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Lucía Miranda, entre 1612 y 1929: transformación de las identidades y de los roles étnicos y genéricos en un mito de origen rioplatense

María Rosa Lojo

La historia de la cautiva Lucía Miranda es un episodio de la crónica llamada «La Argentina manuscrita», concluida por el militar y funcionario de la Corona española Ruy Díaz de Guzmán (Asunción, ca. 1558-1629) hacia 1612, y publicada por primera vez en 1836, en la Colección de obras y documentos del Río de la Plata de don Pedro de Angelis.

El tardío acceso a la imprenta no impidió que la crónica de Ruy Díaz se difundiera, en particular a través de ese episodio de amor trágico, durante un recorrido de varios siglos, que pasa por las obras historiográficas de los padres jesuitas, de Félix de Azara y del Deán Funes, que dio origen incluso, a la tragedia Mangara, King of the Timbusians, or The Faithful Couple (1718) del inglés Thomas Moore, así como a la primera obra teatral de tema autóctono (el perdido Siripo -1789- de Manuel de Lavardén), y que se multiplicó, luego de su publicación, en poemas épicos, en más obras de teatro, varias novelas y hasta una ópera. A saber: el poema «Mangora», incluido en Brisas del Plata (1853), del uruguayo Alejandro Magariños Cervantes; las dos novelas tituladas Lucía Miranda, de Eduarda Mansilla y Rosa Guerra, en 1860, el poema Lucía Miranda. Episodio Nacional (1883), de Celestina Funes; Lucía de Miranda: drama histórico en cinco actos y en verso (1864), de Miguel Ortega; la novela Lucía (1879), de Malaquías Méndez; Siripo. Poema heroico en tres actos (1914), de Luis Bayón Herrera; Lucía de Miranda o la conquista trágica (1916), novela de Alejandro Cánepa; la novela Lucía Miranda (1929), de Hugo Wast, y la ópera Siripo (1937), basada el texto de Luis Bayón Herrera y con música de Felipe Boero. Por razones de espacio, analizaré aquí solamente una selección de obras narrativas y teatrales argentinas que se remiten a la crónica.

Las desdichas de esta «pareja fiel», ofrecen un caso ejemplar para estudiar de qué manera una misma historia puede ser narrada en forma diferente a través de varios siglos, según las circunstancias históricas, las posturas ideológicas y los intereses en juego, que se focalizan, sobre todo, en la transformación de dos roles: el de las mujeres y el de los aborígenes. El episodio de Lucía Miranda, desde luego, no es cualquier historia. Configura un verdadero «mito de origen» de las colonias españolas del Río de la Plata, que serán luego repúblicas sudamericanas. A partir de este relato se buscará comprender, diversamente, el porqué y el cómo de la Conquista, y el papel de las mujeres y de las etnias originarias en la creación y la composición etnocultural de las futuras naciones1.

Presentamos a continuación un recorrido por una selección de obras argentinas (historiográficas, narrativas, teatrales) que ejemplifican las transformaciones del relato básico en relación con sus contextos y soportes.

La crónica de Ruy Díaz de Guzmán

Recordemos los hechos básicos de este episodio tal como se lo formula en la crónica original. Sebastián Caboto funda el primer asentamiento (el fuerte Sancti Spiritus) en las tierras que luego serían argentinas y se establece una convivencia pacífica con el grupo indígena local (los timbúes). El militar Sebastián Hurtado y su mujer, Lucía Miranda, forman parte de esa expedición. El cacique de los timbúes, Mangoré, se aficiona, «con desordenado amor», a esta señora, aunque ella sólo lo mira castamente. Persuade a su hermano Siripó para que hagan la guerra a los españoles, con el secreto objetivo de apoderarse de Lucía. Atacan a traición el Fuerte en el que han dormido, con el pretexto de llevar alimentos, y Mangoré cae muerto en la refriega. Es entonces Siripó quien se prenda de la «hermosa Lucía». Esta le pide que perdone la vida a Sebastián (que había salido en busca de víveres y vuelve luego de la destrucción del Fuerte) a cambio de convertirse en su mujer. Siripó acepta y le da a Sebastián una nueva esposa. Pero, llevados por la fuerza de su mutuo amor, Lucía y Sebastián siguen encontrándose clandestinamente hasta que la primera esposa de Siripó los denuncia, celosa. Este, despechado, los condena a morir: Sebastián es ejecutado a flechazos y Lucía muere en la hoguera.

El texto de Ruy Díaz coloca, en principio, una situación seguramente irreal como principio de la discordia: al comienzo las expediciones hispanas no llevaban mujeres (la de Caboto tenía expresamente prohibido hacerlo, por cédula real) y lo más probable es que las primeras cautivas fueran aborígenes y no a la inversa. También es sabido, por otros relatos incluidos en la misma crónica, que los indígenas terminaban hartándose de las continuas exigencias de los imperiosos españoles, a los que proveían de comida. Ya en el texto de Ruy Díaz se filtran sutilmente las genuinas razones del conflicto. Así, dice Mangoré a su hermano, cuando quiere persuadirlo de atacar el fuerte, que los españoles «eran tan señores y absolutos en sus cosas, que en pocos días lo supeditarían todo como las muestras lo decían, y si con tiempo no se prevenía este inconveniente, después cuando quisiesen no lo podrían hacer, con lo que quedarían sujetos a perpetua servidumbre» (80). Y aunque se insiste repetidamente en la «barbarie» de los sujetos nativos, su Siripó observa una conducta cautelosa y racional: sopesa con cuidado tanto la decisión de atacar el fuerte, como la de dictar la sentencia de muerte contra Sebastián y Lucía, y sólo lo hace cuando tiene pruebas. Su conducta, por otro lado, no se diferencia en esto de la que hubiese estado obligado a tomar cualquier marido ibérico de la época en defensa de su honor ofendido. Si, explícitamente, la voz narradora de la crónica asume la defensa de la civilización de los españoles contra la barbarie; de los indios, la construcción de los personajes y de sus acciones y diálogos, nos está dando también otras pautas, quizá porque en Ruy Díaz, nieto de Domingo de Irala y de una de sus siete concubinas guaraníes, coexisten el conquistado y el conquistador.

Otras crónicas, otras historias

Pasaremos ahora brevemente por sobre las narraciones jesuíticas (del Techo, Lozano, Charlevoix, y Guevara) que destacan sobre todo la Conquista como epopeya religiosa, antes que épica, y en general, la virtud de Lucía, una «casta Lucrecia» (Lozano) española. Los aborígenes no son vistos como necesariamente malvados, sino como seres privados de la revelación cristiana, y extraviados por las argucias del Demonio, cosa que por supuesto la prédica de los misioneros ha venido a remediar. «Barbarie», pero también templanza (del Techo) o «buen genio» (Guevara) completan el retrato de los timbúes en estos cronistas piadosos que encontraban sobre todo en los naturales de las Indias sujetos ideales para la catequesis.

El Deán Gregorio Funes retoma la historia, ya en tiempos independentistas e ilustrados: en su relato la virtud conyugal es exaltada y los aborígenes (al principio amablemente descritos) juzgados como viles traidores, pero la reflexión final contiene una crítica coherente con el espíritu de la Revolución de Mayo (antiespañola, y al principio dispuesta a reivindicar los derechos de los indígenas) que él mismo encarnó como uno de sus partícipes más destacados.

«Es muy de presumir, que si la causa de la humanidad hubiese entrado directamente en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos desgraciadas2. No hay nación por bárbara que sea, que no se rinda al imperio del beneficio. Hacerles conocer á estos salvajes el plan de sociedad con todos sus encantos, trazado por la naturaleza, y de que estaban tan distantes: aficionarlos al yugo suave de la ley, para que detestando sus antiguas abominaciones concibiesen amor al orden: ponerles en las manos los instrumentos de esas artes consoladoras, cuya falta no les dejaba recursos contra las calamidades de la vida: en fin, comunicarles todo el bien posible, economizar la sangre humana, manifestarse siempre clementes y atestiguar un santo respeto a la libertad: véase aquí el camino que para dominar hubiesen tomado con buen éxito los españoles, si la experiencia y la razón más ilustrada de nuestros tiempos hubiera podido socorrerlos. En su falta, juzgaron estos indios que debían sacrificar á su seguridad unos hombres, cuyos pasos llevaban delante por lo común el terror y la codicia».

(Funes 1910, 58)



Hombre de Iglesia y de tradiciones, pero también hombre ilustrado y revolucionario, encuentra así la solución salomónica ideal. Los españoles, supuestos representantes de los beneficios de la civilización, no se han comportado a la altura de ella, no por intrínseca maldad tal vez, sino porque les faltaba el concurso de la experiencia y la razón que iluminan, en cambio, los días contemporáneos. Por su parte, los indios, atemorizados ante los invasores codiciosos, son ignorantes (aunque no por ello irredimibles) y se han sentido obligados a sacrificarlos en bien de su seguridad.

La novela

En 1860, año bisagra entre Cepeda y Pavón, en que se debatía la organización nacional y se extremaban las tensiones entre Buenos Aires y las provincias, dos escritoras publican dos novelas, casi simultáneas, sobre el mismo tema: Lucía, de Eduarda Mansilla (que se convierte en Lucía Miranda en su segunda edición de 1882) y Lucía Miranda, de Rosa Guerra. Muy diferentes en cuanto a su estructura, factura literaria y construcción de personajes, tienen dos rasgos decididamente comunes: la preocupación por el rol femenino y el protagonismo de la heroína; la evaluación compleja y matizada de los aborígenes y de su relación con los españoles.

El breve relato de Rosa Guerra se encuadra más bien en el tipo de la novela sentimental de vago fondo histórico, sin mayor preocupación por la verosimilitud. Tradicional en sus virtudes, su Lucía, bella y sensible, deja el hogar y la familia «sólo por seguir a un hombre». Lo más provocativo y desestabilizador de este personaje es la ambivalencia de sus sentimientos, el erotismo que se disemina en su ambigua relación con Mangora y en la morosidad con que la narradora se detiene en los encantos físicos de su heroína. La «mentira piadosa» de Lucía (hacer creer a Mangora que consentirá a sus deseos, mientras espera la llegada de Sebastián) se contamina de una atracción aparentemente sólo contenida por el sentido del deber, y por lo tanto, inexpresable en forma directa. Sólo al final, en el trance de la muerte del cacique, ella confiesa «con una voz firme y llena de sublime conmoción. Si Sebastián no hubiera sido mi marido, yo habría sido la esposa de Mangora» (63). Antes, incluso, el cacique la ha besado durante un desmayo que impide -decoroso- la abierta (consciente) complicidad. La culpa cae, en este relato, más bien del lado de Lucía. Su belleza fatal (47) y sus palabras ambiguas han provocado un desequilibrio que la mentira no hará sino enfatizar. El Tentador es Mangora, que le ofrece poder y riquezas, pero la tentación se vive como angustia y culpa dentro de Lucía misma, como circulación de un deseo entre los cuerpos que sólo encuentra un lugar equívoco y equivocado en los intersticios de las palabras -las que declaran el amor «humanitario», cristiano, fraterno, para callar/revelar lo indecible-. Oculto deseo y prejuicio racial se mezclan curiosamente; no se deja de hacer notar que Mangora es hermoso dentro de las limitaciones de su tipo étnico, y que será blanqueado/purificado, en lo físico y espiritual, por las aguas del bautismo.

La heroína de Mansilla es una mujer enérgica y activa, leal y valerosa, a la que nada retiene en España, ya que parte con todos sus afectos: fray Pablo, el misionero, que le ha enseñado a leer y escribir, don Nuño de Lara, su padre adoptivo, y el hombre que ama desde la temprana adolescencia. Esta Lucía es la primera que tiene un pasado: no sólo como individuo, sino en cuanto a las redes culturales y familiares que la conectan con otros personajes, sobre todo con mujeres que configuran una saga femenina trágica. A diferencia de las anteriores (Nina y María de las Rosas) que se refugian del destino adverso en la locura o en el convento, Lucía lo enfrenta, y elige libremente, venciendo, aun en la muerte, a la fatalidad. En las Indias, asume un papel no menos importante que el épico: el de intérprete y educadora. En realidad, la novela deja traslucir que la verdadera épica, la genuina gesta humana, pasa por este rol educativo y no por el oficio de las armas3. En esta novela el mundo aborigen no aparece, a los ojos de la heroína, como lo totalmente otro e irreductible. Predomina una favorable valoración ética y estética: Mangora y su esposa Lirupé son físicamente bellos y también tienen virtudes morales; la sociedad nativa, aunque inferior a la cristiana porque aún no ha recibido la revelación evangélica, no carece de elementos positivos que se pueden integrar con la cultura europea y es pasible de perfeccionamiento, una vez que se despejen las nieblas de la superstición, personificadas en el brujo Gachemañé. El mal se coloca sobre todo en esta figura del hechicero engañador y en Siripo, inteligente pero perverso y contrahecho, que envidia a su apuesto hermano y actúa hacia él como un Caín. Además, la mujer («corazón del género humano») y el aborigen se unen por otro lazo más sutil: no por la ambigüedad sentimental (la Lucía de Mansilla es claramente fiel a Sebastián Hurtado, por pasión y no tan sólo por deber), pero sí por la desbordada sensibilidad. Un jefe como Marangoré puede dejar de lado la ambición de poder y entregarse incondicionalmente a la adoración de Lucía, convertida en el centro de su vida. No se esconde, por otro lado, la identificación simpática de Lucía y de la voz narradora omnisciente con el libre y altivo hijo de la Naturaleza, incapaz de las hipocresías del hombre civilizado, que abraza esplendorosas imágenes de libertad y amor proyectadas sobre el cielo de la Pampa.

En las dos novelas existe una crítica hacia los móviles espurios de la Conquista (hacerse ricos fácilmente expoliando a otros), y una valoración positiva del mestizaje posible. En la novela de Guerra los esposos cristianos piensan en casar a Mangora con una española. En la de Mansilla este mestizaje se produce en la pareja que forman el soldado español Alejo y Ante, la ahijada timbó de Lucía. Después de la destrucción del Fuerte por una pasión condenable (no por interétnica sino por adúltera), ellos huyen, buscando «un abrigo para su amor» en la inmensidad de la Pampa, que se ve como el refugio protector para una nueva sociedad y no como la hostil intemperie de la barbarie.

La imagen de los aborígenes está especialmente trabajada en la novela de Eduarda, que mostró no menor curiosidad antropológica que su hermano Lucio Victorio. Sus timbúes no son sólo representativos de un pueblo. Representan, en general, a los indígenas americanos que recibieron a los españoles, y en particular, de forma oblicua, a los aborígenes que más preocupaban a la sociedad argentina cristiana por aquel momento: los que seguían planteando conflictos bélicos en la zona de frontera, los «ranqueles» establecidos en la pampa central desde el siglo XVIII; los mapuches acaudillados por el cacique Calfucurá, jefe de la Confederación Indígena, que había pactado con Juan Manuel de Rosas4, y que, una vez caído este, no tenía ya motivo para respetar ninguna alianza. Las palabras de procedencia indígena que aparecen en el texto: sustantivos comunes o nombres propios, son en su mayor parte de origen mapuche, y también de origen guaraní. Una síntesis, podría decirse, de los núcleos étnicos más importantes del centro, del noreste y del sur argentinos.

A fines del siglo XIX, el debate sobre los indígenas y sobre lo que se haría con ellos, ya estaba zanjado. La sensibilidad «civilizada» o victoriana (Pedro Barrán) había determinado también el lugar de las mujeres. La alta burguesía guardaba sus damas en un gineceo protector y represor, ejerciendo un control puritano sobre las costumbres y apartándolas de la cosa pública. La reducción y exterminio de los indígenas se había consumado a favor del Progreso y en aras del adelanto de la Humanidad conducido por las que eran consideradas razas superiores, e intelectual y moralmente mejor dotadas.

En este marco histórico y conceptual otra novela reelabora, de similar manera, el episodio de la crónica; se trata de Lucía de Miranda (1916) de Alejandro Cánepa, que exhibe un verdadero muestrario de tópicos negativos sobre los indígenas. Los conquistadores son también los civilizadores, raza de titanes destinada a imponerse sobre las «hordas salvajes que aún permanecían sumidas en el sueño secular de la ignorancia» (112) Todo en estas sociedades es deplorable: sus bailes «primitivos, insípidos, desgarbados, descompasados», con «ridículos brincos», «diabólicas cabriolas» y «alaridos de fiera» (119), las mujeres rústicas, cuyos adornos y maquillajes las vuelven «aun más repugnantes que en su estado natural» (123-4), aunque admite que los timbúes, dentro de todo, son física e intelectualmente superiores a otros pueblos guaraníes, y hasta tienen la piel de color más claro (136). Mangora aparece como una excepción positiva comparado con su medio (en cuanto a belleza e inteligencia) pero su inferioridad con respecto a Lucía es insalvable: «física y moralmente, como tipo acabado de aquella raza primitiva, no podía interesar en manera alguna a una mujer dotada de tan buen sentido y tan superiores condiciones como Lucía de Miranda» (158). Esta, por su parte, que sobresale por su belleza y también por su coraje fuera de lo común, entre las mismas españolas, no deja de estar afectada por ciertas debilidades que el narrador juzga típicamente femeninas: la curiosidad malsana, la vanidad y cierta ligereza imprudente en la exhibición de sus encantos ante hombres de «raza inferior» (177-178). A lo largo de toda la novela los aborígenes son definidos por metáforas que los equiparan a bestias, fieras o criaturas diabólicas, prácticamente expulsándolos de la especie humana. Lujuria y sangre son los símbolos del «salvajismo triunfante» (277). La novela, transportándose al presente de la enunciación concluye celebrando el triunfo definitivo de la civilización sobre la «barbarie indígena» y la apropiación productiva del territorio: «ya no ruge en la selva, convertida en fábrica, la fiera indomable, dominadora del desierto, que amenazaba al cielo con sus bramidos de coloso» (290).

El último eslabón de la serie narrativa es la Lucía Miranda (1929) de Hugo Wast (seudónimo de Gustavo Martínez Zuviría). Escritor tradicionalista en tiempos de la vanguardia, tanto en estética como en su posición ideológica5, afecto a prodigarse en tópicos y estereotipos, construye sin embargo en esta obra personajes femeninos de un desusado vigor y autonomía.

Si del mundo cristiano se trata, aparecen, relevantes, dos mujeres: Lucía Miranda, y su prima, Urraca Moreno, que conformarán una «pareja» singular, por la solidaridad a toda prueba que las une entre sí (Lucía, por ejemplo, deja a su marido y marcha a la selva para acompañar a Urraca, acusada de haber matado al piloto Ruy Orgaz). En el mundo indígena destaca la figura de la rival de Lucía: la «soberbia y hermosa Iberahy», hija del rey de los minuanes, y casada con Mangoré. Ella es quien lo impulsa a la batalla en pro de la dignidad y la soberanía de su pueblo. Los aborígenes varones tampoco están desprovistos de virtudes: Mangoré es apuesto y caballeresco, aunque su punto débil, como el de los moros doblegados por los Reyes Católicos, es la poligamia y la inclinación a la molicie.

Como sugestiva novedad, la novela de Wast aporta un villano español no menos obsesionado que el cacique indígena por una mujer que ama a otro; justamente el piloto Ruy Orgaz, taimado y traidor, enamorado vanamente de Urraca y dispuesto a cualquier crimen para conseguirla. Con sus intrigas, ha logrado que Caboto condenase al destierro al novio de su amada, aunque no puede torcer la indomable voluntad de esta, obstinada en rechazarlo. La pintura de Caboto mismo tampoco es precisamente halagadora: cruel con los indios, cuyos hijos se lleva cautivos, se deja engañar por las mentiras interesadas del piloto. De todas maneras, queda en claro que la superioridad moral, civilizadora, está del lado de la concepción del mundo que representan los españoles, aunque algunos de ellos no estén a la altura del mensaje que debieran transmitir. En cuanto al mestizaje, se da como un hecho constitutivo de la sociedad americana.

Lo más llamativo de esta obra es tal vez la resignificación de las mujeres como guerreras heroicas: Urraca y Lucía, frágiles sólo en apariencia, representan una femineidad dotada de la misma energía que los varones, sólo que con «mayor virtud». Es Lucía misma, no don Nuño de Lara ni Siripo (como en otras versiones) quien termina matando al cacique Mangora, aunque muestra inmediatamente por otro lado, la piedad suficiente como para perdonarlo, y -a su pedido- lo bautiza en su agonía. También, en otra escena con ribetes grotescos, Lucía finge abrazar al cacique Siripo, para morderle la mejilla y sacarle un pedazo de carne sangrienta.

El contexto de época seguramente no es ajeno a este retrato. En las vísperas del golpe que derrocaría al presidente Hipólito Yrigoyen, la corriente ultranacionalista que concitaba las simpatías de Martínez Zuviría, deploraba la supuesta decadencia de una Argentina que había abandonado las raíces hispánicas y los sueños heroicos. Era preciso re-generarla y estas figuras femeninas poderosas, madres originarias de una estirpe titánica, funcionan acaso como emblemas de esa depuración posible, que retrotrae, además, a la matriz originaria hispano-indígena de la sociedad criolla, anterior a las oleadas inmigratorias que tan preocupantes resultaban para las corrientes nacionalistas extremas.

El teatro

Del Siripo (1789) de Manuel de Lavardén, destruido en el incendio del Teatro de la Ranchería (1792) poco se sabe de cierto. Juan María Gutiérrez afirmó haber recuperado su segundo acto, y el crítico Mariano Bosch descubrió, mucho más tarde, un «Tanto General» (guion de los apuntes entre bastidores) supuestamente de la misma obra. La pieza correspondiente al «Tanto» y denominada Siripo y Yara o el Campo de la Matanza tuvo diversas representaciones registradas a partir de 1813 (Bosch menciona los años de 1828, 1832,1846). Para Esther Azzario (1962, 28) el texto aportado por Gutiérrez y el «Tanto General» descubierto por Bosch provendrían de refundiciones distintas de un mismo original perdido, lo cual explicaría tanto las afinidades como las innegables diferencias entre ambas piezas.

El segundo acto exhumado por Gutiérrez y el «Tanto» publicado por Bosch presentan importantes disparidades con el desarrollo del tema en Ruy Díaz. En ambos aparecen personajes nuevos: Lambaré, Yara (la desdeñada esposa o novia de Siripo, sin nombre en Ruy Díaz) un Cayumari (mencionado en la carta de Lavardén a un amigo), del lado aborigen, y un Miranda, padre de Lucía inexistente en el episodio original, del lado cristiano. El carácter de los cristianos no se ajusta a los nobles Valores atribuidos por las crónicas a los conquistadores: en el acto de Gutiérrez, Miranda ha engañado a Siripo, haciéndole creer, para ganar tiempo, que Lucía accederá a sus pretensiones. Por otra parte, Hurtado miente al cacique acerca de su identidad como marido de Lucía, y se muestra dispuesto a desconfiar de su esposa, quien protesta de su inocencia.

En el «Tanto» la acción prosigue un acto más, con características diametralmente opuestas a las del episodio primitivo. Aquí no son los indios los victimarios, sino los españoles. La última escena presenta a los timbúes suplicantes, pidiendo misericordia, y a los cristianos, que se la niegan. Hasta Lucía se muestra despiadada y a ella corresponden también (en unión con sus compatriotas) las últimas palabras, que mandan ejecutar a la mujer de Siripo.

Es probable que, como señala Bosch, esta refundición se hallase orientada a excitar contra los españoles las iras de un público en el que participaban aborígenes, ganándolos así para la causa independentista, que en los primeros momentos buscó y obtuvo la colaboración de las comunidades indias y prometió ocuparse de sus derechos.

En cuanto al Siripo rescatado por Gutiérrez, cabe destacar en el fragmento algunos rasgos de especial interés:

  1. La extensa disputa teológica entre Miranda (padre) y Siripo, en la cual el primero intenta convencer al cacique de abandonar el presunto culto supersticioso del Sol para abrazar la religión cristiana, pero el segundo se defiende lúcidamente (Gutiérrez 1865, 67; Lavardén 1910, 76) argumentando que debe seguir «la ley de sus [de mis] mayores» si quiere conservar el cacicazgo, y que es mejor arrodillarse ante un Dios fingido «que no me puede hacer ni bien ni daño», que «humillar para siempre la cabeza / Y en cualquier español tener un amo» (Gutiérrez 67-68; Lavardén 7).
  2. El debate con Hurtado, en el cual este acusa a los indios de traición y pretende convencerlos de la «libertad de ser vasallos» del Rey Carlos. Siripo le reprocha la intención de los españoles de esclavizarlos, y la alevosía con la que han cambiado hasta los nombres de las cosas, como la laguna Apupen convertida en Santa Ana, el Paraná grande en Río de la Plata, y las «fértiles orillas», Buenos Aires7.
  3. Frente a la actitud intransigente de Hurtado: «No hay remedio: [«No hay mas medio» en Puig] / La guerra ó el dominio castellano» (Gutiérrez 75, Lavardén 22), Siripo se muestra sereno y pide tiempo para pensar. Considera viuda a Lucía y piensa en convertirse por amor a ella. 4) Lucía aparece ofrecida por su padre mismo como la valiosa prenda a cambio de la cual el cacique abandonaría su religión y se sometería a los españoles. Manipulada por Miranda, rechazada por la desconfianza de su marido, asediada por la pasión de Siripo, es la gran víctima y la involuntaria culpable: «Nos pierde esta mujer. No la hagas caso» -dice Miranda-, exhortando a Hurtado a volver con Nuño de Lara (que en esta obra no ha muerto) y presentar batalla. Si primero Lucía acusa de fiereza inhumana a padre y esposo, luego vuelca todos los reproches sobre sí, y se lamenta de haber casi aceptado a Siripo cuando creía en la muerte de Hurtado: «¿Yo no he sido / Quien con ojos risueños he [«ha» en Lavardén] mirado... / Infiel, á un nuevo amante que tejía / Con alevosas y sangrientas manos / La guirnalda nupcial que coronase / Mi crimen y mi boda? Es necesario / Que la muerte le lave. Morir debo» (Gutiérrez 87, Lavardén 43).

No es imposible leer, en los debates de Siripo con el padre y el marido de la mujer que ama, una rebelión implícita contra el poder de la Corona en las Colonias. Hurtado justifica su accionar en nombre de la civilización y de las luces que España ha traído. Pero tal vez fuera factible quedarse con la civilización sin abjurar de la libertad8. Si Azzario y Bosch están en lo cierto y se trata de una refundición posterior a la Revolución de Mayo, tal lectura es más que verosímil. Sea o no el fragmento de Gutiérrez un texto original del poeta de la Oda al Paraná, lo cierto es que, como se ha visto en Siripo y Yara, fue dable explotar este flanco ambiguo, al punto de transformar a los españoles en villanos. Más difícil es la situación de Lucía, a quien sólo puede salvar de la muerte el regreso triunfal de Hurtado: en cualquier lado de la frontera, su libertad pertenece a un hombre y está marcada por los límites del honor, o del amor, que se confunden en un mismo mandato inapelable: «Yo de mi mesma juez pronuncio el fallo, / El amor lo aconseja, honor lo manda» (Gutiérrez 87, Puig 43)9.

La Lucía Miranda de Miguel Ortega (1864), drama en verso, en cinco actos, contempla la lucha timbúes/españoles bajo el eje del conflicto entre las pasiones y la razón (y de algún modo entre la «civilización» y la «barbarie»). Del lado de la razón -y de los valores supuestamente racionales del deber y del honor- se hallan Sebastián Hurtado y su mujer Lucía, quien conjura en el nombre de estos valores, los «escesos» (p. 290) del «bárbaro». Del lado de las pasiones desatadas, sin ley ni freno, identificadas con la demencia y el delirio, se hallan primero Mangora y luego, su hermano Siripo. Mangora, soltero al parecer, rendido y caballeresco, pena en las selvas durante meses sin poder liberarse de su «loco amor», pero también sin forzar a Lucía, implorando en vano su correspondencia. Finalmente, retornado de su voluntario exilio, decide hacer la guerra contra los españoles, aunque por motivos personales que a su hermano le parecen espurios.

Siripo, por su parte, antes de conocer a Lucía, se siente también esclavo de un deber: la independencia, la resistencia al yugo de los invasores (282). Mientras Mangora, tras ser rechazado por su amada, desaparece misteriosamente, Siripo ocupa su lugar con intransigente energía. Esto es lo que lo hace odioso a los ojos de los conquistadores. El «poder y dominio castellanos», mantenidos gracias a la guerra constante, son objeto de una fuerte crítica por parte de Lucía, que abomina de la guerra y de los valores del guerrero: «[...] ¡Ah! nunca cesa / De interrumpir la paz de estos lugares / de vuestras armas el fatal estruendo! / Sí, lo comprendo bien: de nueva guerra/ Queréis que los confines de esta tierra, / Gimiendo, sientan el estrago horrendo» (pp. 254-265). Lucía acusa a Hurtado y a los españoles de desenfrenada ambición; en suma, otra desmesura pasional e insana. Pero Hurtado se defiende. No se trata de la guerra, sino de encontrar nuevas ocupaciones al «castellano brío». Nuevamente el deber y el honor se esgrimen como justificativos.

Los indios cuestionar también por su lado los valores que rigen a los castellanos e impiden a sus mujeres corresponder libremente al amor, y revierten sobre ellos el anatema de «barbarie». La respuesta de Lucía no invoca los derechos de la elección amorosa, sino la sujeción al deber: «[...] sagrados é imperiosos, / Los deberes que reglan mis acciones, / En medio de los dos han colocado / Un hondo abismo que salvar no es dado, / Un abismo que a nuestros corazones / Para siempre separa: y fuera un crimen / Solo el pensar salvar esta barrera». Pero si Lucía habla de los «suaves grillos» del vínculo entre los esposos, al menos se trata de una obligación recíproca y simétricamente consentida, mientras que el lazo conyugal, entre los timbúes, sólo parece contemplar los derechos del varón: «Aunque haya sido de Glaudina esposo / Siempre fui su señor, mas no su amante, / Siempre miré cual nota denigrante / El pretender, solícito, afanoso, / El caprichoso amor de las mugeres / Siguiendo en pos sus veleidosas huellas. / Solo, Teguan, consideraba en ellas / Débiles siervos, abatidos seres / A nuestra ley suprema sometidos» (315).

Glaudina, repudiada, se presenta no obstante ante él para invocar los eternos derechos que se le deben como esposa, y se ampara en el juramento de fidelidad que su marido ha pronunciado, pero Siripo la desestima. El compromiso matrimonial depende sólo de su propia voluntad, ni leyes ni juramentos pueden sujetarlo, ni siquiera los aceptados por la sociedad a la que él mismo pertenece. Como el «bárbaro» por antonomasia, el Facundo sarmientino, Siripo se declara por encima de todas las leyes humanas, crea su propia ley, y compara la fuerza de su pasión con los elementos naturales desencadenados: «¿Quién enfrena la furia del torrente? / ¿Quién detiene los soplos del Pampero? / Mis vínculos son pues mis afecciones» (350).

No hay vacilación ni ambigüedad en la voz de esta Lucía (como la hay en la de Rosa Guerra), tampoco secreta solidaridad con el «hijo de la Naturaleza», ni nostalgia de la libertad salvaje, más allá de la hipocresía social (como ocurre en Mansilla). En definitiva, Siripo, luego de haber dado la orden de ejecutar a Lucía (con el hierro y no con el fuego, en esta versión), se arrepiente al punto de querer suicidarse y asume con remordimientos la calificación de bárbaro proferida tanto por Hurtado como por Lucía: «Soy un bárbaro atroz que me detesto; / No debió el Sol iluminar mi frente».

En 1864, después de Rosas y de Caseros, después de Pavón, no resulta extraño el continuo llamamiento a la razón, para neutralizar la peor «barbarie»: la de las guerras civiles que han desangrado (y que aún desangran, por sectores) a la nación argentina. Siripo es reivindicable como patriota que lucha por la independencia de su comunidad. No lo es como furioso amante que intenta poner su deseo por encima de todas las leyes sociales. Los argentinos han de sujetarse a la razón, domar lo que tienen de «bárbaros», para emprender otra etapa de la vida comunitaria. La voz de la heroína -Lucía- acompañada, en débil coro, por su confidente Constanza, se alza para condenar la crueldad de las guerras, en tanto estén guiadas por la mera ambición de riquezas o de gloria. Hurtado las considera justas si se atienen al «deber» de heroísmo. Por otro lado, la relación que une a los esposos podría leerse en cierto registro como alegoría del contrato que une a los ciudadanos de la nueva Argentina, sostenido por el recíproco asentimiento, invulnerable a los embates de anárquicos deseos y a las internas amenazas de los «bárbaros».

En este contexto la mujer en tanto mujer no parece reivindicar para sí un rol social ni renovador ni específico. Lucía, esposa ejemplar, representa, en su ansia de paz, tanto los deseos tradicionales atribuidos a su género como el reclamo social de concordia y armonía. La obra de Ortega no parece ofrecerle otro papel que el de guardiana de esa paz en la intimidad doméstica hacia la cual desea atraer a su marido. En todo lo demás repite, como un eco fiel, los valores de su esposo Hurtado.

Conclusiones

El episodio de Lucía Miranda pone sobre el tapete demasiadas cuestiones inquietantes: los móviles de la Conquista y la composición de la sociedad hispanoamericana que de ella resulta, la función de las mujeres, blancas o indias: inerme botín de guerra o líderes sociales, cuerpos en cuyo seno se decide la perpetuación de un linaje, de una cultura, de una lengua-madre o una lengua-padre.

Según las versiones, ellas son virtuosas matronas, esposas sacrificadas y sumisas o valientes «reinas guerreras» (Hugo Wast), protointelectuales, educadoras y formadoras de opinión, que modelan hábitos y costumbres (Eduarda Mansilla); apasionadas, vacilantes entre la lealtad al marido legítimo y la atracción por un hombre rendido y exótico (Rosa Guerra), iconos de belleza y gracia acaso «culpables» que no deben ser exhibidas fuera del gineceo doméstico, pero en todos los casos resultan intermediarias entre dos mundos, entre Naturaleza y Cultura, que pagan con la vida esas negociaciones peligrosas. Los aborígenes pueden llegar a ser vistos como víctimas (en las refundiciones postrevolucionarias de Lavardén), o incluso como mártires patriotas en la lucha contra los opresores (sobre todo en autores uruguayos), pero normalmente son victimarios, aunque no siempre por los mismos motivos, que oscilan entre la depravación y el odio innatos, propios de bárbaros irrescatables (las más de las veces), o entre la defensa de sus legítimos derechos, sumados a una pasión contra la que no se puede o no se sabe luchar. ¿Son estos pueblos fundadores (co-fundadores) de la nación argentina? ¿Han aportado su sangre y en alguna medida su cultura, al país blanco destinado al Progreso? ¿Son los responsables o las víctimas de la primera ruptura del contrato de convivencia pacífica? ¿Son ellos, en suma, «nosotros», o son y serán, simplemente, «los otros», los ajenos?

Siempre hay «otros», parece decimos esta historia secularmente reescrita. Siempre un modelo nacional se construye en relación con un otro más o menos asimilable, más o menos excluido: los pueblos autóctonos, los invasores, o los inmigrantes. Y siempre, también, entre los «unos» y los «otros», las mujeres (esos varones defectuosos, según Aristóteles) pactan con su cuerpo y con su voz, desde una «diferencia» perturbadora, difícil de definir.

Bibliografía

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