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Los textos de Calderón: las comedias

Luis Iglesias Feijoo


Universidad de Santiago de Compostela



«¿Conocemos el texto verdadero de las comedias de Calderón?»1. Hace algo menos de un siglo llevaba esta intrigante pregunta al título de su estudio Miguel de Toro y Gisbert2, que soñaba con el día en que «se intente realizar una edición crítica de las obras de Calderón»3. Ese día aún no alborea, por cierto, si pensamos en el conjunto de su teatro, aunque se haya adelantado bastante desde entonces. A ese empeño abierto aún hacia el futuro muchos han contribuido, desde el propio de Toro hasta hoy. Y, sin embargo, entre los estudiosos españoles no siempre ha existido un reconocimiento pleno de que la tarea primordial a la que debemos dedicarnos es la de elaborar ediciones críticas de los principales monumentos de nuestro pasado literario. La escasa pasión por el estudio de los métodos de la crítica textual pudo llevar a algunos a pensar que una edición la puede hacer cualquiera que tenga un mínimo de conocimientos sobre el autor o la época de que se trate. Y si elevamos la vista fuera de nuestro horizonte próximo, alguna de las afirmaciones adelantadas por autoridades como Cesare Segre podrían incrementar nuestra preocupación: «Dopo le tempeste che si sono abbattute sulla critica testuale, una certa pace si diffonde», proclamaba hace un tiempo, para proseguir: «Una pace che in certi paesi rassomiglia alla morte, dato l'abbandono in cui questa attività è ormai lasciata»4.

Como entre nosotros se partía de muy abajo, era difícil descender más. Por el contrario, cabe afirmar que la situación ha mejorado no poco en los últimos tiempos y cada vez está peor vista la aventurada osadía más o menos improvisada, que consiste en realizar una edición con dos gramos de ecdótica y dos quintales de ignorancia. Refiriéndose precisamente a las ediciones de teatro del Siglo de Oro, afirmaba no hace mucho Profeti: «Afortunadamente parece que en tiempos más recientes se ha intentado por lo menos sentar las bases de una discusión acerca de asuntos tan fundamentales para nuestro quehacer crítico»5.

El presente trabajo, enmarcado en un Simposio que se propone estudiar a Calderón desde el 2000, se ha planteado abordar el problema de la edición de su teatro en lo que se refiere a la comedia, esto es, todo el teatro extenso que no era sacramental, sin el prurito de revisar una por una las aportaciones realizadas, ni mencionar a todos sus autores. Por el contrario, parece preferible agrupar los problemas que comporta la edición de sus textos y resumir de la forma más clara posible lo que hoy conocemos, evaluar las dificultades con que contamos y replantear los caminos que deben ser recorridos en el inmediato futuro. No se esperen, por tanto, aportaciones demasiado originales: se trata de saber lo que sabemos, y lo que no sabemos. O, dicho de otro modo, se pretende ordenar de manera útil los diversos aspectos del estado de la cuestión, para lo que se espigará en una gavilla de ejemplos que puedan resultar ilustrativos. Y no es el último de los fines de estas páginas conseguir que se produzca un debate que sirva para fijar con nitidez los pasos necesarios para alcanzar en el siglo XXI una buena edición (que tendrá que ser colectiva) de las obras del dramaturgo.

Para ello, con la intención de señalar con claridad y no arbitrariamente los núcleos esenciales de la empresa que supone enfrentarse a la edición de los textos de Calderón, se ha optado por configurar tres apartados, expuestos por orden sucesivo: el problema de la identificación de los textos; el de la valoración que puede atribuírseles; y, por último, el método con que deben ser tratados.

En primer lugar, por lo que se refiere a la identificación de los textos, mucho se ha adelantado en una doble dirección. De un lado, la ingente bibliografía de Kurt y Roswitha Reichenberger6 permite localizar lo fundamental de los manuscritos y ediciones del autor. Se pueden añadir a este impresionante volumen correcciones o ampliaciones de detalle; lo fundamental ya está ahí y por ello nos sirve de guía obligada. De otro lado, la larga serie de estudios críticos y bibliográficos que viene del siglo pasado y principios de este (Morel-Fatio, Buchanan, el mismo de Toro...) alcanzó luego un momento de especial importancia con la benemérita labor emprendida por Edward M. Wilson y proseguida por sus discípulos, entre los que debe ser nombrado especialmente Don Cruickshank, aunque todos seamos en cierto modo discípulos del primero en este campo. A mayores, la decisión tomada por los calderonistas británicos de llevar a cabo además una reedición facsímile de las Partes de Calderón, con todas sus variantes, fue una empresa de gigantes que nunca agradeceremos lo suficiente7. ¡Qué no daría la investigación lopiana por contar con algo similar! ¿Cuándo se decidirá una Institución española, sin ánimo de lucro económico, a emprender semejante tarea, o la de reeditar del mismo modo la colección de Diferentes?

Además, el volumen primero de esa colección de facsímiles se dedicó a reunir un puñado de estudios bibliográficos y textuales, que constituyen hito básico de referencia8. Se ha seguido caminando por esa vía, claro es, pero nunca serán suficientemente alabados estos áridos y difíciles estudios bibliográficos, en los que hay que comparar grafías, signaturas, tamaño de tipos, grecas, grabados, adornos tipográficos, titulillos, erratas, colaciones, paginación o foliación, tipos de papel, marcas de agua, tamaños, imposiciones, plegados y otros divertimentos semejantes, en los que se pierde la vista y la paciencia. Sólo cuando se sabe que de tal o cual Parte contamos con las ediciones que se han identificado9 podemos garantizar que estamos siguiendo de verdad el texto impreso en esa o la otra fecha, que no siempre coincide con la que el libro declara.

Pero las Partes publicadas en vida de don Pedro sólo aportan un número limitado de obras, y aun en esas no cabe ceñirse a las versiones editadas en dichos tomos. Es preciso rastrear todas las sueltas que sea posible, así como las incluidas en las colecciones de Diferentes y Escogidas. Y de más está decir que los manuscritos no pueden ser desechados, entre otras cosas, porque contamos con autógrafos.

Supongamos que al fin hemos localizado y reunido todos los testimonios conservados hasta hoy. Es el momento de pasar ya al segundo apartado de nuestro plan, que será el más extenso, en el que se trata de analizar el valor que cabe atribuir a las ediciones o manuscritos que nos transmiten el texto. Es este un problema que afecta a todas las obras teatrales del Siglo de Oro y que en alguno de sus aspectos -qué textos llegaban a la imprenta- no ha llamado la atención hasta hace muy poco, por lo que debe ser tratado aquí con algún detalle. Además, al ser general, no puede ceñirse a sus repercusiones en Calderón; nuestro autor se encontró con un sistema establecido de transmisión de textos, tanto en forma manuscrita como impresa. En esto, como en tantas otras cosas, Lope de Vega se nos aparece como pionero. Hay que aludir, pues, a algunas cuestiones que afectan al Fénix, para lo que se hará un resumen de un trabajo paralelo que se publicará en otra parte10.

Recordemos el optimismo un tanto ingenuo con que Menéndez Pelayo se dispuso a editar a Lope hace algo más de un siglo, para lo que formulaba algunos principios de lo que llamaba «la reproducción de los textos», principios que, desde luego, él no siguió por sucumbir bajo esa ya aludida despreocupación casi absoluta ante las cuestiones de crítica textual (Lachmann había trabajado hacía medio siglo). Si contamos como único texto con un autógrafo del escritor, decía don Marcelino, basta seguirlo. Si además de autógrafo, tenemos el texto publicado por el propio Lope «la elección no es dudosa: hay que respetar la voluntad de Lope y reproducir la lección definitiva, es decir, la del impreso»11. Cuando hay «dos o más copias, el trabajo se facilita mucho: basta compararlas, determinar su valor relativo y elegir de cada una las mejores lecciones». En cambio, si «hay un manuscrito solo y éste malo, no queda más recurso que el del juicio y gusto propio». Y, en fin: «Nada hay que advertir respecto de las piezas que Lope publicó por sí mismo».

Hoy somos mucho más precavidos en todos los extremos mencionados. Podemos contar con un manuscrito autógrafo, pero su presencia no nos exime de la necesidad de revisar los otros testimonios localizados, pues, contra lo que se afirmaba y contra lo que en general ocurre en otros géneros, el autógrafo lo que nos da es sólo la voluntad del escritor en un momento dado, que puede no ser la última12. Sabemos además lo que ya en el siglo pasado avanzaba el Conde de Schack y nunca debiéramos haber olvidado, a saber, que la obra manuscrita se vendía al «autor de comedias»; esto es, al empresario y por tanto era éste quien tomaba la iniciativa de cederla para imprimirla, pues el poeta «perdía sus derechos de propiedad al venderla para el teatro»13.

Esta práctica introduce un enorme grado de incertidumbre sobre los textos impresos, incluso aunque se presenten como preparados por los propios escritores. Generalmente aún hoy sigue dominando la idea de que si contamos con un volumen de comedias editado o vigilado en su edición por quien las escribió, hemos de estar ante textos depurados y fiables, que poseen mayor autoridad por sí mismos. Si aparecen errores o erratas, se suelen achacar al descuido de los impresores. Y, sin embargo, hay datos que obligan a replantearse de raíz esa supuesta superioridad automática de las ediciones que cabría llamar de «Partes autorizadas».

Recordemos sólo el ejemplo recientemente evocado por José María Ruano a propósito de El mayor monstruo del mundo14. Tras su análisis, resulta que el texto «autorizado» que figura en la Segunda Parte de 1637, cuidada aparentemente, como la Primera, por José Calderón de la Barca -si es que éste no fue una pantalla utilizada por el propio dramaturgo, su hermano-, nos da una versión que no es de fiar; por el contrario, se trata de un «texto bastante deturpado, plagado de erratas y con un número elevado de lecturas ininteligibles»15. ¿Cómo se entiende esto? Prescindamos del hecho de que el manuscrito de la obra, de 1667, ofrezca una redacción más larga, según los gustos de ese momento posterior (y olvidemos incluso que la referencia final del manuscrito acerca de que la obra se presenta en él «como la escribió su autor, / no como la imprimió el hurto», suponga una condena de la versión de la Parte, pues podría aludir a alguna otra edición, quizás una suelta hoy perdida). El caso sigue siendo el mismo: ¿cómo ofrece la «Parte autorizada» una versión tan mala?

La respuesta pudiera tirar por la vía de en medio y acogerse a lo más sencillo, esto es, argüir que Calderón realmente no vigiló los textos que se imprimían y que, por tanto, debiéramos rechazar el calificativo de «autorizadas» para esas impresiones. Pero esto más bien supone un intento de esquivar el problema y hay datos en contra, como la estudiada disposición de las obras en los volúmenes en un orden nada arbitrario, que obligan a suponer que al dramaturgo no le era indiferente lo que se imprimía. Aparte de que pensar que un escritor que cuida tanto su estilo no iba a preocuparse de cómo se imprimían sus textos resulta una hipótesis altamente inverosímil. Entonces, ¿qué ocurre aquí?

Para intentar una solución a este aparente enigma, debemos evocar el problema que suponía editar los textos de teatro en el siglo XVII, y para ello hay que comenzar con los del ingenio que primero los vio impresos, esto es, con los de Lope de Vega16. Recordemos inicialmente cómo era el proceso de gestión de una comedia desde que se escribía hasta que, en su caso, llegaba a imprimirse. El escritor redactaba libremente, o por encargo de un autor-empresario, una obra, en la cual, o bien configuraba a su gusto todos los aspectos de la misma (número de personajes, distribución de papeles entre actores o actrices, aparición de niños, uso de recursos escénicos, tramoyas, animales...) o, lo que debía de ser mucho más frecuente de lo que imaginamos, se atenía a los requerimientos o circunstancias de una compañía concreta17. Le vendía la obra al «autor» y a partir de ese momento se quedaba sin ella, pues pasaba a ser de este último, que era el depositario de todos los derechos sobre la misma.

Evoquemos por un momento el caso de una comedia escrita cuando Calderón era apenas un niño de pecho. De El cuerdo loco, de Lope de Vega18, de 1602, se conserva el manuscrito autógrafo, el cual lleva censuras de Tomás Gracián Dantisco de 1604, de Fray Gregorio Ruiz de 1607, de Domingo Villalva de 1608, del doctor Salcedo de 1610, y otras, en fin, de 1611 y 1615, en lugares diferentes -Valladolid, Zaragoza, Jaén, Murcia, Granada y Lisboa. Hoy podemos asustarnos, pensando cómo era posible que el para nosotros precioso original escrito por el mismo Lope pasara por tantas manos. Pero es que ese era el proceso habitual y lógico en la época. Repitámoslo: la obra había sido vendida por el dramaturgo, en este caso a Antonio de Granados, autor de título, y había dejado de ser suya, lo mismo que el manuscrito, y el autor (empresario) lo custodiaría con todo esmero, pues sus buenos dineros le había costado. Bien lo vemos cuando en enero de 1603 comparece Granados ante notario para concertarse con Pedro de Valdés, el marido de Gerónima de Burgos, para lo cual él, Granados, aporta cinco comedias que ha adquirido, entre las que está precisamente El cuerdo loco, con otras dos de Lope, «las quales dichas cinco comedias tiene compradas el dicho Antonio Granados, y le costaron dos mili quatrocientos e cinquenta reales»19.

La obra era, pues, del autor de comedias, esto es del empresario de la compañía teatral, el cual podía compartirla o cederla, lo que también se comprueba en el mismo documento de 1603, en el cual se establece que, una vez terminado el concierto entre Granados y Valdés, que se prevé por dos años, «cada uno dellos lleve traslado de todas las comedias que ubiere para cuyo efeto partan los originales y saquen traslados de las que el uno llevare originales para el otro»20. De manera que una obra no era sólo un texto literario escrito por un ingenio, sino también una mercancía por la que se había pagado y sobre la que se disfrutaba de una exclusiva.

Fue precisamente la práctica de guardar los autógrafos por parte de las compañías -y por motivos muy bien fundados, como vamos a ver- lo que «explica que haya sobrevivido un número tan relativamente elevado de ológrafos de nuestros grandes dramaturgos»21. Cuando hoy se localiza algún nuevo autógrafo, como el de Quien más no puede, de Lope, lleva consigo las aprobaciones que prueban que fue usado por la compañía que lo compró, y debe recordarse de pasada la oportuna apreciación de Presotto, su redescubridor, de que éste y la mayor parte de autógrafos conservados sería impropio considerarlos borradores, pues se trata de copias en limpio para la venta a los autores, sobre las cuales todavía el escritor corrige, cambia, añade y tacha22.

Además, las compañías guardarían como tesoro esos manuscritos firmados, pues eran la prueba de que la obra les pertenecía por haberla adquirido al escritor. No se trataba, es claro, de ningún prurito de obsesos coleccionistas de autógrafos, como hoy pudiera pensar alguien ajeno al sistema del teatro comercial de la época. Por el contrario, sabemos que en el caso de pleitos emprendidos para prohibir que una compañía pudiera poner en escena la obra propiedad de otro «autor»23, éste exhibía el manuscrito firmado como comprobante. Así, en 1636 el juez protector de las comedias, don Gregorio López Madera, dictó un auto con el que quería evitar estos problemas y prohibía que nadie representase obras que no fueran de su propiedad: «[...] de aquí adelante ninguno de los dichos autores ni los representantes de sus compañías puedan hacer ni representar comedia alguna, baile, ni entremés que no sea propio del autor que los representare y los haya comprado al poeta, teniendo escrito y firmado del dicho poeta en el original de la dicha comedia, baile o entremés que lo hizo para el autor que se lo compró». Y aun añade que, si las comedias están impresas, «tampoco las puedan representar si no fuesen los autores que las hubiesen comprado y cuyas fuesen, hasta después de pasados ocho años desde el día de la fecha de la tal comedia»24.

Siendo, pues, los textos una propiedad valiosa, es lógico que se guardaran celosamente25, y de ahí el enfado por la acción de quienes los tomaban de memoria para venderlos. Cabe recordar el pánico de algunos «autores» cuando aparecía en el corral alguno de los memoriones, hasta el punto de que, según cuenta Suárez de Figueroa, estando una vez Sánchez representando El galán de la Membrilla, el autor propietario del texto, y a la vez actor, empezó a saltarse versos, a decirlos a toda velocidad y a cortar las escenas al ver en el teatro a Luis Remírez de Arellano, conocido como «El de la gran memoria», e interpelado por el público sobre su extraña actitud y «de qué procedía semejante aceleración y truncamiento, y respondió públicamente, que de estar delante (y señalóle) quien en tres días tomaba de memoria qualquier comedia, y que de temor no le usurpase aquélla, la recitaba tan mal. Alborotóse con esto el teatro, y pidieron todos hiziesse pausa, y en fin hasta que se salió del Luis Remírez, no hubo remedio de que se passasse adelante»26.

Así, pues, los manuscritos se guardaban con cuidado y se vigilaban las copias que se realizaban. El ya citado concierto entre Granados y Valdés de 1603 precisa que las cinco comedias que el primero había adquirido «son nuevas, e que no se an representado, ni persona alguna tiene dellas traslado»27. Por tanto, como propiedad valiosa, no es extraño que se guardasen en la caja del dinero28, de la que se sacarían para hacer los traslados de las partes cuando hubiera que representarla. Y no es seguro que los actores tuvieran copia completa de la comedia, sino sólo de sus intervenciones, con el pie de entrada de las mismas. En otros casos, como el recordado por Bentley a propósito de una extraña copia de la calderoniana Antes que todo es mi dama, parece que se dictaba a varios actores a la vez el texto que se iba a representar, siendo así que al principio se copiaban sólo las primeras sílabas de cada verso, para después completar los que interesaban en una segunda y aun una tercera lectura en alta voz29. Es claro que el interés textual de tales manuscritos no será muy elevado.

Ahora bien, imprimir lo que había tenido su vida natural en los corrales era una cuestión diferente. En principio, editar teatro era una anomalía, una rareza, que sólo contaba con alguna excepción, como la de Juan de la Cueva, en las últimas décadas del XVI. Lope, con su éxito en los tablados, había de ser el reclamo que impulsó a los libreros a partir de 1603, fecha en que con el título Seis comedias de Lope de Vega Carpio, y de otros autores, apareció con el pie de imprenta de Pedro Madrigal en Madrid, y con una variante en Lisboa30. Desde ese momento, con altibajos que están por estudiar, sus comedias fueron saliendo de las prensas sin que, en apariencia, el escritor tuviera nada que ver con las impresiones, aunque lo más probable es que desde muy pronto él estuviera detrás de la publicación de varias de las Partes, cuestión que hay que relegar para abordarla en otro momento.

Sin embargo, llegó un día en que el propio Lope se molestó porque otros tomaran la iniciativa de imprimir sus obras, acaso porque él acariciaba ya la idea de realizar tal empresa por sí mismo. Por ello, en 1616 pleiteó contra quien intentaba imprimir veinticuatro comedias suyas, con el argumento de que había cedido sus obras sólo para que las representasen, y no para que se imprimieran, y se encontró con que la Justicia fallaba en su contra, pues, habiéndolas vendido como cualquier otra mercaduría, su dueño podía traspasarlas a quien quisiera. Naturalmente, el dueño era el autor de comedias, esto es, el empresario de compañía; por eso, dos de ellos, Baltasar de Pinedo y Luis de Vergara (este último, ya fallecido, es sustituido por su viuda), informan en el proceso que, habiendo comprado a Lope las obras, decidieron venderlas a Francisco de Ávila, a quien hay que denominar correctamente como el editor o, al menos, el promotor de la edición, esto es, quien la promueve, aunque luego se hubiera puesto de acuerdo para hacerlo con el librero Miguel de Siles.

Este Ávila, mercader de lienzos, que había editado ya las Partes V y VI de Lope en 1615, declara que las comedias que quiere imprimir ahora «son las contenidas en estas dos escrituras que presento con el juramento necesario, compuestas por el dicho Lope de Vega Carpió, sacadas de sus originales, ciertas y verdaderas con toda fidelidad»31, y para evitar el reproche del escritor de que le ahijaban muchos textos ajenos, añade, para demostrar que eran del Fénix, que «se han representado muchas veces en esta Corte con nombre y título del dicho Lope de Vega», y por si fuera poco, apostilla que él mismo las menciona en El Peregrino en su patria, curioso empleo de la lista de obras ahí incluida, que se adelanta varios siglos a lo que viene haciendo la erudición moderna para señalar su autoría. Con pura lógica mercantil, Ávila se vio autorizado en la pretensión que alegaba: «[...] pues con la venta se enajenó [Lope de Vega] de su derecho y yo sucedí en él por las dichas compras»32. De esta forma pudo editar las Partes VII y VIII en 1617.

Así, pues, con el paso de los años, el teatro no sólo tuvo vida en los escenarios, en los que cada obra corría su carrera para originar mayor o menor efecto en la vista y el oído, cuando representada, y dejar una huella fugaz en la memoria, una vez pasado el tiempo. Por el contrario, desde principios del XVII pasó a imprimirse, con sobresalto para algunos autores, como el propio Lope, que afectaría un disgusto sólo parcialmente sincero. Al editar la Novena parte (1617), explicará en los preliminares: «Viendo imprimir cada día mis comedias, de suerte que era imposible llamarlas mías, y que en los pleitos desta defensa siempre me condenaban los que tenían más solicitud y dicha para seguirlos, me he resuelto a imprimirlas por mis originales, que aunque es verdad que no las escribí con este ánimo, ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos, ya lo tengo por mejor que ver la crueldad con que despedazan mi opinión algunos intereses»33.

Ahora bien, ¿qué se imprimía? La suposición implícita de los estudiosos venía a asumir hasta ahora que, salvo en los casos de piratería, si los propios escritores vigilaban o promovían la impresión de sus Partes, aportaban el texto original de las comedias. Pero ¿es esto seguro? O más correctamente planteada la pregunta, ¿es ello siquiera posible?

En efecto, al vender una obra, el escritor entregaba al autor de compañía, como sabemos, el propio original manuscrito. Pensar que se quedaría con una copia es una suposición arriesgada, pues, de hacerlo así, correría el riesgo de incurrir en fraude, por la posibilidad de vender lo ya vendido a otra compañía. El propio Lope de Vega confirma que no conservaba sus textos, al referirse a estas cuestiones en el interesantísimo prólogo a la Parte XVII (1622). Ahí, tras mencionar otra vez el problema que supone que los empresarios vendan las obras a un impresor, alude otra vez a los juicios habidos: «Dos veces se les puso pleito a los mercaderes de libros para que no las imprimiesen, por el disgusto que les daba a sus dueños [entiéndase, a los escritores, "dueños" morales de sus textos] ver tantos versos rotos, tantas coplas ajenas, y tantos disparates en razón de las mal entendidas fábulas y historias; vencieron, probando que una vez pagados los ingenios del trabajo de sus estudios, no tenían acción sobre ellas». Los poetas perdieron el juicio, pues, pero sacaron algo en limpio, muy interesante para nuestros efectos de hoy: los jueces «sí se determinaron a pedirles que se las dejasen corregir, y que habiendo de imprimirse, no fuese sin avisarlos. Esto se ha hecho, y las comedias salen mejores».

Ante las quejas que también formulaban los empresarios, Lope se muestra ahí muy poco receptivo, pues los mayores desaguisados los cometen ellos mismos: «[...] los unos las hurtan a los otros, o las venden a los lugares que para sus fiestas las codician; y destruyéndose ellos a sí mismos, o haciendo componer de otros versos las invenciones que agradan, o hurtándolas o comprándolas a sus papelistas y secretarios cómicos, que con gran facilidad las venden, el menor daño es imprimirlas; que no ha de andar el poeta guardándolas, y más quien les da su mismo original, y en su vida guardó traslado»34. Por lo tanto, si el escritor, como parece norma general, entregaba los originales y no se quedaba con copia de sus textos, ¿qué podía hacer a la hora de pensar en su publicación? Evidentemente, recurrir a sus legítimos dueños, es decir, a los empresarios, a los autores. Estos, con los escritores famosos, se cuidarían muy mucho de negarse a la publicación, pues un enfado por parte de un Lope o de un Calderón podría acarrearles futuros disgustos y la posible pérdida de nuevas obras, que serían entregadas a otras compañías de autor más complaciente35. Además, los textos que se editaban habrían perdido el aura de la novedad, porque una comedia sólo se imprimía, en principio, después de varios años de haber pasado su vida comercial sobre el tablado.

El poeta, pues, ha de buscar al autor de compañía al que vendió su obra, o por mejor decir, salvo que tuviera la exclusiva con alguno, debe localizar a todos los autores a los que ha vendido sus diferentes comedias. Y puede ocurrir que uno haya muerto, que otro se haya jubilado y dejado en traspaso su mercancía a un tercero, que otro más se haya marchado de España, o que un cuarto haya arrendado a su vez una comedia ya bien explotada por él, y carezca del original. Entonces había que rastrear por las arcas de las diversas compañías, que pueden atesorar traslados de esos textos. Los autores, que sabemos que quieren quedar a bien con el poeta, le proporcionan esos manuscritos. Pero ¿qué le dan, en realidad? ¿Qué calidad tienen esas copias, cuando no son los originales? Y, de ser estos mismos, ¿llegarían de vuelta en su integridad?

Todo este problema se origina de un hecho que, aunque aceptado en teoría, nunca ha sido llevado del todo hasta sus límites: la obra de un escritor era nada más -también nada menos- que el guión que se usaba para la representación. Quiere decirse que no existía ningún terror sagrado ante el texto, sino que este podía ser adaptado, ampliado, cortado, manipulado, en fin, como conviniese para lograr el mejor efecto escénico posible, y por tanto el mayor éxito de público. La trayectoria de una compañía podía estar sujeta a avatares múltiples; la falta temporal de un actor o de una actriz podía significar la eliminación de un papel, que acaso se reflejaba en adelante en el texto base, con lo que se consagraba para las futuras representaciones de esa obra. La visita de una compañía a Sevilla o a Lisboa podía aconsejar la sustitución de una tirada en elogio de una ciudad por la alabanza de la otra. La presencia de un actor especializado en papeles de gracioso y acaso dueño de un desmedido afán de protagonismo podía derivar en la ampliación de su papel a base de gracietas y chocarrerías que añadía por su cuenta, sin que el escritor se enterase siquiera, pero que podían quedar escritas en el texto que guardaba la compañía.

En efecto, los escasos análisis que se han hecho hasta ahora de manuscritos que ofrecen textos de fiabilidad dudosa revelan que ese debía de ser el modo habitual de actuar, y quizás no sólo cuando una compañía representaba fuera de la Corte. Ruano lo ha indicado respecto a un manuscrito del Peribáñez lopesco, que descubre en parte la acción de un memorilla, pero en general se trata de una adaptación realizada por un «autor de comedias», o de alguien que actuaba a sus órdenes y adaptaba la obra a una audiencia rural36. Y, lo que nos interesa más ahora, lo mismo ocurre con un manuscrito de una obra calderoniana, El príncipe constante, estudiado por Wilson, que atribuye las alteraciones, algunas bastante groseras, al deseo de adaptar el texto a una compañía con pocos «barbas» y, sobre todo, al de potenciar el papel dado al gracioso, por lo cual el maestro inglés adelantaba un par de conclusiones que deberemos tener siempre en cuenta: «[...] the chief interest of this manuscript is its demonstration of how easily a masterpiece could be made corrupt and debased. It also shows that there is danger in accepting manuscript versions of plays as authentic when there is no guarantee of their accuracy»37.

Para actuar rápidamente en casos de apuro -falta de un actor, pérdida de parte del texto, exigencias de algún representante- las compañías podían tener personas especializadas, que podían ser el mismo autor o algún cómico. Sabemos bien de la existencia de empresarios que escribían obras originales; el caso de Andrés de Claramonte es bastante revelador, y compusiera o no El burlador de Sevilla, la empeñada labor que en los últimos años ha desarrollado Alfredo Rodríguez López-Vázquez muestra que es bastante más que el coplero maldito en que lo había convertido Menéndez Pelayo. Él podía adaptar obras suyas o ajenas a las necesidades del día. Pero en otras compañías no faltaría quien lo hiciera, como sabemos que ocurría en la de Roque de Figueroa, porque lo cuenta Quiñones de Benavente en la «Loa con que empezó en la Corte», de 1627, en la que alude a los diferentes actores, uno de los cuales puede «inventarse» de inmediato hasta dieciséis columnas de texto que se hubieran perdido38:


«¿No es Pernia éste que sale,
que representa, que baila,
que hace versos, que remedia,
si sucede una desgracia,
doce o diez y seis colunas
de la noche a la mañana?».



En resumen, los textos estaban vivos mientras siguiesen representándose y podían cambiar y evolucionar, de manera que muchas obras sólo por milagro acabarían pareciéndose al original primero, y a lo peor esa versión deturpada era la que llegaba de manera más o menos pirateada a la imprenta. No nos extrañe, pues, que se levantaran quejas por parte de los poetas; tras la ya vistas de Lope, podemos evocar las de don Pedro Calderón; al editar su Tercera Parte (1664), dirá que un amigo «se ha movido a sacar estas doze comedias de sus originales, procurando, según dice, restaurarlas de los achacados errores que padecen otras en la estampa (como si no les bastaran los míos, sin que necesitaran, para su desdoro, de que nadie les añadiera los ajenos) y esto en tanto grado que, aun las que fueron mías, sin muchas que, sin serlo, andan en nombre mío, no conservan de haberlo sido más que el nombre. Bien debiera agradecerle la fineza de que ya que hayan de salir hurtadas, ajenas y defectuosas, salgan corregidas, enmendadas y cabales»39. Y al imprimir en 1677 los Autos, tronará contra la espuria Quinta parte: «[...] de diez comedias que contiene no ser las cuatro mías, ni aun ninguna pudiera decir, según están no cabales, adulteradas y defectuosas; bien como trasladadas a hurto para vendidas y compradas de quien ni pudo comprarlas ni venderlas»40.

Prescindamos del conocido hecho de que, para conseguir mayores ventas, los libreros anuncien como de un autor famoso obras que no son suyas (una de las primeras ediciones de La vida es sueño apareció a nombre de Lope). Dejemos asimismo de lado el caso de la impresión no autorizada, esto es, la de quien, como acabamos de oír a don Pedro, no tenía derecho a editarlas, por lo que robó sabe Dios qué copias, procedentes de apuntadores, o de partes de actor, o acaso de algún memorilla, aunque esto último debió de ser más bien raro41. En lo que conviene fijarse es en lo que podríamos llamar edición autorizada, en cuanto que está promovida o vigilada por el poeta.

El autor de compañía, aceptémoslo, quiere colaborar y proporciona al escritor el texto de su obra para que lo revise, esto es, le facilita lo que tanto Lope como Calderón denominan sus «originales» (prólogo a la Novena Parte de Lope y a la Tercera de Calderón). ¿Qué debemos entender por ello: el manuscrito autógrafo? Es posible que sí en algún caso; es muy probable que no en muchísimos más. Recordemos El cuerdo loco antes considerado. Cuando Lope decide incluirlo en la colección de sus Partes, lo introduce en la XIV, que es de 1620: han pasado dieciocho años de su redacción. Pues bien, el número de variantes entre el autógrafo y el impreso es muy elevado. Para explicarlas, hay tres opciones: son errores de impresión o de lectura; o bien el resultado de la revisión del texto por el escritor; o en fin, que lo que se le dio a Lope no fue el autógrafo, sino una copia con muchas variaciones. Retengamos estas hipótesis para más adelante. En cualquier caso, lo que sí interesa saber es que sobre el autógrafo de El cuerdo loco, el autor de la compañía o alguien autorizado dentro de ella en algún momento había procedido a eliminar casi quinientos versos, con objeto de hacer la obra más corta42. Esas supresiones, que pueden ser a veces cuatro versos y otras más de cincuenta, no fueron seguidas en la edición de la Parte, pero en otros casos quizás el manuscrito original no hubiera suprimido versos con tanta delicadeza, pues allí sólo lo marcan con indicaciones al margen; de haberse tachado hasta hacer los versos ilegibles o de haber arrancado páginas eliminadas en la representación, o de haberse perdido o estropeado, el «original», aunque fuera autógrafo, no representaría el texto del escritor.

Puede recordarse al efecto el manuscrito de otra comedia de Lope, ¿De cuándo acá nos vino?, cuyas jornadas I y III son autógrafas, mientras que la segunda es copia de otra mano, la del autor Pedro de Valdés43, que sin duda tuvo que reponer un original extraviado o destrozado por el uso. Y es que los manuscritos, repitámoslo, eran propiedad preciosa, que debía ser preservada, de forma que nadie tuviera copia de los textos que se poseían en exclusiva. En efecto, aunque se conservan pocos testimonios de contratos entre autores de compañía y escritores, por vía indirecta se comprueba que esa parece ser la norma. Así, en el mismo 1603 vemos al «autor» Alonso de Heredia vendiendo al citado Pedro de Valdés catorce comedias nuevas, «e lo entrego todo originalmente sin que dello quede copia ni traslado alguno por mi ni por los poetas autores dellas, ni por otra persona alguna»44. Y el ya citado concierto de 1603 entre Granados y Valdés precisaba, como vimos, que las cinco comedias que el primero había adquirido «son nuevas, e que no se an representado, ni persona alguna tiene dellas traslado»45.

Podría pensarse que en ese «persona alguna» no se comprendía a los poetas, los escritores que las habían compuesto y que acaso guardaban una copia o «traslado». Pero ya hemos visto a Lope declarar que «en su vida guardó traslado», lo cual no es tanto una fórmula retórica de humildad o desprecio por la mercadería vendible que se consideraban las comedias, sino más bien la obligada declaración de que se atenía a las fórmulas mercantiles que regían la compra-venta.

Para lo que hoy nos interesa, podría argüirse que los casos de Lope de Vega y de Calderón son distintos. En lucha el primero con un sistema editorial cuyo nacimiento ha contemplado y contra el que ha debido pelear incluso con pleitos, el segundo gozaría de unas facilidades que le asegurarían contar con el texto de sus obras de manera mucho más fiable. Pero, ¿estamos autorizados a suponer semejante diferencia? Dentro del inmovilismo general del sistema social de aquel tiempo, nada era más raro que las innovaciones, de forma que lo que era costumbre a principios de la centuria casi en todos los órdenes se mantiene décadas más tarde. ¿Guardaría Calderón los originales? ¿Se quedaría con traslados, esto es, con copias de sus comedias?

La respuesta más segura es negativa, y quede claro que el caso de los autos sacramentales sólo en parte es diferente, pero en él no cabe entrar, pues es objeto de tratamiento específico en este Simposio. Así parece deducirse de la respuesta que en 1680 da al Almirante Duque de Veragua, pues parece establecer una diferencia entre los autos y las comedias. Cierto que lo hace porque se manifiesta dispuesto a proseguir la edición de los primeros, propósito que la muerte truncó, pues nunca pasó del volumen primero, pero el sutil desdén que revela por las comedias es algo más que una fórmula tópica de humildad. En efecto, a instancia de parte, manifiesta que «con su patrocinio proseguiré la impresión de los autos, que son lo que solo he procurado recoger, porque no corran la deshecha fortuna de las comedias, temeroso de ser materia tan sagrada, que un yerro o de pluma o de la imprenta, puede poner un sentido a riesgo de censura; y así remito a V. E. la memoria de los que tengo en mi poder, con la de las comedias, que así esparcidas en varios libros, como no ofendidas hasta ahora, se conservan ignoradas»46.

Nótese que Calderón dice expresamente que ha procurado «recoger» los autos, es decir, que se ha hecho con copias de los mismos, lo que no afirma de las comedias; más aún, vuelve a insistir en que la lista de piezas sacramentales que le da es la de «los que tengo en mi poder», mientras de las comedias sólo indica que unas están impresas en diversos libros, y otras están inéditas. Pero en ningún caso sugiere que posea copia de ellas, por lo que su testimonio habla muy claramente, aunque sea in absentia, acerca del hecho de que no cuenta con los textos. Y es que, hay que repetirlo una vez más, eso era lo lógico: la comedia se vendía al autor, éste la representaba los años que fuera un éxito entre el público y luego, si no la vendía él mismo a un librero para publicarla, se la devolvería al poeta (en original, o en traslado), si éste se la pedía. Y recordemos que don Pedro no tuvo a su lado a un coleccionista obseso como el Duque de Sessa con Lope, lo que permitió a éste volver a ver un número elevado de sus originales.

Henos ahora, pues, frente al escritor con el texto de vuelta sobre su bufete. Es obligado, naturalmente, preguntarse qué es lo que resolvería hacer, puesto en la tesitura de preparar su obra para ser editada. Es posible que, aunque dijera que la ha revisado para asegurarse de que no contiene errores ni interpolaciones ajenas, se limitara a echar una ligera vista por encima y consagrara con ello un texto defectuoso. Es posible, repitamos, y no cabe descartarlo, pero parece poco probable. Lo más frecuente sería que procediera a leer con atención lo que se le devolvía, si no es que, como se ha sugerido en algunas ediciones críticas, tomase como base una impresión ya hecha sin su consentimiento, fuese una suelta o formase parte de un volumen de Diferentes.

Pensemos en el Calderón de 1635. Casi desde que se había estrenado como dramaturgo, sabía de la imposibilidad de imprimir comedias, pues el Consejo de Castilla lo había prohibido para todo el reino en 1625. Al cabo de esos diez años se había convertido en un autor famoso y por ello, tan pronto como en 1635 se levantó la prohibición, se dispone a publicar la Primera Parte, que ya estaba presentada en noviembre del mismo año, fecha de las primeras aprobaciones que presenta el volumen que aparecería en 1636. En la Dedicatoria al Condestable, su hermano don José -si no es que se trata del mismo don Pedro bajo el nombre fraterno- declara que la justificación del volumen no reside tanto en ver las comedias en la estampa, «como el pesar de aver visto impressas algunas dellas antes de ahora por hallarlas todas erradas, mal corregidas, y muchas que no son suyas en su nombre, y otras que lo son en el ageno» (¶4r.).

En efecto, al menos tres de las obras del tomo habían aparecido a nombre de Lope, La Cruz en la sepultura (o sea, La devoción de la Cruz) en la Parte 23 de Diferentes, 1629, y La puente de Mantible y La vida es sueño como sueltas47 en torno a 1632. Aunque no hay aún un estudio detallado de hasta qué punto los textos son defectuosos, el caso bien conocido de La vida es sueño ha llevado a Ruano a la conclusión de que las sueltas u otras ediciones en volúmenes colectivos (por ejemplo, la Parte XXX de Diferentes, que no sólo edita esta última obra, sino también La dama duende) pueden transmitirnos versiones primeras de las comedias, como según su tesis ocurre con la protagonizada por Segismundo. La causa de este fenómeno no es difícil de deducir, una vez que hemos visto el proceso seguido por los textos. Un autor-empresario, o un actor subrepticiamente, o quien fuere que estuviera ligado a una compañía, vendió a un impresor una copia de las utilizadas por ella, copia que se remontaría más o menos fielmente, y a veces muy poco, al original vendido en su día por el dramaturgo. El impresor, bien porque viviera fuera de los reinos de Castilla y no se hallara afectado por la prohibición, bien porque decidiera ignorarla, ocultando por ello cuidadosamente su nombre, que es lo que hacían en Sevilla al por mayor, edita la obra a nombre de quien le parece más famoso.

Años después, el ingenio que verdaderamente había escrito la comedia quiere editarla, y para ello pide una copia al autor-empresario a quien se la había vendido o se hace con una de esas impresiones que corrían descarriadas por el mundo. Tiene, pues, como hemos dicho, el texto en su bufete. Se tratase de un manuscrito (suyo o ajeno) o de un impreso, se pone a leerlo. Se ha supuesto que con frecuencia trabajarían sobre impresos, cosa bastante rara, dados los reproches que los dramaturgos entonan a coro respecto a lo deplorable de las versiones editadas sin su anuencia; es lo que se piensa que hizo Calderón para La vida es sueño48. Es posible que recurrieran a impresos si no encontraban su manuscrito, pero no se puede argüir que con ello facilitarían el trabajo a los cajistas de la nueva edición, porque estos, como veremos dentro de un momento, no trabajarían con un original tan poco fiable, por los tachones, añadidos, pegotes..., sino con el que hubiese sido autorizado. Sólo en el caso de reimpresiones de una Parte, por ejemplo, trabajarían a plana y renglón.

Dejamos, pues, al dramaturgo frente al texto que le han facilitado. Y lo más probable es que procediera a realizar una revisión, es decir, que incurriese en alguna de las posibilidades de lo que Ruano ha considerado respecto a la reescritura teatral, esto es, realizara una «reelaboración» o una «reconstrucción»49. En el primer caso, se dedicaría a pulir, perfeccionar y, en suma, a modificar un texto para lograr una nueva versión, y eso sería lo sucedido con La vida es sueño. De tratarse de una reconstrucción, intentaría tan sólo recobrar la versión original perdida o adulterada, a base de documentación parcial, traslados incompletos, la memoria de algún actor o apuntador o a la del propio escritor.

Claramente se deduce de esto que la fiabilidad de una «edición autorizada» por el dramaturgo puede ser bastante discutible y que no nos asegura en absoluto que estemos ante el texto inicial de las obras. En el mejor de los casos puede darnos la versión que el escritor da por definitiva (o definitiva en ese momento) al tiempo de preparar la edición, versión que casi por milagro sería exactamente igual que la originalmente escrita años atrás: habría que suponer que en ningún paso y por ningún motivo creyó que el texto podía ser mejorable. Ello explicaría tanto las diferencias que hallamos entre el texto de una «edición autorizada» y otras anteriores (aquélla ha sido revisada), como las que se descubren si revisamos manuscritos indudablemente empleados por los actores en una representación y los comparamos con los impresos.

Por tanto, hay que tomar cum granu salis las palabras que añade Calderón (don José, o don Pedro) en la Parte Primera: «Con todo esso he querido, que el que las leyere las halle cabales, enmendadas, y corregidas a su disgusto, pues las he dado a la estampa con animo solo de que ya que han de salir salgan enteras por lo menos» (¶4v.). No dice que las haya corregido el dramaturgo, pero puede deducirse; y el calificativo de «enteras» es lo suficientemente vago como para que pueda significar lo que se desee: tanto que ahora están tal como las escribió al principio, como que van mejor porque han sido «enmendadas».

Pero, además, no se ha solido tomar en cuenta otra circunstancia, y es que a la hora de editar una Parte de comedias, el editor y el impresor tenían que seguir los mismos pasos que para cualquier otro libro. Es decir, que fuese cual fuese el texto manuscrito o impreso sobre el que había trabajado el poeta, luego un copista profesional tenía que proceder a realizar una copia en limpio a fin de presentarla al Consejo de Castilla, si era en ese reino donde iba a realizarse la edición, para obtener el oportuno permiso. Porque nadie parece haberse parado a pensar que a dicha instancia no se le podía presentar un texto lleno de tachaduras, correcciones y supresiones. ¿Qué se supone que vio Juan Bautista de Sossa para aprobar la Primera Parte el 6 de noviembre de 1635: un conjunto disforme de hojas sueltas, ediciones corregidas a mano y con papelitos pegados? ¿Qué tuvo entre las manos Francisco Gómez de Lasprilla para otorgar el privilegio el 10 de diciembre del mismo año? ¿Qué certifica Murcia de la Llana el 8 de julio de 1636 al decir que lo impreso por el taller de María de Quiñones concuerda «con su original»? Una vez obtenida la licencia, ese original aprobado había pasado a la imprenta, que, desde luego, también tenía que trabajar con copias limpias sobre las que fuera fácil contar, porque así lo exigía la impresión por formas.

Bien lo aclara al respecto Alonso Víctor de Paredes, que especifica que imprimir versos no tiene mayor secreto, «pues contando cada verso por vn renglón, esta ajustado: salvo si son Comedias, que en este caso se ha de tener atención a las salidas, y al verso en que hablan dos, ò tres personas, y quando no cabe en vno, se puede aquel verso poner en dos, o en tres renglones»50. Para contar correctamente, pues, la imprenta debía trabajar con un original lo más limpio posible, y en bibliografía textual debemos acostumbrarnos a reservar esta palabra a lo que Rico denomina con justeza la «copia de amanuense con que, según la práctica entonces general, trabajaron los tipógrafos»51. Y no hace falta destacar, porque es evidente, que en el trabajo de un amanuense podían introducirse no pocos errores, que serían salvados, o no, por una revisión de los escritores, y que hay que sumar a los que estamos más habituados a considerar, es decir, los propios de los cajistas.

Por lo tanto, y salvo que al consejo y a la imprenta se les facilitase un texto ya impreso previamente, fuese una suelta, una desglosada o simplemente los folios arrancados de un volumen adocenado -lo que exigía del escritor introducir muy pocas enmiendas, a fin de mantener una versión bien legible-, el original manuscrito corregido a veces muy a fondo era trasladado por un copista profesional, si no es que lo hacía el propio poeta con todo esmero. Esa es la diferencia que el mismo Calderón establece entre el borrador -original manuscrito lleno de tachones, correcciones y papeles cortados- y el «traslado». Se trata de unos versos al principio de No hay cosa como callar (Séptima parte, 1683, p. 213a), en los que se establece una comparación entre la obra de un poeta y la belleza de una dama, ante la que todas las demás son «borradores»:


«Porque así como un ingenio
cuidadoso se desvela,
cuando a públicas censuras
dar algún estudio piensa,
que, hecho fiscal de sí mismo,
un pliego rasga otro quema
y, mal contento de todo,
esto borra, aquello enmienda,
hasta que, ya satisfecho
del cuidado que le cuesta,
da el borrador al traslado
y da el traslado a la imprenta...».



Así como la naturaleza enmendó en la dama los errores presentes en las demás mujeres, «hasta que en limpio sacó / una hermosura tan bella, /que más que todas divina / y más que todas perfecta, / fue una impresión sin errata / y un traslado sin enmienda», sino el traslado más perfecto posible («sin enmienda»), con la esperanza de que salga asimismo «una impresión sin errata».

Todo este excurso ha tenido como finalidad llamar la atención sobre la imperiosa necesidad de relativizar el valor de los textos localizados. Ni con poseer un autógrafo tenemos el trabajo hecho, ni por contar con una Parte autorizada debemos seguirla a ciegas, ni tener un manuscrito que revela huellas de representación garantiza a priori que el texto que transmite es mejor, ni peor. Por tanto, aunque estemos en presencia de una edición «autorizada», ello no nos libera del examen de los demás testimonios, incluso de los que puedan parecer menos relevantes, pues el texto impreso por un escritor puede no ser perfecto, si la revisión efectuada fue superficial. Y cuando se la compara con manuscritos supervivientes, es indispensable averiguar con qué tipo de versión nos enfrentamos en cada caso.

*  *  *

Una vez reunido todo el material, procede ya pasar al tercer apartado, el del método, en el que no parece necesario detenerse a repetir lo que han expuesto con mucha pertinencia estudiosos que han aplicado los sistemas de la crítica textual al campo del teatro clásico español. Autores como Hunter, Kirby, Cruickshank, Ruano o los coleccionados en los volúmenes titulados Editing the Comedia han aclarado lo que debe hacerse52, sea en una línea neolachmanniana en la reelaboración de Pasquali, sea con atención preferente a los sistemas anglosajones de Greg o Dearing. En este sentido, la propuesta de Ruano a favor de lo que llama el «método ecléctico»53 parece especialmente sugestiva, dado lo complejo del terreno del teatro representado.

Ahora bien, algunos principios deben ser reiterados con carácter general. El primero debe insistir en la necesidad imperiosa de revisar todos los testimonios conocidos, sin despreciar ninguno por secundario que parezca. Recuérdese cómo, a la hora de editar No hay burlas con el amor, Arellano no pudo ver la Parte 42 de Diferentes (Zaragoza, 1650), texto que, como descubrió luego Don Cruickshank, contiene más de trescientos versos originales que no están en ninguna otra edición54. Podemos hallar la referencia a una suelta tardía; por mucho que quepa sospechar que se trata de un texto basado en una Parte, o en Vera Tassis, hay que examinarlo para no llevarse la sorpresa de que a lo mejor repite otra suelta muy anterior de la que no ha quedado hoy ningún ejemplar. Eso sí, una vez realizado el cotejo, se ubicará correctamente en el estema, con el fin de que sepamos su autoridad. Al respecto, nunca agradeceremos bastante estudios como el llevado a cabo por Germán Vega, que ha filiado todas las ediciones de La vida es sueño hasta principios del XIX, pues ello nos ahorra un trabajo ímprobo55.

Los textos de Vera Tassis no deben ser a priori vistos con desdén; él realizó un trabajo muy meritorio, y no es fácil pensar que ningún otro ingenio hubiera llevado a cabo de manera más satisfactoria la empresa realizada por él. Si es cierto que corregía y «mejoraba» a Calderón cuando creía estar ante errores de transmisión, también lo es que consultaba manuscritos y ediciones en busca de las versiones más completas. Incluso, como ha descubierto Cruickshank, a veces hay que recurrir a segundas ediciones de sus tomos para encontrar que sigue incansable en su trabajo de pulimento del texto. De su Verdadera Quinta Parte (1682) publicó una segunda edición en 1694, que no es una simple reimpresión; en el texto de No hay burlas con el amor incluyó dos décimas de un conjunto de cinco que no había publicado antes56.

Por supuesto, se tendrá en cuenta la existencia de estados diferentes de la misma edición, por lo que habrá que revisar todos los ejemplares posibles de localizar, a fin de comprobar si en el curso de la impresión se introdujeron cambios en el texto para salvar erratas, aunque a veces las correcciones incluían otras nuevas. En los primeros cuadernillos de La vida es sueño de la Parte Primera se han localizado variantes, no todas ellas correctamente corregidas57.

Asimismo, habrá que estar sumamente atentos a la posibilidad de descubrir errores de impresión de otro tipo, como el ocurrido con La fiera, el rayo y la piedra en la Tercera Parte. Por razones que no es fácil explicar, pero que debieron relacionarse con una interrupción del trabajo en la imprenta, se compusieron dos veces seguidas los mismos treinta versos, probablemente una cara de una hoja del manuscrito, cuyo reverso nunca se imprimió y se perdió para siempre58.

También es necesario discernir entre variantes y variaciones, esto es, si lo que tenemos delante es un texto o dos, vale decir, si el autor hizo una segunda versión de una obra de la que quizás conservó su título. La documentación palatina nos dice que al preparar una nueva representación de Ni amor se libra de amor, o Psiquis y Cupido, se pagaron a Calderón 200 ducados por la loa y por enmendar la comedia, que no era nueva; por cierto que como él no tenía el texto, hubo que comprar el libro59. Al retocarla, es evidente que se elabora una versión diferente. Desde luego, si tenemos la certeza de hallarnos ante una obra con doble redacción, es necesario diferenciar ambas y acaso llevar a cabo edición crítica de cada una de ellas. Lo que en ningún caso parece justificado es realizar una edición sinóptica, que mezcle el texto de ambas guiado por el principio del gusto del editor, que selecciona lo que le parece mejor de cada una. Se crea de esa forma una obra que nunca existió, ni para el autor, ni para los espectadores de ninguna época. No es la versión que el autor redactó en primer lugar, ni la que revisó hasta componer una segunda versión, ni la que las compañías representaron, ni la que los impresores editaron. Es decir, no tiene justificación, como se ha puesto de relieve, por ejemplo, en relación con El mágico prodigioso60.

Al trabajar con manuscritos, es indispensable profundizar en el conocimiento de la grafía del autor y de los diferentes escribas. Obviamente, si logramos encontrar la mano de Calderón al lado de la de algún autor-empresario y otros copistas, tenemos la posibilidad de atribuir las correcciones a una fuente de mayor autoridad, así como buscaremos la razón de los cambios y sustituciones.

Es lo que hizo Cruickshank al editar En la vida todo es verdad y todo mentira, o Ruano al editar Cada uno para sí61.

Por otro lado, se tendrá en cuenta con cuidado la presencia o ausencia de acotaciones, así como su diseño, extensión y abundancia, sin ideas preconcebidas respecto a si su proliferación determina que nos hallamos ante un texto para ser leído o para ser representado, como apuntó Fernández Mosquera en relación con El mayor monstruo del mundo62.

Cuando se ha llegado a fijar el texto, para lo cual nunca será suficiente insistir en que se debe llevar a cabo una labor no mecánica, sino que tiene que entrar en acción el iudicium del editor, se dejará constancia de todas las lecturas que se han modificado en el texto base, de manera que cualquiera pueda fácilmente corregir a partir de las notas de variantes lo que haya sido realizado errónea o discutiblemente. El aparato de variantes nunca será bastante cuidado, pero lo que carece de sentido es sembrarlo con las lecturas erróneas de todas las ediciones que hemos considerado inútiles para la tarea de fijación textual, pues esa selva de anotaciones antes estorba que aclara. Si tenemos la seguridad de hallarnos ante un texto descriptus, elimínense oportunamente sus lecturas. No obtendremos más que ventajas. Eso sí, el aparato debe conservar las grafías tal como figuran en la fuente, pues toda modernización aquí es motivo de engaño y confusión.

Ahora bien, en el momento actual de la investigación, conviene lanzar una llamada de atención sobre la posibilidad de ir demasiado lejos en la línea de considerar el teatro del Siglo de Oro como un espectáculo escénico, y no un mero texto para ser leído en silencio e individualmente, actitud que, desde luego, ha quedado claro que debemos compartir. No se trata de recelar de los «teatreros», nombre con los que a veces se designa a quienes se mueven en nuestros días en el mundo de la escena y que suelen caracterizarse por una amplia desconfianza respecto a lo que pueden enseñarles los profesores, cargados de erudición, pero a veces ignorantes de los más básicos recursos escénicos. En reacción paralela, pero de signo contrario, los estudiosos podríamos recelar de una acaso excesiva atención a los problemas de la puesta en escena. No se trata de esto; pero hay que despejar posibles dudas.

En el capítulo que Ruano dedica a «los textos dramáticos» dentro de su luminoso libro con Allen, se indica: «Para la correcta reconstrucción de la puesta en escena de una comedia el investigador moderno deberá utilizar principalmente textos impresos o manuscritos del siglo XVII o ediciones modernas basadas en ellos. No es necesario en el caso de testimonios del siglo XVII que la versión en cuestión sea autorizada o fidedigna, en el sentido de que reproduzca fielmente el original del dramaturgo; basta que haya sido copiada o compuesta en el siglo XVII. Casi me atrevería a afirmar que los menos fidedignos en este sentido son los que mejor reflejan el montaje original de una determinada comedia»63.

Es muy conveniente no tergiversar lo que Ruano dice, porque no faltaría alguno que, leyendo rápidamente sus palabras, dedujera que, en su opinión, cuanto peor sea un texto de aquella época mejor nos habla de la representación. Y todavía podría obtenerse de ahí la idea de que, en ese caso, todo el esfuerzo de elaborar ediciones críticas es trabajo perdido. En absoluto: lo que el profesor de Ottawa señala es que para darnos cuenta del montaje en el corral de una comedia, tanto más aprovechable será la copia cuanto mayor cantidad posea de señales didascálicas de haber pasado por las tablas. Los autores de compañía no respetaban, como sabemos, la integridad del texto, y escribían sobre él, y cortaban, y alargaban a voluntad o a necesidad. Ahí tenemos las huellas de los montajes reales. Pero esto no tiene nada que ver con la necesidad imperiosa que seguimos teniendo de contar con una edición crítica que nos señale definitivamente lo que salió de la pluma de Lope de Vega o de Pedro Calderón. No puede haber duda en ello64.

Una vez fijado el texto, lo prepararemos con el sistema de grafías, acentuación y signos ortográficos que permitan entenderlo y no supongan una barrera añadida. En este punto, existen los fanáticos defensores del old spelling, entre los que deploro no contarme, como he tenido ocasión de señalar en más de una ocasión65. Si la ortografía es un sistema convencional de signos, parece conveniente, aun en ediciones críticas, aplicar el que hoy existe en todo aquello que no traicione lo que era diferente en la lengua de la época. Estamos hablando del siglo XVII avanzado, cuando la gran renovación fonética del castellano ya había dado sus pasos fundamentales66. Por ello, carece de sentido mantener un arcaico sistema de convenciones, que los autores no seguían, pues quien normativizaba era la imprenta. Basta ver un manuscrito autógrafo de Calderón para saber que podía escribir una misma palabra de tres o cuatro formas diferentes: ¿vamos a conservarlas todas?

Para conocer cómo era la escritura de un autor, lo ideal es realizar una edición facsímile, pues así se nos transmite además la caligrafía, que de cualquier otra manera se pierde. Pero ese no es el objetivo de una edición crítica, que debe realizarse pensando en los lectores (estudiosos o no) del presente, pues los del XVII han desaparecido todos. La objeción que a veces se formula de que, modernizando, eliminamos rasgos que pueden servir a los que investigan en la historia de la lengua carece de base: tales lingüistas deben emplear las ediciones o manuscritos originales, y no ediciones modernas. Y además, somos nosotros quienes obtenemos conclusiones de sus trabajos para poder afirmar que Calderón ya no distinguía entre «b» y «v».

También se ha sugerido que al modernizar arcaísmos gráficos, privamos al texto de una pátina de antigüedad que no debiera perderse, como si escribir catholico, philosophia o Christo añadiera un ápice de interés a lo que se dice. Por el mismo sistema, habría que dejar los cuadros del pasado con sus capas de oscuridad progresivamente crecientes, hasta que con el paso de los siglos ya no se viera nada de nada en el lienzo. Por fortuna, la prudente intervención de los restauradores nos permite descubrir obras de arte de primera magnitud donde antes sólo adivinábamos un borrón negro. Y estoy pensando en casos concretos que me abstendré de mencionar.

El buen sentido parece estar imponiéndose en este campo, e incluso desde el territorio de la historia de la lengua, nada menos que en el periodo medieval, acaban de hacerse propuestas sumamente juiciosas, que parecen revolucionarias frente a la práctica más común. Así, Sánchez-Prieto sostiene con argumentos decisivos que la boga que entre los editores tenían las ediciones diplomáticas o paleográficas, en cuanto mantienen las grafías de un manuscrito concreto, sólo en apariencia responde a un mayor respeto científico o de fidelidad al texto, y en cambio a menudo es mero producto de la comodidad. La persistencia de criterios conservadores a ultranza es una actitud supersticiosa, que da carácter privilegiado a una versión del texto, y no al texto, que es lo que debe importarnos. Una cosa es la transcripción de un manuscrito; otra diferente, la edición del texto. Y ésta es la que interesa. Incluso es fácil comprobar cómo ambas tareas son contradictorias: «[...] reflejar los usos gráficos de un manuscrito [no digamos de un impreso] es incompatible con la intención de llevar a cabo una edición crítica». De forma que modernizar con respeto a la realidad fonológica de la obra según su época se convierte en una «exigencia metodológica»67, no sólo en ediciones de divulgación, sino precisamente en las críticas.

El editor tiene, pues, que intervenir, porque la edición crítica -digámosolo aún otra vez- no es el producto de una acritud pasiva, ni mecánica. Y lo cierto es que poco a poco se va imponiendo esta práctica, y hoy ya sería considerado un extravagante quien siguiera defendiendo el mantenimiento de la grafía ujo para editar el verbo que debe ser correctamente transcrito -modernizado- como vio. Lo que no debe hacerse es aplicar al texto un principio de regularidad que ni el autor ni la época tenían. Si a veces encontramos en Calderón «agora» como palabra trisílaba y otras «ahora» como bisílaba, es claro que debe mantenerse el doblete. Y lo mismo hay que decir en los casos en que no nos ayuda el cómputo del verso. Así, «efeto» y «efecto» nos hablan de una solución que no debía de ser aún definitiva, como prueba que más adelante se restaurasen de forma general esos grupos cultos.

Algo similar hay que afirmar respecto a la acentuación y a la puntuación. Deben ser las modernas, y aquí procederemos con decisión, intentando dar sentido con las comas, puntos, y puntos y comas, así como con los signos de admiración (en lo que conviene ser parcos) y de interrogación. Sin embargo, debe reiterarse, hay que convertirse en un editor activo y, por el hecho de que no figure un signo en el texto que editamos, no debemos quedar paralizados y menos aun intentar defender explicaciones sin sentido. Es verdad que, en el comienzo de La vida es sueño, las ediciones del XVII no señalan carácter interrogativo a partir del verso 3, en boca de Rosaura. Desde fines del XVIII, se ha introducido, como conviene: «[...] ¿dónde, rayo sin llama, / pájaro sin matiz, pez sin escama...». Sin embargo, en la reciente edición de Rodríguez Cepeda se suprime el carácter de pregunta, y se intenta justificar: «Eliminamos la interrogación de este párrafo añadida en el Romanticismo, porque no se necesita. Ya había notado J. M. Rozas [...] que la comedia no debe empezarse en éxtasis, ni interrogaciones; así lo comentan J. Desuché y, de viejo, C. Pellicer en 1800»68.

Es difícil, si no imposible, acumular más inexactitudes en tan pocas palabras. Si se considera que la forma interrogativa «no se necesita», habrá de explicarse cuál es el sentido de lo que expresa la enfadada Rosaura; dicho de otro modo, como frase aseverativa, hay que preguntarse si el antecedente de «donde» es «Hipogrifo» o «viento», soluciones ambas absurdas: «caballo donde te desbocas» (?), o «viento donde te arrastras y despeñas» (???). Claro que en nota anterior ha precisado que el confuso laberinto es «el viento». Nuestro llorado amigo Rozas, que conocía muy bien el teatro de la época, nunca dijo cosa semejante a que la obra no debía comenzar «en éxtasis, ni interrogaciones». Desuché, por su parte, de quien habla es de Bertolt Brecht, y don Casiano Pellicer, ni «de viejo», ni de joven alude a ello.

Lo más curioso es que esto se dice en un libro donde, además de La vida es sueño, se edita El alcalde de Zalamea. Por lo cual, pasamos unas cien páginas y leemos el principio de esta otra obra:

REBOLLEDO.
¡Cuerpo de Cristo con quien
desta suerte hace marchar
de un lugar a otro lugar
sin dar un refresco!
TODOS.
¡Amén!
REBOLLEDO.
¿Somos gitanos aquí,
para andar desta manera?
¿Una arrollada bandera
nos ha de llevar tras sí
con una caja...
SOLDADO.
¿Ya empiezas?


Como comienzo «en éxtasis» y con interrogaciones y juramentos no está nada mal... Y es lo lógico y esperable, porque el dramaturgo sabe que los actores deben procurar el silencio en el tráfago del corral para atraer la atención sobre sí, y sobre la comedia que comienza, desde el principio. Y la falta de los signos de interrogación no debiera extrañar en ediciones que los omiten a placer, y mucho más en obras de un escritor que no los usaba nunca69.

En suma, editemos las comedias del Siglo de Oro, y las de Calderón en concreto, intentando desentrañar el sentido de cada palabra, de cada frase, de cada escena, de cada jornada, y del conjunto completo, en fin, en la seguridad de que todo lo que adelantemos sobre lo que ya se sabe será iluminador de cara al futuro, pero asimismo con la conciencia muy clara de que mañana nuestra labor será superada por otros estudiosos que verán más lejos y más adentro.

Hoy por hoy, cuando no hay en el mercado editorial ninguna edición del teatro completo de Calderón de la Barca, constituye una especie de baldón cultural que pase el centenario sin conseguirlo. Algo se ha hecho para remediarlo, si bien sea un poco más tarde, y me ha cabido la suerte de aportar mi esfuerzo en esa dirección. Calderón no es un autor de segunda fila y los españoles del presente debieran tener la oportunidad de acercarse a sus obras sin excesivas mediaciones y complejos. Hace falta un «Calderón en limpio», que aproveche lo que la investigación ha desarrollado ya hasta hoy, sin tener que esperar veinte o treinta años hasta contar con ediciones críticas de todas sus obras (¡y ojalá existan dentro de treinta años!). Esta es la labor que me he comprometido a dirigir para la Biblioteca Castro y en la que cuento con la fortuna de congregar un escogido grupo de colaboradores.

Pero, sin duda, lo esencial será la otra tarea: la de conseguir que el calderonismo universal comprenda la urgencia de disponer de textos fiables, es decir, de ediciones críticas o, como las llamo Cruickshank, «definitive editions»70, al menos, para el estado actual de nuestros conocimientos. Merecería la pena que toda una generación se dedicase a editar de verdad los textos de la literatura española, entre los que están también los de don Pedro, en vez de seguir discurriendo por los caminos de la vaga divulgación o por los más tortuosos de las corrientes críticas a la moda. Como dijo con ejemplar claridad el tantas veces citado José Ruano, «será necesario convencer a algunos de nuestros doctorandos y jóvenes investigadores de que, antes de ponerse a deconstruir la obra de Calderón, se aseguren de que está construida»71. No sería pequeña victoria.





 
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