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Las vidas de Max y Rubén se solapan. Aquél cede su cetro a alguien que, como él, está ya cerca del final.

 

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La utilización del vocablo luces tiene varios sentidos en la obra; el más llamativo es el que significa «dinero». En cualquier caso, vid. pp. 25, 66, 82, 102, 128, 130, 140, 152, 153, etc. Lo que falta es la luz natural, la luz del sol pues el ocaso y el amanecer encuadran la vida de Max. No sé si es este el momento de recordar que, ahí, Valle respeta las tres unidades dramáticas de Castelvetro.

 

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Cf., sin embargo, el cambalacheo de Don Latino, que está a la que salta: «Querido Max, hagamos un trato. Yo me bebo modestamente una chica de cerveza, y tú me apoquinas en pasta lo que me había de costar la bebecua» (p. 106). El egoísmo crematístico es lo que define a este personaje.

 

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Hasta Bradomín, tan señor siempre, se queja ahora de la falta de dinero. Por cierto, que de las palabras del Marqués se puede deducir la edad de Max Estrella; aproximadamente.

 

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No cabe duda de que, para crear algunos de los personajes de esta obra, Valle se inspiró en seres reales, de carne y hueso. Esto, sin embargo, no justifica que se identifiquen con ellos en la obra, que sean esas personas. Cuando Valle quiere referirse a personajes históricos, lo hace directamente y conserva los nombres, o algún apellido por caso. Buena prueba es la obra que estamos comentando. Por ello me convencen muy poco los juegos cronológicos basados en entes de ficción y personas reales, a la vez. Max no es Valle-Inclán; tampoco es Alejandro Sawa, por supuesto, aunque tenga rasgos de uno y de otro.

 

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Como se sabe, Bradomín seguirá apareciendo en obras posteriores situadas, sin embargo, en fechas históricamente anteriores. A pesar de todo, Bradomín mantendrá la edad y la ubicuidad; la política y la otra. Han desaparecido, o todavía no se han presentado, las dificultades económicas que aquí le aquejan.

 

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Aunque haya vueltas atrás, adelantos y disonancias, en conjunto parece que hay tres grupos de obras, hasta 1920, más o menos homogéneas. El primero iría de Femeninas (1895) hasta Sonata de invierno o Jardín novelesco (ambas de 1905); en 1906 no publica ninguna obra pero en 1907, con Aguila de blasón inicia una serie, la de Montenegro y la Guerra Carlista que llega hasta 1909 (Al resplandor de la hoguera, Gerifaltes de antaño, y también Cofre de sándalo). La tercera etapa, caracterizada por los cuentos, farsas, etc., comenzaría con Cuentos de Abril (1910) y podría llegar hasta la Farsa de la enamorada del rey (1920).

La crítica y destrucción de sus ideales, del mundo que verdaderamente atrae y sugestiona a Valle, le hace coincidir con la trayectoria de otros miembros de su generación, señaladamente A. Machado, P. Baroja y Azorín.

 

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Se podría añadir que el México de la Sonata de Estío se transmutará en el de Tirano Banderas aunque esta Tierra Caliente siempre conserve elementos míticos y legendarios, quizá, en Tirano, arrastrados por la serie de elementos que entran en su construcción, como señaló con brillantez y saber Emma Susana Speratti Piñero; quizá, habría únicamente que añadir el estímulo que pudo suponer para Valle la obra de Ciro Bayo (Don Peregrino Gay): Los marañones (Madrid: 1913).

 

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Los componentes de la generación del 98 pasan de una primera valoración negativa de la obra galdosiana a un posterior reconocimiento y admiración; un aspecto importante de ese cambio viene marcado por el cultivo de la novela histórica. Para el caso concreto de Valle-Inclán, F. Ynduráin Hernández señaló una serie de significativas coincidencias con Galdós (Valle-Inclán. Tres estudios, Santander: 1969); entresaco estos párrafos: «Véase un ejemplo, por tanto, en que la descripción de tipos semejantes está hecha con las técnicas respectivas: "Detrás de esta máquina [...] iban unos grandes levitones que, en unión de dos enormes sombreros, servían para patentizar la presencia de dos graves lacayos" (La Fontana de Oro, cap. I). En contraste con: "Encombrados palafraneros: plumas blancas, medias encarnadas" (Viva mi dueño). Evidentemente Valle ha aprendido bien la lección de que nombrar un objeto es suprimir las tres partes del gozo: sugerir, he ahí el secreto» (pp. 81-2): «Galdós [...] es un pasaje de especial tensión acelerada, ha acudido al sintagma nominal. Así en La Revolución de Julio, el tumulto ocasionado por el regicidio frustrado del cura Merino, lo presenta: "Rápida visión que todo esto, atropellada procesión de carnes, terciopelos, gasas, mangas bordadas de oro, tricornios guarnecidos de plata"» (p. 83); «...en ambos casos es el mismo rasgo, variando la insistencia y el tono. Como sucede con Adelardo López de Ayala, que en Galdós: "descolló la voz declamente y altísima de Adelardo Ayala gritando: -Esta Señora es imposible", y en Valle aparece como "el gallo polainudo", desplegando la cola de su oratoria enfática» (p. 88). Y, tras señalar el fondo histórico común en las obras de los dos escritores, advierte Francisco Ynduráin: «No se me ocultan las dificultades que hay para aceptar mi tesis arriba apuntada de la posible sugestión galdosiana en Valle-Inclán, incluso enunciada con tanta cautela» (p. 86).

Una vez iniciado, no es difícil seguir el camino y señalar más casos que Galdós acude al procedimiento de sustituir a las personas por sus prendas o elementos exteriores, por la cáscara, deshumanizándolos, en enumeraciones de tres miembros como: «cruces, bandas y entorchados». (Los duendes de la camarilla, ed. Alianza-Hernando, p. 20; siempre cito por esta colección), o añadir a la descripción valleinclanesca de López de Ayala al paralelo galdosiano: «Como un pavo cuando endereza el moco y se hincha rastreando las alas, así salió Agustín hacia su habitación, y en postura semejante, inflado como un globo, le siguió Sofía» (Las tormentas del 48, p. 186). En cualquier caso, son frecuentes esas sugestiones de que habla mi padre; aunque cada autor las trate de manera diferente, como es lógico. Quizá haya también un punto de partida semejante a pesar de que, dicho así, parezca extraño pero Galdós escribe, por ejemplo, cosas como éstas: «Convendrás conmigo en que es más divertido escribir la historia imaginada que leer la escrita. Esta suele ser embustera, y pues en ella no se encuentra la verdad real, debemos procurarnos la verdad lógica y esencialmente estética» (Prim, p. 101), o bien: «La vida política tiene una condición sainetesca y un tanto arlequinada» (Cádiz, p. 27); «la historia de España -indicó M.ª Cristina, melancólica- es y será siempre un folletín» (Narváez, pp. 184 y 191). No es raro que Valle recuerde los momentos más expresionistas, caricaturescos, de Galdós. Por ejemplo: «Consta que el héroe, hallándose frente a la ventana de su habitación, ocupado en cosa tan vulgar como afeitarse, veía descender los hombres por la escala, y al oír el tiro y la algazara que se produjo, apresuró la operación barberil, en la que comúnmente perdía muy poco de su precioso tiempo, y todavía con algo de jabón pegado a las orejas, poniéndose la zamarra y abrochándose tos cordones salió...» (Zumalacárregui, p. 28), situación que ha sugestionado a Valle-Inclán, incluso para recoger algún detalle concreto: «El Jefe de Cantón, media cara enjabonada, en manos de un asistente que le hacía la rasura, escuchó el parte, escupiendo la espuma de los labios [...]. El Marqués de los Llanos, empuñando el bastón de mando echábase a la calle, con espumilla de jabón en las orejas» (Fin de un revolucionario, Los novelistas, Madrid, 15-III-1928, pp. 57 y 58); «esa reina [...], dama graciosa y bonita, cuya linda mano movía el "timón de la nave" como si éste fuera el abanico» (Montes de Oca, p. 13) sugiere una visión esperpentizada a Valle: «mirándose las manos de herpéticas mantecas, tan bastas y grandotas, que podían manejar como un abanico el pesado cetro de Dos Mundos» (Viva mi dueño, p. 163).

Semejante relación encontramos en dos casos de Galdós que se ampliarán en Valle hasta constituir una de sus situaciones tópicas o formulares: «pero el periodista [...] apareció de nuevo como un duende, no sé si por secreta puertecilla o surgiendo de los pliegues de un cortinón» (Narváez, p. 96); «Tiró de la campanilla. El sonido lejano de ésta produjo la aparición de un portero que surgió de entre los pliegues de la cortina» (Mendizábal, p. 86); y Valle, entre muchos otros casos: «Como si aquella acción fuese un conjuro, salió, refitolero por detrás de un cortinaje...» (Corte, p. 346); «Acude rompiendo cortinas la rancia azafata» (Viva, p. 299). Y aun cuando es claro que, al describir las mismas realidades históricas, los dos autores pueden coincidir por derivar cada uno de ellos, independientemente, de unas fuentes comunes, no deja de ser significativo que acudan a destacar los mismos detalles, por ejemplo, el infatilismo de la reina; así lo ve Galdós: «Mira, Beramendi, de tu asunto me ocuparé con muchísimo interés. Hoy no puedo decirte nada concreto, no puedo..., vamos, que no puedo, pero cree que no habrá para mí mayor gusto que complacerte. Quisiera contestar a todos, y que nadie tuviese en España ningún..., vamos, ninguna pretensión que yo no pudiera satisfacer... ¡Pero hay tantos, tantos que a mí vienen, y yo...! ¡Pobre de mí! no puedo ser tan buena como quiero [...]. En tu casa se conspira [...]. Soy la reina que desea serlo, haciendo felices a todos los españoles [...]. ¿Pero veinte mil duros son tantísimos duros? [...]. Bruscamente, saltando de un asunto a otro, como el pájaro que aletea de rama en rama, me dijo: -Beramendi, ¿no tienes tú ninguna gran cruz?...» (Narváez, pp. 173, 179) que recuerda el arranque de «La rosa de oro» y las entrevistas con Torre-Mellada, o especialmente las preguntas sobre el dinero, la conspiración, el deseo de hacer felices a todos los españoles, etc. Y siguiendo el rastro -y la historia- Galdós reproduce una carta que «decía en substancia: "Narváez y compinches son unos tales y unos cuales, y para que no acabe de perder a la nación, hay que sustituirles inmediatamente por estos caballeros muy dignos, cuyos nombres van en la adjunta lista"... La lista ha sido inspirada por personas que traen recados del Altísimo [...] habrán nombrado a un escolapio o a un demandadero de las monjas» (Narváez, pp. 190 y 195), y Valle: «Nombramientos para el buen servicio de la Iglesia y del Estado: Capitán General [...] cabo del Resguardo, Patricio Basoco, hermano de nuestra mandadera...» (La Corte, p. 364). Hay también nombres, como Ordax (Luchana y Eulalia, Florilegio, Viva, etc.) el Quiquiriquí (Narváez, Corte y Viva), disfraces de clérigos (Vergara, p. 144; Viva, p. 11), etc., que no son muy significativos.

Pero no sólo se producen las coincidencias en estas obras, véase este pasaje; «La noche estaba hermosa, limpia, serena, inundada de la claridad azul de la luna, y el horizonte ofrecía a lo lejos la falsa apariencia de un mar tranquilo» (La familia de León Roch, p. 389); «Se levantaba el sol alargando la línea uniforme de la carretera, entre los campos de mieses, por engañosas lontananzas de marinos horizontes» (Viva, p. 134). «Corría por los campos desiertos, que, a la luna copiaban el blanco de los osarios y tenían claros, lejos, azules de quiméricos mares. Bajo la luna muerta, el convoy perfilaba una línea de ataúdes negros: con su pupila roja y un fragor de chatarra, corría en la soledad de la noche, en la desolación de los campos, hacia las yertas lejanías de mentidos mares» (Corte, pp. 102-103); «El convoy perfilaba su línea negra por el petrificado mar del llano manchego» (Corte, p. 106). O las posibles conexiones entre D. Juan Manuel Montenegro y D. Beltrán de Urdaneta (La campaña del Maestrazgo, vid. pp. 15 y 26-27; Luchana, p. 76).

En cualquier caso, es indudable que Valle concentra lo que en Galdós estaba diluido.

A la vista de estos antecedentes, quizá se pudiera pensar que la descripción del conserje en Luces: «vejete renegado, bigotudo, tripón, parejo de aquellos bizarros coroneles que en las procesiones se caen del caballo. Un enorme parecido que extravaga» puede evocar la figura de Zumalacárregui, teniente coronel, que en Los apostólicos cae del caballo en un desfile.

 

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Don Latino, como buen cínico -perro- apenas finge ya; salvo cuando le interesa directamente el asunto. Otros personajes se encuentran a medio camino entre la realidad y la mera convención, falsa y como falsa aceptada. Es el caso del Ministro de la Gobernación: «Su Excelencia, tripudo, repintado, mantecoso, responde con un arranque de cómico viejo, en el buen melodrama francés. Se abrazan los dos. Su Excelencia, al separarse, tiene una lágrima detenida en los párpados [...] el gesto de Su Excelencia. Aquel gesto manido de actor de carácter en la gran escena del reconocimiento» (pp. 98 y 100). Cfr., por ejemplo: «Para mover y prestigiar la gran escena del reconocimiento, habían salido de su rincón las dos palomas, y acudido a encontrarlas en los medios Don Benjamín y Don Segis. Toda la escena, revestida de ademanes y gestos, ya no pasó de un cuchicheo, sin valores dramáticos, apagada, muerta por la salmodia del tuno...» (Viva, p. 78). Sin embargo, es significativa la acotación referida a un personaje que verdaderamente siente y padece: «Claudinita los ve salir encendidos de ira los ojos. Después se hinca a llorar con una crisis nerviosa y muerde el pañuelo que estruja entre las manos» (p. 145); me parece significativa porque no dice con el llanto nervioso de las actrices o cosa semejante.

La hipocresía -otro tipo de hipocresía, y de desinterés- es la que exhibe D. Filiberto cuando recibe la noticia de la detención de Max: «Max Estrella también es amigo nuestro. ¡Válgame un santo de palo! El Señor Director, cuando a esta hora falta, ya no viene... Ustedes conocen cómo se hace un periódico. ¡El Director es siempre un tirano!... Yo, sin consultarle, no me decido a recoger en nuestras columnas la protesta de ustedes. Desconozco la política del periódico con la Dirección de Seguridad... Y el relato de ustedes, francamente, me parece un poco exagerado» (p. 74). Es sin duda, también, la ambigüedad de la prensa que se muere entre el dominio de la dirección, la política de la empresa, y la efectividad y fuerza de sus acciones: es, en definitiva, la intervención de D. Filiberto la que consigue la libertad de Max Estrella. Cfr. la misma situación, intensificada en Viva mi dueño: «¡No es nada el lío que ustedes me traen! Las Autoridades, reducidas a los trámites legales, carecen de medios para mantener el orden y tener fila sobre la delincuencia. No soy el director. Eso lo primero. La Dirección resuelve en estas cuestiones... Pero, dada la sensatez del periódico, no puede acoger en sus páginas una denuncia tan grave. En ese respecto, nuestra doctrina es no crear dificultades a los Organos del Poder. No sé si ustedes me habrán comprendido. ¡Es indiferente! El Director viene sobre las cuatro. Para verle antes, en el Café de la Perla. Tiene allí su reunión, a la mano del mostrador, entrando. Ustedes le presentan su queja, estudian la manera de llegarle al corazón. Es posible que le conmuevan. ¡Vaya con Dios! ¡Desalojen! ¡Tengo a mi cargo la confección del periódico! El Director está las cuatro. Antes en la Perla. Salgo con ustedes. Unos minutos que le robo, con gusto, al trabajo embrutecedor del periódico. Tomaremos un refresco. Yo convido» (pp. 315-16). Los redactores tienden hacia la solidaridad pero son unos pobres diablos sujetos a un poder que está fuera del periódico y aliado a una política.