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Libro Segundo de Los trabajos de Narciso y Filomela


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Capítulo I

Salen de la quinta vestidos a lo peregrino y dan principio a su viaje


En ninguna cosa se hecha de ver mejor el amor de los padres hacia sus hijos, que en los infatigables desvelos que ponen en alicionarlos, enseñándoles el estrecho camino de la virtud para que le sigan y mostrándoles el es   -110-   pacioso de los vicios para que le abandonen, poniéndoles a la vista el infelice paradero a donde llegan los que caminan por él a rienda suelta. Será monstruo en vez de padre cualquiera que no solicite imprimir las virtudes en los corazones de sus hijos, no menos con ejemplos que con palabras, porque todavía se introducen con menos dificultad por los ojos que por los oídos.

Sabía muy bien esta verdad doña Clara, y por lo mismo, sin embargo de haber empleado la mayor parte de su vida en la enseñanza de sus hijos, no quiso ahora dar principio a su peregrinación sin dejarles colmados de muchos saludables advertimientos y cristianos consejos, para vivir una vida feliz, aun entre los mayores vaivenes de la inconstante fortuna. Díjoles que no olvidaran enjamás lo ilustre de sus progenitores, pues este solo recuerdo les guiaría sus pasos y les obligaría a que fuesen nobles sus procedimientos; porque poco les aprovecharía haber nacido ilustres, si sus   -111-   operaciones fuesen infames. Mostróles que la mayor gloria que puede caberle a cualquiera es imitar las virtudes de sus antepasados de quienes desciende, y que tanto será su gloria mayor cuanto es mayor bien la virtud que todos los demás que puedan imaginarse.

-La virtud -les dijo- es superior a todo el resto de los bienes; sin ella son nada las ilustres dignidades y los honrosos títulos, porque éstos son unos bienes externos sobre que tiene jurisdicción la voluble fortuna; pero la virtud ni sufre vejación alguna, ni consiente acomodarse a los caprichos de la suerte, ni está sujeta a la constante mutación de los tiempos. Ella sola hace amables a los hombres cuando viven y memorables después de muertos; si tal vez los que han corrido tras los vicios se nombran después de la muerte, sólo es con estilo de horror, para causarle a la posteridad más distante.

Éstas y otras muchísimas doctrinas   -112-   que aquí se pasan en silencio dio esta prudente madre a sus hijos en tanto que llegó el tiempo de comenzar su viaje, para el cual se proveyeron de todo aquello que les pareció más preciso. Tomaron un bagaje y un criado para que le condujese, y les sirviese de compañía en tan prolija peregrinación.

Llegada la hora de partirse, abrazó Lenio a don Fernando, besó éste las manos a su madre, apretó entre sus brazos a su hermana, despidióse tiernamente de Felisinda; y rompiendo los aires los suspiros y sollozos que arrancaban de sus lastimados pechos, y diciendo todos repetidas veces adiós, adiós, comenzaron animosamente su viaje.

Cosa de media legua habrían caminado y aún no había desplegado ninguno sus labios para hablar palabra. Parece que al paso que caminaban se les iba entrando la tristeza a tomar posesión de sus corazones. Todos iban desfallecidos y transpor   -113-   tados en un profundo y respetuoso silencio; sólo se percibía tal vez algún dilatado suspiro que enviaba al aire Felisinda. Lo cual advirtiéndolo Constanza se le puso luego a su lado, y aprovechándose de su natural gracejo y marcial desembarazo, le dijo por divertirla:

-Repara, hermosa Felisinda, en la vistosa variedad de montes63 que nos rodean. ¡Qué divertido horizonte forma su desigualdad! Unos, ¡qué soberbios se ostentan! ¡Qué altivos! Parece que mal satisfechos de su esfera quieran ponerse sobre la de las estrellas. Mira aquellos otros qué humildes se manifiestan: apenas se atreven a asomar la cabeza sobre la tierra, turbados quizá y embarazados en el respeto que se les debe a aquellos soberbios. Pero sin embargo, ¡qué contentos se hallan en su corta fortuna! Mira por entre aquel espacio que dejan desembarazado, cómo se divisa el mar. Repáralo ahora: ¡qué claro, qué apacible se descubre! Parece que ninguna ola se atreva a   -114-   levantar más que la otra. Todas guardan uniformidad en su movimiento y llegan una tras de otra a besar blandamente la mojada playa. ¡Oh, amiga Felisinda, -proseguía Constanza- si le vieras cuando locamente se ensoberbece! Entonces sí que tendrías más que admirar. Verías entonces cómo brama furiosamente, cómo encrespa sus olas, cómo se empeña en demoler los peñascos más soberbios que se le oponen; pero ellos, inalterables siempre, desprecian y se burlan de su loca y obstinada porfía.

-¡Válgame Dios, hermosa Constanza! -dijo entonces Felisinda-. Parece que el cielo haya cifrado en ti aquellas prendas que rara vez junta en un mismo sujeto. Tan discreta eres como si no fueras hermosa. Pero sepas, amiga, que a pesar de tus agudezas entendí a dónde ibas a parar con tus discursos, no bien empezaste a hablar.

-Mayor prueba de discreción y viveza de ingenio es esa; pues una ligera insinuación   -115-   -replicó Constanza- ha sido bastante para que adivinaras lo que aún estaba por decir.

-No, sino que yo -prosiguió Felisinda- luego me recelé la aplicación que vendrías a hacer de lo que ibas diciendo. ¿Querrás tú que yo me sea como esos humildes montes que se hallan contentos con la corta suerte que les ha cabido? O ¿querrás que sea como esos peñascos firmes que se mantienen inmobles y no se cuidan de los asaltos con que quieren derruirlos las enfurecidas olas?

-Ahí te quería yo, amiga Felisinda, -replicó Constanza-, y por lo mismo que has dado en el blanco de mis discursos, sufre ahora que te diga el agravio que haces a ti propia, no valiéndote de esa discreción con que te enriqueció el cielo, para que, contemplando la voltaria condición de la fortuna64, no hicieses mérito de sus combates.

-Aguda estás, hija mía, -dijo a esta sazón doña Clara-; parece que te hace poca novedad la molestia del ca   -116-   mino.

-¿Qué novedad me ha de hacer, ¡oh, madre!, si la dulce y agradable compañía que llevo es capaz de suavizar todos los trabajos que puedan sobrevenirme. Y ¿cómo puedo no estar aguda, cuando me veo precisada a divertirla imaginación triste de mi dulce amiga Felisinda?

Estas últimas razones que dijo Constanza a su madre hicieron asomar la risa a los labios de Felisinda. Con lo cual continuaron su viaje ya más alegres y más contentos, hasta que un agradable pradecillo que advirtieron a la mano izquierda del camino les obligó a que tendiesen sobre él los cansados cuerpos y pasasen lo riguroso de la siesta, después que hubiesen satisfecho su hambre con lo que Mingo65 -éste era el nombre del criado que les acompañaba- llevaba en el repuesto, y apagado la sed con el agua de un arroyo que corría por allí cerca.

Aún se veían esparcidas acá y allá   -117-   sobre la yerba que les sirvió de mesa algunas reliquias de su sabrosa comida, cuando oyeron a sus espaldas una voz ronca que, aunque pusieron atento el oído para escucharla, nunca pudieron percibir claramente lo que decía.

Volvieron al momento los ojos y vieron lo que se dirá en el capítulo que se sigue.




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Capítulo II

Donde se cuenta lo que les paso con un pobre mendigo


Apenas volvieron la vista hacia donde se percibía la voz, vieron que por una estrecha senda que se descubría entre unos árboles, venía hacia ellos un hombre murmurando entre dientes, cubierta la cabeza con un gorro encarnado, pero ya muy descolorido, crecida la barba hasta el pecho, arropado todo hasta las rodillas con un ropón pardo, la una pierna vestida y la otra desnuda, pero   -118-   los pies ambos descalzos. Llegóse a nuestros peregrinos con torcidos pasos, embarazándose las piernas una con otra y vacilando las rodillas; y sin hablar palabra se dejó caer de golpe junto a ellos.

Preguntóle Lenio qué pedía, pero él, sin volverle respuesta alguna, se puso a cantar tan sin concierto y tan desatinadamente que ninguno pudo contener la risa viendo los disparates que iba enlazando. Y al momento le marcaron o por falto de juicio, o por sobrado borracho, aunque más se inclinaron a lo último, por haberle visto hacer tanta cabriola cuando caminaba y porque notaron que de la cintura le colgaba una desmesurada calabaza.

Tornóle a preguntar Lenio si alguna enfermedad le molestaba; a lo cual respondió:

-Sí; ha muchos años que padezco una, pero tan incurable que yo mismo me he desahuciado ya. Y aunque muchos me han aconsejado algunos remedios, nunca he querido probarlos, porque me hallo mu   -119-   cho mejor cuando enfermo que cuando sano.

-Pues, ¿qué enfermedad tan buena es esa que Vm. padece? -replicó Lenio.

-¡Válgame el diablo! -respondió el otro- ¡Y qué espulgador es Vm.! ¿Hay por ventura sanidad que iguale, pero qué digo iguale, ni aun le llegue a la suela del zapato de la enfermedad que nos embiste, cuando envasamos las tripas de buen vino? Entonces se derrama y esparce por todos nuestros miembros, y se extiende y discurre por todos los sentidos de nuestro cuerpo un vapor suave, dulce, agradable, confortativo, que nos deja hechos troncos sin sentimiento alguno; ni nos aflige la hambre, ni nos fatiga la sed, ni nos molesta el cansancio. Todo es paz, todo quietud, todo júbilo y todo gloria. Y ¿qué diré de cuando halagan a nuestra fantasía deliciosas imaginaciones? Ya nos hallamos en algún costoso y abundante banquete donde hartamos nuestra hambre y satisfacemos nuestra sed,   -120-   ya nos miramos puestos en medio de suntuosos palacios, obedecidos de los nobles, servidos de los grandes y respetados de todos; ya nos vemos con un bastón en las manos comandando numerosos ejércitos, derrotando enemigos y destrozando contrarios, ya nos encontramos en la mitad de unos deliciosos prados y en medio de primorosos jardines ceñidos de una caterva de damas solícitas y atentas a nuestro servicio; ya nos vemos gozando lo que me callo y disfrutando lo que no quiero decir.

-Bien, pase todo eso, -replicó Lenio-; pero, ¿Vm. no sabe, buen hombre, que los que voluntariamente se arrostran a probar los perniciosos efectos que causa el vino están de continuo en pecado mortal y que, si en aquel tiempo les asaltara la muerte, se los llevarían los diablos como cosa suya?

-¡Qué poco se le entiende a Vm. de eso! -respondió el mendigo- Sepa Vm., señor mío, que más próximos a con   -121-   denarnos estamos cuando nos vemos libres de la borrachera, que cuando la tenemos a cuestas. Llega una noche de las dilatadas y perezosas del invierno sin que hayamos podido en todo el día probar el vino, y cate Vm. ahí que por nuestras lenguas y por nuestras bocas andan todos los demonios y todos los diablos que hay en el infierno y fuera de él. Ni hay blasfemia que no digamos, ni disparate que no profiramos, ni obscenas y escandalosas palabras que no saquemos a plaza. Maldecimos a cuanto hay que maldecir así en la tierra como en el cielo, sin ser capaces de remediarlo, porque la mucha hambre que nos fatiga y los infinitos animalejos inmundos de que está empedrado todo nuestro cuerpo no nos dejan dormir y nos fuerzan a blasfemar, a maldecir, a jurar y a cometer tantos pecados, cuantos minutos de tiempo pasamos de aquella suerte. Y sucediendo esto al pie de la letra como tengo dicho,   -122-   ¿quién dirá que no es más justa elección la de pasar toda la noche de un voleo con solo un pecado, que caminarla a perezoso paso de tortuga, sembrando infinitos en nuestras almas?

-Yo lo diré, y todo el mundo lo confirmará, -respondió Lenio ya montado en cólera-. En los males que llamamos físicos tiene cabida esa elección que Vm. dice, pero en los morales de ninguna manera. Me explicaré más. Si a Vm. por precisión y sin remedio le han de cortar o todo el brazo, o la mano sola, puede elegir el mal menor; esto es, puede dejarse cortar la mano a trueco de que le dejen entero el brazo; pero si le fuerzan a que haga un pecado mortal, o un venial, no le es lícito elegir ninguno de los dos, porque la elección misma ya es pecado; el cual no puede cometerse por alcanzar todos los bienes que encierra el mundo, ni aun, si posible fuera, por trasladar al   -123-   cielo las almas de todos los que miserablemente yacen en los infiernos.

-Yo no sé de cirugías, ni de filosofías, ni de nada de lo que Vm. ha dicho, -replicó el mendigo-. Yo me hallo bien en este modo de vida y así pienso mudarlo como ahora es de noche. Vean si me dan algo de limosna, que me voy corriendo.

Iba Constanza a darle unos cuartos, pero su madre se lo estorbó diciendo:

-No, hija, no. No quieras cooperar también a los pecados de este infeliz. Las limosnas se han de dar a los verdaderos pobres, a los desvalidos, a los enfermos, a los que no pueden ganarse el sustento; pero a los perezosos, a los vagamundos, a los holgazanes, a los viciosos, a los baldíos, a los que se dan al libertinaje y a una vida estragada, ni por pensamiento.

Impaciente se levantó el mendigo oyendo estas discretas y cristianas razones y echando mil maldiciones a cuantos allí había, se marchó aún no bien   -124-   desembarazado de los humos de Baco que le habían penetrado hasta el alma.




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Capítulo III

Prosiguen su camino, extravíanse de él y van a parar a una cueva donde les acoge gratamente un ermitaño que la habitaba


Con esto recogió Mingo su repostería, acomodóla en el bagaje y tomaron otra vez el camino, teniendo en él sobrada materia de que hablar con el suceso del borracho.

Iban caminando sin alterar el paso que llevaron por la mañana, entreteniendo la vista en los muchos y diferentes objetos que se les ofrecían, cuya diversión les iba entrando, sin que lo echasen en reparo, por una frondosa selva adelante, de suerte que cuando se acordaron, ya se vieron descaminados, sin que cerca, ni lejos descubriesen senda alguna.

Congojáronse todos viéndose perdi   -125-   dos, y que ni tenían a quien preguntar, ni faltaba ya mucho para entrarse la noche. Tomó Lenio el cabestro del bagaje, atóle a un árbol, sentáronse todos menos Mingo, que se marchó al través de aquella selva, a ver si encontraría alguna choza de pastores, o algún otro refugio donde albergarse aquella noche.

Entróse ésta de todo punto sin haber encontrado cosa alguna que les sirviese de consuelo, y cuando se volvía ya desesperado a incorporarse en su comitiva, alzó acaso los ojos hacia la cumbre de una alta peña y vio en la vertiente de ella una lumbre que no poco le alegró el alma. Avisó a los demás que ya estaban confusos y alborotados de su tardanza y, mirando atentamente al resplandor de la lumbre, empezaron a caminar por entre aquellas malezas con harto trabajo, hasta llegar a la mitad de una altísima peña que se descollaba entre otras muchas.

Vieron allí una cueva, enfrente cuya puerta había una   -126-   no muy crecida hoguera que se formaba de cuatro secas y encendidas ramas.

Dio voces Mingo, gritó Lenio, vocearon todos, y viendo que nadie parecía determinaron entrarse en la cueva para escudriñarla, como en efecto lo hicieron, tomando Lenio un palo encendido con que poder hacer el escrutinio.

No encontraron en ella a persona alguna aunque la desentrañaron toda, sólo sí en un pequeño apartamiento vieron pintadas en la pared, menos desigual de lo que prometía el terreno, muchas calaveras y otros tristes despojos de la muerte, y alrededor de ellos unos versos que, leyéndolos Lenio, vio que decían:



    Nace el hombre66, y apenas ha nacido,
cuando empieza su llanto, con él crece
hasta ser racional, y allí fenece
la propensión al llanto y al gemido.

    Contémplase a sí mismo, y persuadido
de ser para él el mundo, lo apetece,
-127-
y al tiempo que le halla, desvanece
con su muerte la vida y lo adquirido.

    Convéncenos de esto la experiencia
con continuos ejemplos, y obcecados
con nuestro propio amor y la influencia

   del mundo y vanidades, olvidados
vivimos de la muerte, cuya esencia
consiste en sorprendernos descuidados.



-Esto, -dijo Constanza-, es señal de que debe de habitar por aquí alguno que desengañado ya del mundo se habrá retirado a hacer penitencia.

-Así debe de ser, -respondió Lenio-, y sin duda estará ahora por entre esos árboles haciendo algunos devotos ejercicios.

Estas razones iban diciendo al paso que salían de la cueva, cuando vieron que venía hacia ellos uno vestido de ermitaño67, cuya figura era un horroroso espectáculo de penitencia. Tenía los cabellos enmarañados y sucios, que no le pasaban de los hombros, el rostro tostado y denegrido, los ojos   -128-   apenas se le descubrían, porque parece que los tenía clavados en el celebro, el cuello seco y estirado, lo restante del cuerpo lo cubría un hábito que casi le besaba los pies que llevaba desnudos. Ceñíale un grueso cordón de cáñamo, ocupábale la mano derecha un nudoso y retorcido palo sobre que apoyaba su agobiado cuerpo, y la izquierda un rosario de cuentas más que medianas. En resolución, no respiraba más que penitencia.

Apenas llegó a donde estaba nuestra peregrina escuadra, viendo que todos quedaron admirados de su improvisa muestra, les dijo:

-A no pensar que la oscuridad de la noche y la necesidad os habían conducido a este solitario paraje, ni vosotros me vierais aquí ahora, ni yo tendría necesidad de dejarme ver. La caridad me ha hecho venir a ofreceros mi estancia, que aunque pobre y desagradable, no lo es la voluntad con que os la ofrezco.

-Quieran los cielos -respondió Lenio- recompensaros como deseo   -129-   los ofrecimientos que tan liberalmente nos hacéis. Si como vengo acompañado, viniera solo, nada se me daría de quedarme al cielo descubierto en este mismo sitio, pero la edad tierna de estas dos señoras, y la avanzada de esta otra, nos fuerzan a que aceptemos vuestras ofertas.

Levantóse luego el ermitaño, siguiéronle los demás, llevóles a otra cueva más espaciosa que la que habían visto, encendieron un candil que allí había, y, sentándose todos en el suelo a la redonda, mandó doña Clara a Mingo que sacase algo de lo que había en el repuesto, que sería sin duda más agradable al paladar que un puñado de bellotas entre dulces y amargas que sacó el ermitaño; al cual, después de haberse concluido la pobre cena, le rogaron encarecidamente les dijese los motivos que le obligaron a escoger una vida tan solitaria, tan estrecha y tan penitente como la que mostraba hacer. A lo que, después   -130-   de haber estado largo rato suspenso y como enajenado, respondió de esta manera:




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Capítulo IV

Donde el ermitaño dice la ocasión que tuvo para serlo


-Harto siento el haber llegado a términos de descubriros lo que sería mejor que estuviese encerrado en mi pecho bajo la llave del silencio; pero ya que no puedo dejar de rendirme a vuestras súplicas sin pisar las rayas de la descortesía, estadme atentos, que en la mejor forma que me sea posible dejaré satisfechos vuestros deseos.

Justamente cuento hoy de mi edad treinta y dos años, que no se vieran tan trabajados si no hubiera empleado los de mi mocedad entre las engañadoras dulzuras de una vida molle68 y regalada. Nací en una ciudad que no es del caso el decirla. Criéme sin conocer a mi padre, porque antes que   -131-   yo tuviera tiempo para conocerlo pasó de esta vida mortal a la eterna, quedando sola mi madre, sin más cuidado que el de observar las estrechas leyes de la viudedad y cumplir en mí los deberes de verdadera madre. Mas, ¡ay!, ¡que ni observó aquéllas, ni cumplió éstas! Hallábase todavía muy en los términos de la juventud, tenía por melindres y hazañerías todo lo que justamente pide el estado de la viudez, y, ofuscada con este error, ni abandonó las galas, ni despreció el lujo, ni dejó las vanidades. En todos los festines se hallaba; no hacía falta a los espectáculos, ni era la última en todas las concurrencias públicas; de donde, cuidadora solamente en estas vanidades y en los amantes que la solicitaban, vivía descuidada de todo lo que debía ser único empleo de su cuidado. Pero, ¿para qué entretenerme yo ahora en descubrir faltas ajenas? ¿Para qué haceros muestra de los deslices de la madre, teniendo sobrada ma   -132-   teria en los de esta desdichada hija69?

En acabando de pronunciar esta última palabra hizo una breve pausa, por observar si alguna la habría echado en reparo; y pareciéndole que no, tornó a proseguir su historia, diciendo:

-No sé cómo me lo he dicho; quizá lo habrá permitido el cielo para que se vea cuánto daño causan en los hijos los siniestros ejemplos de las madres, y para que sepáis por cuán poca culpa mía vine a caer en lo que nunca imaginara. A pesar, pues, de lo que veía en mi vana madre, me portaba en todo con tanto recato y vivía tan al contrario de como ella, que nunca quise llevar aquella profanidad de galas con que triunfaba su vanidad, ni enjamás70 consentí vestirme con aquel provocativo modo de que se alimenta la deshonestidad, sin que para ello me faltasen pretextos de que apelar. ¡Cuántas veces me fingí enferma por hurtarme al gusto de mi madre! Por   -133-   no seguirla, por no acompañarla de una en otra asamblea, de una tertulia en otra, teatro donde la deshonestidad alcanza innumerables trofeos, ¡cuántas veces fingí achaques que no tenía! Pero mal satisfecha mi madre de mis excusas, y teniendo por embustes mis enfermedades, y viendo que todo lo hacía por no vivir según las malditas leyes del mundo, me encerró un día en una sala sola para sacar en limpio y ver si eran verdad sus sospechas. En resolución halló ser verdad lo que imaginaba, pues yo me vi forzada a confesarlo por no atropellar por más mentiras, si acaso sufren llamarse así las bien trazadas excusas que se dan por evitar funestos peligros. Cogióme entonces por los cabellos, arrastróme por el suelo, abofeteóme el rostro y me lastimó todo el cuerpo, mandándome por remate y fin de tanta tormenta que me previniese y aderezase para la tarde, que la había de acompañar en un baile71 que se hacía en casa de una amiga suya.

  -134-  

-Conque, según lo que hasta ahora habéis dicho, -dijo doña Clara interrumpiendo al ermitaño-, ¿vos no sois lo que parecéis, ni lo que nosotros pensábamos? Si sois mujer, ¿por qué nos lo ocultáis? O ¿por qué no cuidáis mejor de ocultarlo?

-¡Ay, señora! -respondió- ¡Y cuán mal he procurado encubrir lo que no quería que supierais! ¡Cuán poco advertida he andado en disimular lo que no servirá sino de dar al traste con toda mi reputación! ¡Cuán sin prudencia solemos hablar las de mi sexo! Pero pues ya no hay remedio de enmendar mi descuido, sabed que soy mujer, y tan peregrina en culpas como en el nombre, que ese mismo me dieron en el bautismo.

-Proseguid, pues, ¡oh, Peregrina!, vuestro razonamiento, -replicó doña Clara-, sin que temor alguno turbe vuestra lengua para que no deje de contarnos todas vuestras sinventuras, que os servirá de alivio a lo menos el ver que nosotros nos lastimamos de ellas.

-Yo entonces, pues, pobrecita, -prosi   -135-   guió Peregrina-, sin acción ni movimiento para cosa alguna, me quedé sola en el mismo sitio donde se había ejecutado mi tan injusto como riguroso castigo, y donde comenzó a fabricarse mi perdición. Quedéme sola, como dije, y pasé conmigo estas razones: ¿Qué es esto, Dios mío? Mi madre en vez de derramar en mi alma un mortal odio al pecado, en vez de imprimir en mi corazón el amor al retiro, a la devoción, ¡me riñe, me castiga, me fuerza a concurrir a los bailes, al paseo, a las asambleas! ¡Mi propia madre! Sí, que no será tan grave pecado cuando ella lo practica y la imitan infinitos; sí, que bien se podrán avenir el baile con la devoción, el paseo con el recogimiento y las visitas con el retiro72; sí, que ¿quién me impide que cuando vuelva de las tertulias, del paseo y del baile, me retire en mi estancia, en entregue toda a Dios y haga ejercicios de virtud? ¡Ay, desdichada de mí! Dejéme llevar de la corriente de estas razones dic   -136-   tadas sin duda por alguna infernal furia; y al momento comencé a prevenir las redes en que yo misma quedé prendida.

Llegó la hora del baile, y al instante trencé con agraciado desaliño mi cabello, empedréle de preciosísimas piedras, aderecé mis orejas, garganta y brazos con sartas de riquísimas joyas, lavé mi rostro con aguas olorosas y me presenté en el baile vestida al gusto de mi madre. Desnuda diría mejor, porque casi llevaba descubiertas las piernas, desnudos los brazos y prostituidos mis pechos al gusto de los ajenos ojos lascivamente curiosos. Entré en la sala acompañada de mi descuidada madre, causando envidia a las demás damas concurrentes y sacando de sus quicios los corazones de los jóvenes que acudieron; porque en verdad era yo la que estaba más celebrada de hermosa. Comenzóse el baile en que con mayor desembarazo di muestra de la gallardía y gentileza de mi cuerpo; y   -137-   al par de los movimientos que hacía se iba moviendo los ánimos de los incautos jóvenes que se cegaron a la luz de mis ojos, como ellos mismos lo acreditaron viniendo tras de mí a todas horas, sin dejarme un instante ni en casa, ni en la calle, ni el paseo. Hasta en la misma iglesia, ¿qué horror?, hubo quien se atrevió a galantearme. De todo esto se daba mi madre por muy contenta y se tenía por la más venturosa mujer del mundo; y yo, embelesada ya en las dulces voces de la lisonja, viéndome tan celebrada de todos y tan solicitada de tantos, me fui resfriando en mis buenos propósitos y me dejé llevar del aire de los aplausos, que me remontaron para precipitarme, cual otro Ícaro, en el mar de mi deshonra. ¡Oh, perversa madre! ¡Oh, madre cruel! Tú fuiste la que con tus malvados documentos y peores ejemplos me diste a beber como en dorada copa el mortífero veneno de mi ruina. Tú misma menos cuidadosa, o del   -138-   todo olvidada de mi educación, soltaste las riendas a mis vanidades, para que tropezase y cayese en impurezas. Tú, tú misma hiciste que con las ricas prendas que me franqueó el cielo comerciase en culpas, que no me granjearon otras ganancias que la perdición de mi alma. Mas ya sabéis, ¡oh, mi Dios!, que casi no estuvo en mi mano el apartarme de los precipicios en que me despeñé. ¿Podía yo por ventura ser como el Alfeo73 que pasa por entre la mitad de las amargas aguas sin perder su dulzura propia? ¿Podía ser acaso como el sol que entra y sale por los asquerosos e inmundos sitios sin que se le pegue nada?

Aquí llegaba de su historia la dolorosa ermitaña, cuando oyeron que el bagaje, que se había quedado a la parte de afuera de la cueva, atado al tronco de una encina, se resentía y daba manotadas en tierra, como haciendo fuerza para desatarse. Pero viendo que no era más de   -139-   que se había enredado el cabestro por entre las piernas, como dijo Mingo que había acudido presuroso a socorrerle, se desembarazaron todos del sobresalto en que estaban, y la ermitaña prosiguió su historia diciendo:




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Capítulo V

Continúa Peregrina sus trágicos sucesos


-Comenzó a venir a mi casa entre otros muchos un caballero que ni en la belleza de su rostro, ni en la gallardía de su cuerpo, ni en todas las demás partes de que estaba dotado, podría registrarse cosa que no fuese perfecta. El cual, habiendo granjeado primero el amor de mi madre, precaución maldita de que se valen estos que llaman amantes para asestar más a su gusto sus tiros, hizo oposiciones para lograr el mío. Pero yo, aunque poco experimentada, ni me inclinaba a sus sumisiones, ni me rendía a sus promesas, ni me ablandaba a sus dádivas; antes con ace   -140-   das palabras y desdeñosas respuestas, desbarataba sus trazas y dejaba sin fuerzas sus embelecos. No fueron bastantes tantos desdenes para que abandonase su empresa; antes le servían de incentivo y despertador para que doblase sus municiones, las cuales, batiendo de continuo en tan frágil sexo y en edad tan poco cauta como la mía, me rindieron del todo, sin que yo fuese poderosa para resistirme. Aumentáronse entonces las visitas, fueron más frecuentes las conversaciones, subieron de punto los amorosos coloquios y comenzóse a marchitar la flor de mi virginidad. ¡Ay de mí! A pocos días sucedió con ella lo que con la flor segada del jardín, que con tanto manosearla viene a perder aquella hermosura y entereza que la hacían estimable. Perdióse la mía, deshízose entre sus brazos, en los cuales me enredé no una sino muchas veces, dándonos ocasión para ello un accidente que tenía enferma la salud de mi madre.

  -141-  

Envuelta yo entre tantas vanidades y prostituida al sucio amor de aquel mancebo, no me faltaban algunos intervalos en que experimentase los ceños de la melancolía que amargaban tal vez todos mis gustos. Pero yo, transportada toda en los aplausos y embelesada en las voces que me adulaban el oído, no le tenía harto despejado para atender a las del desengaño. Iba yo en seguimiento de los deleites que mostrándome alegre el semblante me preparaban el camino para que fuese tras ellos más a rienda suelta. Pero, ¡ay de mí triste!, que cuando más engolfada en ellos, vi a mis espaldas al disgusto que me iba a los alcances alargando la mano para sorprenderme; como en efecto lo hizo, permitiéndolo aquel Dios Supremo cuya misericordia no la cierra límites, para que viese yo el paradero de los mundanos gustos.

Continuaba la enfermedad de mi madre, a cuya causa, y a la de ver que   -142-   mi amante no venía a satisfacer mis gustos, como lo tenía de costumbre, hice que me acompañase una criada, y aderezándome como solía, me fui para su casa toda impaciente a reprehenderle amorosamente su tardanza, que lo podía hacer sin que inconveniente alguno me lo estorbase, porque él vivía en una casa solo, sin más compañía que la de una anciana que le cuidaba. Llegué a ella, y haciendo que mi criada se entretuviera en lo que le viniese más a cuento, me entré en derechura en la estancia donde más de continuo habitaba mi amigo. Llaméle por su mismo nombre con amante desenfado, y, sin dar tiempo a que me respondiese, tiré las cortinas de la alcoba y vi que todavía estaba durmiendo. Echéme sobre él con no muy honesta desenvoltura, abracéle amorosamente, heríle blandamente el rostro con mis manos, pegué mis labios con los suyos, y percibí un sudor y una frialdad extraordinaria. Sobresaltéme to   -143-   da y ya el corazón no me cabía en el pecho. Llamé a mi criada y le mandé que me trajese una luz, porque ya declinaba el día y estaba algo oscuro el aposento. Trájome una vela encendida, toméla en la mano, acerquéme al lecho, y vi... ¡Ay de mí triste! ¡Que no puedo acordarme de este espantoso lance sin que me estremezca toda! No es posible renovar de memorias tan funestas, sin que un tímido horror haga erizar los cabellos sobre mi cabeza y yele la sangre que corre por mis venas. Vi a mi amante74, pero no como yo le tenía retratado en mi alma. Vile, pero ya hundidos los ojos, afilada la nariz, medio abierta la boca, pálido el rostro, y trocada su hermosura con la fealdad más horrible que pueda imaginarse. Quedéme entonces sin movimiento, cayóseme la vela de las manos, faltáronme lágrimas a los ojos, aliento a la voz, aire a los suspiros, y casi me faltó también la tierra para reclinarme cuando caí impelida de un recio desmayo   -144-   que me duró muchas horas, en cuyo tiempo, aunque sin uso los sentidos, no dejaban de atormentarme la imaginación funestas representaciones. Ya parecía ver en mi presencia a mi amante ceñido de voraces llamas que forcejeaban por cebarse en mí misma; ya le veía con ademanes de arrebatarme entre sus brazos y precipitarme en el mismo fuego que le atormentaba. Por otra parte, herían mis oídos lastimosos ayes de la amiga que lloraba, de la parienta que gemía, de la criada que se lamentaba, y de todos que se dolían de la muerte de mi madre, tanto más lamentable cuanto más arrebatada.

Atormentada mi fantasía con tan funestas imaginaciones, llegó el tiempo de tornar en mi acuerdo. Mas, ¡ay de mí!, ¡que no fue todo ilusión lo que me había acontecido! Apenas tuve ojos para mirar y apenas pude valerme de todos mis sentidos, observé que en mi propia casa, a don   -145-   de me habían transportado en el tiempo de mi desmayo, no se oía más que un confuso rumor y algunos tristes ayes envueltos entre débiles gemidos. Pensé que serían efecto de la improvisa muerte de mi galán, o del accidente que por su causa me había sorprendido; pero mi corazón, no hallando sosiego en el pecho, ni satisfaciéndose con tamaño pensamiento, se adelantó a presagiar sucesos más funestos. Imaginé luego que alguna otra causa debía de tenerles en tan amarga suspensión. Preguntélo a los que aún me tenían entre sus brazos, respondiéronme con palabras equívocas y frívolos rodeos, a cuya causa, sin saber lo que me hacía, y acordándome de lo que me había acontecido en el desmayo, dije: -No, no. Funestas nuevas ocurren. Mi madre es muerta. Mi corazón me lo asegura. Él es fiel. Soltadme, que quiero ver con mis ojos lo que imagino.

  -146-  

A pesar de los que me detenían, pude llegar a la estancia de mi madre y vi ser verdad lo que imaginaba. ¡Ay cielos! Vi sin vida a la misma que me la había dado; vi muerta y tendida de largo a largo a mi misma madre, cubierta ya con una triste mortaja; cuya vista quitó la de mis ojos y me dejó como si fuera forjada de dura piedra, sin tener aliento siquiera para quejarme. Mas a breve espacio torné del embeleso en que estaba transportada, y doblegándose mi paciencia con el peso de tantos desastres, rompió mi voz los aires con desconcertados alaridos, arañé mi rostro, arranqué mis cabellos, rasgué mis vestidos y partí en menudas piezas todas las joyas que me adornaban. Fue mi sentimiento tal cual no os podré ponderar, y lo que le subía más de punto era el saber que había sido la muerte de mi madre tan arrebatada como la de mi galán,   -147-   sin tener lugar de prevenirse con los santos sacramentos que la Iglesia destinó para hacer menos sensibles nuestras ansias en el último y peligroso trance de nuestra vida. Esta consideración atormentaba mi alma tan cruelmente que por puntos parece que iban llegando el de mi muerte. Y conociendo yo que todo eran avisos del cielo para que escarmentase a costa ajena, determiné corregir mis pasos hasta entonces descarriados. E impeliéndome una secreta fuerza que yo no acertaba a conocer, me vine a este mismo sitio en que ahora estamos, sin tomar consejo, ni dar cuenta a nadie. Pues en la noche de aquel mismo día en que sucedió lo que os he contado, cuando estaban todos los parientes y otros muchos que no lo eran en la guarda del cuerpo de mi difunta madre, me salí de la estancia con no sé qué pretexto. Y sin trocar los vestidos que llevaba, ni hacer pre   -148-   vención alguna, me puse en la calle, y de la calle en este desierto, en el cual lo que me ha sucedido en doce años que le habito os lo referiré mañana, si el cielo lo permite, porque ahora ni yo tengo aliento para contároslo, ni vosotros tendréis paciencia de escucharlo, pues os debe ya molestar el sueño no menos que mi prolijo razonamiento.

-Toda la noche, -respondió Felisinda-, estaría yo sin dar entrada al sueño, por más que me molestase, a trueco de oír la gracia con que contáis vuestras desgracias, puesto que éstas me afligen tanto cuanto pide la caridad cristiana.

-Así es la verdad, -prosiguió doña Clara-; y no sé yo qué abulte más, si las desgracias que nos cuenta, o la gracia con que nos las cuenta.

Con cuyos encarecidos elogios, y otros muchos que los demás hicieron alternativamente, se retiraron a satisfacer el sueño que a toda priesa   -149-   se les iba entrando por sus fatigados miembros.

Doña Clara, Constanza y Felisinda se entraron en un apartamiento en donde les había compuesto ya la ermitaña una cama de mullida verdura. Ésta no se sabe a dónde se fue a dormir, porque luego que los dejó a todos acomodados se salió de la cueva sin que nadie lo echase de ver.

Y Mingo, de las mantas y demás ropa de su bagaje hizo cama para sí y para Lenio.




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Capítulo VI

Concluye peregrina su historia


Apenas comenzó el sol a esparcir sobre la tierra sus dorados rayos, cuando abriendo los ojos Mingo se esperezó muy gustoso estirando los brazos por una y otra parte. Dejó el lecho, visitó a su bagaje y despertó a todos dándoles priesa para que se levantasen.

Ya que lo hubieron hecho, volvieron a juntarse como la noche antes para aca   -150-   bar de oír la historia de Peregrina, la cual, hechos los corteses cumplimientos que se acostumbran en tales ocasiones, anudó el hilo de su razonamiento en esta forma:

-Llegué a la falda de esta montaña, corríla toda en tres días, busqué si habría alguna cueva para elegirla por mi perpetua habitación, y desesperada ya de encontrarla me senté a la sombra de un alcornoque, embarazada el alma entre mil confusas cavilaciones. Al cabo de largo rato que allí estaba, sentí un pequeño ruido a mis espaldas; volví el rostro y vi venir a un venerable anciano75, cuyos cabellos, aunque muy pocos, y cuya barba, que le llegaba hasta el pecho, parecían de blanca nieve. Venía vestido del mismo modo que yo lo estoy ahora, y antes que yo le preguntase cosa alguna, me dijo con voz grave aunque algo trémula:

-Cuarenta y cinco años que habito estas soledades sin que humanos ojos me hayan descubierto, porque los que me han visto   -151-   antes deben llamarse de ángeles que de hombres. Pero en este día, por querer del cielo sin duda alguna, ha sido preciso dejarme ver de ti, aunque mujer flaca, débil y desdichada, para darte algunos avisos con que puedas más buenamente vivir esa rigurosa vida que vas a emprender. Y advierte que la ira de Dios descargará sobre ti todo su furor, si llegas a arrepentirte de tu resolución que a todo el cielo ha sido grata.

Asombrada estaba yo de oír lo que aquel venerable viejo me decía, pareciéndome que no sabría menos que yo la vida que había llevado hasta entonces. Y al momento, por imaginar que más era del cielo que de la tierra, me arrojé a sus pies toda sollozando y sin desplegar los labios. Sólo las lágrimas que derramaban mis ojos eran la lengua que decía el dolor que ocupaba mi corazón. Pero el santo viejo, sin permitir jamás que yo tocase la fimbria de su ves   -152-   tido, me dijo: -Levanta, no te acerques a mí, que aún sostengo la carga de esta carne flaca. Ven en mi seguimiento poniendo toda tu confianza en Dios, que yo te llevaré a mi habitación, en donde verás lo que te conviene para tu felicidad.

Movió al punto sus pies tardamente, porque su decrepitez y sus fuerzas consumidas al rigor de la penitencia, no sufrían que caminase más a priesa. Seguíle yo al mismo paso, y después de haber andado cosa de media legua, llegamos a una cueva cuya lobreguez me causó horror y llegó a perturbarme. Entramos en ella, y porque yo no pusiese el pie en algún hoyo y diese conmigo en tierra, alargó el cayado con que sostenía sus descarnados y fatigados miembros, y me dijo que le asiese por el cabo inferior y que le siguiese: tanto era el temor que aquel animado cadáver tenía de que yo encendiese en sus carcomidos huesos algu   -153-   na llama de amor lascivo. Obra de cuarenta pasos habríamos caminado, cuando divisé a lo lejos una confusa luz que sólo nos daba lugar entonces de ver la oscuridad que nos rodeaba. Y prosiguiendo más adelante, llegamos a un aposento harto espacioso y no muy oscuro, porque una claraboya que la misma naturaleza había forjado daba bastante lugar para que la claridad del sol entrase a visitarle. Postróse en tierra el ermitaño y mandó que hiciese yo lo mismo. Obedecíle al momento, aunque no sabía a quien se encaminaba tan profunda rendición, porque no se veían más que algunos estampones viejos que estaban clavados en aquellas desiguales paredes. Mas a breve espacio que estábamos de aquella suerte, levantóse él, encendió dos velas que tenía escondidas en un rincón, alzó una estera de enea y descubrió un divino crucifijo pendiente de un grueso clavo, cuya   -154-   vista infundía horror y respeto en un mismo punto. Después de haber reiterado oraciones y repetido rendimientos ante aquella devota imagen, dejó caer la estera, apagó las luces y me dijo: -No es éste sino lugar de silencio. Salgámonos al cielo abierto, que allí te daré razón de lo que te importa.

Salímonos haciendo las manos el oficio de los ojos, y apenas pusimos los pies fuera de la cueva, y apenas nos sentamos sobre dos apartadas rocas, me habló en esta forma, después de haberme hecho ver brevemente la inagotable misericordia de Dios.

-Tú, convencida de los delitos con que injuriaste a la majestad divina y desengañada de las recompensas que da el mundo a los que le sirven, ya con la desastrada muerte de tu galán, ya con la no menos arrebatada de tu madre, te has resuelto a vivir en soledad para lavar con tus lágrimas las manchas de tu alma y   -155-   para borrar con tus penitencias los desafueros de tu pasada vida. Pero, ¡qué de tentaciones te se esperan! ¡Qué de combates te amenazan! ¡Qué de enemigos te se previenen! Redoblando éstos sus municiones y viéndote flaca, desvalida y sola, te dejarán tal vez sin ánimo para rebatirlas. Porque, ¡ay del solo que no tiene de quien tomar consejo en sus dudas, alivio en sus aflicciones, consuelo en sus desamparos! ¡Ay del solo, que si cae en el abismo de la desconfianza no tiene quien le dé la mano para levantarse! Para que puedas, pues, allanar todos estos obstáculos y romper por todos estos inconvenientes, soy enviado yo aquí. Mira, -me decía aquel buen viejo levantando el brazo y vuelta la vista hacia aquella parte-, mira, a la otra falda de aquel monte que allí se deja ver, hay un monasterio de religiosos, que con mucha razón se pueden llamar ángeles en carne. Dos leguas dista de este paraje donde estamos,   -156-   yendo por el camino menos áspero. Pero si te atreves a pasar por una estrecha y peligrosa senda que se hace hacia la parte izquierda de ese otro monte, que le divide de este que habitamos un profundo valle, cuyas simas apenas pueden iluminar los rayos del sol, no gastarás más de una hora para llegar a él. Allí, aquellos santos monjes te administrarán lo necesario, así para conservar la salud del cuerpo, como para aumentar la del alma. Ellos no tanto con palabras como con ejemplos esforzarán tus descaecimientos, alentarán tus desconfianzas, animarán tus propósitos y harán más firmes tus resoluciones. Ellos, en fin, cargarán sobre su cuidado la dirección y gobierno de tu alma, hasta colocarla en manos de su criador. Esto te basta para que puedas no malograr los avisos que del cielo te se han dispensado. Yo de aquí a ocho días, que será el martes de la siguiente semana, pasaré de esta   -157-   a mejor vida. Al pie de aquel ciprés verás un hoyo que yo mismo forjaré en estos días; en él encontrarás ya tendido mi difunto cuerpo, y, sin tocarle de como estará, le cubrirás con tierra y con piedras, poniendo encima una cruz que dejaré para el efecto. En esta cueva hallarás un hábito con el cual cubrirás tus carnes, arrojando esos que te visten adonde jamás llegues a verlos, porque sobradas memorias tendrás que te acuerden cosas del siglo. Vamos ahora a ver la que ha de ser tu habitación, porque en ésta no puedes acogerte todavía.

Levantóse el ermitaño y me guió a esta misma cueva donde ahora estamos, la cual me señaló para mi morada. Y después de haberme colmado otra vez de santos consejos, se volvió a la suya recordándome todo lo que en ella me había dicho. Llegado el plazo señalado me fui a cumplir lo que en su testamento, que así se   -158-   puede llamar, había ordenado. Encontré su venerable cadáver puesto ya en aquella misma sepultura que me señaló, derramé sobre él muchas lágrimas, nacidas más de envidia que de compasión, cubríle con tierra y con algunas piedras, púsele encima la cruz que allí me dejó forjada de dos atravesados palos, entré en la cueva, tomé el hábito que me tocó por herencia y me volví a esta mi habitación a continuar el camino de mi jornada.

Esto es, señores, lo que aquel santo viejo, cuya alma debe de estar ya en los perpetuos descansos, me dijo, y lo que he procurado reducir a práctica. Pero, ¡ay!, ¡y cuán puntualmente se ha cumplido lo que él profetizó! Los enemigos se doblaron, las tentaciones subieron de punto, las ansias se aumentaron, crecieron las congojas y probaron en mí todas sus fuerzas las desolaciones de espíritu; tormento que no se ciñe a los límites de la ponderación, tor   -159-   mento que ni aun en las quejas encuentra aquel escaso alivio con que suelen aligerarse los otros males, tormento, cuya riguridad llega a oscurecer la luz del entendimiento, haciéndole tropezar en continuos temores de perder el bien que la voluntad adora, tormento, en fin, que ni aun el que lo sufre, con saberlo sentir, lo sabe explicar. Pero, gracias al cielo, he podido con su ayuda no dejarme vencer, viviendo ahora con más sosiego de mi espíritu; y en estas soledades me hacen grata compañía todas las criaturas, acordándome de continuo la omnipotencia y demás atributos de su criador. Todos mis pensamientos y todos mis deseos tienen presa su libertad entre estas mismas montañas, y si acaso alguna vez salen de ellas, sólo es para contemplar lo que siempre me ha servido de escala para fijar mi imaginación en la eterna morada y de freno para sujetar mis pasiones. Los furiosos vientos y horribles   -160-   huracanes76, cuya incontrastable violencia así troncha las robustas encinas, como los más humildes arbolillos, me acuerdan el poder de la muerte, que así acomete a los elevados sobre los montes de la fortuna, como a los que se abrigan en pobres chozas. Las noches desapacibles del otoño, que con horribles truenos y temibles relámpagos infunden horror hasta en los insensibles, me dibujan como en rasguño los estragos y espantosas señales que han de preceder al día del juicio, sin olvidarse de traerme a la memoria la confusión, el desorden, el horror que habita en los infiernos. Últimamente las serenas y templadas noches del verano con la claridad de la luna, con la belleza de las estrellas y con la hermosura de los cielos, me describen, aunque bastantemente la paz, el gozo, el contento y la alegría que discurre allá en la gloria por todos sus habitadores. De esta suerte paso mi vida, cuyos trabajos que son indispensables   -161-   se me aligeran con la vista y conversaciones santas que cada semana dos veces por lo menos tengo con aquellos santos monjes, que ya sabéis en donde viven. Ellos me administran los santos sacramentos, ellos me asisten en lo temporal y espiritual, ellos por último ejercitan en mí su caridad y demás virtudes de que están dotados, y hacen conmigo todo lo que yo pudiera desear para la salvación de mi alma. Esto es, señores, lo que de mí he podido deciros; si de ello podéis sacar algo que os aproveche, tomadlo, y no queráis experimentar en vosotros mismos los desengaños del mundo, porque éstos siempre suelen venir tarde, y las más veces cuando el remedio es imposible; más vale escarmentar a costa ajena.

Pasmados quedaron nuestros peregrinos de la historia de la ermitaña y contentos de ver la puntualidad con que la había contado, sin dejarse circunstancia alguna que pudiera no dejar satisfechos a los oyentes. Con esto y con hacer los ofrecimientos corte   -162-   ses que pide la urbanidad y buena crianza, y con informarse del camino que habían de tomar para salir de entre aquellos montes, aderezó Mingo su caballería y volvieron a su peregrinación no menos contentos que alicionados [sic] con la relación de la ermitaña.




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Capítulo VII

Llegan a Valencia77, encuentran a Lisandro a tiempo que estaban para darle la muerte y sucede un portento


Después que hubo caminado muchos días nuestro peregrino escuadrón, sin sucederles cosa digna de contarse, llegaron a las cercanías de Valencia, y antes que entrasen en ella encontraron un pobre mendigo que, por falta de las piernas, iba gateando por tierra con mucho trabajo suyo y no menos compasión de los que le miraban. Pidióles con mucha sumisión una limosna, y después que doña   -163-   Clara se la hubo dado harto crecida, les dijo:

-Si V. ms. alargan más el paso, aún pueden llegar a la ciudad a tiempo que le tengan de encontrarse en una función que, aunque no es digna de verse, es digna de llorarse. Digo que verán arcabucear a un pobre soldado, que yo no sé de qué regimiento sea, sino del de los desdichados, porque según dice el vulgo él está inocente y no tiene más culpa que haber nacido en mala estrella. Dios que me la dé buena y a V. ms. que no les olvide, y que les pague la caridad que me han hecho.

Prosiguieron nuestros peregrinos su camino a paso más acelerado, porque les apretaban mucho las ganas -a lo menos a Constanza y Felisinda- de ver al que su infelice fortuna había conducido a tan estrecho y riguroso trance, aunque Lenio y doña Clara eran de parecer que siguiesen en derechura su camino sin entremeterse a ver tan doloroso espectáculo, porque de semejante vista -decían ellos- no se puede sacar más ga   -164-   nancia que dolor en las almas y atropellamiento en los cuerpos, pues la gente amontonándose toda en tales lances a ninguna cosa respeta y por todas atropella. Pero por llenar el gusto de Felisinda y Constanza quedó sin fuerza este último parecer, que parecía más advertido.

Apenas entraron en la ciudad sintieron un ruidoso estruendo y una confusa gritería por toda ella. Los chicos corrían, los grandes caminaban, y todos se daban priesa de llegar el paraje donde se había de ejecutar la sentencia, que era la plaza más principal. A la cual apenas llegó nuestra peregrina escuadra, vio que estaba toda coronada de muchísimos soldados, cuales puestos en fila con las espadas desnudas y cuales discurriendo por toda ella, procurando detener el ímpetu de la multitud que toda estaba apiñada a una parte, por dejar la otra barrida y desembarazada para que pudiesen pasar las ba   -165-   las que se desviaran de su infelice blanco.

Al un lado de la plaza se dejaba ver un teatro que le ocupaba el virrey y otras personas principales, que a la manera sería de necesidad que presenciasen aquel lastimoso acto. En medio de ella había una como silla toda de madera, en la cual estaba el sentenciado, que tenía atados los pies con grillos, ligadas con esposas las manos a las espaldas y vendados los ojos con un pañizuelo blanco; y un poco apartados de él se veían dos clérigos, que con voz alta y clara le auxiliaban, animándole con persuasivas razones a que sufriese con paciencia aquel cruel y peligroso trance por que había de pasar. Ya estaban seis soldados con los fusiles encarados hacia él, dando muestras de que sólo esperaban aviso para pasarle de parte a parte, teniendo en amarga suspensión a todos los espectadores, cuando volviéndose Lenio a los de su comitiva que tenía a su lado, les dijo:

-Si mis ojos no me engañan,   -166-   yo he visto otra vez a aquel desdichado en quien van a ejecutar la sentencia, aunque no puedo reducir a la memoria en qué parte le vi.

Acabar de pronunciar estas palabras y comenzar a correr Felisinda con no vista ligereza hacia el sentenciado, abrazarle despidiendo un lastimoso ay y quedarse desmayada sobre sus rodillas todo fue en un punto; en el cual, si el pasmo y la admiración debieron de ocupar las almas de los circunstantes y sepultar en silencio sus lenguas, a la consideración lo dejo de cada uno, que yo sólo sabré decir que los soldados que para ser verdugos estaban apercibidos se quedaron como inmobles estatuas de frío mármol y se les cayeron los fusiles de las manos, sin ser poderosos para remediarlo.

Nuestros demás peregrinos no quedaron menos admirados, y luego se fueron también en seguimiento de Felisinda, quedándose solo Mingo en la guarda de su ba   -167-   gaje.

Mandó luego el virrey a la tropa que a toda costa sosegase y reprimiese los ímpetus de la gente, que desembarazada ya de la suspensión en que la había puesto aquel no imaginado acontecimiento, se atropellaba una con otra para llegarse a ver el fin que tendría.

Sosegada ya la turba, se llegó el virrey, con toda la nobleza que le acompañaba, a ver qué peregrina era aquella y qué reo aquel que tenían pendiente de la admiración a todo el concurso. Como llegaron a ellos vieron que ninguno de los dos daba casi señales de vida, porque apenas se dejaba percibir un débil aliento y una respiración cansada. Pero luego oyeron que la peregrina, cuya nunca vista hermosura, aunque envuelta entre las palideces de la muerte, se hacía lugar en los corazones de todos, después de haber dicho muchas veces palabras que no pudieron percibir claramente, profería éstas interrumpidas de mu   -168-   chos sollozos:

-No, no es posible. ¿Tanta crueldad en humanos pechos? No. Pues, ¿cómo...? ¡Ay de mí! Extiende, extiende esos brazos, ¡oh, dulce hermano mío!, y estréchame entre ellos, para que a un mismo tiempo se lleve nuestras vidas el duro plomo, que sólo había de quitar la tuya. Sí, que ¿cómo será posible que viva yo un sólo momento estando tú sin vida? ¡Qué trances tan funestos...! ¡Ay sin ventura de mí! Rasga, rompe, arroja, ¡oh, hermano!, esos vestidos de humilde que sirven como de nube para obscurecer el esplendor de tu grandeza. Arrójalos, deja ver por entre algún resquicio las luces de tu ilustre cuna, que éstas puede ser que cieguen los ojos de los verdugos y embote en sus manos los instrumentos que te han de dar la muerte. ¡Ay hermano mío! ¡Ay Lisandro de mi alma! Mira que esta Felisinda que aquí tienes es aquella misma Filomela a quien adoras,   -169-   si ya no te has olvidado de ser aquel Narciso a quien yo amo. Y si acaso... ¡Qué impiedad! Cuando sepa el rey tu padre... ¡Infeliz suerte mía! Yo fallezco sin duda, sin duda fallezco.

Estas palabras y otras no menos truncadas, bien así como salidas de un entendimiento preocupado que no puede arrojar por la lengua tantos conceptos juntos como quisiera, aumentaron en extremo la admiración de los que las habían escuchado. Y pensando el virrey que encerraban algún arcano no comprensible por entonces, ordenó que los pusiesen en un coche y que los llevasen a su palacio, con ánimo de saber de ellos lo que le tenía tan suspenso. Mandó también que condujesen a los demás peregrinos sus compañeros, y al momento avisó Lenio a Mingo, que estaba hecho Argos78 de su bagaje.

Llegaron todos a palacio; Felisinda y el que decía ser su hermano medio muertos   -170-   en el coche, y doña Clara, Constanza, Lenio y Mingo del todo sobresaltados con tan no imaginado caso.

Dispusieron ricamente dos lechos para los desmayados, llamaron luego a los médicos y, aplicándoles los remedios que les parecieron más a propósito, les hicieron tornar en su acuerdo, les recobraron los espíritus, que casi del todo habían perdido, y les repararon las fuerzas que les faltaban.

Al cabo de tres días en que fueron magníficamente tratados y en que el virrey hizo alarde de su genio liberal y compasivo, no menos que su mujer, que se llamaba Leonor, estando sobremesa, dijo ésta, dirigiendo sus razones a Lisandro y Felisinda:

-Parece ser ya justo que nos descubráis ese misterio que sin duda deben de encerrar, no tanto la presta ligereza con que tú Felisinda te abalanzaste a Lisandro, a tiempo que estaba para recibir la muerte, como las razones que dijiste cuando que   -171-   daste desmayada sobre sus rodillas. Porque aquellas voces confusas de reyes, de grandezas, y aquello de llamarte a ti Filomela y a Lisandro Narciso, no deja de importar mucho más de lo que nos muestra vuestro traje.

-Si mi hermana Felisinda -respondió Lisandro- dijo cuando desmayada lo que vos, señora, habéis apuntado, ¿qué mucho?, si entonces ni estaba en sí, ni tenía desembarazados los sentidos, ni libre la razón, ni entero el juicio. Ni yo soy Narciso, ni ella es Filomela, ni es rey su padre, ni menos lo es el mío, porque los dos somos hermanos, tan unos en la voluntad, como singulares en las desgracias. Las cuales desde ahora doy por acabadas, pues con sola su vista y con sola su compañía me contemplo por el más feliz y venturoso del mundo, puesto que aún no la había visto desde que salimos de nuestra patria; cuya salida y lo que hasta ahora he padecido os lo contaré brevemente, si de ello gustáis, en cuya relación veréis descubierta mi inocencia y pa   -172-   tente la falsedad de los delitos que me habían conducido al terrible y apretado lance en que antes de ayer me vi. Y no es menester hacerme mucha fuerza para creer que el encuentro de mi hermana con tales circunstancias ha sido, más que acaso, providencia del cielo, para que se conozca cuán errados van las más veces los juicios de los hombres.

-Relátanos, oh, Lisandro, -dijo a esta sazón el virrey-, no breve sino largamente tu historia, que desde ahora te doy por libre, creyendo que la providencia del cielo, como dijiste, ha tomado a su cargo tu libertad.

Arrojósele al momento a sus pies Lisandro, siguiéndole Felisinda para besárselos; pero el virrey se adelantó a recibirlos en sus brazos, cuyo suceso sacó las lágrimas de los ojos de todos los que estaban en aquella sala.

Sentáronse todos otra vez, limpiáronse los ojos, serenáronse los rostros y, pidiendo licencia Lisandro para comenzar su historia, la comenzó en esta forma:



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Capítulo VIII

Donde Lisandro da principio a su historia


-No será puesto en razón que yo con mi silencio deje vacíos vuestros deseos y defraudadas vuestras esperanzas, habiendo las mías flacas de remedio cobrado aliento en vuestras piedades. Mi hermana Felisinda, que está presente, y yo que, como sabéis, me llamo Lisandro, somos unos de los habitadores del inmenso mar; quiero decir que nos dio el cielo por patria una isla, tan abundante de todas las cosas necesarias para la vida humana que no necesita de países extranjeros para mantenerse. Sucedió, por acaso, que estando los dos solaceándonos por las riberas de nuestra isla con una pequeña barca, en compañía de otra gente de calidad, se levantó una borrasca tan furiosa que, no pudiéndola contrastar   -174-   los marineros que gobernaban la nave, se vieron forzados a abandonar los remos y dejarse llevar a discreción de las olas. Alzáronla furiosas hasta borrar la gavia con las nubes, sumergiéronla hasta tocar la quilla con las profundas arenas, dejóse arrebatar de la furia de los vientos hasta perder de vista nuestra isla, y, hecha juguete de ellos, vino a estrellarse en unas rocas en las cuales encontraron sepultura todos los que encerraba la barca. Solo yo -a lo que pensé entonces- pude asirme de una tabla, con la cual fuertemente abrazado me dejé llevar por donde las aguas quisieren. Clamé al cielo, hice promesas, envié suspiros al aire, aumenté las aguas del mar con las de mi llanto, y todo temeroso, y todo afligido en tanta sinventura, sólo estaba aguardando que me embistiese la muerte, la cual yo mismo me apresuraba con la memoria de la de mi hermana que ya tenía por cierta.

  -175-  

-También yo, oh, hermano, -interrumpió Felisinda-, sufrí los mismos sobresaltos que tu padeciste, porque cuando el cielo me favoreció con otro madero, pensé que tú ya estarías envuelto sin vida entre las aguas. Y desde entonces la mía no ha sido sino una muerte continuada, aunque siempre me quedaban allá dentro unas aunque vanas esperanzas de volverte a ver; las cuales me las esforzó un poco aquel peregrino que allí ves -señalando a Lenio-. Porque cuando contó su viaje de Italia a España dijo que había visto a un tal Lisandro, que gobernaba un remo en un navío fenicio; y con estas y otras señas que dijo y ponderó, pensé que no podía ser otro que tú aquel Lisandro.

-Pues, ¿qué peregrino es ese, que jamás pienso haberle visto? -preguntó Lisandro.

-¿Os acordáis -respondió Lenio- de cuando vuestro navío se iba anegando sin remedio por la mucha agua que le entraba por los costados y fue socorrido de otro, cu   -176-   yo capitán era un célebre portugués llamado don Manuel Rodríguez Pereira?

-Sí me acuerdo, -respondió Lisandro.

-Pues en aquel navío iba yo -prosiguió Lenio-. Y soy aquel mismo que admirado de vuestras buenas prendas, ajenas de un pobre remero como lo parecíais, me vi forzado a preguntaros quién erais y a dónde ibais.

-¡Válgame Dios! Ya os reconozco, -replicó Lisandro-. Y permitid que os enlace entre mis brazos por albricias de las nuevas que disteis a mi hermana, que le debieron de reparar su casi muerta esperanza de tornarme a ver.

-Así es la verdad, -dijo Felisinda-. Pero por ahora no te entretengan más estos reparos, que estos señores, no menos que yo, estarán ya deseando que vuelvas a anudar el hilo de tu historia.

-Razón tienes hermana, -respondió Lisandro-. Y dejando para mejor coyuntura estos recuerdos entre tristes y alegres, digo:

Que después de haber sido todo a   -177-   quel día infelice juguete de las aguas agitadas de los furiosos vientos, llegué al cerrar la noche a la punta de una pequeña isla que se descubría en medio del mar. Solté la tabla como mejor pude, clavé las manos en tierra, asíme de las ramas que me ofrecía un árbol y entréme la tierra adentro, por entretener la muerte a lo menos. Cerróse de todo punto la noche, y con ella se oscureció más la de mi tristeza, que por momentos consumía mis fuerzas. Sentéme sobre el tronco de un árbol, esforcé mis clamores al cielo, revalidé mis promesas, aumentaron mis suspiros, y no calmaron mis lágrimas, las que, bañando mis vestidos más de lo que estaban, me pusieron en la precisión de quitármelos, porque ya no tenía alientos para sufrir la frialdad que me penetraba hasta el alma. Quedéme desnudo, exprimí el agua de mi ropa, extendíla por entre las ramas de un árbol y me rollé todo hecho un ovillo, para poder pasar con menos frío la noche, hasta   -178-   que, amaneciendo el día, pudiese buscar algún modo con que repararme. Llegó el día, pero no amaneció para mí, sino para acrecentar mis males; porque ni en toda la isla, ni en todo lo que del mar alcanzaba a descubrir la vista, pude registrar esperanza alguna de remedio. A cuya causa, apenas el sol con sus calorosos rayos había enjugado mis vestidos, y apenas me los hube acomodado, me senté sobre una roca contra que combatían desesperadamente las olas. Y a breve rato llegué a divisar un bulto que luchando con ellas se encaminaba hacia donde yo estaba. Pensé al instante que sería alguna despedazada reliquia de alguna nave, o algún monstruoso pez, y como el temor estaba en mí tan alerta, luego me hizo retirar hacia dentro por no verme a riesgo de ser comido de aquel monstruo, si acaso lo fuera. Mas, como se iba acercando el bulto, que nunca perdí de vista, iba yo juzgando que sería el de algún desdicha   -179-   do que correría la misma fortuna que yo, cuyo juicio acabé de confirmar cuando llegó a besar la roca una dilatada tabla, sobre la cual venía un hombre, ya casi a punto de expirar, según pude conocer por entre lo desfigurado de su rostro. Acerquéme a él, alarguéle mi mano, toméle por el brazo y le puse en tierra; el cual, arrancando de su pecho un profundo y dilatado suspiro, dijo:

-Sin duda el cielo condolido ya de mi lástima ha querido socorrerme, cuando más desesperado estaba de socorro, por medio de algún ángel, que no puedes tú ser otro, aunque pareces persona humana.

-No sólo lo parezco, -le respondí-, sino que en verdad lo soy y de las más desventuradas que han salido a la luz del mundo. Pero consuélate y consolémonos que, a lo menos, seremos testigo cada uno de la muerte del otro, que es tan segura como que no hay aquí remedio que sustente nuestras vidas.

En resolución, después de haberle quitado los   -180-   vestidos que traía mojados y después de habérselos enjugado y puesto otra vez, y después que estuvimos allí tres días sin que por parte alguna descubriésemos camino para nuestro remedio, le dije:

-Nuestra muerte es ya segura, porque es cosa dura de creer que podamos ya pasar dos días más sin dar sustento a nuestros cuerpos, que ya casi no tienen alientos para sostenerse. Si te atreves a conformar tu parecer con el mío, y si tienes valor para seguirme, puede ser que libertemos nuestras vidas. Y cuando no, lo mismo es que estorbando la respiración el agua perdamos la vida, que muramos a las violencias de la hambre, si ya no es que esta segunda muerte sea más rabiosa, por más dilatada.

-Di lo que quisieres y haz lo que te se antoje, -me respondió el otro-, que pues ya he consentido en morirme a cualquier cosa arrostraré, como por ella se descubra algún pequeño resquicio para la salvación de mi vida.

-Pues si es así,   -181-   -le repliqué yo-, lo que he pensado es que apenas el mar se amanse, atemos fuertemente con aquellos mimbres estas dos tablas, la con que tu llegaste aquí y la con que yo vine, las cuales nos podrán servir de lancha para sacarnos de este paraje tan falto de remedios. A lo menos puede ser que, entrándonos la mar adentro, seamos descubiertos de algún navío que nos socorra, porque esperar que se enmiende nuestra corta ventura, estándonos aquí ociosos y baldíos, es pensar en lo excusado. Dejémonos en brazos de la fortuna, arrojémonos por entre la metad de esas aguas, contrastemos todos los temores que se nos opongan, allanemos las dificultades que se nos presenten, que los hombres animosos han de librar sus esperanzas aunque sea en la desesperación misma.

Con estas y otras animosas razones le forcé a que abrazase mi parecer, y al momento asimos las dos tablas que por cuidado dejamos sobre la llanura de una grande roca, buscamos otros maderos   -182-   por aquella isla, juntámoslos unos con otros, y atándolos fuertemente formamos una como barquilla bastante para sostenernos a los dos. Y ya que estuvo hecha, la dejamos a punto de arrojarla al mar juntamente con nosotros, cuando sus iras lo permitiesen. Llegó en fin el plazo en que quiso la fortuna que el mar se tranquilizase, lo cual visto pro nosotros, echamos nuestra barca al agua, arrojámonos sobre ella y con unos palos que aderezamos para que nos sirviesen de remos pusimos nuestra vista y el blanco de nuestro viaje en unas altas sierras que apenas divisábamos.

Cosa de dos millas habríamos caminado, con la muerte siempre a la vista, cuando descubrimos un navío que con todas las velas tendidas navegaba hacia nosotros. Dilatóse nuestro corazón oprimido y cobraron aliento nuestras desmayadas esperanzas, que reverdecieron del todo cuan   -183-   do fuimos descubiertos de los del navío, cuyo capitán mandó arrojar el esquife al agua para que nos socorriese. Con ayuda de ajenos brazos, porque nosotros no podíamos valernos de los nuestros, subimos al esquife, y del esquife al navío, cuyo comandante que era fenicio, igualmente que toda la tripulación, nos acogió gratamente, no dejándose por hacer cosa alguna de las que hacían al caso de reparar nuestros perdidos alientos. No nos hartábamos nosotros de dar gracias al capitán, viendo la afabilidad, el agasajo y la cortesía con que nos trataba. Y aunque sabía yo el genio de los fenicios y la fama que tienen de amorosos hacia cualquier nación, conocí entonces que les venían cortas todas las alabanzas que hacían de ellos.

Luego que estuvieron esforzados nuestros desmayos, y apenas hubimos recobrado nuestros desfallecidos espíritus, nos preguntó el capitán quiénes éramos y qué su   -184-   erte nos había conducido a la tan infeliz en que nos miraba. A lo cual satisfice yo con decirle lo que hasta aquí he contado; y mi compañero lo hizo diciendo que era un pobre pescador que pescando con su barquichuelo por las costas de la isla de Lípari, le entró el mar adentro la borrasca que días antes se había levantado; y que no pudiendo su débil fusta contrastar la riguridad de los vientos, ni la furia de las aguas, se había estrellado en unas peñas, sin ser poderosas sus fuerzas para impedirlo, y que habiendo logrado acaso una tabla, se asió a ella fuertemente, hasta que las propias aguas le condujeron a la misma isla donde yo fui arrojado. Dolióse el capitán de nuestra corta ventura y asegurónos otra vez el buen tratamiento que nos había prometido, el cual comenzó a manifestar con no querer que sirviésemos en cosa alguna para las faenas de la navegación. Pero vencien   -185-   do a su voluntad nuestras importunaciones, nos dio permiso para que hiciésemos lo que nos viniese más en gusto. Con esto, cuando se nos antojaba, embrazábamos un remo y aligerábamos el trabajo a los demás remeros.

En el tiempo de nuestra navegación, con el continuo trato y conversación, se me aficionó en extremo el capitán y me hice mucho lugar en su voluntad, hasta tanto que me daba su lado en su propia mesa y no hacía cosa alguna sin que consultase antes con mi parecer. En efecto, cierta ocasión me llamó al castillo de popa, y después de haber dado muestras de que no se atrevía a decirme aquello mismo para que me había llamado, y después que yo le esforcé con mis razones, asegurándole mi fidelidad y ofreciéndole mi voluntad y mis fuerzas de servirle, prorrumpió en estas palabras:



  -186-  
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Capítulo IX

Prosigue Lisandro su agradable historia79


-Extrañarás, oh, Lisandro, lo que voy a hacer y admirarás mi facilidad en lo que quiero decirte, porque según todo advertido discurso debía yo averiguar tu condición, escudriñar tu genio y examinar tus inclinaciones, antes que pasara a depositar en tu pecho negocios de importancia, de cuyo buen éxito depende tal vez mi muerte o mi vida, no obstante que tu agradable presencia me asegura tu fidelidad.

-Quisiera, oh, señor, -le respondí yo-, que no hubierais llegado a este extremo antes de averiguar los de mi calidad; pero ya que, ante esta prudente precaución, os habéis arrojado a fiar de mí los que serán sin duda negocios de importancia, como me habéis ponderado, estad cierto que entre las demás prendas, si tengo acaso alguna, que   -187-   me ha dado el cielo, y que procuraron mis padres arraigar más en mi alma, es una la de saber encerrar en el archivo de mi pecho los secretos pensamientos que me comunicaren.

-Así lo creo, -me respondió el capitán-, y en confirmación de lo cual te digo, oh, Lisandro, que en este mismo navío venía un caballero nobilísimo por la sangre y muy afortunado, si hubiera sabido aprovecharse de la fortuna, por haber puesto en él sus ojos y su voluntad Casilda, hija única del rey Hamberto, mi señor, que Dios prospere. A cuya causa estaba soberbio sobremodo y sobremanera arrogante, y tanto que, con ser yo el capitán de esta nave, como sabes, ni hacía mérito de mi persona, ni se pagaba de mis órdenes; antes despreciaba las leyes de la obediencia forzosa por cumplir con las de su capricho, fiado siempre en el poderoso amparo de su amada. No me traían cuenta sus desobediencias, porque a su ejemplo había ya muchos, en especial los de su parciali   -188-   dad, a quienes no hacían fuerza las del respeto que se me debe, ya que no por mi persona, por mi carácter a lo menos. Habíale avisado y advertido ya un confidente mío y amigo suyo, aunque lo era más de la razón. Pero haciéndose sordo a sus avisos y despreciando sus advertimientos se mantenía firme en sus arrogantes propósitos. Pero cierto día, cansada ya mi paciencia y apurado mi sufrimiento, le llamé a mi estancia; y estando solos los dos, le dije:

-Yo soy el capitán de este navío por nombramiento de nuestro rey; mis órdenes, que más son de su majestad, se han de observar rigurosamente; los desafueros y desobediencias de los principales, los desenfrenos de la nobleza pervierten y corrompen las buenas costumbres del vulgo y, desordenado éste, queda sin orden la república. Sois discreto y no os digo más.

Apenas acabé de pronunciar estas palabras, cuando, o pareciéndole sobrado severas, o juz   -189-   gando que su calidad no debía sufrir el escucharlas de mi boca, empuñó su espada y me tiró un golpe tal que, a no desviarme un poco, me hubiera pasado la cabeza. Yo entonces, viendo tan descarado atrevimiento y mirándome acosado de la necesidad, tomé un pistolete que allí tenía y le pasé el pecho con dos balas, que se le llevaron la vida. Acudió la gente al ruido y la vista del muerto puso las espadas en las manos de todos; en sus parciales para vengarle y en los míos para defenderme. Y movidos todos de la cólera e impelidos del furor comenzaron a segar cabezas tan desenfrenadamente que fue menester toda la industria y todo el, poder para sosegarles. Ya que lo estuvieron todos, les conté lo que había sucedido, con cuya relación, aunque algunos quedaron satisfechos y aprobaron mi resolución, con todo hubo algunos que no hablaron palabra, pero mostraron en sus rostros el veneno que ocultaban   -190-   en sus entrañas. Ahora vivo temeroso de algún desmán y me recelo de alguna traición; por lo menos vivo sobresaltado con la compañía de estos enemigos que, aunque pocos, me atormentan el cuidado como si fueran muchos. Por lo cual, y por no verme hecho blanco de las iras que indubitablemente asaltarán el pecho de Casilda, cuando llegue a su noticia la muerte de su querido, quisiera, oh, Lisandro, que me aconsejaras algún modo con que poder librarme de tantos peligros como por todas partes me amenazan.

Acabó el capitán su narración, dio indicios de la pena que le apretaba el alma y se apercibió para oír la respuesta que quisiere darle, que fue ésta:

-Señor, agradezco cuanto me es posible el honor que me habéis hecho escogiéndome para vuestro consejero, y quisiera que, como tengo voluntad para agradecerlo, tuviera entendimiento para dejaros satisfecho. Yo, señor, de las   -191-   tres calidades que dicen que se requieren para que pueda uno servir de consejero, sólo tengo una, que es el ser llamado, porque las otras dos, que son autoridad y prudencia, todavía no me las he podido adquirir, pues bien se hecha de ver que para con vos no tengo autoridad alguna, y que la prudencia todavía no ocupa lugar alguno en mi alma. Pero, sin embargo, por no parecer ingrato al beneficio que me hicisteis alargándome la vida que iba a quedarse entre las salobres aguas, os digo que, el que a mí se me trasluce más acertado medio, es que mandéis a vuestra gente que amainen todas las velas, que anclen el navío y que se detengan en tanto que os llegáis a aquella ciudad que allí se divisa, que creo es Salerno, a tratar ciertos negocios que os importan. Con cuyo pretexto nos podemos entrar en el esquife con algunos marineros de vuestra confianza para los remos, y vos podéis escaparos de las asechanzas que   -192-   os cercan por tantas partes; que luego que hayamos salido con este primer proyecto, y luego que hayamos llegado a Salerno, no nos faltarán trazas para buscar otros remedios. Apartémonos ahora del navío y salgámonos del mar, que después, campos y chozas hay en la tierra que nos mantengan y que nos encubran, que por hurtar la vida a tantos peligros como teméis por mayores inconvenientes se puede atropellar.

No bien acabé de proferir estas razones cuando, sin que el capitán tuviera tiempo de responderme, se oyeron unas voces entre la tripulación que decían:

-No hay remedio. Perecemos todos, pues las muchas aguas que por las aberturas entran en el navío le van sumergiendo por instantes.

A estas voces salimos el capitán y yo del castillo de popa, donde estábamos, y se dio orden para que los buzos le requirieran y le dieran los reparos que necesitase. Pero todo fue en vano   -193-   y nos hubiéramos anegado sin duda si el cielo no nos socorriera ofreciéndonos a la vista otro navío, que era el en que iba Lenio, cuya gente, con no vista diligencia, dejó al nuestro en breve tiempo apto para tomar otra vez el rumbo que llevaba.

Hechos otra vez a la vela, y asegurados de la sanidad y entereza de la nave, tornó a llamarme el capitán y, puestos en el mismo paraje que antes, me dijo:

-Sin duda te trajo el cielo para que lograran remedio mis males, que los tenía ya por irremediables. Apruebo tu parecer y desde ahora voy a ponerlo en ejecución, sin reparar en los fines que ha de tener. Valgámonos ahora de estos medios, que después, seguro has dicho, no faltarán arbitrios para remediarnos.

Mandó luego que plegasen las velas y que dejasen el navío sobre las áncoras, y al momento, con seis marineros que eligió, nos embarcamos en la lancha. Y habiendo puesto en ella sus co   -194-   fres el capitán, con el más posible disimulo, nos encaminamos a Salerno. Apenas pusimos los pies en el puerto y apenas desembarcamos todo el matalotaje, se volvió el capitán a los marineros y, regalándoles a cada uno algunos dineros y otras lujerías80, les dijo:

-Volveos a la nave que dejasteis y decid que se vayan en derechura a Damasco sin esperarme, que yo por ciertas precisas dependencias he de detenerme algunos días en esta ciudad, al cabo de los cuales, si se me ofrece proporción, me embarcaré otra vez para Damasco. Y adiós, que estoy de prisa.

Volvimos al momento las espaldas, sin atender a las razones de los marineros, y luego luego dispusimos cómo se llevase a la posada todo el equipaje que en el esquife trajo el capitán. Llegamos a una que nos pareció buena y, después de haber dejado arregladas nuestras cosas, nos subimos a un desván de ella, desde donde vimos que los de la nave que había   -195-   mos desamparado estaban a toda priesa izando las velas, de lo cual se mostró el capitán tan contento que me echó los brazos al cuello, dándome encarecidamente las gracias por la singular merced que a él le parecía que yo le había hecho, sacándole con mi consejo de entre tantos riesgos a que se veía expuesto.

-Bien está, -interrumpió el virrey-. Quedaos ahora en Salerno hasta mañana, que os iréis a dónde quisiereis, que ya debes de estar cansado de contar tus desgracias y nosotros condolidos de oírlas.

-Malo me sabe, -dijo doña Leonor-, que Lisandro rompa el hilo de su narración, porque de mí digo que no me movería de donde estoy hasta que de todo punto fuese concluida, y estaré suspensa hasta ver el último de ella.

Con estas y otras comedidas razones, que cada uno dijo por su parte, quedaron de acuerdo para que Lisandro tornase a su plática en el día siguiente.

  -196-  

A este punto llegó a los oídos de todos un ruido formado de muchos coches, que entraban por las puertas del palacio. Suspendiéronse todos con la novedad, en cuya suspensión estuvieron transportados hasta que subió corriendo un criado y dijo al virrey:

-Señor, el conde don Faustino, mi señor, acaba de apearse en este instante, y viene...

-¿El conde don Faustino por mi casa? -interrumpió el virrey todo alborozado-. ¿Qué ventura mayor puede sucederme?

Y prosiguiendo en otras expresiones no menos afectuosas que relatoras del gusto que le cabía por la venida de su huésped, se adelantó hasta la metad de la escalera para recibirle. Pero se le aguó la mayor parte de su gusto cuando vio que el conde, cuya edad no pasaba de los veinte y cuatro años, subía arrimado al brazo de un caballerizo suyo, porque no podía subir por sí solo: tan extenuado y flaco venía.

Después de haberle hecho aquellos comedidos cumplimientos que requiere la   -197-   urbanidad y pedía su persona, y después que a todos los de su acompañamiento les hubieron tratado como requería la calidad de cada uno, y, después que, por no estar el conde en términos de sufrir conversación alguna, le acomodaron en un rico lecho, se retiraron todos los demás a satisfacer el sueño que les fatigaba.




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Capítulo X

Salen nuestros peregrinos a ver las grandezas de Valencia, y dase cuenta de la que dio de su enfermedad el conde don Faustino


La belleza del sitio y la amenidad de los contornos que hacen a Valencia célebre y famosa más que todas las ciudades de Europa en la agricultura y topiaria, los ricos adornos, las muchas riquezas y la belleza suma que en ella se miran, despertaron en nuestros peregrinos la curiosidad de registrarlas todas, puesto que la ocasión les ofrecía los   -198-   cabellos, pues con la mediación del virrey podían ensanchar y llenar los vacíos de su deseo.

En efecto, como cortés caballero les quiso acompañar en el siguiente día con la majestad y pompa que requería su persona y que imaginaba se merecían sus huéspedes, porque la conversación discreta, la buena crianza, la cortesía mucha y la extremada hermosura que en ellos miraba y admiraba, le decían como al oído que no eran prendas para ocultarse bajo de una tosca esclavina. Pasearon toda Valencia, a lo menos lo más principal de ella, visitaron los más famosos templos, adoraron en ellos las inestimables reliquias que encierran y vieron todo aquello que era digno de que se mirase. Pero de lo que más se admiraron fue de ver la cortesía de sus moradores caballeros, la afabilidad con que sin afectación les trataban. Especialmente se admiró la hermosísima Felisinda del atentísimo cuidado que mostra   -199-   ban de servirla, a cuya causa se acabó de confirmar en que era verdadera la fama que había llegado ya a sus oídos de que los valencianos son muy servidores de damas.

Satisfecha ya su curiosidad y cumplidos sus deseos, dieron la vuelta al palacio, con mucho más acompañamiento del con que habían salido, porque la novedad y extrañeza del caso, que las subía muy de punto el ver con tanta majestad al que días antes habían visto en público suplicio, esperando la tan amarga cuanto afrentosa muerte, no podían menos de tener pendientes de la admiración de todos.

Llegados que fueron al palacio, andaban todos solícitos en saber de la salud del nuevo huésped y de la causa porque la tenía tan enferma; pero porque estaban ya puestas las mesas, no quisieron entretenerse en otras cosas que las que hiciesen al propósito de satisfacer la hambre. Y aunque en el discurso de la comida se ofrecieron algunas pláticas, no fueron aque   -200-   llas que los más o todos deseaban, que eran las de saber quién traía de tan mala suerte al recién llegado caballero.

El cual, por satisfacer la curiosidad de todos, luego que se dio fin a la tan costosa como sabrosa comida, hizo señal de que callasen; y ocupando el silencio las lenguas de todos, dijo de esta manera:

-¿De qué me ha de servir el haceros relación de mis males, sino de atormentar más mi alma? ¡Oh, menguada suerte mía, que ni aun consientes que sean mis penas de aquellas que suelen encontrar alivio cuando se comunican! ¡Y cuán mucho has embarazado todos los caminos de mi remedio! Yo, señores, soy el único en quien se mira más bien verificada la fama que tienen de enamorados los portugueses81; porque, además de que con sólo serlo tenía mucho adelantado para vivir sujeto a las tiranas leyes del amor, quiso éste mostrar en mí sus   -201-   poderosos esfuerzos tan extremadamente como si fuera yo su mayor enemigo. Por cuya causa ando por el mundo como una estatua movible, ajena de todo sentido, transportado todo en mis imaginaciones amorosas, que se mantienen en perpetua viveza a pesar y despecho de los remedios que he usado, como lo veréis si me estáis atentos.

Solía venir a mi casa una labradora, vasalla de mi padre, tan honesta, tan agraciada y tan en extremo bella, que a mí me parecía que la naturaleza había puesto en ella los últimos esfuerzos de su poder. Miréla y quedé ciego, porque desde entonces ni he tenido vista para mirar cosa que no fuese mi labradora, ni libertad para pensar en otro que no fuese ella misma, cuyos pensamientos me fueron quitando por momentos los bríos de mi juventud y me fueron enflaqueciendo tan apresuradamente mis fuerzas, que me vi forzado a dejarme caer en brazos de una gravísima enfermedad. Bien sabía yo en don   -202-   de estaba el remedio de ella, pero me era imposible valerme de él, porque la honestidad daba al traste con todos mis pensamientos y el decoro y respeto que yo mismo me debía a mí mismo no sufrían que ni aun imaginase alcanzarle por vía de matrimonio. De esta suerte atada mi lengua y sin libertad de declarar a nadie la causa de mi enfermedad, vivía atormentado mi corazón con las ligaduras de un forzoso silencio que la aumentaba por instantes. La cual como se escondía del registro de los pulsos tenía en suspensión a los médicos y en admiración a todos, a cuya razón juzgaban como cierta mi muerte. De esta certidumbre nacía en todos los que me conocían el dolor y el sentimiento, los cuales obraron más derechamente y con más fuerza en mi tierna madre, viendo que por momentos iba quitándosele de su vista un solo hijo que tenía, un único pedazo de sus entrañas en que libraba todas sus delicias. Llegábase a mí   -203-   toda sollozando, cargada de amorosas lágrimas, traspasado de dolor su corazón, y halagándome el rostro y pegando sus labios con los míos me decía, tal vez sin hablar palabra, los tormentos que martirizaban su alma. Pero cierto día serenándose un poco y deshaciéndose a fuerza de lágrimas y suspiros el ñudo que oprimía su garganta, me dijo:

-¿Es posible, hijo mío, que quieras con tu silencio darte a ti la muerte y quitarme a mí la vida? ¿Es posible que, por no descubrir tu pecho, consientas que sean en breves días cubiertos nuestros cuerpos en mi sepulcro mismo? Habla, hijo mío, arroja de ti la confusión y empacho que embarazan tu lengua y dime lo que te aflige. ¿No sabes que tus riquezas son muchas y que mi amor no tiene términos? ¿No sabes que si en los de la tierra se puede encontrar tu remedio, le buscará mi amor y le alcanzarán tus riquezas? Pues, ¿por qué has de sufrir que quede enferma tu salud   -204-   y que no la tengan los que bien te quieren? ¡Ay, hijo mío!, que ¿acaso no me conoces? ¿Te has olvidado que soy tu misma madre? ¿Aquella madre misma que...?

No pudo proseguir en sus cariñosas razones, porque la dejaron sin voz las fuerte vehemencias de sus dolores, y yo entonces, por no aumentárselos más, la dije:

-Mi honestidad, oh, madre mía, y el ser quien soy tan tenido hasta ahora sepultada mi lengua en silencio. Pero ya impelido de la fuerza que me hacen vuestras palabras y los tormentos que vos, oh, madre, por mí sufrís, me veo en términos de descubriros lo que me tiene puesto de esta suerte, aunque creo que el descubríroslo os ha de servir de más martirio, pues veréis cuán de todo punto es imposible el de mi remedio. Ya conocéis a Bárbara, la hija de Casimiro, vuestro vasallo, que suele venir a esta casa muchas veces. Ya la conocéis, y por lo mismo ya sabéis cuán hermosa es y cuán so   -205-   bremanera bella. Pues esa misma bella Bárbara es la que me atormenta, esa misma hermosa Bárbara es el principio, medio y fin de todos mis males; esa misma es el instrumento con que, apresurando contra mí sus alas la muerte y aprestando su carrera, va por instantes dando fin a la de mi vida. El amor que su hermosura ha encendido en mis entrañas me consume por puntos, sin que haya modo de apagar tanto incendio; porque ligarme con ella con los lazos del matrimonio no lo sufre la nobleza de mi estado, ni el enlazarme de otra suerte lo permite la religión que profeso.

Esto, señores, es lo que respondí a mi afligida madre, la cual, por no añadir nueva aflicción a las infinitas que me maltrataban, esforzó mis ánimos facilitándome el remedio tal que ni perjudicase a la calidad de mi sangre, ni desdijese de las santas leyes de la religión cristiana. Parecióme   -206-   que quería encontrar mi remedio82 entre los que se aplican comúnmente a las calenturas naturales, cuyo parecer acabé de confirmar cuando supe que mandó llamar los médicos más famosos de Portugal y les desmenuzó las causas de mi dolencia. Tuvieron consulta entre ellos mismos, en una sala que sólo la dividía de la en que yo estaba un tabique, que no embarazaba el que sus razones llegasen claramente a mis oídos. Uno de los cuales, después de haber citado superflua infinidad de textos, dijo:

-Según se me trasluce, será imposible de toda imposibilidad la cura de este enfermo, sin no se le extrae toda la sangre de sus venas a fuerza de sangrías, de tal manera ordenadas que, dándose lugar unas a otras, le den bastante para que se genere al mismo tiempo nueva sangre, y para que sin perder la vida el paciente quede de todo punto extinguida su pasión.

Sucedióle otro, que parece había leído y   -207-   aun sabía de memoria los escritos del narigudo Ovidio, es especial los que tratan de los remedios del amor, y dijo que el único que atinaba era el de la ausencia. Siguióse otro y dijo, citando también a Ovidio, que el remedio que le parecía más acertado era que me empleasen en negocios de importancia, porque entretenida mi atención y empleado mi cuidado en ellos, no tendría lugar de ocuparle en materias amorosas. Prosiguió otro diciendo que, puesto que el amor había echado tan hondas raíces en mi alma y que se había apoderado tan sobremanera de mí mismo, le parecía conveniente que yo me forjase en mi imaginación al objeto de mis amores, no como él era en sí, sino como el más feo, como el más horrible y como el más monstruoso que pudiera figurarse entendimiento humano, para que, fastidiado mi gusto y horrorizado todo yo con tanta fealdad, quedase también el amor sin fuerzas.   -208-   En fin, por no cansaros más, dejo de decir los muchos remedios que cada uno de los otros propuso alternativamente, los cuales fueron tan de ningún provecho como los que os he apuntado, todo lo cual sé por experiencia, porque queriendo yo, a importunaciones de mis padres, usar del remedio de una prolija ausencia, pues el de la sangrías quedó reprobado de todos por ridículo, por inútil y aun por pernicioso, me fui en compañía de un amigo y algunos criados. Y paseé la Francia, corrí la Holanda, trasegué la Italia, discurrí por la Alemania y, al cabo de dos años de peregrinación, me volví a mi patria, tan enfermo como cuando me ausenté de ella. Porque a donde quiera que iba, como llevaba en mi alma el vivo retrato de mi labradora, no la podía apartar de mi memoria, ni podía estar sin mirarla, ora fuese en poblados, ora en desiertos, ya en hospedajes y ya en mesones.   -209-   Eché mano del tercer remedio que me aconsejaron, que es el empleo en negocios arduos, para cuyo efecto me enviaron mis padres a la Suecia con un cargo gravísimo, en la ejecución del cual libraron todos las esperanzas de mi salud. Salíme otra vez de Portugal con solo un criado y, después de algunos días que viajamos, envuelta siempre mi alma en los amores de mi idolatrada Bárbara, metidos ya en el reino de Navarra, al llegar a las cercanías de Tudela... ¡Oh, volubles condiciones de la fortuna! ¡Oh, fortuna, y por cuán desimaginados modos trastornas y perturbas los humanos pensamientos! ¡Por cuán no pensadas sendas nos precipitas en intrincados laberintos, de cuya salida apenas nos dejas ver algún resquicio! Digo, señores, que al llegar cerca de Tudela, me vi metido en un negocio sin ser buscado, pero tan grave, que me hubiera arrancado el alma   -210-   juntamente con todo mi amor, si Dios no mostrara su misericordia al par de su justicia. Todo lo cual sucedió de la suerte que voy a decir.




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Capítulo XI

Donde se prosigue la notable historia de nuestro enamorado caballero83


Al bajar de un altecillo [sic] topamos con un sombrero ceñido de un cinto de ricos diamantes, cuyas luces debieron de cegar sin duda la vista de mi criado y le forzaron a que apease de la cabalgadura para pillarle, pensando que se le había caído a algún otro pasajero. Pillóle, montó otra vez y proseguimos nuestro camino, del cual, aún no habría caminado treinta pasos más, cuando vimos en la mitad de él un zapato negro, de cuya vira pendía una hebilla guarnecida así mismo de finísimos diamantes. Luego me adelanté   -211-   a presagiar algún funesto suceso, luego pensé que habría sucedido algún desastre; pero sin embargo apeó mi criado y le pilló con ánimo de entregarlo a su dueño si acaso pareciese. Proseguimos otra vez nuestro camino a paso no muy tirado, tratando del hallazgo y discurriendo quién podría ser su dueño, porque los aderezos, así del sombrero, como del zapato, mostraban ser de principal persona. Y apenas llegamos a pasar por delante de un bosquecillo, que había a la mano derecha del camino, hirieron nuestros oídos unas turbadas voces envueltas entre mortales alientos. Llamó a nuestra atención la novedad, y la caridad cristiana nos obligó a que apeásemos para socorrer al que sin duda alguna necesitaba de socorro. Metímonos por entre unas matas y encontramos tras de ellas a un gallardo mozo de edad al parecer de veinte años, teñido con la misma sangre que ver   -212-   tían sus heridas. Pareciónos ser el dueño del sombrero y del zapato, porque tenía descubierta la cabeza y sin calzado el pie izquierdo, a más de que eran del todo semejantes así los zapatos como las hebillas, y ser igualmente que el sombrero correspondiente a los ricos adornos que se descubrían en el resto de su vestido. Con el zapato y con el sombrero en las manos estaba mi criado, al mismo tiempo que yo probaba si el herido mancebo daba señales de vida, cuando nos puso en confusión un tropel de hombres que, unos a pie y otros a caballo, pero todos armados, venían hacia nosotros precipitadamente. Uno de los que iban a caballo, llegándose a nosotros, dijo con arrogante desembarazo:

-Conque aún no contentos con haberle robado la vida, ¿queréis robarle sus vestidos? Sí, que bien lo muestran vuestras manos manchadas de sangre y los despojos que tenéis   -213-   en ellas. Pero yo os aseguro que habéis de venir atraillados como perros al calabozo más profundo que haya en la ciudad, y que de aquí a tres días os han de ver las gentes perneando en la horca.

A vuestra consideración dejo el pensar cual quedaría yo a vista de tan no imaginado como terrible suceso. Sólo tuve aliento para decirle:

-Señor, nosotros ni merecemos el calabozo que decís, ni hemos hecho cosa que nos haga acreedores a la horca. Este mi criado y yo íbamos siguiendo nuestro camino en buena conversación. Al pasar por delante de este paraje mismo donde estamos ahora, oímos unas desmayadas voces que nos forzaron a apear para socorrer al que las pronunciaba. Hallamos a este hombre tendido como ahora lo está. Acerquéme a él por ver si se le había ido ya el alma, en tanto que mi criado veía si estas alhajas que encontramos en el camino eran suyas. De lo demás no sabemos cosa, porque estamos inocentes.

-¡Vál   -214-   game Dios! -replicó el otro-. Y ¿aún querrán negar una verdad que no necesita testimonios que la confirmen? Pues a fe mía que no os han de valer excusas, ni han de ser de provecho vuestras satisfacciones. Presto pagaréis vuestro delito, presto sabrá el mundo quiénes son los insolentes que han hecho temibles los caminos y que no dejan gozar pacíficamente a cada uno lo que es suyo.

Sin dejar de hablar cuanto le acudió a la lengua, porque esta gente de corchetería la tiene muy desenfrenada, muy libre y muy atrevida, nos mandó aprisionar. Y cargando el cuerpo muerto sobre uno de nuestros caballos, nos llevaron a Pamplona; dieron parte al corregidor y nos metieron a cada uno en un calabozo tan estrecho, tan húmedo, tan oscuro y tan profundo, que más que calabozo parecía sepultura de vivos. Pensad cuál estaría yo metido en tan rigurosa cárcel, convencido   -215-   al parecer por todas partes, desamparado de todo el mundo, sin medio de decir a mis padres la extrema aflicción en que me encontraba, temiendo y esperando por momentos el último y terrible que me amenazaba, sin que por parte alguna descubriese la de mi remedio. Considerad si puede darse en el mundo desventura mayor y si puede haber negocios más arduos y que más llamen la atención y el cuidado. Yo veía manchada mi honra, despedazada mi fama y menoscabado mi crédito. Yo miraba ya arrimada a mi garganta la soga con que me habían de quitar la vida. Pues, ¿con qué cuidado, con qué eficacia no solicitaría yo pruebas que mostrasen la ninguna culpa y la mucha inocencia que yo tenía?

-Yo creo, -dijo a este punto Felisinda-, que no tendría entonces lugar el amor para espaciarse en vuestro pecho, ni vos estaríais en términos de ocupar vuestra memoria   -216-   en objetos amorosos. Y si con todos estos extraordinarios e importantísimos cuidados aún le teníais de vuestra labradora, bien se puede asegurar que para los extremadamente enamorados no hay remedio que sea de provecho.

-Así es, señora, como vos decís, -prosiguió el conde-. Porque cuanto más me apretaban el alma los rigores de mi corta y desdichada suerte, tanto más ardía mi corazón en amorosas llamas y no encontraba otro modo de dar treguas a mis congojas que el entretener mi memoria en la dulce enemiga mía. En conclusión, dos meses estuve en aquella penosa cárcel, sin saber el estado que tenía mi causa, de suerte que me reduje a pensar que los jueces de ella me habrían ya echado al olvido o juzgarían que yo no era ya del mundo. Pero a pocos días después, cuando vivía más desesperado de remedio, me dieron por libre sin hacerme demanda alguna, a causa que un caballero pai   -217-   sano mío y muy amigo, que a la sazón se hallaba en Pamplona, habiendo sabido, no sé por qué conducto, que yo era el tenido por ladrón y por homicida, tomó a su cuenta todo el peso de aquel negocio y dio a entender quien era yo y cuán inocente estaba de la muerte que me imputaban. Salí a cobrar mi libertad perdida, pero no la cobró mi criado, porque le encontraron sin vida en el mismo calabozo que le encerraron. Viendo pues que, a pesar de tantos cuidados, aún se mantenía en sus mismas fuerzas el amor, y que me faltaba la compañía de mi criado para proseguir el rumbo que llevaba, determiné volverme a mi patria, como en efecto lo hice. Llegué a ella, conté a mis padres lo que me había sucedido, doliéronse de ello y más de ver que todavía me atenaceaba el alma mi pasión amorosa. Algunos días me mantuve en mi casa, en los cuales nunca me faltaron drogas que   -218-   tomar, pero no servían sino de destruir y enflaquecer las fuerzas de mi naturaleza, que ya estaba harto desfallecida.

En este tiempo acertó a pasar por allí un famoso médico polaco, que había venido a España sólo por curiosidad, el cual fue llamado de mis padres y le contaron mi enfermedad, los remedios de que había usado y las diligencias que habían hecho para encontrar mi salud. Y ya que estuvo bastante enterado de todo, y después que hubo hablado larga y extremadamente bien sobre las causas del amor y sus remedios, dijo:

-Ninguno hay que no sepa los efectos que causa la música84. Ella endulza y regala sensiblemente nuestras almas, y con dulce violencia las arrastra y lleva tras de sí a donde quiere. Ella alegra las tristezas, amansa el furor, esfuerza los descaecimientos, pone en sosegado reposo a los inquietos, y, en una palabra, destierra con increíble presteza las desconcertadas pasio   -219-   nes que tiranizan nuestros ánimos; debiéndose todos estos maravillosos efectos a los cinco tonos a que se reduce, a saber, lastio, lidio, frigio, dorio y aeolio85, de los cuales el dorio, dando al traste con las torpes pasiones amorosas, infunde honestidad, trueca en vergonzosos los desvergonzados pensamientos y pone en dulce quietud al alma que no la tenía. Aquel rijoso y cuerdo filósofo Demócrito, del dulce y armonioso concento formado de muchas chirimías, sacaba sanidad para no pocas dolencias. Asclepiades, ¿cuántas enfermedades del ánimo no curó con sola la música? Embarazada la siniestra mano con la lira, e hiriendo sus cuerdas con el plectro que ocupaba la derecha, curaban en la Grecia los enfermos. Hasta las viejas saben que la mortífera mordedura de la tarántula o araña apulia86 se sana con sola la música, porque incitados e impelidos del son de ella los enfermos, comienzan a bailar tan desa   -220-   foradamente que, dilatándose los poros del cuerpo, se disipa y despide el veneno envuelto en sudores. Timoteo, insigne citarista de Atenas, regía con su música los afectos de Alejandro, enfureciéndole cuando se le antojaba y amansándole cuando quería. De todos estos efectos sabemos también la causa, y es que al par del movimiento exterior que el aire recibe de los instrumentos músicos, se mueven las fibras y nervios que se propagan hasta el corazón. A cuya causa, si el movimiento del aire es furioso, los nervios se agitan furiosamente, si moderado, moderadamente, y si pausado, con pausas espaciosas comunica su blando movimiento hasta el corazón, el cual padece las mismas alteraciones que el aire exterior. Sabidas, pues, ya todas estas maravillas que están cifradas en la música, fácil cosa será buscar diestros músicos que, divirtiendo al enfermo con las dulces consonancias que encierra el tono dorio, le eleven sus pensamientos arrancán   -221-   doles suavemente de los objetos amorosos en que están sumergidos.

Con este parecer de aquel sabio médico se alentaron mis padres, y al momento llamaron cuatro músicos de los más célebres, para que me acompañasen por donde yo quisiera, hasta ponerme en esta ciudad y en esta real casa, en donde con la compañía del virrey, mi señor, y de toda su mi muy cara familia, pienso que se ha de remediar mi dolencia. Los cuales músicos son esos caballeros que están presentes, juntamente con esos dos mozuelos que tienen la voz más suave y más dulce que pueda hallarse en el mundo, de cuyas voces y de cuyos instrumentos músicos redunda una armoniosa y dulce consonancia que me alegra el alma y a las veces me saca fuera de mí mismo.

-Por cierto, -dijo a esta sazón doña Leonor-, que tengo yo de ver si salen acreditadas las alabanzas que mi señor conde ha hecho   -222-   de sus músicos.

-Eso lo veréis vos, señora, al instante y aun veréis cuán corto he andado en ellas, -respondió el conde.

El cual les mandó al momento que templasen sus instrumentos y que cantasen algo para satisfacer el gusto de doña Leonor.

Y luego, dando las voces al viento, al compás de los instrumentos, cantaron unos versos que decían:


    Con apacible rostro87 y buen semblante
sus delicias Cupido nos ofrece;
sorpréndenos con ellas, y al instante
trastorna nuestro juicio. Se aborrece
por amar a otro objeto el mismo amante,
y evita disfrutar lo que apetece.
   Es muy loco el amor, mas su locura
con huirle al principio tiene cura.



Pasmados quedaron todos, así de la destreza y primor con que tañían los instrumentos, como de la suavidad y dulzura con que cantaban; a cuya causa preguntó doña Leonor al   -223-   conde si había experimentado algún alivio en su enfermedad. A lo cual respondió que no mucho, porque aún había poco tiempo que usaba de aquel remedio, pero que tenía no pocas esperanzas de volver a su salud primera.

-Dios lo haga, -prorrumpieron todos.

Y al instante se fueron cada uno por su parte a hacer lo que más a cuenta les vino para pasar cómodamente las horas de la siesta.




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Capítulo XII

Vuelve Lisandro a proseguir su comenzada historia


No menos contentos que entretenidos estaban todos los de palacio, sin faltarles novedades que oír, ni historias de que admirarse. Y queriendo saber lo que quedaba de la de Lisandro, que era lo que deseaban todos, luego que se ofreció coyuntura de juntarse otra vez le rogaron que la prosiguiese. El cual   -224-   lo hizo al momento en esta forma:

-Gozoso además se mantenía el capitán en Salerno por verse en pacífica posesión de la libertad que deseaba, y yo, aunque no lo estaba tanto porque me faltaba mi hermana, me esforzaba por estarlo igualmente, arrimándome a lo que suele decirse que la compañía en las sinventuras sirve de consuelo. Pareciónos que no era bien detenernos tanto tiempo ociosos en Salerno, sin solicitar algún remedio que nos condujese a mejor fortuna, y así determinamos buscar alguna nave de las muchas que había en aquel puerto para que nos llevase a donde quiera que fuese, ya por saber nuevas de mi hermana, ya porque el capitán no quería estarse más en aquella ciudad, temeroso de ser hallado si la reina Casilda le enviase a buscar. Con esta resolución nos fuimos al puerto y, antes que llegásemos a él, vimos un poderosísimo navío que, con las velas en alto y viento en popa,   -225-   venía hacia el mismo puerto. Plegaron las velas con increíble presteza y con la misma arrojaron el esquife al agua, que impeliéndole algunos marineros que saltaron en él, en un instante llegó a besar el puerto. Y en el mismo saltaron dos marineros que, tendiendo de improviso los ojos por todas partes y por entre la mucha gente que había en ellas, dieron con los del capitán, mi compañero, hacia el cual corriendo con ligereza y abrazándole estrechamente le entregaron un pliego de parte de Casilda. Abrióle todo temblando, y vio que le decía brevemente que, aunque en su pecho tuvo cabida el corazón de don Lauro, que éste era el nombre del caballero muerto, no lo tuvieron en su voluntad sus desafueros, y que, al paso que iban creciendo éstos, menguaba el amor que sus nobles antiguos procedimientos se habían granjeado. Que si él pensaba menospreciar sus órdenes, y en efecto las menospreciaba, fiado en su protección, que   -226-   no sabía con qué alma podía hacerlo, porque nunca la había visto sino muy enemiga de semejantes insolencias. En suma, le mandaba que volviese a su presencia, que ya estaba absuelto de su delito, si acaso lo era.

No pudo el capitán hacer otro que obedecer al mandamiento de su reina y al momento dispuso todo su matalotaje para hacerse a la vela. Y aunque me hizo mucha fuerza para que le acompañase, no pude rendirme a ella, porque no me venía a cuenta su derrota. Y así, después de haberme mostrado con palabras y con algunas lágrimas, que le acudieron a los ojos, el gozo con que se partía y el sentimiento con que me dejaba, se hizo a la mar, dejándome triste y confuso. De cuya confusión y de cuya tristeza resultó el que al siguiente día me embarcase en una gruesa nave que tenía ya las velas en alto para partirse, sin tener rumbo   -227-   determinado, porque según supe después, era de corsarios. Dimos las velas al viento y al agua los remos con tanto gusto de la tripulación como descontento mío, porque no sabía a dónde iría a parar faltándome el único paradero de mis deseos, que es mi hermana. Y aunque podía buscar ocasión de irme en derechura a mi patria, no consentía que la buscase el sentimiento que causaría a mis padres mi vista sin la de mi querida hermana. A cuya causa tuve por más acertado el discurrir por los mares hasta saber noticia de ella o hasta que tuviese la muerte lugar de llevárseme la vida. Bien imaginaba yo que mi hermana habría ya sido pasto de los peces, pero una confianza tan vana como remota me alentaba el alma y me forzaba a creer que podía haber sido socorrido por otro medio no menos extraño que el mío. Y de esta suerte se esforza   -228-   ba mi ánimo y se reparaban mis descaecidas esperanzas.

Reverdecieron éstas del todo a causa de unas aunque dudosas nuevas que supe en el mismo navío en que navegaba, porque uno de los marineros que gobernaban los remos le decía al otro:

-Tú no tengas que persuadirme cosa alguna contraria de la que te acabo de decir, porque yo mismo la vi y la hablé, y sé que se llama Felisinda y que es tan hermosa como te he pintado, aunque la pintura que te he hecho no llega a la suela del zapato de como ella es. Y sé también que es tan hermosa como rica, y tan rica como noble, y tan noble como desgraciada, y tan desgraciada como que no te lo sabré ponderar. Y hay más y es que, según allí me dijeron, daría ella por ver a un su hermano que también iba en la misma barca que se hizo pedazos todo lo que acertaren a   -229-   pedirle, de lo cual estaba ella tan inconsolable que no tenía consuelo, aunque disimulaba mucho su dolor, porque según dijo uno de los que allí estaban era señora de mucha prudencia.

Estas sencillas y rústicas razones me obligaron a que me llegase al que las pronunciaba y le preguntase en dónde había visto a aquella Felisinda y si sabía en dónde paraba. A lo cual me respondió que la había visto en una nave holandesa, cuyos marineros la habían encontrado toda mojada y casi sin vida sobre una roca, y que el capitán del navío había ordenado que la tratasen como merecía su hermosa presencia. Que cuando la vio ya estaba ricamente aderezada, cuyos aderezos subían de punto su hermosura, a cuya causa decían que pensaba el capitán escogerla para su esposa, porque ya su belleza se le había entrado   -230-   por los ojos a robarle el alma; que en cuanto a su paradero, que no sabía más de que la nave había tomado el rumbo hacia las costas de Túnez.

-Así es la verdad, -dijo a esta sazón Felisinda-, y fue menester que yo le dijese que ya era casada, y que viviendo mi esposo no me era lícito casarme con otro. Pero con todo no cesó de regalarme ni de procurar traerme a su voluntad por todos los medios posibles, los cuales me hacían vivir una vida infeliz, porque pensaba que somos muy flacas las mujeres para resistir las violencias de un poderoso.

-Con estas noticias, pues, -prosiguió Lisandro-, se esforzaron como dije mis descaecidas esperanzas y comencé desde luego a fabricar en mi imaginación mil torres de viento y mil disparatados discursos, que todas y todos venían a parar en si el capitán de la   -231-   nave querría alcanzar o habría alcanzado por fuerza lo que mi hermana no le concedía de buen grado, arrimándome a lo que ella misma acaba de decir, que son muy flacas las mujeriles armas cuando quiere contrastarlas la violencia. Estos discursos me tenían sobremodo fatigado y me traían melancólico sobremanera, porque los ímpetus de un amor precipitado y lascivo se extienden hasta romper y destruir muros de diamante, no que las fuerzas débiles de un frágil sexo. Leyó el capitán en mi semblante las interiores ansias que me afligían y se llegó con cortesía a preguntarme la causa de ellas, pero disimulando con palabras lo que a mi parecer no podía, le respondí que aquello era efecto de la misma agitación y vaivenes de la nave, que como me había embarcado pocas veces no podía dejar de sentirlo.

-No, no, -me replicó el capitán-, otras   -232-   causas son las que os traen de esa suerte. Ese aspecto, ese semblante, ese rostro, ese mirar a un sitio mismo largo rato sin pestañear una vez sola, publican vuestras ideas y dan indicios de estar fuertemente apasionada vuestra alma. Hablad, desahogad vuestro corazón, que lo debéis tener oprimido sin duda; no os empachéis de decirme la ocasión de vuestro desconsuelo, que como su remedio quepa en los términos posibles, sin duda le tendréis, aunque sea a mucha costa de mi trabajo.

A tan corteses ofrecimientos no pude dejar de corresponder, diciéndole sin doblez la verdad del caso, del cual mostró dolerse el capitán apenas lo supo y se me ofreció todo para remediarme. En efecto, mandó luego al piloto que dirigiese el navío hacia Túnez y que barriese todas aquellas costas, ordenando a la tripulación que, en avistando alguna nave, se aprestase para el combate. Aún no bien esta   -233-   ban acabadas de dar estas órdenes, cuando dijo un grumete que, como a cinco leguas de distancia, se divisaba una embarcación, pero que aún no podía distinguir de cuya nación fuese. Apercibímonos todos y a poco rato tornó a decir el grumete que las embarcaciones eran tres y turcas, y que las mirábamos por la proa. Sobresaltados quedamos todos con estas nuevas, viendo tanta desigualdad de fuerzas y que de ningún modo podían competir las nuestras con las enemigas. Y sin tener lugar de hacer otra cosa, nos vimos en breve rato puestos en medio de ellas, que nos cercaron con increíble presteza. ¡Válgame Dios y cuán voltaria es esta que llaman fortuna! Cuando yo pensaba tenerla buena con las nuevas que había adquirido de mi hermana, y con la ayuda que para buscarla me ofreció el capitán, y cuando yo imaginaba verme ya en pacífica posesión del hallazgo que tanto deseaba, y cuando yo presumía   -234-   haber llegado a la más felice ventura que pudiera prometerme, me vi en la de ser esclavo de aquella maldita canalla.

En resolución, a la primera descarga que hicieron las velas turquescas, quedó rota y destrozada la nuestra y anegándose irremediablemente a causa de las muchas aguas que le entraban por las aberturas. Lo cual visto por los turcos, arremetieron a nosotros, con grande algazara y enfadosa gritería, se entraron en nuestro navío con las espadas desnudas y alzados los brazos, pero como no hallaron resistencia alguna, tampoco tuvieron en quien ensangrentarlas. Mandó luego su capitán, que creo se llamaba Solimán Dragut88, que nos aherrojasen fuertemente, y que puestos en parte donde no tuviésemos lugar de hacerles daño alguno, navegasen la vuelta de Trípoli.



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Capítulo XIII

Refiere Lisandro el modo con que entró en Trípoli y lo que le sucedió en aquella ciudad


-Apenas divisamos su famoso puerto, le vimos todo coronado de una infinidad de gente que a la manera había salido en compañía de su bey89 a celebrar la victoria que había logrado el capitán Dragut. Derribaron al momento las velas, arrojáronnos en un esquife, impeliéronle con fuerza los marineros, esforzaron todos su gritería, arrastraron vistosos estandartes por el agua y rompiendo impetuosamente el aire con sus artillerías y con sus músicas nos pusieron en tierra. ¿Qué lengua podrá ponderar los golpes, los malos tratamientos que nos hicieron mezclados de vituperiosas y amenazadoras voces? Sí que lo supe yo entonces sentir, pero no lo sabré ahora exagerar.

  -236-  

De esta suerte nos entraron en la ciudad y nos metieron en una oscura y profunda mazmorra, en la cual estuvimos encerrados cuatro días, sin darnos de comer más que algunos granos arremojados [sic], al cabo de los cuales concluyeron la carrera de esta vida mortal y dieron fin a sus desventuras cuatro compañeros míos, que casi les tuve envidia, porque tantas desgracias como sufría me forzaban a desear la muerte. Vino el guardián de la mazmorra a requerirla y, hallando en ella muertos a cuatro de aquellos que había sepultado vivos, dio aviso al bey, el cual luego acudió con noble acompañamiento y con muchos ministros, que, quitándonos las esposas y los grillos con que estábamos aherrojados, nos ataron fuertemente con gruesas cuerdas de cáñamo, a fin de darlo a nuestras vidas arrastrándonos por las calles. Todos corrieron esta desventura menos yo, cuya juventud tierna debió de ablandar sin   -237-   duda el bárbaro y fiero corazón del bey, porque ordenó al momento que me desatasen y que puesta una manilla en el pie me guardasen para que le sirviese. No pude yo ver cómo se ejecutaba en mis compañeros la tan cruel como bárbara sentencia, pero los lastimeros y amargos ayes que arrancaban de sus pechos herían mis oídos y entrándose hasta el corazón me le dividían en menudas piezas.

Concluida la lastimosa tragedia de mis compañeros y arrojados sus cadáveres en los muladares para cebo de las fieras, me llevaron a casa del bey para el efecto que había dicho. Entré en ella, serví con el mayor rendimiento y exactitud que pude, híceme lugar en las voluntades de cada uno y me granjeé el amor de todos, especialmente de una hija del bey llamada Halima90, moza y extremadamente bella, la cual, con corazón más cristiano de lo que prometía   -238-   su profesión, me consolaba en mis desventuras muchas veces, y en alguna de ellas me mostraba ya con dádivas, ya con promesas, ya con palabras el amor que me tenía. Dos meses corrí esta fortuna sin tener otra mala que la del cautiverio, porque en lo demás no me faltaba cosa de cuantas pudiera pedir mi deseo. Al cabo de este tiempo que he dicho murió en poco menos de ocho días mi amo, con cuya muerte comencé a mirar menos dudosa mi libertad. Lloraron sus amigos, doliéronse sus cercanos, enternecióse todo el pueblo y especialmente se hicieron ríos de lágrimas los ojos de Halima, que sobre el difunto cuerpo de su amado padre hizo tan tierno y tan lastimoso llanto que no pudieron sino acompañarle en él todos los que le escuchaban. Pero como todo lo consume el tiempo, se fueron borrando a más andar las reliquias que el dolor había dejado en el   -239-   corazón de Halima, la cual desde entonces comenzó con todas sus industrias y con todas sus mañas a batir la fortaleza de mi corazón. No sabía desviarse de mi lado ni un sólo instante. En el paseo que de ordinario hacía en un hermoso jardín de la misma casa, mandaba que le acompañase, en la mesa me sentaba a su lado, en el resto del día no consentía que me apartase de su presencia; en fin, me trataba no como a esclavo, sino como señor de su voluntad, como varias veces me dijo, y entre otras, después de haber dejado caer de sus ojos algunas lágrimas que parecían líquidas perlas, prorrumpió en estas razones:

-Si al par que el cielo puso toda la hermosura del mundo en tu rostro y toda la gallardía del orbe en tu cuerpo, ha puesto también discreción en tu entendimiento, no dudo, oh, Lisandro, que darás fácil entrada a la fortuna que apriesa está   -240-   llamando a tus puertas. No dudo que conociendo el bien que te aguarda, vendrás a condescender gustoso en cuanto quisiere decirte. Mira, entre las muchas personas que concurrieron a ese puerto a celebrar la victoria del valeroso capitán Dragut, fui yo una de ellas, y quizá la única que poniendo en ti los ojos no los tuvo ya para mirar cosas de su gusto, el cual he tenido y tengo recogido en todo lo que eres tú, y cualquiera otra cosa que no seas tú, lejos de alegrarme, me fastidia. A cuya causa supliqué a mi padre que no ejecutase en ti la sentencia que ya estaba pronunciada y que se practicó en tus compañeros. Roguéle también que te trajese a casa para nuestro servicio, y esto encaminándolo todo el amor que al momento deposité en ti, el cual no me daba licencia para que ni un breve instante estuviese sin verte, como lo habrás tocado por tus manos en el tiempo que te   -241-   tengo en casa. Conque siéndome deudor de esa vida que posees, y debiéndome tantos favores como has recibido de mi liberal mano, no será puesto en razón que me niegues uno que te quiero pedir, el cual, si tienes entendimiento, me dejará a mí sumamente venturosa y a ti puesto en la más alta cumbre de la fortuna, a donde quizá no se habrán atrevido tus esperanzas.

Suspenso estaba yo de tan largo preámbulo, y aunque imaginaba a donde venía a parar, no quise interrumpirla, solamente la dije que los beneficios que me había dispensado tenían atada mi voluntad con cadenas de oro, y así que pidiese lo que gustare que, como no trajese consigo la imposibilidad de cumplirse, verían cuán pronto quedarían llenos los vacíos de su deseo.

-A pedirte yo cosa -me replicó- que trajese consigo la imposibilidad de cum   -242-   plirse, no tendría de que enojarme si no la cumplieras, pues no soy tan indiscreta que no conozca impracticables los imposibles. ¿Lo es por ventura el que seas mi esposo? ¿Lo es acaso el que un mismo yugo oprima dulcemente nuestros cuellos y que una lazada misma ate nuestras voluntades? Pues en esto solo se ciñe y cifra mi petición: mira cuán a poca costa tuya quedarán satisfechos mis deseos y recompensados todos los beneficios que te he dicho. Piénsalo bien, aunque discurro no tendrás mucho que pensar, si eres discreto como dije. Mis riquezas ya sabes que son muchas, mi hermosura no se te encubre, mi genio ya le conoces, mi discreción no se te esconde, mi trato ya le has echado de ver en el tiempo que me tratas, ¿qué otras cualidades pueden ya desearse en una dama para ser apetecida? Y ¿qué otra fortuna puedes prometerte más feliz en esta vida? Advierte la distancia que hay de esclavo a   -243-   señor, de pobre a rico, de infelice a venturoso; y siendo tú en este instante infelice, pobre y esclavo, qué duda hay en que forzosamente debes abrazar la mejora de tu fortuna, transformándote, con sólo un sí que pronuncies, de infelice en venturoso, de pobre en rico y de esclavo en señor.

Iba yo a responderle, pero me lo estorbó diciendo que, siendo aquella una de las cosas que no pueden hacerse más de una vez, requería que se premeditase muy de espacio y con bien advertido discurso. Con lo cual me despidió para que pensase la respuesta que la había de dar y, aunque yo la tenía ya bien pensada, pues el ser cristiano no me daba lugar de admitir ninguna de cuantas cosas se me habían propuesto, quise no obstante fingir que pensaba, para no exasperar de súbito el ánimo de la nueva enamorada.



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Capítulo XIV

Donde todavía prosigue Lisandro su historia


-Todo aquel día pasó sin que me preguntase Halima cosa alguna de las de su gusto, pero al siguiente, sin esperar a ser llamado, me entré en su aposento y, antes que me preguntase palabra, me adelanté diciendo:

-Ya veo, señora, que la fortuna con que me brindáis es tan mucha como no esperada, de lo cual me muestro tan agradecido como lo pide el ser yo quien soy. Ya sé que vuestras riquezas son muchas, que vuestra hermosura no tiene igual, que vuestra discreción es extremada y que vuestras partes todas juntas y cada una de por sí son bastantes a rendir al alma más de piedra y al corazón más de bronce. Tampoco ignoro que, aunque carecierais de todas estas tan amables prendas, debiera yo aco   -245-   modar mi voluntad a la vuestra, en recompensa de la vida que os debo y de tantos favores con que me tenéis obligado. Pero quisiera que advirtierais que vuestra petición anda tan fuera de los términos posibles que no tiene ninguno por donde pueda divisarse su cumplimiento, y que esa fortuna, que tan sin par os parece, es para mí la mayor sinventura que pudiera venirme. ¿Estarále bien a un varón cristiano abandonar su ley santa, sólo por abrazar unos bienes fingidos y aparentes que no tienen de realidad más que el ser nada? O ¿será bien que pierda los inestimables tesoros que en el cielo se le prometen, por adquirir los despreciables con que le brinda el suelo? ¿Qué me quedará en adelante, si satisfago vuestros deseos y sacio vuestros gustos? O ¿qué tendré después de haber disfrutado de todas vuestras riquezas en vuestra compañía y después que haya gozado en vuestros brazos las delicias que vuestra hermosura me ofrece?   -246-   O ¿qué perderé si os pierdo a vos y a cuanto me prometéis? ¿Perderé acaso la vida? No sólo una, sino mil si tuviera sacrificara en este instante, a trueco de no rendir mi voluntad a vuestros deseos. En resolución, señora, la santa ley que profeso no me da licencia para que admita vuestro partido; tomad el que queráis, que antes pisarán vuestros pies este desdichado cuerpo y antes arrancaréis de él el alma que encierra, que oigáis de mí otra cosa de la que habéis oído.

Pasmada quedó Halima con tan no esperada resolución, y, ciega de su enojo, se levantó de improviso de donde estaba y se fue no sé a dónde, dejándome llena el alma de mil confusas cavilaciones. Todavía estaba luchando con ellas, cuando vi que, por la misma puerta por donde se había salido, entraba otra vez con dos turcos cargados, el uno de una gruesa y pesada cadena que llevaba sobre el hombro, y   -247-   el otro de un cofre lleno de ricas joyas y preciosos vestidos; de todo lo cual, haciendo muestra a mis ojos, dijo:

-Veas cuál de estas dos suertes se te acomoda mejor: si tu voluntad se aviene con la mía que te he declarado, desde luego haré que mis esclavas te vistan los hábitos y joyas que encierra este cofre, para celebrar nuestros desposorios; si quieres mostrarte ingrato y perseveras tenaz en tu propósito, por el mismo estilo haré que te carguen esta pesada cadena, la cual no te quitarás de encima hasta que se te vaya el alma, y aun inventaré nuevos tormentos que sin quitarte la vida te la hagan más dura que la misma muerte.

A vista de tan arrogante determinación, lejos de acobardarme, se engendró en mis entrañas un nuevo espíritu que me forzó a que la respondiese:

-Señora, si con falsas promesas entretuviera vuestros deseos y con fingidas palabras sostuviera vuestras es   -248-   peranzas, vendría bien esa propuesta que me habéis hecho y podríais esperar que mi voluntad se amañase a abrazar lo que ya os dije que es de todo punto imposible. La primera resolución que oísteis de mi boca, será también la última que proferirá mi lengua, sin que promesas, dádivas, amenazas, ni castigos sean parte para que diga otra cosa.

Apenas acabé de decir estas últimas palabras, cuando por mandamiento de Halima me arremetieron los dos turcos; pusiéronme la pesada cadena al cuello, atáronme los pies con fuertes grillos y me encerraron en una torre que había en la misma casa, mandando por añadidura que ninguno, ni con los ojos, ni con las manos, ni con la lengua, se atreviese a hablarme, más cruel en esto que Trizo tirano91. ¿Pero qué? ¿Hay acaso malicia que pueda competir con la de una mujer airada? ¿Hay por ventura dificultades que no   -249-   atropelle, inconvenientes que no allane, embarazos por que no rompa a fin de cumplir sus designios? Aun le parecían a Halima blandos los castigos que tenía prevenidos, a cuya causa día y noche se desvelaba en buscar otros que subiesen más de punto su crueldad y que dejasen saciados su furor y enojo, tanto mayores cuanto era de grande el amor que antes me tenía. ¡Con qué facilidad pasa una mujer de un extremo a otro sin tocar por los medios! En fin, como animal extremadamente sujeto a las pasiones, no conoce medio: o ama, o aborrece, como dijo uno.

-No más, -dijo a esta sazón Felisinda-, no más, hermano, que puesto que nos da gusto el modo con que relatas tus sucesos, no dejan de lastimarnos las entrañas las riguridades de ellos. A lo menos de mí digo que ya no me quedan lágrimas que ofrecer, pues todas las he enviado ya a la tierra en el discurso de tu his   -250-   toria. En fin, el ñudo de la hermandad que tan dulcemente nos tiene ligados, no me da lugar de no sentir tus desgracias.

-No haya duda en eso, -prosiguió doña Leonor-, pues sobre no tener yo parentesco alguno con Lisandro, siento un no sé qué en mi alma, que me fuerza a lastimarme de sus sinventuras, poco menos que si en mí misma las padeciera.

Con estas y otras razones entretuvieron el tiempo en tanto que llegaba el de la cena, antes de la cual, habiendo logrado Lisandro y Felisinda ocasión y coyuntura de departir un poco, que de propósito buscaron, Felisinda habló de esta manera a Lisandro:




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Capítulo XV

Del razonamiento que pasó entre Lisandro y Felisinda


-Paréceme, oh, hermano, que cualquiera   -251-   leve dilación de nuestra partida ha de ser ya enfadosa. La afabilidad y la cortesía de estos señores ha llegado ya a lo sumo y ha pisado las últimas rayas de lo posible. Nosotros ni tenemos con qué agradecer tanta afabilidad, ni nos queda con qué recompensar tanta cortesía. Esperar, pues, ahora a que se añadan favores a favores y beneficios a beneficios, sin esperanza de poder satisfacerlos en manera alguna, lo tengo por errado, ni me parece que está muy puesto en razón, ni creo que nuestra noble sangre tenga ya valor de sufrirlo. Yo he oído decir que entre el bienhechor y el beneficiado debe hacer una contrapuesta porfía, aquel en dar al olvido las gracias y favores que reparte y éste en grabarlos en la memoria para darlos la recompensa que se merezcan. De que en nuestros bienhechores campee esta porfía, estoy tan cierta como que me obliga a creerlo el ser ellos lo que son: cuanto más que a noso   -252-   tros no nos toca averiguarlo. Pero que en nosotros reine por el mismo consiguiente y que nos falte la posibilidad de salir bien con ella es tan cierto, como lo echarás de ver si pasas una sola vez la vista por estos groseros hábitos que apenas nos cubren, cuya consideración, oh, hermano, es para mi alma una aguda flecha que la atormenta. ¿Qué nos queda ya que hacer en este palacio? ¿De qué ha de servir nuestra detención sino de más entretener el cumplimiento de nuestros deseos? Cuanto más que doña Clara y su hija Constanza no dejarán de vivir ya con impaciencia viendo que, por nuestra causa, se les va dilatando el logro del fin que les sacó de su casa. Y si no han dado ya muestras de su impaciencia es porque no se los permite la buena crianza y extremada cortesía en que se han engendrado. Si quieres que mi corazón sosiegue, da pronto fin al cuento de tus sucesos, aunque sea epi   -253-   logándolos sucintamente, y luego podrás solicitar con viva diligencia nuestra partida, porque ya, hermano, me aprietan mucho las ganas de que nos veamos en nuestra dulce patria, ya desasosegada vivo porque veo alejarse mucho la posesión alegre de nuestras esperanzas. ¡Ah! ¿Cuándo llegará aquel dichoso día, día de júbilo, en que, dejando tú de ser Lisandro, acabe yo de ser Felisinda? ¿Qué contento podrá imaginarse que iguale a éste? ¿Qué alegría podrá competir con ésta? El vernos tranquilos y pacíficos en nuestra propia casa, con la compañía dulce de nuestros amados padres, tal vez desesperados de volver a vernos, ¿no será un lance tan alegre que borre los azarosos que nos han oprimido tantas veces? El ver trocada en tranquilidad nuestra tormenta, en sosiego nuestros sobresaltos, en paz nuestra guerra, en prosperidades nuestros trabajos y en posesión nuestras esperanzas, ¿no será un contento tan mucho como no ponderable? Cuan   -254-   do mi adorada madre me vea atravesar los umbrales de palacio, ¿cómo podrá reprimir los finos excesos de su dulce amor? ¿Quién será capaz de contener los extremos de su cariño? ¿Cuántas veces enlazará en mi cuello sus dulces brazos y, pegando sus labios con los míos, arrojará...? ¡Ay, hermano! ¡Qué imaginaciones tan alegres desmayan mis bríos y casi casi marchitan el verdor de mis esperanzas!

-No permitáis, oh, dulce hermana mía, -respondió Lisandro-, que temor alguno asalte la fortaleza de tu esperanza. Esfuérzate y no te dejes abatir de los contrarios vientos de nuestra fortuna, que ellos cederán de su porfía cuando vieren que nuestra firmeza no cede a sus combates. Yo te aseguro, hermana, que desde ahora procuraré con todas mis fuerzas atropellar todos los inconvenientes que quisieren oponerse al logro de nuestros justos deseos, romperé por todas las dificultades que intentaren em   -255-   barazar el cumplimiento de nuestras esperanzas, porque bástame sólo el saber que tu voluntad lo pide, para que se esmere la mía en satisfacerla de todo en todo. Esta noche misma daré fin a la narración de mis sucesos y procuraré al momento la salida de este palacio, para que, llegando al nuestro, se dilaten nuestros oprimidos corazones y se alegren las almas de nuestros lastimados padres. Y ahora vámonos hacia fuera, que ya deben de estar prevenidas las mesas y no será bien que por nuestra tardanza se entretengan los demás.

Concluida esta plática, se salieron a un espacioso salón donde estaba ya dispuesta la cena. Dieron principio a ella y en su discurso se trató sobre algunos de los lances que le acontecieron a Lisandro desde la división de su hermana, ponderando cada cual el que más lástima le había causado. De esta suerte entretenían el tiempo de la cena, por hacer   -256-   la más sabrosa.

Todos comían, todos hablaban y todos se alegraban, menos el conde que, sorbido todo en sus amorosas imaginaciones, ni se alegraba, ni hablaba, ni comía; antes sin esperar a que se diese fin a la cena, pidió permiso para ir a acostarse, porque ciertas ansias que sentía en el corazón no le daban lugar de hacer otra cosa. Sobresaltados todos con tan desimaginada e improvisa novedad, le rogaron que se sirviese de detenerse por algún espacio más, en el cual le tendrían de disiparse aquellas ansias que le molestaban y de divertir su triste imaginación, ya con la conversación de todos, o ya oyéndole referir a Lisandro el modo con que escapó de la prisión en que le encerró su enamorada Halima, y el con que llegó a aquella ciudad que, sin duda, era lo que le quedaba por contar.

-Por cierto, señores, -respondió el conde-, que podría servirme de algún alivio y podría dar   -257-   algunas treguas a mis dolores el oír lo que le queda por contar a Lisandro; pero no sé si tendré sufrimiento para tan larga plática si ya no es que mengüen los rigores de mis accidentes.

Estas últimas razones las dijo ya con lengua perturbada y mezclando otras con no muy advertido discurso, se dejó caer de la silla donde estaba sentado, compelido de un recio desmayo que le embargó los sentidos. El primero que acudió a su remedio fue Lisandro, que por estar en el asiento más inmediato tuvo más comodidad de hacerlo, y tomándole en sus brazos le sostenía, en tanto que todos los demás, llenos de sobresalto y alboroto, buscaban remedios que aplicarle para que tornase en su acuerdo. El cual no tardó mucho en darse a conocer, porque al momento se le repararon al desmayado los descaecidos espíritus y arrimándose a los hombros del virrey y de Lisandro se fue   -258-   al lecho por su mismo pie. Hicieron que se acostase y, dejándole sosegar un poco, le preguntaron si estaba en términos de oír el de la historia de Lisandro, o si quería que le dejasen solo.

-Que me dejen solo, -respondió-, en manera alguna lo podré consentir, porque temo que me han de asaltar otros desmayos, según que es grande la apretura que siento en el pecho. Puede Lisandro, si le place, referir lo que le queda de su cuento, que tal vez divertirán mis melancolías sus diferentes y extraños lances.

-Que me place, -respondió Lisandro.

Y volviendo a anudar el hilo de su historia, dijo:




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Capítulo XVI

Cuenta Lisandro el modo con que escapó del poder de Halima y llegó a Valencia. Muere el conde a la fuerza de un desmayo y disponen nuestros peregrinos su partida


-En tan estrecha cárcel y en apre   -259-   tadas prisiones, como dije, estaba yo consumiéndome por instantes, porque la perversa Halima mandó que me administrasen la comida en cantidad muy escasa, sin darme de beber más que de unas cenagosas aguas que manaba el mismo piso de la cárcel en que yo estaba.

Una noche, pues, cuando toda la casa estaba sepultada en profundo silencio, oí que abrían las puertas de la prisión. Sobresaltéme todo y pensé al momento que vendrían ya a darme la muerte o a forzarme a que hiciese alguna cosa que temía más que la misma muerte. Llegóse a mí un hombre, que, según pude conocer, era el guardián de aquella cárcel, y me dijo:

-Hombre infeliz, imagina alguna traza para escaparte, porque tu muerte es ya tan cierta, como que tengo orden para no darte alimento alguno que sustente tu vida.

¡Válgame el cielo! ¿Y qué entendimiento por más agudo que sea, será capaz de encontrar términos que ciñan el furor de una   -260-   mujer enojada? Ella se desvela en buscar trazas para saciarle, ella se fatiga en sus designios para satisfacerle, ella se afana en inquirir industrias para sosegarle; y cuando ni sus industrias, ni sus designios, ni sus trazas son poderosas para lo que intenta, toma en sí misma la venganza y apaga con su propia sangre el furor que arde en su corazón, como lo veremos en mi enamorada Halima.

Apenas acabé de oír las razones que me dijo el carcelero, le respondí:

-Los piadosos cielos te recompensen el bien que me has traído con tu noticia, que, aunque funesta, no deja de alegrarme el alma, viendo ya tan cercano el fin de mis desventuras. Bien quisiera que se dilatase algún tanto, a lo menos hasta saber si está todavía en este mundo una hermana mía que idolatro, pero veo tan tomados por todas partes los caminos de saberlo, que no encuentro alguno que para ello sea de provecho.

-Ceder a la fortuna, cuando no hay   -261-   remedio alguno para contrastarla, es acertada prudencia, -me replicó el carcelero-; pero también es torpe necedad creer que la negligencia pueda abrir las puertas de la dicha. En los lances más apretados se debe sutilizar el ingenio, para que la industria los modere y suavice. Yo bien pudiera desaherrojarte [sic], pero no me atrevo, porque si lo hiciera no me quedaría más tiempo de vida que el que tardase en saberlo mi ama. Lo más que puedo hacer, y haré mucho, es darte una lima para que poco a poco vayas rompiendo esos hierros que te tienen preso, y una vez que te veas libre de ellos, podrás ingeniar algún modo de escaparte, aunque sea subiéndote a lo alto de esta torre y arrojándote al mar, que por aventurar una vida condenada a muerte por mayores peligros se puede atropellar. Si te pudiera dejar abiertas las puertas y fácil la salida, lo haría de buena gana, créeme, pero me es de todo punto imposible, a causa que Halima tie   -262-   ne en su poder las llaves de ellas y sólo me las deja para cumplir con mi cargo. Cuanto más que si ahora te las dejase patentes y despejadas, y al volverle las llaves a Halima le viniesen ganas de visitarte y no te encontrara, ¿qué sería de mí? Tú esconde esa lima en parte donde no la tenga mi ama de encontrarla, si acaso viene a requerirte, y donde tú la tengas de recobrarla cuando quieras libertarte.

Con esto que me dijo el carcelero se salió de la cárcel, dejó las puertas bien cerradas y yo me quedé lleno de mil tristes imaginaciones que todas venían a parar en mi muerte. No vino Halima en todo el siguiente día a hacer la pesquisa de la cárcel, a cuya razón le pasé yo pensativo además, y con ánimo de hacer aquella noche lo que me había dicho el carcelero. Llegóse la noche, esperé a que el sueño se entrase pro toda la casa, puse atentos oídos por si se oía alguno que pudiese escuchar   -263-   me, tomé la lima para poner en practica mi resolución, y al punto que la apliqué al hierro, llegaron a mis oídos unas voces que no podía entender claramente, pero ahogando el aliento en mi pecho y poniendo más cuidadosa atención, oí que de los que hablaban el uno le decía al otro:

-No sé con qué paciencia lo pueda llevar, porque en verdad la estimaba mucho; y pensaba que una vez que el gran señor la recibiese, tendría en recompensa todo lo que pudiera pedirle su deseo. Porque, en efecto, era prenda de mucha estima, y juntamente con las muchas perlas y costosísima pedrería de que la había aderezado, valía todo un mundo.

-¿Pues qué? ¿Qué ha sucedido? -preguntó otro, que a la manera no había escuchado toda la conversación.

-Que ha de suceder, -respondió el primero-, sino que el cadí tenía una hermosísima doncella que le regalaron unos corsarios que la robaron de un navío holandés, y   -264-   por ser de las más hermosas que ojos humanos han visto, a lo menos por estas partes, la envió la semana pasada por regalo al gran señor. Y aún no habría seis horas que se había hecho a la vela, les embistieron dos gruesísimas naves españolas, que destrozaron a los nuestros y les robaron cuanto llevaban en el navío. Pero de ninguna pérdida ha hecho más sentimiento el cadí que de la de Felisinda, que así creo se llamaba la doncella.

Apenas llegó a mis oídos el dulce nombre de Felisinda, cuando comencé a palparme todo el cuerpo y hace otras experiencias que me acreditasen que no estaba dormido, por parecerme que tanta ventura no era sino para soñada. Alegróseme el alma al saber que estaba en poder de españoles, por ser gente en que campea más la magnanimidad, la nobleza y el cortés comedimiento. Y, aunque no sabía en dónde sería su paradero, se esforza   -265-   ron mis esperanzas; y sacando fuerzas de mi flaqueza misma, resolví en mi interior el atropellar por la misma muerte hasta encontrar la inestimable prenda de mi hermana.

-¿Conque también Felisinda, -dijo a este tiempo doña Leonor-, estuvo cautiva en la misma ciudad que Lisandro? Fuerte cosa es el no haber sabido el uno del otro en tanto tiempo y estando tan cerca.

-No es muy fuerte, señora mía, -respondió Felisinda-, porque mi amo me tenía en tanta apretura que aun no sufría que tratase con los mismos domésticos, temeroso de que me solicitase el viento.

-El de mi fortuna, -prosiguió Lisandro, después de otras razones que mediaron-, parece que comenzó a soplar en mi favor, porque a poco rato que forcejaba con mi lima para romper las cadenas que me atraillaban, me vi libre de ellas. Levantéme en pie, corrí todos los   -266-   calabozos que estaban abiertos y desentrañé los más escondidos rincones de ellos; en uno de los cuales pude ver, con la escasa luz que por una pequeña reja enviaba la luna, digo que pude ver un barril de los más crecidos, y junto a él una gruesa cuerda de esparto, con lo cual se esforzaron mis esperanzas y se asomó el regocijo a mi corazón, viendo cuanto podía facilitarme la ejecución de mis designios.

Con el barril a la vista y con la cuerda en las manos estaba yo fabricando nuevas ideas, cuando me sobrevino de improviso un accidente que casi echó por tierra todo el edificio de mi contento. Sentí que abrían la puerta de la cárcel y, por entre unas rendijas que se hacían en la pared del calabozo donde estaba, barrunté que el que entraba por la puerta era Halima, que con una luz en la mano venía a la manera a hacer el registro que el carcelero   -267-   me había dicho. Quedéme absorto con tan desimaginada vista, desamparáronme los espíritus, desmayáronse mis alientos y me quedé como estatua inmoble, pensando que aquel sería el último punto de mi vida.

Entróse Halima en derechura al calabozo de donde me escapé dejando rotas mis cadenas, y cuando las vio desembarazadas y limpias, y junto a ellas la lima que lo fue de mis desdichas, se dio una terrible palmada en la frente, metióse la mano en la faldriquera, sacó un agudo cuchillo, y diciendo solamente: ¡Ah, traidor!, se le hincó en el pecho y cayó en el suelo sin vida, con tanto despecho suyo como gusto mío, viendo por cuán no imaginados rodeos quería el cielo librarme de aquel peligro que me amenazaba tan sin remedio.

Apenas hube visto lo cual, cuando, con más priesa de la que prometía mi turbación, me puse en la calle, que como el viento de mi   -268-   fortuna había comenzado ya a soplarme favorablemente, encontré abiertas todas las puertas y sin ningún estorbo que me impidiese la salida.

Puesto, pues, en la calle, como dije, me entré por aquellas tierras adelante sin saber qué rumbo tomaría para excusar el ser otra vez pillado de aquella gente. No daba paso sin que me amenazase un peligro, mirando en todos ellos mi muerte como cierta, cuya certidumbre llegó al más alto extremo que pueda discurrirse cuando me vi puesto entre unos montes habitados de hombres salvajes que, queriendo trocar su humanidad en fiereza, y todo su ser en el de irracionales y fieros brutos, infundían terror a toda gente. Allí sí que temí haber sido cruel despojo de aquellos bárbaros, pero le plugo a la infinita misericordia de Dios que saliese libre de entre ellos, obligado quizá de los muchos ruegos y promesas que le hice de lo más íntimo de mi corazón.

  -269-  

Pasado ya aquel peligro sin daño alguno, llegué al cabo de muchos días a la cumbre de un monte contra que las olas del mar batían desesperadamente. Extendí cuanto pude la vista por todas partes por ver si descubriría alguna que lo fuese para mi remedio, pero no pude ver ninguna en todo el distrito que alcanzaba la vista. A cuya causa, y porque ya la noche daba muestras de entrarse a todo andar, bajé a refugiarme en una quiebra que se formaba en aquel mismo monte, con ánimo de esperar allí que llegase otra vez el día y ver si me abriría algún camino para mi consuelo. Toda la noche pasé con aquel sobresalto que se deja discurrir, agazapado entre aquellas peñas, llena el alma de mil temores que la tenían en perpetuo desasosiego. De cierto no pasaba un instante en que no volviese los ojos hacia el orienté por ver si comenzaba a declararse la aurora, la cual me parecía que se   -270-   entretenía más cuanto más la deseaba, efectos propios de una cercana esperanza que hace parecer dilatados siglos los más cortos espacios de tiempo.

El de amanecer se llegó cuando volviéndome a subir a la cumbre del mismo monte divisé muy a lo lejos una como pequeña marañita que no podía distinguir si sería nube o alguna embarcación reducida a pequeña, a causa de la mucha distancia que mediaba. Sin embargo, se me regocijaron los espíritus y me estuve esperando a ver lo que daba de si aquel descubrimiento. Aún no habría dos horas que se había entrado el día, vi que era una poderosa nave que caminando viento en popa daba muestras de que había de pasar por frente del peñasco donde yo estaba, como en efecto lo hizo pasando tan a corta distancia que no impidió el que mis señas y gritos que esforzaba cuanto po   -271-   día llegasen a los oídos de los marineros que, movidos de la compasión que yo les debí causar, echaron la lancha o esquife al agua para socorrerme. Apenas vi lo cual cuando, sin tener sufrimiento de que llegase a donde yo estaba, me arrojé animosa y alegremente por entre la mitad de las aguas hasta topar con el esquife en que fui recibido con mucho agrado. Subiéronme al navío, recibióme amorosamente el comandante, hizo que me quitase los mojados vestidos, púseme estos soldadescos que me cubren, preguntáronme de mis sucesos y yo se los referí del mismo modo que los habéis oído.

Proseguimos el mismo rumbo que llevaba, que era de desembarcar en Cádiz, pero yo le dije que llevaba ánimo de aportar en Valencia, si había posibilidad para ello, porque allí quería dar principio a la busca de mi hermana. Prometióme el capitán que así lo haría, que puesto que la priesa que llevaba   -272-   no sufría que se detuviese un momento, sin embargo daría orden de que en el esquife me condujesen a la playa que tanto deseaba, cuya generosa resolución le agradecí con las mayores veras que pude.

En conclusión, al pasar por frente de esta ciudad, dio a sus marineros la orden que me había prometido. Salté en el esquife que, impelido de cuatro forzudos marineros, no tardó mucho en encallar en la arena. Puse los pies en ella, agradecíles tan singular beneficio, tomaron otra vez la vuelta del navío que habían dejado y yo me senté en un árbol de navío que había tendido sobre la arena. Asaltáronme al instante mil confusas cavilaciones, contemplándome en extrañas tierras, sin dinero alguno que pudiese sustentarme y sin despachos para la riguridad de mi persona, motivos todos que de repente me derribaron hasta el más profundo abismo de melancolía. Finalmente, por no entretener más la larga narración de mi historia, di   -273-   go que, estando de la suerte que os acabo de decir, vi movida una pendencia entre unos marineros, en medio de la cual me vi metido, sin que mi cuidado fuese parte para evitarlo y sin que fuese poderosa mi diligencia para librarme de una cuchillada que me dieron en la cabeza, que aunque de poca consideración no dejó de bañarme los vestidos de sangre que me salía de la herida. Azorado de tan no esperado golpe, puse en huir todo mi remedio, pero sólo fue para dar más presto en manos de la justicia que había salido ya en busca de los reñidores. Prendiéronme, pusiéronme en la cárcel, tomáronme declaración, dije la verdad, no fue creída, que como me veían extranjero vestido a la soldadesca, sin patentes que me abonasen y sin indicio que no me hiciese sospechoso, creyeron sin duda que yo era tránsfuga y con la añadidura de haberme visto huir bañado en sangre de en medio de la pendencia, no les quedó lugar de admitir   -274-   las disculpas que daba de la culpa que no tenía.

¿Cuántas veces permiten los cielos que se oprima a la inocencia para que entendamos cuán limitado es nuestro poder y para que veamos cuán inescrutables son sus juicios? ¿Qué mayor seguridad podía yo tener de mí mismo que mi inocencia propia? Y con todo, de allí a pocos días me vi citado y puesto en público suplicio a vista de infinita gente, esperando por instantes el en que pasasen mi pecho las balas y se me llevasen la vida. Pero el cielo, que aún no me tenía del todo olvidado, el piadoso cielo, que está siempre de parte de la inocencia, ordenó por vías a nosotros escondidas, que llegase en aquel terrible punto mi hermana y sucediese lo que habéis visto.

Ésta, señores, es mi historia, estos mis sucesos, si se os traslucen tales que me hagan digno de lástima, habedla de mí, y si no, haced lo que más fuere de vuestro agrado.

Suspensos y admirados quedaron   -275-   todos los que habían escuchado a Lisandro, especialmente lo quedó doña Leonor, que casi disgustada de que hubiese dado tan presto fin a su gustosa plática, dijo:

-Está bien; ya sabemos los rigurosos lances que han traído a Lisandro a éste tan agradable y gustoso en que está gozando de la compañía dulce de su hermana; sepamos ahora cuáles pasaron por ella misma, desde que se dividió de Lisandro hasta este mismo punto.

-A eso, señora mía, -respondió Felisinda-, daré satisfacción entera con decir...

Pero no pudo decir nada, porque la interceptó el habla un recio y mortal desmayo que le asaltó al conde, y bien digo mortal, porque a pesar y despecho de las diligencias que practicaron y de los remedios que le aplicaron, se le entró la muerte a tomar posesión de su vida, dejando a todos los circunstantes confusos y atónitos con tan improviso como lastimoso trance. Allí fue el suspirar el virrey, el gemir doña Leo   -276-   nor, el lamentarse todos, y el pasmarse nuestros peregrinos, los cuales viendo tanta confusión y alboroto en palacio, y dejando que el sosiego se entrase un poco por los corazones de todos, se llegaron a doña Leonor y le suplicaron que, puesto que en aquel suceso no podían ser de provecho, antes podrían causar embarazo, les diese licencia para marcharse, porque la priesa que de llegar a su patria les molestaba, no permitía que se les opusiese tanta ociosidad.

Bien quisiera doña Leonor que no marchasen tan presto, por la mucha afición que les había tomado, en especial a Felisinda, pero viendo alborotado el palacio y que el alboroto había de crecer por momentos, luego que la muerte del conde se divulgase por la ciudad, transportada toda en aquella confusión, sin reparar en nada, ni procurar saber de ellos más de lo que había oído, que era nonada para quedar informada de la calidad de   -277-   sus personas, les dio permiso para que siguiesen su destino, rogando a su marido les diese los despachos que no tenían para su seguridad.

No quisieron nuestros peregrinos entretenerse a ver los funerales del conde muerto, y así al otro día, después de haber dado los agradecimientos posibles a sus bienhechores, tomaron el camino de Zaragoza, que era el de lograr el fin de la peregrinación de doña Clara y de su hija Constanza.





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