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Tiene mucha razón A. Reyes cuando escribe que el Esperpento nace del «choque entre la realidad del dolor y la actitud de parodia de los personajes que lo padecen. El dolor es una gran verdad, pero los héroes son unos farsantes». (Tertulia de Madrid [Buenos Aires: 1949], p. 86). Menos convincentes resultan los intentos de Montesinos que, dejando a parte lo que directamente expone en «Modernismo, esperpentismo o las dos evasiones» (R. Occ., 44-45), opina: «Como todos los grandes libros españoles, Pepita Jiménez es un "esperpento", y lo característico del esperpento es que nos ofrezca la personalidad de los personajes que acoge en reflejos múltiples que juntos componen un complejo haz de realidad». (Valera o la ficción libre, Madrid, pp. 111-12; cfr. Costumbrismo y novela [Valencia: Castalia, 1965], p. 38, 81 y 82). Otras definiciones pueden ser la de M.ª Eugenia March: «Aplicando las definiciones mencionadas de expresionismo, diremos que Valle-Inclán en los Esperpentos reproduce sensaciones provocadas en él por impresiones de la realidad española. Estas sensaciones contienen en síntesis datos de la realidad española pero transfigurados, resueltamente deformados en pro de un nuevo orden sistemático. En otras palabras, la realidad real matemáticamente deformada da origen a un nuevo plano o realidad sustituyente, ésta es la que encontramos en los esperpentos». (Forma ideada de los esperpentos de Valle-Inclán [Valencia: Castalia, 1969], p. 31), lo cual no es decir mucho. Manuel Bermejo encuentra que «Luces, espejos y sombras, combinados sabiamente, servirán de maravilla a los propósitos del autor para darnos esa mezcla extraordinaria de fantasía y realidad, de tragicómico ensueño o alucinada pesadilla que es lo que suelen ser las obras bautizadas por el autor con el mote de esperpentos». (Valle-Inclán: introducción a su obra [Salamanca: Anaya, 1971], p. 28); etc., etc. Véase, además, lo que dice Rubia Barcia: «España y Valle-Inclán: Génesis, desarrollo y significado del esperpento», UDLH, XV, núms. 89-90 (1950), 286-323, y Emma S. Speratti: La elaboración artística de «Tirano Banderas» (México: 1957), pp. 86-105, donde analiza los elementos que constituyen el esperpento; A. Zamora Vicente: La realidad esperpéntica (Madrid: Gredos, 1969). A. N. Zahareas: «The grotesque and the esperpento» (R.V.-I., Nueva York, 1968, pp. 81-98) y con R. Cardona: Visión del esperpento (Madrid, 1970).

 

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Utilizo la imprescindible edición de A. Zamora Vicente: Madrid: Clásicos Castellanos, 1973; a ella remiten todas las citas, y me baso, salvo advertencia, en la versión de 1924. En cuanto al debatido problema de si en Valle hay una estética o varias estéticas (cf. A. Risco: La estética de Valle-Inclán [Madrid: Gredos, 1966]; y G. Díaz Plaja: Las estéticas de Valle-Inclán [Madrid: Gredos, 1965], o, lo que es lo mismo, si ya en las Sonatas hay elementos esperpénticos (cf. A. Zamora Vicente: Las sonatas [Madrid: Gredos, 1966]), habría, para empezar a hablar del tema, que contar con ediciones fiables de la obra de Valle, lo que no es el caso hoy por hoy y gracias a las dificultades que acumulan los derechohabientes. En cualquier caso, se hace necesario recordar que las ediciones que hoy se manejan, por ejemplo, las Sonatas que utiliza A. Zamora, apenas reproducen las primeras ediciones, ya que acogen, sin darse cuenta de ello, las modificaciones que el autor va introduciendo en las sucesivas ediciones y aún en la misma tirada. Es el caso que supresiones, modificaciones y, sobre todo adiciones tienden, a partir más o menos del año 20, a esperpentizar, a destruir y parodiar o ridiculizar lo construido. No es de extrañar, entonces, que, efectivamente, aparezcan rasgos esperpénticos en obras de 1903, pero esos rasgos han sido introducidos mucho más tarde. Véase, ahora, a este respecto, el excelente libro de Eliane Lavoud: Valle-lnclán. Du journal au roman (1888-1915) (Braga: Klincksieck, 1979), especialmente pp. 395-424.

 

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Capítulo X, p. 101 (Madrid: 1966). La influencia de Doña Emilia no se reduce a las coincidencias entre Los pazos de Ulloa, y la serie de Montenegro; véase, por ejemplo, en relación con Divinas palabras, este párrafo de La Tribuna: «En un cartoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, en pie, al lado del vehículo, recogía las limosnas» (Madrid: Cátedra, 1975, p. 186).

 

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Como es bien sabido, la frase la utiliza Stendhal como lema del capítulo XIII del Libro I de Le rouge et le noir; y vuelve a repetir la idea en el capítulo XIX del Libro II.

 

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La aspiración a la serenidad velazqueña es un motivo recurrente a lo largo de toda la obra de Valle-Inclán. El sosiego y la «objetividad» lograda por Velázquez es un ideal al que aspira Valle sin conseguirlo nunca y sin renunciar a él tampoco. A la estética velazqueña se opone -según Valle- la de Goya. En La enamorada del rey escribe: «En el arte hay dos caminos: uno es arquitectura / y alusión, logaritmos de la literatura: / El otro realidades como el mundo las muestra / dicen que así Velázquez pintó su obra maestra. / Sólo ama realidades esta gente española: / Sancho Panza medita tumbado a la bartola: / Aquí, si alguno sueña, consulta la baraja; / tienta la lotería, espera, y no trabaja. / Al indígena ibero, cada vez más irsuto / es mentarle la madre, mentarle lo absoluto» (Madrid: 1920, p. 71). De cualquier forma que se interprete este texto, a partir de 1920, el sintagma que domina es «azules lejos velazqueños», referido al Guadarrama o a cualquier otra realidad: Velázquez se identifica con el color azul, lo cual establece una serie de correspondencias y valores que asocian ese color a la melancolía serena, a una bella lejanía inaccesible y pura, etc. Esto es especialmente claro en Viva y La Corte, donde Valle juega también con los ojos de la reina. En el extremo opuesto están los «alaridos del rojo y el amarillo» que se asocian con Goya, con la bandera española y con la tensión, la violencia, la brutalidad, etc., como corresponde al contraste de colores a los que, a veces se añade el verde. En la última época, Valle, al describir la realidad existente echa mano de estos contrastes de color. Y explota, además, el contraste blanco-negro, o, mejor, luz y sombra como ámbitos perfectamente diferenciados, con límites nítidos y precisos; en Luces, por ejemplo, encontramos «partiendo la calle por medio» (p. 40), «parte la acera» (p. 41), «círculo luminoso» (p. 175). En obras de la misma época y posteriores no tiene ninguna dificultad multiplicar los ejemplos; no sé yo si estos contrastes establecen -como dice Guerrero Zamora- «no sólo una jerarquía estética, sino también una diferenciación ética». (I, p. 190) pero me parece que, entre otras cosas reproduce, como forma simbólica, la división personal y, sobre todo, social de la civilización española; no hay más que recordar las dos mitades -sol y sombra- en que se corta el ruedo ibérico, la plaza de toros, sin matices intermedios, sin zonas de coincidencia... Por otra parte, el círculo, el lugar de nítidos perfiles iluminados, sea círculo o no, coincide con el ruedo, el escenario, etc., en ser el ámbito acotado de la acción, el lugar privilegiado, aislado de cualquier otra realidad y autosuficiente donde se exhibe la tragedia: lo que queda fuera no interviene, y no importa. Las fronteras y límites marcan también el mundo cuyas reglas de actuación y cuyos valores son exclusivos... y, en determinados casos, simbólicos. A esto puede responde, quizá, el gusto de Valle-Inclán por las hablas jergales (gitanos, toros, teatro, etc.) en cuanto a la construcción de mundos esotéricos. Cf. en cualquier caso, entre otros muchos, estos casos de Viva mi dueño: «Resonaban las voces de una tasca: la luz de la puerta cortaba la calle» (p. 127); «La luz de la vela le bailaba en la cara: los rizos negros y la vislumbre roja en los planos de la mejilla» (p. 338); «Don Lino adelantó el busto, con el reflejo de la luna en media cara, el triángulo de la nariz aplastado sobre la opuesta mejilla» (p. 433), etc.

 

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Se refiere al Goya de los caprichos, de las series negras, que Doña Emilia confunde sin duda con los cartones ya que de otra forma no compararía, en La cuestión palpitante, El sombrero de tres picos con ellos.

Habría que sistematizar y tener mucho cuidado con los paralelos entre las artes, concretamente con los paralelos que se realizan entre la obra de Valle y las artes plásticas. Guillermo de Torre acude al puntillismo para explicar El ruedo ibérico; coincidirían en que hay una desarticulación de motivos y una vibración cromática. Por su parte, Díaz Plaja niega que la estética del esperpento sea de raíz nacional, y cita, en apoyo de sus tesis, precedentes que irían de Del Bosco a Brueghel, de Callot a Blake, de Durero a Hogarth y Daumier. No cabe ahora -todavía- analizar las relaciones de Valle con el cubismo pues las referencias son más tardías, se encuentran en Los amenes y en Tirano Banderas. Sobre esto y el expresionismo, vid., por ejemplo, M.ª Eugenia March, pp. 23-30.

De todas formas, las referencias a la pintura habría que completarlas con las que con frecuencia Valle hace de la música. Baste un ejemplo; en La cabeza del dragón: «Los ecos del castillo arrastran la canción, y en lo alto de las torres las cigüeñas escuchan con una pata en el aire. La actitud de las cigüeñas anuncia a los admiradores de Gustavo Mahler» (Madrid: 1914, p. 17); cf. p. 21; y cf. Sonata de Estío: «sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: el amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Mahler» (Madrid: 1903, p. 146), lo que demuestra que nuestro autor poseía una exquisita sensibilidad musical; quizá, en sus obras, haya otros textos, equivalentes a los citados, que se refieran a otros autores, Wagner, etc.

 

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Es la ironía y la ambigüedad cervantina respecto a los personajes. Es también su juego de planos y la mezcla de realidad y ficción.

 

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Parece como si, en el plano simbólico, la ceguera de Max fuera interior. Me refiero a la incapacidad de crear, de ver la poesía.

 

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Sobre el tema, vid., por ejemplo, El estudiante de Salamanca de Espronceda, ed. Benito Varela Jácome (Madrid: Cátedra, 1983).

 

10

Como todo el mundo sabe, las memorias (amables, fragmentos) de Bradomín son las Sonatas.