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Lucía Miranda

Novela histórica

Eduarda Mansilla de García



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada

A MI HIJO MANUEL



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ArribaAbajoAl lector

Al publicar una nueva edición de mi LUCÍA MIRANDA, es obra de mis años tempranos, he creído no deber hacerle sufrir trasformación alguna. Los defectos, como las cualidades de esta novela, son inherentes a la juventud de su autor, DANIEL entonces, hoy ya en plena posesión de su nombre verdadero.

No me parece justo ni prudente, que el artista maduro, retoque las producciones de su edad juvenil, porque, a decir verdad, entrando en esa tentadora senda, nunca acabaríamos de pulir y aun de borrar; pues si bien es un axioma que «para saber pintar es forzoso saber borrar», no obstante, hay también que dejarle a una producción artística ese sabor primero, ese zest, como dicen los sajones, que constituye su fisonomía verdadera.

Mi opinión respecto de Lucía y lo que en ella había que corregir, se ha fortificado con la del gran publicista CALER CUSHING: ahí va la carta que me dirigió en Washington, después de leerme. El lector verá, que, gracias al concurso de mi simpático editor, ha sido atendido el want of editorship de mi benévolo crítico yankee.

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WASHINGTON, FEBRERO 4 de 1870

«Querida Mrs. García:

»Estoy muy grato a Vd. por el préstamo de Lucía, que he leído con gran placer. Se ve que la obra es de un autor joven; pero que posee cualidades de invención y de imaginación, unidas a ese gran vigor de concepción y de descripción gráfica, que en tan alto grado distingue la más madura obra de PABLO.

»Lucía, sufre más por negligencia en la edición, que por defecto de composición. Déjemela Vd. dos o tres días más, permitiéndome sugerirle la idea de hacer una edición, en la forma y tan cuidada como la de SU PABLO.

»Pero Vd. se dirá, ¿cómo puede Mr. Cushing tener tan completo conocimiento de mi PABLO, recién publicado? Respondo: primero, por haber leído un ejemplar que acabo de recibir de París, y segundo, por recorrer el que tiene en su poder Mrs. Horney. Algunas de las páginas de la traducción inglesa, con las correcciones indicadas por Vd. pueden quedar bastante bien; y casi tuve tentaciones de hacer otras yo: han cometido algunos errores graves; pero después de pensarlo, me dije: Je n'ose pas.

»Siempre su respetuoso

C. CUSHING».

Señora Eduarda M. de García



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ArribaAbajoExposición


An hunc laborem mente laturi, decet
Qua ferre non molles viros?
Feremus; et te, vel per Alpium juga,
Vel occidentis usque ad ultimum sinum
Forti sequemur pectore.


HORACIO a MECENAS                


Una mañana del mes de setiembre del año de 1530, poco rato después de la salida del sol, a unas pocas cuadras de la orilla del río Carcarañal, confluente del Paraná, veíase un grupo de gente, que se movía con dirección a la ribera. Componían el grupo unos cincuenta o sesenta soldados Españoles, cuatro o cinco jefes, que así lo parecían por su traje, algunas mujeres, y una porción de indios, vestidos con plumas de colores1. Soldados, jefes, mujeres e indios, caminaban lentamente, como si tuviesen muy poca prisa por llegar al embarcadero, donde estaban un bergantín y una carabela, prontos para hacerse a la vela.

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Sebastián Gaboto, que cinco años antes, había fundado en aquel mismo lugar el fuerte del Espíritu Santo; de vuelta de su expedición al Paraguay, iba a separarse de una parte de sus compañeros.

Gaboto, fue el primer europeo, que penetró hasta esas remotas regiones; y en los sangrientos encuentros que sostuvo contra los Agaces, dueños hasta entonces del río, perdió gran parte de su gente. Cuando los intrépidos Españoles, lograron por fin vencer, penetrando en el interior del Paraguay, hasta la laguna de Santa Ana, de los alrededores vinieron los Carrios a solicitar la paz, ofreciendo a los conquistadores los frutos de su territorio. Gaboto, que era de un carácter amable y bondadoso, logró captarse la buena voluntad de estos indios, gente mansa y hospitalaria. Pero lo que más llamó la atención de los Españoles, fue que aquellos indios, llevasen colgadas del cuello, grandes chapas de plata, que daban muy gustosos, en cambio de cuentas de colores, abalorios y pedazos de vidrio.

Como Gaboto no podía entenderse con los naturales, por falta de intérprete, juzgó, por el poco aprecio que éstos hacían de la plata, que aquel metal debía ser allí muy abundante; y por esta razón dio al río, el nombre de río de la Plata. Resolvió en seguida volverse aguas abajo, hasta el fuerte del Espíritu Santo, no pareciéndole prudente, seguir internándose con la poca gente que le quedaba.

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De vuelta al fuerte, halló la guarnición, que allí dejara, reducida a sólo veinte hombres, por haber perecido los demás, en un encuentro contra los indios charrúas. Viendo el descubridor los pocos recursos, que le quedaban, determinó volverse a España, a dar cuenta a Carlos Quinto de sus nuevos descubrimientos y a buscar auxilios, para poder continuarlos.

En la mañana en que empieza nuestra narración, el buen Gaboto, como sus contemporáneos le han llamado, salía para la Península, con unos pocos hombres, debiendo el resto quedar, para guarnecer el fuerte, al mando de don Nuño de Lara.

Los que han reprochado a Gaboto, la idea de dejar esa pequeña guarnición, en un país desconocido y en medio de feroces enemigos, olvidan, que entonces, cada uno de aquellos hombres, por su intrepidez y constancia, tenía el temple de un héroe; y que además, contaban segura la próxima vuelta de Gaboto, el cual, por su parte, deseaba conservar aquella población, como un punto de apoyo, para sus futuras operaciones y como un testimonio permanente, del arrojo y decisión de sus compañeros.

En las inmediaciones del fuerte, estaban acampados los indios Timbúes, gente humana, cariñosa y de carácter hospitalario; buena para amiga, pero terrible para enemiga. Con ellos hizo Gaboto una alianza, contra los Charrúas, y se decidió por fin a emprender su viaje.

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Así que la comitiva hubo llegado a la orilla del río, Gaboto, tomando a parte a don Nuño de Lara, su amigo y compañero, le dijo: «¿Habéis reflexionado, amigo mío sobre los inconvenientes de dejar a Lucía en estos desiertos? Yo la llevaré conmigo a España, y a mi vuelta, si ella lo desea, volverá a juntarse con su marido. Y vos, don Nuño, ¿persistís aún en la resolución de quedaros? ¡Después de cinco años de estar siempre juntos, me cuesta tanto dejaros! Veníos conmigo, y quizá de esa manera, logremos convencer a Lucía».

Don Nuño le respondió: «Lo que me proponéis, querido Gaboto, es imposible. Lucía no quiere abandonar a su esposo, y yo no podré nunca separarme de ellos. La pobre niña ni aun ha querido venir con nosotros, a acompañaros hasta los buques, temiendo vuestras instancias en presencia de Hurtado, que con vehemencia le ha rogado, se volviese a España. Ella dice siempre: 'Con él vine, con él he de volverme'. Ya veis, amigo mío, que es necesario separarnos; espero, sea por corto tiempo; y entretanto os prometo venir a esperaros todos los días en este mismo lugar, así que pasen seis meses. Adiós, pues, el Cielo os guíe».

Don Nuño de Lara abrazó a Gaboto y se separaron.

Gaboto, visiblemente conmovido por las palabras de su amigo, abrazó a don Sebastián de Hurtado, a Luis Pérez de Vargas, y al alférez Oviedo. En   —13→   seguida, volviéndose a Marangoré, cacique principal de los Timbúes, que con cincuenta de los principales de su tribu, había ido para despedirse de él, le dirigió estas palabras: « Marangoré, ilustre hijo del sabio Carripilun, ahí te quedan los Españoles, que has jurado auxiliar y defender: te los confío hasta mi vuelta. En nombre del rey de España, mi amo, te intimo los trates como a tus propios hermanos. A tu padre dirás, que espero hallarle todavía a mi regreso. Adiós». El indio, poniendo su mano en la de Sebastián de Hurtado, que quedaba de segundo jefe, respondió: «Te los entregaré cuando estés de vuelta, amigo»2.

Pronto ya Gaboto a subir al bote, se volvió a los que quedaban en tierra, diciéndoles: «¡Hasta la vista, hermanos! Dios nuestro Señor permita, que nos volvamos a ver».

El viento favorable que soplaba del Norte, puso en poco rato fuera del alcance de la vista, el bergantín y la carabela. La gente que desde la orilla les miraba, con esa dolorosa avidez con que se sigue siempre a un objeto querido que se aleja, se volvió tierra adentro mustia y cabizbaja, luego que para siempre se ocultaron, en una de las muchas vueltas que hace el tortuoso río.

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Dejemos al pobre Gaboto, seguir su penoso viaje para encontrar al fin tantos desengaños. Cuando llegó a España, acababa de salir de vuelta otra vez para el Perú, Hernando Pizarro, con plenos poderes de la Corona; acompañado de centenares de nobles y plebeyos, que voluntarios se alistaban bajo su bandera, movidos por los maravillosos presentes de oro, plata y piedras preciosas, que su hermano Francisco había mandado al rey de España.

Gaboto nada obtuvo para seguir sus descubrimientos; y aunque le dieron el empleo de piloto mayor del Reino, murió oscuro y desgraciado, conservando siempre fijo en su mente, el recuerdo de aquellos valientes compañeros, que había dejado a orillas del Carcarañal.






ArribaAbajoPrimera parte

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ArribaAbajoCapítulo I


Dixele: non vos quejedes
Que non sois vos el primero,
Nin sereis el postrimero
Que sufre del mal que avedes.


MARQUÉS DE SANTILLANA                


Don Nuño de Lara, hidalgo de nacimiento, pertenecía a una familia muy rica y opulenta de la provincia de Valencia, pero la suerte que le hiciera nacer de padres nobles y ricos, hízole un pobre segundón, como vulgarmente se llama a los que nacen después del primogénito. La dura ley de los mayorazgos, que sacrifica los demás hijos en provecho del mayor, obligó al joven Nuño a dedicarse a la profesión de las armas.

En 1491, cuando los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, pusieron cerco a la ciudad de Granada; Nuño de edad de veinte años, se portó bizarramente en los combates de la Vega, haciéndose notar del intrépido Gonzalo de Córdova, que le tomó desde entonces a su lado y le instruyó en el arte de la guerra, cobrándole especial afecto.

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Cuando el Gran Capitán pasó a Italia, don Nuño continuó haciéndose digno de la protección que aquél le dispensara; contribuyendo no poco con su valor y natural despejo, a las jornadas de Barletta y Seminara.

En Calabria, contrajo estrecha amistad con don Alfonso de Miranda, joven hidalgo, pobre y valiente como él, que se había hecho soldado casi por idénticas razones que su amigo. Durante las gloriosas campañas de Italia, don Nuño y don Alfonso combatieron siempre juntos, prontos en toda ocasión, el uno a auxiliar al otro. En la batalla de Cerignola, Miranda salvó la vida a su amigo, con gran riesgo de la propia; y por último, para dar una idea más completa de la unión, en que siempre se mantuvieron estos dos amigos, baste decir, que en el ejército, los llamaron los inseparables.

La fatalidad hizo, que estos bravos, modelo de amistad y valentía, no pudiesen juntos gozar del espléndido triunfo, que después de tantas luchas obtuvieron las armas españolas, sobre los Franceses y Napolitanos, asegurando por fin a los reyes de España el reino de Nápoles.

Don Alfonso murió en un encuentro, casi a las puertas de la ciudad, poco antes de la conclusión de la guerra, recomendando a su amigo, que de vuelta a España, buscase a su hija Lucía, niña de pocos años, que en Murcia habitaba, al cuidado de   —19→   unas pobres gentes. Don Alfonso más de una vez confió a don Nuño, las penas que desde su entrada en el mundo, contribuyeron a dar a su carácter esa sombra de melancolía, que se hacía visible en todos los momentos de su vida. A los veintiocho años, había conocido en Murcia a una joven de origen morisco, hija de padres artesanos, que desde el primer momento se hizo dueña de su corazón, nuevo hasta entonces al fuego de las pasiones.

La joven a su vez amó a don Alfonso, con el afecto impetuoso y ardiente, con que aman las almas apasionadas, que llevan en sí la dolorosa intuición de una corta vida. La hermosa Lucía se abandonó sin reparo, a los trasportes de aquel amor; huyó de la casa paterna en pos de su amante, el cual, viéndose dueño de la que tanto amaba, no advirtió imprudente, que precipitaba en el más escabroso de los senderos, al tierno objeto de sus amores.

Por último, y como prueba del perdón, que el Cielo ofrecía a la delincuente, Lucía murió a los diecinueve años, después de dar a luz una niña, tan bella como su desgraciada madre.

Don Alfonso, que durante dos años, parecía no haber vivido sino para su idolatrada Lucía, sintió al golpe de tan dolorosa pérdida, esa cruel sensación de abandono y aislamiento, que experimenta el viajero cuando, alejado por muchos años de su ciudad natal, vuelve a la patria, buscando la casa paterna en   —20→   el mismo lugar que a su salida, para hallarla mustia ya y silenciosa, por la huella que allí imprimió la muerte. El infeliz joven, abatido y sin fortuna, sin más familia que un tío, a quien hacía muchos años no veía, y con el cual ninguna amistad tenía, pensó mil veces en la muerte como en un refugio; pero la vista de la pobre huérfana, alejó de su mente tan tentadora imagen. Decidiendo, por fin, hacerse soldado, no ya con la esperanza de bailar la muerte en los combates, sino con la generosa idea de alcanzar fortuna, para llenar cumplidamente sus deberes de padre.

Pronto a marcharse, confió la nueva Lucía al cuidado de una buena mujer. Diole los pocos doblones que le quedaban y marchó a reunirse al ejército de Italia, donde trabó tan estrecha amistad con don Nuño de Lara.



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ArribaAbajoCapítulo II


La pauvre mère, hélas! de son sort ignorant!


V. HUGO                


Cuando el Gran Capitán, después de haber dado fin a su campaña de Nápoles, fue nombrado Condestable de aquel reino, don Nuño, valiéndose del favor que éste continuaba dispensándole, obtuvo licencia para volverse a España a cumplir la sagrada promesa, hecha al malogrado amigo. A su llegada, se dirigió a Murcia, en busca de las pobres gentes que se habían encargado de la niña y halló a Lucía, hermosa criatura de dos años, ocupando en aquella modesta habitación, el lugar de una propia hija.

La llegada de don Nuño, causó grande alarma a los esposos, que al oír la sentida relación de la muerte de Miranda y la promesa que a éste hizo don Nuño antes de morir, de cuidar de Lucía, y adoptarla por hija, juzgaron que aquel desconocido venía a arrebatarles su tesoro. Mientras don Nuño habló, marido   —22→   y mujer, sentados a poca distancia, le escucharon con creciente alarma; hasta que por último, viendo que se detenía para recobrarse de la emoción, que le causara el recuerdo doloroso de los últimos momentos de su amigo, Mariana, abrazando a Lucía, que dormía sobre sus rodillas, dijo con voz, que quería hacer dura, y no era sino lastimera: «¡Mi hija! ¡Mi hermosa Lucía! ¡Nadie la separará de mi lado!» y echó a llorar.

Durante largo rato, los tres guardaron silencio. Mariana ahogaba el llanto, por temor de despertar a su querida hija; don Nuño, absorto en sus penosos recuerdos, ausente su pensamiento de aquel lugar, no reparaba en el llanto de la mujer ni en el abatimiento del marido, sacándolos al fin de este estado, la inocente causa de tanto duelo. La niña despertó alegre y satisfecha, y tendiendo sus bracitos al anciano labrador, con suma gracia le dijo: «¡Padre, padre!» Mariana al oír las palabras de Lucía, sin reparar que ésta no podía ni entenderle, exclamó con voz trémula, interrumpida por sus lágrimas: «¡Quieren llevarte, ángel mío! ¡Hija de mi alma! Pero antes que separarme de tu lado, me matarán».

La inocente criatura, viendo la aflicción de su madre, sin entender sus palabras, pero afectada por la agitación de un semblante, que siempre le sonreía cariñoso, soltó también el tierno llanto, y fue a refugiarse en brazos de su padre.

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Esta pequeña escena, sacó a don Nuño de su distracción; y acercándose para besar a la niña, que se había consolado ya con las caricias del viejo Pablo, dijo para sí: «¡Qué hermosa es! ¡Cómo debe parecerse a su madre! ¡El Cielo permita sea más dichosa!»

El anciano Pablo respondió, como si le hubiesen sido dirigidas a él esas palabras: «¡Dichosa es, que la amamos tanto! Y cómo no amarla; ¡pobre niña! ¡nunca verá a su madre, sino en el Cielo!».

Como Mariana tenía un corazón bueno y generoso, pasado aquel primer arranque de desesperación, dijo a don Nuño: «¡Ah señor! Si supieseis cuánto nos ama y lo mucho que de ella cuidamos, no la llevaríais lejos de nuestro lado. ¡Pobrecita Lucía de mi alma! ¿Quién cuidará de mi hijita?».

«No os aflijáis, buena mujer», respondiole don Nuño con ternura. « No tengo la intención de llevar conmigo a vuestra hija adoptiva».

Mariana, sin dejarle continuar, corrió a abrazar a Lucía, diciéndole: « Ven, hija mía, ven a saludar a este nuevo padre, ponte guapa, no escondas la cara, cielo mío», y arreglaba afanosa a la hermosa niña, los sedosos cabellos que sobre las espaldas le caían en largos rizos

El buen Pablo, que hasta entonces había guardado cierta reserva, se levantó del banco que ocupaba, tendió su tosca mano a Lara, y enjugando una importuna lágrima, que corría por su mejilla, le dijo:

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«Yo también he sido soldado, caballero; ¡bien sabía que un valiente, no podría tener la crueldad de entregarnos a la desesperación! Dios os premie tanta generosidad».

«Amigos míos», repuso el de Lara, «no quiero que me estéis gratos, por un servicio que yo recibo de vosotros: venía dispuesto a rogaros continuaseis cuidando de Lucía, hasta mi definitiva vuelta a España; y conociendo ahora el afecto que le profesáis, ¿cómo no pediros con el más vivo reconocimiento, sigáis amando y protegiendo este ángel? «Mariana al oír tales palabras, exclamó con alegría: «¡Bendito sea! La Virgen del Amparo le conserve por luengos años; bien me parecía que con esa cara, no podía ser tan malo».

Pablo convidó a don Nuño a comer, y éste aceptó gustoso su cordial invitación, afanándose Mariana para obsequiar a su huésped. La comida fue muy abundante y sustanciosa. Hízole don Nuño los honores, con un apetito de soldado, según el dicho de Pablo, lo que encantó a Mariana, que no quiso por nada sentarse a la mesa y decía riendo con los ojos llenos de lágrimas: «Dejadme en paz, por Dios, que todavía no me ha pasado bien el susto».

Don Nuño se despidió de aquellas honradas gentes, prometiendo escribirles de vez en cuando, para pedirles noticias de su nueva hija, a quien abrazó cariñosamente por repetidas veces.

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Poco rato después de la partida de su huésped, Mariana, que se ocupaba de levantar la mesa y volver todo a su lugar, halló sobre el banco, que había ocupado éste, un bolsillo con algunos doblones; al punto la honrada mujer tornó a Lucía en brazos y echó a andar a toda prisa en dirección a la ciudad, repitiendo: «¡Jesús me valga! ¡Pobre joven! ¡Encontrarse ahora sin su dinero!»

A poca distancia de la casa halló a su marido, que volvía de acompañar a don Nuño; oyendo el cual las exclamaciones, con que la buena mujer insistía, para que tomase el bolsillo y se fuese al punto a entregarlo a su dueño, le dijo: «Querida Mariana, guarda ese bolsillo, que pertenece a nuestra Lucía; ese joven tiene un corazón noble y generoso y no ha querido exponerse a una negativa de nuestra parte». Mariana exclamó con acento conmovido: «¡Virgen Santísima! No se me había ocurrido; tienes razón, como siempre, mi viejo Pablo, el Señor proteja en todas ocasiones a ese virtuoso joven». Pocos momentos después reinaba el más completo silencio en la habitación de los virtuosos esposos.

El sueño tranquilo, que siempre acompaña a los que tienen una conciencia pura y la seguridad de haber llenado sus deberes durante el día, protegió con su benéfica influencia a los sencillos habitantes de aquella modesta casa.



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ArribaAbajoCapítulo III


Que si acortas y ciñes tu deseo,
Dirás, lo que desprecie he conseguido,
Que la opinión vulgar es devaneo.


RIOJA                


El curso de nuestra narración nos llama ahora a Nápoles, en donde encontraremos de nuevo a don Nuño de Lara, desempeñando las funciones de primer gentil-hombre de cámara y teniendo además el mando de la guardia de Palacio.

Don Nuño, sigue siendo cada vez más digno de los nuevos honores, con que el Condestable paga su adhesión y bizarría. Querido de sus compañeros, admirado y respetado de sus inferiores, el capitán don Nuño, es uno de los oficiales que más atrae las miradas de las jóvenes Napolitanas.

Escuchemos el diálogo de algunos oficiales de gradación inferior, en una de las antecámaras de Palacio; y podremos decir, hasta qué punto, podían influir con nuestro bravo capitán la hermosura y gallardía de las graciosas Napolitanas.

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Dirigiéndose, un joven teniente de alabarderos, de cara risueña y elegante figura, a otro oficial, de fisonomía franca y abierta, que estaba perezosamente reclinado en el alfeizar de una ventana, le dijo: «¿Sabes que la bella Nina, hizo tanto caso de ti anoche en el baile, como yo de los galanteos de la tía Jerónima? ¡Vaya! ¡vaya! Que si así me tratasen a mí, ¡voto a Sanes! no era el hijo de mi madre, el que volvía a mirarle más a la cara».

«Por eso yo, mi buen Castañar», repuso Sandoval con indolencia, «pasé toda la noche mirando su gracioso talle, sin hacer caso de su cara».

«¿Cómo?» exclamó el joven teniente. «¡Lo tomas con tanto descanso! Yo en tu lugar...»

«Sí, tú en mi lugar, irías hoy mismo sin pérdida de tiempo, a casa de la signora Nina Barberini, y con voz de trueno le dirías: «Sois una coqueta sin corazón, tenéis una alma de serpiente»; y de este jaez cuanto te ocurriese de más expresivo; a lo que ella respondería maliciosamente: «Caro signor, sois muy poco amable hoy; volved mañana, cuando haya pasado il mal di capo».

«Por eso yo, para evitar tan graciosa respuesta, espero a que pase el chubasco, con la mayor calma posible o querríais acaso, que anoche a la salida del palacio del duque, buscara querella a nuestro amigo Nuño, a pretexto, de que la signora Nina ha pasado gran parte de la noche dirigiéndole sus más   —29→   seductoras miradas, dando motivo con tan ridícula queja, a que el bueno de don Nuño, me dijese, con sobrada verdad: «¿Tengo yo la culpa de que a una mujer caprichosa se le antoje mirarme, como si yo fuera obra de arte?»

«No dudo», repuso Castañar con ironía «que el capitán don Nuño, te diese tan humilde respuesta, conociendo como conozco su habitual indiferencia con las bellas. Pero por lo que a mí toca, no creo en las protestas de tan huraña virtud. Haz lo que gustes». «Y el joven teniente, ciñéndose la espada, dejó la antecámara.

Dos o tres oficiales, que escuchaban el diálogo de los amigos, dijeron cuando hubo salido. «¿Qué diablos tiene este loco contra el capitán? ¡Vaya un enfado!»

«Dejadle que se desahogue», respondió Sandoval. «¡No veis que está enamorado de la Nina! ¡Pobre Castañar, no sabe en qué manos ha caído!»



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ArribaAbajoCapítulo IV


Mas ¡ay triste! que apenas se presenta
De mi fingido bien esperanza,
Cuando las velas tiendo sin recelo.


HERRERA                


La signora Nina Barberini, era una de esas criaturas, a quienes la fortuna parece complacerse en tratar como a una verdadera hija mimada. A los veinticinco años, poseía una de las más bellas fortunas de Nápoles, un nombre ilustre y la más hermosa figura de mujer, que en aquella tierra clásica de la belleza podía verse. Viuda a la sazón, de un marido anciano, con quien sólo vivió seis meses, la bella Napolitana no conocía más ley ni norte, que el capricho de su voluntad absoluta.

Inconstante, variable como el bello cielo de su patria, a mujer alguna parecía convenir mejor el dicho del poeta inglés: «Pérfida como las ondas». La inconstante Nina, durante los dos años que llevaba de viudez, contaba entre sus conquistas, a cuanto de   —32→   más bello y distinguido poseía la brillante corte del condestable; y aún se aseguraba, que el mismo Gonzalo, había quemado en vano su incienso a la esquiva deidad.

Muchos eran los que se alababan, de haber obtenido grandes favores de la hermosa Nina; pero en realidad, los que más dichosos se decían, eran precisamente aquellos, que no divisaron jamás, ni la más ligera sombra de esperanza. Algunos, como Sandoval, se complacían admirando sus gracias, sin pretender alcanzar más de lo que ella voluntariamente quisiera concederles. Otros, como Castañar, no se contentaban con amarla de lejos, sino que buscaban sin tregua, ocasión de desahogar su mala voluntad, contra el dichoso mortal, que atraía las miradas de la peligrosa viuda.

El día siguiente del baile, que en honor de la signora Nina diera el viejo duque Palmarosa, uno de los numerosos aspirantes a su mano; nuestro amigo don Nuño recibió un billete concebido en estos términos:

«La signora Nina Barberini, desea una entrevista con el capitán don Nuño de Lara, en su palacio, a la hora que más le plazca». No es fácil pintar el asombro, que en don Nuño produjera este billete. Para poder comprenderlo, es necesario saber, que no frecuentando Lara la sociedad, ni estando por manera alguna al corriente de lo que en tales casos era costumbre responder, juzgó desde luego conveniente   —33→   consultar a su amigo Sandoval, antes de dar respuesta a tan extraño billete.

En los momentos, en que se disponía a salir en busca de su experto amigo, entró éste con su acostumbrado buen humor y desenvoltura, gritándole desde la puerta: «¡Salud al preferido de las gracias, o tú, dichoso rival del irresistible Palmarosa!» Don Nuño, que habitualmente, sufría con mucha calma las chanzas del alegre joven, le dijo con impaciencia: «Ya veo que vosotros me habéis tomado para vuestra burla, cuidad por quien soy, de no insistir en tan groseras chanzas, porque de lo contrario podría pesaros. ¡Vive Dios!»

«¿Cómo es eso, Nuño?». repuso Sandoval con tono grave. «¡Acaso te han instruido ya las malas lenguas de Palacio de las niñadas de ese chiquillo de Castañar! Duéleme, amigo mío, des tanta importancia a mi pobre teniente». «No se trata ahora de Castañar», agregó don Nuño, algo más sereno; «mira» y le enseñó el perfumado billete.

Sandoval tomó el billete, y después de haberlo leído, dijo calorosamente: «¡Nuño, Nuño, cómo es posible que todavía estés ahí, y no hayas volado a echarte a los pies, de la más encantadora de las criaturas! ¿No sabes que yo diera toda mi sangre, por haber recibido tan celeste invitación?» Y observando que la fisonomía de Lara cobraba cada vez una expresión más colérica, «¡Ah! ya comprendo, mi incomparable Nuño»;   —34→   exclamó, «tomas esto como una broma de mis compañeros. Te juro a fe de caballero, que ninguno de nosotros hubiera sido capaz de tal villanía. Este billete es realmente de la Barberini; conozco su letra, he aquí sus armas».

Don Nuño tendió la mano a Sandoval diciéndole: «Perdóname, amigo mío, soy muy desgraciado, no sé lo que por mí pasa. ¿Qué puede quererme tan orgullosa dama? Tú sabes bien cuán enemigo soy de esta clase de intrigas y cuánto desprecio me inspiran esas seductoras criaturas, que en nombre del amor y de la constancia, destrozan sin reparo el corazón del hombre, secando con su influencia cuanto posee de más grande. ¡Oh! ¡Estoy decidido, no iré!».

«Nuño», replicó Sandoval, «escucha la verdad de mis labios. Sabes con cuánta frecuencia me he burlado de tu alejamiento sistemado, de cuánto hay para mí de mejor y más bello sobre la tierra; conociendo, sin embargo, la exquisita sensibilidad de tu corazón, no he tratado jamás de combatirte seriamente. Bien sé que no podrías resistir los frecuentes y rudos golpes a que se expone, el que, como yo, se embarca en el mudable y peligroso mar de las conquistas amorosas. Pero esta vez, amigo mío, no puedes cerrar los brazos a la fortuna, que con tanto abandono y seguridad se te ofrece, a trueque de ser tachado por tus mejores amigos y aún por tu propia conciencia, de sequedad de corazón y egoísmo. ¿Por qué temer   —35→   tanto a la felicidad? Veo ya venir a tu mente el recuerdo importuno de las insípidas conversaciones de nuestros cortesanos. ¡Cuál se alaba de conseguir hoy todo! ¡Cuál de alcanzarlo mañana! Desprecia, Nuño, tan ruines como falsos asertos, y cree a tu amigo; ese corazón que tan franco y confiado se te entrega, no lo dudes Nuño, ese corazón es digno de ti. Sígueme, quiero yo mismo introducirte en el santuario. Ea, mi bravo capitán, al asalto, que el enemigo ¿se nos rinde a discreción, y fuera mengua, huir sin razón ni gloria, de tan seguro triunfo».

Don Nuño siguió a Sandoval, casi sin darse cuenta de lo que hacía, arrastrado sin saberlo, fascinado por el ardoroso entusiasmo de su amigo, que durante todo el camino no cesara un momento de hablarle de la Nina, con el más vivo interés, contándole mil rasgos verdaderamente sublimes, de la vida de aquella extraña criatura.



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ArribaAbajoCapítulo V


À présent j'ai senti, j'ai vu, j'ai sais, qu'importe.


V. HUGO                


El palacio de la signora Barberini, estaba situado en la calle de Toledo, y a poco andar llegaron a él los dos amigos. Nuño, despertando como de un sueño, dijo: «Enrique, ¿qué haces de mí? Déjame, aún puedo retroceder».

No tuvo Sandoval tiempo de contestarle; un lacayo se presentó, diciéndoles: «Tengan sus señorías la bondad de pasar al jardín: la signora espera».

Sandoval, que era muy conocido de todos en el palacio, dijo al criado con tono amistoso: «Buenos días, Pietro, puedes dejarnos, yo guiaré a este caballero».

Después de atravesar un magnífico patio de arquitectura griega, enlosado de mosaico, y un bosque de naranjos y acacias, llegaron, por entre una olorosa calle de mirtos, a un gracioso laberinto de plantas y arbustos de todas clases, colocados allí caprichosamente sin simetría. Algunas estatuas representando las estaciones, obras maestras de los mejores escultores   —38→   de la época, daban a aquel lugar un tinte misterioso y poético, que conmovía dulcemente el espíritu.

Nada más bello y armónico, que aquel conjunto formado por la naturaleza y las más hermosas creaciones del hombre: don Nuño aspiró con delicia esa atmósfera de perfume y poesía.

Hallaron los amigos a la encantadora Nina, formando un ramillete de rosas blancas, que un gracioso pajecillo cortaba de los muchos rosales de esa clase, que allí había. Eran éstas sus flores favoritas; llevaba siempre una rosa blanca en los cabellos. Más bella que nunca, sencillamente adornada con un ligero traje blanco, con mangas flotantes, que parecían desprenderse como alas, aquella Nina en nada se parecía a la altiva y deslumbradora deidad del palacio Palmarosa.

Don Nuño, embelesado de tal cambio, seducido por la gracia y cortesía, con que la hermosa les tendió su mano, sintió desvanecerse toda sombra de desconfianza. Sandoval, tomando una de las rosas, dijo sonriendo a Nina: «¿Puedo conservarla?».

«Hoy menos que nunca», respondió la hermosa, con acento conmovido: y volviéndose luego a don Nuño, que escuchaba en silencio, agregó con una sonrisa melancólica: «Espero que algún día, vos amaréis también mis rosas blancas».

En seguida, invitoles a entrar a un lindísimo belvedere de mármol blanco, situado en medio del jardín.   —39→   Era éste una maravilla artística, tanto por la elegancia de su corte, cuanto por la delicada y escogida variedad de sus adornos. El interior, adornado con altos y bajos relieves, representando escenas mitológicas, tenía en el centro una fuente de jaspe azul, sobre la cual, el agua que subía hasta el techo, se derramaba serpenteando juguetona, por entre un caprichoso grupo de Nereidas y Tritones. Pero lo que más atraía la atención, era una Diana cazadora, representada en el acto de herir a Acteón, y para la cual la misma Nina había servido de modelo. La pureza de contornos de su cabeza, verdaderamente clásica, a la que podía tan sólo reprocharse, esa exquisita regularidad que se nota en los perfiles griegos; la graciosa esbeltez de su talle y un no sé qué de suave y virginal, que se esparcía en toda su persona, como un perfume divino, de tal manera convenían a la imagen que el poeta sueña para la púdica diosa, que aquella Diana, tenía el doble sello del genio y la divinidad. Pero a esa figura tan bella y artística, le faltaba, sin embargo, lo que en ese momento y en todos los momentos, hacía resaltar la superioridad del modelo sobre la copia: la luz del pensamiento, la vida, la inteligencia. Los ojos de Nina, fijos en ese momento en el hombre que amaba, y que amaba con todo el ardor de un primer amor, despedían una luz tan viva y centelleante, que don Nuño se sentía subyugado, vencido por el irresistible encanto de aquellos ojos; y   —40→   mudo, extático, abría su pecho a la revelación magnética de una nueva vida.

Sandoval, comprendiendo lo que pasaba por su amigo, que apenas pronunciaba una que otra palabra, hablaba con Nina del baile de la noche anterior, refería con su gracia habitual mil incidentes, tratando de conservar al de Lara, en ese dulce estado en que la vida parece refluir toda al corazón.

Nina les pidió viniesen aquella misma noche a una lectura a que sólo asistirían los amigos íntimos, y se despidió con un «Hasta luego», tan franco y amistoso, que acabó de seducir a don Nuño.



  —41→  

ArribaAbajoCapítulo VI


Ed altro disse ma non l'ho in mente.


DANTE                


Cuando los amigos dejaron el palacio Barberini, Sandoval exclamó de buen humor: «Vaya, Nuño, que para ser tu primera campaña, te has portado como en Granada». «Enrique», respondió don Nuño, «no sé si me he portado bien o mal; creo por el contrario, que he debido hacer muy triste figura, con mi aire severo y mi jubón descolorido; pero te pido como a mi mejor amigo, me inicies en el arte de hacerse amable, que tú posees en sumo grado. ¡Cuánto envidio esa facilidad que tienes, de dar a todo, un carácter de alegría y novedad, al cual bien lo veo, yo no alcanzaré nunca, por más que quiera! ¡Qué hermosa es! Bien lo decías, esa mujer es buena. ¡Cómo se revela en todas sus palabras, hasta en sus movimientos, la delicadeza de su corazón! Imposible que llegue jamás a amar a un soldado brusco y desgraciado como yo. Este aire de tristeza, que se ha   —42→   hecho ya mi compañero inseparable, me alejará siempre de tan graciosa criatura. ¿Qué hacer?».

«Pobre Nuño, ¡qué a prisa has recorrido la inmensa distancia, que ayer noche hacía de ti el hombre más tranquilo e indiferente de todo Nápoles! Compláceme sobre manera, ver que no me había equivocado sobre la sensibilidad de tu corazón. Dime, ¿comprendes ahora que hayas podido vivir tanto tiempo sin amar?».

«Acaso puedes comparar la vida que sientes ahora, con ese letargo prolongado y enfermizo, en que tan tristemente se consumían tus mejores años. Hoy te quiero más que nunca, a pesar de que, como sabes, eres mi rival».

Don Nuño repuso con aire de tristeza: «¡Oh, sí, y rival muy temible!»

«Más de lo que tú piensas», contestó Sandoval. «No olvides que has entrado al palacio Barberini, llamado allí por la misma Nina».

«No lo niego; pero cuán desengañada debe estar en este momento, de lo que en mí esperaba hallar. Creo que no he hablado tres palabras. ¡Soy un necio!».

Esta conversación tenía lugar a orillas del mar; los jóvenes habían hecho un rodeo, y en vez de dirigirse a Palacio, adonde les llamaba su servicio, continuando por la calle de Toledo, tomaron una callejuela traviesa, tratando de evitar la importunidad de los   —43→   muchos paseantes. Después de un rato de silencio, Sandoval dijo de improviso a su amigo Nuño: «Había prometido no decirte algo, que, sin embargo, voy a comunicarte, para que no desesperes tanto. Hace más de dos meses, que Nina te sigue a todas partes; te vio por vez primera el último día de la fiesta de San Jenaro, ¿y, acaso recuerdas, cuánto te insté esa noche, para que vinieses conmigo al baile de máscaras de Palacio?¡Ay! desde entonces perdí toda esperanza de ser amado, pues ella me confió la impresión, que le habías hecho a pesar de tu aire serio y tu traje descolorido, rogándome con instancia, le contara cuanto sabía relativo a tu historia y a tus proyectos. ¡Vieses con qué atención, escuchó los detalles de la vida retirada y esquiva que llevas en la Corte! Encantándose de saber, que a pesar de tus treinta años, aún no habías tenido ningún amor y la firme intención que hacías de permanecer siempre fiel a tus proyectos de aislamiento y retiro. A mi vez, Nuño, yo me propuse observar también los rápidos progresos que el amor hacía en el corazón de la indiferente Nina. Vila poco a poco alejarse del bullicio de las fiestas, prefiriendo a todo lo que antes fuera su principal encanto, el momento de hablar de ti y escuchar de mi boca, los merecidos elogios que me dictaba la justicia que hice siempre a tus méritos. Haciéndome no sólo prometerle no decirte una sola palabra de su amor, sino pidiéndome como una   —44→   gracia no desvaneciese los rumores, que acerca de sus amorosas relaciones conmigo en la Corte se acreditaban. Anoche a la salida del baile, me dijo muy triste: «Creo que nunca me amará, ni siquiera ha reparado en mí». Y yo, que a la verdad, estaba alarmado viendo tu completa indiferencia, en aquella noche, le respondí aunque dudando del éxito de mi consejo, te escribiese el billete que me mostraste esta mañana, creyendo que si no acudías a la cita, entonces sería tiempo de desesperar. Ya ves, Nuño, que por mucho que te pese, ¡eres el más feliz de los mortales!

Don Nuño, que escuchara silencioso la relación de Sandoval, exclamó con acento conmovido: «¡Bendita sea tu inspiración, mi generoso Sandoval! Te juro que si no hubiese visto jamás a Nina, como la he visto esta mañana, entre sus señores, con su sencillo vestido blanco y sin más galas que su belleza de cuerpo y de alma, nunca, nunca me hubiera ocurrido la posibilidad de amarla».

Los amigos después de esta conversación, se separaron a la puerta del palacio del Condestable.



  —45→  

ArribaAbajoCapítulo VII


Si pudiese perderse la esperanza,
¡Oh! ¡cuán breve sería el ciego engaño
Que nace de amorosa confianza!


HERRERA                


El palacio Barberini, cuyo exterior singularmente contrastaba con los demás palacios napolitanos, por la extremada sencillez y ausencia completa de adornos, estaba interiormente decorado con ese lujo de pinturas al óleo, frescos, estatuas y mosaicos, que constituían casi el único adorno de los vastos y desnudos salones de los grandes señores de esa época. El peristilo, en el cual, según la costumbre romana desde los primeros tiempos del imperio, había tan sólo unas tres estatuas al natural, representando tres personajes de la familia Barberini, que se habían distinguido por sus hazañas militares en el siglo anterior, tenía a cada lado una vasta escalera de mármol blanco, que conducía a los departamentos y salones del primer piso. Por la escalera de la derecha, se   —46→   llegaba al salón de las pinturas, en donde había grandes cuadros del Tiziano y de Giulio Romani; en seguida, atravesando cuatro salones, cubiertos de estatuas, vasos etruscos y jarrones, de cuanto entonces había de más bello y precioso, se entraba por último a un saloncito más pequeño, adornado con tapices persas, en el cual hallaremos a la dueña del palacio, rodeada de unos pocos amigos íntimos, que debían asistir a la lectura de dos cantos del Dante y un soneto de Luigi Alamanni, joven florentino recién llegado a Nápoles, que empezaba a llamar la atención.

Cuando Don Nuño llegó al palacio, en la misma noche de aquel día, que marcó para él un cambio tan completo en la vida de los sentimientos, la lectura había empezado ya, y apenas sí pudo percibir de lejos la ligera inclinación de cabeza, que le hizo Nina y que parecía decirle: «Quedaos ahí y escuchad». Sandoval, no pudiendo venir tan temprano, pues su servicio le retenía aquella noche en Palacio hasta más tarde, había prevenido a su amigo, que quizá no podría hablar a Nina hasta concluida la lectura, siendo allí costumbre observar, durante ese tiempo, religioso silencio.

En los varios intervalos que hubieron de conversación, Don Nuño permaneció en el sitio apartado que ocupó desde su entrada, sin que nadie viniese a turbar las meditaciones en que el melancólico joven   —47→   parecía sumido. La Nina, rodeada siempre de las solícitas y constantes atenciones de aquellos, que ella llamaba sus amigos íntimos, no parecía apercibirse del aislamiento del pobre Nuño, que volvía de continuo sus miradas impacientes hacia la puerta, con la esperanza de ver entrar por ella a Sandoval.

Las personas que formaban el círculo íntimo de la signora Barberini, eran todas extrañas a la sociedad frecuentada por don Nuño, compuesta tan sólo de oficiales españoles y de uno que otro Italiano, de los que habían servido bajo las órdenes del Condestable. La Nina, con su corazón de artista, poseyendo en sumo grado esa gracia en el decir y esa alegría bulliciosa y casi infantil de las Napolitanas, se complacía siempre en la sociedad de los artistas y de los hombres espirituales de su época, de manera que el grave y silencioso Español, se sentía oscurecido, perdido en aquella atmósfera brillante de animación y cultos chistes.

El de Lara, que, como sabemos, no tenía muy aventajada idea de sí mismo, y que como todos los espíritus reconcentrados, caía en horribles ataques de desconfianza, dejó el palacio Barberini, en una disposición de espíritu muy opuesta a la que en aquella misma mañana, le mostraba los objetos con un tinte risueño y animador. Nina no le parecía ya sino una mujer frívola y vana, que gozaba en atormentarle, dándole esperanzas que no tardaba luego   —48→   en desvanecer, con la más culpable indiferencia. Y en cuanto a Sandoval, su mejor amigo, su salvador y cuanto había de más generoso hasta entonces, era sólo una pobre víctima de los sortilegios y amaños de la astuta Italiana.



  —49→  

ArribaAbajoCapítulo VIII


Ya te conté el estado tan dichoso
A dó me puso amor, si en él yo firme,
Pudiera sostenerme con reposo.


GARCILASO                


Cuando a la mañana siguiente, el de Lara halló a Sandoval bajando una de las escaleras de Palacio, que con su buen humor acostumbrado le pedía noticias de la tertulia de la hermosa Nina, Nuño le contestó con una forzada sonrisa: «Pasé allí ameno rato, y apenas eché de menos tu grata compañía», agregando en seguida haber decidido aquel mismo día, marcharse a España, pues, acababa de recibir una carta, que le traía la noticia de la muerte del anciano Pablo, y deseaba ir cuanto antes, a ocuparse por sí mismo de la educación de su hija adoptiva.

Sandoval, tomándole del brazo replicó gravemente: «Lejos de mí, amigo mío, la idea de apartarte de tan virtuosa tarea; pero antes de ocuparte de los asuntos de España, juzgo necesario, concluir con los   —50→   de Nápoles, que a la verdad no dejan de valer la pena. Ven, que Nina nos espera, para que vayamos a dar un paseo por la bahía, hasta Capri. Iba en tu busca; el día no puede ser más hermoso».

Don Nuño, que, como sabemos, se hallaba muy poco dispuesto a ceder a la influencia mágica, que antes ejerciera sobre él Enrique, dijo, tratando de desasir el brazo que aquél le tomara: «No puedo acompañaros; así como anoche fui yo por vos, id hoy vos por mí». «Ya veo», repuso Sandoval, «que no me perdonas el chasco, pero qué quieres, cada uno tiene sus asuntos particulares; y como ahora, hasta tú nos das mal ejemplo. Pero es largo de contar, ya te lo diré; a propósito, Nuño; creo, fuera de chanza, que a pesar de tus protestas, has debido pasarlo bastante mal anoche; es necesario, sin embargo, me perdones por no habértelo advertido y haber faltado a mi compromiso».

«Es cierto que...»

«Sobre todo», interrumpió Sandoval, «aquello de no poder decir una sola palabra a la dama de tus pensamientos, que parecía ocuparse tanto de ti, como del último vaso de los que forman su magnífica colección etrusca. Vamos, ahora me explico la expresión dura y descontenta de tu cara. ¡Por Santiago! ¡Nuño, vuelve en ti! recobra la perdida confianza: ¿habrás de ser siempre el mismo? ¡Ea! sígueme, y sobre todo, escucha, incorregible adalid».

  —51→  

Don Nuño, encantado por haber encontrado quien le convenciese a tan poca costa, siguió a Sandoval, que continuó de esta suerte: «Piensa, amigo mío, cuán necesario es no ser demasiado exigente, con la inconstante Nina; ten en cuenta no es justo sacrifique aún sus antiguas y preferidas distracciones a un amor, que hasta este momento no ha hecho sino atormentarla. Es fuerza, Nuño, convengas conmigo en que sólo un corazón generoso y apasionado es capaz de sacrificarse así por quien en pago de tanto abandono le ofrece sólo desconfianzas y amarguras. Interroga tu corazón, mi buen Nuño, ¿qué has hecho tú hasta ahora, para merecer este amor que ha venido como una buena hada, a ofrecerte tesoros y delicias sin cuento? ¿Fastidiarte?¡Oh! eso es muy poco. ¿Dudar y desconocer cuanto por ti se hace? Eso es demasiado, Lara, para quien como tú posee un corazón fuerte. Escucha aún mi último consejo y concluyamos tan enojosa plática caro mio. A las mujeres, pobres ángeles, que nos dan cuanto poseen de más precioso, es necesario siempre sacrificarles algo, y muy especialmente nuestra vanidad».



  —53→  

ArribaAbajoCapítulo IX


Ce qui sort à la fois de tant de douces choses
Ce qui de ta beauté s'exhale nuit et jour
Comme un parfum formé du soufflé de cent roses
C'est bien plus que la terre et le ciel: c'est l'amour!


V. HUGO                


En el embarcadero encontraron los dos jóvenes a Pietro, el criado de confianza; y poco después apareció Nina, que habiendo dado cita a Enrique para medio día, les dijo con cierta impaciencia: «¡Cómo os habéis hecho esperar, signor! ¡En verdad que ya me marchaba sola!» Y en seguida, volviéndose a Sandoval, agregó: «Segura estoy de que la culpa es vuestra, perezoso y que así como faltasteis anoche a la lectura, hubieseis faltado hoy al paseo, a no ser por vuestro amigo. ¿No es verdad? Quiero recompensaros, Lara, castigándole: os tomo hoy por mi caballero y le abandono a él sin reparo, a la primera muchacha bonita que hallemos al desembarcar en Capri». Sandoval, sin replicar, cruzó los brazos sobre el pecho, bajó la cabeza, y con aire mohíno fue   —54→   a sentarse en la proa de la barca, dejando a don Nuño cerca de Nina, libre ya de decirle sin ser oído, lo que pasaba por su corazón.

El día era uno de los más bellos de Nápoles. El cielo azul, ese cielo que rivaliza en color y tersura con las límpidas aguas del Golfo; el sol que baña con su luz rojiza los objetos que acaricia, en ese suelo bendito de su predilección, que jamás abandona, se reflejaba centelleante en el mar, que se estremecía de placer, al sentir el amoroso contacto del astro rey. La tibieza de la atmósfera, el perfume de los miles de naranjos y acacias, el suave movimiento de la barca, que impelida dulcemente por los remos, parecía tocar apenas con su quilla la superficie de las aguas, el silencio apenas interrumpido, por una canzonetta napolitana, que cantaba a media voz el barcajuolo, todo, todo habla en favor de aquel amor naciente, en el corazón de don Nuño y que amenaza ya hacerse su exclusivo dueño. ¿Cómo explicar la influencia que hasta en nuestros afectos ejercen los objetos que nos rodean? ¡Cuántas veces un sentimiento, cuyo germen apenas rozara el corazón, se desarrolla profundo y poderoso, al contacto sólo del tibio rayo de la luna sobre nuestra frente! ¡Bendita ley de unidad y amor, que confunde a la creatura con la esencia de su ser!

Don Nuño, sentado a los pies de la que ama, embriagado y sin encontrar palabras con que decirle lo que el corazón siente, besa con ardoroso entusiasmo   —55→   las manos que Nina le abandona, ¡con esa sonrisa del amor en sus primeros albores y que no se repite jamás!

El sol se ocultaba ya tras la cadena de montañas que ciñe a Nápoles, cuando la barca llegó a la orilla de la isla de Capri.

Sandoval, que dormía prosaicamente, mecido por el movimiento, despertó repentinamente, y acercándose a los dichosos amantes les dijo: «Hemos hecho ya la paz, miei dolci amici; supongo ahora que la signora no tendrá inconveniente en que desembarquemos, para ocuparnos de tomar algún refrigerio, los que no estamos ligados por voto alguno, al niño travieso de la graciosa diva, que reina en Cyterea».

«Caro Sandoval», respondió Nina, « tan bueno y generoso no me perdono el haberme olvidado así de vuestro apetito; pero en la villa, Gina nos espera».

La villa Aldobrandini, propiedad del padre de Nina, era una lindísima habitación, rodeada de árboles por todos lados. Su arquitectura, no ofrecía nada de particular; pero lo que daba a este lugar un encanto extraordinario, era la cantidad de flores, de todas especies y un lujo extraordinario de arbustos y plantas raras, de todas las zonas. Hasta en el terraso había grandes jarrones, conteniendo enredaderas de colores vivísimos, que se descolgaban caprichosamente, sobre los muros y parecían estrecharlos tiernamente con sus flores y sus hojas: aquella encantadora   —56→   morada era un verdadero templo de Flora. Luego que hubieron merendado, en un lindísimo salón octógono, que estaba colocado en medio de un bosquecillo de granados, Sandoval, que a fuer de hombre de mundo, comprendía la necesidad que tenían los nuevos amantes, de decirse esa serie de pequeñeces, verdaderamente sublimes, que en el catálogo de los goces amorosos, tendrá siempre para las almas puras un lugar preferente, recordó a Nina su amenaza, advirtiéndole, iba en busca de la preciosa ninfa que debía consolarle.

Una vez que ésta volvió a quedarse a solas con su amante, le dijo: «Voy a cumpliros la promesa que hice antes, contándoos la historia de mis rosas blancas; y como esta historia está tan íntimamente ligada con la de mis padres, vais a saber al mismo tiempo, cuanto yo misma sé sobre mis primeros años».



  —57→  

ArribaAbajoCapítulo X


And playfully as on my head
Her white hand rested, smiled, and said.


MOORE                


La villa Aldobrandini, pertenecía hace veintiocho años, a la noble y opulenta familia de este nombre, que se componía tan sólo de dos personas, la signora Giulia, viuda Aldobrandini, y Giuliano su hijo, joven de pocos años, heredero de inmensos bienes.

A poca distancia de la villa, a orillas del mar, había una pobre casucha de pescadores, que habitaban en terreno perteneciente a la villa, y desde tiempos muy lejanos, tenían por sola condición de arrendamiento, la obligación de surtir de pescado a la villa. La casucha del pescador, así como la opulenta villa, había pasado de padres a hijos; en la época que empieza esta historia, la ocupaban Matteo y su mujer Marta, que hacía más de diez años estaban casados y a pesar de las frecuentes y devotas súplicas, de la   —58→   buena mujer y de su marido, aún no habían conseguido ningún hijo. Matteo, más de una vez se lamentó con sus compañeros, de la cruel necesidad en que se veía, teniendo que abandonar la humilde choza, que por tantos años había pertenecido a sus padres, por no tener ningún heredero de su derecho.

Mucho tiempo hacía que la villa no era visitada por sus dueños, pues desde la muerte del anciano Aldobrandini, ni la viuda ni el hijo, que vivían en Roma habían venido a pasar allí, los tres meses de verano, como antes acostumbraban. Matteo rogó muchas veces a un brutal intendente, que de la villa cuidaba, hiciese saber a sus patrones la triste perspectiva que a su muerte aguardaba a la pobre viuda, que tendría inmediatamente, que dejar la casucha y mendigar un asilo en los últimos días de su vida; pero, ya sea mala voluntad del intendente o fuese que realmente sus avisos no llegaban, siempre que humildemente preguntaba al Sr. Carulla, si había recibido alguna respuesta favorable, éste le respondía con marcada insolencia: «Ya podéis iros preparando, porque aunque nada me dicen, mucho temo...», y el cruel intendente, sin concluir la frase, daba al triste Matteo un rudo golpe en el corazón. Pasaban las semanas y los meses, la opulenta morada permanecía cerrada, y el pobre pescador, sintiéndose cada día más sin fuerzas y próximo el momento en que no podría ya aventurarse solo en su pequeña barca, se consumía   —59→   lentamente, habiendo perdido ya toda esperanza. Un día que Matteo, sentado a la orilla del mar, sacaba de la red una abundante pesca, hecha en pocas horas, preparándose para llevarla a la ciudad, luego que el terrible Carulla hubiese escogido lo que más le convenía, vio venir hacia a él a su querida Marta que, con paso ágil y semblante alegre, lo llamaba repetidas veces, diciéndole con voz agitada: «Matteo, Matteo, deja las redes, ¡ven a echarte a los pies de la Madonna! Santísima Virgen, ¡has escuchado mi voto! Tendremos un hijo». «¿Un hijo, Marta?», exclamó el pescador soltando su red. «¡Qué es lo que me dices, pobre Marta! ¿has perdido la cabeza?» «¿Qué no has oído?», repuso Marta, «¿dudas del milagro, que la Santísima Madonna de las Rosas por nosotros hace? Es ella, quien nos manda este consuelo en los últimos días de la vida; ven, mi querido Matteo, vamos a ofrecer de nuevo nuestro hijo a la Virgen, Madre de Nuestro Señor».

La esposa contó en pocas palabras a su marido cómo hacía más de tres meses, una amiga le había aconsejado fuese todos los días a llevar un ramillete de rosas blancas a una Madonna, llamada de las Rosas, que en una de las callejuelas de la ciudad había, y cómo, por un milagro de esta Santa Madonna, se hallaba en cinta.

Los buenos y sencillos esposos, con esa fe viva que se encuentra tan sólo en las naturalezas incultas,   —60→   fueron juntos a dar gracias a la Madonna, sin olvidar un hermoso ramillete de rosas blancas, que el mismo Matteo puso en el nicho de la bendita Signora.

Muy pronto se espació por la isla la noticia de aquel milagro, muy especialmente cuando vieron al viejo Matteo, que parecía rejuvenecido de diez años, montar en su barca, cantando alegremente su canción favorita, acompañada de la continua interrupción: un bambino, un bambino; y el viejo pescador remaba con una fuerza que parecía exponer la barquilla a zozobrar.

Una noche de tormenta, que los esposos dormían tranquilamente, a pesar del viento que amenazaba la fragilidad de la casucha y del agua que caía a torrentes, Marta despertó sobresaltada, diciendo a su marido: «Matteo, Matteo, es necesario vayas a la villa a traerme una rosa blanca, que ha abierto esta misma tarde y que el viento y la lluvia van a deshojar sin piedad». El pescador, que quería muchísimo a su mujer, viendo que se trataba nada menos que de las benditas rosas, que tanto habían hecho por ellos, se vestía apresuradamente diciendo: «Voy al punto, mi pobre Marta a traerte la rosa».

En los momentos en que el buen hombre se preparaba a salir y abría la puerta de la cabaña, una ráfaga de viento y de lluvia, que azotó su cara, le hizo notar el tremendo temporal; entonces, volviéndose a Marta, que había vuelto a quedarse dormida,   —61→   dijo, viendo el sueño tranquilo de su mujer: «Estaba soñando con sus rosas, ¡pobres rosas! ¡mañana no habrá ni una sola en su tallo!»

El día siguiente amaneció sereno y despejado; los esposos se ocuparon como tenían de costumbre, Marta arreglando la cabaña y cosiendo el pequeño ajuar que para su hijo preparaba, y Matteo salió en su barca a hacer su provisión de pescado. Cuando al caer la tarde, el esposo volvió a la cabaña, encontró a Marta con una criaturita en los brazos, rodeada de algunas mujeres de pescadores de los alrededores.

«Es necesario que te conformes con lo que la Madonna nos concede», le dijo su mujer, «es una niña, en lugar del niño que pedimos; bien lo sentía yo anoche, al ver la pobre rosa deshojada; ¡pero mira qué hermosa es!» Lleno de júbilo, Matteo, estrechaba entre sus brazos a la madre y a la hija, y llorando decía: «Bendita niña ¡qué hermosa es! Que me conforme, ¡vaya! como que me alegro tantísimo de que sea una niña. Ya veréis, amigos, qué guapa será y qué fiesta haremos para la boda. Apuesto a que más de un galán... ¡Pero así no más mi bella rosa no concede sus favores!» Marta viendo la alegría de su marido, confesó a sus amigas que, ella, por su parte, también se alegraba mucho de que fuese una niña, pues de ese modo la llamarían como su Patrona, María de las Rosas.

Pasaron cinco años, durante los cuales la vida de   —62→   los dichosos esposos fue siempre igual y serena; la niña María crecía robusta y hermosa, acariciada por todos y querida de cuantos la veían, y muy especialmente de un pobre niño huérfano, hijo de una hermana de Marta, que había muerto poco tiempo hacía y que los esposos habían recogido y cuidaban como si fuera propio. El niño Pietro, era la criatura más buena y de mejor carácter que podía verse; ayudaba a su tío en la pesca, acompañándole en la barca, y a su vuelta traía siempre a su querida María Rosa los pescaditos más pintados y graciosos que caían en la red, cuidando de no maltratarlos, para echarlos en un pequeño pocito, que él mismo había hecho a la orilla del mar, y conservar allí los pececitos, que la graciosa niña quería muchísimo y alimentaba con miguitas. La mayor parte de las veces, éstas eran del pan de Pietro, que guardaba siempre una pequeña porción de su ración diaria, para tener el gusto de ofrecerlo a la olvidadiza María, cuando llegado el momento de visitar su pequeño mar, la niña decía tristemente: «Lástima, Pietro, que he olvidado guardar unas miguitas para los pobres pececitos hambrientos!»

Los compañeros de Matteo, que mucho le querían por su buen carácter y conocida honradez, y que además, le consideraban como el decano de los pescadores de la isla, le habían pedido muchas veces no se aventurase en el mar, en los días de tormenta,   —63→   temiendo que las débiles fuerzas del niño Pietro, no bastaran a librarle del peligro, especialmente en los meses de invierno. Matteo prometía siempre a sus amigos; pero confiando en su antigua destreza y en lo mucho que conocía su barca, desafiaba en los días más ventosos y nublados, las iras del mar furioso, en compañía del valiente niño.

Una mañana tempestuosa, del mes de febrero, el pescador dijo a su joven compañero: «Prepara las dos redes, hijo mío; hoy la pesca será muy abundante, porque, los pescados que saben que la tormenta está cercana, se dirigen todos juntos a abrigarse en el fondo de la vuelta pequeña, y allá iremos».

Cuando Marta oyó estas palabras, dijo a su marido: «Matteo, si la tormenta está cercana ¿por qué te embarcas? No seas imprudente, mi viejo Matteo, déjalo para mañana, te lo pido». A lo que éste respondió: «Que la tormenta tardaría aún más de cuatro horas, y que no internándose demasiado, tiempo tendrían de sobra; además, que llevaban la vela y estarían pronto de vuelta». Marta acompañó a su marido hasta la barca. María Rosa, que iba también tomada de la mano de su madre, dijo a Pietro después de abrazar a su padre, como lo hacía todos los días: «A ti no te toca hoy, porque ayer no me trajiste lo que tú sabes». El niño replicó dulcemente: «Me conformo, aunque no tengo la culpa, hermanita. «Y la generosa niña, viendo su aire triste, le besó   —64→   cariñosamente, diciéndole: «No olvides, mi Pietrino, mis azules».

La barca estaba ya muy lejos, y María Rosa gritaba aún a Pietro, con toda la fuerza de su voz: «¡De los azules, de los azules!»



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ArribaAbajoCapítulo XI


Ce bruit vague
Qui s'endort
C'est la vague
Sur le bord.


HUGO                


Apenas había pasado una hora, desde que el pescador y el niño se ausentaron, cuando Marta, que con constante agitación, sacaba la cabeza por la ventanilla de la cabaña, vio a lo lejos y en dirección al mar, un relámpago cruzar el horizonte. La pobre mujer, al ver aquel indicio seguro, de la próxima tormenta, se santiguó diciendo: «La Madonna ampare a mis pobres pescadores». Pocos momentos después se oyó un trueno lejano y una ligera ráfaga de viento agitó los cabellos de la inquieta mujer; la niña María entró repentinamente, diciendo: «Madre, el cielo se pone negro, y el mar se encrespa, ¿no oyes cómo suena?» «Sí, hija mía», respondió su madre, «ven a rezar conmigo una oración a tu divina Patrona, para que vuelvan tu padre y tu hermano, cuanto antes».

  —66→  

La madre y la hija se arrodillaron delante de una Madonnina de bulto, groseramente tallada en madera, que estaba colocada dentro de un nicho, en uno de los ángulos de la casucha; en seguida Marta, que oía el ruido creciente de las olas agitadas y el zumbido del viento, que acompañaban truenos cada vez más cercanos, dijo a María Rosa, que sin saber lo que había que temer, se sentía instintivamente conmovida por la agitación de su madre y por el sacudimiento de los elementos: «Ven, hija mía, ven conmigo a casa de Bertuccio; es necesario que el bueno de tu padrino, salga en su barca, a ayudar a tu padre que debe estar luchando, en este momento, con la fuerza del viento que lo aleja de la costa. Aunque no, hija mía, quédate tú aquí, mirando siempre hacia el mar, por si descubres a lo lejos la barquilla, vayas en seguida a avisármelo». Y la buena mujer, con el corazón oprimido, se dirigió a la cabaña de Bertuccio, su mejor amigo, segura de que éste se lanzaría al mar, tan luego como supiese el peligro, que Matteo y Pietro corrían.

Cuando Marta llegó a la casa de Bertuccio, caían ya gruesas gotas de agua, y el pescador, no bien supo lo ocurrido, le dijo: «Voy al punto a preparar mi barca: sentaos, buena Marta, descansad un momento». Pero llamando a un lado a su mujer, agregó, sin ocuparse del peligro que él mismo iba a correr; «Detenla aquí cuanto puedas, Michelina; sólo Dios puede   —67→   volvernos a Matteo; y salió sin que Michelina se opusiese, ni con una sola palabra, al cumplimiento de aquel sagrado deber, que tan caro podía costarle.

Ejemplo muy común, que ofrecen en toda su grandeza y sublimidad, las naturalezas sencillas y verdaderamente cristianas, de los habitantes de las costas del mar...

La lluvia caía a torrentes, el viento había cesado el mar parecía más tranquilo, los truenos eran cada vez más débiles y lejanos. Marta y Michelina oraban en silencio, desde la salida de Bertuccio.

Esos dos corazones afligidos, no habían encontrado palabras más elocuentes que aquellas que dirigían a la madre del Salvador: al consuelo de los afligidos.

De repente, entraron en la cabaña cuatro pescadores, de aquellos que hacía muchos años no salían ya al mar; seguidos de sus mujeres y de sus hijos; la lluvia, que aumentaba cada vez más, había empapado sus vestidos. Sin decir una palabra, todos vinieron a arrodillarse al lado de las dos esposas, frente a la imagen de la Madonna, compañera inseparable de la casa del pescador napolitano. Marta comprendió lo que significaban, el silencio y recogimiento de los recién llegados, y sin interrumpir su plegaria, permaneció arrodillada y echó a llorar silenciosamente, deshecho el corazón en llanto. El anciano Giacomo entonó la plegaria, que acostumbran rezar sobre el lecho de los agonizantes, y una vez concluida, dijo a   —68→   Marta con acento paternal: «Abraza a Michelina, Matteo está en el Cielo. Bertuccio, nuestro bravo Bertuccio, arriesgando su propia vida, arrebató a las olas el cadáver de tu marido».

Las dos mujeres se abrazaron y en seguida se dirigieron todos a casa de la viuda.

Cuando entraron en la choza, encontraron a María Rosa, sentada al lado del cadáver de su padre, esforzándose con sus manecitas en calentar las yertas manos del anciano, que parecía dormido por la serenidad y dulzura de su expresión; a poca distancia Bertuccio y algunos otros jóvenes pescadores, se ocupaban del niño Pietro, cerca del cual ardía un buen fuego, dándole fricciones y aplicándole unos paños empapados en agua hirviendo. María Rosa, viendo a su madre acercarse silenciosamente a besar la frente de su viejo Matteo, le dijo: «¡Cuida, madre, de no despertarle, que debe estar muy cansado!»



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ArribaAbajoCapítulo XII


Si por ventura alguno te dijese
Que en su huerto las rosas siempre viven,
Dile tú, Filis, que engañarte quiere.


GARCILASO                


La muerte, al imprimir su huella en la dichosa morada de los sencillos esposos, dejó sentir la duradera influencia de su fatal contacto. Desde la catástrofe, que privó a Marta de su antiguo compañero, y a la inocente niña, de tan amoroso padre, la dicha parecía haber huido, para siempre, de aquel lugar.

María Rosa, desde el día en que vio llevar a su padre dormido (según su inocente creencia) en brazos de Bertuccio y de sus amigos, perdió la alegría, y sus bellos colores, insistiendo siempre con su pobre madre, en que era necesario fuesen a sacar a su padre, de aquel lecho tan frío. ¡Pobre Marta! Sencilla e inculta naturaleza, todos los días, al escuchar las inocentes preguntas de su hija, sentía renovarse las heridas de su corazón. Pietro, apenas convaleciente, al cabo de un mes, de la fiebre que le ocasionó el terror   —70→   del peligro que había corrido y el frío del agua del mar, se pasaba horas y horas sentado cerca del hogar, con los ojos fijos en la llama, distraído y absorto. De vez en cuando, la voz de María Rosa, que preguntaba a su madre, cuándo volvería padre, rompía el silencio, hasta entonces no interrumpido, en las largas y penosas veladas del invierno.

No era posible, sin embargo, que la niña continuara siempre con tan dulce esperanza. Un día que habiendo ido a la ciudad, con dos hijitas de su padrino Bertuccio, pasaban cerca del cementerio, María Rosa, dijo a sus compañeras, que eran algunos años mayor que ella: «Es preciso que entremos un momento aquí, para que yo vea si puedo despertar a mi querido padre, que hace tantos días y noches está durmiendo». Las niñas entraron al cementerio, y como ninguna de ella, supiese el lugar en que había sido puesto el cadáver de Matteo, la mayor preguntó a María Rosa cómo harían para saberlo.

A lo que ella contestó que aunque no sabía en dónde le habían puesto, le sería muy fácil buscarlo, pues no tenía sino mirar un momento, para reconocer al instante los cabellos blancos y los ojos tan negros y brillantes de su buen padre.

Las niñas echaron a andar por entre las modestas tumbas de aquel pobre cementerio; y cuando al cabo de un rato, María Rosa les dijo, con su sonrisa inocente y candorosa: «¿Vosotras estáis ciertas de que   —71→   este es el lugar en que han traído a mi viejo padre». «Vaya que si lo estamos», respondieron las niñas; «pero me parece que a este paso, no encontraremos nunca al tío Matteo».

En este momento, la menor de las dos hermanas, exclamó con una expresión de asombro y desagrado muy marcados: «¡Mirad!» y les enseñaba allí a sus pies, dos cráneos y varios huesos, que parecían pertenecer a dos cadáveres recién desenterrados.

La mayor de las chicas, que sabía bien lo que eso era, dijo, afectando una superioridad verdaderamente fatal, en este instante: «Eso es un difunto que está ya podrido; apostaría a que a estas horas no está el tío Matteo mejor parado». La inocente María Rosa, con los ojos fijos en aquel repugnante espectáculo, último vestigio de lo que fue joven y bello quizá, escuchó las terribles palabras de la niña, que venían a revelarle un mundo de crueles realidades, en cambio de sus dulces ilusiones. Y comprendiendo, adivinando, el misterio de la muerte, que tan de improviso se revelaba a su temprana razón, herida por la luz de aquella revelación, en su más asquerosa y repugnante manifestación, cayó al suelo, perdiendo el sentido, yendo las frescas y puras galas de su cuerpo de niña a juntarse con los descarnados y amarillentos huesos de los dos cadáveres. Viendo las niñas, el desmayo de su compañera, y creyéndola muerta, huyeron despavoridas.

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Desde entonces, la pobre María Rosa, presa durante dos años de una fiebre nerviosa, que destruyó su naturaleza robusta, quedó sujeta a continuas alucinaciones y vértigos, que para los rústicos habitantes de la isla, eran éxtasis misteriosos, a los cuales prestaban ellos algo de divino. La niña crecía débil y enfermiza, ausente siempre de espíritu. Nunca más pronunció el nombre de su padre, todo su amor, toda su delicia, se concentró en la Madonna de las rosas blancas.

Seguida de Pietro, que no la abandonaba un instante, habiendo renunciado para siempre al mar, que antes amaba tanto y que tornárase para él un objeto de horror, María Rosa, bella como las mismas rosas, con que diariamente adornaba el altar de la Madonna, gracias al encanto de su persona y a la dulzura y apacibilidad de su genio, penetraba en la villa por el lado del jardín, para hacer sus ramilletes y para acariciar y cuidar allí de sus rosas tan queridas. Se la veía como una blanca aparición, en las noches de luna, con su sencillo traje blanco, con los largos cabellos flotando sobre la espalda y con los ojos fijos en el cielo, dirigirse a la villa en busca de sus hermanas, como poéticamente les llamaba.

El mismo Carulla, aquella naturaleza brusca y egoísta, cedió a la influencia de tan dulce criatura; y no sólo consintió, en que Bertuccio desempeñase la obligación de pescador de la villa, conservando la   —73→   pobre Marta la casucha, sino que permitía, a toda hora y sin reparo, que la niña viniese al jardín, donde había, como hasta ahora, tantos rosales blancos.

Las jovencitas de la isla, viendo a María Rosa silenciosa y tranquila, no tomar parte, ni en sus danzas ni en sus juegos, con la cabeza adornada siempre, con una corona de sus queridas rosas blancas, venir a depositar todos los días un ramillete en el nicho de la Madonna y pasarse largas horas de rodillas, con los ojos fijos en el cáliz de esas llores, en donde ella parecía leer, con misteriosa avidez, algo de dulce y celeste, que se comunicaba a su semblante pálido como la luna de Diciembre, la llamaban la verginella; creyendo ver en ella algo de puro y virginal, que la asemejaba a la misma Virgen que adoraba.

Gran sensación cansó un día en la isla, saber que al cabo de tantos años, había por fin llegado a visitar la villa, el noble y opulento heredero.

Todos a porfía, ponderaban sus méritos y gallardía; cual lo decía el más hermoso, cual el más brillante y apuesto caballero de su tiempo, causando no poco escándalo el que una tía vieja, llamada la Mónica, dijese de improviso y sin miramiento alguno: «Guárdeos Dios de sus méritos y virtudes, que tengo para mí, que el tal Giuliano es un truhán sin más ley que su deseo, ni más Dios que su soberana voluntad».

Las muchachas más bellas y coquetas de la isla,   —74→   haciendo grande alarde de cuanto de más hermoso y rico poseían, se presentaban a cada paso en la suntuosa villa, con el pretexto de ofrecer frutas y dulces de todas clases; todas volvían haciendo grandes y exagerados elogios de la cortesía y sabrosa galantería, con que el apuesto y generoso señor, recompensaba esos sencillos dones; y algunas de ellas, usando de la modestia natural, que hubiera en tal caso debido servirles para lo contrario, contaban, cómo, a haberlo consentido ellas, habrían retardado más y más su vuelta a la ciudad.

La buena Marta, que más que nadie, debía ocuparse de la llegada del brillante huésped, fue también con su sobrino Pietro a ofrecer su homenaje a su patrón, al cual, sin embargo no viera, por hallarse a la mesa, con varios de los jóvenes amigos que le acompañaban.

María Rosa, ajena como siempre a todo lo que a su alrededor pasaba, no oyó siquiera el nombre de aquel Giuliano, que debía tener con ella, la pura y casta verginella, más que ver, que con sus robustas y alegres competidoras de la ciudad. Fija siempre su mente en la mística contemplación de sus rosas blancas, pasaba en los jardines de la villa largas horas, durante las cuales sus oídos no escuchaban ni el choque de los vasos, ni las alegres carcajadas, que resonaban en sus brillantes salones, atenta siempre a la dulce armonía que del cáliz de sus rosas se   —75→   exhalaba. ¡Pobre María! imagen el de la rosa blanca que en la noche que precedió a su nacimiento, el huracán en pocas3 horas deshojara.

¿En dónde estabas tú, fiel Pietro, amante silencioso, fiel compañero, guía y amparo de la inocente Rosa blanca?

Apenas una semana permaneció el brillante y disoluto Aldobrandini, en la villa, habitación predilecta de su noble padre, volviéndose a Roma, donde los placeres de todo género le ofrecían su copa embriagadora y deleitosa.

La vieja Marta, próxima ya al sepulcro: sentía cada día disminuirse la luz en sus pupilas, amenazadas de cataratas, y Pietro veía con creciente melancolía, sin saber a qué atribuirlo, el cambio tan raro que se había operado en la vida de la sencilla María Rosa. Desde la época en que Giulio Aldobrandini visitó la villa, María, más silenciosa que nunca, dejó de recoger sus rosas blancas, contentándose sólo con recibir de manos de su hermano, el ramillete de rosas, que éste le traía todos los días. María, iniciada siempre de improviso en los misterios de la existencia, naturaleza sensible y delicada, mal pudiera resistir el duro embate de las tempestades de la vida; María Rosa, la casta y blanca rosa, la verginella del prado, dio a luz el día 5 de Mayo una niña, sin que su endeble cuerpo pareciese sentir el menor choque, al cumplirse en él, el doloroso y sagrado misterio de la maternidad.

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«Esa criatura, que entraba en la vida sin más amparo que el de Dios, esa criatura era yo», dijo Nina, enjugando sus bellos ojos. El niño Pietro, a quien habéis visto hoy, ya viejo, conducir mi barca, es quien más de una vez me ha contado, siempre con la más viva emoción, los detalles tan tristes de la historia de mis padres. ¡Infeliz Pietro! ¡amaba a María Rosa, con un cariño más vivo que el amor de hermano! Aquella desgracia le hirió en lo que poseía de más caro: su amor. Y Marta, que después de la pérdida de su marido, parecía insensible ya a los golpes de la suerte, habiéndose agotado en ella, por decirlo así, las fuerzas del sufrimiento, recibió en sus brazos a la inocente criaturita, diciendo: «¡Hágase tu santa voluntad! ¡Pequé! ¡El Señor nos mire con ojos de piedad!» María Rosa, para la cual la maternidad no tenía ni goces ni dolores, resistió aquella crisis, sin parecer experimentar algún sufrimiento: como si no comprendiera lo que por ella pasaba.

Veíase a orillas del mar a la madre, ciega ya completamente, con un grueso rosario, cuyas cuentas pasaba una a una, moviendo apenas los labios, teniendo a su lado a su hija María Rosa, que con los ojos fijos en el cielo y con semblante sereno, daba el pecho a la pobre huérfana, a quien alimentaba y cuidaba maquinalmente, cantando incesantemente estas coplas:

  —77→  

Virgen Soberana,
Madre del Señor,
Cubro con tu manto
A mi dulce amor.

Olas agitadas,
Que dormís al son
Del rápido viento,
Callad vuestra voz.

No sea despierte
Vuestra agitación,
ángel que guarda
La Madre de Dios.

Únicas palabras que dijo, después del nacimiento de su hija.

Pietro, cuya misión era velar por estas dos infelices, no me lo ha dicho él ¡pobre amigo! pero lo sé por cuantos han conservado un recuerdo, de tan desgraciada familia, hizo con ella veces de padre y de hermano. Su corazón generoso y amante, le inspiró la idea, de adoptar por hija, a la pobre criaturita desamparada.

La muerte, visitó nuevamente la modesta choza, María Rosa expiró el mismo día en que su hija cumplía un año. ¡Pobre madre mía! Volose su alma al Cielo, cuando su cuerpo había desempeñado ya la misión santa de criar a la hija, que sin embargo, no pareció nunca reconocer. La muerte, como la vida de tan extraña criatura, fue dulce y sin sufrimientos, expiró al lado de su madre, con su hija en brazos, pronunciando el nombre de la Madonna.

  —78→  

Los habitantes de la isla, para quienes María Rosa fuera siempre la verginella, hicieron en honor suyo una fiesta fúnebre, cuya costumbre se observa hasta ahora, en el aniversario de su muerte. María Rosa fue conducida al cementerio, al lado de su padre, por doce de las jóvenes más bellas y virtuosas de la isla, las cuales, con una corona de rosas blancas sobre la cabeza, entonaban las sencillas coplas a la Madonna de las Rosas, ¡que fuera hasta el último momento el refugio y amparo de aquella alma virginal!

Mi buena suerte quiso, Nuño, que la signora Giulia Aldobrandini, viniera poco tiempo después a la villa, con motivo de la muerte de su hijo Giulio, acaecida en un duelo, casi al mismo tiempo que mi pobre madre.

Aquella buena señora, al oír lo que vagamente se contaba de nuestras desgracias, llamó a Marta, la tomó bajo su protección y me adoptó por hija, en nombre de su hijo y, como expiación a sus faltas.

Ya sabéis que me instituyó su única heredera; pero lo que no sabéis, Nuño mío, es que fuera para mí la mejor y más buena de las madres.

La vieja Marta, sobrevivió muy poco a su hija; pero murió contenta, viendo la suerte de su Nina asegurada, confiando al mismo tiempo a Pietro que todas sus desgracias habían sido ocasionadas por el abandono con que su viejo Matteo dejó deshojar aquella rosa blanca.

Pietro, a quien mi nueva madre cobró mucho   —79→   afecto, pues aquel gran corazón se le revelara muy luego, fuese con nosotros a Roma, a donde me condujo la signora Giulia, para que allí recibiese la educación que a mi nuevo rango correspondía. El pescador no quiso consentir jamás en dejar el traje, ni la humilde condición a que pertenecía, contentándose sólo, como hasta ahora, con seguirme a todas partes, llamándome cuando nadie nos escucha, su hija, su querida hija, y haciéndome participar del gran amor que a mi pobre madre tenía. Ya veis, amigo mío, cuán íntimamente ligadas con mi historia están esas rosas blancas. ¿Cómo no amarlas? ¡Son mis hermanas! ¡Son para mí la imagen de mi buena madre!

Concluyo, diciéndoos, que la signora Giulia, antes de morir, me rogó consintiese en unir mi suerte a la del noble y distinguido anciano cuyo nombre llevo. Aquel bueno y generoso Barberini, a, quien amaba yo desde mis primeros años como a un padre, y que era íntimo amigo de mi madre adoptiva, me dijo al recibirme de manos de la signora Giulia

«Hija mía y no más que mi hija; estad tranquila, nada temáis, poco tiempo me queda ya de vida, y mal que le pese a mi sobrino, vuestra y sólo vuestra, será toda mi fortuna». «He aquí, amigo mío», agregó Nina con sonrisa melancólica, «la historia de mi humilde nacimiento y el origen de mi rango presenté, ya veis, como la suerte que presidió a mi nacimiento, sigue siempre formando a mi alrededor el   —80→   mismo círculo de aislamiento que en la cuna me recibió. Heme de nuevo huérfana, viuda y sola».

«Basta ya de soledad, alma de mi alma», exclamó don Nuño, echándose a los pies de su amada. «Vuestro es mi corazón, tomad mi vida; ¿acaso no sois vos el astro refulgente, que con sus rayos disipó para siempre las tinieblas de mi alma? ¿Acaso no os pertenece ya? Nina, amor mío, este amor obra sólo de vuestros divinos encantos, fuente pura y cristalina, que en medio de la aridez de una vida estéril y descolorida, el cielo pone en mi camino, mujer, ángel, ¿qué puedo hacer por ti? Dilo, dilo, Nina; y aunque me pidas la muerte; hoy que empiezo recién a vivir, luz de mis ojos, me verás ciegamente obedecerte; habla, Nina, ¿qué exiges de mí?»

«Que me ames», respondió la hechicera Nina, rodeando su cuello con los brazos e imprimiendo un amoroso beso en su morena frente.

Pocos momentos después, los enamorados amantes visitaron, a la luz de la pálida luna, el lugar donde estaba antes la casucha de los pescadores. Allí, en recuerdo de su madre, Nina había hecho levantar una pequeña capilla, en donde se veía dentro de un nicho a la misma Madonna de las Rosas, que había pertenecido a la buena Marta. Los amantes oraron juntos a los pies de la Madonna, pidiéndole protegiera su amor, y Nina dejó como siempre el ramillete de rosas, que esta vez, su amado le ayudó a recoger.

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Don Nuño, al salir de la capilla, alumbrada siempre por una lamparita que ardía en honor de la Madonna, y que al mismo tiempo servía de faro a los pescadores, que le llamaban la luce santa, sintió oprimírsele el corazón. Ya fuese el recuerdo de la melancólica historia de María Rosa, o el efecto de la luz pálida y amortiguada de una luna expirante, los jóvenes volvieron silenciosos y melancólicos a la villa.

¿Sería acaso un presentimiento? ¡El corazón de los que aman, tiene extrañas intuiciones!

Al día siguiente, volvieron a Nápoles. Don Nuño habló con Pietro en presencia de Nina, y el buen Pietro derramó gruesas lágrimas, cuando el enamorado Español le dijo, con tono respetuoso y conmovido: «Buen Pietro, me concedéis la mano de vuestra hija Nina?»

Pietro abrazó a Nina, y con la voz embargada por el llanto, contestó: «¡Hacedla dichosa, caballero, su madre os mira desde el Cielo!»



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Bien pronto se esparció por la ciudad la nueva del casamiento de la altiva Nina Barberini, con el noble y cumplido don Nuño de Lara, primer gentil-hombre de cámara, capitán de la guardia de Palacio y para quien el Condestable acababa de pedir al rey, el título de conde de Cerignola.

Todo Nápoles, hablaba de las fiestas, que, a no dudarse, en honor de los esposos daría el Condestable, que decían ser el padrino y el viejo duque Palmarosa, el cual, al verse fuera de combate, había renunciado cristianamente a la mano de Nina, y no la llamaba sino su cara fanciulla.

Sandoval siempre él mismo, se complacía malignamente burlando al descontento Castañar, y a tantos otros, de los que componían la numerosa falange de desahuciados adoradores de la hermosa.

Entretanto, los amantes, lejos de las agitaciones del mundo, no vivían sino el uno para el otro. Don Nuño, visitaba todos los días a Nina en su palacio. Daban frecuentes paseos por la bahía, acompañados   —84→   siempre de Pietro, que muy pronto se apasionó del bravo capitán, a quien llamaba su hijo. Sandoval no consintió jamás en acompañarles, a pesar de las instancias de ambos amantes, diciéndoles: «Pese a mí, si me divierto lo más mínimo en vuestra compañía».

El palacio Barberini, siendo el que debían habitar los esposos, estaba entregado a los pintores y artesanos, de todo género que prometían dejarlo listo en el término de un mes, habiéndose reservado Nina tan sólo dos pequeñas habitaciones en el fondo del jardín. Allí recibía a su Nuño, allí hablaban de sus proyectos, de sus dulces ilusiones, que dentro de poco dejarían de serlo, tornándose en dulce y halagüeña realidad. Nina, con esa gracia inefable que ella sola poseía, enseñaba a don Nuño el italiano, que éste apenas entendía. Leían juntos sus poetas favoritos, el Dante y el Petrarca, alegres y serenos, si bien el enamorado Nuño se quejaba de continuo, de lo poco que adelantaban los trabajadores; amenazando a Nina con robársela y llevarla a su casita de soltero si no acababan éstos, pasado el mes.

Y no se crea que nuestros amantes, poseídos tan sólo de la dicha, olvidaban ingratos a Lucía, ni a su buena madre. Nina derramó lágrimas al relato de la triste historia, de los desgraciados amores de Miranda, y sabedora del cariño con que los pobres   —85→   aldeanos adoptaron a Lucía, escribió una carta a la buena Mariana, en los términos más afectuosos.

Prometiendo don Nuño a su novia llevarla a visitar esa España, que ella ansiaba tanto conocer, luego que hubiese trascurrido un mes de su casamiento, «Lucía», decía Nina, «será mi hija, yo le serviré de madre; huérfana como yo y desgraciada, ¡Nuño mío, haremos para con ella las veces de Providencia!»

¡Dichosos y muy dichosos amantes, quién pudiera jamás imaginar, que el infortunio, semejante al ave de rapiña que espía su presa tras las vistosas y lozanas flores, se ocultara bajo las engañosas y falsas apariencias de una dicha que concluir tan rápidamente debía! ¡Maldito patrimonio de desdichas que alcanza a todos los humanos! ¡Ay del que fía imprudente en una hora de tregua!



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ArribaAbajoCapítulo XIV


Pulvis et umbra sumus.


HORACIO                


Apenas una semana falta ya, para que Nina y Nuño cambien el transitorio nombre de amantes, por el duradero y sagrado nombre de esposos. Los trabajos del palacio tocan a su fin. Nina, que ve llegar el tan deseado instante, siente, sin embargo, esa vaga melancolía, que se insinúa en el corazón, cuando prontos a cambiar un presente dichoso, por ese porvenir envuelto siempre en las densas nubes de la duda y que la esperanza nos señala, revistiendo sus más preciosos colores, echamos una mirada pesarosa a ese ayer tranquilo y ya pasado, que nos abrirá las puertas de un mañana, que trae consigo ilusiones, esperanzas y también dudas. Don Nuño, presa de esa inquietud, que se aumenta más y más a medida que nos acercamos al logro de nuestras más caras esperanzas, se queja de la lentitud de las horas, duerme apenas.

El tiempo que antes, al lado de Nina, pasaba tan   —88→   rápido, parécele cada día más lento y tardío en su pasar. No goza ya en el presente; ingrato y descontentadizo, desdeña el bien que posee por el que tarda en llegar. ¡Terrible condición del hombre! Siempre anhelando dichas sin fin, y siempre destinado a ver que la esperanza, en tanto que nos halaga y nos promete, conserva sólo su brillo y esplendor!

Es de noche, los amantes están en el belvedere del jardín; mucho rato hace que callan. «Amigo mío», dice de improviso Nina, «hacedme el gusto de abrir esa ventana, siento un extraño calor, el aire está muy sofocante, me laten las sienes». Don Nuño, acercándose, responde cariñosamente: «Vida mía, ven apóyate en mi brazo, el aire del jardín disipará tu malestar». Después de dar una pequeña vuelta, Nina agrega con melancolía. «Perdóname, mi querido Nuño que te prive de tu Nina, por esta noche; me siento muy abatida, creo que necesito reposo». Condújola don Nuño, hasta su habitación, y allí, después de estrecharla más de una vez contra su corazón, dejola entregada al cuidado de su fiel Gina, prometiendo venir el día siguiente, muy temprano.

Cuando a la mañana siguiente, don Nuño se presentó en el palacio, más temprano que de costumbre, deseoso de saber el estado de la que amaba, halló al doctor Saccone, médico amigo de Nina, que salía de sus habitaciones. El doctor, que estaba al corriente del próximo enlace y que era además un   —89→   excelente hombre, le dijo, viendo la inquietud que se pintaba en el rostro del joven: «Tranquilizaos, signore, Nina tiene fiebre, pero no creo que esto retarde vuestra próxima boda; sin embargo, todo depende de vos, la he recomendado tranquilidad y el más absoluto silencio; así, es necesario que hoy os privéis ambos de la dicha de veros; a más de eso he prevenido muy especialmente a Gina, y no sólo a Gina, de cuyo corazón sensible desconfío, sino a Pietro, que por más que hagáis, no cederá, tratándose de la salud de su querida Nina. Conque, ¡mi capitán o mejor dicho, signor conte, venid conmigo, que lo que es por hoy, habéis de contentaros sólo con hablar de ella!

En vano insistió don Nuño el doctor Saccone, con una tenacidad verdaderamente profesional, se lo llevó consigo, a pesar del mohíno y descortés silencio, en que el joven se encerró.

Imaginad vosotros, los que habéis amado con todo el calor de un alma ardiente, qué sería del pobre don Nuño, cuando al cabo de tres días mortales, hallara siempre cerradas para él las puertas de las habitaciones de Nina. Ruegos de todas clases, nada, ni aún las amenazas más extrañas y disparatadas, lograron ablandar al inflexible Pietro, el cual, viendo la agitación y demencia del infeliz amante, le decía tan sólo, con voz templada y triste: «¿Queréis matarla? El médico no responde de su vida, sino a cambio de que no os vea».

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«¡Por Dios, Pietro! mi buen Pietro», insistía don Nuño, «dejadme tan sólo que la vea de lejos; dejadme que vele su sueño, no la hablaré, me contentaré con millones de besos. ¡Ah, Pietro, si supieseis! ¡En nombre de María Rosa, en nombre de ese amor!»

«¡Oh! callad, callad, don Nuño, no invoquéis tan terribles recuerdos; desechad esa idea. Mala influencia, evocáis amigo mío; Dios se apiade de nosotros».

Todo fue en vano, don Nuño no se movía ya del palacio pasábase los días, entonces verdaderamente siglos, recorriendo los vastos y suntuosos salones, prontos para una dicha, que parecía ya tan remota a su corazón lacerado. Sandoval acompañaba a su amigo, siempre que su servicio se lo permitía, logrando, gracias a la elasticidad de su bello carácter y buenas prendas, que don Nuño tomase algún reposo y no se abandonara enteramente a la desesperación.

El doctor, a quien durante los ocho días que duraba la enfermedad de Nina, don Nuño no vio sino dos veces, le dijo una noche, que insistía como siempre, por quedarse en el palacio:

«Tengo encargo especial de la signora Nina, que estará dentro de poco completamente restablecida, de pediros cuidéis de vuestra salud y que os vayáis esta noche a casa a dormir, lo más tranquilamente posible; justamente aquí viene vuestro amigo   —91→   Sandoval, lleváoslo signor Enrico, y no lo dejéis hasta verle en su cama, como que tiene calentura. Vaya, vaya, don Nuño, tomaos una buena taza de agua de yerba del monte y guardaos del aire».

A pesar de la promesa que don Nuño hizo a Sandoval, de quedarse en cama todo el día siguiente hasta que, acabado su servicio, él viniese para acompañarle al palacio Barberini, y a pesar del agudo dolor de cabeza que sentía, se fue muy temprano, a saber, si era llegado al fin el momento de concluir con tanta angustia.

Halló a Pietro sentado cerca de la entrada del belvedere, con la cabeza entre las manos, sin reparar siquiera, en la presencia de don Nuño, que le decía sorprendido, viéndole lejos del sitio en que acostumbraba a impedirle el paso: «¿Cómo es eso, Pietro? ¿Quiere decir que ya no os oponéis a que pase adelante, decidme?». Pietro, enseñándole un semblante alterado por las lágrimas, le respondió, poniéndose de pie: «No, don Nuño, hoy tampoco la veréis, pero seguidme. Hízole entrar, le convidó a que se sentara frente a la estatua de Diana, y entregándole allí una carta, le dijo con acento conmovido: «¡Valor, amigo, valor!»

El infeliz don Nuño, presintiendo que aquella serie de sufrimientos, tocaba ya a una crisis, más dolorosa quizá, miró a Pietro sin abrir la carta, y dijo, tratando de leer hasta el fondo de su alma: «¡Muerta!»

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«Para vos», murmuró apenas Pietro, enseñándole la carta, «leed», lo dejó solo frente a la estatua.

Don Nuño creía soñar. Aquel para vos, que al mismo tiempo que abría honda huella en su corazón, lo libraba de la horrible aprensión de la muerte, produjo en su alma un extraño miraje. Huyó de su memoria el presente, olvidó sus temores, sus angustias. Solo, ante aquella imagen tan bella, de la que amaba, rodeado de los mismos objetos que vio el primer día, en que Nina se reveló a su corazón, como la estrella misteriosa que debía guiarle en el sendero de la vida, se creyó de nuevo trasportado a aquel día, el más bello de su vida. Feliz y más dichoso que nunca, allá en su mente, aparecieron por un raro fenómeno, esos infinitos goces purísimos, que al lado de su amada gustara, confundiéndose dichas pasadas y goces soñados. Fijos los ojos en la imagen, que con sólo la magia de su semejanza, levantara en su mente aquel tumulto de fantásticas visiones, don Nuño en pocos momentos vio como en un cristal, reflejados hasta sus más ensueños de amante. Parécele, sin embargo, de improviso, que de los apagados ojos de la estatua, sale una luz, que comunicándosele, lo abrasa lentamente, haciéndole sufrir agudos dolores. Huyeron ya las gratas visiones, el blanco mármol se torna en blanco sudario, la inmovilidad de la estatua, en rigidez de   —93→   muerte. Cierra los ojos Nuño; vago terror se apodera de su alma, estremécese su cuerpo devorado por la fiebre, y la realidad, más cruel que nunca, se presenta a su memoria en su más completa desnudez. Abre la carta; era de Nina; la sangre toda refluye a su corazón; ¡pobre Nuño! Aún entonces, la esperanza brilla a lo lejos para él, cual fuego fatuo sobre una tumba amada.

He aquí el contenido de aquella carta, que debía herir de un golpe y para siempre, su esperanza.

«Nuño mío: En nombre de tu amor, de ese amor que tantas veces me pintaste grande y generoso como tu alma. En nombre de esas horas felices y serenas, por mi mal y el tuyo, bien lejanas ya. En nombre de esos encantos, que fueron tu delicia y son hoy mi más cruel tormento. En nombre de la cruda pena que desgarra mi alma, perdona, Nuño, la fatal sentencia que impongo a nuestro amor.

Ya no nos encontraremos nunca, aquí en la tierra. Nunca más tus ojos tan bellos, tan amantes, volverán a fijarse en los míos, apagados y sin brillo, para leer en mi alma y beber en la fuente de mi amor sin tasa. Pasaron para siempre y sin remedio, las ilusiones suaves y doradas, que nuestros corazones soñaron realizar! ¡Ay! ¡Nuño mío! quién creyera en aquella noche, la última, que confiado y amante me estrechaste contra tu pecho, que debiera ser siempre mi refugio; el horizonte de mi vida, el círculo   —94→   amoroso de tus brazos; ¡que yo misma, con dureza sin igual, e inhumano rigor, te apartara para siempre de mí! ¡Para siempre! ¿Comprendes, Nuño, que pueda haber pronunciado tal palabra, latiendo aún mi corazón, más enamorado que nunca y presa aún el alma de la magia de aquellos dulces ensueños, que fueron nuestra vida por tantos días? Pasaron, ¡alma de mi alma! pasaron, y en su vuelo, arrebataron crueles la flor de mi hermosura. ¡Triste de mí! que apenas soy la sombra de mí misma, marchitas y sin color, las galas con que ufana, a tus enamorados ojos me mostraba; perdí para no recobrarlos jamás, aquellos encantos, que empezaron a serlo para mí el día que los vi reflejados en tus ojos. Apenas queda ya de tu bella Nina, una imagen borrada y sin color.

Antes la muerte, antes sufra yo mil vidas consumidas en el destierro de un claustro frío, lejos para siempre de ti, que eres la vida de mi vida... ¡Oh! no, jamás; cómo pudiera yo resistir al primer golpe de tus ojos, al posarse fríos y sin amor en aquel rostro en que antes la juventud y la belleza, se disputaban el imperio de tu corazón. El negro velo de la muerte, hubiera marchitado menos las rosas de mi tez, que no lo hizo la inclemente y torpe huella de la peste. Adiós para siempre, Nuño. Tronché muy en mi daño tu esperanza, válgame mi propia pena en tan duro trance. ¿Comprendes, cuánto hay   —95→   de terrible en imponerte un sacrificio, que va más allá que las fuerzas humanas? ¿Perdí acaso la vida del corazón, el fuego del amor? ¡Oh! ¡basta, basta! Nuño, llora, llora mi triste suerte. Mira ese frío mármol, contempla la inmóvil rigidez de esa figura sin vida; he ahí tan sólo lo que resta en el mundo de la que fue antes tan bella, tan amada. No sufras Nuño, no te agites, calma la tempestad del alma, si puedes, Nuño mío: aquel amor fue sueño; aquella imagen, peregrina ilusión que pasó. Cuando en las horas solitarias de tu existencia desheredada, vuelvas tus miradas a esos días, que fueron los únicos de vida para tu corazón, alza los tristes ojos al cielo y allí verás reflejada la imagen que guardas en tu pecho. Nina no existe ya, lo que queda de mí, el soplo efímero que alimenta aún mi cuerpo desfigurado, va a confundirse con la nota lastimera, que envían las almas desgarradas aquí abajo, al trono del Eterno. Adiós otra vez, mi dulce amigo, único amor de mi corazón. ¡Cómo pensar que aquella rosa blanca que tanto amé, fuera el símbolo fatal de mi viudez! Pobre corazón mío, cuán desgarrado y sin fuerzas va a ampararse del maternal cariño de la Madonna. Nina y María Rosa son ya una misma, la fatalidad confundió nuestras almas. Vuelvo a la esencia que me dio vida; nací de la amargura y hoy la apuro en todo su rigor. Basta ya. Espero aún en las puertas del infierno, confío en tu corazón que   —96→   es todo mío, y sé me conservarás hasta el gran día, en que libres nuestras almas, vuelen al cielo de Francesca y de Paolo. Vuélvete a España, no abrigues la falsa esperanza de volver a verme jamás. Mal que mi alma se destroce al sentir mi dolor y el tuyo, adiós, perdóname».

Cuando el infeliz don Nuño hubo leído la triste despedida, de la cruel, cuanto desventurada amante, halló a su lado a Pietro, contemplando su dolor en silencio. Herido también por la inflexible Nina, que no consintió en llevarle consigo al monasterio, donde aquella misma mañana, se había ligado al altar con votos perpetuos.

Don Nuño, con la razón extraviada por el dolor, exclamó amargamente: «Su madre me la ha arrebatado, Aldobrandini, es él, tiemble el pérfido al furor de mi brazo. ¡Venganza! ¡Venganza!» El desgraciado amante, convulso y fuera de sí, cayó sin sentido en brazos de Pietro.

Un mes pasó el infeliz don Nuño entre la vida y la muerte; el golpe que le hiriera tan certero en el corazón, a no ser por la natural robustez de su cuerpo diestro a las fatigas, le hubiera causado la muerte; pero la fatalidad le reservaba aún sus más amargos frutos.

Cuando el brillante y afamado capitán de Lara, futuro conde de Cerignola, se presentó en el palacio del Condestable, pidiendo una licencia especial para   —97→   retirarse a España, nadie reconoció en el decrépito y abatido Nuño, al dichoso y envidiado amante de la seductora Barberini. El sufrimiento físico encorvó su cuerpo y apagó el brillo de sus ojos; la muerte de su más cara esperanza, inclinó su frente y encaneció sus cabellos. ¡Pobre don Nuño! Objeto de envidia no ha poco, ¿quién al verle tan cambiado y abatido, no sintiera amarga pena, contemplando los estragos que hizo el dolor en él? ¿Quién no vertiera lágrimas por la perdida dicha de aquellos desgraciados amantes? ¿Quién no temblara por el bien que alcanzó y el bien que espera?

Don Nuño se embarcó para España, acompañado de su fiel amigo, que no lo abandonara un instante después de su terrible desgracia. Don Enrique, fiel a la noble misión que su corazón le imponía, acompañó a su amigo hasta el navío Isabel, que debía conducirle a Cádiz. La despedida de estos buenos amigos, a quienes la fortuna preparaba caminos muy opuestos, fue triste y silenciosa. Don Nuño, cuya alma herida de muerte no era susceptible ya de emoción alguna, estrechó contra su corazón, hecho cenizas, al entusiasta y ardiente Sandoval, rico de porvenir y de esperanza.

Muy pronto y para no volver jamás, ante sus ojos, confundiéronse en el horizonte lejano, los últimos rastros de la coqueta Nápoles, ciudad de palacios y jardines, de cielo azul y trasparente, cuna de amor   —98→   y poesía, centro de dichas y contento, donde la lujosa y opulenta luz del sol, que tan mal se aviene con los que sufren, parece, con su influencia de vida, alejar para siempre el infortunio de su bello suelo. Nápoles, más hermosa y engalanada que nunca, insensible al duelo de aquel corazón destrozado, que cual ave herida, que el nido materno se acoge, se dirigía al suelo de la patria; se ocultó para siempre a sus ojos anublados por el llanto, sin que la más ligera nube velase compasiva el despiadado brillo del sol radiante.



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ArribaAbajoCapítulo XV


Non ebur, neque aureum
Mea renudet in domo lacunar.


HORACIO                


Diez años han pasado, desde el día en que dejamos a don Nuño de Lara a bordo del navío Isabel, en dirección a España, su tierra natal. Durante el trascurso de este tiempo, las cosas han cambiado de faz completamente. El rey Fernando acaba de morir. El año de 1516 empieza apenas, y ya con la muerte del rey Católico, se preparan para la España, esa serie de trastornos y luchas internas, que expusieron más de una vez la corona del futuro emperador Carlos V.

El cardenal Jiménez, hombre de un carácter singular, dotado de una rara energía, a la par que poseía una inteligencia poco común y vastos conocimientos, es nombrado regente, y contiene con la más grande habilidad, las exageradas y crecientes pretensiones de la nobleza castellana. Este eminente hombre de   —100→   Estado, presenta un raro ejemplo en la historia, de la más grande habilidad y energía, unidas a una vida austera y religiosa, exenta de toda ambición personal. Sin embargo, el cardenal Jiménez en los últimos días de su vida, experimenta la ingratitud de aquel monarca, por quien sacrifica sus más caras aspiraciones al estudio y a la vida retirada. Y en cambio de los bienes inmensos, que a la España y muy principalmente a su rey hiciera, obtiene tan sólo abandono y desagradecimiento, que le causan la muerte. Pero no fue este solo hombre verdaderamente superior, el único que alcanzó males por servicios prestados: la ingratitud que parece inherente a los que mandan, sumió también en el olvido al Gran Capitán Gonzalo de Córdova. Poco tiempo antes de morir el Católico Fernando, con brutal dureza, intimole dejase a Nápoles, quitándole el mando de aquel reino, en donde el esfuerzo de su brazo alcanzó a las huestes españolas tan espléndidos triunfos. También aquel noble guerrero, después de prestar a su patria señalados servicios, murió solo, en desgracia, olvidado de todos aquellos a quienes durante los largos años, eclipsó con su gloria.

Terrible ley de la naturaleza: todo nace a la vida, y cuando parece que la fuerza y juventud que nos alimentan, deben prolongarse indefinidamente, el más leve soplo abate nuestras fuerzas y convierte muy luego en polvo nuestro vigor.

  —101→  

Don Nuño de Lara, tan desgraciado un día, ha recobrado un tanto, sin embargo, las fuerzas del espíritu. Su corazón sensible y tierno, templado nuevamente al calor de suaves afectos, si bien no se levanta ya, brioso y ardiente cual un tiempo fuera, cede a lo menos, dócil y cariñoso, al impulso que le imprime un amor enteramente nuevo.

Existía a mediados del año de 1516, en Murcia, una modesta casita de aspecto triste, y poco risueño, como lo eran en general las casas españolas en aquella época; su fachada negruzca y desairada, adornada tan sólo con una serie de ventanas pequeñas, a guisa de troneras, dábanle más bien aspecto de jaula que de casa; nada de artístico, ni de gracioso, presenta exteriormente. Penetremos en su interior, merced a nuestra hada protectora. Es de noche, es decir, empieza apenas la noche, pues poco ha, tocaban todavía la oración, las campanas de la iglesia vecina Nuestra Señora del Carmen. En un cuarto, a que ahora llamaríamos sala, pero que entonces, si bien servía para el mismo uso que actualmente hacemos de ella, prestaba a las gentes que vivían modestamente, más servicios que no lo hacen al presente nuestras raquíticas salas del siglo XIX.

Arde en el vasto hogar, un alegre fuego de sarmientos, al rededor del cual están sentados, una mujer ya entrada en años, con una rueca en la mano, hilando pausadamente un copo de algodón, tan blanco   —102→   como sus cabellos, y un hombre, a quien, si se atiende a lo marchito y descarnado de su rostro, podría dársele hasta sesenta años, a pesar de que sus ojos negros y brillantes, parecen demostrar que aquella vejez es prematura. A poca distancia del fuego, cerca de una mesa, sobre la cual hay un mal candil, que si no fuera por la asistencia que le presta el fuego de los sarmientos, que ostentan una llama azulada y vivísima, podría creerse, más sirve para alumbrar las tinieblas, que para disiparlas, se ve una niña que demuestra apenas entrar en la juventud. Su figura no presenta nada de notable, porque es pequeña y delgada, más de lo que generalmente lo son las jóvenes españolas a los trece años. De color trigueño y rostro ovalado, sostiene su cabeza con una de sus manos, cuyo brazo se apoya en la mesa.

Sus cabellos negros y lustrosos brillan por intervalos, al reflejo dudoso e interrumpido del candil. Con los ojos bajos, y fija la mirada en un gran libro, forrado de pergamino, que absorbe completamente su atención, parece no reparar en la escasez de la luz; como si sus rasgados y negros ojos no necesitaran de mayor luz para ver, que el rayo luminoso que exhala su alma temprana y reflexiva.

«Oye, hija mía» dijo de repente la mujer anciana, dirigiéndose a la niña, «no parece sino que te has empeñado en gastar tus hermosos ojos, leyendo   —103→   todo el santo día; pase de día, ¿pero y de noche?»

«Jesús me valga; Lucía, hija mía, bien decía yo, ¿no adviertes que el candil se apaga? no se diría sino que, ¡válgame Dios! este fray Pablo, es quien tiene la culpa». Lucía, al oír aquel torrente de palabras, se levantó sin replicar, tomó el candil de sobre la mesa, desapareció con él por una pequeña puerta que había en un lado, y volvió en breve a continuar su lectura, con el candil un tanto más brillante.

La vieja Mariana, dirigiéndose entonces al hombre que tenía en frente, el cual, absorbido en sus pensamientos, seguía distraído las caprichosas evoluciones de la llama, agregó impaciente: «Llamadla vos, señor don Nuño, ya veis cuán poco caso hace de su vieja madre».

Don Nuño, pues no era otro, pasó la mano por la frente, como para disipar un pensamiento importuno, y dirigiéndose en seguida a la atenta Lucía, que ocupada exclusivamente de su lectura, no reparaba el mal humor de Mariana, le dijo cariñosamente: «Ven, Lucía; ¿no ves que Mariana está celosa de tu libro? Ven, hija mía, ¿qué no me oyes?»

La joven, levantándose como a pesar suyo, se acercó a don Nuño, y con voz suave pronunció estas palabras: «Me llamasteis, padre?». «Sí, hija mía», respondió don Nuño, «pero mejor dicho no soy yo, sino vuestra madre, quien... ¡Mirad! ¡Pobre Mariana! llora, y por causa vuestra».

  —104→  

Viendo Lucía que la pobre vieja se esforzaba por secar sus lágrimas, con el copo de algodón que tenía en las faldas, vino cariñosamente a echarse de rodillas frente a la anciana, diciéndole con ternura al mismo tiempo que la rodeaba con los brazos: «Madrecita mía, ¿por qué lloras? ¿Qué tienes, por qué te afliges así?» Mariana guardó silencio, contestando don Nuño por ella: «Si hubieses atendido a lo que te estoy diciendo, picarilla, sabrías que tu madrecita tiene celos de ese libro, que lees con tanta atención, y que de buena gana ella arrojaría al fuego». «¡Jesús me valga!», exclamó Lucía, echando una mirada protectora a su libro querido. «¿Qué diría entonces fray Pablo?» «Diría lo que gustara», interrumpió Mariana, llorando, «pero yo no puedo consentir, en que todo un bendito padre franciscano, en vez de dirigir tus pensamientos a las cosas santas de nuestra religión, te traiga ese libro hereje, perdiendo así su alma y la tuya; sobre qué causa de ese maldito libro, ya no haces caso de mí, y que...» «Madre, madre», exclamó la sensible Lucía, llorando también, «¡yo no hacer caso de vos, que recogisteis a la pobre huérfana y me cuidasteis como hija vuestra! ¡Ah! ¡Qué habéis dicho!» y la joven deshecha en lágrimas, se abrazó de Mariana.

En ese mismo instante se presentó en la puerta de la habitación que daba a la calle, un religioso con hábito de San Francisco, el cual, con tono varonil y   —105→   acento suave, que contrastaba con el timbre robusto de su voz, dijo:

«El Señor sea con vosotros, amigos míos». Después de lo cual, vino tranquilamente a sentarse, en un sillón vacío, que frente al hogar había y que parecía estar allí con ese solo objeto, vista la facilidad, con que el buen religioso, sin decir aquí estoy, ni pedir permiso, se acomodara en él, como quien sigue una costumbre de mucho tiempo. Y por cierto, acertara quien tal suposición hiciera, pues hacía ya muy cerca de ocho años que aquel sillón prestaba su modesto servicio al infaltable fray Pablo.

La llegada tan oportuna del religioso, puso término a la penosa escena, cuya causa, él tan inadvertidamente produjera. Cuando algunos momentos después de haberse sentado, fray Pablo, que habitualmente esperaba a que la tía Mariana rompiese el silencio, haciéndole una serie de preguntas indiferentes sobre los acontecimientos del día, a que él pacíficamente respondía y siempre dándole noticias, para ella de suma importancia, acerca de los bautismos y casamientos habidos y por haber, que a él, en su calidad de cura de aquella parroquia incumbían. Viendo el buen religioso, que Mariana hilaba silenciosamente y que nadie parecía notar su llegada, se decidió, contra su costumbre, a ser el primero en hablar.

«Mi buena Mariana», dijo, «¿qué mala yerba   —106→   habéis pisado hoy, que ni siquiera reparáis, estoy aquí, deseando deciros las grandes novedades que ocurren?» Sin interrumpir su tarea, Mariana, respondió secamente: «Guardadlas para vos, padre mío, yo no peco por curiosidad».

Viendo entonces fray Pablo, como hombre entendido, que aquella calma encubría, una próxima tempestad, se volvió a don Nuño, que seguía siempre distraído, agregando: «he recibido cartas de mi hermana, y tengo que pediros un consejo. ¿Pero, qué es de Lucía?» agregó luego, notando que la joven no estaba en la habitación, donde se reunía todas las noches, la pequeña familia.

«Lucía», respondió Mariana, «está en su habitación, ¡pobre niña! al Cielo pongo por testigo, que muy a pesar mío la he regañado». «Cómo», dijo fray Pablo alarmado, «¿qué ha ocurrido? ¿Cómo es posible que mi querida discípula haya dado motivo para que la riñáis? Explicadme, don Nuño».

Mariana, sin esperar a que don Nuño hablase, replicó: «Sí, fray Pablo, vuestra discípula, o mejor dicho, vuestro diabólico libro, hace que Lucía me haya perdido todo el cariño que de niña me tenía, cuando a todo, prefería las bellas historias del rey moro, que yo le contaba. Bien me parecía, cuando os empañabais tanto en enseñarle a leer, que más daño que provecho, sacaría ella de esa enseñanza. Como si una mujer necesitara de leer para ser buena   —107→   y honrada y como si ella hubiese jamás de decir misa. ¡Ah! fray Pablo, bien me lo decía el corazón, ya no piensa sino en ese maldito libro, y ni come ni duerme; y lo que es más, con sus ojos tan bellos y... ¡válgame Dios! habrá de quedarse ciega». Y la buena mujer tornó de nuevo a llorar.

Fray Pablo, que viera en ese momento a Lucía asomar la cabeza por la puerta entreabierta, llamola con la mano, diciéndole: «Ven acá, hija mía, pide perdón a tu madrecita». «Perdóname, Mariana», agregó en seguida, «haya alejado involuntariamente de ti, a tu hija querida; pero ya que me hablas de la bella historia de ese famoso rey moro, creo que me perdonarás más fácilmente, cuando Lucía nuestra hija, ¿no es verdad que también me concedéis a mí, su viejo padrino, el derecho de quererla como a tal? te lea todos los días esas bellas historias, en que también hay reyes moros y nobles castellanos, que habrán de ser muy de tu agrado. ¿Acaso la viuda del valiente Pablo mi tocayo, que de Dios goce, podrá no interesarse por los heroicos hechos del bravo Cid Campeador? Ven, Lucía, que Mariana te promete escuchar la lectura de tus romances favoritos».

Mariana, a quien ya conocemos, exaltada y violenta, pero al propio tiempo razonable y dócil, una vez pasado su primer ímpetu, consintió gustosa en la lectura de los romances, diciendo: «Que me place de   —108→   esa manera, pues así, picarilla, al mismo tiempo que piensas en el famoso libro, habrás por fuerza de pensar en la madre vieja, que te escucha; dame un abrazo, y vos, fray Pablo, contadnos al punto esas novedades, o mejor dicho, habladnos de esa carta de vuestra hermana. ¿Se halla siempre en Burgos? Y su hijo a la fecha debe ser todo un mocetón, como que habrá de contar muy cerca de quince años, ¡Jesús me valga! y como quien dice, nacido de ayer».

Fray Pablo, aprovechando la interrupción de Mariana, contestó: «Precisamente, la carta de mi hermana es casi toda referente a ese truhán de mi sobrino, a quien dais quince años, siendo así, que acaba de cumplir diez y nueve. Su madre de buena gana haría de él un fraile como yo; pero por los tiempos que corren, no es eso tan fácil, como lo fuera en los bellos días, de nuestra amada soberana, la Católica Isabel. Que entonces los nobles, se disputaban, a la par que las glorias ganadas en los campos de batalla, el derecho de vestir el santo hábito de nuestras órdenes religiosas, siendo así, que de una manera o de otra, seguros estaban de complacer a nuestra santa y heroica reina; pero ahora, amigos míos, la nobleza desenfrenada, no se cura ya de tan santas como nobles aspiraciones; unos y otros conspiran a cual mejor por dividir el reino, con tal que en la lucha, logren alcanzar la mayor parte. Y esto bien entendido, en desdoro de las atribuciones y prerrogativas   —109→   de la Corona, hollando, osados, los preceptos más caros, que fueron ley de sus antepasados.

«Todo va mal en esta pobre España, don Nuño, los hombres de ahora, en nada se asemejan a vosotros, los que acompañasteis a los santos reyes en las jornadas de Toro y de Granada. Mi sobrino Sebastián, ¡pobre muchacho! que, como sabéis, tiene a quien salir en lo belicoso y bullanguero, y si no, que lo diga mi pobre hermana, viuda desde los veinte y cinco años. El caso es, que como en Burgos y Valladolid es donde la insurrección de los nobles ha estallado con mayor fuerza, mi buena hermana teme, y con sobrada razón, que su hijo, deslumbrado por las famosas promesas y patrañas de todo género, con que los amotinados tratan de disculpar su rebelión a su rey, o mejor diré al regente; se plegue a los nobles y pierda al hijo como perdió al esposo. ¡Pobre hermana! quiere que yo me encargue de la dirección de su hijo y que le aconseje y amoneste, para que se decida por el tosco sayal, en vez de la brillante cota. Mucho temo, que con la sangre de Hurtado, que por sus venas corre, unida a los diez y nueve que tan sólo cuenta, y las influencias, que a no dudarlo, habrán dirigido sus pensamientos a más brillantes aspiraciones, no haga yo nunca de mi sobrino un fraile».

«Pero, y en ese caso, qué pensáis responder a la pobre madre?», preguntó Mariana.

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«Ese es justamente», replicó fray Pablo, «el consejo que venía a pediros».

Don Nuño le contestó estas palabras: «Creo, amigo mío, ya que deseáis saber mi manera de pensar, sobre el particular, que negaros a tomar con vos a vuestro sobrino, fuera por parte vuestra, grande imprudencia, atendido a lo grave de las circunstancias: pues mucho temo, que si aún no ha tomado parte en la contienda, no resista por largo tiempo a tan tentadora influencia, ese joven, hijo de soldado. Llamadle a vuestro lado: ¿qué perdéis? si no hacéis de él un fraile, no faltará, querido fray Pablo, quien por él y por vos, haga de ese bravo mozo un soldado, fiel a su rey y señor. Gracias a Dios, aún sé cómo se maneja una lanza y se sujeta un potro».

«Bien dicho, don Nuño», exclamó fray Pablo, «acepto, y pese a todos los novios de la parroquia, mañana mismo me pongo en marcha para Valladolid con tan fausta nueva: bien sabía yo que no os quedarías lerdo, para dar un buen consejo».

«Ya lo creo», interrumpió Mariana, «como que habla poco y bien. Pobre señora ¡qué gusto que va a tener! y podéis asegurarle fray Pablo, que su hijo tendrá en mí una madre, y que cuidaré de su ropa y le daré mi tisana si enferma; y tú, Lucía, lo querrás como a un hermano, por cierto; ¡oh! qué felices vamos a ser: ¡Pobre madre! Vaya, fray Pablo, que daría algo bueno por veros ya en marcha».

  —111→  

«Voy a complaceros al punto, mi buena Mariana», repuso éste, «voyme a hacer mis aprestos para mañana; descuidad, que yo también rabio por llevar a mi buena Justa, tan buena noticia. Hasta mañana, pues: el Señor sea con vosotros». «Amen», respondió Mariana; Lucía besó la mano a fray Pablo y le acompañó hasta la puerta.



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ArribaAbajoCapítulo XVI

Partió fray Pablo de madrugada; don Nuño, que conservaba la costumbre de madrugar, desde el tiempo en que era soldado, fue el único habitante de la casa, de quien se despidió el buen fraile; prometiéndole estar de vuelta, antes de quince días, atendida la gran distancia que tenía que andar.

Es tiempo ya de decir, que don Nuño vivía en Murcia, casi desde el momento que llegó a España. Aunque nacido en Valencia, nada tenía en aquella ciudad que le atrajese especialmente, antes por el contrario, fuera para él, motivo de grande pesar saber que su hermano mayor, había vendido casi todas las propiedades que allí poseía la familia de Lara, desde lejanos tiempos. Vivía modestamente con la poca renta que tenía, proveniente de una pequeña haciendo, que obtuviera por la muerte de su tío, que le instituyó heredero de su escasa fortuna. La casita que hemos conocido, en el anterior capítulo, pertenecía a la parroquia y fray Pablo, mediante un módico alquiler, se la había cedido.

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La fatalidad, que parecía haber sido madrina del desamparado Lara, hizo, que la desgracia en que cayera el Condestable don Gonzalo, su protector y amigo, poco tiempo después de su partida de Nápoles, le impidiera llevar a efecto, los generosos proyectos que éste en su favor había hecho; pues ni aun siquiera obtuvo aquel título de conde de Cerignola, que para él al rey pidiera, y que tan merecido lo tenía.

Ya hemos visto, aquella pequeña familia, que bien podemos llamarle tal, pues Mariana amaba a don Nuño, como a un hermano, y en cuanto a él, ¿cómo pudiera ser indiferente, a los cuidados tan asiduos de aquella buena mujer, que a pesar de su natural inquieto e investigador, se había abstenido siempre, con prudente reserva, de hacer la más pequeña alusión a un pasado, que tanta amargura dejó en su corazón?

Aquella tosca e inculta naturaleza, con ese instinto delicado, que poseen casi todas las mujeres, y que ha hecho que un escritor sensato y profundo, diga que entre ellas forman el corazón del género humano, sintió un interés profundo por las desdichas de don Nuño, que sólo se revelaba en su infatigable celo por servirle y serle útil, en todos los momentos.

En cuanto a Lucía, la vida de la casa, el lazo que unió aquellas dos almas, hermanas por la delicadeza en el sentir y en el amar, quería a su padre adoptivo con un cariño intenso, pero reservado y poco expansivo. Don Nuño, con los ojos siempre apagados y   —115→   distraídos, silencioso y poco comunicativo, si bien supo con su delicada y dulce condescendencia, hacerse querer de la anciana rústica e inculta, como de la tierna niña, inspiró a ambas, esa reserva solícita y tierna, que encubre generalmente el cariño de los que quieren con espontaneidad y abandono, a aquellos, que parecen haber agotado ya, en sí mismos las fuerzas afectivas del corazón.

Lucía, desde la edad de ocho años, tuvo la suerte de que fray Pablo viniese a Murcia, el cual le cobrara muy luego grande afecto, interesándose especialmente por su educación y contribuyendo en poco tiempo, gracias a las buenos disposiciones de su discípula, a darle una cultura por lo general poco común, en las mujeres del siglo XVI pues la infeliz huerfanilla, a no ser por aquel buen anciano, no hubiera jamás alcanzado mayor grado de conocimientos, que a saber las letanías en latín y a remendar un jubón, con la maestría con que lo hacía la buena Mariana, excelente criatura; pero para quien, como ya hemos visto, aun la misma lectura era un lujo de conocimientos, superior a su comprensión. Extraño por demás, es observar, cómo en las inteligencias más escasas y menos cultivadas, suele hallarse las más veces una delicada sensibilidad y tacto de corazón, si puede así decírse, a la par que vemos con frecuencia, cometer las más torpes y crueles durezas, a los más aventajados en ideas y en cultura. ¡Compensación   —116→   muy equitativa y racional, es ésta: luz en el corazón, que alumbra las tinieblas del espíritu!

La noche en que fray Pablo, faltaba, después de tanto tiempo y por vez primera, a su tertulia habitual, hallábanse Mariana y don Nuño ocupando sus sitios acostumbrados. No había más diferencia, sino que Lucía sentada en el sillón del ausente fray Pablo y con su libro en las manos, hacía a la atenta Mariana y al distraído don Nuño, sin fatigar demasiado sus bellos ojos, gracias a la buena luz que el candil daba aquella noche, pues había sido preparado con especial cuidado por Mariana, que impaciente esperaba, la lectura de aquellos encantadores romances, según Lucía le aseguraba.

Al cabo de una media hora de lectura, durante la cual, Mariana más de una vez interrumpió a la joven lectora, ya para rogarle leyese de nuevo algún pasaje, que le agradara especialmente, ya para aprobar o desaprobar la conducta de alguno de los personajes, mientras que don Nuño por el contrario, guardaba absoluta reserva. Mariana, ardiendo en deseos de charlar a su gusto, pidió a Lucía, dejara para la noche siguiente, la continuación de aquella historia, que empezaba de una manera tan interesante, exclamando en seguida la buena mujer: «¡Qué guapo joven debió ser ese Rodrigo! ¡Qué corazón de oro! Mira que aquello de resistir aquel tremendo apretón de manos sin pestañear, mientras que sus hermanos...   —117→   tengo para mí, que los tales hermanos... y siendo mayores que él... ¡Vaya, vaya! ¡y mira que traerse aquella cabeza cortada, desde tanta distancia! ¡Jesús me valga! ¡no fuera yo capaz de tal hazaña, ni por todo el oro, que diz que en esa famosa India, se halla en más abundancia, que aquí la yerba loca! Deja el libro, hija mía, no fatigues más la vista».

Lucía cerró su libro; y volviéndose a don Nuño, le dijo con su acento tan suave: «¿Y vos, padre? ¿Acaso no habéis prestado atención a mi lectura, aunque bien, que para vos, tales hazañas, no deberán ser tan portentosas, como para mi buena madre, que como sabéis, no peca por animosa?»

«Te engañas, hija mía», replicó don Nuño, «presté sobrada atención a tus romances, ¡que a nadie más que a un soldado, interesan, las heroicas proezas de ese gran Cid Campeador!»

«Entonces, padre mío, bien pudierais decirnos, como entendido en la materia, cómo es que aquel joven de pocos años, pudo tan felizmente vencer al terrible conde de Lozano, pues me parece que nada pueden los esfuerzos de un joven débil y de poca edad, contra la maestría y robustez de un aguerrido soldado».

«Cierto es, hija mía», repuso el de Lara, «que mal puede compararse el astuto y feroz milano al inocente y tímido palomo; pero advierte, mi buena Lucía, que Dios protege siempre las causas justas y dobla con su poder divino, las fuerzas de los que   —118→   combaten por la justicia y la verdad, convirtiendo de esa manera al humilde, el instrumento de su justa cólera, para abatir al orgulloso».

«¿Y cómo pudiera ser de otra manera?» interrumpió Mariana, «¿acaso podríamos los débiles y pobres, sin su especial protección y amparo, oponernos a los caprichos y antojos de los fuertes, de los poderosos, de los que mandan sin ley ni valla, y que de buena gana nos convertirían, si a ello alcanzase su maldito poder, en bueyes para arrastrar sus carros o en mulas para conducir sus cargas? ¡Vaya que no faltaba otra cosa!».

«Madre», replicó Lucía, riendo, «ya veo que no sólo a mí, trastorna la cabeza el libro de fray Pablo, ¿de dónde habéis sacado tan extravagante ocurrencia, vos siempre tan justa y bondadosa? ¿Acaso podemos quejarnos sin injusticia, de la bondad de nuestros amigos y vecinos? Sin ir muy lejos, recordad, como, aquella amable señora, hace pocos días, encontrándonos en la calle, fuera con nosotros tan afectuosa, tan amable, invitándonos a su casa y...»

«Calla, calla, Lucía; gracias a tus lindos ojos, gracias a... pese a mí, si jamás pones los pies, en esa cueva de víboras. Tú eres pobre, hija mía, y como a tal, no te convienen tan altas relaciones. Como que olvidé decirlo a fray Pablo...»

«Está bien, madrecita», repuso Lucía, «díjelo tan sólo por calmar vuestro encono; en cuanto a mí,   —119→   soy aquí tan feliz con vosotros y con mi querido libro, ¿verdad que no debo ser ingrata con Rodrigo ni Jimena? Padre, ¡qué os parece esa pobre Jimena, tan desgraciada, sola en el mundo, cómo, sin embargo, pasa del infortunio más grande a la más completa dicha! Cuán cierto es, que la felicidad nos espera siempre cariñosa, para calmar nuestros males. Ved como Jimena, tan infeliz un día, es luego y para siempre venturosa; no hay duda, padre mío, más deben ser los felices, que los desgraciados. ¡Cuántos motivos tenemos de bendecir a la Santísima María, Madre nuestra, que vela tan asidua por nosotros!»

«Lucía, hija mía querida», replicó don Nuño, «Dios te conserve siempre tan dulces ilusiones. Atiende, sin embargo, que aún no has dado fin a la historia de Jimena y de Rodrigo; no tardarás mucho, en ver de nuevo aparecer a la desgracia, como compañera inseparable del hombre».

«Pero, padre», exclamó la imprudente y confiada doncella, «¿qué puede ser la desgracia, ni qué puede contra los que se aman y juran vivir juntos, los unos para los otros? ¿Acaso hay una dicha comparable a la de estar siempre con los que amamos? ¡Ay! para mí nada hay que prefiera a mi madrecita y a vos, mi padre querido, y también a mi padrino. Pobre fray Pablo, ¡en dónde estará a estas horas, echando de menos su sillón y el calor del hogar!»

Cuando Lucía acabó de decir estas palabras,   —120→   notaron que don Nuño había salido de improviso de la habitación.

«¿Qué es de mi padre?» preguntó la cariñosa niña a Mariana. «Salir tan repentinamente y sin responderme siquiera, ¿creís que se habrá enfadado?¡Pero si yo nada dije que no sea la pura verdad! Con este frío y sin su capa, voy a llamarle». Y se levantó apresurada.

«Siéntate, hija mía y escucha», le dijo Mariana. «Sin saberlo, inocentemente, has causado más daño a don Nuño, de lo que alcanzas tú misma a imaginar; no ha podido resistir a las crueles palabras, con que desgarrabas su corazón. Tú, mi Lucía, no sabes, cuán desgraciado es ese pobre, don Nuño. Quiero, hoy que veo estás ya en estado de comprenderme, sepas cuánto me ha referido fray Pablo, respecto a su terrible desgracia». Mariana contó a Lucía la historia de aquellos desgraciados amores, agregando, que poco tiempo después de su llegada a España, había recibido don Nuño una carta, cuya letra no conocía, en la que se le anunciaba, que pronto recibiría la suma de tres mil ducados, que la abadesa del convento de la Madonna del Amparo, ofrecía en dote a su hija adoptiva Lucía Miranda. Agregando, que jamás se había presentado nadie, que diese noticias de semejante dinero, lo que les hacía creer, habría sido robado, por la persona encargada de entregarlo.

Con creciente emoción escuchó Lucía la triste   —121→   historia de Nina; y enjugando las lágrimas, que de sus ojos brotaban, exclamó con acento conmovido: «¡Torpe de mí, que lastimé aquel corazón tan lacerado! Padre mío, cómo imaginar, que aquella tristeza y reserva continuas, fuesen causadas por la amargura de su vida pasada. ¿Y Nina? tan bella, tan dichosa. Pero no comprendo, madre, tan orgullosa como cruel resolución; porque ya no era hermosa, destruir de un modo tan feroz, la esperanza de un corazón como el de mi pobre padre. No puedo suponer, ni por un instante, madre mía, que si por un accidente, semejante al de la desgraciada Nina, tu Lucía, que está bien lejos de ser hermosa como ella, perdiese las pocas galas, con que la adorna su juventud, ¿tú, mi madre querida, dejaras por eso de quererme como me quieres, y de ser siempre mi apoyo y mi consuelo?»

«¡Ah! Lucía, Dios nos libre de tan funesta desgracia, hija del alma, ven que te abrace, tú, tan bella, tan seductora. María Santísima nos mire con ojos de piedad. ¡Ah! hija mía, comparas mi cariño de madre, con el amor de los hombres. Bendita seas, inocente tórtola mía».

El siguiente día, cuando Lucía fue, como de costumbre tenía, a presentar su frente a don Nuño, para que le diese el beso de todas las mañanas, dejábase ver aún en su abatido semblante, que el corazón había pasado por una de esas crueles exacerbaciones que sufren los que llevan en sí un doloroso recuerdo.

  —122→  

La joven, después que a su vez besó la mano de su padre adoptivo, le dijo: «¿Queréis, padre mío, que os acompañe en vuestro paseo, hoy que el día es tan hermoso?»

Consintió gustoso don Nuño, y ambos salieron con dirección a una pequeña hacienda, que a cosa de un cuarto de legua de la ciudad había. Era aquella propiedad, de unas buenas gentes, que querían mucho a Lucía, y le llevaban todas las semanas, huevos, pichones y frutas de la estación.

Así que los muchachos, tres robustos campesinos, hijos de la tía Paca, vieron venir de lejos a la joven, apoyada en el brazo de don Nuño, empezaron a dar gritos de alegría, alborotando con su algazara a un enjambre de aves domésticas, que se paseaban tranquilamente por delante de la casa.

A los gritos de los muchachos, acudió la tía Paca, con una criatura que pareció ser de pocos días de nacida, y saliendo al encuentro de los visitantes, dijo a uno de sus hijos: «Pronto, Juanito, una silla para la señorita. Venir desde tan lejos, ¡qué bondad!»

Lucía, sin atender a Juanito, que al punto sacó dos sillas cojas, ni a Miguel, que la saludaba con un mal gorro azul agujereado, que daba vueltas para todos lados, ni a Periquillo, el menor, que le tironeaba la manga del vestido para llamar su atención, ni a las caricias del buen Fiel, que se deshacía en aullidos y saltos, se llegó corriendo a la tía Paca, diciéndole:   —123→   «¿Qué es lo que tienes ahí, Paca, ¿a ver, a ver?» La tía Paca, poniéndole en brazos la criaturita, contestó: «¿Que no veis, señorita? Es vuestra ahijada, es otra Lucía, que me ha nacido hace ocho días, y me preparaba para llevárosla mañana, así que mi marido concluyera un trabajo muy urgente, que le han encomendado».

Loca la doncella de contenta, miraba con delicia la criatura, que iba a ser su ahijada, diciendo a los muchachos que no cesaban de importunarla: «¡Callad, chicuelos, no veis que vais a despertar a mi ahijadita! ¡Ah, qué hermosa es! Ved, padre mío, qué buena idea tuvisteis en venir hasta aquí. ¡Cuando madre lo sepa, qué alegría!

Los muchachos, dándose por desairados, echaron acorrer hacia el campo, haciendo grande algazara con sus gritos de ¡viva la madrina!

Cuando hubieron almorzado, se despidieron de la tía Paca, prometiéndole, así que volviese fray Pablo, fijar el día del bautismo.

En cuanto al padrino, Paca pidió a don Nuño acompañase a Lucía. Pero éste respondió, que aún no era necesario, ocuparse de tal cosa, visto que contaban ya con tan guapa madrina; y que esperarían a fray Pablo, para la conclusión de tan importante asunto.

Cuando de vuelta a casa, contó Lucía a Mariana lo ocurrido, la buena mujer, encantada de que a su querida hija, hubiera sido encomendada tan   —124→   importante misión, y deseosa además, de que hiciese a su ahijadita algunos presentes, para el día del bautismo, comenzó a rebuscar en una vieja arca de nogal, en donde estaban enterradas, desde mucho tiempo atrás, las galas, que vistiera el día de su casamiento; y que desde la muerte del buen Pablo, yacían allí casi olvidadas, no habiéndose jamás atrevido a ponerlas a Lucía, a quien ella consideraba, como muy superior, a tan modestos atavíos. No porque la hermosa joven, vistiese encajes y sedas, puesto que la escasez de su fortuna, no se lo permitía, sino por la circunstancia, de ser ya usadas.

Del vestido y zagalejo, cortó Mariana, una especie de capa o albornoz, que debía servir para el famoso día del bautismo; en seguida, de las vueltas y sobrepuestos, de la casaquilla o basquiña, compuso un birrete y cuello muy complicados. Lucía, afanada por arreglar el ajuar para su hija, como ya graciosamente llamaba a la criatura, le ayudaba a coser y arreglar lo mejor posible, tan inconexas como extrañas galas. Y tanto en la ropa interior, para la chica, como en redecilla de cuentas rojas, con que la joven madrina, pensaba tejer un tocado para la comadre; y en los gorros, que por fuerza, debía regalar a los muchachos, sin contar con el justillo, obra exclusivamente de Mariana, con que debía engalanarse el compadre, se pasó una semana tan ocupada, que, ni siquiera tuvieron tiempo, para seguir la historia de   —125→   Rodrigo y de Jimena. De noche, atareadas madre e hija a cual más, pasaban la velada cosiendo y charlando, interrogando de continuo, al pacífico don Nuño, sobre el corte del birrete y el color o ajuste, de tal o cual pieza.

Entretanto, acercábase el día, en que fray Pablo prometió volver; y a medida que el ajuar se concluía, la impaciente Lucía, deploraba más y más, la tardanza del buen fraile. Por fin, una mañana y cuando menos lo esperaban, se presentó a la puerta de la casa, el tan deseado fray Pablo, sobre su mula alazana, seguido de un joven, que montaba un hermoso caballo andaluz.

Así que aquél vio a Mariana y a Lucía, que, de vuelta de misa, entraban en casa, gritoles: «¡Eh! ¡Sea Mariana! Señorita Lucía, aquí me tenéis ya de vuelta! Os presento a mi sobrino, don Sebastián de Hurtado».

Madre e hija, saludaron cariñosamente a fray Pablo, que por nada quiso bajarse de su mula, pretextando que, como la pobre venía muy cansada, iba él mismo a llevarla a la cuadra y que se verían como siempre, después de oraciones.



  —127→  

ArribaAbajoCapítulo XVII


Qué descansada vida,
La del que huye el mundanal ruido,
Y sigue la escondida
Senda, por donde han ido
Los pocos sabios, que en el mundo han sido.


F. LUIS DE LEÓN                


Hasta ahora, tan sólo conocemos de fray Pablo, la bondad y dulzura habitual de su carácter, tan manso como igual; necesario es, sin embargo, mostrarlo por todas sus faces, puesto que, la que aún queda por conocer, pudiera bien ser para algunos, la más interesante. Fray Pablo, de quien poco sabemos respecto a su familia o a sus antecedentes, pues él siempre que a ese respecto se le interroga, contesta que se llama fray Pablo a secas, o si gustan, mejor, fray Pablo de la orden del reverendo Padre San Francisco; desde que entró al convento de Oviedo como lego, que según su misma relación, fuera a los diez y ocho años, se aficionó apasionadamente del estudio de los idiomas muertos. Por fortuna   —128→   del joven lego, había en el convento, por aquella época un fraile Ambrosio, ya muy entrado en años, el cual era mirado allí, con la más alta consideración y respeto, pues además de que sus vastos conocimientos hacían ya de él un sabio distinguido, su acrisolada virtud, le colocaba en el rango de un santo.

Quiso la buena suerte de Pablo, que fray Ambrosio, descubriese en él grande aplicación al estudio y singular deseo de instruirse, tomándole desde entonces, bajo su especial dirección y haciéndole en poco tiempo, partícipe de los muchos conocimientos, que él mismo poseía. Distinguiose especialmente, en el estudio del griego y del hebreo, pudiendo al cabo de muy poco tiempo, leer a libro abierto, a Jenofonte y a Tucídides.

Gracias a la marcada protección, que fray Ambrosio le dispensaba, Pablo no dejó de atraerse algunas enemistades en el convento, enemistades que, durante la vida de su maestro, se revelaron tan sólo por una que otra pulla, sobre su loca afición, al estudio de libros profanos e non santos; pero sin que esto, en nada alterase, ni la contracción del maestro, ni la afición del discípulo.

Gracias al conocimiento de aquellos idiomas, penetró en los más ricos tesoros de la literatura griega. Su alma temprana, se impregnó con el perfume de la filosofía de Sócrates y de Platón, confundiéndose   —129→   de tal manera en su espíritu, ese tinte eminentemente espiritualista, de las doctrinas de aquellos filósofos, con los divinos preceptos del hijo de María, que más de una vez, se halló el entusiasta fray Pablo a punto de decir una tremenda herejía, que tal hubiéranles parecido, a sus reverendos hermanos, las místicas y espiritualistas teorías que vagaban en la cabeza de Pablo y que hacían de él, un perfecto modelo de virtudes evangélicas.

Fray Ambrosio, en los últimos tiempos, y cuando se hallaba ya cercano su fin, obtuvo, gracias a su valimiento, un permiso especial, para que su querido discípulo, saliese del convento y pudiese desempeñar en Murcia, las funciones de cura.

«Pablo, hijo mío», le dijo el santo varón, «tú amas el estudio y sé que habrás de serle siempre fiel, en cualquier lugar en que te halles; pero no te engañes, hijo; el convento no te conviene». A qué encerrarte para siempre, en este oscuro calabozo, en donde te verás perseguido sin tregua, por los envidiosos y émulos de todas categorías; no lo creas; muerto yo, que soy aquí el único que aprecio los tesoros de tu alma, estarás expuesto a todo. Ese estudio, tan grato a tu espíritu y a tu corazón, lo verás interrumpido, contrariado, de todas maneras, por aquellos que, no siendo capaces de comprenderlo, desdeñan el respetarlo. La tranquilidad no la hallarás aquí, no, Pablo; no te alucines y juzgues por lo que por mí pasa,   —130→   hoy que me ves ya próximo al sepulcro. Tú tienes aún muchos años, que esperar y sufrir, para alcanzar estas consideraciones, que ves prodigar, al que un día fuera llamado, al tribunal de la Inquisición, delatado torpemente, por sus mismos hermanos. Huye, Pablo, hijo mío, de la engañosa paz de estos sepulcros blanqueados, aprovecha sin temor de la licencia que obtuve para ti; anda, hijo mío; cumple la santa y modesta misión de cura de aldea, acércate a los que sufren, a los pobres de espíritu; consuela, instruye; da luz a los que teniendo ojos no ven. Desempeña la misión de representante del Altísimo, como debes y puedes hacerlo tú, hijo mío, tan puro de cuerpo y de alma. Continúa deleitándote santamente, con el espectáculo de las grandes obras del hombre; difunde dulcemente y con arreglo a la fuerza de cada uno, ese alimento, ese pan del espíritu; recuerda siempre, mi querido hijo, a tu viejo maestro, cuando en las horas de descanso, te entregues el estudio de nuestro Homero y de nuestro Sófocles. ¡Ve, cumple cuanto te he encomendado y confía, que nos reuniremos de nuevo, allá arriba!

Pocas horas después de esta conversación, expiró fray Ambrosio en brazos de su discípulo amado.

Fray Pablo, obediente a sus mandatos, partió después del entierro, no sin derramar lágrimas, al separarse de aquel lugar, en donde había encontrado tan valioso protector y amigo. Excusado es decir, que   —131→   todos los habitantes del convento, le vieron marcharse, con la más completa satisfacción.

Desde entonces, hallábase de cura, de la modesta parroquia, de nuestra Señora del Carmen, amado de todos y respetado como un santo; reuniendo en sí mismo cualidades, que pocas veces van juntas: la más austera virtud y la instrucción más completa, unidas a la sencillez y bondad de corazón, conjunto elevado y santo, que debe caracterizar, al sacerdote evangélico.



  —133→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII


Todo me es permitido,
más no todo me es conveniente.


SAN PABLO a los CORINTIOS                


Cuando fray Pablo se presentó en casa de su hermana, en busca de su sobrino, halló a la buena señora muy afligida, pues aquel mismo día, su hijo acababa de anunciarle formalmente, hallarse muy poco dispuesto a vestir el santo hábito y de cómo siendo hijo de soldado, creía, que lo que mejor sentaba al nombre de Hurtado, fuera la profesión de las armas.

La madre, oyendo tal declaración, en momentos tan terribles, pidió a su hijo, con las lágrimas en los ojos, esperase la venida de su tío.

No se hizo mucho esperar el buen tío, porque era tanta la agitación que lo consumía, por llegar a tiempo, que el pobre viejo, anduvo aquella gran distancia, en el tiempo que hubiese empleado, el más apuesto joven, de la corte del gran Carlos V.

Rogó fray Pablo a su hermana le dejase, ante todo,   —134→   hablar a solas con Sebastián, a quien hacía más de ocho años no veía, deseando juzgar por sí mismo, las prendas de su sobrino, que según el dicho de su madre, no era sino una cabeza loca y alborotada, de la cual, nada bueno podía esperarse.

Sebastián, no conocía a fray Pablo y tenía, como casi todos los jóvenes de su época, gran respeto por los hombres de iglesia, si bien aquel respeto, se manifestaba acompañado de cierto tinte de despego y reserva, que no predisponía muy favorablemente al joven, en favor de su tío, a quien, por otra parte, estaba acostumbrado a oír nombrar, con la más respetuosa admiración, considerándole desde sus primeros años, como a un ser muy superior. Sin embargo, el joven Sebastián, sin encogimiento ni falsa modestia, se proponía decirle la pura verdad. Y así fue, que, cuando aquél le interrogó dulcemente, sobre sus inclinaciones, respondió sin acortarse: «Tío, ya que me habláis con tanta bondad y deseáis saber hasta mis ocultos pensamientos, voy a hablaros, con la franqueza, que merecéis».

«Amo la libertad, quiero ser libre y no tener jamás que consultar a nadie, ni sobre mis acciones, ni sobre sus pensamientos. ¡Detesto la hipocresía, que enseña a poner buena cara y a brindar nuestros servicios a aquellos que más aborrecemos! ¿Creís que con estas prendas, se pueda llegar a prior?»

  —135→  

«No, hijo mío», le respondió sonriendo fray Pablo, «no serás fraile; continúa».

«Aspiro a que el nombre de Hurtado, el nombre de mis mayores, alcance por mis propios méritos, el renombre y gloria, que no alcanzó por los esfuerzos de mi desgraciado padre. Quiero ser dueño absoluto de mis aspiraciones y que nadie tenga el derecho de oponerse a las inspiraciones de mi alma; quiero tener la libertad de hacer hoy lo que más me plazca, libre de no hacerlo mañana; y con vuestro permiso, tío, me agradan los libros de caballería y las amorosas trovas. De vez en cuando, me divierto en rimar, una que otra estrofa, mientras me ocupo en dar lustre a la mohosa espada de mi padre. Ahora, decidme si creís, que con vuestra influencia, puedo obtener de mi madre, que me deje dueño de mí mismo; y yo respondo, en primer lugar, de mi agradecimiento y en segundo, del éxito de mi empresa», y el ardiente joven tendió su mano a fray Pablo, el cual, después de, estrechársela cordialmente, le dijo:

«Que me place, hijo mío; cuenta con mi apoyo; pero ante todo, veamos cómo podemos concertar nuestro plan.

»Amáis la libertad, ¿y cómo no amarla? Es el don más precioso que nos hizo Dios, al poner en nosotros mismos, el poder de dirigirnos, según nuestros propios sentimientos y aspiraciones. Pero cuidad,   —136→   hijo mío; que el hombre lleva en sí propio, el antagonismo a tan precioso don; hombres hay que por más libres, que quisieran aparecer, son por desgracia suya y mengua de la humanidad, viles esclavos y aduladores constantes de sus pasiones. No equivoquemos, hijo mío, si realmente deseamos ser libres, el desborde de nuestros apetitos y pasiones, con el santo poder de gobernarnos y encaminar nuestras acciones, a la justicia y a la verdad.

»Atended, Sebastián, una gran verdad que quiero revelaros; el hombre verdaderamente libre y poderoso, es aquel que, dueño absoluto de sus sentimientos e instintos, los encamina y dirige al bien, como el fin y propósito, para que fueron depositados en su alma, por el Supremo Hacedor; y creedme, hijo mío, el más justo, es siempre el más libre.

»Esto, en cuanto al espíritu, pues para el logro de esas aspiraciones, que alientan al presente tu juvenil ardor, es necesario también, mi joven amigo tengáis en cuenta de cuánta necesidad son para el guerrero o el hombre de Estado, una serie de conocimientos y talentos, sin los cuales, fuera vana quimera imaginar, podríais jamás sobreponeros los demás y alcanzar fama y honores. Me diréis, que mucho se consigue en estos tiempos guerreros, con el esfuerzo de un brazo robusto y una voluntad firme; no os lo niego; pero quiero a mi vez, preguntaros, si es vuestro deseo, joven e inteligente como sois, seguir   —137→   la sangrienta huella, que en pos de sí dejaron, esa serie de notables y afamados matadores, cuyos nombres son el espanto y horror de las edades, o si aspiráis al renombre y fama, que adquirieron en la historia, un Antonino, un Marco Aurelio».

«Padre mío», repuso el joven con turbado acento, «necesario me es confesaros, mal que me pese, que hasta este momento creyera, que un joven como yo, que se siente animado de tan noble entusiasmo y santas aspiraciones, con sólo lanzarse al mundo, con el fuego de su alma ardiente, con el corazón joven y sin doblez y además de eso, el prestigio inevitable de un nombre intachable, pese a todos los bribones y traficantes de la tierra, seguro estaba de alcanzar glorias y fama; pero vos, padre mío, me habláis de estudios y conocimientos, que estoy lejos de poseer, a no ser que ponga en cuenta de tales, el mal latín que medio sé y uno que otro texto de los Santos Padres, aprendidos de mala gana, y olvidados de mejor. Ya veis, mi querido tío, que en cuanto a estudios, estoy en el A B C; como que a deciros verdad, ese reverendo don Ángel, a quien mi buena madre, encargó especialmente la tarea de instruirme, es el modelo más completo de estupidez y vulgaridad, a quien a pesar de sus decantadas virtudes y cuarteles, aborrezco con todas las veras de mi alma».

«¿Y qué os parece, amigo mío», preguntó fray   —138→   Pablo, con acento paternal, «la idea de veniros conmigo a Murcia, durante estas revueltas, que me pesaría aprobaseis, pues el primer deber de un noble y de un noble castellano, es sostener con todo el esfuerzo de su espíritu y de su brazo, los sagrados derechos del trono, que sus padres juraron respetar y mantener? Vuestra madre, Sebastián, que os ama entrañablemente, me ha pedido os lleve conmigo, con la idea de que os convierta. No os alarméis, hijo mío, lejos de mí, la idea de atraer al seno de la Iglesia un mal sacerdote, que mal pudiera ser otra cosa, quien, como vos, se siente inspirado por tan opuestos móviles. Justo es, sin embargo, complacer a vuestra madre, a quien tanto debéis; y el modo de contentaros a ambos, helo aquí. Veníos conmigo a Murcia; no se hable más de hábito: basta ya de aflicción. Yo trataré, en el tiempo que estéis conmigo, de hacer de manera, que en breve adquiráis los suficientes conocimientos, para que podáis libremente aspirar al puesto a que os dan derecho vuestros antecedentes y vuestras aspiraciones. Seguidme, quiero explicar a mi pobre hermana, cuánto hemos convenido, contando ya con vuestra aprobación. Nada temáis, conozco muy íntimamente a un viejo soldado, de aquellos que asistieron a la toma de Granada, y a bien que aquella fue una famosa jornada; éste me ha ofrecido, en el caso que consintieseis en seguirme, poner a vuestra disposición, el   —139→   vasto arsenal de talentos militares, que posee. Es un bizarro soldado, con quien habéis de simpatizar de fijo, a pesar de su aire un tanto grave y reservado».

Respondió Sebastián, abrazando a fray Pablo: «Sois el rey de los tíos; acepto gustoso vuestra hospitalidad; me constituyo ya en vuestro discípulo; y con vuestro permiso, aprovecharé las ofertas de ese bravo...»

«Don Nuño de Lara, hijo mío, noble como vos».

«Que me place; todo sale a medida de mi deseo; vamos a sacar de apuros a mi pobre madre. «Y el tío y el sobrino, salieron en busca de la afligida dama.

Aquella misma tarde, concertárase el viaje, quedando muy tranquila y satisfecha la madre.

La despedida fue menos dolorosa, que en cualquiera otra circunstancia; la buena señora, estaba muy deseosa de ver a su hijo lejos de Valladolid, en donde las agitaciones eran cada día más crecientes; y en cuanto al joven, la idea del viaje y de ver caras nuevas, le tenía fuera de sí. A pesar de que, al abrazar a su madre, se sintió conmovido y con marcado gesto de mal humor, limpió presuroso una lágrima, que asomó a sus ojos, pensando, sentaba mal en un hombre y sobre todo, en un guerrero, tal demostración. Fray Pablo, a quien no se escaparon, ni las lágrimas del joven, ni su mal humor, auguró favorablemente de aquel joven corazón, tierno y fuerte.

  —140→  

Durante el camino, concibieron el uno por el otro, mayor inclinación, que ambos ganaban, a medida que más íntimamente se conocían. Sebastián admiraba la inalterable bondad de aquel carácter, a la par que apreciaba, con ese tino especial de la juventud inteligente, los variados y amenos conocimientos del reverendo, dejando ver a su vez muy claramente, los tesoros de sensibilidad que poseía su alma, unidos a una fuerza de voluntad y sensatez, poco comunes en su edad.

Fray Pablo le aseguró, visto que se sentía inclinado al divino arte de la poesía, que merced al poco latín que ya sabía y al que no tardaría en adquirir, alcanzaría muy pronto a comprender, las bellezas infinitas del inmortal Virgilio, Horacio y demás escritores poéticos, que habían sido las fuentes puras, en que bebieron su inspiración, los Garcilaso, los Menas y tantos otros felices imitadores de los poetas latinos, a quienes el joven tenía especial apego. No se crea tampoco, que al hablar a Sebastián de sus proyectos de porvenir, olvidase a la sencilla Mariana, ni a la graciosa Lucía. ¡Cómo olvidar las más interesantes luces de aquel cuadro! ¡Cómo no recordar las amables ofertas de la una y el expresivo silencio de la otra!

Cuando se hallaban próximos a llegar, fray Pablo se dirigió a su joven compañero y con tono amistoso le dijo: «Eh bien, camarada, puesto que vais ya a   —141→   dejar de serlo, para ser mi discípulo y siempre mi amigo, decidme, ¿en qué disposición os halláis, respecto a las nuevas relaciones que vais a hacer, pues merced a mi charla, juzgo debisteis formar ya cabal opinión? ¿Qué pensáis de la nueva familia?»

«Tío o camarada, como gustéis, siempre seréis para mí, la imagen de lo bueno, de lo mejor; habéis de saber, aunque me tachéis de aturdido, que a ese don Nuño, le estimo ya con toda mi alma; que Mariana, es como si la conociera desde mi niñez y en cuanto a vuestra Lucía, ¡espero será mi hermana querida y la amaré y la protegeré como a tal!»

El anciano, enternecido, nada respondió al entusiasta; pero éste comprendió que sus sentimientos eran aprobados, y como tal, se entregó a aquella lisonjera esperanza.

Qué hermoso espectáculo ofrece el corazón apasionado y amante del joven, que, en alas de su fe y de su entusiasmo, se entrega confiado en brazos del sentimiento, y se afana y se apresura para estrechar la mano del amigo, cuyo semblante aún no viera y cuyo afecto, ya mide por la intensidad del propio. ¡Sublime confianza, bendita atracción del corazón al corazón, del amor al amor, que sólo se encuentra en la juventud en toda su grandeza y sublimidad!



  —143→  

ArribaAbajoCapítulo XIX


Ah! que de vérité
Dans un rayon d'amour!


HUGO                


Muy acertado anduvo don Nuño en el consejo que a fray Pablo diera, pues a todos fue provechosa y agradable, la venida de Sebastián.

Mariana, cobró desde luego al joven, un cariño tan tierno, que según sus expresiones, lo amaba como si fuera hermano propio de Lucía; teniendo don Nuño, a pesar de su natural reserva y esquivez, que convenir muy pronto con ella, en que Sebastián era verdaderamente modelo de jóvenes y muy especialmente, cuando comprendió, ser él la persona, a quien el recién llegado parecía esmerarse más en contentar. ¡Qué serie de preguntas! ¿Cómo se enjaeza un caballo, para el día de pelea? ¿Qué arma es a la que debe darse la preferencia? ¿Quiénes fueron los que más se distinguieron en aquellas famosas campañas de Italia?¡Felices de ellos, que alcanzaron tanta gloria, en tan corto tiempo! Vieseis cómo don   —144→   Nuño cambiaba de semblante y se entusiasmaba y parecía rejuvenecido, con el recuerdo de aquellos días pasados. Cómo aquel corazón, muerto ya para las ilusiones, se sentía renacer al contacto de un corazón joven y animoso. ¡Qué bríos! ¡Qué vida! Mariana decía: «No parece sino que, este bello joven, ha tenido el poder de resucitar a este nuevo Lázaro».

¿Qué es de Lucía, entretanto? ¿Qué acogida ha hecho a Sebastián?

La bella Lucía, no fue la que menos amiga se mostró con el recién llegado, que desde el primer momento acogió favorablemente sus tiernas ofertas.

«Hermosa mía», le dijo Sebastián, tomándole las manos, «vuestro padrino, me había dicho mucho en elogio vuestro; pero veo que sois un ángel». ¿Queréis llamarme hermano y amarme como a tal, si no os cueste demasiado? Ruborizándose, Lucía le contestó: «Señor Sebastián, o mejor, hermano mío, no gusto de cumplidos que no merezco, acepto vuestro cariño, seamos amigos». Y la graciosa doncella presentó la frente a su nuevo hermano.

En poco tiempo, trabaron grande intimidad los dos jóvenes, poniendo Lucía al corriente a su nuevo amigo, de toda sus pequeñas confidencias. Hablole de sus padres, a quienes no conociera, de los asiduos cuidados, que le prodigara Mariana, desde la infancia. Contole la historia de los desgraciados amores de   —145→   don Nuño, sin echar en olvido a Jimena y a Rodrigo, descubriendo a su nuevo amigo en aquellas sencillas referencias, todos los tesoros de una alma virginal. La hermosa joven, alabando las prendas del famoso Cid, se exaltaba al recuerdo de sus tempranas glorias. Y Sebastián exclamaba con singular ardor: «Por oír tales palabras de vuestra boca, dirigidas a mí, fuera yo capaz, hermana mía, de hacer el doble de lo que hizo ese Rodrigo, que tanto alabais». Y el temerario mancebo, le pedía, le ordenase marchar al punto a conquistar tierras lejanas y a domeñar feroces enemigos. Pero ella, con inefable gracia, respondía: «Os ordeno, caballero, que os quedéis, y entretanto, no os encomiendo mayor tarea, estudies vuestra lección de latín y os apliquéis, para que podamos leer, gracias a ese latín, que no me parece amáis con mucho entusiasmo, el libro que mi padrino dice ser tan superior a nuestros romances».

«¿Hablas de la Eneida, hermana? Por darte gusto, ya verás, muy pronto podré leerte algunos trozos, por cierto que si mi tío quisiera, nada más fácil con su ayuda, tú podrías...»

«No haré tal», replicó Lucía, «estudia, aplícate, y en vez de irte con mi padre todas las tardes en esos fogosos caballos, a hacer esos ejercicios que me causan tanto miedo, bien pudieras adelantar en tus estudios. Pero no, como a todo preferís vosotros las armas, las lides».

  —146→  

«Lucía», interrumpió Sebastián, «¿cómo quieres que pueda ser afamado y poderoso como tu Cid, si no aprendo a tirar un rebote y a parar un corte? ¿Crees que con latines se derriban moros y se toman fortalezas? Pero aquí viene don Nuño y Mariana; tu madre parece muy contenta». En efecto, Mariana apenas llegó cerca de Lucía, le dijo: «Mira, hija mía, qué feliz ocurrencia tiene don Nuño, quiere que Sebastián sea padrino de la criatura, en su lugar; y dice que es mejor y más natural. Ya lo creo, madrina joven y padrino, ¿qué tal? Como que parecéis ambos pintiparados el uno para el otro».

«¿Y creís, madre», respondió Lucía, «que fray Pablo no se opondrá?»

«De ninguna manera», repuso Sebastián alegremente; «estoy seguro de que mi tío lo tomará muy a bien». «Gracias, amigo mío», exclamó en seguida, dirigiéndose a don Nuño, «gracias, por cederme vuestro puesto, al lado de tan bella madrina; sois mi mejor amigo, corro a prevenir a mi tío y a buscar algún presente para la ahijada. Supongo Mariana, me permitiréis también, ofrezca a mi compañera algún obsequio, que me recuerde a su memoria».

«Ciertamente, hijo mío; es muy justo y acepto en nombre mío y de Lucía».

No es necesario decir, que fray Pablo consintió de todo corazón, en la buena idea de don Nuño, y que   —147→   hizo cuanto pudo, para solemnizar aquel acto, por cuantos medios estuvieron a su alcance.

La fiesta, que tal fuera la ceremonia del bautismo, merece que le dediquemos un capítulo especial.



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