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Los últimos ritos

Carlos Franz





«I hope there is a hell for the good».


Eugene O´Neill, Mourning becomes Electra.                


Los tres hombres subían en fila india, en la oscuridad. Habían dejado el todoterreno donde el lecho seco y arenoso del río los entrampó. Desde allí -desde hacía una eternidad- trepaban en zigzag la quebrada. Medio kilómetro, quizás un kilómetro, todo hacia arriba. El cura Ramiro Valdés iba en el medio, guiado por la fosforescencia de las piernas del aymará, enfundadas en esos pantalones de gimnasia de seda sintética (cuyo roce era como el susurrar de las viejas beatas, orando en la penumbra de su capilla, al anochecer). El cura llevaba puesta una chaqueta gruesa, sobre la sotana. Aun así, y con todo el ejercicio de trepar, le costaba reprimir el castañeteo de sus dientes. Calculándolo sólo por el frío, pensó Valdés, debían estar ya a unos cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Pero decir «mar» era una ironía, aludiendo a las estepas desérticas, a la llanura de los salares, desde donde habían subido. Debían haber viajado unos cincuenta kilómetros atravesando esas pampas en dirección a la cordillera, trepando luego, vertiginosamente, por sus estribaciones, alejándose y elevándose sobre el oasis de la ciudad santuario de Pampa Hundida, donde lo habían ido a buscar unas cinco horas -¿o cinco noches?- antes.

Los dos hombres se habían presentado cerca de la medianoche, en la puerta de la casa parroquial, con la historia de un enfermo, muy grave, al que era imperativo darle los últimos ritos. Uno era un indígena robusto, morado y silencioso, como los de su raza. Llevaba esos pantalones de gimnasta de tela sintética, color vino tinto, que acentuaban el púrpura de su piel. Y por arriba una guerrera de camuflaje, en cuya pechera lucía una colección de insignias, medallas religiosas, escuditos. Después el cura oiría que lo llamaban «el Cara de Hombre». El otro era un tipo movedizo, alto y locuaz, con una rara habilidad para no contestar lo que le preguntaban. Tendría casi cincuenta años, el escaso pelo negro en las raíces y amarillento en las puntas, y un rubor artificial en las mejillas flácidas que hacía pensar en un comediante jubilado. Rubén, le dijo que se llamaba, y que le explicaría más por el camino. Valdés se había puesto la sotana (daba testimonio, según él, usándola en el desierto y en el siglo XXI). Luego preparó los óleos y abordó el jeep todoterreno, aun antes de saber exactamente por qué lo hacía.

El cura se detuvo en la ladera, completamente sin aliento. Sentía los pulmones como dos piedras porosas, volcánicas, incapaces de dar aire. Inhalaba e inhalaba sin lograr dilatarlos. Volvió a odiar su cuerpo débil, que había tratado de disciplinar en sus treinta y tres años de vida, infructuosamente. Y que ahora volvía a fallarle, en esta ascensión. Rubén llegó a su lado y le palmeó la espalda doblada, riéndose:

-¿Le vino el mal de altura, padrecito? Ya vamos a llegar. No se me pare que es peor -y, aunque se reía, había una orden en la voz de falsete.

El mal de altura... El sacerdote intentó moverse. Pero el dolor en los pulmones se amplió hacia sus oídos, con un zumbido. El hombre locuaz le gritó a su compañero, que los antecedía en el cerro:

-¡Cara de Hombre! Para, que al cura lo agarró el soroche.

Torciendo el cuello, el sacerdote logró ver la silueta del aymará que se devolvía, bajando hacia ellos, saltando por las peñas casi verticales de esa ladera, con su colección de medallitas tintineado, cayendo hacia él desde el cielo donde una claridad radiactiva, de azul cobalto, anunciaba el inminente amanecer. Cuando llegó a su lado, sin preguntarle nada, el indio lo tomó en brazos, como a una novia en su noche de bodas, y echándoselo contra el pecho volvió a trepar la ladera.

No era cosa de intentar escapar. Descender sería fácil, siempre lo era. Pero luego, ¿en qué dirección correr? Allá abajo, en un desfiladero iluminado por los faros del todoterreno, Valdés creía haber reconocido los alerones rocosos de unos petroglifos que alguna vez había explorado, en una remota excursión a caballo. Pero esas montañas estaban llenas de cuevas y alerones similares, pintados o esculpidos. Y además, eso fue varios kilómetros antes. Varios kilómetros más abajo que eran como muchos años antes, en esas laderas estratificadas por capas geológicas que habían ascendido desde el mar original cuando éste todavía no se evaporaba. Acunado en brazos del indio, el sacerdote creyó ver al pasar -o acaso lo sintió, con las retinas- la gran espiral de un crustáceo gigantesco petrificado en una roca. De modo que -pensó- subir hacia esas alturas era como devolverse hacia un pasado inconmensurable. Hacia una región de fósiles tan antiguos que acaso pertenecían a animales contemporáneos a la creación, aquellos que le habían visto el rostro a Dios. Quizá por eso, caviló el cura, le dolía tanto la cabeza, y los oídos le zumbaban, y hasta sus pensamientos se extraviaban en un laberinto de cañadas y volvían con un eco de cosas pretéritas y olvidadas. «Padre nuestro», iba rezando, en brazos del Cara de Hombre. Y el eco en su cabeza retornaba por los desfiladeros de su mente, como la voz de alguien muy anterior y muy alto que le preguntaba: ¿adónde vas?

-¿Adónde me llevas? -le preguntó el cura al hombre que lo llevaba en brazos.

Pero el aymará no le respondió y siguió trepando, sin esfuerzo aparente.

-No es necesario que me despisten. Ya les prometí que voy a olvidar su refugio.

-No lo estamos despistando, padrecito -le contestó Rubén, desde atrás-. Es sólo que vivimos tan, pero tan, lejos.

Valdés lo vio sobrepasarlos, trepar unos metros, a la carrera, hacia la vaga claridad de más arriba; el arma negra que llevaba en la mano, reluciendo.

Cuando lo alcanzaron, Rubén estaba sentado junto a los restos de un pequeño vivaque, revolviendo las cenizas frías.

-¿Se mandó cambiar el centinela? -le preguntó el aymará, con el cura en brazos.

-Todavía no se muere el cabro, y ya lo están abandonando.

El indio depositó al cura en el suelo. Valdés vaciló, dio un traspié, giró. Y de pronto, la perspectiva del abismo a sus pies lo detuvo en seco. Habían llegado a un amplio risco, casi en la cumbre de la ladera. La noche yacía empozada en el inmenso valle desértico, mientras el sol despuntaba por encima de sus cabezas. Una docena de rayos macizos y dorados alanceaban ese mar de oscuridad -que inundaba los salares y las llanuras y las pampas infinitas-, para ir a hincarse en las casi invisibles estribaciones de la cordillera de Domeyko, al otro lado.

*  *  *

La entrada de la mina era poco más que una madriguera de animales en el vértice interno de esa mesetilla triangular, cuya base caía a pico sobre la ladera. De su boca, cubierta con una cortina de sacos, emanaba un olor dulzón, turbio, casi visible. Un olor a sexo, pensó el cura, a sexo sucio. Pasando al interior sufrió otro mareo, tuvo que sujetarse contra la pared de roca viva.

Rubén vino en su auxilio y lo ayudó asentarse sobre una caja de madera. Luego se encuclilló frente a él, observándolo:

-¿Ya? ¿Ya pasó?

El cura asintió con la cabeza, haciendo un esfuerzo por enderezarse.

-Es el mal de altura. Es que subimos muy rápido. Y usted no está acostumbrado a venir tan alto, ¿cierto que no?

Valdés negó. Y al mismo tiempo pensó que era exacto, que había pasado su corta vida de sacerdote joven intentando sobresalir lo menos posible, permanecer al ras de la tierra, confundido entre su rebaño. Eran los demás los que esperaban de él una familiaridad con las alturas que estaba lejos de poseer, o desear, siquiera. Al contrario, le temía a subir. El temor a Dios era su vida.

-¿Dónde está el enfermo? -preguntó el cura Valdés-. No perdamos tiempo. No me siento bien.

Pero Rubén no le contestó. En cambio, tomando una lámpara de petróleo, se perdió en el interior oscuro de la mina.

El cura quedó a solas con su mareo, con su corazón que bombeaba infructuosamente, buscando una sangre escasa, con el reflujo en sus oídos, ahí donde algo tumultuoso oraba una plegaria incomprensible. Una multitud quizás, perdida o escondida entre esos túneles labrados en la «roca viva».

El Cara de Hombre liaba otro cigarrillo, sentado a una mesa de tablones. Escarbaba un gran envoltorio de papel de diarios, separando las hojas de las semillas. Luego abrió un saquito de plástico, espolvoreó un polvillo blanco sobre las hojas molidas y enrolló el cigarro. Valdés lo observaba, tan involuntariamente que era como si su mal de las alturas observara por él. El Cara de Hombre lo advirtió y se le acercó con el cigarrillo en la mano:

-Es nevado del mejor, boliviano. Bueno para el soroche. Te lo cambio por tu crucecita. ¿Qué me dices?

Enarbolaba el tosco y grueso cigarro, y con él golpeó la crucecita de plata maciza en la solapa del cura. Valdés casi podía ver el sitio vacante en el pecho de la guerrera de camuflaje, entre la colección de insignias, chapitas y escuditos, donde pondría su cruz.

-No fumo -le contestó.

El aymará lo miró con deliberada lentitud, recorriendo el cuerpo de Valdés hasta la punta de los zapatones negros, entierrados, que asomaban por debajo del ruedo de la sotana. Valdés oía a alguien que acezaba, un silbido asmático, en la oscuridad.

-El único remedio para el mal de altura es volar más alto, curita -le insistió, sonriéndole, descubriendo unos dientes largos y perfectos entre los gruesos labios color de cobre.

De pronto, el cura intuyó por qué lo llamaban de ese modo: Cara de Hombre. Era un rostro donde hasta los rasgos más blandos -como los labios- parecían haber sido cortados con una tijera para metales. Y al mismo tiempo supo que era el silbido del miedo en sus propios pulmones, lo que oía.

-¿Te doy asco? -le preguntó el otro, acercándose más-. ¿Te da asco chupar de mi pucho?

-Déjalo en paz -intervino Rubén.

Volvía de un recodo del túnel, del interior de la mina. Se había cambiado la parka azul por una bata de colores chillones, y se paró frente a él, indeciso:

-¿Se siente mejor, padrecito?

El cura negó con la cabeza. Pero Rubén no consideró su respuesta. Y agregó:

-Tuve que ir a asegurarme de que quedaba alguien, vivo.

Quizás intentaba bromear, para aliviarlo. Pero el cura Valdés percibió en esa voz ronca, gastada por el falsete, una melancolía mal tapada, como el rubor artificial que no podía esconder la palidez de sus mejillas demacradas.

-¿Dónde está el enfermo? -volvió a preguntar Valdés.

-Lo están preparando, lavando y vistiendo -le contestó Rubén-. Hay que esperar.

El cura iba a protestar que no era necesario todo eso para administrarle la extremaunción a un enfermo. Pero se detuvo al notar que por primera vez el otro contestaba directamente a sus preguntas.

Rubén se le acercó, murmurando para que no lo oyera el Cara de Hombre:

-Mientras tanto, padrecito, usted me podría ayudar en algo -y agregó-: No tengo a nadie más...

Quizás fue el rubor natural, que se intuía bajo el maquillaje, o el deseo de alejarse del Cara de Hombre, o ese «no tengo a nadie más» (porque en el seminario le habían enseñado que él debía estar allí donde no había nadie más). Como fuera, el cura se incorporó trabajosamente de la caja de madera, sintiendo que la cabeza le daba vueltas con el esfuerzo, y fue tras Rubén, y su lámpara, hacia el interior de la mina.

Al doblar el recodo del túnel, Valdés reparó en una caverna lateral, con una fachada de tablas. La cortina de arpillera en el umbral estaba recogida y el cura pudo ver vagamente, acostado en un camastro, el cuerpo desnudo de un hombre joven, muy delgado, un muchacho apenas. Su piel tenía el color amarillento de los cirios en su capilla, o quizás era el brillo malsano del chonchón a parafina que oscilaba colgado sobre la cama. Doblada sobre ese cuerpo, una indígena de grandes caderas, trenzas y sombrero en forma de hongo, al modo de las aymarás, hacía algo con el cuerpo, a la altura del bajo vientre. Lo lavaba, o frotaba, o quizás -pensó el cura, absurdamente- le cambiaba unos pañales. Valdés pensó en entrar y en administrarle los últimos sacramentos que le pedían, y abandonar esa pesadilla de una vez. Pero entonces una vaharada de ese olor dulzón y espeso, que había sentido emanar de la mina, lo alcanzó de lleno. Ahora no parecía olor a sexo sucio, como había creído al llegar. Sino algo peor: un sexo podrido. Tuvo que llevarse la mano a la nariz.

Rubén lo apuró, tomándolo del codo.

-El cabro no está listo todavía. Le están cambiando las vendas. Venga, padre.

Valdés intentó desasirse, e ir hacia ese «cabro». Pero Rubén lo tenía firmemente tomado. El cura supo que no podría contra él y contra el mal de altura, y contra ese olor, al mismo tiempo.

Llevándolo por el codo, Rubén lo condujo hasta otra caverna. Por alguna razón esta parte del túnel no olía. Acaso era el chiflón de viento que soplaba desde las profundidades de la «roca viva». Un viento helado que venía del corazón de la montaña, como si fuera mentira que allí abajo existiera ese magma ígneo del que hablan los geólogos. El cuarto de Rubén había sido forrado a medias con tablas y periódicos. Otra lámpara a petróleo iluminaba la habitación; pero ésta cubierta con una pantalla de tela floreada. Había muchas fotos de cantantes, clavadas con chinchetas en cada espacio disponible. En el muro del fondo, suspendidos de clavos de una cuarta hincados en las tablas, colgaba una docena de vestidos de mujer.

Rubén lo invitó a sentarse sobre un diván cama. El cura buscó un espacio entre los animales de peluche que atestaban el diván. Perros, osos y conejos de colores inverosímiles. Algunos aun ensacados en sus fundas plásticas. Algo ladró o maulló cuando se reclinó, pero estaba demasiado mareado, de nuevo, para incorporarse.

Rubén corrió la cortina que separaba el ambiente en dos y se escondió tras ella, con un coqueto:

-Me disculpa un momentito, padre.

El cura se quedó a solas, jadeando y oyendo el sonido de su corazón. Un corazón que buscaba sangre extra en su cuerpo y no la encontraba y volvía a murmurar algo en sus tímpanos. Para no oírlo, le preguntó a Rubén:

-¿Qué le pasó al muchacho ése?

-Una herida mala -le contestó el otro desde atrás-. Tiene la pelvis machacada.

-Llévenlo a un médico.

-Ya trajimos al doctor Montañé. Usted lo debe conocer. Dijo que si conseguíamos bajarlo vivo tenía una posibilidad de sobrevivir. Pero el cabro no quiso, no puede ir a un hospital. Aunque lo curaran, estaría condenado igual. Tiene muchos enemigos allá abajo, padre.

-¿Y ese olor? -se aventuró a preguntar Valdés.

Hubo un silencio detrás de la cortina. Luego Rubén le contestó con otra voz, más aflautada todavía; donde sin embargo el falsete parecía real, por un instante:

-¿Sabe lo que puede hacer la bala de un rifle de asalto, un M 16, en las bolas?

Hubo un largo silencio, que se sentó en la cama, junto al cura, como si el propio mal de altura hubiera comparecido y lo reconociera.

Unos minutos después -pero el cura no habría podido decir cuántos- la cortina se descorrió. Rubén salió y se acercó hasta el pie del diván. Llevaba un sombrero alón, zapatos con tacos de aguja y un traje de mujer acampanado, todo en el mismo color prudente: un verde melón, aguado. Los delgados antebrazos cubiertos por guantes de manga larga y hasta el escote recatado, tapando el pecho huesudo, sin rellenos de ningún tipo, producían un efecto elegante y al mismo tiempo discreto, modesto. El cura se sorprendió considerando que el conjunto le sentaba bien. Y se preguntó si esta nueva naturalidad suya ante lo insólito no sería, también, parte del mal de altura que lo afectaba.

-¿Cómo me queda?

-No sé de estas cosas... -empezó a jadear Valdés.

El otro no le dio tiempo a excusarse. Corrió a descolgar de la pared otro vestido de un color encarnado, cercano al melocotón, y se lo puso por encima, aun colgado de la percha.

-¿O me quedará mejor éste, padrecito?

-No sé -insistió el cura, desviando la vista.

Pero al hacerlo se encontró con el arsenal de tinturas y cosméticos sobre el incongruente tocador de estilo rococó. Y pensó -o el mal pensó por él- que esos vestidos merecían una capa nueva de maquillaje sobre el rostro de Rubén, que cubriera las partes donde se le había corrido el anterior, mientras duró ese silencio, tras la cortina.

-Qué le cuesta, padrecito -le pedía Rubén ahora, sentándose a su lado en el diván, entre los animales de peluche-. Usted habrá celebrado muchos matrimonios, habrá visto a muchas mujeres elegantes. Qué le cuesta decirme cuál me queda mejor. ¿Acá, a quién voy a preguntarle, dígame? ¿Al Cara de Hombre?

El cura observó la punta del zapato de satín verdoso, agitada por la ansiedad de su respuesta. Y probó a abstraerse, rezando. Intentó una oración sencilla. Pero el corazón bombeaba en sus oídos otras cosas, palabras soeces dichas del revés de modo que sonaran suaves y frías, como el chiflón helado que subía por el tiro de la mina abandonada.

Rubén había bajado la cabeza; el ala del sombrero le ocultaba el rostro. El cura temió que estuviera llorando de nuevo. Y sobre todo, temió a lo que debería hacer en ese caso. ¿Cómo, o de qué, debería consolarlo? ¿Cuál vestido terminaría por preferir si el otro lloraba delante de él?

Por fin, Rubén se sacó el sombrero alón, se levantó, y fue lentamente hasta el umbral de la cabina, indicándole la salida.

-Vaya usted, el cabro ya debe estar listo.

-Éste le queda bien -quiso decirle Valdés, tardíamente.

Pero el otro no lo dejó seguir.

-No se preocupe. Voy a maquillarme. Cuando me maquillo, me creo cualquier cosa.

El cura desanduvo el túnel hasta el recodo donde había visto la primera habitación. La cortina de arpillera estaba echada. La luz de la lámpara, muy baja, traslucía apenas el cuerpo del muchacho tendido en el camastro. Valdés apartó la cortina. En el interior la hediondez había cedido un poco, o más bien se había enmascarado tras alguna fragancia pujante; menta, quizás. El cura se acercó. Sobre el cajón que hacía de velador había una jeringa, una ampolla rota y una huincha de goma. Tanteando, Valdés giró la perilla de la lámpara de petróleo para iluminar mejor el cuerpo en el hueco del camastro. La india había vestido al muchacho con un traje fino, de alpaca sedosa, plateada, que relucía como una armadura de aluminio. Bajo los pantalones, un poco acampanados, asomaban unas botas tejanas, puntiagudas y escamosas, de piel de víbora. Al rostro macilento y afilado sólo lo afeaban unas cuantas pústulas y costras de acné. Había algo indecoroso, sintió Valdés, en morir con ese rostro adolescente. Y al mismo tiempo se dijo que parecía un joven guerrero caído, como esas estatuas yacientes de caballeros medievales puestos a pudrir en el osario, con su armadura. Y hasta el olor era plausible. Se preguntó si habría llegado demasiado tarde. Se apresuró a sacarse del bolsillo la redoma con los óleos, a desdoblar y ponerse la estola. La besó en la punta. Ya iba a iniciar la oración cuando el muchacho abrió los ojos. Esos ojos de un color verdoso que tiraba al gris, glaucos. El cura sintió que volvía a acezar. Su corazón, que buscaba sangre sin encontrarla, bombeó hasta sus oídos las palabras del muchacho:

-Padrecito -le dijo, y estiró la mano hacia él, tomándosela antes de que Valdés pudiera retirarla-. No hace falta eso. No lo traje para eso.

El cura sintió un nuevo mareo. Tuvo que hacer un esfuerzo, aferrándose al rito para no caerse sobre el camastro:

-¿Tienes algo de qué confesarte, hijo? -le preguntó.

Pero en cuanto lo dijo intuyó que sonaba absurdo, que era él, acaso, quien debería confesarse. Y dejarse absolver por esos ojos glaucos, clavados en los suyos:

-¿No se acuerda de mí, padre? Soy Román. Romancito.

El mal, el mal de altura, el chiflón que venía de las profundidades, donde hasta el corazón ígneo de la tierra se había congelado, como su propio corazón. La mano del muchacho tiraba de él con una fuerza insólita, hacia abajo. Hasta que el cura tuvo que arrodillarse junto a la cama y acercar su cabeza a la cabeza afilada y yaciente, marcada por el acné. La voz multitudinaria que zumbaba en sus tímpanos, embravecida, lo animaba: arrodillarse ante el herido, el doliente, y pedirle -no darle- su bendición. Y al mismo tiempo, desde muy lejos y al oído, la voz real del muchacho le insistía.

-Romancito, padre. Acuérdese de Romancito.

Y enseguida lo besó. Lo besó en la boca. Como si esa fuera la forma más segura de hacerlo recordar. Y el cura Valdés olió en esos labios entreabiertos que acababan de besar los suyos, el hedor que emergía de allí, que venía directamente del bajo vientre, de la pelvis machacada. El olor espeso y dulzón, que no era de sexo sucio o podrido. Sino el de su propia memoria.

Valdés tuvo que salir corriendo, empujado por las arcadas, enredándose en la cortina de arpilleras -que por un momento lo envolvieron como un sudario-, buscando aire, aire, como su corazón que buscaba sangre, hasta que logró encontrar la boca de la mina, y corrió hasta el borde del risco, y vomitó por fin, de bruces sobre el abismo.

*  *  *

Y ahora estaba tendido al sol, echado contra esa roca que alguien había cubierto con una manta, al borde del risco. Abstraído, contemplaba el despeñadero que se abría a sus pies, mientras el viento chicoteaba con los faldones de su sotana (que se agitaban como las alas de un ave negra, carroñera, cernida sobre el abismo). A lo lejos y muy abajo, las llanuras de sal espejeaban con el sol de la mañana. Desde esas alturas podían descubrirse los ríos subterráneos del desierto que a trechos se transparentaban, verdes como venas bajo la costra de caliche. Y las mareas sucesivas, concéntricas, del mar que había ido retirándose millones de años antes, hasta evaporarse del todo. Y dejar sólo ese lecho de arenas y cuarzos que reverberaba en su ausencia.

Un rato antes, luego de que vomitara, el Cara de Hombre había aparecido en el lugar donde se desplomó. Le había puesto en la boca la colilla retorcida de su nevado, encendido. «Chupa, curita, esto te hará bien». Y al mismo tiempo le había quitado, casi con dulzura, la crucecilla de plata maciza que llevaba en la solapa. Valdés olió un aroma a plantas verdes quemándose, más ácido, pero no tan diferente al de los incensarios en su capilla. No podía ser peor que su mal de altura, alcanzó a pensar, antes de inhalar a fondo.

Luego, el propio Cara de Hombre lo había acomodado contra la base de esa mesa improvisada sobre una roca, cubierta por una manta acuñada con piedras y adornada con unos tarros pintados, y se había sentado un poco más allá. Desde su posición, el cura percibía de cuando en cuando los destellos del cuchillo corvo que el otro afilaba sobre una piedra. Le arrancaba un chillido de cerdo en la matanza, y luego se lo pasaba por la entrepierna, para abrillantarlo antes de mirarse en la hoja.

Encumbrándose en el nevado, acezando y tosiendo, el cura Ramiro Valdés había llegado hasta lo más alto de su mal de altura. Y luego, efectivamente, como le había prometido el Cara de Hombre, comenzó a descender suavemente, planeando, girando de regreso a sí mismo, dando vueltas concéntricas. Similar, sí, a alguna especie de pájaro carroñero (las alas negras de su sotana extendida sobre el abismo) dejándose llevar por las corrientes cálidas que subían desde las cañadas, cada vez más abajo. Hacia los huertos del oasis en la hendidura fértil que le da su nombre a Pampa Hundida, hacia la casa de sus padres, hacia el adolescente desgarbado y tímido que jugaba con aquellos niños mucho más chicos, hijos de las empleadas, en los patios traseros. El cura se vio a sí mismo, de dieciséis o diecisiete años, en su segunda salida del seminario, en el huerto de la gran casa familiar. Y vio al niño patipelado con esos extraños ojos verdosos y jaspeados de gris, glaucos, que lo miraba desde abajo del entramado de sombras de la parra, bajo los racimos de uvas negras que colgaban turgentes, mórbidos, y le decía como ahora, «Padrecito». Y él le había dicho «no soy padre todavía», o algo así, algo tan torpe como eso. Y luego lo tomó de la mano y el niño se arrimó a él, le hundió el morro en el vientre, se dejó acariciar la cabeza, tembloroso, con algo parecido al placer de un animalillo salvaje al que nunca hubieran acariciado... Y después fueron al cobertizo de la leña, al fondo del huerto, al fondo de ese olor que entonces no era a sexo sucio, ni podrido. Fueron allí todo ese verano, que pareció tan largo como una vida feliz, en esa zona donde siempre es y será verano. Valdés tenía apenas dieciséis o diecisiete años, y al finalizar las vacaciones retornó al seminario, para siempre. A la confesión y a la penitencia, para siempre. Al voto de «dominar su carne», para siempre. A las noches de rodillas, al cilicio en el muslo, al flagelo enrojecido que debía lavar en las mañanas..., para siempre. A los sueños (¿se puede culpar a los sueños?) donde -para siempre- iba hacia el patio del fondo, se acercaba al niño harapiento de los ojos glaucos. «Romancito», le decía, y el otro corría hacia él, hundía su cabeza en su vientre y se dejaba rascar las crenchas de pelo duro. Y luego, tomados de la mano, entraban hasta el centro de ese olor dulzón y turbio, que todavía no parecía sucio o podrido... Para siempre.

El cura levantó la mano y, ceremoniosamente, sosteniendo aún la colilla del nevado entre sus dedos, bendijo el paisaje inconmensurable que yacía en el abismo. Bendijo el paisaje desértico de su vida, sobre la cual él se había cernido como un ave negra, desde siempre.

De pronto, unas manos lo remecían, lo instaban a levantarse. Era la india robusta con su sombrero en forma de hongo. La que había vestido al muchacho y que ahora lo obligaba a él a incorporarse. Al hacerlo, el cura quedó de pie tras la roca ataviada con esa manta bajo la cual había estado yaciendo. Y sólo entonces comprendió lo que era, lo que pretendía ser (como su pretendido amor a Dios en las llanuras de sal). Desde la boca de la mina, acercándose al par de sillas dispuestas frente al altar, salía Rubén con un ramo de flores en las manos enguantadas. Finalmente se había decidido por el vestido de color verde melón. A su lado, en brazos del Cara de Hombre (como antes había llegado Valdés), venía «el cabro» Román. Su cuerpo lacio brillaba, enfundado en el traje de alpaca sedosa, reluciente como una armadura (como la armadura de un caballero caído o de un ángel exterminador).

Valdés sonrió y les abrió los brazos; pero era el nevado, claro, llevándolo de nuevo a las cumbres de su mal de altura, el que sonreía y abría los brazos por él. Por fin creía entender. Aunque él estuviera más allá de toda redención, era el hombre justo para celebrar estos ritos. Su bendición podía no tener valor alguno en el mundo de allá abajo. Ni ante Dios, tan lejano y remoto ahora como los oasis de las ciudades en la llanura. Pero tenía un valor aquí arriba, en el escaso oxígeno -escaso como el amor en el mundo- que apenas alcanzaba para espesar la sangre que su corazón buscaba y no encontraba. Consultó el zumbido en sus oídos: ¿recordaría esa multitud interior las palabras de estos ritos?

«Estamos hoy aquí ante Dios para unir...».

Una imprevista paz lo ganó de pronto, al comprobar que las recordaba. Sí, desde aquí podría impartir esa bendición. Una bendición que, acaso por primera vez en su vida, le permitiría amar ese hedor de abajo, el hedor del muchacho moribundo que lo había besado, el hedor del amor.

Valdés se tambaleó un poco tras el altar improvisado, pero alcanzó a sujetarse y le sonrió al Cara de Hombre, tranquilizándolo: no se caería, aún no. Éste había vuelto a sentarse al borde del abismo, a un costado de la ceremonia, sobre su piedra. Y nuevamente afilaba el corvo contra ella (arrancándole ese chillido de cerdo agonizante). Luego, lo abrillantaba en su entrepierna y se miraba en la hoja reluciente del cuchillo. Listo, también él, para sus últimos ritos.





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