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Los viajes de Rubén Darío por Hispanoamérica

Luis Sáinz de Medrano Arce



«Marcopoliza usted un poco y bemandomagallaniza otro poco...»


(Ricardo Jaimes Freyre.)                



«Por atavismo griego o por fenicia influencia,
siempre he sentido en mi ansia de navegar.»


(Rubén Dario.)                






«No os haré la clasificación de Sterne; pero para un hombre de arte, en todo viaje, hay algo de "sentimental".» Estas palabras que pertenecen al primer capítulo, «En el mar», de España contemporánea1 son muy definitorias de lo que para Darío significaron los continuos desplazamientos que hubo en su vida. A ninguno de sus lectores se le oculta, sin embargo, que este principio fundamental fue acompañado de inquietudes que frecuentemente alteraron la pureza del esquema «sentimental» en el que encajaban bien las comunes motivaciones modernistas: ansia de penetrar en el mundo, anhelo de ir siempre más lejos en busca de lo diferente.

Indudablemente a Darío, para poder ser un viajero «sentimental» sin fisuras le faltó la estabilidad de un punto de referencia básico como lugar de retorno. Amó mucho a su patria, pero supo que su destino no estaba en ella. No fue, no pudo ser, como Neruda, un «viajero inmóvil»2 anclado en un perdido paraíso. En la última etapa de su vida, desairado por Estrada Cabrera en Guatemala, calificó con palabras duras («bajalatos africanos»)3 a los países de Centroamérica. En cuanto al París que tanto le dio y tanto lo deslumbró, llegó a definirlo como «enemigo / terrible, centro de la neurosis, ombligo / de la locura, foco de todo surmenage» en la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugoneso4. Nunca llegó a ser un auténtico «boulevardier» como su amigo Gómez Carrillo, quien, hasta para hablar de «La amargura del regreso»5 a la Ciudad-luz lo hacía como un parisino. Hay que decirlo, el poeta que en la misma misiva declara encerrar dentro de él a «un griego antiguo» (p. 752), el epicúreo incapaz de ahorrar «ni en seda, ni en champaña ni en flores» (p. 749), el que quiso escapar del tiempo en que le tocó nacer refugiándose en el imperio del arte, «este vate que trató de hacer de la poesía el último bastión de una concepción "sublime" y armoniosa que irremediablemente sucumbía en el vértice de un mundo cada vez más desacralizado»6, llevaba también dentro de él, muy a su pesar, a un hombre con escasos asideros en lo cotidiano. Cierto que, aunque a veces los echó de menos, conoció con holgura y complacencia los honores; incluso en ocasiones diríamos que tuvo que soportar resignadamente, como su don Quijote, «elogios, memorias, discursos» (Cantos de vida y esperanza -CVE-, PC; II, p. 685.), pero estos reconocimientos morales no le proporcionaron nunca una situación material verdaderamente estable. Los mortificantes «cuidados pequeños» (CVE, p. 656) que le asediaron le impidieron llegar a poseer un territorio físico propio, un lugar sólido para el retorno. De todo esto surge lo que acertadamente llamó Pedro Salinas el «nomadismo»7 de Rubén.

Los límites de nuestro trabajo nos alejan de las reflexiones suscitadas por los itinerarios no hispanoamericanos de Darío, aunque forzosamente habremos de hacer alusión a ellos. Ahora bien, sus recorridos por los territorios americanos de lengua española tuvieron una especificidad tan densa que por sí solos constituyen un apartado fundamental en la vida y la obra del gran nicaragüense, quien, para empezar, fue que el que más distancias recorrió por su continente entre los grandes viajeros intelectuales hispanoamericanos desde el tiempo de las grandes navegaciones.

Entre los diferentes tipos de viajeros que el mencionado Laurence Sterne describe -y Darío no quiso recordar- en su Viaje sentimental por Francia y por Italia: «ociosos», «curiosos», «embusteros», «vanidosos», «por necesidad», «simples viajeros» y «el viajero sentimental»8, es evidente que nuestro poeta no podía asimilarse sino al último a la hora de emprender sus muchos periplos. Pero lo cierto es que el sentimentalismo dariano nada tiene que ver con el desenfadado cinismo del que el ingenioso irlandés hizo gala en la expedición por tierras continentales para poner en regla su salud y sus otras desazones. Al mismo tiempo no sería justo situar a Darío sólo como un viajero desinteresadamente romántico. Lo fue en parte, pero el ansia de hallar aquello de lo que, como hemos dicho, carecía, un espacio en el que sus justas ansias de que su papel en el mundo al que por derecho propio pertenecía fuera reconocido en plenitud, constituyó un inequívoco determinante de sus movimientos. Esto, sin duda, se confundía con un anhelo de más fundamento espiritual, el de propagar un mensaje, el «movimiento de libertad» (PC, II, p. 625) del que habla en el «Prefacio» de Cantos de vida y esperanza (1905) y también, en definitiva, con el de encontrarse a sí mismo. En este último aspecto pudo haber suscrito las palabras de ese otro gran andariego de muy diferente condición, el conde Herman Keyserling, quien afirmó: «Lo que me lanza por el ancho mundo es justamente el mismo sentimiento que a muchos abre las puertas del claustro: el anhelo de realizarme a mí mismo»9.

Perteneciente, por hispánico, a una estirpe de trasterrados vocacionales10, de la pasión de Darío por el viaje da muestras el poema inicial de El canto errante (1907) en el que alude a la vocación viajera de «el cantor» -ese individuo que, como, idealmente, él mismo- se mueve por el mundo adaptando los medios correspondientes a cada ámbito, y en cualquier circunstancia: «sonriente o meditabundo», «en blanca paz o en roja guerra». Viajar, corrobora este poema, es un impulso relacionado con el ansia de estar, de «ser» en todas partes y de en todas dejar un legado que viene a constituir el fundamento esencial de su mensaje, el canto del cantor: «Armonía y Eternidad» (PC, II, pp. 701-702). Y en el primer capítulo de El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical (1909) recuerda la divisa de la ciudad de Bremen tomada de Pompeyo el grande: «Navigare necesse, vivere non est necesse.» A lo que añade: «Yo he navegado y he vivido; ha sido Talasa amable conmigo tanto como Démeter [...] Bendito sea el convencimiento que siempre me animó de que "necesario es navegar"»11. Ya hemos recordado en la cabecera de este trabajo versos bien significativos del Intermezzo tropical sobre el que volveremos12.

Fue la de Darío una vida abierta a los caminos desde la infancia. Y aun antes de comparecer en este mundo se produjo lo que Edelberto Torres llama «el viaje prenatal»13, el viaje en el seno materno, desde León a Metapa, camino que pronto desandará el ya Félix Rubén. A los dos años viaja con su madre y el enamorado de ésta, el hondureño, Juan Bautista Soriano, a San Marcos de Colón en Honduras, donde pasan varios meses hasta que el niño es reintegrado por su tío abuelo a la que será para aquel su verdadera casa en la secular León.

La precoz exploración del inicial territorio centroamericano se llevará a cabo con sus primeras visitas de intrigado adolescente al puerto de Corinto, principal proyección de Nicaragua hacia el exterior. Jaime Torres Bodet ha comentado estas visitas, recordadas por Darío en su Autobiografía, con la mención de la impresión que le producía ver los barcos partir hacia Europa. «Toda la América hispana (de 1880 a 1890) -dice el crítico mexicano- revive en el párrafo que he citado: ansiedad de escape, ilusión de Europa, poesía del puerto»14. Darío está intuyendo el mundo exterior pero todavía tiene que seguir identificando su espacio más personal.

Va luego a Managua, como lugar propicio para realizar un soñado viaje a Europa. Y llega a la capital en el barco que cruza el lago desde el puerto de Momotombo maravillándose ante la majestuosidad del volcán que no se cansará de contemplar en otros recorridos por el contorno del lago a partir de entonces. No sabemos si Darío vio en la montaña el tradicional arquetipo de elevación espiritual o se estremeció ante el poder del volcán que no admitió ser bautizado en los días de la conquista; lo que sí es cierto es que alcanzó para él su grandeza suprema al conocer su destacada presencia en las crónicas de Indias -Oviedo y Gómara- y sobre todo al saber que había sido cantado por Víctor Hugo en La leyenda de los siglos. Hay aquí un dato de la mayor importancia: el joven Darío tiene ya un anticipo de la sensibilidad del poeta modernista desde el momento en que ha descubierto que la realidad es más hermosa si cuenta con el respaldo de lo literario. Naturalmente haber sido asunto central en un poema del poeta francés, a quien Darío admiró desde muy temprano profundamente, prestigia hasta lo indecible al volcán. En el poema «Momotombo» de El canto errante, Darío recuerda uno de esos momentos: «El tren iba rodando sobre sus rieles. Era / en los días de mi florida primavera / y era en mi Nicaragua natal. / De pronto entre las copas de los árboles vi / un cono gigantesco "calvo y desnudo" y / lleno de antiguo orgullo triunfal.» Darío informa de haber leído para entonces «a Hugo y la leyenda / que Squier (sic) le enseñó», así como a los mencionados cronistas. La combinación de realidad y literatura produce uno de los momentos de mayor fulgor lírico dariano: «Padre viejo / que se duplica en el armonioso espejo / de un agua perla, esmeralda, col.» «Momotombo se alzaba, lírico y soberano. / Yo tenía quince años: ¡una estrella en la mano! /y era en mi Nicaragua natal» (PC II, p. 705). He aquí un privilegiado locus memoriae dariano, una imagen emergente del fondo de la infancia del poeta en la que la naturaleza, y con ella el tiempo, se refunda, sublimada por la palabra artística que participa de lo sagrado15. En El viaje a Nicaragua volverá minuciosamente sobre el tema, según veremos.

Años de iniciación. En otro de estos viajes nicaragüenses el joven Rubén conocerá en Granada a un escritor de fuste, don Enrique Guzmán, a quien Edelberto Torres considera «el escritor que entonces goza de más prestigio en Centroamérica como crítico literario y como purista de estilo»16, pero Guzmán no es Hugo ni Gavidia, es un cancerbero del idioma que se asombra de que Darío use el verbo «derramar» con complemento abstracto y a quien éste habrá de responder con la apabullante autoridad de los clásicos17. Por lo demás el Gran lago de Nicaragua, a cuya orilla se asienta la hermosa ciudad no parece haberle causado especial impacto. Es mucho mayor y más hermoso por su extensión, sus islas y sus frondosas márgenes que el lago de Managua, pero carece indudablemente de un Momotombo hecho literatura, aunque en su vecindad se encuentre el también colosal Mombacho.

Vuelve a Managua. Allí le espera un fundamental viaje por los caminos de la cultura: el que le deparan los libros de la Biblioteca Nacional fundada en 1882 y en particular los de la colección Rivadeneyra de los clásicos españoles, tras haber perdido la oportunidad de viajar a Europa -a España, desde donde habría podido cumplir su gran sueño de conocer París- por el escándalo que causaron los aspectos anticlericales de uno de sus poemas. Darío sigue viajando en cuanto, como dice Cirlot «estudiar, investigar, buscar, vivir intensamente lo nuevo y profundo son modalidades de viajar, o si se quiere, equivalentes espirituales y simbólicos del viaje»18.

El viaje a El Salvador (agosto 1882) constituye un hito de notoria importancia. Allí Hugo se le revela todo su esplendor bajo la tutela de Francisco Gavidia, tal vez el maestro más decisivo de la época juvenil, y conoce a quien llegará a ser un decisivo impulsor de su dinamismo viajero, el general salvadoreño Juan J. Cañas. Otra vez en Nicaragua, siguen sus continuos recorridos por el país: León, Managua, San Juan del Sur, Granada de nuevo, Masaya, Rivas. La nutricia tierra materna en la que ha llegado a ser un apreciado periodista y un poeta admirado por todos, es ya un campo de acción muy limitado.

Es entonces cuando el general Cañas le encamina providencialmente a Chile, donde él mismo había sido representante diplomático de El Salvador: «Es el país a donde debes ir [...] Vete a nado, aunque te ahogues en el camino»19. Se ha cumplido todo el período correspondiente al rito iniciático. Nicaragua no tiene más que ofrecer a Darío, quien toma su nave -extraña nave de gente y lengua extranjeras, reducto simbólico del «afuera»- en el puerto de Corinto que tanto le sugestionó. Tiembla el país poco antes de que Darío empiece a navegar ese 5 de junio de 1886. «Retumbaba el enorme volcán hugueseo»20. Toda una despedida en el momento del cruce del sagrado umbral y un anuncio del verdadero tiempo de la aventura y del descubrimiento.

Pero el mundo de esta nueva exploración sigue teniendo aún mucho de familiar. Las escalas en los puertos del recorrido constituyen su primer contacto con países hispánicos no centroamericanos. En Guayaquil manda a un periódico local la «Epístola a Juan Montalvo», especie de mano tendida a los pueblos hispánicos como un anticipo de la colosal oferta que les hará muy pronto. La tristeza y la esperanza le acompañan entre tanto, como lo revela un poema convencional pero de honda sinceridad y grato vuelo rítmico, «Ondas y nubes», escrito durante la navegación.

En él ya advierte de la aparición de «las dulces chilenas playas» (PC, II, p. 860). Darío llega a Valparaíso el 24 de junio de 1886. Es su gran momento de enlace con esa América fraternal con la que el poeta se identifica. En un proceso inverso un chileno, Neruda, empezó a percibir su identidad americana, haciendo el viaje hasta México. Aquí es el poeta de tierra caliente quien en tierras australes, que le reciben con el frío del invierno, va a experimentar el largo alcance de aquella misma identidad. La prueba no deja de ser fuerte, porque el nuevo espacio, aunque perteneciente a una «domus» común, es más complejo y está mucho más abierto al mundo de lo «distinto». Auspiciado por protectores -Poirier, De la Barra, Rodríguez Mendoza, Lastarria...- Darío ha de probar sus capacidades, dura empresa para alguien a quien un ilustre, Vicuña Subercaseaux definió como «un chico delgado, de color de avellana, con nariz aplastada, punto más punto menos que un indio americano... En suma, era un pobre diablo»21. Lo hará, naturalmente, con los cuentos y poemas que convergen en Azul... (1888), pero es demasiada la obra convencional que se ve obligado a publicar. El Canto épico a las glorias de Chile (1887), con un partidismo impropio del futuro cantor de la hispanidad, es, como otros de sus textos de esa época, una concesión al rey burgués que paga y que dará título a uno de sus cuentos. Curiosamente, desde nuestra perspectiva, no logra quitarse de encima la consideración de poeta tropical para lo que él mismo da pie con artículos como el dedicado a la erupción del Momotombo y otros sobre la unión política centroamericana, el canal de Nicaragua, etc. Un ocasional versificador de La Época advierte en su verso «melódicos atabales / de las selvas de Colón»22. Todavía en su momento de revelación E. de la Barra, prologuista de Azul..., que, por cierto, no ha tenido inconveniente en parodiar Otoñales, el único libro de interés que Darío ha lanzado antes de aquel, se refiere al tropicalismo de su musa, en un farragoso comentario que, sin carecer de algunas intuiciones lúcidas, propicia la confusión sobre el contenido de esta obra de la que, a pesar del aplauso con que han sido acogidos sus componentes al ser editados individualizadamente con anterioridad, no han podido tirarse sino veintiún ejemplares. Ni el autorizado comentario de Valera, difundido demasiado tarde en La Tribuna, concede a Darío el suficiente respaldo para que Chile le retenga. Ya hacia tiempo que el poeta veía su regreso como irremediable. En un poema, «La lira de siete cuerdas», de enero de 1888, que preludia ya tempranamente su despedida, un Darío melancólico y amargado, deudor de nobles amistades, pero abatido por no pocas penurias, se había acogido, quién sabe con cuántos ingredientes de frustración a su condición de hombre de la zona tórrida que regresa a su espacio sagrado: «la floresta indiana», los «frescos platanales, los verdes cafetales...» («Cantos chilenos», OC, II, p. 884). Es una forma de defender con orgullo el cobijo de una identidad que sin embargo no corresponde a sus ambiciones más profundas como poeta. En el último momento alegará Darío como determinante de su partida el hecho de la muerte de su padre, ocurrida el 11 de octubre de 188823.

El aprendizaje chileno ha sido, en fin, valioso pero no gratuito. El «esmirriado aduanero»24 al que conoció idealmente Neruda en los muelles de Valparaíso, presto a inaugurar la, lengua española, ha padecido muchas carencias y también ha sido objeto de algunas mezquindades. Aunque no sería justo dejar las palabras que siguen como el juicio definitivo de Darío sobre el país andino, no cabe ignorar lo que de válido hay en ellas: «A veces me figuro que he tenido un mal sueño en ese hermoso país. Eso sí que a Chile le agradezco una inmensa cosa: la iniciación en la lucha por la vida»25.

Sin que nos fascine el esquema mítico de «la aventura del héroe», no es difícil percibir cómo este regreso a la tierra natal encaja en el mitema del retorno al mundo del que el héroe ha salido con el propósito de llevar «el mensaje o la sabiduría adquirida durante la aventura»26. Tal seria el propósito de Darío al regresar a su país, además, evidentemente del de huir de la patética penuria que le asedia, hasta el punto de que De la Barra, al gestionar ayuda económica para el pasaje del poeta, lo define como «un joven escritor abandonado en nuestra tierra y expuesto a morirse de hambre»27. Naturalmente el Darío que se embarca en Valparaíso el 9 de febrero de 1889, llevando consigo -además de diez exiguos pesos en el bolsillo-, «el cargo de corresponsal de La Nación de Buenos Aires y fundadas esperanzas de obtener en Nicaragua un puesto en alguna de las legaciones de su patria acreditadas en Europa» y que, curiosamente, «la víspera de su partida había sido objeto de una hermosa manifestación de parte de las sociedades obreras»28, para llegar casi un mes después, elegantemente trajeado, a la entrañable Corinto sabrá disimular muy bien ante sus paisanos su mala situación material. En este viaje, dos prohombres hispanoamericanos, el peruano Ricardo Palma y el ecuatoriano Eloy Alfaro han cumplido en la escala en Lima el papel de alentadores del héroe29.

Bien sabido es que ni en Nicaragua ni en otros países centroamericanos encuentra Darío, aparte de grandes admiraciones y simpatía, el acomodo buscado. No le falta incluso un enojoso desaire económico -nada le ha dejado su padre de herencia- en el seno familiar. Dirige con fortuna en El Salvador el diario La Unión, pero aun antes de su brutal clausura por un golpe militar, Darío no ha podido por menos de exteriorizar su profunda desilusión vital ex abundantia cordis: «Llevado por el viento como un pájaro, sin familia, sin hogar [...] voy en el mundo -manifiesta en A. de Gilbert (1889)- como, por un camino de peregrinación, viendo siempre mi miraje, en busca de mi ciudad sagrada, donde está la princesa triste en su torre de marfil»30. Otra empresa periodística en Guatemala, la de El Correo de la tarde, concluye también penosamente. La edición guatemalteca de Azul no rompe sus estrecheces económicas. Tampoco las alejará en la amable Costa Rica, que le acogerá posteriormente31. De nuevo en Guatemala en busca de una posición más halagüeña que no acaba de perfilarse, el destino ofrece a Darío una trascendente oportunidad: el nombramiento como miembro de la comisión que Nicaragua envía a España con motivo de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América. Un nuevo viaje que representará el espaldarazo de la antigua metrópoli al aventajado hijo del Nuevo Mundo. En el código de valores darianos, «la Patria madre», el santuario de obligada visita, junto a «la Patria universal»32, Francia.

De este viaje-peregrinación, bien documentado33 que Darío inicia en julio de 1892, sólo hemos de destacar la parte que corresponde a la escala en un país hispanoamericano. Nos referimos naturalmente, descontando el obligado paso por Panamá que le suscita una emotiva crónica sobre la tragedia de la abandonada empresa canalera de Lesseps, a su breve visita a La Habana, donde es agasajado por Julián del Casal y muchos otros. Darío, magnificado no sólo por su alta condición de poeta sino por el prestigio de su misión oficial, goza aquí de momentos de esplendor. Por lo demás, la capital cubana le ofrece ocasión de abrir su poesía, con «La negra Dominga», sólo circunstancialmente pero con éxito, a un tema inédito en sus versos: la negritud. He aquí un poema que hubiera encajado bien en su anunciado Libro del trópico que no tardó en desechar dado lo exiguo de sus producciones criollistas y su permanente tendencia hacia lo cosmopolita, que le ha llevado en Guatemala a estudiar mitología griega y a leer a Walt Whitman y a Madame Blavastky y otros esotéricos. En el artículo «Manuel S. Pichardo», recoge una brillante impresión no del paisaje que no pudo ver en Cuba, sino del que llevaba en su «ensueño antiguo»34, dedicado como estuvo a gratos convivios urbanos.

No habiendo fructificado el apoyo de Núñez de Arce para que Darío se quedara en España, el poeta reemprende su regreso a América para llegar de nuevo a La Habana el 5 de diciembre de 1892, sin que haya posibilidad de nuevos contactos con las gentes de esa ciudad que aún volverá a ver dos veces más.

La escala en la Cartagena colombiana que le permite en esta ocasión ponerse en contacto con el expresidente de Colombia Rafael Núñez, que le consigue el puesto de cónsul en Buenos Aires, es providencial. El destino de Darío encuentra un nuevo impulsor, como el general Cañas lo fue respecto a Chile. Colombia, país que el poeta sólo rozó en aquella oportunidad35, tuvo la misión, en ese juego de rayuela que fue la vida de Darío, de catapultar al poeta a otro de los puntos axiales de su destino americano, un punto con el que tenía ya, a través de La Nación, una conexión que duraría toda su vida. Anotemos también su fugaz paso por Panamá, del que le brotaron comentarios poco satisfactorios36.

Estaba escrito que antes de realizar el sueño europeo el poeta tenía que dar y recibir nuevos adiestramientos en su propio continente, pero antes de insertarse de nuevo en uno de los puntos neurálgicos de este, Darío quiere tomar al menos alguna lección en el prestigioso Viejo Mundo. La escala en Panamá, donde ha de recoger credenciales y fondos, le permite una aproximación más propicia. La que realiza en Nueva York, ciudad de cuya dureza hablará en el capitulo «Edgar Allan Poe» de Los raros (1896), tiene también algo de viaje hispanoamericano porque es allí donde recibe, como en un emocionado ritual, la bendición de Martí, el más respetado maestro de los que en lengua española defienden en América ideales de renovación. Poe, Whitman y Longfellow le acompañan y le adiestran desde la letra impresa rumbo a Francia. París le da una soberbia lección de cosmopolitismo europeo y le muestra a un Verlaine destruido pero sublime para la fijación de la impronta simbolista francesa, y por él y por Moreas sabe que el controvertido Góngora es bienquisto de los galos finiseculares. De Gómez Carrillo oye en francés una gran lección de latinidad. Ya está listo, deleitándose ahora con la poesía simbolista durante el viaje, para sumergirse en el corazón americano de esa latinidad: Buenos Aires, donde acaba definitivamente la etapa de aprendizaje para dar paso a la de «maestría». Sus dolores personales: la muerte de su primera esposa y cl malhadado casamiento posterior están amortiguados por la pasión que hay en esta nueva aventura.

Como ha recordado Emilio Carilla, Darío, «fuera de la primera y previsible etapa en la Nicaragua natal, en ningún lugar estuvo tanto tiempo continuado como el que pasó en Buenos Aires»37. Ninguna página del poeta recoge mejor lo que significó este viaje, que termina con la llegada a Buenos Aires el 13 de agosto de 1893, donde permanecerá hasta finales de 1898, que el poema «Versos de Año Nuevo» (PC, II, pp. 1038-1043), fechado el 1 de enero de 1910. Aunque para entonces Darío había abandonado su misión diplomática en España, se refiere a su condición de «esclavo del protocolo, / del galón y del espadín». ¿Lo hace por inercia? ¿Había escrito estos versos tiempo antes? El poema respira nostalgia y melancolía por el presente («Y yo ausente, estoy aquí solo, / y apenas miro mi jardín») pero recoge con sincopada vehemencia el júbilo de un tiempo excepcional de conquista y de triunfo. Es casi el anuncio y el compendio de una aventura caballeresca: «Me pongo a pensar... ¡Era ayer! / Atravesaba el océano / cónsul general colombiano / ¡con un soñar!... ¡Y un suponer!» Este poema incluye un vasto repertorio de figuras argentinas de la época, amén del indispensable colaborador, a efectos de imagen, del caballero, el innominado holandés a quien Darío llevó como secretario, un «escudero oficio», propicio a aligerarle su peculio, holgado por una vez, aunque sólo inicialmente -como lo haría, según insinúa en la Autobiografía, el francés que fue su segundo secretario en Buenos Aires. Darío que se declara mejor inventariador que el uruguayo Juan José Soiza Reilly. a quien su libro Cien hombres célebres dio gran notoriedad, se lanza a una pródiga enumeración de nombres argentinos. Lo que en la Autobiografía, aun siendo, naturalmente, un texto más amplio, resulta un apresurado resumen, queda aquí convertido en un fluido repertorio dentro de un grácil discurso poético: Rafael Obligado, Soto y Calvo, Martinoto, Oyuela, Bartolomé Mitre, Julián Martel, Alberto Ghiraldo, Vega Belgrano, Groussac, Lugones, Jaimes Freyre, Leopoldo Díaz, José Ingenieros... La nota humorística juega a veces un bien ponderado papel. Darío recuerda de buen grado, porque eso refuerza su singularidad en el proceso autobiográfico, que algunos porteños lo consideraron «decadente» y la alarma que produjo: «"Decadente". ¡Qué horror! ¡Qué escándalo! / La peste se ha metido en casa. / ¡Y yo soy el culpable, el vándalo! / [...] ¡Yo soy el introductor / de esa literatura aftosa!»

Todo el fulgor literario de aquella época revive en estos versos que resucitan un sin par entusiasmo, una pasión colectiva que no disminuye la ocasional galicada forma impersonal a que era aficionado Darío: «Se pensó en conquistar el mundo [...] y nos coronamos de estrellas / y nos salvamos del abismo». Días, en efecto, de «existir hiperbólico» que representaron el triunfo absoluto de un poeta centroamericano que bajaba de nuevo a tierras australes para repetir en cierto modo la aventura chilena. Hay evidentes paralelismos básicos: la acogida, el modesto empleo -algo menos ahora, en el Correo argentino, tras haber perdido el consulado, «como cualquier romano viejo»-, la publicación de un libro esencial (ahora Prosas profanas, 1896), pero en esta ocasión la situación de un Darío consagrado y admirado está mucho más cerca, o simplemente menos lejos, de coincidir con su «desideratum», aunque no le faltan lamentaciones en las que habla de «días grises», nostalgia por la «ausencia de la patria», sentimiento de «extranjero»38.

Desde Buenos Aires Darío hizo varios desplazamientos por la Argentina: en San Martín encuentra a Margarita Gautier bajo la apariencia de una bella mujer uruguaya; en Córdoba un buen obispo de otro tiempo, Fray Mamerto Esquiú se le muestra con el esteticismo de lo piadoso, inspirándole un poema de gran coturno modernista que escandaliza a algunos por sus licencias lingüísticas; una visita a la pampa le hace ver en ella a Puck, a Titania, a Oberón, a Pierrot. También a un gaucho, pero como «espectral jinete» (Prosas profanos -PP-, PC, 1, p. 559) del pasado, que representa la Poesía. Siempre la literatura sobre la vida.

La Argentina se convertiría en adelante para Darío en un permanente punto de referencia, descontando razones de afecto, por su condición de colaborador de La Nación, a cuyos lectores va encaminada gran cantidad de sus escritos. Cercano ya el fin de su vida, este país se le representó como el único lugar en el que refugiarse, el destino ideal de un viaje lamentable. Darío pudo, sin duda, haberse asentado definitivamente en el promisorio país pero en 1898 la meta europea se le presenta como algo incitante. Más allá de su condición de enviado de La Nación para informar a América sobre la situación de la doliente exmetrópoli, Rodó intuyó muy bien que este poeta que parecía tener «el cerebro macerado en aromas y el corazón vestido de piel de Suecia»39 debía asumir una alta misión de mensajero de esperanza. Esto sería una paradoja si no fuera porque lo que en el fondo Rodó hacía, a pesar de esos y otros conocidos reparos, era acreditar al nicaragüense como primera voz de América, en la idea de que sólo quien tanto había iluminado la lengua común podría llevar a las conciencias españolas la iluminación encaminada a un nuevo despertar, algo muy acorde con la identificación entre bondad y belleza explicitada luego en Ariel. Seguramente es este el momento cenital en la estimación de Darío como hombre y como poeta.

Estamos ante una nueva etapa en la que Darío se fijará en Europa de enero de 1899, fecha de su llegada a Barcelona, a octubre de 1914 cuando sale de la misma ciudad rumbo a América definitivamente, si bien en esos años intermedios hará cuatro incursiones a este continente.

Son muchos años y muchos países, entre ellos la España familiar y también americana; años de absoluta consagración intelectual como poeta del mundo hispánico. Pero en Cantos de vida y esperanza (1905) nos habla de que sus expediciones esenciales no fueron las que conciernen al mundo exterior. Buscó la fuente Castalia: «Peregrinó mi corazón y trajo / de la sagrada selva la armonía» (PC, II, p. 629); gustaba de montar en el caballo mítico, «en un gran volar, con la aurora por guía» (p. 639); aunque a veces, más acá de los sueños, se convirtiera en el pasajero de «el pobre esquife», agitado por las «hostiles olas» (p. 655); siempre estuvo empeñado en «el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos» (p. 656), en el que nunca llegó a «el reino que estaba para mí» (p. 681).

Darío seguirá sin hallar las contrapartidas necesarias: serenidad espiritual y un merecido bienestar material, que debería coronar su vida y obstinadamente se le escapa. América es para él una vivencia permanente. Aunque persuadido justamente de su inmenso cometido, «la hiperestesia del mestizo inseguro»40 que en él detectó Torres Bodet tal vez le hace pensar que en esa Europa, que le permite entrar en sus prestigiosos circuitos de cultura y acrecienta su figura para los del otro lado del océano, no deja de ser, a pesar de los pesajes, un meteco.

En 1906 otra vez la diplomacia le facilita un viaje a América. Va como secretario de la delegación de Nicaragua a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro, vía Nueva York. Cumple, en la «Salutación al águila», con aliento que reconocerá convencional, «con un vago temor y con muy poca fe» (PC, II, p. 747), con el pie forzado que su misión oficial le proponía41, y, seducido por la fulgurante naturaleza, se permite mostrar impaciencia por la venida de «el poeta de América»42, olvidando que lo es él mismo. La ya citada «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» documenta en prodigiosa síntesis las características de este viaje hacia la utopía de una América en la que el poderoso Calibán estaría dispuesto a confraternizar con sus vecinos del sur. No es raro que le sorprenda una neurastenia que reconoce como pertinaz en su vida. Luego el desplazamiento que desde Río hizo a la Argentina tendría el significado de la búsqueda de un apoyo acreditado en un punto visceral e inequívocamente propicio de la América hispana. Lo encuentra, desde luego, pero -véase la «Epístola»- Darío es ya alguien a quien banquetes y siringas ponen con los nervios «en guerra» (p. 748).

Le esperaba un viaje especialmente entrañable a tierras americanas: el que realizará a Nicaragua de octubre de 1907 a abril de 1908. Si, ha dicho Gaston Bachelard, «el ser es por turnos condensación que se dispersa estallando y dispersión que refluye hacia un centro»43, este es el viaje hacia el centro, el reencuentro de Darío con su Jerusalén particular, con la ciudad santa que, según dice en El canto errante, todo cantor posee44.

Ningún periplo de Darío ha sido documentado en forma tan emotiva como éste. El libro El viaje a Nicaragua, con su Intermezzo tropical, publicado en Madrid en 1909 con la significativa evocación del tema latino al que hemos aludido al principio es, en efecto, un ahondamiento en lo primigenio. Como observa Aníbal González el poeta regresa «convertido en una combinación de hijo pródigo y Ulises»45. «Tras quince años de ausencia»46, Darío recupera con placer los halagos de los lugares asociados íntimamente a su vida. No es extraño que incluso aletee a veces en el libro una infrecuente musa criolla. Aníbal González ve en El viaje a Nicaragua varios niveles: «en un nivel, es un relato de viajes; en otro, es el recuento de una conversión; y aun en otro, es una meditación del sentido de la historia en el contexto de la problemática del retorno»47.

Cabe sintetizar las razones para este viaje: el Darío que, ha alcanzado la plenitud de su obra, tal vez ahíto, humanamente, de cosmopolitismo, ansía el reencuentro con lo que apenas había dejado entrever en su obra anterior: el país natal, que él mismo ha ido refundando en su memoria y que tratará de reconstruir fervorosamente con la palabra. El nunca apagado rescoldo de los sentimientos más íntimos vinculados a la tierra primigenia se ha avivado intensamente. Tal vez ella apacigüe asimismo el candente problema existencial del poeta. Tal vez le brinde también un reconocimiento efectivo.

El viaje a Nicaragua es además «la reconciliación con el padre», o mejor con la madre voluntariamente abandonada («porque el medio no me es propicio»48 le había dicho al expresidente Núñez en Cartagena). En su corazón de parisino de adopción descubre que hay un ancho espacio para las emociones domésticas que habían aflorado excepcionalmente en el «Allá lejos» de Cantos...: «Buey que vi en mi niñez echando vaho un día, / bajo el nicaragüense sol de encendidos oros»... (PC, II, p. 687). «Había en mí -escribió Rubén- algo como una nostalgia del Trópico. Del paisaje, de las gentes, de las cosas conocidas en los años de la infancia y de la primera juventud. La catedral, la casa vieja de tejas arábigas [...], la tía abuela casi centenaria, los amigos de la niñez que ha respetado la muerte, y tal cual linda y delicada novia...»49.

Es evidente que hay una disposición para la exaltación del trópico50, un laus ruris, probablemente excitada porque el primer contacto con América en este viaje de retorno ha sido la ciudad de Nueva York, para la cual ha de ir el «menosprecio de corte»: «Pasé por la metrópoli yanqui cuando estaba en pleno hervor una crisis financiera. Sentí el huracán de la Bolsa. Vi la omnipotencia del millonario y admiré la locura mammónica de la vasta capital del cheque» (p. 10). Estos datos y otros que añade en forma también sumarial, nos ofrecen una visión de Nueva York babilónica, deshumanizada: vida precipitada que «altera los nervios» (p. 10), construcciones que abruman, lo cainita y lo marciano, ascensores express. En suma, un anticipo del poema que dedicará a la metrópolis cuando la visite en su viaje de fines de 1914: «Casas de cincuenta pisos / [...] y dolor, dolor, dolor» (PC, II, 1116).

Anticipándose al personaje de Carpentier en Los pasos perdidos, se diría que Darío va en busca de lo esencial: un verdadero escape al mundo de la naturaleza, que desborda las defensas del «hombre de arte», cuya poética había sido habitualmente más propicia a los refinados espacios interiores que a los grandes espectáculos naturales. Claro que frente al abandono al tirón del nativismo ingenuista no faltará la acción correctora del toque «civilizador», que puede llevar a Darío a apreciar el lado positivo del gran país del norte. Una vez más el paso por Panamá, donde la presencia norteamericana, ya en marcha las obras de limpieza y saneamiento del lecho del futuro canal, era determinante, es una piedra de toque para marcar posiciones frente a los Estados Unidos. Es el tributo a los usos yanquis de la época el que le lleva a aceptar, sin remilgos democráticos, como un «detalle de higiene física y moral que desde luego hay que aplaudir», que «en la puerta de cierto lugar indispensable» se haga una separación «Para señoras blancas» y «Para señoras negras» (p. 11). Quien escribió no hace demasiado tiempo la oda «A Roosevelt» parece estar más en la línea de la «Salutación al águila» leída en Río de Janeiro: «Panamá ha progresado con el empuje norteamericano; Panamá tiene hoy higiene, policía, más comercio y, sobre todo, dinero» (p. 12). Ahí está la emblemática rapaz norteña extendiendo sobre el Sur su «gran sombra continental» (PC, II, p. 107). No es cuestión de recordar circunstancias políticas execradas. Le atrae «la rica vegetación del suelo tórrido» (p. 11), pero le disgusta el recuerdo infravalorativo de los «salvajes africanos aullantes y casi desnudos» (p. 12) de la época de la debâcle de Lesseps. Una llamada de atención hacia el «buen núcleo de espíritus jóvenes y apasionados de arte y de letras» (p. 13) como Guillermo Andreve y Ricardo Miró complementa la ojeada panameña51.

Al llegar a las costas de Nicaragua, vuelve a emerger el viajero nostálgico de la naturaleza. Divisa varios volcanes, pero naturalmente el que atrae su atención en especial es el Momotombo del que, anticipando una explicación al respecto mucho más amplia, recuerda enseguida, como era de esperar, «que fue cantado en La leyenda de los siglos, de Victor Hugo» (p. 13).

Enseguida se ocupa de parangonarse con Ulises, citando a Unamuno que como tal lo designó al conocer su proyecto de viaje. «Mi Penélope -se apresura a decir- es esta patria que, si teje y desteje la tela del porvenir, es solamente en espera del instante en que pueda bordar en ella una palabra de engrandecimiento...» (p. 15). Pero, desgraciadamente para Rubén, hay otra persona dispuesta a asumir este papel: Rosario Murillo, que no olvida su condición de esposa legal de este incauto viajero, cuya confianza en conseguir el divorcio durante esta permanencia en Nicaragua se verá defraudada.

Darío tiene gran interés en hacer el mencionado «recuento de una conversión» y aprovecha este viaje para presentarse ante sus gentes como un triunfador, sin permitir que la modestia oculte sus méritos: como cuando llegó a España en 1899, acredita su condición de renovador: «No puedo negar que me ha sido dado contribuir al progreso de nuestra raza y a la elevación del culto del Arte en una generación dos veces continental» (p. 16). Al mismo tiempo ofrece al país que ahora lo ha recibido una nueva «Salutación del optimista» en sus vibrantes palabras: «Volvió Ulises cargado de experiencia; y la que yo traigo viene acompañada de un caudal de esperanza» (p. 16). Habla aquí también de un coro de naciones de alma latina y vaticina un elevado puesto entre ellas para Nicaragua.

Este es una especie de viaje lustral, asumido como un auténtico «retorno», pero un retorno no definitivo porque sin duda Darío percibe pronto que, más allá de los grandes honores, su patria no lo va a retener. Pero le seduce ser profeta, por un tiempo, en su tierra. Hora es de olvidar a «la musa cosmopolita» que declara haber cortejado largo tiempo (p. 18) para estimular lo propio. Y he ahí una nueva ocasión, bien justificada, para olvidar por segunda vez el propósito de no cantar a un presidente de República: ahí estaba el presidente Zelaya, a quien ya cumplimentó con palabras de halago al llegar a Managua52. Gobierna sin respeto a la constitución desde 1893 y ha atropellado muchos derechos humanos, pero es el factótum del espíritu liberal de la época y de él espera Darío alguna prebenda. Hay, por lo tanto, en Darío la combinación del vate, el gran consejero, que al mismo tiempo realza su propia identidad entre los suyos para dejar bien acreditado su prestigio -hábil en mezclar la función referencial con la función poética- y el «pretendiente en corte», gran memorialista por otra parte, que espera recibir, también, un reconocimiento que le sitúe en lo material en ese plano de dignidad que tan preciso le es.

Mientras ejerce como adoctrinador va realizando una operación típica del imaginario modernista al respaldar la realidad nicaragüense con datos de cultura: el territorio es exiguo, pero la pequeña Grecia dio a Homero; Suiza, a Guillermo Tell; la grandeza espiritual de Nicaragua se apoya en los textos de los ilustres cronistas, como Oviedo y Gomara, ampliamente utilizado este último; no por casualidad Hugo cantó al Momotombo -hecho que recuerda en este libro por segunda vez-; la belleza de la campesina que ofrece agua fresca «os puede hacer pensar en algo de Biblia o en algo de Conquista, en Rebeca o en doña Marina» (p. 27). En el capítulo II, a propósito de ensalzar la calidad del café de Nicaragua, introduce referencias eruditas al traslado de la planta de café a América -La Martinica- en tiempo de Luis XIV; el espectáculo de su recolección -dice- «deleitaría a Francis Jammes» (p. 30); la hermosura de la flora tropical contiene ardillas y pitorreales como en «Tete-coztimí» (PC, II, p. 713), fauna alada «que haría las delicias de Oviedo» (p. 31); de las damas que van a pasar días en las haciendas, «diríase que son las hadas de los parajes, las divinidades vivas y carnales» (p. 31); las comidas criollas son más sabrosas que «ningún plato de Champeaux o de la Tour d’Argent» (p. 32) y producen un buen humor como el de Baltasar del Alcázar (p. 32). Pablo y Virginia, Dafnis y Cloe, la pastoril flauta de Longo (p. 33) comparecen idealmente entre palmeras, cocoteros y bananales. El Intermezzo tropical está lleno de alusiones culturales, ya muy abiertas a lo mitológico: Grecia, Morea y Zazinto ante la isla de Cardón (p. 73); los cangrejos que dejan sobre la arena «la ilegible escritura de sus huellas», lenguaje esotérico; «un rey de Cólquida / o quizá de Thulé» (sic) surge en «Canción otoñal»; compara a doña Blanca de Zelaya con Diana la cazadora y otras ilustres Blancas históricas. En «Retorno» define a su tierra natal como «mi Roma mi Atenas y mi Jerusalén» (p. 85); sus ansias de navegar -recordémoslo otra vez- nacen «por atavismo griego o por fenicia influencia» (p. 86). Pan vino a América, también los Atlántidas (ya habló de esto en la oda «A Roosevelt»), «Hugo vio en Momotombo órgano de verdad» (p. 86) (cuarta mención). Evoca a Dante y añade, permitiéndose la licencia de un anacoluto, que «León es hoy a mí como Roma y París» (p. 88). Y más aún, sin agotar el asunto: «Quisiera ser ahora como el Ulises griego» (p. 88), evoca al Dante en su brindis al doctor Debayle y asocia Nicaragua y Francia en las flores de lys que dedica a su esposa.

Darío ha venido a Nicaragua para manifestarse como la gran voz y la gran memoria del país, para entreverar vida y cultura. Con voluntad enciclopedista, como una cronista ambicioso y, por otra parte, nada dispuesto a difuminar su propia imagen, cuyos receptores van a ser en primer lugar los lectores argentinos (el 12 de enero de 1909 le comunica a Santiago Argüello que El viaje... «se está publicando, desde hace tiempo en La Nación»53), revisa la historia del país, con fuentes antiguas y modernas y acento crítico sobre el período virreinal; también la evolución de su cultura y, en particular, de sus letras y una oportuna defensa del esteticismo modernista. En su acercamiento a las humanidades cabe destacar su exhibición de conservadurismo al hablar del «vago relampagueo de jacobinismo» (p. 59) del político e historiador José Dolores Gámez de quien cita palabras que sólo revelan un vehemente sentido de la justicia.

Sigue el análisis de la vida comunal en lo privado y en lo público: la mujer, la familia, la sociedad, la política. Los ditirambos al presidente Zelaya y, de paso, a su ley del divorcio -infructuosa, ya lo hemos anticipado, para el poeta- tienen, al menos en buena parte, un indiscutible carácter oportunista. Los redondea con estas palabras que no necesitan comentarios: «Para concluir este capítulo, os diré que su elogio ha sido hecho justamente por alguien cuyo nombre ha sido admirado y reconocido en el mundo conforme con sus merecimientos y su autoridad universal. Quiero nombrar a Teodoro Roosevelt» (p. 134).

En esta especie de Canto general de Nicaragua, no puede faltar la exaltación de sus ciudades emblemáticas, naturalmente con utilización de referentes de cultura: Grecia, Provenza, Sadi, Sarón, Bagdad, Persia, el sur de Italia, el texto de Gómara para Masaya, constituida en arquetípico locus amoenus: «En mi memoria queda Masaya como una tierra melodiosa y hechicera. Siempre recordaré con vagas saudades sus alrededores pintorescos, sus lagunas cercanas, sus alturas llenas de vegetación, sus paisajes dorados con oro del cielo, la gracia y la sonrisa de sus mujeres, el entusiasmo sincero de sus gentiles habitantes y el clamor lírico de sus violines en la noche, que hablan en lenguas de amor, en idioma de pasión y de ensueño» (p. 45). Dolores Corbella, apoyándose en Claudio Guillén, ha señalado que en los relatos de viajes medievales es habitual que «junto a los datos sociales y geográficos de un país nuevo, la forma de la narración nos ofrezca instantáneas de lirismo que aparecen en la obra en los momentos mas inesperados54» Seguramente estamos ante una constante de antigua raíz, que no es raro se exacerbe en Darío.

La imagen de León trae a primer plano enseguida la significación del persistente binomio Momotombo/Hugo, mencionado ya antes, por cierto. Aquí es donde Darío se explaya al ofrecer precisiones sobre la información que el gran poeta francés Hugo tuvo sobre este volcán por la obra del norteamericano Ephraim-George Squier Travels in Central America, particulariy in Nicaragua (publicada en Nueva York en 1853), quien reprodujo, como lo vuelve a hacer Darío, la leyenda que lo envuelve referente a la imposibilidad de ser bautizado como otros volcanes por los conquistadores, y transcribe la versión española del poema de Hugo «Les raisons du Momotombo» en La légende des siècles, que tan tempranamente había impactado a Rubén.

Previsibles y emotivos recuerdos asociados a lo personal aparecen lógicamente en este apartado leonés, donde incluso encontramos la inserción de una «mirabilia», que recordará también luego en su Autobiografía y en el cuento La larva (1910): «Teniendo yo catorce años, frente a la catedral, vi una larva, un elemental, como diría un teósofo» (p. 156). Un dato que, junto a los escapes en lo lírico y lo legendario, contribuye a situar a Nicaragua como tierra prodigiosa, lo que hace de El viaje a Nicaragua, por la bien seleccionada colección de particularidades asombrosas, una crónica de ningún modo falsa (incluso puntualiza que la visión de la larva «fue real y verdadera» -p. 156-) pero sí muy sugerentemente próxima, por momentos, al discurso ficcional. Claro que tras esto cabe una recomendación pragmática a lo Rodó instando a las jóvenes generaciones a compatibilizar los esfuerzos del espíritu con la atención a lo material, «porque los argonautas eran poetas, pero iban en busca del Vellocino de Oro» (p. 156). Seguidamente un canto específico -reminiscente del temprano cuento La canción del oro- al dinero, que «realiza poemas, hace palpables imaginaciones, hace danzar las estrellas y puede traer toda suerte de bienes» (p. 157), en el que se percibe la subjetiva desazón de su carencia, cierran propiamente el libro.

Darío se lleva al fin de Nicaragua, «con la creencia de que no había de volver más»55, un malpagado pero brillante destino diplomático en España por el que ha esperado largamente. Al corregir las pruebas de El viaje a Nicaragua la noticia de la caída de Zelaya, provocada por Estados Unidos y apoyada por Estrada Cabrera de Guatemala, le da ocasión para mostrar hidalga lealtad al mandatario derrocado, sin dejar de aceptar a quienes pueden ser los nuevos, pero debe reconocer, en detrimento del triunfalismo exhibido en el libro, que él mismo tuvo informes «sobre el estado general de pobreza, lo caro de la vida, la progresiva depreciación del papel moneda y el engrosamiento de ciertas particulares fortunas» (p. 161). Este texto opera a manera de las aparentemente inocentes postdatas con que Borges invalidará deliberadamente las presuntas certezas alcanzadas en un cuento o en un ensayo. La de Darío está lejos de ser, como las del autor de El aleph, sibilina, pero en cualquier caso incorpora un importante dato que pone, a posteriori, una nota amarga en El viaje... La atención a los resultados de un nuevo código de análisis antes soslayado es momentánea, pero no cabe aquí parvedad de materia: se desarticula el locus amoenus. No es ya raro que el apéndice concluya con un reproche a los Estados Unidos y una patética lamentación: «¡Oh pobre Nicaragua...!» (p. 165). Se entiende esto mejor si se tienen también en cuenta los comentarios que Darío hace sobre los asuntos de Nicaragua en su Autobiografía, pero aún más en la carta que el 12 de enero de 1909 dirigió a Santiago Argüello: «Te equivocas cuando hablas de mi "confiada ilusión de alma de poeta y de hombre bueno". Es un general error, que conviene no contradecir mucho, el creer que yo ando por las nubes. Homo sum. Y, además, si te fijas, un poco burgués»56. Palabras que corroboran la afirmación de Espinet i Burunat acerca de la validez informativa que hay que dar a la «literatura del yo» de la que está impregnada la obra dariana: «Podríamos decir, en principio, que ésta no nos informa directamente de la vida, sino de cómo es subjetivamente vivida la vida por el autobiógrafo»57. Pensemos, por otra parte, que Darío no sólo idealizó a Nicaragua, cuya atmósfera no era en 1907-1908 muy superior a la que había definido en Historia de mis libros; aun descontando lo injusto de la contundencia de las palabras, como determinante de su marcha a la Argentina: «Asqueado y espantado de la vida social y política en que mantuviera a mi país original un lamentable estado de civilización embrionaria, no mejor en tierras vecinas [...]58. Cuando actuó como poeta, es decir, cuando, se esforzó en ser Rubén Darío, ese personaje que, como precisa María Salgado, «fue un ente poético de ficción que acabó desplazando a otro personaje -histórico esta vez- llamado Félix Rubén García Sarmiento»59, lo hizo con Chile, y, sobre todo, con su bien amada Argentina, donde en 1896, año de Prosas profanas, las tensiones sociales provocaron el suicidio del radical Leandro Alem, mientras en los días del Centenario (1910, Canto a la Argentina) estallaban y se reprimían sangrientamente huelgas como la que testifica Manuel Gálvez en las páginas de Nacha Regules (1919). Y es natural: Darío tenía que esforzarse en hacer habitable, bajo palabra, los detestados vida y tiempo «en que me tocó nacer» (PC, p.546).

Tras sostener con notoria dificultad, por lo que él, hablando de otro conocedor de la pobreza, llamó «la consuetudinaria escasez»60, la representación diplomática en España y regresar a Francia, el nuevo presidente, José Madriz, comisiona en 1910 a Darío para trasladarse a México -país que sin duda constituía para el poeta una asignatura pendiente61 .Una vez mas su condición de diplomático le depara un promisorio viaje americano, como representante de Nicaragua en los actos del primer centenario del «Grito de Dolores», inicio de la independencia de la tierra azteca. Viaje lleno de contrariedades, ya que coincide con el derrocamiento de Madriz, también por instigación de los Estados Unidos, lo que deja a Darío sin soporte en su misión representativa y en una situación desairada al impedírsele cortésmente, tras su llegada a Veracruz, el acceso a la capital mexicana. La previa permanencia en La Habana le ha permitido recibir múltiples pruebas de afecto. Max Henríquez Ureña le ofrece en esta ocasión en la capital cubana un reconocimiento que, aparte las inevitables concesiones a la retórica, es una certera definición de sus méritos y una acreditación como «poeta de América», y no sólo por haber cantado al Momotombo, a Mitre o a la Argentina, sino por la revolución traída con su poesía62.

Huésped de honor de la nación mexicana, homenajeado profusamente, si, como se ha dicho, la historia repite en Darío el episodio de Cortés instado a no seguir adelante por Moctezuma, también es cierto que, a diferencia de lo hecho por el extremeño, este conquistador espiritual no tiene más remedio que someterse a la demanda de Porfirio Díaz, el ahora sentado en el trono del Anáhuac, y quedarse en Veracruz y aledaños. De nada sirven las protestas de intelectuales y estudiantes. Cuando el gobernador del estado de Veracruz le dice en Jalapa «que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando que partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital»63, quedan claras las razones del veto. A los Estados Unidos les molesta la presencia del nicaragüense nombrado por un gobierno que ellos han desmontado. ¿Tiene alguien, además, presente que Darío es autor del poema «A Roosevelt», agravio no mitigado por posteriores rectificaciones?

Quien regresa a Europa, vía La Habana, hasta donde lo acompaña una comisión de respeto mexicana, es un Darío desconcertado y enfermo. Recordando ese momento afirma con inexactitud haber sido totalmente desatendido en la capital cubana: «No tuve ni una sola tarjeta de mis amigos oficiales»64, lo cual evidentemente no corresponde a la realidad, pero refleja el decaimiento del hombre abrumado por la penuria -que le obliga a permanecer en la Isla más de dos meses, al carecer de dinero para el pasaje- y la dipsomanía.

Cuando llega a París en su casa hay una penosa situación económica de la que saldrá a medias entrando en la empresa de Mundial. Esto dará lugar a un nuevo viaje a España y América para promocionar la revista, que se inicia el 27 de abril de 1912. Sobradamente agasajado en Barcelona y Madrid, se traslada a Lisboa, donde también se le acoge con calor, para embarcar hacia el Brasil.

Tampoco en Brasil -Río, Sao Paulo y Santos- le faltan los homenajes. Y de ahí recaía otra vez en las añoradas tierras del Plata. Montevideo le recibe en apoteosis, con voces como las de María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini. Todos le reconocen como maestro de las generaciones de América. Por fin, Buenos Aires, en donde, como dice en «Versos de Año Nuevo», «se me quiere tanto» (PC, II, p. 1043).

Darío es elogiado y elogia a la gran urbe a la que ha dedicado amplios ditirambos en el Canto a la Argentina (por el que Gerchunoff gestionará sin éxito, más tarde, una pensión gubernamental para Darío). Declara con orgullo haber cumplido la misión que Rodó le encomendó respecto a España. Por alguna incomprensible razón aún cita a Roosevelt como autoridad al defender la relevancia de las letras. Si a los nicaragüenses les había instado a abrir camino a loables afanes materiales entre los intelectuales, el mensaje para la próspera Argentina es inverso. Todavía alguien como Guido y Spano se obstina en referirse a su musa como exacerbadamente tropical.

La Argentina es el lugar donde el poeta recapitula su vida dictando su Biografía y la Historia de mis libros. No se trata -porque la urgencia en la redacción no propicia el tono reflexivo- de un verdadero testamento, pero hay algo de proyecto de fijar un legado poco antes de abandonar una tierra entrañable a la que, aun sin querer reconocerlo, acaso el poeta intuye que no habrá de regresar.

Vuelto a París, prosigue la dinámica -ya obsesiva, esquizoide- de los homenajes y de las dificultades económicas. Inútil también la buscada purificación en la Cartuja de Valldemosa que desemboca en el escape hacia el alcohol en Palma de Mallorca.

El estallido de la Guerra europea, que hace inviable la empresa de Mundial, promueve el último viaje -más ambicioso y menos viable que el anterior- de Darío a América, viaje que la muerte interrumpirá en Nicaragua, aunque de todos modos no parece probable que se hubiera prolongado más de haber seguido con vida. Se trata de un nuevo proyecto que ha de tener acogida y retribución en el Nuevo Mundo: una campaña pacifista, idea que el fatigado, confuso y desvalido Darío, «un niño en decrepitud»65, acepta ante el escepticismo de quien bien lo conoce. El señuelo, en el que sin duda el poeta desea creer, encubre una razón mucho más prosaica pero determinante para Darío, quien no puede por menos de revelarla en carta de 14 de septiembre de 1914 a Julio Piquet desde Barcelona: «Yo no puedo continuar en Europa, pues ya agoté el último céntimo. Me voy a América lleno del horror de la guerra, a decir a muchas gentes que la paz es la única voluntad divina»66. Desde la capital catalana, donde se ha refugiado, alejándose de París «sin un dolor, sin una lágrima»67, y ha gozado de la previsible amistad de los intelectuales, embarca para Nueva York, primer hito del proyectado periplo, el 24 de octubre de 1914, con un pasaje que ha mendigado.

Bien recibido, Darío lee en la Hispanie Society el largo poema «Pax», que parece haber escrito a última hora, síntoma de que sus intervenciones públicas no se encontraban previamente organizadas. De este Rubén medio perdido, seriamente enfermo y, como siempre, a la espera de alguna ayuda pecuniaria, en Nueva York, nos impacta sobre todo el «Soneto pascual» en que, muy sintomáticamente, se describe a sí mismo en una peregrinación sin meta promisoria: «Y yo en mi pobre burro, caminando hacia Egipto, / y sin la estrella ahora, muy lejos de Belén» (PC, II, p. 1113).

El viaje que estaba concebido como la gran ocasión para que el continente americano gozara de la palabra del mayor mago del idioma se convierte en la triste ruta de un hombre perdido cuya voz ya nadie solicita. Darío con la secundaria medalla de plata de la sociedad que le ha escuchado, una vez mas sin medios, en «la gran cosmópolis» (PC, II, p. 1116) que él ve llena de dolor, dependiente de la filantropía ajena, agota seis meses estériles en la gran urbe norteamericana hasta que un dictador, Manuel Estrada Cabrera de Guatemala, lo atrae a sus dominios68.

Atrapado en el estado-prisión que inspirará más tarde El señor presidente, durante siete meses, se verá sometido a humillaciones, paliadas por la admiración de muchos escritores que, sin embargo, nada pueden hacer por él. La mayor de ellas es verse obligado a elogiar con sus versos a la madre del tirano y al propio tirano, reproduciendo otra vez, al final de su vida, la historia de El rey burgués. La ciudad de Guatemala en la que fue joven y soñador retiene a un Rubén inerme y vencido, cuya única esperanza de ser acogido en la Argentina no se realizará69. No se cumplirá el pronóstico, no por casualidad insertado en el Canto a la Argentina, de encontrar en ella el pan al fin de su vida: «¡Cómalo yo en postreros años / de mi carrera peregrina, / sintiendo las brisas del Plata!» (PC, II, p. 824). El encuentro con el hijo prácticamente desconocido, Rubén Darío Contreras, apenas le alienta. Menos aún la presencia de Rosario Murillo, quien ha defendido sus derechos de esposa en una sórdida pugna de largos años. Con ella regresa a Nicaragua el ahora derrotado Ulises.

Desde el día 24 de noviembre de 1915 en que desembarca, sin ceremonia alguna, en la amada Corinto hasta su muerte en León el 6 de febrero de 1916, lo que resta de la vida de Darío es ya apenas una página penosa y oscura. Aun conocerá los elogios públicos y la sincera solidaridad de muchos, pero a la hora de cerrarse, allí donde empezó, su ciclo vital, ha de verse sometido a ingratos asuntos materiales: siempre la asfixia de la carencia de dinero, reclamaciones inútiles de sueldos («como nueve mil dólares de mis honorarios de Ministro en España»70, una vergonzante ayuda para sus gastos de enfermo. «Yo he corrido mucho -dice en sus últimos días resumiendo su vida andante-, y no he fundado hogar [...] Soy un viejo tronco arruinado, un hombre en cenizas»71.

Orgulloso en su impotencia, colérico a veces, evocador de días brillantes y de devociones literarias, tierno en ocasiones, Darío ha de afrontar en Managua horas crueles, situaciones a veces esperpénticas. Le queda un último desplazamiento: a las seis de la mañana del 7 de enero de 1916 sale para León: «en un exprés que le puso el gobierno»72. A su muerte, precedida por un eclipse que muchos ven como premonitorio, se disputarán su cerebro (no estaba «macerado en aromas»). Luego, inmensa pompa en sus funerales, que el Congreso -y el poeta lo ha sabido- ha dispuesto que sean «suntuosos, que respondan a la fama y gloria de Darío»73.

«A lo largo de la historia del hombre, el viaje, el libro de viajes, son vehículos ideales de sueños y de mitos»74. La vida de Rubén Darío, un poeta que hubo de caminar junto a un hombre agobiado que fue Félix Rubén García Sarmiento, es la historia de un largo viaje, de un canto errante, buena parte del cual correspondió a tierras americanas, en busca de un imposible reino que siempre le fue negado. Tal vez Félix Rubén no entendía lo que era nítido para Rubén Darío, es decir que «es incidencia la historia» y que «nuestro destino supremo / está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas» (PC, II, p. 708). Pero, en todo caso -ya lo hemos recordado-, nada pudo impedir que, paralelamente al viaje terrenal, el corazón del poeta visitara con felicidad la fuente Castalia. Por eso, sus sueños y sus mitos están vivos.





 
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