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Los Yepes, una familia de pobres

Teófanes Egido


Universidad de Valladolid



En contraste con santa Teresa -que es locuaz hasta en sus silencios-, el mutismo autobiográfico de san Juan de la Cruz dificulta sobremanera el análisis histórico de sus actitudes sociales. No es que los escritos del místico carezcan de referencias a las condiciones de su tiempo; pero sus alusiones no permiten deducir su pensar y su actuar de forma sistemática, con las claridades teresianas. El vacío ha sido bien aprovechado por los especialistas, ávidos de espiritualismos atemporales, alérgicos a la evolución y a los cambios de mentalidades, convencidos, quizá, de la inutilidad de los contextos históricos y de que el discurso mental de nuestros días es el mismo que el del siglo XVI.

No es extraño, por tanto, que las manipulaciones ahistóricas se hayan cernido sobre el santo y en concreto, por lo que ahora nos ocupa, sobre su condición social. Es algo que al observador actual le puede traer sin cuidado; que, indudablemente, no preocupó en demasía a san Juan de la Cruz; pero que interesaba, muy mucho, a las gentes de su tiempo y que interesó mucho más aún a sus hagiógrafos. Este interés se explica, además de por el ambiente y los pruritos sociales del siglo XVII, por dos agentes más concretos; porque la hagiografía (no biografía) del santo se forjó de forma perdurable en pleno barroco y, además, porque sus hagiógrafos (excepcionales desde tantos puntos de vista) perseguían, más que la verdad objetiva, la beatificación de quien fuera el iniciador y el adalid de su orden religiosa de carmelitas descalzos.


Santidad y predestinación social

Modelo de santidad barroca por una parte, anhelos y trámites de beatificación canónica por otra, debían atenerse a ciertos presupuestos cordiales en aquellos años de la primera mitad del siglo XVII, tiempo del que arranca la imagen y la imaginaria de san Juan de la Cruz. Y el santo, en aquellas circunstancias, para ser admirado, venerado, y para responder al modelo requerido, tenía que estar predestinado (aunque con ello se entrase en contradicción con el subfondo antirreformista de aquella santidad) desde muy niño, a poder ser desde antes de nacer. Más aún, si el santo en cuestión resultaba ser el fundador de una orden religiosa, siempre en concurrencia de abolengos, de méritos y de prestigios con las demás.

Por ello, y por la penuria de datos anteriores al nacimiento de Juan de Yepes, se explica que sus hagiógrafos posteriores insistan con tanto calor en milagros infantiles, y que, todos a una, se vean como forzados a detectar la documentación sobrenatural de tales predestinaciones en el momento tardío de su primera misa en Medina del Campo y en aquella visión de haber sido confirmado en gracia, bien entendido que esa confirmación graciosa no tuvo lugar entonces, sino que se «reveló» haberla tenido desde niño.

Y por lo mismo tenemos que explicarnos que se inventasen tantas cosas imaginadas acerca de la ascendencia social de San Juan de la Cruz. La cuestión no era trivial: de ello dependía en buena parte el que fuese aceptado como modelo de santidad. Porque, no hay que darle vueltas, en aquellas mentalidades castellanas del siglo XVII se exigía como requisito previo para la santidad el haber tenido padres, abuelos, y a poder ser bisabuelos, limpios de tacha, de sospecha, que ensombreciese la limpieza de sangre del héroe. Si no se podía probar directamente, se ratificaba por vía indirecta insistiendo en los orígenes nobles o en la condición hidalga. Y si la realidad histórica no se correspondía con el presupuesto, los hagiógrafos y la opinión común se la inventaban, puesto que el concepto de verdad histórica se subordinaba a la ejemplaridad, a los cánones de santidad.

Al modelo inexorable se acomodó la percepción posterior de San Juan de la Cruz. El tipo humano (o sobrehumano) del santo era incompatible con la vileza de oficio, y tenía que relacionarse, cual una probanza de limpieza, con orígenes privilegiados. Así nació ese contorno familiar noble o hidalgo de su progenitor, afortunado incluso en bienes materiales, aunque -esto no se podía disimular- venido a menos por avatares de la vida, para algunos hasta por avatares del amor como si en los comportamientos matrimoniales de entonces se siguieran las mismas pautas que las impuestas después de la Ilustración. Hagiógrafos del siglo XVII, sus reproductores de después, se conducen en esto con nada rara unanimidad, perpetuando la imagen que se forjara en aquellas mentalidades del barroco.

No es preciso un esfuerzo gigantesco para detectar y seguir los caminos de una transfiguración tan ahistórica como explicable.




Los procesos de beatificación y canonización

De entrada hay que advertir algo bien sabido por los especialistas: los procesos de San Juan de la Cruz han sido editados sólo en una parte mínima1. A pesar de esta carencia, por lo conocido hasta ahora puede y debe decirse que constituyen una fuente histórica singular. No tanto para rastrear la auténtica condición social del santo cuanto para contrastar su percepción posterior, es decir, la condición social esperada y anhelada por quienes fabricaban los interrogatorios y por quienes los respondían.

Es, por lo mismo, una fuente necesitada de un tratamiento metodológico especial. El padre Silverio de Santa Teresa, que ha facilitado una antología meritoria, manifestaba su convicción de ser «estas informaciones, ingenuas, jugosas, sin asomos de adulteramientos, porque la calidad de las personas los hacía imposibles; frescas como flores abrileñas, sin tiempo para que la leyenda bordase bellas anécdotas sobre el recio cañamazo de una vida intachable»2.

A pesar de los entusiasmos derramados por el Padre Silverio, los procesos no tienen nada de «ingenuidad» y, por el contrario, están plagados de «adulteramientos» a pesar de la nube de juramentos que los envuelve. Constituyen un género peculiar en el que la verdad histórica, de nuevo, se subordina al modelo de santidad. Aquella sociedad, muy pleiteadora como hemos dicho en otras ocasiones, estaba demasiado acostumbrada a tales subordinaciones y a los hábitos procesales.

Los testigos, sencillamente, responden conducidos por la intencionalidad de lo que se les pregunta, y lo hacen, además, aduciendo sus datos «de oídas», bien entendido que «el haber oído decir», en sociedades analfabetas, entrañaba un valor documental tan fiable como (o más que) el de lo escrito. El lector de estas testificaciones puede constatar que los deponentes no han oído tanto a fray Juan de la Cruz cuanto a su hermano (ya veremos que no muy de fiar) o a los transmisores de las palabras de Francisco de Yepes. Las acomodaciones se adecuan a las demandas de los interrogatorios, ya sean a las del primer proceso, el informativo, por los años de 1614, ya lo sean las del segundo, el apostólico, más formal, en trance de elaboración por el año de 1627.

Comenzando por el primero, por el informativo, la pregunta inicial acerca del beatificable tiene que referirse, forzosamente, a su condición social, es decir, a sus orígenes familiares, tan tenidos en cuenta en aquellas mentalidades. Y se formula de la manera siguiente:

«Primeramente, si conocieron al dicho padre fray Juan de la Cruz, que en el siglo se llamaba Juan de Yepes; y si saben que fue hijo de padres muy cristianos y virtuosos, y que a él ya sus hermanos los criaron con tanta virtud y cristiandad, que así los padres como los hijos tuvieron opinión de santidad en la villa de Medina del Campo, de donde eran naturales»3.



Nos hemos permitido subrayar lo más llamativo. El rótulo, mal informado, hace a los padres de Juan de Yepes naturales de Medina del Campo, algo extraño cuando con tanto cuidado se distinguía la naturaleza de la vecindad en las identificaciones. El error siembra el desconcierto: junto a testigos que declaran haber oído que el padre fray Juan era natural de Ontiveros aparecen los que, por mimetismo con el rótulo, afirman que nació en Medina del Campo.

Sólo se pregunta por la virtud y cristiandad de los progenitores. Naturalmente, los testigos, que no sabían absolutamente nada del padre, dicen, tienen que decir, que tanto él como su esposa habían sido pero que muy virtuosos y cristianos. Y como no se interroga, nada se dice acerca de los orígenes sociales.

Nada se dice, menos por el Padre Velasco, carmelita calzado de Medina del Campo. Por aquellos días se halla componiendo la vida de Francisco de Yepes, y no se sabe si por sugerencias del propio hagiógrafo, o por los sueños que le confía Francisco, declara lo que se perpetuará después en todas las «biografías» del santo: «El dicho Gonzalo de Yepes, padre del dicho siervo de Dios fray Juan de la Cruz, era de gente muy bien nacida y nobles, del linaje de los Yepes, conocidos en la dicha ciudad (de Toledo), lo cual sabe porque tenía un hermano arcediano de Torrijos, dignidad de la santa iglesia de Toledo, y eran abastados en bienes de fortuna y ricos»4.

Más adelante volveremos sobre el significado implícito en ese relacionar la parentela de fray Juan con dignidades catedralicias de Toledo. De todas formas, aunque el linaje fuese algo tan serio, su alusión no era imprescindible en aquella primera fase del proceso.

Sí lo era, por el contrario, en la segunda, la del proceso apostólico, que tenía que aquilatar más y mejor las virtudes heroicas, y que obligaba a responder a:

«que fue, y es verdad, que el lugar de Ontiveros, en Castilla la Vieja, dio al mundo este niño y a la Iglesia este resplandor, Juan de Yepes, año de mil quinientos y quarenta y dos. El qual fue habido y procreado de padres católicos, píos y nobles, Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, y en legítimo matrimonio, y bautizado conforme a los ritos y ceremonias de la Santa Madre Iglesia, criado y adoctrinado piadosa y cristianamente. Y así fue y es verdad, y público y notorio, pública voz y fama»5.



Obsérvese cómo en el complejo de calidades exigidas para la santidad se incluye la de noble de forma casi instintiva: en aquellas mentalidades habían arraigado asimilaciones más que evidentes y demasiado reveladoras. No es que el noble, por el hecho de su linaje, tuviera que ser santo; pero apenas resultaba concebible un santo castellano despojado del atributo de la nobleza. Los testimonios que afianzan tales sensaciones son abundantes. Por no recurrir a otras fuentes más explícitas, baste con citar el silogismo interno y la relación cuasicausal que se establece en la deposición de un testigo que convivió con el siervo de Dios: «y mediante que el dicho siervo de Dios era muy virtuoso, de buena vida, fama y opinión, tengo por cierto que fue hijo de padres nobles, y baptizado, y que así se puede creer, y lo tengo por cierto y sin duda»6.

Había que responder en esos tonos, y a lo que se pregunta se ajusta la res- puesta otra vez. Huelgan las citas, aunque no nos privaremos de aducir algunas, significativas para comprobar lo que no anda demasiado necesitado de comprobación dada la dinámica de estos procesos.

María de San José, monja de Segovia, ha depuesto en 1614, en la primera fase, que «tiene por muy cierto que fue hijo de padres muy cristianos y virtuosos», conforme rezaba, literalmente, el rótulo; en la segunda, «tiene por público y notorio» que «fue habido y procreado de padres católicos, píos y nobles» (compárese con el rezado del interrogatorio apostólico)7.

El padre Fernando de la Madre de Dios, que le conociera desde 1579 hasta la muerte, en 1614 declara en Úbeda que «oyó decir que el dicho santo era natural de Medina del Campo, y esto dice a la pregunta». Trece años más tarde «tiene por cierto que era natural de un pueblo llamado Hontiveros cerca de Medina del Campo, en Castilla la Vieja», «y que su padre se llamaba Gonzalo de Yepes, y su madre Catalina Álvarez, católicos, píos y nobles»8.

Prescindimos de los más detallados testimonios de los Padres Alonso de la Madre de Dios y José Velasco, porque sus pausadas declaraciones entran ya dentro del otro género, el de la hagiografía.




Los hagiógrafos del Barroco

De los materiales de los procesos beben las primeras y más elaboradas hagiografías de San Juan de la Cruz, nacidas en ambiente barroco, no exentas de calidades. Como era de esperar, lo mismo el Padre José de Jesús María Quiroga, Alonso de la Madre de Dios (responsable de trámites del proceso), Jerónimo de San José, que la vida de Francisco de Yepes escrita por el Padre Velasco, proclaman solemnemente los orígenes nobles del héroe. Ante evidencias de la realidad social de aquella familia de los Yepes, pobres a más no poder, recurren a dos resortes elocuentes: el progenitor Gonzalo de Yepes había sido rico antes de casarse con Catalina Álvarez. Bien es cierto que su riqueza (difícil de desvincular de la honra en cuanto apreciación social como dijera Santa Teresa) le provenía de oficios sospechosos relacionados con la industria y el comercio textil, el suyo había sido «al por mayor», no reñido con la condición noble al contrario de lo que pasaba con los tratantes detallistas, y, además, con el producto de la seda. Lances de la fortuna bien conocidos arrojaron a Gonzalo de Yepes a las simas de la pobreza, pero una pobreza de aventura, no de linaje9.

Por otra parte, todos los hagiógrafos coinciden en acentuar el parentesco del padre del santo con dignidades de la catedral de Toledo, con algún inquisidor, con el obispo Diego de Yepes (que no hizo ascos a estas afinidades cuando se enteró que se las atribuían, cuando fray Juan de la Cruz había muerto y era ya famoso). Estas insinuaciones rebosan intencionalidad: son los sectores sometidos a pruebas de limpieza de sangre, garantías de procedencia «limpia», si bien hay que tener en cuenta que, al menos por lo que se refiere a las dignidades toledanas, lo que era evidente entonces no lo era tanto en tiempos del nacer Gonzalo de Yepes, cuando por el cabildo catedral en pleno no se había establecido aún la dura normativa que implantaría después Silíceo10.

Más elocuente que estas reflexiones puede resultar el vigor narrativo e intencionado del Padre Quiroga en párrafos cuyas palabras exigirían un amplio comentario que el lector sagaz sabrá aplicar:

«Tuvo nuestro Santo padre San Juan de la Cruz por patria de su nacimiento la villa de Hontiveros, cercana a la ciudad de Ávila, y de su crianza la villa de Medina del Campo. Por padres a Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, naturales entrambos de Toledo. Era Gonzalo de Yepes hombre bien nacido, y tenía parientes prevendados en la Santa Iglesia de Toledo, y un tío inquisidor de la misma ciudad, testimonios acreditados de limpieza de sangre11, y traían su origen de la villa de Yepes, lugar de lucidas calidades, cerca de la misma ciudad de Toledo... Trataba su padre Gonzalo de Yepes12 en sedas por grueso (trato muy ordinario en aquella ciudad de gente caudalosa, y que no se tiene por menoscavo de lo que cada uno su cosecha), y queriendo hacer su hijo heredero de su industria, le enviaba con partidas de seda a Medina del Campo para su grangería, y pasava por Hontiveros»13.



A los encargados de relatar las hazañas del santo no les era indiferente su extracción social. Mal se podían componer entonces sus heroicas virtudes sin esas connotaciones sociales. Y para probar lo que era difícil de probar (y los hagiógrafos dan, tienen que dar, por presupuesto), de nuevo se acude a argumentos tan frágiles para nosotros como reveladores de aquellas estructuras mentales y religiosas.

Uno de ellos es el de la revelación. A este propósito, el Padre Velasco, en la citada vida de Francisco de Yepes (delicioso y fantástico relato de contactos habituales entre cielo y tierra), narra el siguiente episodio elocuente. Cuando fray Juan de la Cruz anda de prior por Segovia se lleva a su hermano, algo deprimido por una de tantas desgracias familiares. Estando juntos los dos hermanos, se les apareció la madre, que había muerto en aquel año del catarro universal (1580) que segó tantas vidas. Con la mayor naturalidad, y como noticia trascendental, la madre gloriosa revela, nada menos, «la mucha gloria que poseía, y díjoles cómo su padre había sido en el mundo noble y de buen linaje, y cómo había dejado parientes, hazienda y regalo por casarse con ella». La respuesta de fray Juan (Francisco no habla) está pletórica de matices: «Respondióla el santo padre fray Juan cómo había sido orden de Nuestro Señor para que de tal matrimonio tuviese dos hijos la Iglesia: a él, que era padre de muchos hijos espirituales, religiosos de la purísima Virgen María del Carmen, y a su hermano, que había dado siete hijos para el cielo que continuamente alababan a Dios. Y que lo uno y lo otro había sido de más importancia que cuantos tesoros y nobleza hay en el mundo». La convivencia sigue con músicas y cantares de cielo que entona la sobrina muerta. Mas lo que conviene advertir es cómo el hagiógrafo cree, y acentúa lo de la revelación y ese menosprecio por los linajes lo achaca, no a la realidad incuestionable para él, sino a pura humildad de fray Juan14.

Ese enfatizar la humildad del santo, que dice cosas para que no se crean, se percibe en el otro lance, aducido por el Padre Alonso de la Madre de Dios, que lo toma a su vez de testigos procesales. Fray Juan de la Cruz es en esta ocasión prior de Granada. Como no gusta de bajar a la ciudad, algunos suben al convento, y allí lo encuentran en su lugar predilecto, en la huerta. Es lo que acontece con aquel religioso grave, tan interesado en descubrir el linaje del santo como éste en no decir nada. Hasta que ya no pudo más, y se arrancó por la invectiva o por la admiración, que no queda claro: «Parece que con el gusto que vuestra paternidad muestra a esta soledad y el campo, y el que nunca le veamos por allá, nos quiere decir que es hijo de algún labrador». Cualquier iniciado sabe detectar en este ser «labrador» alusiones demasiado habladoras en relación con la consideración social de aquellos tiempos en que se contraponía la tierra (orígenes limpios, condición cristiano-vieja) a la industria y al comercio, sobre todo a la industria textil en su producción y en su comercialización de escaso alcance (oficios «viles», sospechosos). Pues bien, el santo, al decir del biógrafo, entró a la cita, y respondió: «No soy tanto como eso; mis padres eran unos pobres tejedores de buratos». Naturalmente, ante tal respuesta, cargada de propio menosprecio, aquel religioso grave se convirtió de su vida mundana a otra más perfecta. Pero el hagiógrafo se encarga de que el lector deduzca la conclusión de que fray Juan de la Cruz no habla tanto conducido por la verdad cuanto por la humildad, porque «el humilde padre (fray Juan) le pudiera responder: Padre: parientes tenemos en la corte; parientes somos de don Diego de Yepes, confesor de nuestro rey Felipe II; y parientes tenemos inquisidores y canónigos de la Santa Iglesia de Toledo»15. Pero el santo no respondió nada de esto, dice, entre edificado y desilusionado, el cronista Alonso de la Madre de Dios.

El modelo estaba forjado, y el modelo se reprodujo con sorprendente fidelidad. Autorizado, además, con el correspondiente árbol genealógico que se conserva en el archivo conventual de los carmelitas de Segovia, y que llega en su denuedo y en sus ascendientes hasta un tal Francisco García de Yepes, hombre de armas del rey Juan II allá por 1448. De ese tronco -que no se acaba de personalizar ni de concretar- salen todas las ramas a cual más honrada, como «testimonios acreditados de la limpieza de su sangre de Gonzalo de Yepes», remacha el tan citado Alonso de la Madre de Dios (como lo hacen todos los hagiógrafos), aunque se vea forzado a reconocer que el tal Gonzalo de Yepes andaba de agente de unos tíos toledanos embarcados en «tratos de seda», eso sí, «por grueso»16. Pero, claro, resulta que el tal árbol se había formado a instancias de los superiores mayores del Carmen descalzo ayudados por algún pariente colateral del santo, cuando éste era ya conocidísimo, y que la autorización de ese documento por el Padre General no confiere ninguna credibilidad a lo que tiene todos los visos de responder más a lo que se buscaba en 1628 que a lo que en realidad había acontecido.

Si poco -o casi nada- se sabe del padre, menos se conoce de la madre de San Juan de la Cruz antes de sorprenderla en su pobreza en Fontiveros. Los linajes de las mujeres no contaban demasiado. Por eso no escandalizaba tanto su condición, públicamente exhibida en su existencia pordiosera de Medina del Campo. Y, por lo mismo, el hagiógrafo, como en este caso el Padre Jerónimo Ezquerra (por 1641), se podía quedar tan tranquilo asentando, después de ensalzar la prosapia del padre: «Por parte de su madre no hallo particular noticia de sus ascendientes, ni della (quanto a su linage) he podido averiguar más de haber hija de honestos y virtuosos padres, aunque pobres, con que suplieron la gracia y naturaleza lo que les negó (como a los tales suele) la fortuna». Dejemos la tranquilidad con que da por presupuesto lo de «haber sido honestos y virtuosos» unos padres de los que no tenía absolutamente ninguna noticia. Porque, como para aquellos requisitos de santidad no bastaba esto, el hagiógrafo no puede reprimir su sugerente insinuación acerca de la ascendencia de la pobre buratera Catalina Álvarez, e inmediatamente se pregunta (y se contesta): «El apellido Álvarez muy conocido y estendido es, y abraza innumerables familias nobilísimas. ¿Quién sabe si el padre desta virtuosa donzella fue rama (aunque olvidada) de alguna de las más nobles? La pobreza deslustra y encubre muchos ilustres orígenes, y tal vez el más pobre oficial pudiera deducir su descendencia de la casa más calificada»17.

Eran impenitentes los hagiógrafos a la hora de acomodar todas las garantías al modelo que creían único de santidad.




La actualidad: incertidumbres e intuiciones

Como aconteciera con tantos otros santos, y no santos, los modelos estereotipados en el barroco pervivirían durante mucho tiempo. Es lo que ha ocurrido con San Juan de la Cruz, puesto que, en contraste con los avances de la crítica textual, con la atención prestada a su lengua y a su literatura, la biografía apenas si ha superado, en su conjunto, la fase hagiológica del siglo XVII. Los esfuerzos de Baruzi, desde sus planteamientos fecundos, no han tenido demasiados continuadores18; la obra del Padre Crisógono, valiosa, no hay duda, se ha copiado más que mejorado, y sus caminos son los de la hagiografía, no los de la biografía histórica19.

Esto no quiere decir que no se haya registrado algún esfuerzo encomiable como el realizado por Gómez Menor20. Embarcado en la estéril tarea de bregar con los Yepes de los documentos protocolarios de Toledo, no parece ir más allá del fantástico árbol genealógico antes mencionado. De su investigación denodada se viene a deducir que ni sabemos quién era el Padre de San Juan de la Cruz ni se puede probar documentalmente su origen judeo-converso (los indicios que presenta son frágiles a más no poder). A pesar de ello, ha tenido la virtud de sacar del ostracismo el problema de la madre.

Porque, saltando por encima de la árida documentación que le caracteriza, dando entrada a esa buena operaria histórica que es la imaginación, entabla de nuevo la discusión en torno a los motivos del rechazo familiar de Catalina Álvarez. Y una vez que tales rechazos no eran tan habituales por causa de linaje ni pobreza (para ser morganáticos los matrimonios requerían ciertas alturas sociales que no alcanzaba Gonzalo de Yepes), llega a la conclusión de que en la pobre madre del Santo hubo de darse una mácula, tan enorme como misteriosa. Y con el mismo escaso rigor que los hagiógrafos barrocos, aunque con fines muy distintos, llega a formular su tesis, otro silogismo en el que habría que probar la mayor: Esta mácula «en realidad no sabemos cuál era. Pero hubo de existir»21.

Puestas así las cosas no hay límites para sus hipótesis: el abuelo materno de San Juan de la Cruz pudo ser un ahorcado por delincuente común; quizá quemado por judaizante. Por si acaso no vale lo del abuelo, la hipotética casuística se fija en la abuela; a lo mejor morisca como su marido, pero le gusta más hacerla, además, esclava: es decir, esclava morisca22. La verdad, no detectamos consistencia en tales hipótesis por más atractivas que resulten.

Ante la penuria documental «protocolaria», Jiménez Lozano, no sólo conocedor privilegiado de San Juan de la Cruz sino también «sentidor» de sus presencias, ha trazado con rasgos maestros la posibilidad morisca de la madre del santo desvelando las razones ambientales, la densidad de la cultura morisca precisamente en La Moraña23. Lo ha hecho, además, con una sensibilidad de excepción y con instinto que posiblemente no convenzan a historiadores demasiado serios, atados al dato, pero que ofrecen claves nuevas para comprender -quizá también para aprehender-, no tanto la condición familiar, cuanto el mundo que rodeó las percepciones infantiles de Juan de Yepes.

En ésta una vía fecunda, necesaria y, con frecuencia, desatendida. La ha seguido Rosa Rossi, hispanista italiana que ha proporcionado reflexiones singulares sobre Cervantes, sobre la escritora Teresa de Ávila. De Juan de Yepes se ocupó en un ensayo más breve, no menos sugerente, que se esfuerza por descubrirlo en su condición de «hombre», «en las implicaciones del hecho de que no era mujer», con todos los privilegios y servidumbres inherentes. Como premisa, salta la ascendencia morisca de los padres24.

No podemos detenernos en estas tendencias nuevas en el análisis e interpretación de la realidad de San Juan de la Cruz. A estas alturas de la investigación puede resultar aventurada -nunca deleznable- la última hipótesis conductora. No puede documentarse, lo repetimos, la pertenencia de aquella familia a los sectores marginales castizos. Es posible que buceos sobre fondos nuevos puedan aclarar más las cosas. Ahora bien, no se ignora todo, y tanto Jiménez Lozano, Rosa Rossi, atendiendo las voces no apagadas de Baruzi, como especialistas del talante de José Vicente Rodríguez, han percibido la otra realidad con tantos significados: la de la pobreza más radical de los Yepes. Y aquí nos enfrentamos con evidencias que resultaban un tanto incómodas a los hagiógrafos del barroco desacostumbrados a rimar la santidad con la indigencia.




Los Yepes, pobres en una sociedad de pobrezas

Los historiadores de la pobreza de aquella Castilla miserable del siglo XVI (a despecho de todos los tópicos derramados sobre su brillo) se esfuerzan por ofrecer porcentajes de pobres en relación con los que eran tales: suelen oscilar entre el 10% de Valladolid y el 50% de algunas tierras extremeñas25 porque la pobreza aumenta hacia el sur. Los números siempre tendrán algo, o mucho, de convencional; las realidades eran mucho más duras: cualquier crisis de producción agraria incrementaba desbordadamente los márgenes de la indigencia. La agricultura, como sector dominante en aquellas sociedades agrarias, además de provocar la miseria de tantos campesinos, repercutía de forma tan indirecta como inmisericorde en el otro sector, en el industrial, sobre todo en el textil. Con la pobreza llegaba el hambre. Con el hambre los índices altísimos de mortalidad que se cebaban con predilección en los grupos sociales más desprotegidos, en un círculo que no sin rigor ha sido calificado de infernal. Esta -una de tantas- era precisamente la coyuntura de los años en que nació Juan de Yepes en una familia que sobrevivía por la actividad subordinada del proceso industrial textil. Justamente por aquel tiempo moría el padre. Y moría, muy niño, el segundo de los tres hijos, Luis. Augustin Redondo, Márquez Villanueva, han confirmado por fuentes literarias lo que se palpa en las demográficas, han insistido en lo que por 1540 suponía aquella sociedad toledana del Lazarillo lo tomada por los pobres26.

Por aquellos mismos años se desencadenaba un debate teológico y social apasionado con el gigantesco problema de los pobres como objetivo. Fue ocasionado por el cuerpo legislativo que nació para defender a las ciudades y a «sus» pobres de la invasión de los de fuera, ajenos al sistema urbano y que desbordaban las previsiones de las estructuras asistenciales. La legislación, cómo no, era represora de la libertad de mendigar y reproducía los planteamientos secularizadores del humanismo nórdico representado por Luis Vives, de las medidas ya adoptadas en espacios luteranos y estatalizadores de la asistencia como consecuencia social de una teología intrínsecamente desamortizadora de las cofradías e instituciones caritativas.

El debate español (mejor dicho, castellano) tuvo sus protagonistas. Frente a las posturas «socializantes», humanistas, del benedictino Juan de Robles, empeñado en impedir la mendiguez a los pobres capacitados para el trabajo y en convertirlos en elementos productivos, Domingo de Soto se convirtió en portavoz de la libertad del pedir por Dios; los pobres estaban para eso: para dar ocasión a la acumulación de méritos a los ricos (no hay que olvidar el mérito como integrante fundamental antiluterano), y para aprovechar que el Señor hubiera hecho tan ricas las tierras de Campos, las de Toledo, tan a propósito para que en ellas pordioseasen los pobres de las Montañas de las Asturias27.

Como era de esperar, y a pesar de algunas acciones municipales aisladas, se impuso lo que estaba entrañado en la sociedad sacralizada de por 1545: la libertad de pedir por Dios, el concepto y la realidad teológicos de la limosna.

En este mundo de pobreza, y amparada en sus estructuras, pudo sobrevivir aquella familia de los Yepes, reducida ya a la viuda y dos de sus tres hijos.

Quizá no resulte un juego inútil el esfuerzo por situar a los tres miembros en la categoría (o subcategoría) de pobres a la que en realidad pertenecieron. Por lo menos en aquellos tiempos se distinguían muy bien las graduaciones de pobres en cuanto a los recursos que a ellos se destinaban, incluso por lo que a su desconcertante consideración social se refería.

Porque había muchos pobres fingidos, válidos para el trabajo, pero que preferían vivir en libertad, al borde de la delincuencia o sumergidos en ella, antes que someterse a las esclavitudes impuestas por la pobreza institucionalizada. Veremos cómo Francisco de Yepes, el mayor de los hermanos, observa comportamientos parecidos a los de estos vagos: se mueve entre la picaresca y la santidad. Otros muchos eran pobres de verdad: enfermos, tullidos, viejos desamparados, expósitos. Sobre todo niños expósitos, los más pobres, que nacen para morir en su inmensa mayoría (los que sobreviven lo hacen con una muerte social a cuestas), y sobre los que vuelcan sus acciones caritativas, recogiéndolos y haciendo de padrinos en sus bautizos, Francisco de Yepes, su madre, su mujer Ana Izquierdo (o Izquierda, como se la llama más habitualmente dada la costumbre de acomodar el apellido al sexo)28. Ahora bien, las dos categorías más frecuentes y, dentro de las posibilidades, mejor atendidas eran la de los pobres envergonzantes y la de los pobres de solemnidad.

Los «envergonzantes» tienen que ocultar su condición de venidos a menos bajo la para casi nadie engañosa apariencia de honorabilidad. No son una creación de la picaresca (que hasta ternura siente por ellos): eran una realidad difícil, imposible de mensurar porque la sociedad tendía a la complicidad con quienes albergaban un sentir tan profundo de la honra. Por eso aparecen como mimados: en las crisis de hambre tienen prioridad en los repartos de alimentos; en todo tiempo solían contar con cofradías para recoger limosnas y hacerlas llegar a los destinatarios con toda discreción; para asegurar «honras» fúnebres dignas de su condición29.

Por no estar reñida con los criterios de valoración social, por contener indicios de haber sido antes noble, hidalgo, honrado, los hagiógrafos de San Juan de la Cruz recurren a todo lo recurrible para aplicar esta situación de la pobreza envergonzante (de rico, noble, venido a menos) al padre, Gonzalo de Yepes. Hasta la «revelación» se hace cómplice de estas mentalidades en otro de los diálogos (inverosímiles y elocuentes a la vez) que la «biografía» de Francisco de Yepes reproduce con la mayor naturalidad. «Preguntóle (Francisco) un día a Nuesto Señor que ¿cuál limosna era más acepta ante su Magestad de las que hacían los fieles? Le dixo: que la que se hace a los pobres avergonzantes y que en otros tiempos se vieron en prosperidad. Por esta causa daba limosna todas la veces que podía, de lo que tenía, a las personas honradas que auían venido a pobreza»30.

Pocos datos tenemos (si es que se tiene alguno) para probar lo anterior. Son muchos, todos, los que comprueban que aquella familia era pobre «de solemnidad», encuadrada dentro de quienes (en contraste con las ocultaciones de los envergonzantes) esgrimen y exhiben su situación como medio de supervivencia Los de solemnidad eran pobres legalizados, muy presentes (demasiado presentes) en los censos de la época, en recuentos de poblaciones urbanas, en padrones, en las quejas de las Cortes de Castilla, siempre con sus exenciones, podríamos decir que hasta con sus privilegios. Son los que mejor se benefician de los sistemas peculiares de «seguridad social» hasta en signos tan reveladores como eran los funerales, enterramientos y sufragios garantizados y gratuitos (y a veces muy solemnes, a tenor esto último de las posibilidades de la cofradía monopolizadora de tales atenciones).

Si prescindimos de visiones anacrónicas y burguesas; si es cierto que siempre se dieron corrientes de pensamiento hostiles a estos sectores y empeñadas presentar al pobre como marginal peligroso social, la práctica y la realidad descubren que el ser pobre de esta estirpe resultaba productivo, que se había convertido en una especie de profesión muy rentable, a tenor de los criterios de rentabilidad de entonces. Por eso la pobreza de solemnidad era tan demandada. Tan demandada, que las condiciones para su ingreso se habían ido aumentando y densificando hasta hacer exclamar a Domingo Soto (no así a sus adversarios teoréticos) contra «tanta artillería»: «Ni se hace tanto examen de la dignidad de ciertos cargos, oficios públicos y beneficios eclesiásticos, estando mandado por Dios (¡!), pero se multiplican las pesquisas para permitir a un hombre que pida un cuarto»31.

Los Yepes, viuda e hijos, se beneficiaron de estas estructuras caritativas. Son conocidas las cuitas de la madre, paupérrima, para «sacar adelante» a su prole; el mendigar ante parientes remisos. José Vicente Rodríguez descubre sus recursos como ama de cría. A la pobreza suma se debe el hecho de que desde Fontiveros (con no más de tres mil habitantes en el mejor de los casos), pasando por Arévalo, acabasen en Medina del Campo tan activa por 1550, tan bien armada -dentro de las inevitables carencias- para enfrentarse con la pobreza gracias a su riqueza ferial, a sus comerciantes-banqueros, a su red cofradera y hospitalaria como ha visto Alberto Marcos en una monografía ejemplar32. Y como dice, en su laconismo, el Padre Quiroga: «Fuese -Catalina- a vivir a Medina del Campo, por ser lugar más a propósito con la prosperidad con que entonces estaba para remediarse gente pobre, y allí se crió el niño Juan»33.

Y, en efecto, allí se remedió esta gente pobre.




Francisco de Yepes, pobre «acaudalado»

Los críticos del sistema caritativo tradicional (Erasmo, Lutero, Luis Vives, Medina, etc.) arrecian en sus invectivas contra la nube de pobres que, amparándose en tantos recursos habituales y fingimientos, o, sencillamente, en el no trabajar, llegaban hasta fabricarse fortunas considerables. Los avatares del hermano mayor de San Juan de la Cruz descubren que fue uno de los que siguieron estos comportamientos. La «biografía» peculiar que sobre él tejió su devoto, el padre Velasco, además de constituir un ejemplar casi único de hagiografía de un marginal, revela demasiadas cosas, si bien es cierto que pretendiendo lo contrario.

Francisco de Yepes casó, en su paso por Arévalo, con otra pobre, Ana Izquierda, analfabeta como él, como su madre. De los ocho hijos que fueron teniendo, todos, menos una que acabó bernarda en Olmedo, se le murieron al poco de nacer, conforme a las normas demográficas de los pobres y conforme a la conducta de la muerte, que respetaba a los hijos de los bien dotados (recuérdese el caso de la familia numerosa del padre de Santa Teresa y de la suerte tan distinta de sus muchos hijos cuando todavía no se había arruinado). Ya en Medina del Campo, el «biógrafo» se las ve y se las desea para probar su tesis de que «vivía del trabajo de sus manos». Si nos fijamos bien, pocos buratos debió de tejer quien, en otra visión, pidió a Dios lo que ya tenía: «ser pobre»34. No pudo aguantar casi nada como escudero, es decir, en un oficio no desconsiderado pero que esclavizaba algo, aunque sus ausencias en proteger a las encomendadas fuesen suplidas conforme al modelo clásico de santidad del que debiera trabajar por los ángeles mientras él andaba rezando. Era alérgico al trabajo y estaba familiarizado con el «hampa»: a boca de noche, dice la «biografía», salía para convertir mancebos que no le rentaban sino disgustos. Pobres, mendigos, gentes del «mal vivir» son su ambiente. En alguna circunstancia acaba con sus huesos en la cárcel. No hace más que mendigar y mendigar. Sigue las conductas también clásicas del pobre vagabundo irreductible. Aunque el hagiógrafo se esfuerce tanto -y ello es indicativo- para evidenciar que pedía, tan caritativo, sólo para los más pobres que él mismo; y aunque achaque al demonio y a sus asechanzas las «falsas imputaciones», lo cierto es que hubo denuncias (cómo no, «falsas»), «diciendo que era hombre holgazán, y que por no trabajar andaba a pedir limosna y que él se la comía y bebía, y que no la daba a los pobres, y que, antes por él perdían los demás»35.

Fuese como fuese, con el tiempo logró acumular recursos. En términos relativos habría que decir que logró enriquecerse. El padre Velasco explica por un milagro (por otro de tantísimos milagros como menudean) de Dios este «orden notable con que le sustentó en la vejez a los postreros años de su vida, cuando no podía trabajar»36 (como si hubiera trabajado antes). Mas, bien miradas las cosas, la abundancia de la larga etapa final de su vida la debió a seguir pidiendo quien a aquellas alturas se había convertido (gracias a la fama del hermano muerto y santo) en pobre cualificado que podía garantizar rentabilidades apreciables: «Proveíale Dios por medio de algunas personas pías que le conocían, sin auerle visto, sólo por su buen nombre, así desde Valladolid y Madrid y Granada y otras partes como del mismo lugar de Medina del Campo donde vivía, sólo por tener su amistad y participar en sus oraciones, porque de su vida y santidad tenían tanta satisfacción, que por tenerle por amigo le proveían con liberalidad»37.

Mucho le debió rendir a Francisco la fama de su hermano (que murió quince años antes que él). Además, es difícil evitar la sospecha de ingresos crecidos por la explotación inocente y económica de un tráfico tan frecuente y masivo entonces como el de las reliquias. En concreto, en aquella fiebre descuartizadora la religiosidad barroca, le tocó el donativo de la quisquillosa amiga del Santo, doña Ana de Peñalosa: «un pedacico de carne del mismo Santo Padre, del tamaño de un real de a dos, engastada en un cerco de búfalo con sus viriles». Fue una de las más milagrosas, puesto que se convirtió en famosísimo calidoscopio con y en permanente ostensorio medinense: los que miraban con fe y devoción podían contemplar al venerable fray Juan al natural, a Dios Padre, a Cristo, a la Virgen, en espectáculo llamativo y de amplísimo radio de acción. El Padre Jerónimo de San José, entusiasmado, cómo no, ante el milagro multiplicado, no deja de acotar: «aunque los más no vían nada»38.

¿Qué hacía el otrora pobre, ahora rico, con el dinero? En primer lugar, gastarlo con opulencia en los signos de riqueza del tiempo: además de en regalar a su mujer (muy vieja ya, sorda y ciega), es decir, además de en el gasto ordinario, «gastaba en misas que hacía decir cada semana y en limosnas que daba onze y doze reales cada ocho días»39.

«Como tenía tan buena bolsa y caja en el Señor», y a pesar de ello, Francisco cayó en la tentación de invertir. Así, la hijuela de una doncella de la que le hicieron tutor fue a parar, primero, a un socio negociante en ganado, que le engañó, le hizo ir a la cárcel por deudas, le obligó a pleitos costosos, y no hubo más «porque el Señor salió por él». De nuevo se dejó seducir por las promesas de otro socio que le hablaba de lo rentable de invertir los ducados en el trato de ovejas. Otra vez fracasó, porque, dice el Padre Velasco, por su «sencillez, y como se creía de todos, con facilidad le engañaban y le hacían trampas»40. Por fin cayó en la cuenta de que era mejor confiar a otro, ya administrador de verdad, la gestión del dinero.

Entre los aludidos, el mayor signo de riqueza era el que se ofrecía en los funerales, mejor dicho, en las honras fúnebres. De hecho, el suyo sería un entierro sonadísimo, fastuoso, como describe su «biógrafo», que, en otro lugar, resume de esta suerte la trayectoria económico-espiritual de su héroe desconcertante:

«El que había sido tan pobre antes como se ha visto en lo que está referido, fue después proveído con tanta abundancia de Nuestro Señor, que cuando se le murió su muger tuvo con qué enterrarla honradamente y para las misas y los demás gastos del entierro sin pedir nada a nadie. Y lo mismo cuando a él se le llevó el Señor para sí: que no sólo tuvo para su entierro lo necesario, pero hubo también para algunas mandas y obras pías que dexó ordenadas en su testamento. Cumplióse en ello que dice David: ‘No les faltará el cumplimiento de todo bien a los que buscan al Señor, en esta vida ni en la otra’»41.






Juan de Yepes, la indigencia y la caridad colectiva de Medina del Campo

Gracias a su pobreza aquella familia de los Yepes pudo sobrevivir, y, al menos Francisco y su mujer, morir con «honra». Gracias a la caridad colectiva y a las estructuras asistenciales de Medina del Campo, Juan, el único de la familia, pudo aprender a leer y escribir, y se hizo con el andamiaje humanístico y literario que fueron formando su personalidad y fecundaron su sensibilidad.

Catalina Álvarez, viuda y pobre de solemnidad, logró el ingreso del niño en los «Doctrinas», institución destinada a educar a los rapaces paupérrimos, con predilección a los huérfanos. Por aquel año de 1551 Castilla se estaba poblando de colegios de la doctrina cuya eficacia proclamaban las Cortes en 1548 «cuánto bien hasta ahora se haya hecho en las partes donde hay colegios son testigos los jueces dellas, que dicen haber menos latrocinios que solía». «Es gran provecho de los pueblos principales que en ellos haya escuela de buenas costumbres y doctrina y ejemplo». La satisfacción es explicable al mismo tiempo que desvela cómo los acogidos a estos centros eran los niños más expuestos a la futura delincuencia. De hecho las propias Cortes ponían como condición «que no se reciban sino los más desabrigados del pueblo y tierra y los vagabundos del pueblo, porque es cierto que en remediar estos niños y niñas perdidos se pone estorbo a latrocinios, defectos graves y enormes, que por criarse libres y sin dinero se recrecen; porque, habiendo de ser criados en libertad, de necesidad han de ser cuando grandes gente indomable, destruidora del bien público, corrompedora de las buenas costumbres e inquistadora de las gentes y pueblos».

No debe deducirse como absurdo futurible que, de no haber sido internado en los doctrinos, Juan de Yepes hubiera acabado en delincuente o, como su hermano mayor, en vago pordiosero. Pero el contexto anterior, así como las constituciones conocidas, explican el ambiente riguroso de internado, con disciplina monástica, de colegios regidos por un sacerdote, financiados por el municipio y por la caridad.

Se sabe, por los centros de esta estirpe estudiados, que en los doctrinos, junto a las bases comunes de catequesis (para ellos compuso Juan de Ávila populares catecismos versificados y cantados), junto a la doctrina cristiana y primeras letras, rudimentos de aritmética y modo de ayudar a misa, se impartía una enseñanza diferenciada: unos aprendían oficios para ponerse después a las órdenes de los maestros de gremios; otros, con ciertas cualidades para ello, siempre minoría, se dedicaban a ampliar las primeras letras. Juan de Yepes, es bien sabido, manifestó total incompatibilidad para los oficios manuales, rara habilidad para lo que no se apreciaba tanto, para las letras.

En cambio, y para ayudar a la financiación de instituciones casi siempre deficitarias, los recogidos tenían que ayudar con su «trabajo» consistente en pedir limosna (aunque las Cortes se hubieran empeñado en desarraigar este «vicio»), en asistir a entierros, más brillantes cuantos más pobres niños participaran en el cortejo; sobre todo -y en ello se fijaban las cláusulas específicas de Rodrigo Dueñas, fundador de los doctrinos medinenses- en ayudar a misa en la Magdalena.

Los hagiógrafos se hacen lenguas de las muchas misas en que Juan de Yepes actuaba de monaguillo con fervor. Lo indudable es que se trataba de una obligación, de una contra prestación de los niños doctrinos por su crianza costosa.

De los doctrinos se tenía que salir a eso de los catorce años. Aunque la cronología no anda excesivamente rigurosa para este tiempo de Juan de Yepes, parece más que probable que, inmediatamente, se incorporase a un hospital que le sustentase a cambio de su trabajo y que le permitiese proseguir sus estudios. De nuevo se mueve en el mundo de la pobreza, esta vez de la pobreza adulta y enferma, puesto que estas instituciones en el Antiguo Régimen estaban pensadas para los pobres (los ricos no iban a los hospitales), con funciones tanto de acogida como terapéuticas, más de muerte que de curación. Siguiendo los datos de Alberto Marcos, en sus excelentes investigaciones sobre el régimen hospitalario de Medina, la villa estaba bien dotada (en cantidad, que la calidad era otro mundo): junto a hospitales para enfermos en general, dispersos, los había especializados en aislar determinadas afecciones, y, entre éstas, las contagiosas: la lepra, tiña, sarna en «Los santos Lázaro»; la más temida y venérea en el de las Bubas.

Estaba regido por la Cofradía de la Concepción. Situado extramuros (como todos los destinados a infectocontagiosos), su actividad resultaba desbordante: doscientos enfermos pasaban cada año por sus cincuenta camas (en contraste con la penuria dotacional de otros hospitales, mínimos muchas veces). Aquella atención y solicitud discreta ante la enfermedad desconcertante era mimada por los medinenses: el de las Bubas fue uno de los pocos hospitales respetados cuando desde Felipe II se intentó unificar tantas células en uno general y mejor atendido42.

Allí trabajaba Juan de Yepes. Y como los recursos ordinarios no bastaban, para el hospital de las bubas vergonzosas tenían que pedir, conforme a lo establecido, por las calles, por el mercado, en las iglesias, en las eras, en los majuelos. Los hagiógrafos, de nuevo, se entusiasman ante la entrega del adolescente joven a los enfermos, ante su espíritu de caridad. Era otra obligación.

Fue, sin embargo, una obligación que le permitió estudiar lo que puede verse como formación preuniversitaria. Y pudo hacerla en el reciente y activo colegio que los jesuitas no hacía mucho habían establecido en Medina, con maestros excepcionales, entre condiscípulos privilegiados, con métodos que eran lo contrario que los utilizados en los doctrinas. Pero él estudiaba como pobre, es decir, no se podía atener a la «ratio studiorum» (que ya estaba gestando) en su integridad, y como externo. Nada de lo que se ha dicho acerca de la prestancia de aquel tiempo de formación jesuítica en la trayectoria de San Juan de la Cruz parece exagerado y quizá está exigiendo ulteriores investigaciones.

Parece que el prometedor joven fue solicitado para empleos clericales seguros como el de capellán del hospital. No se sabe que lo fuera por los jesuitas. Juan de Yepes ingresó en el Carmen de Santa Ana, quizá menos selectivo que la Compañía, popular también por el prestigio del Padre Rengifo, como ha visto en sus investigaciones Balbino Velasco. Con su integración en la orden carmelitana, mendicante, sin dejar de pertenecer al mundo de la pobreza, su condición social cambiaba, porque los frailes, aunque «pauperes Christi», no lo eran envergonzantes, ni de solemnidad.

Por unos motivos o por otros, en conclusión, desde el nacer hasta su ingreso en el Carmen de Medina, el mundo de Juan de Yepes fue el de la pobreza (no sería aventurado decir que el de la miseria)43.







 
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