtud.

     -Muy bien, madre mía; continuad, si os place.

     -Ahora nada más tengo que añadir, sino que la niña eres tú y el caballero era Castiglione.

     -�Castiglione!

     -Mejor dirías tu padre.

     -Y la dama, �quién era?

     Doña Fidela se detuvo algunos instantes.

     Al fin respondió, no sin alguna timidez:

     -Claro está que era yo.

     -�De veras? �Oh! Me parece que estáis muy equivocada, -dijo una voz con acento de burla, a la vez que en la puerta que comunicaba con la habitación del centro apareció un hombre vestido en traje de caza.

     Doña Fidela clavó sus ojos atónitos en el personaje aparecido, y quedó muda, extática, fascinada como el pajarillo en presencia de la serpiente. Ni aun siquiera tuvo fuerzas para lanzar un grito. Pálida e inmóvil, hubiérase dicho que era una estatua, a no ser por la intensidad de su mirada, que a la vez revelaba ira, temor, angustia y asombro.

     -Vamos, -dijo Elvira sonriéndose-; me alegro mucho de que os hayáis presentado en tan buena ocasión para sacarnos de dudas. Según todas las señas, parece que habéis oído la peregrina historia que acaban de referirme. Ahora bien, mi querido Castiglione, yo os pregunto: �Sois por ventura mi padre?

     -Desde luego, hermosa Elvira, puedo asegurarte que no hay tal cosa.

     -�Qué habéis dicho! -exclamó con desentonado acento doña Fidela.

     -Señora, o vos sois su madre, o no. Si no sois, ningún parentesco me une a Elvira, ningún lazo más que el de mi amor inmenso.

     -Sí, sí, ella es mi hija; yo soy su madre.

     -Pues bien, Elvira, yo no soy más que tu amante respondió Castiglione.

     -Pero entonces esa historia...

     -Esa historia es una impostura.

     -�Una impostura! -exclamó doña Fidela retorciendo de dolor sus manos.

     -Sí, señora, -dijo Castiglione-; habéis mentido villanamente.

     -�Oh! Sobre los cuatro Evangelios juraría yo que lo que he dicho es verdad.

     Castiglione sonriose malignamente.

     Luego se dirigió a la mesa, sobre la cual había un Crucifijo. Castiglione lo tomó, y presentándoselo a doña Fidela, dirigiole estas palabras:

     -Si es verdad lo que decís, señora, jurad por esta sagrada imagen, para que Elvira se convenza de que vos decís verdad, de que yo soy un impostor.

     -Sí, sí, juraré una y mil veces.

     Castiglione, señalando al Crucifijo con una actitud verdaderamente pontifical, preguntó:

     -�Juráis por el nombre de Cristo crucificado que vos sois la madre de Elvira?

     Al hacer esta pregunta el calabrés, doña Fidela retiró rápidamente su mano, que había extendido sobre la sagrada imagen.

     -�Oh! -pensó-. No me es posible revelar todo el secreto. El mismo Castiglione, aunque sabe quién es Elvira, ignora si vive su madre... Si yo la descubro, todos sus planes serán destruidos. No, no, seamos fieles; yo no la descubriré nunca... �Qué situación tan cruel!

     -Vamos, �qué decís ahora? -preguntó Castiglione con irónica sonrisa.

     La triste dama guardó profundo silencio.

     -�No queréis jurar? -insistió el italiano.

     -No, no, -repuso doña Fidela haciendo un esfuerzo sobrehumano.      -Basta que yo lo diga; no es preciso tomar el nombre de Dios para que sea cierto lo que he dicho.

     -�Vaya una salida! -exclamó el italiano prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada y volviendo a colocar el Crucifijo sobre la mesa.

     -�No decíais que erais capaz de jurar una y mil veces? -preguntó Elvira con incisivo acento.

     Doña Fidela miró a Elvira con terror, y una maldición espiró en sus labios. No obstante, fue dueña de contenerse, y dulcificando su acento de una manera extraordinaria, dijo con una actitud suplicante y capaz de enternecer a un mármol:

     -Hija de mis entrañas, este hombre es un demonio que te abre las puertas del infierno. No le sigas, hija mía, porque tarde o temprano tendrás que arrepentirte. La pasión en que ardes es una llama criminal y vergonzosa, un amor impuro y repugnante como el incesto... Créeme, hija de mi corazón... �Este hombre es tu padre!

     -�Pues me gusta la idea! �Habéis inventado esa fábula para retraerme de mis amores?

     -�Hija indigna!

     -Si hubiéramos estado solas, acaso me hubierais hecho creer vuestra peregrina historia; pero afortunadamente la presencia de este caballero no ha podido ser más oportuna para desmentiros.

     -�Oh desesperación!

     -Hasta he llegado a creer que acaso no sois mi madre.

     -Y si no, que lo jure, -dijo Castiglione.

     La anciana inclinó la cabeza, como si el golpe hubiese sido demasiado para ella. Tantas y tan violentas emociones habían fatigado su espíritu, que durante mucho tiempo permaneció en su sitial, inmóvil como un tronco. La única señal de vida que daba consistía en un estremecimiento nervioso que de vez en cuando agitaba convulsivamente su cuerpo. Entretanto Elvira y Castiglione cambiaron algunas palabras, y en seguida se ocuparon de hacer un envoltorio que contenía todos los vestidos y alhajas de la joven. Luego el italiano se dirigió al balcón, abrió la puerta, y con un silbato dio tres puntos agudos, que repitió con algún intervalo. Pocos momentos después se oyó el galope de algunos caballos que se detuvieron en la puerta de la alquería. El italiano invitó a Elvira para que sin dilación le siguiese. Doña Fidela, saliendo de su estupor, se dirigió a la joven, y con acento de suprema angustia exclamó:

     -�Hija de mi alma! �Serás capaz de abandonarme? �Adónde vas, Elvira?

     Castiglione asió de la mano a la joven, la cual le siguió sin resistencia. Sin embargo, tal era la aflicción de la pobre madre en vista de tan cruel abandono, que Elvira, a pesar de la diabólica adhesión que la impulsaba hacia el Templario, no pudo menos de volverse a doña Fidela, y decirle:

     -Perdonad, madre mía, si os dejo; pero no me es posible obrar de otro modo.

     -�Hija mía! �No te mueve a compasión el dolor en que me dejas? �Hija mía!

     Castiglione, cansado ya, de los lamentos de la vieja, con irónica sonrisa dijo:

     -�A fe que sois mala cristiana! Está escrito que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Ahora bien, lo que se dice del hombre, dícese igualmente de la mujer. �Por qué no aplicáis esto a vuestra hija?

     -�Sacrílego! -gritó indignada la madre-. �Sois por ventura su esposo? �Podéis serlo? La antorcha de vuestro himeneo está encendida en el infierno... Elvira, te lo repito, ese hombre es tu padre.

     -Vamos, amada mía, sígueme, -dijo el italiano.

     -En nombre de tu hija, que yace muerta en su cuna, y a la cual olvidas sin consagrarle ni una mirada, ni una lágrima, yo te suplico, amada Elvira, yo te suplico que obedezcas mis mandatos.

     -No nos detengamos, que es tarde.

     Y esto diciendo, Castiglione comenzó a andar, arrastrando en pos de sí a Elvira, que había palidecido espantosamente.

     -�No temes a la ira de Dios, hija mía? �No crees en la gloria ni en el infierno?

     -Dejaos de esas cosas, señora, -respondió Castiglione clavando una mirada furibunda en doña Fidela, que, haciendo un esfuerzo sobrehumano sobre sí misma, consiguió dominar su indignación, y cayendo de rodillas a los pies de aquel hombre infernal, comenzó a suplicarle con tanta aflicción y ternura, que partía el corazón.

     -Señor Castiglione, -decía la pobre madre-, �tened piedad de mí! Vos no sois tan cruel, que vayáis a arrebatarme mi única dicha. Anciana desvalida y triste, si Elvira me abandona, �a quién volveré los ojos? Me quedaré sola, sola en este mundo, y entonces... �ay! �Para qué quiero vivir? �Oh, señor, dejadme a Elvira; yo la amo, soy su madre, y no quiero que se vaya! �Abandonarme Elvira! �Vivir sola! �Sabéis, señor, el eco doloroso que este pensamiento deja en el corazón de una madre? No, no, yo no puedo resistir una suerte tan funesta, una sentencia tan cruel, una resolución tan bárbara, que emponzoña mi vida, que me arrebata toda esperanza y que me llena de amargura sin fin. �Mil muertes me serían más llevaderas que esta separación cruel!... �Ah, señor Castiglione! Yo bien sé que sois un noble caballero, generoso, magnánimo y compasivo, y que no sois capaz de mirar mi aflicción con ojos enjutos. �Estoy segura de ello! Si acaso me habéis tratado con alguna dureza, lo comprendo perfectamente, es porque tal vez mis palabras han sido un poco ásperas o indiscretas. �Perdonadme, señor, yo no supe lo que me decía!

     Y esto diciendo, doña Fidela abrazaba las rodillas del Templario, y a la par que sus ojos eran dos fuentes de lágrimas, sus labios sonreían dulcemente, se esforzaba por dar a su rostro una expresión lisonjera y suplicante, a fin de ablandar aquel corazón de hiena.

     Elvira estaba pálida, silenciosa y con los ojos bajos, Castiglione estaba azul de ira, y su disforme rostro, horriblemente contraído y ceñudo, parecía el de un condenado.

     Doña Fidela continuó:

     -�Tened compasión de mí! Y si queréis arrebatarme a Elvira, yo me tenderé atravesada en el dintel de la puerta, y tendréis que saltar por encima de mi cadáver, o me atravesaré en vuestro camino para que los cascos de vuestros caballos hieran mi frente, rompan mi cráneo, y que mi sombra os persiga en medio de vuestros placeres, como la voz lenta, sorda implacable del remordimiento.

     -�Ira de Dios! -exclamó furioso Castiglione-. �A fe que estáis importuna! �Apartaos!

     Y aquel hombre brutal dio un fuerte empellón a la desolada Fidela, y salió de la estancia seguido de Elvira.

     Cual tigre hircana que sintiendo el arpón lanzado por mano insegura, se precipita sobre el cazador que intenta arrebatarle sus cachorros, así, y aun más furiosa, levantose doña Fidela, y con la rapidez del pensamiento corrió hacia los amantes que ya comenzaban a bajar la escalera. Pálida, desmelenada, frenética de furor, precipitose Fidela sobre Elvira y el italiano, y con fuerza incomprensible y superior a su sexo, empujó violentamente a la infernal pareja, y ambos cayeron rodando con estrépito, gritando Elvira y blasfemando Castiglione.

     La joven quedó como muerta en el descanso de la escalera. El calabrés, más vigoroso o más afortunado, no recibió daño notable en su caída. La anciana, como loca o delirante, estaba en el principio de la escalera, contemplando a sus víctimas y prorrumpiendo en feroces y nerviosas carcajadas.

     Apenas se levantó Castiglione, desenvainó su puñal, y abalanzose a doña Fidela, rechinando los dientes de furor y gritando:

     -�Vieja infame!... �Toma!

     Tres veces clavó con furia el reluciente puñal en el pecho de la infeliz anciana, que, extendiendo sus brazos, lanzó un gemido y cayó bañada en su sangre.

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