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Los «Tijeretazos y plumadas» de Juan León Mera

Marina Gálvez Acero





En Madrid, en la Estafeta Tipográfica de Ricardo Fe, se publica en 1903 un volumen firmado por Juan León Mera bajo el título de Tijeretazos y plumadas. En él se recogen diecinueve artículos que Juan León Mera había ido publicando en La revista ecuatoriana, El Fénix, El amigo de las familias y otros periódicos del Ecuador1, casi todos firmados bajo el seudónimo de Pepe Tijeras2, según consta en una nota inicial del editor o del compilador de los trabajos. Este último, como sabremos por la carta-prólogo de Alcalá Galiano, Conde de Torrijos, con la que se abre el volumen, fue su hijo J. Trajano Mera, aunque nada se dice del criterio seguido en su menester de antólogo.

Tampoco, salvo en tres excepciones, se indican las fechas en las que los artículos fueron publicados originalmente, aunque por la casi uniformidad de su tono, las comunes preocupaciones que reflejan y el uso reiterado del seudónimo Pepe Tijeras, el más habitual en los últimos años del autor, podemos suponer que la mayoría de los textos que se recogen en el volumen fueron escritos probablemente en torno a la década que va de 1880 a 1890, en la que Mera (1832-1894) tenía entre cincuenta y sesenta años3. Esta suposición es coherente con el estilo suelto y desenfadado, propio de un escritor de dilatada experiencia, pero, sobre todo, de un hombre seguro de sus convicciones, sin prejuicios ni temores a la hora de emitir sus juicios. Criticón y lenguaraz como su siglo («soy de mi siglo y no puedo callar nada», dice el narrador en cierta ocasión - p. 43) parece hablar a sus lectores desde una perspectiva superior, actitud que podría explicarse por su edad o jerarquía en cuanto a hombre público. Sin embargo esa misma perspectiva es también habitual en la fórmula de los escritos costumbristas, a cuyo género pertenecen estos artículos.

Como costumbrista, Mera observa el desarrollo que siguen los tiempos con manifiesto y explícito recelo, y sus artículos se proponen alertar a la sociedad sobre las consecuencias de algunas de las nuevas ideas o costumbres. El prologuista ha descrito perfectamente el alcance y la intención de las armas que utiliza: «Pláceme el título -escribe Alcalá Galiano- por aquello de que yo también he vivido dando mis tijeretazos y plumadas sobre las flaquezas humanas. La tijera y la pluma: ¡qué pequeñitas pero qué poderosas armas! Como con ellas se dan las grandes batallas de la Idea que son las más decisivas del humano destino» (p. X). Alcalá Galiano capta cabalmente el espíritu del cruzado ecuatoriano que en esta ocasión blande estas armas. Es sabido que con el nacimiento del periodismo, sobre todo, a la espada sucedió la escritura como principal arma ideológica, que será usada por unos y otros hasta que ésta, ya en nuestros días, también caiga en desprestigio. Pero en aquellos años en los que escribía Mera tal creencia comenzaba a vivir un período de gran auge, y en la prensa periódica -como es sabido- se emprendieron numerosas y encarnizadas batallas sociales y culturales, con la certeza por parte de los combatientes de la utilidad y el poder de sus armas. Tal vez el ejemplo más pertinente en esta casa sea la conocida afirmación de Montalvo ante la noticia de la muerte de García Moreno: «lo mató mi pluma». Los escritos de Mera no llevan semejante pretensión, aunque tampoco vivió las amarguras del fracaso y del exilio que enardecieron la escritura de su ilustre oponente político. Mera escribe desde dentro, desde el poder, desde el prestigio. Sus batallas son contra las nuevas modas y costumbres, contra el cambio de actitudes que viene observando en la sociedad. Sus valores: el orden, la armonía natural y social, lo que remite a estructuras jerárquicas, a determinadas superestructuras ideológicas que iremos viendo. De ahí que si aparecen bien atribuidas ciertas palabras de Alcalá Galiano, no lo son tanto las siguientes: «¡Pues y la Pluma! Espada del espíritu, ella ha cambiado la vida humana enterrando el pasado y abriendo la puerta del porvenir» ( p. XI. La cursiva es mía). Nada más alejado de las pretensiones de Mera que enterrar el pasado o hacer la revolución, como dice en otra ocasión. Razones muy diversas se han argumentado para explicar su posición ideológica, que sin duda no son del todo pertinentes en este trabajo. Sin embargo, es preciso partir del convencimiento de que la labor del crítico nunca debe ser la del fiscal, nuestro cometido debe tratar de comprender y no de juzgar, de conocer las razones y valorarlas dentro de perspectivas de cada momento, no desde nuestro presente. Teniendo en cuenta lo dicho creo que ayudara a comprender mejor estos trabajos de Mera el recuerdo de algunos de los vectores ideológicos de su época.

Como es sabido, el período romántico hispanoamericano (que no la influencia de lo romántico, mucho más duradera y consistente) se desarrolla durante tres generaciones y unos cuarenta y cinco años, entre 1845 y 1889; espacio en el que se inscriben las obras de Juan León Mera. En líneas generales el romanticismo de esta época representó y dio cauce a la aspiración regeneradora de un nuevo orden, tras los años del caos posindependentista. Se creyó en la utilidad de la literatura de edificación política, fundamentalmente en la llamada a promover el perfeccionamiento de la vida republicana y democrática y en la educación moral y política del ciudadano. Pero aunque esa fuera la línea dominante, conviene recordar que tanto en Europa como en América existió un romanticismo conservador, que aunque enfrentado en algunos puntos a la esencia filosófica de sus postulados centrales (el cambio frente al estatismo de lo clásico, la libertad de espíritu, la rebelión contra la razón y el método, una metafísica sentimental, un concepto panteísta del universo, cuyo centro es el yo, etc.) en estrecha alianza con lo tradicional y lo nacionalista supo instalarse en el otro eje central del período, e incluso adquirir, en países como España, carta de mayor preponderancia. Las circunstancias históricas por las que atravesaba cada país determinaron muchas veces, junto a la idiosincrasia del propio creador, las características adoptadas dentro de lo que fue un movimiento tan proteico y complejo como el romántico. En la misma Francia de Hugo, de Hernani y del «Prefacio» de Cronwell, el romanticismo había sido en sus comienzos monárquico y cristiano bajo la influencia de Chateaubriand y como reacción contra el espíritu enciclopedista del XVIII. Fueron los acontecimientos políticos, sobre todo, los que hicieron variar la situación, de forma que tras la revolución de julio de 1830 el romanticismo se asimila a ésta y al liberalismo: a nueva política nueva literatura. Parecido proceso ocurre en España una década más tarde: muere Fernando VII en 1833 y regresan los emigrados, con lo cual se acelera o llega a su cénit un proceso más o menos soterrado que había comenzado mucho antes según la crítica más actualizada. Hacia el año 1838 es cuando definitivamente se instalan en la prensa periódica y en la escena el desgarramiento, las tendencias antisociales, el declarado y violento anticlericalismo, y en general lo que conocemos como propio de la línea romántica impulsada por los grupos políticos revolucionarios. Sin embargo esta línea encontraría en España una fuerte oposición en críticos y escritores de todas las ideologías, de manera que, como es sabido, el romanticismo liberal no logró, arraigar en la Península. Además de que el romanticismo extremado tuvo seria resistencia en todos los países, en España e Hispanoamérica la rebelión individualista no podía tener el sentido que tuvo en países como Francia, en el que existía una burguesía frente a cuya significación ideológica materialista se rebelaban. En nuestros países esa burguesía estaba comenzando a construirse, y era incluso necesario para que entráramos en la vía del progreso por el que ya discurrían los países más desarrollados. Tras los años de transición y de crisis, que aunque por motivos diferentes todos nuestros países habían atravesado, se precisaba más de constructores que de anarquistas, más regeneración que rebeldía individual. Aunque entre los constructores existieron todo tipo de clases e ideologías, y aquí sí interviene la peculiar idiosincrasia del escritor, y desde luego su formación y circunstancias4.

Hubo quienes repudiaron el romanticismo por razones de ortodoxia moral y religiosa, pero también quienes lo hicieron por los motivos sociales antes referidos, como es el caso de Larra, quien de esa forma justificaba su rechazo del Antony de Dumas, al que consideraba demoledor para la sociedad española del momento5.

El nacionalismo y el patriotismo fueron el soporte básico del pensamiento de Mera, pero también el rechazo del ateísmo y del patetismo de ciertas producciones extranjeras del momento, francesas sobre todo. Los autores como Mera tienen en su haber que el romanticismo no cristalizara en fórmulas yertas: abrazando las ideas románticas se abría la puerta a lo nuevo, al mismo tiempo que se aceptaba plenamente lo propio. Pero sobre todo aportaron una gran contribución al publicar, recuperándolas, numerosas colecciones clásicas o del legado tradicional y popular. Es evidente que el nacionalismo romántico conservador ofreció a Mera la oportunidad de fundar una literatura nacional, que entroncada en la tradición más clasicista y castiza de lo español recogiera sus motivos en lo vernáculo.

Dentro de este panorama general, el costumbrismo jugó un papel muy especial por su condición de género menor, al alcance de todas las fortunas. Nace, según se sabe, del deseo de reflejar con fidelidad la sociedad contemporánea, utilizando para ello el folleto o la prensa periódica, medios de difusión que determinan sus características formales, e incluso, en ocasiones, condicionó su nacimiento (al generalizarse la prensa periódica o popularizarse las revistas literarias). Ningún otro género alcanza tan amplio cultivo durante la época romántica (sobre todo en los países hispánicos) ni desde luego su popularidad. Como género independiente, ya que su origen se liga a la novela, en el ámbito hispánico comienza, como es sabido, en torno a la década del veinte, tras la guerra de la Independencia. Hasta 1860 raro fue el escritor español, a pesar de la fuerte censura de los períodos absolutistas, que no probara suerte en este género, que alcanzó extraordinaria popularidad. (Un índice incompleto sobre 20 publicaciones de la época arroja un total de 300 autores).

En su prólogo, el Conde de Torrijos califica con justeza estas páginas de Mera de «picantes, ingeniosas y divertidísimas» y añade, jugando con las palabras, que lo que va a leerse no es mera literatura, sino «una filosofía política y social sutilísima y rebozada con todas las galas del ingenio y la gracia del estilo» (p. X).

Subtitulados artículos humorísticos por la evidente condición festiva generalizada de su tono, los «tijeretazos y plumadas» de Mera son, como hemos dicho, artículos de costumbres. Pero mientras alguno como el titulado «Una botella de champagne» se ajusta perfectamente a lo que conocemos como cuadro o escena, otros, como el que abre el volumen, titulado «Aventuras de una pulga contadas por ella misma» se pueden considerar cercanos al cuento, aún manteniendo su propósito de retratar determinadas peculiaridades de la vida social del momento.

El artículo o cuadro de costumbres fue en España y otros países como Francia, sin duda la más importante manifestación de prosa durante el período romántico y surge como reacción contra el irrealismo de la novela de la época, pero sobre todo como necesaria manifestación de un período de transición o momento de crisis, en cuyo seno es normal que aparezcan fuertes tensiones entre el presente y el inmediato pasado, o entre diferentes y opuestas opciones ideológicas. En ocasiones el autor costumbrista no pretende sino inventariar tipos o costumbres que van a perderse irremediablemente con el paso del tiempo, pero en otras es la sátira social o política lo que mueve su pluma. En el primer caso, el paradigma español es Mesonero y en el segundo Larra. En los artículos de Mera no existe la tensión patética que angustia a Larra, pero ambos tienen en común el interés por la política y la perspectiva satírica, aunque el ecuatoriano nunca observe su sociedad con la destructiva ingenuidad de «El pobrecito hablador». Más cerca sentimos el españolismo conservador de Mesonero, traducido naturalmente a la casuística ecuatoriana, a quien le acerca también el semejante optimismo y el amor a la tradición; pero definitivamente los aleja el desinterés del primero por la política y la acusada actitud irónica de Mera.

Aunque su medio de difusión habitual haya sido la prensa periódica, el artículo de costumbres conserva un rastro extremadamente sutil de su origen picaresco, que también se interpreta como el intento de dar unidad al conjunto. Tal vez el rasgo más significativo al respecto sea el desdoblamiento del autor en un personaje de ficción, que es el del habitual seudónimo desde el que solía narrarse. Personaje que surge al desaparecer el pícaro narrador de la novela, cuya perspectiva o punto de vista daba unidad al conjunto y declaraba a condición de su observación. En los textos de Mera su condición de podador de todo brote nuevo o desviado de la trayectoria fijada, aparece indicada en el apellido del personaje narrador Pepe Tijeras y enfatuada además en el título del volumen, que señala desde el inicio un importante objetivo o función. El otro, el de las plumadas es el de dibujar los tipos y costumbres del momento, sobre todo aquellos que por su condición moral o ideológica deberían ser objeto de sus tijeras. Es evidente que el tijeretazo es un corte pequeño, como si se quisiera dar cualquier hombre del pueblo. A pesar de su punto de vista privilegiado (por la mencionada perspectiva superior que comúnmente adopta) el narrador quiere hacerse pasar por un hombre común, como indica también su popular nombre propio. Como ente de ficción Pepe Tijeras (o el personaje que se esconde tras los otros seudónimos) interviene en calidad de narrador y personaje, aunque a veces también cede su voz a otros, como en el caso de la pulga del primer relato.

Todos los seudónimos de los escritores costumbristas expresan un común espíritu atento, que en unos casos contempla la sociedad marginalmente (como lo hace «El solitario», uno de los usados por Larra) y otros desde dentro, y desde una posición de privilegio, como es el caso de Pepe Tijeras, quien a pesar de querer hacerse pasar por uno más entre los hombres del pueblo ejerce una función no a todos permitida. Como «curioso parlante» Tijeras indaga, comenta y critica. De la condición de pícaro, o sucedáneos como diablos, duendes, anteojos, almas, etc., conserva el espíritu travieso, la intención develadora de la realidad, de ver más allá de lo que suelen ver las gentes comunes como él, aunque menos atentas o curiosas6.

Cargado de propósitos Pepe Tijeras y sus afines se encara a la realidad con una mirada previamente acomodada a sus fines. La descripción o representación que de ella nos hace se ofrece condicionada por la moraleja o la idea que se quiere ejemplificar. Es decir, al escritor costumbrista en general no le interesa el cuadro social sino en cuanto es portador ejemplar de una abstracción, circunstancia por la cual a los personajes del cuadro o artículos de costumbres suele faltarles vida, suelen ser seres irrealizados, tipos o caracteres representativos, pero escasamente personajes auténticos como los que viven en novelas y cuentos. Pese a nacer mediatizados por esa función, en los relatos de Mera hay algunos personajes más individualizados de lo habitual en el género costumbrista, como puede ser mencionada pulga arribista del texto que abre el volumen, en el cual, por otra parte, están presentes todos los ingredientes del cuento: pequeña acción dramática, caracteres verosímiles, diálogo animado... Pese a lo dicho, los personajes son conscientemente tipos, incluso en el mencionado texto: el viejo funcionario que se ha sabido mover para ir ascendiendo, el joven alumno que empieza su carrera o los personajes menores que se encuentra en el trayecto, a los que se menciona precisamente con el nombre que mejor caracteriza su actitud y que, como los otros, son representativos del colectivo social que está siendo objeto del interés y la reflexión de Pepe Tijeras.

No obstante, en general Mera se atiene a las dos formas peculiares del costumbrismo: el tipo y la escena. Es decir, dos procedimientos en los que no interesa el personaje singular, sino lo que tipifica sumariamente a una determinada clase o a un determinado comportamiento social. Este rasgo fue conscientemente buscado por los costumbristas, como se desprende de las palabras de Mesonero. «Nadie -dice- podrá quejarse de ser objeto de mi discurso, pues debe tener entendido que cuando pinto no retrato»7.

Aunque, como digo, estos artículos se atienen en lo fundamental a estos dos modelos, Mera no parece interesado en la más detallada o minuciosa descripción de lo que por entonces se llamó una fisiología, sino que se inclina por lo que pudieran ser las variantes del tipo (de tal manera que comprobaremos la existencia de clases entre las pulgas, o entre los resultados de tal o cual comportamiento o suceso). En otras ocasiones se atiene más estrechamente a lo que se entiende por escena («la botella de champagne» es un estupendo ejemplo) que él llama plumadas, y donde estimo que están sus mayores aciertos.

Al contrario de Mesonero, de quien se dice que no sabía narrar y de ahí su escasa o nula relación con el cuento, a pesar de que las situaciones y personajes que recogen sus escenas tuvieran todas las condiciones para ello8, Mera es un buen contador de historias, pero en estos escritos su interés no está en narrar una ficción determinada, sino en sugerir o mostrar las consecuencias sociales del asunto de que se trate. De esta forma el eje de la narración nunca está en lo que narra, siempre habrá que buscarlo fuera de la historia, que no interesa sino como símbolo o parábola de la realidad y que suele pasar incluso por otro tiempo gerente al de la narración, con lo cual la historia se vacía de contenido. Al Mera costumbrista sólo le interesa el presente social, pero sus «tijeretazos» suelen darse en situaciones ocurridas en el pasado, en los sueños o en asuntos irrealistas. No ocurre de este modo en las escenas, en las que no necesita ejercer sus virtudes de «contador», le basta con las de «pintor», como diría Mesonero. Su poder pictórico o descriptivo es verdaderamente sobresaliente (la cena en la casa de la viuda de Verdiales es una pieza de antología) pero sobre todo lo es en los retratos, siempre distintos, divertidos y sugerentes.

Las dos series están sin duda unidas por la ironía, uno de los rasgos más poderosos del Mera costumbrista, un instrumento que como si fuera un escalpelo es utilizado con mayor eficacia que las tijeras. Previa a la acción de éstas, la ironía ha ido hurgando en lo que considera llagas sociales más o menos inofensivas, ha ido sajando en lo que cree que son los focos de la sociedad, con tanta sabiduría como el doctor Moscorrofio maneja su bisturí de cirujano. La ironía corno reina indiscutible preside estos artículos, y de ella dimana su verdadero poder. Otro de los vínculos que unifican los dos tipos de trabajos es el lenguaje, vehículo ejemplar para la ironía, a la que presta su alcance. Como decíamos, el escritor costumbrista tiene vocación popular, no sólo quiere reflejar la sociedad -sobre todo a las clases medias- sino que pretende ser entendido y apreciado por ellas, a cuya mejora van dirigidas sus críticas y moralejas. De ahí que el lenguaje haya de ser castizo, con todo tipo de rasgos coloquiales, léxico popular y local, refranes, máximas, sentencias, dichos populares, frases hechas, letrillas, décimas, exclamaciones, comparaciones festivas, abundante adjetivación, sobre todo calificativos, superlativos y todo lo propio del habla más castiza de esa amplia clase social a la que va dirigido. Tampoco hay que olvidar en este sentido la exigencia que imponía el propio medio periodístico, con el que desde su origen tuvo el artículo de costumbre la estrecha relación que mencionamos.

Revisemos ahora con mayor detalle el tratamiento que le da a los principales temas.

Las «Aventuras de una pulga contadas por ella misma», como puede deducirse por lo que llevamos dicho, es en cierta manera un relato alegórico, en el que a través de la vida de una pulga se narra la de un funcionario de origen humilde, cuya actividad central ha consistido en ascender desde esa humilde condición a una situación de privilegio, siempre a costa de «sacar el jugo» a los demás. Con evidente regusto picaresco, conocemos la buena o adversa fortuna de este personaje, en su interesada convivencia con una serie de tipos de diversos oficios y comportamientos sociales (la criada, el militar, la casada infiel, el niño de casa acomodada, la arrogante ignorancia del médico, la simpleza de algunos maridos). El cuadro se inicia con las palabras del narrador Pepe Tijeras, quien tras excusarse del largo abandono en que ha tenido a sus lectores (por lo que suponemos que este artículo inició una serie, posiblemente la que se recoge en el volumen con escasas excepciones) comenta que va a ofrecerles un ejemplo del resultado de un invento suyo de extraordinario alcance: un micrófono-tijera, un artefacto de tal sensibilidad que consigue hacer oír la voz de las mismas pulgas, es decir, de los seres más diminutos y marginales de la creación. Este invento no es inocente, desde luego. Si existe un instrumento capaz de dar la voz hasta los seres más humildes, ese instrumento es el voto democrático. Inicialmente sin embargo el interés de Pepe Tijeras se centra en las estrategias que desarrolla la pulga narradora para conseguir su ascenso social, siempre a costa de los otros «cuerpos» sociales. Pero al final, la parlanchina pulga y su compañera cometen el error de pretender aprovecharse del propio Pepe Tijeras, es decir del personaje que les ha dado la posibilidad de hacerse oír. La desfachatez de estos desagradecidos seres llega entonces a un punto intolerable. De ahí la indignada conclusión del narrador al verse sorprendido por las desaprensivas y poco agradecidas pulgas, quienes han usado la libertad que él graciosa y paternalmente les concediera -ya que en una primera instancia las indulta-, para ir a molestarle, para darle un par de piquetes furibundos en su mismísimo pecho: «Vamos con las bribonas -comenta con indignación Pepe Tijeras-. Estoy creyendo, a pesar de mis principios, que mi generosidad fue una gentil tontería. Si las hubiera aplastado y despachurrado, ¿no es claro que no hubieran vuelto a mortificarme, ni quitándome la tranquilidad, ni obligándome a perder mi tiempo en rascarme, en defenderme de su agresión y en perseguirlas?» (p. 21).

Ésta, como he dicho, es la moraleja final del relato. Olvídense de inventos semejantes, parece decirnos el narrador, dejemos las cosas como están, porque ese tipo de comportamientos vale más no conocerlos. Que ceda cual se defienda como pueda, no demos armas a quienes pueden no merecerlas.

Este relato con el que se abre el libro resume la perspectiva ideológica que se ofrece en el resto. La palabra novedad aplicada a las más diversas facetas, útiles o circunstancias será siempre objeto de anatema y, por tanto, objetivo sin contemplaciones de sus tijeras podaderas, al menos en el ámbito de la idea. Los principios democráticos, o los avances de la civilización «moderna» son los motivos centrales de su poda, como se desprende de las irónicas y explícitas palabras de Pepe Tijeras que preceden a las antes trascritas de la conclusión: tras haber escuchado la narración de todos los «asaltos, ataques y fechorías» de la habladora pulga, comenta con ironía para justificar el indulto que le había concedido: «¿Qué falta ha cometido este bicho? Ninguna: es libre, y no ha hecho otra cosa que usar de sus derechos, como hacen tantos hijos de Adán. Castigarla por eso habría sido quebrantar uno de los más santos y respetables principios democráticos modernos y renegar de las ideas de progreso y civilización...» (p. 20).

En el segundo cuadro Pepe Tijeras vuelve a coger su pluma a propósito de un artículo en el que se había comentado el prodigio realizado por un médico peruano («El médico de la muerte», según le llama el articulista de Prensa latina) que había devuelto la vida a un hombre cosiéndolo la cabeza que tenía amputada. Este artículo es la excusa para que Tijeras recuerde la existencia de un antiguo y fabuloso galeno quiteño, cuya actividad como cirujano, según dice, no tiene parangón con la del ahora celebrado médico peruano. Y para que el lector le crea se pone a contar alguno de los prodigios del Doctor Moscorrofio. De esta forma el narrador ataca a la prensa sensacionalista que ofrece las noticias sin contrastar su veracidad. Pero no es eso lo que le interesa a Mera. Ya hemos dicho que el eje de la narración no está comúnmente en lo que cuenta sino fuera de la historia. Este suceso es aprovechado para, de nuevo, satirizar a ciertos tipos y comportamientos del presente. Por ejemplo, algunos de sus contemporáneos descendientes de aquel a quien el doctor Moscorrofio para quitarle el dolor de cabeza, le cambia sus sesos podridos por los sanos de un borrico. «He conocido -dice textualmente el narrador Pepe Tijeras- más de cuatro nietos del hombre de los sesos regenerados, que han obtenido grados y títulos, gozado de reputación de doctos y sentádose en nuestros Congresos y desempeñado otros altos destinos» (p. 33). De entre los diferentes «milagros» de esta índole que atribuye a Moscorrofio algunos sólo afectaron al aspecto físico (las orejas morenas pero bellas de alguna mujer blanca, los negros y lindos ojos de llama de algunas mujeres morenas, las mandíbulas porcunas de algún descendiente de aquel quien le fueran trasplantadas la de un puerco). Pero la intención del cuento va más allá del ingenio y la gracia que sin duda tienen los trasplantes del prodigioso cirujano, son el vehículo para ironizar sobre la condición infrahumana que atribuye a ciertos compatriotas, o la supuesta vanidad o frivolidad de las mujeres, quienes son blanco habitual de sus ataques como veremos en otros cuadros posteriores. En otros casos los efectos de la sabiduría del doctor Moscorrofio han sido más profundos, aunque menos visibles, pues introdujeron distorsiones sociales como la de aquel candidato humilde que gracias al doctor consigue sangre azul, con lo cual puede alcanzar sus propósitos de ser elegido congresista.

El sabio doctor Moscorrofio sigue siendo el personaje central del siguiente relato. Desde el infierno, donde ha ido a parar a pesar de sus méritos científicos (o más bien precisamente por ellos) vuelve unos minutos a la tierra a dar las gracias a Pepe Tijeras por haberle recordado en su elogioso artículo anterior. Y en agradecimiento le revela los secretos del averno, en el que, lógicamente, todo está encaminado a extender el poder del mal sobre la tierra. Para dar verosimilitud a los hechos, la revelación se produce durante un sueño, en realidad una cabezada que Pepe Tijeras está dando poco antes de cenar, extenuado y desalentado por el recuento de los problemas político-sociales que había estado llevando a cabo para un supuesto artículo que quería escribir.

Moscorrofio le refiere el perfecto y eficacísimo funcionamiento del infierno, de tal manera que su poder ha ido multiplicándose con los años hasta el presente, en el que sus efectos se muestran palpablemente manifiestos en todos los órdenes (política, cultura, ciencias, artes, modas, etc.). En consecuencia un número cada vez mayor y más disciplinado de diablillos aumentan cada día en progresión geométrica los resultados de su cometido, y de esa manera «[...] el mundo -dice con ironía- progresa que es un portento» (p. 48). Termina con una referencia a la política del Ecuador, República que preocupa especialmente al diablo o augusto amo de Moscorrofio, ya que si está satisfecho por algunas cosas no está seguro de poder conquistarla del todo. «Ahora pone sus esperanzas -dice- en las próximas elecciones populares; y para que trabajen en ellas organiza y disciplina un numeroso cuerpo de los diablos más duchos en intrigas, sobornos, fraudes, tontos celos, pueriles quisquillas y cuanto más se necesita para un espléndido triunfo...» (p. 50).

Ya adelantamos que «La botella de champagne» es una pieza de antología. Con una paleta surtida de todo tipo de tonos, salpicada de ironía y de sarcasmo, es una de las plumadas fuertes de esta colección de artículos de costumbres. Mera pinta de una sabia y colorista plumada una escena rural durante la celebración de una cena de Nochebuena. La familia Verdiales, su casa, el corral, el capón que presidirá el festejo, el saloncito o lugar de la celebración, los invitados y el desastre final que provocan los cuyes al ser trinchados y, sobre todo, la negligente apertura de la botella... van desplegándose con todo lujo de detalles hasta lograr un cuadro representativo del lugar y de sus gentes, en el que todo está salpimentado con la mejor y en ocasiones i más despiadada ironía, sobre todo en relación con el retrato del joven radical Tiburcio Perraza alias Torbellino, convertido por el arte de la democracia y las propias ambiciones políticas en Tiberio Peralba, o lo que es lo mismo, trasformado gracias a las facilidades que se daban en el momento, de chagra en dandy «tijeras podaderas».

De amores y novios desengañados trata el siguiente artículo, «¡Ya no se casan!», ocasión idónea para blandir las más afiladas armas contra uno de sus objetivos favoritos: la mujer. La misoginia de Mera aparece por todas partes, de tal forma que si hiciéramos un recuento comprobaríamos que hay indicios en casi todos los artículos. Pero a veces ciertas nuevas costumbres que atañen a la mujer son el blanco central de su crítica, como ocurre en esta ocasión, en la que el joven Arturo no obstante sentirse «enamoradísimo» de Fernandina, decide romper el compromiso, desengañado por haber descubierto en ella el más atroz de los defectos, la pasión que a su juicio más tiraniza: la política. «Cuando la política ha sojuzgado el espíritu de una mujer la transforma en un ser extraño, que junta en sí, en confuso y visible desorden, las condiciones morales de ambos sexos... Una politicastra es a un tiempo caricatura de hombre y de mujer... una especie de hermafrodita repugnante» (pp. 122-123). El desagrado del narrador es tan grande ante esta monstruosidad que se olvida hasta de la ironía9. Sin embargo el artículo está muy bien construido. Una serie de posibles y sabrosas razones del desengaño sufrido van siendo peculiarísimo.

El cuento que voy a referir... es de los tiempos de «La patria boba». Así comienza el nuevo artículo de Pepe Tijeras, titulado «Cuando Dios quiera dar por la puerta ha de entrar», un relato que sin embargo, como es habitual, sirve para ejemplificar asuntos del presente, como reconoce explícitamente el narrador: «pero nadie me quita que se lo aplique a no pocos hermanos míos en Cristo que gozan de los beneficios de la Patria viva». Una serie de refranes le sirven en esta ocasión de cañamazo para construir la historia de un joven haragán, quien pese a los intentos llevados a cabo por su suegro, no se consigue convertirlo en trabajador. La historia concluye de esta manera: «Árbol mal criado antes hecho astillas que enderezado» (p. 97).

En «Libros prestados», Jenaro, un joven amigo de un viejo sabio y generoso, cuenta como éste ha ido perdiendo su biblioteca en manos de gente inculta y ruin, incapaces de apreciar el valor de los libros, y comenta el enojo con el que su amigo hacía el recuento de lo perdido mientras se lo contaba. Esta circunstancia da lugar a un nuevo repaso por la sociedad, destacando aquello que debe ser objeto de las consabidas sugeridas al novio por un amigo que trata de averiguar las razones de la ruptura unilateral del compromiso, lo que da opción para que surjan sin ambigüedades las fobias recurrentes sobre ciertos atributos de la mujer.

Las penalidades de un periodista que debe escribir un artículo y sufre todo tipo de interrupciones mientras trata de hacerlo, es el tema de «¡No hay artículo!», pequeño anecdotario de una experiencia posiblemente autobiográfica que termina con una nota sentimental: la única interrupción que no lamenta, aquélla por la que las mayores frustraciones se olvidan, es el abrazo del hijo pequeño. De ahí la conclusión: «buen necio habría sido en apartar de mí mi tesoro y mi delicia, para arrimarme al escritorio, tomar la pluma y zurcir un cuento o una descripción para que otros se diviertan» (p. 129).

«Una corrida de venados» es una nueva, divertida e irónica estampa de costumbres, en las que un grupo de jóvenes urbanos, de excursión en una hacienda, son agasajados por el político del lugar, quien organiza Para su divertimiento una caza de venados en el frío y espléndido páramo. En esta ocasión el narrador es Lucas, un hombre mayor, intelectual por más señas, que decide acompañar a los jóvenes en su experiencia rural. Vestido, paisaje, usos y costumbres, componen esta escena (o plumada) que termina en una nueva y gran frustración gracias a distracción de Lucas, sumido en una poética contemplación del bellísimo paisaje, a lo que se añade una repentina tempestad que les deja a todos empapados de agua y lodo.

En «La civilización» el castizo Pepe Tijeras hace acopio de argumentos para arremeter contra «lo moderno», contra el espíritu del siglo, en el que ve decadencia moral, dejación de las antiguas virtudes. Hoy, viene a decir, la libertad absoluta todo lo preside, confunde y degenera. «Y nadie podrá decir a esa gente: "¡tate! ¡os perdéis y perdéis al mundo!"», se lamenta el narrador, quien, según se aprecia, conoce la respuesta que habría de recibir: «citará en su apoyo los prodigios del radicalismo, del socialismo, del nihilismo, etc., etc.». Al narrador no le satisface la vida regalona y lujosa a la que hoy todos parecen aspirar, ni el seguimiento -sobre todo por las mujeres- de las últimas modas importadas (el moño puf, el polisón o puf en el vestido, etc.). A la vista de todo ello Tijeras propone una nueva definición («tomada del natural») de la palabra «civilización» para la edición número trece del Diccionario de la Academia: «Civilización. Arte de ocultar con apariencias brillantes y seductoras las deformidades morales de la sociedad o del individuo» (p. 143).

Los argumentos a favor de su opinión de que «La reina del mundo» es la Mentira ocupan el siguiente y sabroso artículo, en el que una vez más, siguiendo una estructura reiterada como venimos comprobando, tras remontarse al pasado para explicar la antigüedad de su origen se centra en el presente, en el que su poder según refiere ha llegado a las cotas con las que se inició en el Paraíso con aquello del engaño de la manzana («Hoy en día -escribe Mera- no falta sino una línea para que su trono alcance la altura que tuvo ahora dos mil años», p. 157).

El artículo anterior suscitó una respuesta (con el título «Hijos de la Reina») a la que se alude al comienzo del siguiente antologado, «Los disfraces», que aparece dedicado a Pascual Dardo, el autor de la citada respuesta. Con ocasión de la proximidad de la «temporada de inocentes» o fiestas de Carnaval, Mera continúa su mesiánico afán por desenmascarar a la «Reina del mundo», pintándonos un cuadro de costumbres que recuerda a una pintura negra de Goya, una especie de aquelarre ecuatoriano lleno de luces y negrísimas sombras, según la subjetiva y un tanto arrogante visión de un narrador que mira al pueblo desde una perspectiva superior. El rico y castizo lenguaje de Mera alcanza en esta entrega una de sus cotas más sugestivas. La pasión por develar la fealdad que se esconde tras la alegría de la fiesta, enardece su pluma ya de por sí encendida y quemante. Como es habitual, tras remontarse a los orígenes del disfraz y recorrer su historia, Mera se detiene en el presente, en el que la condición de esa fiesta se hace extensiva a otros muchos valores y actitudes de la sociedad.

Una ingeniosa alegoría del matrimonio es el contenido central de «El matrimonio juzgado por un librero», breve tijeretazo en el que su narrador confiesa haber pasado por nada menos que siete matrimonios, que «me han puesto a veces sin saber qué hacer con ellos, no obstante que, como es natural y cristiano, han ido viniendo de uno en uno» (p. 178).

El título «Repartos y otros negocitos», es un encendido alegato contra los negocios de apariencia legal pero encaminados al robo de los pobres e ignorantes habitantes de las regiones menos habitadas. Los variados procedimientos de que se vale el estafador se le explican a los lectores a través de una casuística que vienen a ser pequeños cuentos intercalados. De todo ellos se sirve don Geroncio -que así se llama el narrador de esta entrega para El Amigo de las familias con el propósito de comparar la negativa situación social del presente con la del pasado inmediato en las que existieron unas medidas que prohibían estas prácticas fraudulentas, unos tiempos todavía «en día de vivos» en el que sin embargo mataron al «magistrado», según dice con sarcasmo, por haber introducido en el país esa y otras mejoras semejantes.

El siguiente alegato va dirigido contra «Los curanderos», o más exactamente contra las curanderas, un tipo al que describe con su gracia habitual pero a quien acusa de manipulador de la ignorancia y hace objeto de toda clase de improperios por el daño social que comporta.

«Por desgracia, lo bueno está en minoría y la exuberancia de lo malo nos ahoga y mata», es la conclusión a la que llega don Geroncio, quien en conversación con su compinche Benvenuto han ido reflexionando mientras pasean por la ciudad sobre el aumento de jóvenes estudiantes que han venido produciéndose en detrimento de los oficios, como la agricultura, las artes, la industria y tantas otras ciencias útiles a la sociedad. Una vez solo, don Geroncio sigue reflexionando sobre el particular sobre quienes cree que llegarán a ser, como señala el título de este nuevo cuadro, «Los Malhechores sociales», ya que sin vocación estudian para ser abogados, médicos, clérigos, militares, etc. La mayoría de los jóvenes estudian por el solo afán de ganar dinero, sin darse cuenta de que «no son los pueblos para vosotros -según les dice- sino que vosotros sois para los pueblos» (p. 205). Luego, en estructura paralela, va describiendo a los buenos y los malos profesionales mencionados, para terminar conminándoles a que ajusten su conducta a la moral, la conciencia y la religión, «¡astros que -según dice- por desgracia van inclinando su carrera al occidente!...» (p. 212).

En «Proyecto de retrato», tras lamentarse de no saber pintar para hacer adecuadamente el retrato de «una de las figuras más interesantes de la sociedad rural, un Teniente parroquial genuino y perfecto» según su propia expresión, se decide a trazar su «tosco esbozo», que, aunque necesite corrección, habrá de salir «vivo y hablando» en un número de El Fénix. El resultado es otro jugoso retrato (en este caso de don Lucas) en el que va observando el profundo cambio que el humilde título ha producido en «el alma, el corazón, y la cáscara» (p. 216) de lo que antes pudo haber sido un buen cristiano.

Tras el paréntesis de unas cuantas plumadas, vuelve la divertida y malévola arrogancia propia de un Pepe Tijeras que en esta ocasión dispara sus dardos contra los nuevos poetas, a quienes acusa de dulzones y empalagosos en «Poesía culinaria», cuando no de malos imitadores, sobre todo de los nuevos platos galos y anglo-germanos, nada sabrosos por otro parte a nuestro gusto según dice, cuando no platos envenenados y dañinos.

Y por último, el artículo que titula «Diciembre» es una salutación a dicho mes, del que canta su luz y su dulzura, su tibieza y olorosa fragancia. Cuenta también la historia de su nombre, haciendo una vez más gala de su amplia erudición. Y por fin reseña las grandes fiestas religiosas que tanto lo engrandecen. Sin embargo, las tijeras no pueden estar ociosas, y tras esta parte, el artículo se encamina en otro tono a lamentar los excesos que, una vez más en aras de la mala costumbre han dado lugar a unos festejos en torno a los inocentes y el fin de año. Por fin, en una tercera y breve parte del artículo concluye estableciendo un paralelismo entre la muerte de los años y la definitiva del mundo, la del Apocalipsis (que según intuye también habrá de ocurrir en diciembre) y entre la Resurrección de años y hombres, que habrán de pasar para seguir viviendo eternamente.

Como eternamente vivirán sin duda estas «charlas jocoserias» (p. 242) de Mera, estos alegatos contra el prójimo «pero sin salirse de lo justo» (p. 203), estos «reparos crítico-biliosos» (p. 203), estos «civiles y castizos sermones» (p. 189) estos combates que llevó a cabo como «un deber sagrado» (p. 192) y en fin, estos cuadros de costumbres en los que pintó sabiamente una época del Ecuador desde la subjetividad de un hombre «cristiano a la antigua» (p. 193) que en todo momento tuvo conciencia de lo que hacía, como lo demuestran esos apelativos sacados de sus textos y esta letrilla escrita para concluir el que llamó «La Reina del Mundo»:


Quien estas líneas trazando
ha ido entre burlas y veras
miente como todos cuando
se llama Pepe Tijeras.







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