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como fugitiva sombra se me escapaba de entre los brazos. Este fragmento parece adaptación fragmentaria de un conocido soneto de Quevedo:


«A fugitivas sombras doy abrazos;
en los sueños se cansa el alma mía;
paso a solas luchando noche y día
con un trasgo que traigo entre mis brazos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Empiézola a seguir, fáltanme bríos;
y como de alcanzarla tengo gana
hago correr tras ella el llanto en ríos».



Francisco de Quevedo, Poesía original completa, ed. José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1981, p. 379. La misma frase con ligeras variantes se encuentra también en El petimetre pedante: «iba a abrazarle, pero como fugitiva sombra se me huía de entre los brazos, y redoblaba mis tormentos», Novelas morales, op. cit., p. 34.



 

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Virgen del Pilar. La peregrinación a los centros religiosos, especialmente de carácter mariano, es un rasgo bastante frecuente en la narración de aventuras peregrinas. Recuérdese, por ejemplo, la importancia que adquiere el santuario de Guadalupe en el Persiles y el de Montserrat en El peregrino en su patria, aunque el protagonista de esta última novela visita también Guadalupe y el santuario de la Virgen del Pilar, que describe con grandes elogios: «Visitó lo primero, y con razón, aquel edificio en que cupo el Emperador del cielo, puesto sobre una coluna sola o pilar divino, que desde que vivía en el mundo su hermoso Dueño no pudo el largo tiempo (Sansón de los pirámides bárbaros de Menfis), derribar ni torcer de su milagroso fundamento y basa, más excelente sin labor que la romana y dórica arquitectura», Lope de Vega, El peregrino en su patria, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1973, p. 440. El viaje a este centro religioso adquiere gran importancia en la novela de Martínez Colomer, lo que hay que tomar como un reflejo de la realidad, puesto que el santuario ha sido siempre un célebre lugar de peregrinación, como puede documentarse en los más diversos lugares. Así encontramos una extensa referencia al mismo en un libro de viajes de principios del siglo XVIII: «La [iglesia] que está consagrada a Nuestra Señora del Pilar es célebre por los milagros que se atribuyen a la Virgen que reverencian bajo ese nombre. Tiene una hermosa capilla subterránea, bien abovedada y alumbrada por cantidad de lámparas de plata. Su estatua tenía entonces un traje muy rico guarnecido de una gran cantidad de pedrerías, la luz de cuyas lámparas redoblaba el brillo. Su vestido era de paño de plata, adornado de un bordado de perlas y otras piedras unidas debajo muy artísticamente, y una corona de oro extraordinariamente rica, guarnecida de diamantes, de zafiros, de esmeraldas, de topacios, con un collar de perlas de un agua bellísima, y brazales también de oro, con engarzados rubíes», Aubry de la Motraye (1674-1743), en Viajes por España, ed. José García Mercadal, Madrid, Alianza, 1972, pp. 224-225, o en soneto «A la célebre capilla de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza», de Moratín, incluido en una carta de 1787:


    «Estos, que levantó de mármol duro,
sacros altares, la ciudad famosa,
a quien del Ebro la corriente undosa
baña los campos y el soberbio muro,
   serán asombro, en el girar futuro
de los siglos; basílica dichosa,
donde el Señor en majestad reposa,
y el culto admite reverente y puro.
   Don que la fe dictó y erige eterno,
religiosa nación, a la divina Madre
que adora el simulacro santo.
   Por él, vencido el odio del Averno,
gloria inmortal el cielo la destina;
que tan alta piedad merece tanto»,



Leandro Fernández de Moratín, Epistolario, ed. Ricardo López Barroso, Madrid, CIAP, s.a., pp. 24-25. Este poema es aproximadamente de la misma época en que Martínez Colomer está componiendo su novela, hacia 1784.



 

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molle significa «muelle», «blando», y tiene aspecto de cultismo, del latín mollis, que daría origen, por simplificación, a mole, término algo más usual. Cfr. María Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1984, II, p. 440 a. Aparece en otros lugares de la obra: «una vida molle y regalada», capítulo IV del Libro II.



 

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vistosa variedad de montes. Parte del parlamento de Constanza se encuentra también, algo modificado, en El Valdemaro: «y esa vistosa variedad de montes que nos rodea, ¿no es capaz de hechizar al alma más grosera? Los unos, ¡qué soberbios se ostentan, qué altivos! Parece que, mal satisfechos de su esfera, quieran elevarse sobre la de las estrellas. Los otros, ¡qué humildes! Apenas se atreven a levantar su cabeza sobre la tierra, turbados quizá y embarazados del respeto y temor que les infunden los soberbios; pero ¡cuán contentos se hallan también de su fortuna! Nada envidian a los otros, antes se lastiman de su suerte, porque su elevación misma les hace el blanco de las tempestades más horrorosas.

Volved, pues, ahora la vista hacia ese inmenso mar que se descubre y veréis qué claro y apacible se manifiesta; parece que ninguna ola se atreve a levantar más que la otra, todas guardan uniformidad en sus movimientos y van llegando unas en pos de otras a besar blandamente la opuesta costa. Pero, ¡ah, si lo vierais cuando locamente se ensoberbece! Veríais entonces cómo brama furioso, cómo encrespa sus ondas, cómo se empeña en derribar los riscos más soberbios que se le oponen; mas ellos, siempre inalterables, desprecian sus ataques y se burlan de su loca y temeraria porfía», op. cit., pp. 59-60. En esta ocasión es el anciano el que se dirige a Valdemaro, añadiendo, al igual que Constanza, reflexiones sobre la fortuna. El profundo sentimiento de la naturaleza, que en esta obra se expresa normalmente por medio de los personajes de Constanza y de Lenio, pasa a convertirse en lugar común de la mayoría de los escritores prerrománticos, aunque hay que pensar que no siempre se trata de una convención literaria, sino más bien de una actitud psicológica frecuente entre los escritores, como se deja traslucir en ocasiones en sus epistolarios. Por ejemplo, Moratín en 1787, fecha no lejana a la de elaboración de Narciso y Filomela, escribe a Jovellanos y expresa parecido sentimiento al describir a su amigo la fuente de Valcluse, en el pueblo de Laura, la amada de Petrarca: «Ya navegable a corta distancia de su nacimiento, [el río] tuerce su curso por unas pequeñas vegas, en donde la verdura eterna que las cubre, la fragancia y frescura de plantas y flores, el canto de las aves, el viento que expira suavemente entre las hojas de los árboles, la tremenda soledad del bosque, y el rumor incesante de las aguas, que asorda el valle y retumba en la concavidad del monte, todo inspira una melancolía deliciosa, que se siente y no se puede explicar», Moratín, Epistolario, op. cit., p. 42.



 

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la voltaria condición de la fortuna. Cfr. nota 41 del Libro I.



 

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Mingo. El nombre del criado es característico de criados y graciosos en las obras del Siglo de Oro, convención que se respeta aún en esta narración, como otros muchos rasgos más que venimos señalando. En contraposición, los nombres de damas y galanes evocan nobleza o hidalguía (Constanza, Clara, don Fernando, etc.) o son simplemente literarios (Felisinda, Lenio, Narciso, Filomela, etc.). Vid. notas 28 y 29 del Libro I.



 

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Nace el hombre. El poema más importante de la obra, que trata de la fugacidad de la vida y la sorpresa del hombre ante la muerte, es un soneto de correcta construcción en torno a un tema moral, parecido a otros muchos del Barroco español. Quizá pueda relacionarse con los sonetos metafísicos de Quevedo, aunque no tanto en la expresión como en el sentido del texto; piénsese, por ejemplo, en el titulado «Signifícase la propia brevedad de la vida, sin pensar, y con padecer, salteada de la muerte», en cuyo título se encuentran contenidas las ideas que hemos visto en el de Martínez Colomer. Por otra parte, en La cuna y la sepultura y en otras obras ascéticas quevedianas, junto con muchas más del Barroco, se pueden encontrar ideas similares.



 

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ermitaño. La figura del ermitaño, del hombre retirado y desengañado del mundo, suele aparecer con cierta frecuencia en las narraciones de Martínez Colomer. Así ocurre en El Valdemaro con el viejo Alberto que, tras repartir su hacienda entre los pobres, se retira a una isla desierta en la que todas las cosas le traen recuerdo de la muerte, op. cit., pp. 133-134, o en el principio de La Narcisa, donde el caballero Eusebio y sus criados reciben albergue de un ermitaño penitente, Novelas morales, op. cit., p. 3; claro que esta novelita no es más que la versión suelta del episodio de Peregrina que se inicia ahora en Narciso y Filomela. Además los ermitaños son figuras literarias que aparecen también en la narrativa barroca, cfr. Beatriz Chenot, «Presencia de ermitaños en algunas novelas del Siglo de Oro», Bulletin Hispanique, LXXXII, 1980, pp. 59-80.



 

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molle. Cfr. nota 62 de Libro I.



 

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desdichada hija. La historia de Peregrina aparece al principio de la colección de las Novelas morales, de Martínez, con el nombre de La Narcisa, en alusión clara al título de su primera obra. Sólo se han modificado algunos elementos no esenciales de la misma. Como ya se ha señalado, el marco presenta a un caballero, Eusebio, al que da albergue un ermitaño al mismo tiempo que le cuenta su historia. Mientras procede a la narración de sus sucesos se descubre como mujer y cuando Eusebio la interrumpe inquiriendo este hecho, la joven dice: «Mujer soy, mi nombre Narcisa», op. cit., p. 9. Señalaremos algunos fragmentos, en notas sucesivas, para poner de manifiesto que, en ocasiones, La Narcisa es una mera copia del relato de Peregrina, en tanto que, a veces, el autor suele modificar algunos rasgos de estilo.



 
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