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Lucas Fernández y sus pastores, ¿parientes del gracioso?

Miguel M. García-Bermejo Giner





La materia que se estudia en esta monografía, la contribución de distintos autores y obras del teatro anterior a Lope de Vega a la constitución y recursos del gracioso, obliga a pasar revista a algunos conceptos que consuetudinariamente empleamos sin someterlos a un necesario escrutinio que nos permita ver más allá de lo que atisbaron quienes lo han ido construyendo con sus trabajos a lo largo del tiempo1. Sin duda somos, debiéramos ser, enanos a hombros de gigantes, en el sentido en que probablemente formuló la famosa frase su creador2: debemos partir de los grandes estudios y conceptos, pero someterlo a una revisión tan respetuosa como minuciosa para hablar con propiedad de la relación entre la figura del pastor del teatro del temprano siglo XVI y el gracioso o el simple de la comedia nueva; en ellos, los distintos especialistas oscilan, grosso modo, entre quienes encuentran una continuidad entre pastores y graciosos y aquellos que suponen un trasvase de la comicidad medieval popular, más o menos adaptada a las nuevas circunstancias. Pero tales presupuestos no son fácilmente aplicables a Lucas Fernández, por las razones que expondré.

Atina en la descripción de los estudios relativos al gracioso Hermenegildo cuando señala que los intentos de abordaje de la figura del gracioso del teatro clásico español han perseguido el establecimiento de figuras dramáticas predecesoras del mismo (pastores, simples, bobos) al albur de que comparten características o recursos, interpretándolas como señas de su vinculación con esos «antepasados», lo que produce: «el problema de la prioridad de algunos modelos sobre ciertas realizaciones dramáticas, del establecimiento de los "derechos de invención" de determinados autores, de la identificación de las fuentes que alimentaron la construcción del gracioso, etc.» (1995: 9).

En ese hábito influye no poco la arraigada concepción canonística ordenadora de la historia del teatro castellano del XVI, que se manifiesta en marbetes como «teatro prelopista», «teatro prelopescos» y otros, que apuntan que la principal seña de identidad de esos autores y obras es su condición de prolegómeno de Lope de Vega y su producción dramática. Creo que esa concepción ha inducido a confusión y a llevarnos a forzar el establecimiento de relaciones y vínculos entre escritores y textos para explicar la génesis de temas y personajes; esto es particularmente perceptible en el caso de los pastores de Lucas Fernández, cuyas característica forma de expresión y acciones se han aceptado como elementos que contribuyen a perfilar el gracioso que eclosionará casi un siglo después de la difusión y posible influjo que tuvieran los textos del salmantino. Desconfío profundamente de que Lucas Fernández y sus Farsas y Églogas hayan tenido repercusión directa sobre Lope de Vega -e incluso casi me atrevería a decir que sobre sus propios contemporáneos-, dado lo más que probablemente reducido de la tirada del texto, salida del taller de un único impresor recién llegado al negocio editorial, radicado en la apartada Salamanca y sin presencia en el mercado con textos literarios que difundir3. Tal hecho posiblemente fuera el origen de algo que a menudo pasa inadvertido: la ausencia de tangibles referencias a nuestro autor y su obra en textos posteriores. Dar por sentada su influencia sobre autores posteriores se explica por tratarse de una perspectiva impuesta por el canon de la historia literaria gestada sobre principios literarios del XVIII sobre nuestra historia del teatro4 pero que continúa teniendo una influencia insoslayable, perceptible ya en los primeros estudios sobre la figura del gracioso de mediados del pasado siglo XX.

Incluso materialmente, la historiografía del teatro español del siglo XVI está marcada por el estudio (1830) de Leandro Fernández de Moratín, que cincela, cronológica y metodológicamente5, el periodo y su comprensión; apenas dos años después de su publicación, Böhl de Faber publica seis obras dramáticas de Encina recogidas en el Cancionero, junto con ocho en castellano de Gil Vicente, cuatro de Torres Naharro, cuatro de Lope de Rueda y «algunos pasos de sus dos coloquios» (1832: III-IV), en un libro que denomina Teatro español anterior á Lope de Vega. Si exceptuamos el divulgativo catecismo de Valladares (1848), hasta el benemérito estudio de (1885) del sevillano Manuel Cañete (1822-1891)6, no existe un estudio únicamente dedicado a aquel teatro7. En ese libro fundacional Cañete recogía informaciones dispersas en otras publicaciones, como la del teatro religioso anterior a Lope (1862) o el de Jaime Ferruz (1872), y ediciones anteriores, como las de Lucas Fernández (1867), Micael de Carvajal (1870), la Propalladia Torres Naharro de (1880)8 o Juan del Encina (1893). Hasta sus trabajos no se consolidó el campo de estudios del teatro del siglo XVI, pero lo hizo de acuerdo con la perspectiva de Moratín, de la que Eugenio de Ochoa se hacía eco en el prólogo al abocetar la cuestión del juicio que merece el teatro español del XVI y XVII: «Para la inmensa mayoría de los extranjeros y para gran parte de los españoles, Lope de Vega y Calderón reasumen en sí casi todos el esplendor que rodea a ese inmenso cúmulo de riquezas literarias que constituyen lo que se llama el antiguo teatro» (1838:I, [s. p.]); no es de extrañar que en la página siguiente, Ochoa vuelva a emplear la citada perspectiva «lopecéntrica» al proponer una división en cuatro de la historia de nuestro teatro, cuya primera sección era: «1. Tesoro del teatro español desde su origen hasta Lope de Vega». Sus conceptos proceden, claro, de Fernández de Moratín que modestamente enuncia las bondades de su trabajo por las que recomendaría su lectura, que corona con este motivo: «presentar a los inteligentes un resumen crítico en que manifiesto cuál fue el origen de nuestras escena, cuáles sus progresos, y cuáles las causas que influyeron en las alteraciones que padeció, hasta que Lope de Vega las autorizó con su ejemplo» (1830: 10).

Si para los neoclásicos, en sentido lato9, Lope era un barroco aceptable, como encarnación de una mímesis adaptada a los tiempos, para los románticos la ejemplaridad de los grandes dramaturgos barrocos eclipsaba a los autores anteriores a 1580; por estas circunstancias, estos dramaturgos quinientistas sobrevivían como objetos de la atención de eruditos y siempre con el sambenito de ser «raros y curiosos» cuyo único valor procedía de su condición de heraldos de la comedia nueva, como señaló Pérez Priego (2011: 224). Esa perspectiva experimentó los cambios que señala Oleza Simó (2002: 1): «las generaciones del 68 y el 98, afectaron más a la valoración ideológica que a la visión histórica del teatro clásico». El siguiente jalón para Oleza Simó en su mencionado estudio lo representarían los críticos que coinciden cronológicamente con el grupo generacional del 27, que iniciaron un examen crítico del teatro ya de corte más teórico-dramático, base del cambio experimentado en este campo de estudios en los años 60 del siglo pasado, revisados por el crítico citado (1995), y que, aunque condujo hacia una revalorización de aquel teatro y una nueva visión positiva de su aspecto espectacular, alejándose de la teoría, dejó «de todas formas intacta la visión de conjunto»10. El siguiente jalón desde su perspectiva se produce con la irrupción de monografías de diversa índole en España y fuera de ella a partir de mediados de los años 70. Hasta ese momento, de nuevo en palabras de Oleza (2002: 3-4), el punto de vista imperante en los estudios dramáticos del ámbito castellano era:

mucho más literario que teatral, construía una historia de autores aislados entre sí -o si se quiere, de los «grandes nombres» y, a modo de apéndice, de sus epígonos-, no se detenía a especificar líneas paralelas, alternativas o en oposición a las que marcaban los autores de mayor relieve (con perjuicio para dramaturgos con un papel histórico determinante como Diego Sánchez de Badajoz Timoneda, Rey de Artieda, Virués, o Claramonte), era incapaz de articular las distintas corrientes, géneros, tradiciones, datos escénicos y representacionales épocas históricas... en hipótesis explicativas bien fundadas, y se alimentaba de los tópicos heredados de las primeras -y grandes- construcciones explicativas del XIX (la romántica, con la «teoría», puesta en juego por los Schlegel y la «historia», que la aplicaba, por el conde de Schack; y la historicista de Menéndez Pelayo).


El propio Oleza calificaba esta construcción de «pesado lastre para una mejor comprensión de nuestra historia teatral», especialmente en el caso «del carácter "prelopista" de todo el teatro del siglo XVI, con que se hacía depender la riqueza teatral de una época histórica del modelo que se imponía en la siguiente». Aunque los distintos autores y obras mencionados por Oleza han ido cambiando el panorama y dotándolo de una diversidad y profundidad menos homogeneizante y más real, sigue pesando, ¡y cómo!, esa estructuración de la historia del teatro, que se manifiesta en valorar autores y recursos en función de su supuesta participación en el desarrollo de la comedia nueva.

Así las cosas, convendría tener presente que no se debe dar por sentada la posible presencia de Encina o Lucas Fernández, sus pastores, la lengua que emplean y sus motivos cómicos en la comedia nueva11. Sobre lo primero, no es necesario recordar la negación de la mayor que abre un trabajo de Gómez Gómez (2002: 233, n. 1) acerca de la inexistencia de vínculos materiales, textuales, ni culturales -sensu lato- entre el gracioso y el pastor del teatro temprano. Comparte las afirmaciones problemáticas de Rodríguez Sánchez de León (1998: 109) en torno a la similitud existente entre los pastores protagonistas de las obras de Encina y Torres Naharro -a los que podríamos añadir a Lucas sin más problemas- y el gracioso de Lope, a pesar de que no pueda por menos de admitir que no existe una vía de transmisión de recursos, materiales o hábitos: no existen personajes de rústicos que conservasen la tradición nacida en el primer cuarto del XVI ni en los autores de la generación de los años 80, como los denominaba Froldi (1989: 461), los Cervantes, Juan de la Cueva, ni en los de la siguiente, ni en la generación que Vitse (1988: 345-350) llama la de la modernización de la comedia, como Miguel Sánchez, etc.12. Además, recuerda Gómez Gómez con Salomon (1985: 146-149) lo inadecuado de identificar al pastor rústico del primer tercio del XVI con el gracioso lopesco y, por extensión, con el donaire. No hay más que recordar el estudio de Lázaro Carreter (1987) sobre las funciones de este último para desdeñar cualquier parentesco con el temprano pastor-bobo13, como lo denomina Brotherton (1975).

Por otra parte, por acudir a argumentos de distinta naturaleza sobre este problema, el personaje del gracioso aparece relacionado por quienes lo han estudiado con figuras reales, según Herrero (1941), por improbable que sea, o incluso con una competencia básica para la sociabilidad coetánea, que emplea materiales cómicos conforme a unos principios de mesura que rigen su uso pragmático, delimitados ahora por Strosetzki (2013: 73-79), como propuso Webber (1972: 181): «cultivating an urbane, witty, discreet mode of conversing, represented one of the loftiest virtues of the Renaissance courtier; and that attempting to be gracioso by perverting this style was one of the most reprehensible of faults». La falta de mesura en lo cómico opone al truhán frente al gracioso, una separación que caracteriza la relación del pastor y el caballero en el teatro altomoderno, como señaló tempranamente Díez Borque (1970), distancia que separa también al personaje del montaraz pastor del gracioso, siempre al servicio de un galán.

El espinoso tema de la lengua sayaguesa y su pervivencia en el teatro del XVII fue abordado por Salomon (1985: 145) al estudiar el problema de la identificación con el gracioso de estos pastores altomodernos, entre los que se encontrarían los de Lucas Fernández, al hilo del estudio de la comicidad producida por los nombres y la lengua de los personajes pastoriles. Y comenzaba por señalar que la denominación de sayagués que recibe el rústico que pulula por los escenarios castellanos no procede de los autores que lo llevaron a las tablas ni tiene su origen en ninguna relación con la realidad socio-etnográfica de la comarca zamorana de Sayago. Se trata de un dialecto literario, un lenguaje especial que Salvador Plans aclara que nunca fue «fijación literaria del habla de un sector minoritario, sino de un lenguaje intencionadamente vulgarizante» (2004: 771-772). Está constituido sobre una base leonesa a la que se agregan elementos de diversa procedencia: «vulgarismos, arcaísmos castellanos, latinismos arrusticados [...] e incluso lusismos, junto a fórmulas estereotipadas que se repiten insistentemente» (2004: 783). Como observó López Morales (1967: 418), es pura convención este artificial dialecto; en los autores que primero lo usaron, Fray Íñigo en su Vita Christi y las Coplas de Mingo Revulgo, la presencia de dialectalismos es mínima, mientras que en Juan y Lucas crece, aunque mayormente se limita al plano fónico y es mucho menor en los planos morfológico y semántico. Esa tendencia se acentúa pronunciadamente hasta llegar a un Lope que en su La villana de Getafe presenta a una aldeana, Inés, que se ve obligada a esconderse tras una máscara de rústica sayaguesa (1990, vv. 1400-passim) y para ello simplemente introduce algún pardiez, so, simpreza, a la fe y alguna expresión similar más en su discurso.

Salomón (1985: 142) propone que se trata del empleo de un recurso caracterizador que pretende reflejar el habla popular de los ambientes en los que se sitúa la acción, ya sea Francia, Extremadura o Galicia. Lope, y otros, emplean un dialecto literario análogo muy extendido en los últimos veinte años del XVI y principios del XVII, tanto en el mundo del romancero como en el teatro, la fabla. Lope la utiliza en Las famosas asturianas, El primer rey de Castilla o en Las Batuecas del duque de Alba, pieza en la que los pastores emplearían un protocastellano hablado seis siglos antes y que los serranos habrían conservado intacto.

No obstante, creo interesante señalar que el empleo de este lenguaje pretendidamente rústico está más ligado a un recurso estilístico que a un tipo de personaje concreto, el pastor sayagués. La primera ocasión, si no me engaño, en la que nos encontramos el término usado indudablemente con sentido asociado a lo cómico14 es en la epístola que Joan Timoneda antepone en 1567 a los Coloquios pastoriles. Dos colloquios pastoriles de muy agraciada y apazible prosa, compuestos por el excellente poeta y gracioso representante Lope de Rueda. Sacados a luz por Ioan Timoneda.

Prudente y amado lector, aquí te presenta mi codiciosa y mal limada pluma los intrincados y amarañados Colloquios Pastoriles, repletos y abundantes de graciosos apodos, de aquel excellente poeta y supremo representante Lope de Rueda, padre de las subtiles invenciones, piélago de las honestísssimas gracias y lindos descuydos, único, solo entre representantes, general en qualquier estraña figura, espejo y guía de dichos sayagos y estilo cabañero, luz y escuela de la lengua española, para que veas su tan sublimada habilidad y mi torpe atrevimiento, aunque la affectación de servirte me disculpa.


(1992: 257)                


Ahora bien, el habla de los pastores de Rueda no es igual, ni mucho menos, al de los pastores de Encina y Lucas; bastaría recordar cómo manifiesta Bonifacio en la Égloga o farsa del Nascimiento su condición de pastor aventajado:

En todo el val de Villoria,
ni el Almuña,
ño ay zagal de tal mamoria,
y, aun si digo en vanigrolia,
ño ay quien comigo conjuña.
   En correr, saltar, luchar,
nayde me llega al çapato.
Pues en cantar y baylar,
y el caramillo tocar,
siempre so el mejor del hato.
Porque a ferias y a mercados
he yo ýdo,
mil zagales curruchados
he topado, y perchapados,
mas siempre los he vencido.

(1976: 166-167, vv. 36-50)                


Frente a Lucas, el texto de Lope de Rueda es formalmente muy distinto, aunque se sigan empleando los mismos tópicos, paródicos del cortesano15, de las habilidades de los pastores

Muchos días ha, Quiral, que tú me habías de haber reconocido ventaja, así en el arte de la lucha, como en saltar, correr y tirar de barra, y en todo cualquier género de buen ejercicio; pero que están por fiado, rebelde y cabezudo, que, aunque de la verdad tienes verdadero conocimiento, de tu propria voluntad conocer no quieres aquello que todo el mundo tiene por público y notorio.


Coloquio de Camila (1979: 360)                


Si acaso en lo que más se muestra próximo Rueda a Fernández es en una genealogía burlesca de Pablos. En la mencionada Égloga o farsa del Nacimiento Bonifacio hace gala de ascendientes de postín:

BONIFACIO
Yo soy hijo del herrero
de Rubiales,
y nieto del messeguero.
Prabos, Pascual y el gaytero
son mis deudos caronales.
   Y aun es mi madre señora
la hermitaña de San Bricio.
GIL
Éssa es gran embaÿdora,
gran dïabro, encantadora.
BONIFACIO
Muger es de gran bollicio.
GIL
Medio bruxa asmo qu'es,
y aun aosadas,
que si buscarla querrés,
cada noche la topéis
por estas encruzijadas.

(1976: 171, vv. 156-170)                


En el citado Coloquio (1979: 378), el pastor presume también de buen linaje, pero más atenuadamente:

Pablos. Sí. señor; ¿no vee vuesa merced que soy todo entero hijo de Guarnizo el enxalmador, que aunque la señora Ginesa dice que curaba bestias, levantéselo, que no era sino medio albéitar?


Apréciese cómo en ambos autores las profesiones deshonrosas son usadas como arma arrojadiza por terceros, reflejo de la extendida costumbre de motejar achacando ascendencias innobles, relacionadas con ocupaciones viles, cuando no con la hechicería y aledaños de Celestina que estudió Egido (1996: 30).

Parece que pasado el ecuador del siglo XVI, lo sayagués era más una materia que una forma de expresión, ligada a lo villano, de procedencia baja, donde se daban cita la simpleza y malicia que caracteriza a estos personajes; eso explicaría por qué sitúa en Sayago un cuentecillo con el que ilustra la desconfianza de un interlocutor del autor hacia sus consejos en materia de higiene dental Francisco Martínez de Castrillo, autor del primer tratado de odontología castellano y europeo16. Pedrosa (2008) recoge, con su habitual minuciosidad, otros muchos ejemplos que muestran cómo el rústico se había ido identificando con el sayagués, tanto en su forma de hablar como de vestir, como propuso Stern (1961: 226-227) con Covarrubias («tan zafios como son en el vestir lo son también en el lenguaje», apud «enquillotar» 521, y «jaco» 710) y otros. Lo más llamativo es que sus ejemplos, como ella observó, son del siglo XVII o ya muy tardíos, como esa «danza de sayagueses» de 1590, impulsada, curiosamente, por parientes del primer duque de Alba, mecenas de los escritores que primero emplearon el sayagués. En definitiva, como señala Stern: «Prior to 1567, the words used to describe rustic speech were vague, perhaps inadequate adjectives, but free, however, of any specific geographic association» (1961: 232).

Así pues, porque esporádicamente se denomine sayagués en el teatro del XVII a los rústicos que aparecen en escena17 no se puede creer en que exista una conexión entre los personajes pastoriles desarrollados por autores de la generación de los Reyes Católicos, como Lucas, y los personajes rústicos del XVII. Salomon señala que en los pastores del XVII mayoritariamente se encuentran formas sayaguesas en situaciones cómicas y se emplean para representar a rústicos procedentes de cualquier parte de España mediante ese dialecto literario (1985: 135 y 137), que se reduce a un grupo minúsculo de expresiones y vocablos que pretenden ser tan campesinos como resultan cómicos para los oídos de los espectadores (136). Proporciona incluso un ejemplo de Lope, que presenta algunos de sus personajes conscientes de esta circunstancia, como en El cuerdo en su casa, donde una hidalga y una rústica, con la típica construcción especular, se imaginan verbalmente en pleno ataque de celos cómo transcurrirían los encuentros de sus cónyuges con sus amantes: «¿Hubo tujon, her y crego? | ¿Cómo te habló? ¿Qué te dijo?»; | «Mas no siendo natural | volerías al dijoren, | hizon, trujon y llevoren|, que era carbón parternal» (1985: 136).

Es evidente que Lope no sigue el recargado uso de la lengua rústica del que hace gala Lucas Fernández en el habla de sus pastores; observa Salomon que estos personajes y sus formas de expresión son «menos caricaturescos, menos repetidos [...] Escoge justo lo necesario para conferirle al habla de sus paletos una pincelada convencional de rustiquez divertida» (1985: 137). En definitiva, han sido sometidos en el siglo XVII a un proceso de atenuación y simplificación que Gillet consideraba resultado de ser «increasingly misunderstood and misapplied, and disappearing finally as a collection of mere vulgarisms under the ridicule of the satirists» (1925: 443). En otras palabras, tras el empleo intensivo del sayagués que hacen Juan y Lucas, los autores posteriores abandonan la gran mayoría de los elementos más lingüísticamente complejos, especialmente morfológicos y sintácticos, para entregarse con fruición a un pintoresquismo rústico a base de los planos fonético y semántico del lenguaje.

Hay que recordar que el empleo de estos lenguajes especiales -de morisco, de negro, la fabla antigua, etc.- es una tendencia consolidada en el teatro del siglo XVII, y en el XVI, como estudió Canonica de Rochemonteix (1991) y (1996). Su empleo está emparentado con la «barbarolexis», de gran eficacia, cómica, por su mezcla de términos patrimoniales y extranjeros; se trata de un lenguaje mixto como ha estudiado ahora Ferrer-Lightner (2010), que lo caracteriza con Bustos Tovar (2006: 33-34) como propio del renacimiento, en el que la marginalidad social le confiere al personaje un grado directamente proporcional de libertad de expresión, una época que «permitió caracterizar a personajes de forma convencional sin preocuparse excesivamente por su grado de verosimilitud» y que se utilizó para construir un enfrentamiento dialéctico entre dos mundos opuestos, como señala la autora y apuntó tempranamente Díez Borque (1970: 5-11), el de los pastores y el de los cortesanos.

Un resultado de esto es la reducción de los personajes, mediante la mecanización de sus nombres y la estandarización y simplificación de su discurso que Salomon señala que «contribuyó fuertemente a deshumanizar al villano cómico presentado por la comedia hasta dejarlo como una figura teatral existente sólo por y para la escena» (1985: 145). En ello no tuvo poco que ver el desprecio que la aristocracia sentía y mostraba hacia los menos pudientes y sus hábitos, que chocaban con las impostadas formas sociales cortesanas. Cuando pasa el tiempo, la vanidad se desdibuja y se generaliza, pero permanece en el desprecio hacia el otro, encarnado en su presentación como un disminuido que actúa mecánicamente; es un simple estereotipo. Salomon (1985: 149) recoge el testimonio de Juan Martí, autor que bajo el seudónimo Mateo Luján de Saavedra escribió una Segunda parte del pícaro Guzmán de Alfarache (1602: cap. VII)18, en la que describe la coincidencia de influencias de personajes y tradiciones teatrales que convierten al simple en un personaje lleno de potencialidades, pero que no es descendiente directo del pastor:

[el] simple que usan en España, es bueno sin perjuicio, porque causa risa empeçando muchas sentencias y acabando ninguna, haciendo mil precisiones muy graciosas, y es un personaje que suele deleitar más al vulgo que cuantos salen a las comedias en razón de que en él cabe ignorancia y malicia, y lascivia rústica y grosera, que son sus especies ridículas, y por le estar bien toda fealdad (digo en cuanto es provocación de risa), es la persona más apta para la comedia, y en esta intervención se han aventajado los españoles a griegos y latinos que usaron de siervos en sus comedias para el fin de la risa, a los cuales faltaban algunas especies de lo ridículo; porque no tenían más que dicacidad o lascivia, o cuando mucho las dos cosas, y carecían de la ficción de la ignorancia simple, la cual es autora grande de risa [...].







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