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ArribaAbajoCapítulo VIII

Fiesta

Cuando los Españoles, el siguiente día, poco después de la salida del sol, llegaron a las chozas de los Timbúes, halláronles formados, todos en línea de batalla, con sus trajes de fiesta, que consistían, en la cintura de plumas de colores y en una especie de turbante, hecho también de plumas, de tintes más vivos.

En los días de fiesta y de pelea, usaban darse en la cara y en el pecho unas pinceladas con zumo de yerbas y barros de diferentes colores, que contribuían a darles una expresión horrible, de que ellos se vanagloriaban.

Marangoré, diferenciábase de los demás, por un inmenso collar de cuentas de colores, que al cuello llevaba y por una lista roja muy marcada, que le dividía el rostro, por medio de la frente. Las mujeres, más recatadas y modestas en su apostura, estaban cubiertas de una red tejida de una especie de cáñamo muy fino, que desde el cuello hasta, los pies les cala en graciosos pliegues; en la cintura tenían   —296→   el delantal de plumas blancas y rojas, que hacía juego con el turbante; llevando además en las piernas y en los brazos, brazaletes de cuentas azules12. Con excepción de la novia, que tenía un collar semejante al de Marangoré y unas argollas muy grandes como pendientes, que por lo relucientes parecían ser de plata.

Sentado Carripilun, en medio de un círculo marcado en tierra, con pequeñas estacas adornadas con plumas de avestruz y ramas de espino, saludó a los recién llegados, con una inclinación de cabeza y permaneció de nuevo en completa inmovilidad.

Siripo, llevó a Lucía y a las demás mujeres españolas, a colocarse en la línea de las indias, diciéndoles, permaneciesen de pie, mientras su padre conferenciaba con los malos espíritus; haciendo otro tanto con los Españoles, que tomaron lugar entre los indios.

Lirupé y Marangoré, el uno en frente del otro, a poca distancia del círculo, en que Carripilun se hallaba en conferencia con los demonios, parecían petrificados, tal era la inmovilidad y rigidez de sus personas y la constante fijeza con que miraban el sol; siendo así, que desde mucho antes de la salida del astro, debían permanecer en la misma actitud, dependiendo de su inmovilidad, el mayor o menor grado de felicidad, que habían de disfrutar en su matrimonio.

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Después de dos horas de absoluto silencio, pronunció Carripilun unas palabras que se dirigían al espíritu del mal; lanzó un gemido agudo y prolongado y llamó por tres veces a los desposados. Marangoré y Lirupé, que estaban ya casados, vinieron en silencio a deshacer ellos mismos el círculo de estacas y plumas, que aprisionaba a Carripilun, repartiendo después las estacas y las plumas entre los circunstantes. Una vez concluida la ceremonia del casamiento, dio principio una especie de torneo, a la manera indígena.

Sentados todos, formando un inmenso círculo, quedó abierta la liza. Presentáronse dos indios bastante jóvenes, a disputarse el premio de la carrera, que era una hermosísima flecha, costeada, como todos los demás presentes, por la familia de la novia. La distancia que debían recorrer, era como de cuatro cuadras en redondo; y a una señal de Carripilun, partieron los corredores con paso mesurado, que apresuraban, a medida que avanzaban, acabando por correr con extraordinaria rapidez. Durante la carrera, no se crea que los demás indios demostrasen la menor agitación o interés por ninguno de los corredores, siendo de notarse que aquellos salvajes mostraban siempre la mayor reserva y moderación, en casi todos los actos, que más conmueven y agitan a los civilizados habitantes del Viejo Mundo. Alcanzó uno de los indios, notable ventaja sobre su   —298→   competidor presentose luego, seguido de sus parientes y amigos, a recibir el premio, de manos de Marangoré, que al dárselo, le dijo: «Eres ágil, como el cheuque»; nombre que debía quedarle y pasar a sus descendientes. Advirtieron los Españoles, que aquel que había perdido la carrera no se presentó en todo el día; y que hasta sus parientes y allegados, se vieron en la necesidad de no tomar parte en las fiestas que se siguieron. Vino luego el tiro de flecha, para el cual se presentaron diez o doce competidores; quedando los Europeos asombrados del acierto de aquellos tiros, que por blanco tenían, muchos de ellos, una simple pluma de gaviota. Fue Siripo quien consiguió el premio, de un magnífico collar de cuentas rojas, que le puso al cuello su hermano, llamándole ojo de chispa, observándose en ese caso, las mismas circunstancias que en el anterior.

Luego que acabaron estos divertimientos y otros semejantes, en los cuales a porfía disputáronse los premios de la lucha y de la macana, los más distinguidos de la tribu; Marangoré, que no había tomado parte en la jornada, pidió a los Españoles tuviesen a bien, como obsequio a sus desposorios, hacer algunos de los ejercicios militares, que eran de uso entre ellos. Prestáronse a ello muy gustosos sus huéspedes, deplorando la falta de caballos, que allí no eran conocidos, por no poder darles una idea más aventajada de sus lides. Tuvo Sebastián la dicha de   —299→   ser de los primeros en el tiro de arcabuz, así como el alférez Oviedo, que se distinguió también en el manejo del sable. Marangoré, regaló al primero una hermosa macana muy pulida y liviana que era de sus armas la favorita; y al segundo, una flecha semejante a la que antes recibió el ligero cheuque: llamando al uno ojo de luz, y al otro brazo de viento. Maravillados los indios, de que aquellos que habían sido menos afortunados, no tuviesen vergüenza de continuar en presencia de todos, preguntaron a los Españoles qué significaba tan extraño proceder. Entonces Sebastián les hizo saber, cómo entre ellos, sólo era despreciado el que huía cobardemente de los peligros.

El banquete tuvo lugar allí mismo, a campo raso. La comida se componía generalmente de gamas, liebres y mulitas, pero ese día hubieron, además, una especie de tortas hechas de mandioca y maíz, presente de los Gualaches, que eran agricultores y cultivaban con gran éxito aquellas plantas.

Como los Timbúes eran muy sobrios, no tenían casi afición a las bebidas fuertes y excitantes, contentándose tan sólo, con una especie de chicha muy floja, que extraían de los algarrobos.

Después de la comida, dio principio el baile, al cual no asistió Lucía ni sus compañeras, que se retiraron al fuerte a la caída de la tarde. El baile sólo consistía en dar vueltas en redondo, tomados todos   —300→   de las manos, siguiendo el compás de una calabaza con piedrezuelas dentro, que agitaba en medio de ellos una jovencita de pocos años, que no hubiese entrado aún en la pubertad, pues creían ellos, que la música era atribución de la inocencia. Generalmente después del baile, seguían bebiendo hasta el día siguiente, teniendo cuidado las mujeres, que no beben jamás, de esconder las armas, para evitar pendencias.



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ArribaAbajoCapítulo IX


Y no sabéis lo que será en el día de mañana.


SANTIAGO, APÓSTOL                


A pesar de los deseos que Gaboto tenía de continuar su expedición, no le fue posible hacerlo, por hallarse atacado de una fiebre que le duró algunos meses, hasta mediados del año siguiente, teniendo que recurrir a mil artificios, para distraer a sus compañeros, que empezaban a murmurar, con instancia, por dejar aquel sitio.

Una vez restablecido, decidió seguir aguas arriba con sus buques y aquellos más impacientes, dejando en el fuerte a don Nuño y a Sebastián, al mando de cien hombres, encargados de explorarla tierra hacia el Oeste y Sud Oeste; luego que Marangoré, pasado el término de ocho meses, fijado por sus costumbres, pudiese acompañarles, sin detrimento de sus deberes de esposo.

Y recomendando encarecidamente a unos y a otros, mantuviesen paz y buena armonía, lanzose el Veneciano a nuevas aventuras.

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Poco tiempo después de la partida de las naves, tuvo Lucía la desdicha de perder a fray Pablo, siendo este un rudo golpe para su corazón. El anciano acostumbraba ir todos los días, al campamento de los indios, movido por el piadoso celo de abrir sus ojos a la luz de la fe; allí, con dulces palabras, al alcance de aquellos escasos entendimientos, les mostraba la infinita bondad y misericordia del Dios de los Cristianos, con el fin de irles preparando, por grados y sin violencia, para el gran día en que recibiesen el bautismo. Más de una vez el sabio Carripilun, prestó oído atento a las divinas palabras del Redentor del Mundo, que repetía fray Pablo, con inspirado acento. Y como aquellos indios no tenían ideas fijas sobre religión y sólo creían en un espíritu malo, al cual estaban sujetos los hombres y era necesario tratar de agradar, por todos los medios posibles; el anciano esperaba a fuerza de constancia, vencer su ignorancia, confiando con el andar del tiempo y merced al terror mismo, que el espíritu del mal les inspiraba, vendrían a refugiarse en brazos de la divina Madre de Jesús, amparo de los afligidos.

Pero con quienes más valimiento alcanzaban sus piadosas exhortaciones, era con las indias; especialmente con una jovencita de pocos años, llamada Anté, que desde los primeros tiempos había cobrado grande afición a las Españolas, consintiendo, siempre que al fuerte venía, en que le pusiesen vestidos y   —303→   adornos a la europea, segundando Lucía por éste y otros medios análogos, las constantes miras del religioso.

Una mañana, que según su costumbre, se dirigía el anciano al campamento de los Timbúes, un violento ataque dio con él en tierra, permaneciendo allí, hasta que una hora después acertó a pasar, en aquella dirección, la joven Anté, que al verle en tal estado, alarmó con sus gritos a los habitantes del fuerte. Lucía y Sebastián, ayudados por don Nuño y varios de los suyos, se apresuraron a auxiliar al desgraciado fray Pablo, que falto ya de fuerza y sin poder hablar, agradecía con expresivas miradas los cuidados que a porfía le prodigaban. En vano Anté corrió solícita al campamento, en busca de sus más afamados curanderos, el anciano expiró poco tiempo después, sin exhalar un gemido y sin haber podido decir una palabra de despedida a sus amigos.

Lucía, con el corazón traspasado, cerró respetuosamente los ojos de su virtuoso amigo, y después de colocarle entre las manos, sobre el pecho, la imagen de Jesús crucificado, se arrodilló cerca del lecho y permaneció en oración toda la noche, en compañía de las pocas mujeres que en el fuerte quedaban. La joven Anté, recitaba en voz baja las primeras palabras del Padre nuestro, que le habían sido enseñadas por el anciano.

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El día siguiente, diéronle sepultura, en un sitio, que de continuo visitaba y era muy de su agrado, por la amena vista que desde allí se alcanzaba. Situado en una pequeña eminencia, muy cerca de la costa, estaba pintorescamente rodeado de un montecillo de algarrobos y espinos, crecidos y frondosos.

Allí fue conducido el cuerpo del religioso, seguido de todos aquellos, que habían sido constantes apreciadores de sus virtudes. Tanto cristianos como indios, iban en mustio silencio, con abatidos semblantes, a pagar aquel último tributo a sus restos mortales. El tosco ataúd, fabricado con tablones de aquellos mismos árboles que debían prestarle sombra, fue conducido hasta allí por Sebastián, el alférez Oviedo y el joven Alejo Díez, seguidos de don Nuño y de Lucía, que a pesar de su dolor, quiso acompañar a su amado padrino, en aquel último viaje. Los indios, con sus mujeres y sus hijos, asistieron a aquella triste ceremonia, con la más respetuosa compostura. Lucía, con voz melancólica, pronunció cerca de la tumba, estas palabras: «Duerme en paz, querido amigo, consuelo de los afligidos, y refugio de todos los corazones; allá en los Cielos, cuando tu espíritu, tan puro como el de los mismos ángeles, tome asiento en trono de luz, cerca de Dios nuestro Padre, ruega por nosotros los que quedamos en este valle de lágrimas». La joven besó el ataúd;   —305→   Sebastián y Oviedo, lo cubrieron de tierra. Después de concluida aquella piadosa operación, colocó don Nuño sobre la tumba, una cruz blanca, groseramente formada de dos gajos de un espino; y todos oraron juntos, por el descanso eterno del virtuoso anciano.

Desde entonces, aquel sitio fue llamado por los indios, la Cruz del santo, y considerado como un lugar privilegiado, cerca del cual era irreverente dar muerte a ninguna de las muchas aves, que con sus gorjeos, prestaban mayor encanto a tan poético lugar.

Todos, todos, deploraron la pérdida de aquel valioso compañero; pero ningún corazón lloró tan amargas lágrimas, como la sensible esposa de Sebastián, la humilde discípula, de las veladas de Murcia.



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ArribaAbajoCapítulo X


Enseñar al que no sabe



Muerto fray Pablo, tomó Lucía por suya la piadosa tarea de instruir a las sencillas habitantes del desierto, en las sublimes verdades del Cristianismo. Todos los días, con incansable perseverancia, su celo la llevó a las chozas de los Timbúes. Veíasele allí, rodeada de las indias, sentadas sobre la yerba, con sus hijos en brazos las unas, las otras con las manos cruzadas sobre las rodillas, en atenta, actitud, sueltos los cabellos sobre la espalda, y fijos los grandes ojos en el semblante de la joven, escuchar las palabras de amor y caridad, que despertaban en sus almas adormidos ecos; semejantes al niño que repite la oración primera, enseñada por su madre y que sin darse cuenta, siente en el fondo del alma, mística revelación, que sube del corazón hasta el semblante, iluminado con celestial reflejo.

Sentíanse aquellas rústicas criaturas, especialmente   —308→   atraídas por la belleza de Lucía, encontrando singularagrado en tocar sus finos cabellos, que comparaban ellas, con las negras y relucientes plumas del tordo; ensalzando de continuo, la blancura de su tez, llamándola rostro de luna, cuello de leche; y comparando su talle gentil, ora a la garza que remonta su vuelo hasta las nubes, ora a los flexibles rancoles13 que ceden a la influencia del viento.

Con dulce sonrisa, escuchaba Lucía, tan ingenuas alabanzas, insistiendo con las indias, para que, por medio de los presentes que les hacia, cubriesen su desnudez y tratasen de observar en todos sus actos la modestia y decencia, que constituyen los más valiosos encantos de la mujer. Muchas de ellas adelantaban visiblemente en algunas labores de mano, que la hacendosa esposa les enseñaba, deplorando la falta de materiales, que empezaba ya a sentir, hasta para el propio uso. Una de las cosas a que más las exhortaba la virtuosa Española, era a que inspirasen respeto a sus hijos, educándoles desde pequeños, respetuosos y sumisos, porque las indias, a ese respecto, tenían las más equivocadas creencias; juzgando que el amor maternal consistía en permitirles hasta los más descompuestos y chocantes actos. ¡Con cuánto dolor veía Lucía, a esos pequeños tiranuelos, levantar sus manos para herir en el rostro al viejo padre y a la   —309→   paciente, madre, que con estoica tranquilidad sufrían aquella torpe acción, digna sólo del estado de barbarie en que estaban sumidos! Consideraban ellos tales desmanes como una prueba del futuro coraje de sus hijos, que refluir debía en provecho de sus padres, por haberles los primeros embravecido como lo hacen las bestias feroces.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Cuando expiró el plazo, que las costumbres imponían a Marangoré, éste advirtió a Sebastián y a don Nuño, hallarse dispuesto a salir en busca de los Charrúas, por saber a punto fijo el sitio en donde encontrarlos.

Los Españoles hicieron sus preparativos para aquella expedición, que según los deseos de todos, debía dar por resultado el exterminio de aquellos bárbaros, que eran una constante amenaza a su tranquilidad. Pero, ante todo, pidieron a Carripilun, observase que los indios y los Españoles que en el fuerte quedaban, mantuviesen estricta vigilancia y buena armonía, siendo él responsable y garante, de la seguridad de Lucía, y sus compañeros.

Juroles Carripilun, tratar a los Españoles, como a sus propios hermanos, recibiendo de manos de don Nuño, las de, Lucía y las del alférez Oviedo, que de comandante del fuerte quedaba.

Antes de ahora, hemos nombrado al joven Alejo, con motivo del entierro de Fray Pablo; este   —312→   Díez no era otro, que el hijo de la posadera de Cádiz, que tanto lo había recomendado a Lucía. A la verdad, cosa más fácil no había, que interesarse por el joven villano, pues natural despejo, bravura y cortesía, eran dotes que en él se disputaban la primacía y le hacían acreedor a la general estimación; mereciendo, según el dicho de cuantos lo conocieron, haber nacido de noble estirpe.

De buena gana hubiera Alejo tomado parte en la expedición; pero como Lucía le había pedido quedase a hacerle compañía, hubo de sacrificar sus primeros laureles, en obsequio de su protectora; siendo así que, además del cumplimiento de aquel deber, había para su corazón dulce atractivo, que le compensaba cumplidamente aquel sacrificio.

Amaba a la joven Anté; y ella a su turno, se sentía fuertemente atraída por la varonil belleza, del bizarro Español. Lucía, que veía el naciente amor de los dos jóvenes, tomaba especial esmero, en preparar el corazón de la india, al goce íntimo y delicado de los dulces afectos, templando por medio de prédicas, la ardiente fogosidad de su alma de salvaje. Y a medida que el tiempo pasaba, el corazón de la Española trasmitía a la joven india una porción de su delicado perfume.

El día de la partida, Lucía y Lirupé, acompañadas de un numeroso séquito, siguieron a sus maridos, hasta un lugar distante del fuerte, como diez cuadras   —313→   y que se llamaba de la Espina; allí, después de prometer de nuevo los indios, con las más sagradas promesas, tratar a Lucía como a una hermana y defenderla hasta el último trance, se separaron las dos comitivas, cambiando unos con otros amistosas palabras de despedida.

Aquellos que quedaban, se volvieron al fuerte, en tanto que los demás, tomaban el camino de la laguna del Cheuque, que era el sitio a donde estaban acampados los Charrúas, según noticias traídas por el adivino Gachemané, de la tribu de los Gualaches.



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ArribaAbajoCapítulo XII


Y lejos de su patria derribados
No fueron justamente sepultados.


HERRERA                


Marangoré y Sebastián, a la cabeza de la tropa compuesta de cerca de ochenta Españoles y más de cien indios, seguían la dirección indicada por el adivino, divididos en tres grupos. Formaban el primer grupo cincuenta Europeos, armados de arcabuces y pequeñas espadas y aquellos indios más diestros en el uso de la macana, arma favorita del cacique. En seguida, venía el resto de los Españoles, al mando de don Nuño, armados igualmente de largas espadas y mosquetes; y llevando además, el escudo, el casco y la cota, que tanto asombro habían causado a los indígenas, que creían por este medio, ser imposible dar muerte a los extranjeros. El último grupo o cuerpo de reserva, a las órdenes de Siripo, que para esa expedición, había sido aclamado segundo jefe, se componía tan sólo de indios armados con agudas flechas y saetas.

Siguieron largo tiempo por un vasto llano, desnudo   —316→   y sin la más leve ondulación, un camino que no ofrecía a nuestros aventureros interés alguno.

Apenas si de vez en cuando, una que otra gama, o algún avestruz, que cruza en rápida carrera por aquel vasto horizonte, rompe la monotonía del paisaje. Más de cuatro leguas han avanzado en aquel primer día, sin encontrar un solo árbol; por todos lados la ancha Pampa presenta su grandeza y desnudez. Paréceles que apte aquella creciente inmensidad, cuyo límite no se alcanza, el pecho respira con mayor fuerza, la vista salva mayor distancia.

El calor excesivo, el mucho polvo que incesante remolinea, hacen sentir en demasía la falta de agua, que internándose hacia el Oeste, escasea considerablemente. Fatigados los Españoles con el peso de sus armaduras, ansían por hallar un árbol, bajo el cual guarecerse de los rayos del sol. Marangoré, que los ve abatidos y desalentados, les asegura que a poco andar, entrarán en un terreno quebrado y fértil, donde hallarán agua y sombra.

El siguiente día, después de cuatro horas de constante marcha, empezaron a notar gran diferencia en el terreno; a medida que avanzaban, la frescura del aire aumentaba y pequeños arbustos, que iban en aumento, convencieron a los expedicionarios, del conocimiento de los lugares que el cacique tenía.

Llegaron aquella misma tarde, a una inmensa laguna llamada por los indios, de los Macangues, en   —317→   donde los Españoles pudieron apagar su sed y refrescar sus cuerpos, abrasados por el sol y el polvo, tendiéndose con delicia sobre una yerba verde y fresca, que debajo de los árboles crecía en abundancia y la llamaba rimu.

Cobraba Marangoré mayor simpatía a Sebastián; el franco continente del Español, su mucha fuerza corporal, la admirable destreza en todas las armas y su carácter abierto y caballeresco, eran cualidades propias para cautivar el ánimo del salvaje. También Hurtado y don Nuño, tuvieron ocasión entonces, de admirar la caballerosa cortesía de Marangoré, si tal frase conviene a un héroe de las Pampas; y la maestría y agilidad del indio en todos los ejercicios varoniles.

Siripo, a quien los suyos prestaban casi igual acatamiento que al joven cacique, era igualmente diestro en el manejo de todas las armas por ellos usadas, especialmente en la flecha, en la que ya le hemos visto alcanzar el primer premio Pero no poseía las atractivas prendas de su hermano, que a sus méritos como guerrero, unía además, una conversación franca, que bien se hermanaba con la varonil belleza de su semblante. Por lo contrario, reservado en sus ademanes y esquivo por demás, apenas si ha cambiado con los Españoles, otras palabras que aquellas estrictamente necesarias: contrastando singularmente su figura, con la regularidad   —318→   y belleza de formas, que hacían de Marangoré un modelo de proporción y regularidad. Contrahecho y desairado, tenía la cabeza dos veces más grande, que lo que convenía a sus escasas y mezquinas formas. Haciendo más notable aún esta diferencia, la circunstancia de ser estos dos hermanos, gemelos, nacidos con diferencia de horas.

Siripo, que como todos, debía notar la inmensa serie de ventajas, que sobre él alcanzaba el primogénito, no parecía, sin embargo, guardarle por ello rencor; antes al contrario, aparentaba amar mucho a Marangoré y respetarle como a su futuro soberano. Más de una vez chocó a los Españoles la especie de obsequiosa oficiosidad y moderada reserva, que observaba en presencia del cacique, como si se trasluciese en ella algo de hipócrita falsía, siendo de notarse, que desde los jefes hasta los soldados, todos sentían hacia él igual alejamiento; mientras acontecía precisamente lo contrario con su hermano. Marangoré, que tenía mucho afecto a Siripo y escuchaba siempre sus consejos, consultó a éste, al salir de aquel lugar, sobre lo que creía más conveniente hacer, hallándose cercano el enemigo.

Los jefes españoles dejaron que los indios conferenciasen a parte, aprovechando ellos ese momento, para comunicarse sus pensamientos íntimos, y recordar a Lucía, que tan sola había quedado y debía ansiar tanto por su vuelta.

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No se crea empero, que nuestros amigos tuviesen la idea de seguir ciegamente las indicaciones de sus aliados y como tal esperasen su decisión, para saber a qué atenerse; antes al contrario, ellos habían tratado de demostrarles la confianza y seguridad que les inspiraba su propia fuerza, lanzándose a tan riesgosa expedición sin el auxilio de los Gualaches. Pero no conociendo ni los lugares, ni la clase de enemigos que iban a combatir, don Nuño, con la prudencia y reserva, que son apreciables dotes en un jefe, juzgó conveniente, seguir las indicaciones de los indígenas, en todo aquello que oportuno hallase.

Concluida la conferencia, dijo Marangoré a los Españoles, que él y su hermano Siripo, marcharían adelante, con la mitad de su gente, hasta descubrir los rastros del enemigo, para que ellos en seguida y merced a la superioridad de las armas, pudiesen hacerle el mayor daño posible.

Los árboles que antes eran pequeños y en escaso número, habían aumentado considerablemente de tamaño. Hallábanse a la sazón en un tupido monte de algarrobos, cuyos nudosos troncos, se extendían por todos lados.

Al cabo de cuatro días y medio de marcha, recibieron aviso de Marangoré, para que permaneciesen ocultos lo mejor que les fuera dable, observando estricta vigilancia.

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Dispuso al punto don Nuño, acampase la gente, ordenándoles guardar el mayor silencio. Era ya muy cerca de la noche, cuando el tiempo, que hasta entonces había sido despejado, empezó a oscurecerse, ocultándose esquivo el sol, mucho antes del momento en que debía bajar a su ocaso. Los Españoles, tendidos bajo los árboles, esperaban la señal del cacique. Pasose gran parte de la noche en la más completa tranquilidad, atentos a escuchar el más leve ruido. El silencio majestuoso y triste del desierto, turbado sólo por el grito lastimero y quejumbroso de la lechuza, imponía su gravedad, a los agitados corazones de los Españoles. Durante aquellas largas horas de espera, próximos a desafiar la muerte a manos de feroces enemigos, más de un hondo suspiro rompió el silencio de la triste noche. ¡Cuántos dulces recuerdos, rozando blandamente el corazón en rápido vuelo, trajeron a la memoria de los extranjeros, la imagen de la patria, de la madre y de los tiernos hijos! La luna amarillenta y empañada, oculto el mustio semblante tras densas nubes, semejaba, sobre la oscura bóveda, la descolorida faz de un muerto descansando en fúnebre ataúd; todo era triste, angustioso; todo presagiaba duelo. De repente resonó a lo lejos el grito de un yajá. Los Españoles, movidos como por un resorte, se pusieron de pie; los indios continuaron tendidos: el silencio volvió a reinar exclusivamente.

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Después de algunos momentos de espera, los Españoles, con el alma en los oídos, volvieron a tenderse sobre la yerba. Al cabo de una media hora, el yajá lanzó de nuevo dos gritos en vez de uno, todos a la vez se levantaron y prepararon las armas; hízose oír de nuevo el yajá y la tropa se puso en marcha, sin hacer el menor ruido. La luna veló completamente su escasa luz y quedaron envueltos en tinieblas. Los indios pasaron de los primeros, guiando a los extranjeros con el más extraño acierto, por entre un laberinto de árboles pequeños y troncos secos. A medida que avanzaban, el terreno formaba pendiente, y poco a poco sus ojos, que se hacían a las tinieblas, les permitían distinguir los objetos. El grito del yajá repetido por tres veces y muy cerca ya, les indicó que debían detenerse. Hallábanse a poca distancia de un gran arroyo, cerca del cual, distinguían unas masas negras, que parecían enormes piedras. De improviso el silbido de las flechas y el grito de guerra de los Timbúes, les advirtió que era llegado el momento. Dispararon sus armas los Españoles, sobre aquellos bultos que se arrastraban como reptiles hacia la orilla del agua, cayendo al punto los Timbúes con sus macanas, sobre los descuidados Charrúas, que aturdidos por la extraña detonación de las armas de fuego, se lanzaban al arroyo, desde donde disparaban sus flechas con notable ventaja; pero la oscuridad de la noche hacía muy inciertos   —322→   sus tiros, mientras que los Españoles, no perdían uno solo de sus disparos, obligándoles, mal de su grado, a sumergirse, en tanto que los Timbúes, con sus terribles macanas, derribaban en tierra, de cada golpe, un enemigo.

Después de un cuarto de hora de aquella lucha a oscuras, advirtieron los Europeos, no había ya más enemigos que combatir; sus flechas habían cesado, y el arroyo arrebataba en su corriente, una gran cantidad de oscuras masas, que, flotaban sobre las aguas.

Entonces pensaron en darse cuenta de lo sucedido. Sebastián, que había permanecido todo el tiempo cerca de don Nuño, muy satisfecho al ver que éste no estaba herido, se ocupó de llamar por sus nombres a sus compañeros. Todos los Españoles, con excepción de tres, acudieron al llamado deseosos de saber si él o don Nuño, habían sido heridos.

Marangoré y Siripo les aseguraban, que los enemigos que acababan de combatir, no era posible fuesen aquellos Charrúas, que según noticias de Gachemané, habían quedado allí acampados; tratando el punto de examinar los cadáveres para cerciorarse de la verdad.

Los Españoles que faltaban, estaban muertos; así como una media docena de indios, que resultaron ser indias; causando este descubrimiento asombro y descontento a los guerreros. Halló Marangoré por   —323→   suerte a una de ellas herida tan sólo en la pierna, de un arcabuzaso; y habiendo sido interrogada por él con amenazas, para que no mintiese, dijo, después de muchos lamentos y protestas, que ocho días antes los indios habían estado allí, pero que sabedores de la intención de los Timbúes, habíanse internado hacia el Oeste, quedando ellas con los restos del campamento. Aunque sin dar entera fe a sus respuestas, el cacique las trasmitió a los Españoles e insistió nuevamente con la india, para que dijese la verdad, asegurando ella de todos modos, con exageradas expresiones, ser esa la pura verdad, y pidiendo la dejasen en libertad.

Movido a compasión Sebastián, por el acento suplicante de la india, rogó a Marangoré le concediese, lo que con tan humilde acento le pedía; pero el cacique le contestó era necesario no fiar en aquellas falsas lágrimas y que sólo la dejaría marcharse, cuando ya no pudiera hacerles daño.

Temeroso don Nuño que si se internaban hacia el Oeste, guiados por aquella mujer, que debía tener tanto interés en engañarles, corrían riesgo de caer en alguna emboscada, después de consultar con los dos caciques, dio orden de hacer alto en aquel lugar hasta la venida del día a pesar de estar muy fatigados unos y otros, nadie pensó en dormir, por temor de alguna sorpresa; custodiada la india por algunos indios, no cesaba de pedir la dejasen ir a cuidar de   —324→   sus hijos, que eran muchos y pequeños, sin obtener otra respuesta, que injuriosos reproches de aquellos que la guardaban, habiéndola, no obstante, dejado suelta, por empeños de Sebastián, a pesar de las instancias de Siripo, para que le diesen muerte.

Llegó por fin el tan deseado día, y así que la luz bienhechora mostró claramente los objetos, se pusieron en marcha, dando una última mirada de despedida a los compañeros, que quedaban tendidos e insepultos en extraño suelo.

Siendo las indicaciones del adivino, las únicas que tenían los Timbúes sobre el paradero de los Charrúas, juzgaron conveniente, volverse por donde mismo habían venido, hasta la altura del campamento de los Gualaches. La india, vigilada de cerca, seguía la comitiva, a pesar de su herida, que la hacía arrastrarse con dificultad. Don Nuño, movido por un sentimiento caritativo, habíale vendado la pierna con dos pañuelos, a pesar de sus gritos y contorsiones.

¡Cómo pintar el asombro de unos y otros, cuando a eso del medio día, al entrar en el bosque de algarrobos, que anteriormente habían atravesado, oyeron un chasquido de honda! El asombro fue grande: creyeron que los enemigos estaban cercanos; pero con grande entereza y resolución, don Nuño, les dijo: «Compañeros, el peligro es ya inevitable, lo que importa es salir de él cuanto antes». Y avivando el paso, mandó que le siguiesen.

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En efecto, no bien hubieron penetrado en el bosque, cuando una lluvia de flechas y piedras que partía de los árboles, cayó sobre sus cabezas. Los Españoles dispararon sus arcabuces, mientras que los Timbúes, aterrorizados por aquel súbito ataque, huían despavoridos, a pesar de los esfuerzos de sus dos jefes. Siripo y Marangoré, lanzaban agudos gritos, arrojando sus flechas con singular destreza e incitando a los suyos, con el brioso ejemplo de los Europeos.

Infinidad de indios, caían desplomados de los árboles, heridos por los certeros disparos de los arcabuceros, que se mantenían en completa disciplina, a pesar de la dispersión de sus aliados y de los muchos claros que el enemigo hacía en sus filas. Después de luchar media hora, con singular bravura de una y otra parte, cesó el combate, habiendo en él los Españoles, como diez o doce de los suyos y los Timbúes, más de treinta de sus aterrorizados compañeros. En cuanto al enemigo, el monte cubierto con sus desfigurados cadáveres, mostraba bien claro su derrota.

Después de despojarles de sus armas, resolvieron los vencedores, continuar la marcha; y Siripo, con sereno rostro y tranquilo ademán, hizo pedazos de un golpe de macana el cráneo de la india herida, que cayó en tierra sin arrojar un solo gemido.

En vano los Timbúes, con gritos de alegría animaban a los Españoles a celebrar tan valioso triunfo;   —326→   los Europeos cabizbajos y silenciosos, seguían su marcha deplorando la triste suerte de sus perdidos compañeros.

Tomáronse precauciones, para no ser sorprendidos nuevamente, pero todo fue en vano; en aquella terrible retirada, los Charrúas escalonados de media en media legua, si bien perecieron en número de mil y más, vendieron muy caras sus vidas, a la fuerza de los Españoles y de los indios.

Marangoré, convencido de la traición de Gachemané, juraba por todos los espíritus infernales, darle horrenda muerte, para que con su traidora vida, vengara la suerte de tantos valientes; Don Nuño y Sebastián, acongojados a cual más, se dirigían hacia el fuerte, seguidos de la mitad de su gente, en el más triste estado de cuerpo y de espíritu.



  —327→  

ArribaAbajoCapítulo XIII


Black spirits and white,
Red spirit and grey;
Mingle, mingle, mingle,
You that mingle may.


SHAKESPEARE                


Ocho días después de la partida de Sebastián, una mañana que Lucía se dirigía al campamento, acompañada por Alejo, vieron venir de carrera a Anté, que desde una distancia les hacía señas para que se detuviesen. «¿Qué traes, hija mía, que así te agitas?» díjole Lucía. Anté respondió jadeando: «¡Deteneos, deteneos!» «¿Qué sucede, Anté?» preguntó Alejo alarmado. La joven india replicó, con misterioso acento: «En el fuerte os lo diré, amigos míos, aquí podrían oírnos, venid, venid». Pensando Lucía, en Sebastián, en extremo agitada, exclamó: «¿Qué es de mi marido, Anté? ¡Responde, responde!» Y sacudía el brazo de la india, que trataba de arrastrarles hacia el fuerte. «Nada, nada, madrina; nada sé de él; vos sola estáis en peligro».Y la joven, con lacrimoso acento, insistía para que la siguiesen. Condescendió   —328→   Lucía y así que hubieron llegado, Anté, con voz conmovida y volviendo a Lucía sus enormes ojos, dijo: «El adivino dice que tú eres espíritu malo y que el demonio pide tu muerte». «¡Ay, Alejo! ¿Qué haremos? Pobre madrina, pobrecita, la matarán». «¡Eso aún está por ver, ¡raza de tigres!», exclamó el joven, apartando bruscamente a su amante, que abría desmesurados ojos, con creciente alarma. «Corro al campamento, allí esos malditos indios me explicarán qué significan sus amenazas». «Detente, Alejo», agregó Lucía, «no culpes a la pobre Anté; yo misma iré a pedir a Carripilun la explicación que deseas; no te alarmes, hija mía, pronto aclararemos el misterio, prepárate a acompañarme. Tú, Alejo, vendrás también conmigo; pero, sobre todo, prudencia y obediencia a mis mandatos». Sin advertir a Oviedo ni a los demás Españoles, la intrépida joven se dirigió al campo de los indios, seguida de los dos amantes.

Carripilun, sentado en el suelo, rodeado de todos los suyos, hombres y mujeres, hablaba en voz baja con el adivino. Cuando la Española se presentó en medio de ellos, oyóse un extraño murmullo por todos lados; Alejo lanzó terribles miradas a los indios; y Lucía, sin turbarse por aquella visible hostilidad, les dijo con dulce habla: «Buenos días, hermanos». Carripilun fue el único que respondió: «Buenos días, Española, ¿qué buscas?» Sin darse por agraviada   —329→   por tan seca respuesta, la joven dirigió a Carripilun estas palabras: «Cacique principal de los Timbúes, tengo que hablarte; y cuida que has prometido tratarme como a tus propios hermanos ¡quién tiene voluntad y fuerza». «Habla, Española», respondió el cacique, «el indio mantendrá su promesa hasta que aquellos que quieren y pueden más, que indios y Españoles, pidan lo contrario. «Está bien, a ellos acudiré», repuso Lucía. Y volviéndose luego al adivino, agregó: «¡Oh tú, sabio Gachemané, cuyos brillantes ojos tienen el poder de leer lo que aún se oculta, tras la oscura niebla de lo futuro; tú, cuyas palabras alcanzan lo que no es dado a ningún mortal; tú, que puedes evocar al mismo espíritu del mal; yo, que aspiro a conocer los secretos más recónditos de tu ciencia, te pido me inicies en los misterios de tu poder!»

El indio Gachemané, seducido por tan pomposo elogio, replicó con aire importante: «¿Qué quieres de mí? ¿Qué exiges de mi poder, mujer venida de extrañas tierras?» «Pido», respondió Lucía, «me permitas ir, yo y los míos, al lugar sagrado, en donde evocarás mañana al rayar el alba, los espíritus malos: ellos pronunciarán nuestra sentencia, ellos decidirán si somos aún dignos de conocer los misterios de vuestras sagradas creencias». El adivino respondió, que, consentía en ello, siempre que Carripilun no lo desaprobase, convencido de que el espíritu del   —330→   mal hablaría, así que le interrogase. En seguida, acercose Lucía a aquellas indias, con las cuales tenía más amistad, y les dijo deseaba mucho saber, si aquellos dioses malos, eran en realidad superiores al Dios de los Cristianos, hallándose dispuesta, en tal caso, ella y sus compañeros, a reverenciarlos desde ese momento.

Como Carripilun consintiese en su demanda, prometió ella no faltar el siguiente día, volviéndose luego al fuerte. Allí explicó a los Españoles, como era necesario tuviesen acierto y prudencia, para llevar a cabo el proyecto que se había propuesto, explicándoles cuanto era del caso hacer para desbaratar las intrigas del pérfido Gachemané, así que de ello dependía su salvación, hallándose como se hallaban a la merced de aquellos salvajes. En vano le aseguraban los Españoles con ardientes protestas, bastar ellos con sus armas y el esfuerzo de su brazo, a intimidar a los salvajes; por fin, con el grande ascendiente que sobre ellos ejercía la discreta joven, logró que se prestasen a segundar sus miras, dejando para otra ocasión el recurrir a la violencia.

Muy de mañana, acudió Lucía, al lugar de la cita, simado en las inmediaciones de un tupido bosque de espinillos y algarrobos, a unas cuadras del campamento de los Timbúes. Seguida de varios de los Españoles, se presentó cubierta con un gran   —331→   manto negro a la veneciana, que la cubría de la cabeza a los pies. Cuando llegaron aún no se había dado principio a la solemne evocación. Pocos momentos después, vieron llegar al hechicero, precedido por Carripilun, Lirupé como esposa principal del cacique, la joven prometida de Siripo y algunos nobles de la tribu.

Saludó Carripilun a los Españoles, y en seguida, tomando por las dos manos al hechicero, lo condujo basta las inmediaciones de una pequeña choza hecha de barro y paja que se hallaba a la entrada del bosque, diciéndole: «Alza tu voz inspirada y que el demonio nos explique sus deseos por medio de su propia presencia». El hechicero, sin responder, levantó los ojos al cielo, y permaneció en esa posición largo rato, Acostumbraban los tales hechiceros, antes de sus ceremonias, confortarse debidamente con abundantes libaciones, sin duda con idea de despejar por este medio las tinieblas del espíritu.

Luego que Gachemané hubo meditado lo suficiente, comenzó la terrible ceremonia. Los indios, de pie a poca distancia de la chozuela, en la cual debía aparecer el demonio, fijaban en ella inquietas miradas, temerosos y ansiando a la vez, ver aparecer al horrible monstruo, cuya forma revestía siempre el espíritu del mal. El hechicero, bien bebido y alegre con los espíritus ardientes de la chicha, saltando y brincando cerca de la chozuela, evocaba al diablo   —332→   con gritos descomunales, Torcíase espantosamente, arrojando por intervalos hondos gemidos, que iban aumentando de fuerza, hasta degenerar en horribles alaridos, llamando con la mayor fuerza de sus pulmones al demonio, con todos los nombres imaginables. Los indios, con el rostro bañado en sudor, fatigados con las cabriolas del adivino, como si ellos mismos las hiciesen, parecían querer devorar con la vista la chozuela. Nada se oía aún, la estera que cubría la pequeña entrada, permanecía inmóvil.

Fatigado en extremo el adivino, recurrió a un último expediente para convencer al tardío demonio; y rompió en terribles insultos y maldiciones por tan descortés tardanza. Al punto, convencidos los demonios por tan elocuentes expresiones, hicieron oír un espantoso rugido, semejante al del tigre, que llenó de espanto el corazón de los circunstantes: sintiéndose en seguida gritos y aullidos de todas clases.

Gachemané, más sosegado, limpiaba con las manos el abundante sudor que corría de su rostro, y volviéndose a los indios, gritó como hubiera podido hacerlo un titiritero: «¡Atención!» En efecto, la estera de la chozuela, agitada con gran fuerza, amenazaba derrumbar las frágiles paredes; apareciendo por último, en medio de la puerta, el mismo demonio, en figura semi-humana. El espanto no tuvo límites; las mujeres arrojaron gritos de desesperación   —333→   y los hombres agacharon las cabezas, espantados por tan terrible espectáculo. El monstruo, con una especie de cabeza humana, cubierto el deforme cuerpo con una piel de tigre y de guanaco, descansando sobre cuatro enormes patas, que a la distancia parecían manos humanas, se agitaba para todos lados, como si estuviese muy agraviado. A lo menos, así explicó Gachemané su extraña inquietud, que hacía temer a los aterrados indios, saliese de la chozuela y se lanzase sobre ellos para devorarles.

Interrogado directamente el demonio sobre la importante cuestión que allí le había traído, respondió en español, un tanto chapurreado: «Que Lucía y los suyos merecían morir despedazados en número de veinte mil pedazos». Y después de tan explícita respuesta, se entró repentinamente en la chozuela: la estera cubrió de nuevo la abertura.

Reinaba un silencio de muerte entre los circunstantes, nadie se animaba a romperlo. Las mujeres se cubrían la cara con las manos, y estrechaban sus hijos contra el seno. Los hombres contemplaban en silencio la terrible choza, casi sin atreverse a respirar. Carripilum con el rostro triste y reflexivo, ora fijaba con espanto sus miradas en la choza, ora las volvía compasivas al grupo de Españoles, donde Lucía, con su velo echado atrás, ostentaba, en medio del general espanto, su rostro angelical. «Amigos míos», dijo la intrépida joven a los indios, «ya lo   —334→   habéis oído, el terrible demonio pide nuestra muerte. ¿Quién podrá discutir sus mandatos?» Enseguida, acercándose a Carripilun, cuya agitación crecía a medida que la joven hablaba, agregó: «Concédeme, ilustre Carripilun, padre de los más afamados caciques de la Pampa, la gracia que te pido. El demonio quiere la muerte de mis hermanos, a la par que la mía, y yo, en nombre de esa ley de caridad que él condena, quiero pedirle perdone sus vidas y tome tan sólo la mía. Déjame penetrar en la chozuela, quizá mis ruegos logren ablandar al feroz monstruo».

Al oír tales palabras, los indios, que todos amaban a Lucía, a pesar de la maldición es del demonio, movidos a compasión, se llegaron a pedir al anciano no consistiese en tan espantosa prueba. Pero Lucía suplicó e insistió con tal instancia, que Carripilun, con paternal acento, contestó: «Que cumpla su destino, es una buena criatura y quién sabe...» Luego, sintiendo que se enternecía, ocultó el rostro entre las palmas. Lucía, con ágil paso y a pesar de las grandes instancias del mismo Gachemané, penetró en la tremenda chozuela, dejando caer tras de sí la estera.

A pesar del temor, que a los indios inspiraba la vecindad de aquel lugar de misterio, acercáronse involuntariamente, movidos por un generoso impulso hacia la desventurada joven, que suponían ya presa de las Parras del monstruo. De repente, un feroz   —335→   rugido que resonó en el interior, heló la sangre en las venas, prorrumpiendo muchos de los circunstantes, en gritos desaforados, volviendo furiosos sus ojos a los inmóviles Españoles, que con la más estúpida sangre fría habían consentido en tan generoso sacrificio.

La joven Anté, con rostro tranquilo y sereno continente, contrastaba singularmente con la general agitación.

Cuando hubieron pasado algunos minutos, Gachemané, que parecía deseoso de entrar en la chozuela, tal era su agitación, dijo a Carripilun que todo estaba concluido, y que era oportuno retirarse; pero entonces los Españoles se acercaron al cacique, pidiéndole esperase la decisión del demonio; tomando especial cuidado de que el adivino no saliese del círculo, formado en derredor de la choza.

De repente, la estera se agitó de nuevo; y con singular asombro de todos, apareció en la puerta Lucía, tan bella y serena como de costumbre. Un grito de alegría acogió la aparición de la joven; ¡a sus pies, el demonio, en actitud suplicante, imploraba su protección! «Acercaos, amigos míos», les dijo ella con dulce acento, «nada temáis ya; he aquí el terrible demonio rendido a mis pies; acercaos y sobre todo, cuidad que el sabio Gachemané venga a presenciar el fruto de sus estupendas maravillas».

Carripilun fue el primero que, a pesar de su edad,   —336→   llegó cerca de la joven, seguido luego por todos los indios, que empezaban a sentirse menos tímidos. Entretanto, Gachemané sujeto por ambos brazos por dos Españoles, se deshacía en injurias pugnando por escaparse. ¡Cuál sería el asombro del sabio y prudente Carripilun, al reconocer en el terrible demonio, a una de las muchas mujeres de Gachemané, la vieja Upay, que a toda prisa se despojaba de sus diabólicos atavíos, pidiendo a Lucía, no la abandonase a la venganza de los indios!

La joven, con expresiones cariñosas, le aseguraba no correr riesgo alguno y que debía fiar en su promesa.

Los indios, que se veían burlados de una manera tan grosera, querían echarse sobre la pobre vieja, que tanto terror les había impuesto antes, penetrando osados en la chozuela, por los mil agujeros que por todos lados tenía. Pero lo que puso colmo a su furor, fue la aparición de Oviedo y Alejo, trayendo del interior del monte nuevos demonios, todos pintarrajeados, cuyo aire mohíno y cabizbajo contrastaba grotescamente con las pieles de tigre y león que los cubrían. Sobre ellos se arrojaron furiosos, hombres y mujeres, no bastando a contenerlos las mansas exhortaciones de Lucía, ni las palabras de Carripilun. Aquellos infelices, cómplices de Gachemané, perecieron sofocados por los rabiosos indios, cuyo espíritu, con esa elasticidad propia del salvaje, había   —337→   pasado del más completo abatimiento a la más ardiente exasperación. Las indias besaban las manos de Lucía, llamándola Dios, luna, sol, pero ella con angelical sonrisa, les decía: «Sólo es Dios aquel que está en los Cielos, que abate al orgulloso y eleva al humilde». Fue necesario todo el valimiento que con ellos tenía al presente Lucía, para conseguir el perdón de la vieja Upay, que, aterrada, no osaba desprenderse un momento de sus ropas. Pero no le fue posible conseguir otro tanto para Gachemané, que según allí mismo sentenció el sabio Carripilun, debía ser ahorcado aquel mismo día, frente a la chozuela, al caer la tarde, cuando el sol velase su faz divina, para no insultar con el suplicio de aquel infame, a la soberana majestad.

Lucía fue conducida en triunfo, seguida del vencido demonio, que desde entonces no salió jamás del fuerte, temerosa de que los indios satisficiesen en ella su venganza.

Anté, cuya alegría era desmedida, tomada de la mano de Alejo, no cesaba de alabar su conducta por haber, con su actividad y celo, salvado la vida a su querida madrina.

Carripilun y todos los nobles Timbúes, seguidos de sus familias, vinieron aquella misma noche al fuerte a dar cuenta a Lucía, de haberse cumplido ya la sentencia del infeliz hechicero y a renovarle sus protestas de amistad.

  —338→  

Enternecida Lucía, respondió, pidiéndoles creyesen siempre en la buena intención de sus palabras, que eran inspiradas por el caritativo impulso de hacerles conocer el verdadero Dios, y como expiación al error que habían cometido, hízoles prometer vendrían el día siguiente a visitar con ella la cruz del Santo.



  —339→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Amor

Cuando don Nuño y Sebastián, de vuelta de su desgraciada expedición, supieron el peligro que Lucía y sus compañeros habían corrido, y del cual se libraron, sólo gracias a la entereza y sagacidad de la joven esposa, entraron en alarma, temiendo las terribles consecuencias de tan odiosa trama. Al punto dirigieron sus quejas a Marangoré, intimándole con amenazas, cesaran una vez por todas, tan estúpidas como crueles sospechas. El joven cacique, que deploraba no haber podido hacer justicia por sus manos, con el pérfido adivino, que les había preparado tan traidora emboscada, siendo causante además, de una agitación, cuyas consecuencias hubieran sido terribles para los cristianos, que tan valioso auxilio acababan de prestarle en aquella importante expedición, disculpó lo mejor que pudo, la conducta de los suyos, alegando razones más o menos fuertes, y prometiendo solemnemente a los Españoles, no   —340→   volverían jamás a repetirse tan penosas escenas. Renovose el pacto de alianza; y en aquellos mismos días tomó Marangoré posesión del cacicazgo, con toda solemnidad, reservándose tan sólo el anciano padre, el derecho de sacerdocio, que en los matrimonios ejercía el cacique principal.

Poco tiempo después que tuvieron lugar estos acontecimientos, volvió Gaboto de su viaje al Paraguay, en donde permaneció sólo tres meses. Ya hemos visto los resultados que obtuvo y cómo algunos meses después de su regreso, decidió ir en persona, a dar cuenta de ellos al emperador.

El día mismo de la partida de Gaboto y de sus naves, Alejo Díez, que como buen hijo había escrito unas pocas letras a su anciana madre, dándole noticias del lugar en que se hallaba y de la vida que allí llevaba, resolvió pedir consejo a Lucía para realizar su proyectado matrimonio con la joven indígena. La falta de un sacerdote cristiano, que santificara su enlace, con la sagrada bendición, era un embarazo que en sumo grado preocupaba al devoto Alejo, educado en las severas prácticas católicas. Viendo Lucía la aflicción del joven amante, que ansiaba por dar a la bella Anté el título de esposa, según los ritos cristianos, halló medio de combinarlo todo lo mejor posible, gracias a la juiciosidad de su espíritu; sin embargo, fue necesario obtener antes el permiso de las viejas o matronas de   —341→   la tribu, que sólo lo concedían, cuando la joven había entrado ya en la pubertad y no sin hacerle sufrirla ceremonia de usanza.

Deseosa de no darles ningún motivo de queja, decidió Lucía llegar ella misma a pedirles su aprobación, prestándose a que se observasen sus severos ritos, que a la verdad, en nada se oponían, a la nueva dignidad de cristiana, a que Anté pertenecía.

El día que las viejas concedieron el permiso para el enlace de la enamorada Anté, presenció Lucía la ceremonia que hacían sufrirá la joven púber, luego que la consideraban en estado de casarse. Con una gruesa espina de raya, muy afilada, rapábanle completamente la cabeza, entre dos de las más ancianas; mientras que las demás, sentadas en círculo al derredor, murmuraban una especie de canto muy lastimero. Luego que la joven estuvo con la cabeza completamente desnuda, hiciéronla poner de rodillas, y con voz solemne le dijo una de las viejas que la había rapado: «Mujer, no comerás carne de tatú, ni de cheuque, ni de micuren, hasta que tus cabellos no hayan crecido hasta cubrirte las orejas; ni levantarás tus ojos del suelo, para mirar a los hombres hasta el día en que te entreguemos a tu señor; y si no lo observas, los espíritus malos carguen contigo. ¡Levanta!» Y le dieron un fuerte golpe sobre la espalda, que hizo caer en tierra a la pobre Anté.

Desde entonces la enamorada india, tuvo que   —342→   resistir a la terrible tentación, que de continuo la asediaba, absteniéndose como del más espantoso pecado, de fijar los ojos en el rostro de su amado.

En cuanto a Alejo, no podía disimular el mal efecto que le causaba, la singular reserva de la joven y el notable estrago, que sus atractivos habían sufrido con la pérdida del cabello: efectivamente, estaba horrible con su inmensa cabeza desnuda y más blanca que el aceitunado rostro, que parecía más lustroso y moreno, privado del auxilio de los negros cabellos que tan bien caían a sus grandes y pensativos ojos. Con cierta tristeza observa Lucía que Alejo hace más de una infidelidad a la pobre, pelada, como la llaman sus compañeras.

Marangoré venía todas las mañanas al fuerte, y después de acompañar a los Españoles en su almuerzo, iba con Sebastián y algunos otros jóvenes a cazar avestruces y gamas, siendo para el cacique un inmenso placer, disparar de vez en cuando, un hermoso arcabuz, presente de Sebastián. Como no era justo, sin embargo, gastar las pocas municiones que les quedaban, hasta la vuelta de Gaboto, disputando tiros al aire, el Español ofrecía, sólo de vez en cuando al cacique, uno que otro tiro, en sus frecuentes cacerías.

En los días de mal tiempo, pasábase Marangoré horas y horas, escuchando al viejo Nuño y a Sebastián recordar sus hechos de armas, inflamándose extraordinariamente el intrépido joven, con el vivo   —343→   relato de las guerras europeas. Le explica Sebastián, la manera de disponer un ejército, sus evoluciones, sus marchas, háblale de la utilidad que en sus guerras reportan del uso de unos animales muy valientes y hermosos, llamados caballos, dibújaselos en tierra con la punta de su sable y le explica el modo de adiestrarlos y manejarlos, convirtiéndolos así en indispensables compañeros del soldado.

«Feliz yo», exclama Marangoré, «si pudiera montar uno de esos soberbios potros y lanzarme a nuestra Pampa, arrebatado en su rápida carrera; entonces fuera el indio, poderoso y más libre que el viento; entonces yo sería superior aún al mismo espíritu del mal. Diera por uno de ellos, mi macana de alerce, mi arco nuevo y el hermoso collar de cuentas, regalo de boda de Antritipay».

«En cuanto a eso, ya lo comprendo», replicó don Nuño, «pues para ser verdaderamente soberano en vuestras desnudas pampas, os falta el caballo; con él, todo lo podríais vosotros, que estáis acostumbrados al aire libre y necesitáis cambiar de alojamiento como las golondrinas; no os aflijáis, quizás los tendréis muy pronto. A su vuelta, Gaboto nos traerá algunos de ellos; contad cuando menos con uno, mi querido cacique». El indio no respondió, pero sus ojos lanzaron chispas, tal fue el gozo que sintió.

Lucía, que asistía siempre a estas conferencias, dijo de improviso, «¿No deseáis, Marangoré, conocer   —344→   nuestra España? ¡Cómo me gustaría poder pagaros allá en nuestra patria, la hospitalidad que nos habéis dado en la vuestra! Espero que el día en que nos demos a la vela, para las costas europeas, consentiréis en seguirnos; allí veréis esos famosos caballos que tanto deseáis; admiraréis la belleza de nuestras ciudades; visitaréis los espléndidos templos, donde reverenciaremos la imagen de nuestro Dios. ¡Qué suerte, si pudiésemos conseguir, que vos y la hermosa Lirupé, abrazaseis nuestra santa fe! Seríais nuestros hermanos, viviríamos juntos; y yo, Sebastián y todos a porfía, nos disputaríamos la dicha de instruiros en los divinos misterios ¡Oh! ¡qué bien sentarán a vuestra esposa, nuestros atavíos, allá en Murcia, en nuestra pequeña casa! ¡Pobre fray Pablo! ¡Seríamos felices, muy felices!»

En tanto la joven hablaba, el salvaje la escuchó mudo, fija la profunda y melancólica mirada, en aquel rostro encantador, pendiente de sus labios y como si desease prolongar por más tiempo, el encanto de aquella voz dulcísima.

Interrumpió Sebastián su distracción, diciéndole: «Y bien, Marangoré, ¿qué respondes? ¿Aceptas nuestra hospitalidad?» El cacique, como despertando de un sueño, pareció sorprenderse, por las palabras de Sebastián; cerró repentinamente los ojos, abriolos como a su pesar y contestó suspirando:

«El día que vuestras naves se den a la vela, para   —345→   las costas europeas, el hijo del desierto os contemplará silencioso desde la orilla; idos en buena hora: marchaos a vuestras bellas ciudades; el hijo de la Pampa, no podrá jamás respirar con libertad, en la estrechez de vuestras habitaciones. Yo me quedaré aquí con mis indios, que no me abandonarán jamás, porque son indios como Marangoré y no visten vuestros trajes, ni montan vuestros caballos; yo me quedaré aquí a guardar la cruz del santo». Y al pronunciar estas palabras, el indio salió de la habitación y no volvió en muchos días.

Lucía, que temía haberle ofendido, deseaba vivamente decirle algunas palabras amistosas; pero los días pasaban y sólo Siripo venía al fuerte. Siendo de notarse, que, a medida que iba en aumento el afecto que a Marangoré tenían, Siripo se hacía más odioso a los Españoles, pues siempre silencioso y reservado, apenas hablaba una que palabra, permaneciendo horas enteras en el fuerte, mudo como una estatua: parece no entender el español, responde apenas, nunca pregunta.

Una tarde en que Lucía iba a rezar a la tumba de fray Pablo, vio cerca de la cruz un indio recostado sobre su flecha: de lejos, parécele Marangoré; al punto te llama por su nombre, apresura su paso, y temiendo se marche, le grita: «¡Aguarda!» Al escuchar aquella voz, el indio levanta la cabeza, reconoce a Lucía y trata de huir; pero ya no es   —346→   tiempo; la joven está a su lado y le pide que no se marche. Marangoré se detiene, inclina la cabeza sobre el pecho y espera las palabras de Lucía, que, agitada aún por la carrera, le dice con voz trémula: «¡Qué suerte que estés aquí, amigo; espera, escucha; ¿por qué no vienes ya al fuerte? ¿Qué te hemos hecho? ¿Acaso ya no eres nuestro amigo? Habla, Marangoré, contesta a tu amiga». Y la joven puso su delicada mano sobre el brazo del indio. Marangoré, al contacto de aquella mano, sintió que su sangre toda, convertida en fuego, abrasaba sus venas; extraño vértigo dobló sus rodillas, ahogósele la voz en la garganta, hondo gemido arrojó su pecho. Lucía, sin adivinar lo que pasa por el alma del salvaje, agrega con acento cariñoso: «¿Qué tienes, Marangoré; de qué te acusas?» Y trata do levantarle; pero él, con voz apagada, responde: «Perdona, perdona, señora».

«Bien está», replicó Lucía, sonriendo, «te perdono, aunque venía dispuesta a pedirte a ti que me perdonases mis imprudentes palabras del otro día; díjelas, indio amigo, sin intención de ofenderte». Y la joven pronunció la palabra indio con marcado acento, deseosa de halagar la salvaje vanidad del cacique.

Levantándose entonces, Marangoré, de la humilde postura en que había permanecido hasta entonces y volviéndose a la cruz, dijo con acento solemne estas palabras:

  —347→  

«Cristiana, pídele al santo, calme las tempestades de la Pampa; el indio se va a su choza; tú puedes rogar en paz a tus dioses, mujer de rostro de luna y ojos de estrellas».

No comprende Lucía las palabras de Marangoré; de pie, en el mismo sitio, sigue involuntariamente con distraídos ojos la figura del indio, que se aleja por aquella vasta llanura, en donde ni una yerba crece más alta que otra: el sol poniente tiñe con sus reflejos encendidos el horizonte, celajes de oro y púrpura cambian el color de las nubes. A medida que el salvaje se aleja, siente Lucía en el fondo del corazón una voz que gime mansamente y le presagia lágrimas y duelo.

Ausente de pensamiento, inmóvil, permanece largo rato, sin darse cuenta de la opresión que siente su alma, olvida el sagrado deber que a aquel santo lugar la llevaba; de improviso, el volido de una tórtola, que viene a posarse sobre la cruz, sácala de su distracción; y levantando sus miradas al cielo, exclama: «Padre que estás en el Cielo, ten misericordia de nosotros». Y fue a arrodillarse en seguida delante de la cruz.

Mucho tiempo oró Lucía sobre aquella tumba amada, y cuando al cabo de dos horas volvió al fuerte, la regeneradora influencia de la oración, había disipado completamente las aprehensiones del corazón.



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ArribaAbajoCapítulo XV


Phyar avait vécu presque l'âge des chênes


LAMARTINE                


Carripilun se siente cada día más achacoso; apenas sí puede levantarse ya del montón de paja, que en el interior de su choza le sirve de lecho; sus hijos y sus mujeres lo rodean de continuo, temerosos de que la muerte le sorprenda solo.

Los Españoles le visitan todos los días; don Nuño va de mañana, durante la fuerza del sol, a distraer con su conversación al abatido anciano.

Marangoré, desde el día en que su padre no pudo levantarse del lecho, parece sumido en la más negra melancolía, nada le gusta ya; las animadas descripciones de aquellos combates europeos, que hasta al moribundo cacique agradan y distraen, y que antes inflamaban su ardimiento, apenas sí son escuchados. Sus ojos, fijos constantemente en tierra, son indicio cierto, de la preocupación que le devora. Las gracias y tesoros de la hermosa Lirupé, olvidados   —350→   yacen, sin alcanzar siquiera una mirada del antes tan enamorado cacique. No ya a la caza ni ala pesca, floja la cuerda de su arco, allá está, en un rincón de su choza, cubierta de polvo en compañía de las agudas flechas y de la terrible macana. Él, antes tan cuidado del sencillo atavío, que tanto realce daba a su varonil belleza, no cuida ya de las vistosas plumas, que el viento arrebata y destroza, sueltos los largos cabellos en confuso descuido, apenas cubre la desnudez de su cuerpo, con la cintura, que, con mustio semblante, le ofrece todos los días la abandonada esposa.

Los indios todos, deploran al triste estado en que ven sumido a su amado cacique y lo atribuyen al pesar que le causa el estado de su padre. No falta, sin embargo, quien lea más claramente en el abatido semblante del hermoso Marangoré. La lucha que le consume se revela a las escudriñadoras miradas de su hermano. Siripo ha descubierto el secreto de aquella alma; que más de una vez, sorprendió sus ojos, devorando osados, los castos encantos de la Española; sin embargo, aún nada ha preguntado a Marangoré, ni siquiera parece notar el cambio, que cada día, se hace más visible en sus hábitos y en sus gustos. El astuto Siripo aguarda el momento favorable, silencioso y reservado, casi tanto como su hermano; semejante al buitre que se complace en observar las agitaciones de la presa que atisba, antes de echarse   —351→   sobre ella, para devorarla, sigue con ojo avisado, los rápidos estragos que la pasión hace en el alma del enamorado joven.

Murió Carripilun, después de una penosa enfermedad; y desde ese momento, Marangoré reinó exclusivamente sobre los Timbúes.

Luego que el anciano expiró, se ocuparon de la importante ceremonia del entierro. Lucía, que era la única mujer europea, que había quedado en aquellos lugares, después de la partida de Gaboto, vino de nuevo a ofrecer sus servicios en tal tristes momentos, a pesar de que, durante la enfermedad del cacique, sus médicos no habían consentido jamás, en que le hiciesen ninguno de los remedios que ella indicara.

Después que vistieron al anciano sus más vistosas plumas y que le pintarrajearon el cuerpo y la cara, con los más grotestos garabatos, le llevaron en brazos varios indios, hasta el lugar en que estaba ya la fosa preparada. Esta consistía, en una excavación muy profunda y ancha, que podía contener cómodamente cuatro cadáveres; allí pusiéronle medio sentado, colocando al alcance de sus manos, varios animales muertos, que debían servirle de alimento, durante el corto tiempo, que su alma permaneciese en aquel cuerpo tan viejo; poniéndole también sus armas, para que se defendiese de los ataques, que por fuerza habían de hacerle los demonios. Pero, lo que   —352→   más asombro y disgusto causó a los Españoles, fue el ver conducir a dos pobres indias muy viejas, que como inservibles ya, debían sacrificarse allí en provecho de Carripilun, a quien en la otra vida servirían de criadas, a lo menos. En vano quisieron ellos oponer alguna resistencia a tan bárbara como inútil carnicería. Las indias, muy ufanas del honor que alcanzaban, participando de la tumba del cacique, pedían a gritos la muerte y ofrecían su garganta a la terrible flecha de los sacrificadores, que se apresuraron a darles muerte. En seguida, las pusieron en la fosa, y cubrieron todo, prolijamente, con unas esteras muy finas, hechas de paja, que taparon al fin con tierra.

Todos los indios debían presenciar la ceremonia, y volverse en seguida a sus chozas, guardando absoluta sobriedad, durante dos días, siendo esta la única manifestación de dolor, que usaban hacer, cuando un indio moría, ya tan viejo y de muerte natural. Mucho pesar causó a los Españoles la muerte de Carripilun, que había sido el primer amigo que habían tenido desde su llegada a las Pampas, y con el cual habían conservado hasta entonces, tan buenas relaciones.



  —353→  

ArribaAbajoCapítulo XVI


Tis not in words to tell the power
The despotism, that from, that hour
Passion held ó er me.



Muchos días han pasado desde la muerte del antiguo cacique; los Españoles y los indios siguen viviendo en buena armonía, ocupándose unos y otros constantemente, en procurarse, por medio de la pesca y de la caza, lo necesario para la subsistencia.

Los indios hablan ya entre sí de cambiar de campamento, como acostumbran hacerlo, cuando comienzan en los alrededores a escasear aquellos animales, que son de su especial agrado; consistiendo este cambio, tan sólo en avanzar apenas una media legua, del lugar que antes ocupaban.

En vano don Nuño y Sebastián se disputaban a porfía los medios de halagar al descontento cacique; Marangoré huye de su sociedad; y sin dar respuesta satisfactoria, que explique su creciente abatimiento y descontento, se aparta de los suyos, días   —354→   enteros, entregándose solo y sin buscar consuelo, a la cruel preocupación que le consume. Nuestros amigos, desalentados también con la partida de Gaboto y de muchos de los suyos, ven con disgusto el malestar creciente del indio, atribuyéndolo, en parte, al pesar causado por la muerte de su padre.

Síguele Sebastián en sus solitarias excursiones, insiste para que se adiestre en el manejo de aquellas armas que tanto le gustaban antes; pero el joven advierte que sus instancias son disgustosas y que el indio trata de huirle con marcada insistencia. Teme don Nuño comunicar sus aprehensiones a su amigo, no porque el viejo soldado, hubiera descubierto la pasión que ardía en el pecho del salvaje; pero no escapan a su ojo avisado, los desdenes del cacique, causándole extraños temores. ¡Cuánto deplora la especial circunstancia de hallarse allí Lucía! ¡Cómo le pesa no haber condescendido a las instancias de Gaboto! Con cautelosa vigilancia, aunque sin confiar a nadie su inquietud, por temor de alarmar inoportunamente a sus jóvenes compañeros, observa los manejos de los indios, mézclase con ellos diariamente, e introdúcese en sus juegos, amoldando su reserva habitual a guisa de su variable espíritu.

Preocúpase especialmente de captarse la amistad del astuto Siripo, que fiel al papel que se ha impuesto, insiste en su ignorancia del castellano, negándose con una tenacidad verdaderamente india, a contestar a   —355→   ninguna de las diversas preguntas que el Español le hace. Muy luego se convence, sin embargo, don Nuño, de la falsía del indio; y se propone observarle especialmente, afectando al propio tiempo la más entera confianza y buena fe. ¿Por qué el prudente anciano no sospechó siquiera, ni por un momento, cuál era la causa del extrañamiento del cacique? ¿Por qué, al contemplar las gracias de su hija adoptiva, un rayo de luz no alumbró su espíritu? ¡Cuántos males no hubieran podido evitarse entonces, cuántas lágrimas, cuánta sangre! Pero el corazón helado del Español, no descubría la llama ardiente que consumía el fogoso corazón del indio, y su fría razón, era lo único que oponía, al torrente de desencadenadas pasiones, que habían de arrebatarle en su furia.

Llegó por fin, el momento esperado con tanto disimulo y frialdad por el odioso Siripo. Era ya oportuno usar las armas aguzadas durante tanto tiempo, para enconar con diabólico arte, la herida hecha por los seductores encantos de Lucía. Buscó a Marangoré, donde estaba seguro de hallarle; y afectando un interés, que su hermano, tan favorecido por todos los dotes que él no poseía, no le había inspirado jamás, le dijo:

«¿Qué tienes, hermano mío? ¿Qué puede así abatir el animoso corazón del más hermoso y esforzado cacique de las Pampas? ¿Acaso la bella   —356→   Lirupé te dio motivo de queja? ¿Y si tal fue, quién podrá oponerse a la pena que su falta merece? ¿Acaso tu voluntad no es aquí ley para todos? Habla, cacique, confía al hermano, las penas de tu corazón de águila. ¿Qué deseas? ¿Qué mandas?» Y arrodillado, esperó una respuesta a sus insidiosas palabras. Marangoré, tendido sobre la yerba, en lánguida y abandonada actitud, semeja un león herido en el desierto por la flecha de hábil cazador; apenas mueve su hermosa cabeza de la posición en que se halla, descansando sobre uno de sus brazos; responde sólo con un profundo suspiro. Levantándose entonces Siripo, acércasele más, y sentándose a su lado, continúa con voz suave: «Bien lo veo, hermano mío, tus preocupaciones tienen un objeto más atrevido y ventajoso para tus amados Timbúes; piensas en ellos, en los Españoles; ya comprendo». Marangoré, conservando siempre la movilidad, volvió, al escuchar estas palabras, su penetrante mirada hacia los chispeantes ojos de su hermano, y fijándola por algunos instantes, pareció incitarle a concluir su pensamiento; pero el hábil diplomático, de la Pampa, mantuvo aquella mirada, sin desconcertarse, guardó silencio y esperó el efecto de lo que acababa de decir. Marangoré tornó a mirar al cielo con distracción. El tentador esperó.

Largo rato permanecieron ambos en silencio, pareciéndole por momentos a Siripo, que a hurtadillas   —357→   miraba a su hermano, que el cacique dormía, acariciado por el sol que bañaba su rostro; pero un nuevo suspiro que exhaló el amante, le indicó claramente el camino que debía seguir.

«Sabe», dijo de repente Siripo, «que no es más bella la esbelta garza que refresca y lava sus plumas en las claras aguas del arroyo, que la hermosa Lucía, cuando sueltos los largos cabellos, baña su desnudo cuerpo en la pura corriente del río, que amoroso refleja su imagen». Marangoré, como si hubiera sido picado por venenoso reptil, se incorporó de improviso, y estrujando convulso el brazo de su hermano, le dijo, apretando los dientes: «¿La viste tú? ¡traidor!». Siripo, bajó la cabeza, y contestó con humilde acento: «Antes me diera yo mismo la muerte; antes clavara mi flecha en la garganta; guárdenme los espíritus del mal de fijar mis indignos ojos en la mujer amada por mi señor; súpelo por Anté, su protegida, su ahijada». Marangoré soltó el brazo de su hermano y se dejó caer de nuevo, con indolencia. «¡Digna es de que la ames!», continuó Siripo, «tú el primero entre los primeros; pero la blanca Española, de rostro de liutos y voz de zorzal, tiene otro dueño y sus encantos...».

«¡Qué quieres de mí, demonio!» exclamó el cacique con voz ronca, cubriéndose el rostro con ambas manos, «calla; no me atormentes».

«¿Acaso», agregó Siripo, «el ilustre descendiente   —358→   de tantos héroes, se contentará tan sólo con gemir y lamentarse, como la inofensiva torcaza del monte? ¿Qué se hicieron tus bríos, luz de la Pampa? ¿Qué se hizo el antiguo esfuerzo? ¿Dónde están tus armas? Aguza la aguda flecha; llama a los tuyos, y todos acudirán a tu voz, rápidos como la muerte que da mi saeta. Levanta, descendiente de Agachac, despierta hijo del Sol; corre a disputar la hermosa Lucía, de ojos de tórtola, a ese puñado de hambrientos Españoles. Aquí estamos nosotros, tus hermanos, tus fieles Timbúes».

«¿Olvidas», replicó el amante en voz baja y con mirar que contrastaba con sus palabras, «que nuestro padre, que yo mismo, juré protegerles, defenderles como a nuestros hermanos? ¡Oh! ¡no, jamás! No puedo ser traidor, aparta; déjame». Y el valiente cacique huyó del lado del tentador. Pero éste, viéndole alejarse, exclamó con sonrisa irónica. «No importa, ilustre, hermoso Marangoré, el preferido de todos, mi cacique, mi señor, tú mismo la pondrás en mis manos, esperaré».

Entretanto, la hermosa Lirupé, gime y se afana viéndose desdeñada por aquel que tanto amo. En tan triste situación, corre a consultar las matronas de la tribu. Ellas, reunidas en grave conciliábulo le dicen ser necesario aguarde hasta el día siguiente, en que decidirán qué es lo más prudente hacer en tan crítico momento.

  —359→  

También Anté es infeliz, ella también se apercibe del alejamiento de Alejo y no puede menos que deplorar su triste suerte. ¿Qué ha podido así, cambiarlo de tierno y amante, en esquivo y desapegado? La doncella teme confiar su pena a Lucía, y, sin embargo, no sabe cómo remediar su mal. ¿Qué hará? Apenas si sus cabellos comienzan a crecer, en vano impaciente asoma su rostro pálido y abatido por el ayuno, al claro río, que le sirve de espejo y que, desapiadado refleja su despoblado cráneo. ¡Aún falta tanto que esperar! ¡Qué remedio sino llorar y llorar! El cruel, ni siquiera nota el abatimiento que la devora, y con traidora buena fe cíñese a los severos ritos, que son única causa de su martirio. La pobre Anté fija más de una vez sus grandes ojos en la rápida corriente, con ideas de muerte; pero tiene miedo; y espantada de sí misma, corre a refugiarse a los pies de Lucía.

«¡Pobre hija mía!» dícele con ademán cariñoso su madrina, acariciando aquel pálido rostro; «no te apesadumbres tanto ya empiezan a crecer esos tardíos cabellos, no quiero ser yo tan severa como vuestras matronas; Alejo, abraza a tu novia, que pronto dejará de serlo, mira cuan pálida está, sus ojos tienen lágrimas; ¡mucho te quiere!»

Alejo, que, a pesar de todo, amaba a la joven india, sintió en ese momento algo parecido a un remordimiento, y abrazándola con pasión, se permitió   —360→   estampar en sus mejillas dos besos. Anté, con el corazón que quería saltársele del pecho, recibió las caricias de su amante con el rostro encendido como la flor de los ceibos, creyendo no faltar a lo prometido, pues apenas sí había mirado sin saber cómo al bizarro Español.



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ArribaAbajoCapítulo XVII


L'amour, miel et poison, l'amour philtre de feu,
Fait du souffle mêlé de l'homme et de la femme,
Des frisons de la chair et des rêves de l'âme.


HUGO                


Un día solo no faltó Siripo al lugar apartado y solitario, en que antes habló al infeliz Marangoré; allí, con el más refinado arte, torturó el herido corazón de su hermano, ora pintándole con vivas imágenes los encantos de Lucía, ora mostrándosela en brazos de Sebastián, enamorado y dichoso, incitando sin piedad sus agudos celos de salvaje.

Con diabólica maestría, aparta uno a uno los escollos, que impone al caballeresco cacique su palabra dada; el tentador todo lo convierte en armas para su demanda; él todo lo combina y facilita a guisa de su deseo; insiste, suplica, manda; no hay medio que no toque. Marangoré, abatido, rendido por la violencia de sus pasiones, subyugado por las instancias, resiste, lucha, y cede al fin, ahogando los generosos impulsos del corazón. No le abandona   —362→   ya Siripo, ni de noche ni de día, semejante a un mal pensamiento, que se impone, que atosiga, que mata; el desapiadado hermano, no da un momento de descanso a su víctima, que, confiada, vencida, se entrega a él y le da nueva palabra de no oponerse a sus designios. Con obsequiosa maña, toma el tentador a su cargo el desenlace de sus acertadas maquinaciones y espera la ocasión favorable.

Las matronas de la tribu, decidieron, que el único medio de atraer nuevamente a Marangoré al amor que antes había profesado a su esposa, era que ésta se sometiese a la más rigorosa abstinencia y que obtuviese de los principales nobles de la tribu, aconsejasen al cacique, cambiasen de campo cuanto antes, pues aquella no era sino una de las muchas calamidades que habían de sufrir, si se obstinaban en seguir despoblando aquel lugar, de los pocos animales que aún quedaban.

Ansiosa Lirupé, de ver a su amado Marangoré recobrar los antiguos bríos y volver a los dichosos tiempos de sus primeros amores, fuese aquel mismo día a la choza de Siripo, para interesarlo en su demanda. Con lágrimas de amargura, pintó a su cuñado la triste vida que llevaba hacía tres meses, pidiéndole en nombre de lo que más amaba, no la dejase morir desesperada.

Prometió Siripo segundar sus miras, y ofreciose a hablar aquel mismo día a Marangoré, logrando   —363→   de esta manera calmar un tanto el crudo dolor de la bella Lirupé, que, agradecida, le ofreció pediría a su padre la más bella de sus hermanas, para dársela a él por esposa.

Al punto llegó el traidor a las chozas de aquellos indios más valientes y atrevidos, y les dijo era necesario, que aquella misma noche, después de la salida de la luna, se hallasen reunidos todos en un sitio poco distante del campamento, llamado de los Liutos; y que se preparasen a escuchar, cosas de suma importancia.

Marangoré, cuyo abatimiento va en aumento desde el fatal instante en que consintió en escuchar los falsos consejos de su hermano, se pasa días enteros lejos de sus chozas, sin probar alimento, contentándose sólo, con ver a Lucía desde lejos, cuando va a rezar sobre la tumba del santo. Oculto tras los árboles, la devora en silencio con ardientes miradas, revolviendo en su pecho los planes de Siripo y dando nuevo alimento a la pasión, que se anida en su alma.

Con creciente avidez, descubre uno a uno, los tesoros que encierra en casto conjunto el cuerpo de la bella Española; parécele por momentos, que la joven le mira cariñosa, que leo en sus ojos el tormento cruel que ella sola le causa, y, fuera de sí, embriagado con la ilusión del propio deseo, se siente desfallecer. ¡Infeliz, más infeliz mil veces, que el   —364→   hombre educado, cuyo corazón desde los primeros días de la vida, templado de continuo en la tibia atmósfera de las conveniencias sociales, aprende a desamar y a desear sin cesar, reprimiendo con dureza sus más ardientes aspiraciones, y vive y muere con replegadas alas, que ni un instante siquiera, se despliegan libremente para dar libre vuelo a los más caros afectos! El hijo del desierto, nacido al aire libre de las Pampas, cuyos ojos abiertos a la calurosa luz del sol, abrazan desde el primer día la inmensidad de la Pampa, y la esplendente bóveda del cielo, imágenes de libertad y amor; él, sin más ley que su deseo, sin más guía que el altivo pensamiento, siente, delante de Lucía, subyugada su rebelde naturaleza. Le vencen tanta gracia y mansedumbre; apenas sí se atreve a mirarla, parécele que tiene miedo; brotan lágrimas de sus ojos, que no lloraron jamás desde la infancia, desalentado, abatido, se esconde cauteloso entre las ramas; caería sin vida si el vestido de la joven rozase a la pasada el árbol dije le oculta a sus miradas.



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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Cuando Marangoré y Siripo acudieron al lugar en que estaban reunidos los nobles de la tribu, éste dijo a su hermano: «Yo me encargo de hablarles; y te pido tan sólo, no desapruebes ninguna de mis medidas».

El distraído cacique prometió cuanto le exigía, y en seguida se juntaron a los demás indios.

Dos días después que tuvo lugar esta reunión, hallándose don Nuño y Sebastián sentados cerca del río, entregados al recuerdo de los amigos, que debían a la sazón hallarse muy cerca de la patria; discurriendo ambos sobre el tiempo que Gaboto necesitaba para arreglar los complicados asuntos que a España le llevaban, y sobre las probabilidades que de realizarlos tenía, vieron venir hacia ellos varios indios, precedidos de una especie de caciquillo llamado Gachay, que era muy estimado por los Españoles y por los indígenas. Gachay venía a invitarles para que le acompañasen a una expedición de pocos días, que, con el objeto de traer alguna,   —366→   buena caza, hacían en dirección al Sud Oeste, en la cual, esperaban tomase parte también el cacique; agregando, contaban como seguro, no le dejarían ellos ir solo con los suyos, temiendo, como temían, encontrar alguna tribu desconocida que les fuese hostil.

Sebastián, que odiaba aquella vida tan monótona y poco variada, y muy especialmente, cuando se le anunciaba un peligro probable, aceptó al punto en su nombre y en el de los Españoles más principales, incitando al viejo Nuño a que sacudiese la pereza. Pero éste, por esa u otra causa, se negó a tomar parte en la expedición, prefiriendo quedarse en compañía de Lucía, con Oviedo y algunos soldados.

Muy de mañana, salieron los cazadores; y Sebastián, no queriendo turbar el sueño de su esposa, a quien había prevenido la víspera, encomendó a Anté, le dijese, que a su vuelta le traería dos chuñas y un yajá.

A pesar de que don Nuño, veía al alférez Oviedo, muy deseoso de seguir a sus compañeros, le ordenó se quedase de segundo jefe, para guardar el fuerte.

Luego que Lucía, saliendo de su habitación, vino a saludar a su viejo padre, éste, sin saber por qué y acusándose casi de exceso de poltronería, causa sin duda de sus sesenta, que estaban ya cercanos, deploró que Sebastián hubiese llevado consigo aquellos soldados que eran de su mayor confianza; sin embargo,   —367→   la idea del próximo regreso, calmó sus aprehensiones.

Algunos días han pasado ya desde que los Españoles se ausentaron; todo ha seguido en el mismo estado: Lucía va como de costumbre al campo de los indios, y de vuelta, hace una visita a la tumba de su amado padrino; Anté la acompaña siempre, pues desde la partida de Sebastián, pasa la noche en el fuerte.

Alejo marchó también; y, sin embargo, la joven amante, resiste con rostro alegre y animado aquella ausencia; sus cabellos han crecido mucho ya, y a su vuelta, Lucía le ha prometido que será su esposo. Lirupé, más pálida, y abatida que antes, espera con impaciente agitación, el resultado de su riguroso ayuno; su esposo, más esquivo que nunca, pasa muchos días ausente de su lado, sin que nadie parezca inquietarse por tan extraña conducta.

Una mañana que Lucía se ocupaba de arreglar sus hermosos cabellos, delante del pequeño espejo que tenía frente al lecho, cubiertas las desnudas espaldas con una sencilla camisola de blanco lino, en tanto fijaba distraídos sus ojos, en la propia imagen; le pareció sentir un ligero ruido cerca de sí; y suponiendo desde luego, fuese su fiel Anté, le dijo, sin volverse: «Hija mía, alcánzame esa manta que está allí»; pero como no recibiese respuesta alguna, se volvió y vio que estaba sola. La joven continuó peinándose, y mientras que con una de sus bellas   —368→   manos, sujetaba la inmensa cantidad de cabellos que tanto la embellecían, paseaba indiferente miradas de un lado a otro de la pared en que estaba colgado el espejo. De repente, por una de las muchas grietas que se habían formado en el barro de la pared, creyó ver dos ojos relucientes, que con extraña fijeza la miraban; su primer movimiento instintivo, fue cubrirse con ambas manos el desnudo seno y volver el rostro a otro lado; pero luego, un impulso involuntario de curiosidad, lo hizo mirar de nuevo. Los ojos habían desaparecido ya, la luz tan sólo, filtraba por entre las junturas. «Era Anté», dijo Lucía en voz alta. «¡Jesús me valga! ¡Qué susto me ha dado!»

Sin embargo, cuando más tarde interrogó a la india, ésta le aspiró no saber de qué le hablaba, y que jamás se hubiera atrevido a espiarla, habiéndoselo ella recomendado tantas veces. Lucía, aunque sin dar entera fe a las palabras de su ahijada, no se alarmó con tan extraña circunstancia, contentándose tan sólo con tapar aquellas grietas con algunas de sus ropas.

Los días corren. Sebastián no puede ya tardar, y don Nuño se felicita interiormente de lo infundado de sus temores. Los Timbúes continúan tan pacíficos como antes, dando a los Españoles continuas pruebas de amistad; especialmente Siripo, que viene con frecuencia al fuerte y habla del triste estado de su hermano, a quien cree poseído de algún mal espíritu.



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ArribaAbajoCapítulo XIX


Horrible, ¡most horrible!


SHAKESPEARE                


Una noche, poco después de las doce, don Nuño, que en ausencia de Sebastián, dormía en una de las habitaciones de Lucía, se hallaba profundamente dormido soñando que un escuadrón de moros que sobre él caía, destrozaba su tropa y le forzaba a huir. Agitado por tan terrible sueño, despertó el viejo soldado bañado en sudor, y aún despierto, costábale convencerse de su engaño. La luz de la luna, en toda su plenitud, entraba por la puerta, que por efecto del excesivo calor, había dejado abierta; el aire, que a esas horas refresca la atmósfera, volvió la calma al anciano; pero como en la avanzada edad, cuesta tanto conciliar el perdido sueño, don Nuño, sin poder dormir, se agitaba en su lecho. De improviso, le pareció oír rumor lejano de pasos que se acercaban, y creyéndose aún impresionado por su desagradable sueño, se incorporó   —370→   para escuchar mejor; pero no era ilusión, sus oídos de soldado no le han engañado; gente se acerca, y a pesar de que marchan con sigilo, en el silencio de la noche se oye el ruido de las hojas secas, que quiebran con sus pisadas.

Sin atender a más, monta el arcabuz que a su lado tiene y aguarda unos pocos segundos. El ruido ha cesado, pero el reflejo de la luna desviado por un cuerpo que se arrastra suavemente por el suelo, le muestra que su sospecha no fue vana. El prudente anciano, no sabe qué creer; le parece un indio, aquel que, inmóvil quedó tendido cerca de la puerta; ¿pero qué busca aquel indio? ¿Vendrá solo? No, que oyó pasos de muchos; ¿qué hará? Está tan cerca de Lucía; ¿si los habrán sentido los suyos? En la duda, observa con ojo vigilante, aquella masa negra que parece inerte, y se prepara a disparar su arma, al primer movimiento que haga.

Lucía, que también ha creído oír ruido de pasos, llama con dulce voz a Anté, que duerme al pie de su cama y le pregunta si oyó algún rumor. Apenas la india responde, que creyó reconocer pisadas humanas, un tiro que partió de la habitación inmediata, llenó de espanto a las dos mujeres. Saltó Lucía de la cama, y medio desnuda, corrió a echarse a los pies de una imagen, imitando Anté su piadoso movimiento. Una confusión de gritos y de tiros se   —371→   sucedían sin tregua. Don Nuño, después de disparar su arcabuz y sus pistolas, matando de cada tiro un indio, cayó al fin abrumado por los golpes de macana, que le asestaban furiosos cuatro salvajes. El fuerte, rodeado, cercado por todos lados, de enemigos que habían sorprendido dormidos a los confiados Españoles, presentaba el más horroroso cuadro de matanza y desolación. En el mismo cuarto en que el valiente anciano yacía tendido en tierra, con el desnudo cuerpo ensangrentado y desfigurado, por los golpes de macana a que había sucumbido, un odioso espectáculo, aumentaba el horror de aquella escena. Marangoré y Siripo luchaban cuerpo a cuerpo, disputándose la entrada de la habitación de Lucía, semejantes a dos rabiosas fieras, que encarnizadas se embisten y se despedazan. El traidor, se veía traicionado a su vez.

Un grupo de indios los contempla en silencio; por todos lados se oyen alaridos y quejidos; los tiros han casado, los Españoles no oponen ya resistencia. Oviedo, cubierto de heridas, sucumbe alentando a los pocos soldados que le quedan. Silencio de muerte sucede a las amenazas, a los gritos feroces y a la detonación de las armas de fuego.

Siripo, sin dar tregua a los recios golpes de macana, que con salvaje ferocidad descarga sobre su brioso hermano, que debilitado por el voluntario ayuno, no resiste con la fuerza acostumbrada, incita   —372→   a los suyos para que den muerte al cacique, llamándole endemoniado, poseído de los malos espíritus.

Por fin, uno de los indios, seducido por las palabras del pérfido Siripo, derriba de un macanazo al hermoso cacique, que cayó en tierra sin vida, víctima de su pasión tan desgraciada. Sin atender a más, lánzase el vencedor desatinado al cuarto de Lucía, tómala, a pesar de sus gritos, entre los ensangrentados brazos, y saltando sobre cadáveres de indios y Españoles, corre en dirección a sus chozas, dando feroces alaridos. La desventurada joven, suelto el cabello, y apenas vestida, con su hermosa cabeza colgando por sobre el hombro del indio, vio en aquella rápida carrera, el cadáver de su anciano padre y del infeliz Marangoré, revueltos en espantosa confusión, con los de los indios, que cayeron heridos por los certeros tiros del anciano. El horror aceleró los latidos de su corazón, perdió el sentido, y fría y casi sin vida, quedó exánime en brazos del14



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ArribaAbajoCapítulo XX


Listen and if a tear there be
Left in your heart, weep it for me.


MOORE                


Cuando Lucía vuelve de su desmayo, el día está ya muy adelantado; un sol ardiente inunda los campos con su luz rojiza. El primer momento, creese presa de una terrible pesadilla, agolpándose a su memoria las horribles imágenes que había visto en aquella fantástica carrera. Pasa las manos por su abrasada frente, vuelve los ojos en derredor, hállase en una choza estrecha y miserable, y al fijar la extraviada mirada en su desnudo cuerpo, cubierto apenas por ligeras y estrujadas ropas, la horrible realidad, se le presenta en toda su más palpable verdad. Amargas lágrimas brotan de sus ojos, hondos suspiros arroja su pecho, siente un terror extraño, indefinible; hállase sola, abandonada; y el nombre de Sebastián se escapa mil veces de sus labios,   —374→   confundido con repetidos sollozos. ¿Qué ha pasado?

¡Ay! Aquel cadáver desfigurado, pisoteado; aquella confusión, aquellos tiros disparados en el silencio de la noche, el lugar en que se encuentra; ¡oh! no hay duda, han dado muerte a su padre, y está ella misma en poder de sus verdugos. Apenas estas crueles reflexiones han sumido su espíritu en nuevas tinieblas, cuando el deforme cuerpo de un indio cubre la estrecha puerta. La infeliz mujer lanza un ahogado gemido; y sin saber qué es lo que teme, ni qué es lo que más le asusta, en tan crítico momento; viéndose expuesta a las miradas del indio, que teme más que sus flechas, oculta el rostro entre las manos.

«Nada temas, luz de la Pampa, astro del día», le dice el indio, que no es otro sino Siripo, «yo soy ya, el único cacique que manda en estos lugares; Marangoré ha muerto; me perteneces a mí solo; ¡y yo no permitiré que nadie te ofenda!»

«Eres más bella que el mismo cielo», agregó tratando de descubrirle el rostro. Más ella, al sentir el contacto de aquellas manos, como si hubiesen sido un hierro candente, echose atrás con brusco movimiento; y descubriendo el rostro inflamado por una indignación que la hacía más bella, dijo con acento que hizo retroceder al cacique:

«¡Aparta, indio, aparta! ¿Cómo te atreves a poner tus infames manos en mi rostro? Aparta, o teme que   —375→   mi ofendido esposo, a su vuelta, vengue como cumple tan torpe acción».

«Calma, bella Española, la cólera que te enardece; calma esa irritación que enciende tus mejillas como rojas achiras, y da más brillo a tus ojos, que el rutilar de las estrellas. No quiero sino asegurarte, que en el lugar en que Siripo mande, serás reverenciada y obedecida por todos. Desde este momento, eres mi mujer; serás dueña de cuanto poseo; indios e indias reconocerán en ti desde hoy a su soberana». «¿Qué dices, infiel?», exclamó Lucía con trémulo acento; «¿qué espantoso delirio se apodera de ti? ¡Huye de mi presencia, monstruo ¿Cómo te atreves? ¡Ay! ¡Sebastián! ¡Sebastián!» gritó la desgraciada Española con acento desgarrador, y echó a llorar de nuevo. «Calma ese llanto, torcaza mía», agregó Siripo con voz cariñosa; «no te agites, no estrujes con cruel dureza esas mejillas más frescas que el fruto del quelghuen; él mismo consentirá en que seas mía, él mismo hablará en mi favor, ya lo verás, pronto has de verle». «¿Qué dices, indio, qué dices?», preguntó Lucía con avidez. «¡Ah! vuélveme a mi esposo, vuélvemelo, y te perdono y te bendigo. ¡Ah! Siripo, ten lástima de mí, que ningún mal te hice!» Y Lucía tendía sus manos suplicantes al cacique. «¡Oh! ¡qué hermosa estás así! Atiende, pronto vuelvo», replicó el indio. «Entretanto, enjuga esas lágrimas que empañan el brillo   —376→   de tus ojos. Pronto, tórtola mía, vendré a hacerte compañía»; y al decir estas expresiones, Siripo dejó la choza. «¡Dios mío, Dios mío!» exclamó Lucía, levantando sus ojos al cielo, «¿qué es lo que me aguarda? Aparta, Jesús mío, este amargo cáliz de mis labios, vuélveme a mi esposo!» Y la infeliz, deshecha en llanto, cayó en el más completo abatimiento.

Todo aquel día lo pasara Lucía entregada a su dolor, sin fijar siquiera la vista en los alimentos, que unas dos indias, con obsequiosa solicitud, habían colocado a su lado. Nada ha respondido, ella tan afectuosa, a las amables expresiones con que aquellas incultas criaturas trataban de mitigar su dolor, siendo para su corazón mayor tormento, escuchar palabras, que le revelan claramente la horrible suerte que le aguarda.

A la entrada de la noche, un extraño rumor aumentó su alarma; oyó gritos y alaridos; agitada por una terrible aprehensión, se asomó a la puerta de la choza. El espectáculo que vio, echó la sangre de sus venas.

Todos los indios, armados de teas encendidas, estaban formados en círculo. En medio de ellos, una media docena de indias viejas, que parecían brujas, se ocupaban a la luz vacilante de las teas de arrancar los dientes al cadáver de Marangoré, operación que tenía por objeto, hacer de aquellos   —377→   dientes un collar, que los indios estimaban sobre cualquier otro adorno, por haber pertenecido a un valiente que había muerto en la refriega; siendo éste, privilegio de aquellas horribles parcas, que después lo cambiaban por objetos de más utilidad para ellas. Siripo presidía esta reunión, y la infeliz Lirupé, abrazada del frío cadáver de su esposo, se lamentaba sin cesar, con los más angustiosos gemidos. No pudiendo resistir aquella horrible ceremonia, volviose Lucía al interior de la choza temiendo que su razón la abandonara.

Aquella misma noche, enterraron al difunto cacique, sin preocuparse mucho de la manera como había sido muerto, pues todos estaban muy complacidos con tener al popular Siripo a su cabeza, riendo así que, en los últimos tiempos, Marangoré se había procurado muchos resentimientos, no faltando quien hiciese correr sobre él perjudiciales voces. Sólo la apasionada Lirupé, siguió, con rostro desfigurado por el sufrimiento, el cortejo fúnebre del ingrato cacique; notando todos, cómo en pocas horas, se había marchitado la flor de aquella hermosura.

Cuando acabó la ceremonia, la desesperada viuda, de vuelta al campamento, buscó la choza en que se hallaba Lucía, guardada por algunos indios; y merced al antiguo ascendiente que, como mujer del cacique tenía, logró penetrar, hasta donde estaba ésta temblando a cada momento, a la idea de ver aparecer   —378→   de nuevo a Siripo; pero la infeliz, reconociendo a Lirupé, corrió a pedirle que la amparase. La india, con seco ademán, la rechazó, diciéndole: «Española, causa de mi tormento, pérfida y más cruel que el gavilán, que se complace en dar muerte a la inocente tórtola; vengo a vengarme, vengo a pedirte cuenta de mis lágrimas, de mis noches solitarias y desesperadas. Tú sola me lo has arrebatado; la luz de tus ojos, más relucientes que las inquietas luciérnagas, fue causa sola de su desvío. ¿Acaso yo pensé jamás en atraer las miradas de tus blancos Españoles? No te bastaban ellos... ¡Ah pérfida, vas a morir a mis manos, tiembla!»

«Lirupé, Lirupé, hermana mía, no desvaríes: tu dolor te extravía, vuelve en ti; ten compasión de mí, que soy también desgraciada. ¡Ah! si tu bravo Marangoré estuviese aquí, él me defendería, me volvería a mi esposo».

La india, con acento airado, replicó: «¿Le llamas, cristiana, le llamas? Es en vano; está tendido sin vida detrás del montecillo de Keiges; no te oirá, no; está su cuerpo ya frío; sus brazos endurecidos por el hielo de la muerte, no me han devuelto mis abrazos; él tan apasionado, tan amante; pero... prepárate, vas a morir; tú le has dado muerte, tú harás que los gusanos roedores, devoren sin piedad aquel cuerpo tan esbelto como el árbol del alerce, que está a la puerta de la choza de mi padre». Luego, con   —379→   acento más tranquilo, agregaba la infeliz criatura: «Recuerdo la vez primera que le vieron mis ojos. El reflejo del sol poniente, doraba sus bellas facciones; sus miradas se fijaron en mí; y desde entonces me disgustó el astro del día.

»Mi pensamiento no tuvo ya otro alimento. Pero, ¿qué es lo que recuerdo delante de ti, cristiana? Mira, ¿ves estas dos flechas que oculté a las miradas de todos? Una de ellas te dará muerte así que la luna se muestre sobre el horizonte; y en seguida, después de vengada, la india Lirupé, irá a dormir también en brazos de su cacique».

Lucía, conmovida por el dolor de la india, olvidando sus terribles amenazas, la decía con dulce habla: «¡Pobre amiga mía, eres muy infeliz, han muerto al que tanto amabas. Cuánto me duelen tus quejas!»

Irritada por tan dulces expresiones, iba Lirupé a lanzarse sobre la indefensa joven, cuando la llegada de Siripo puso fin a tan penosa situación; ordenando al punto a los indios que le seguían, le dejasen solo con la Española.

Lucía, al escuchar aquellas odiosas palabras, pidió a Lirupé le diese muerte o se quedase con ella; pero ésta, sin atender a sus súplicas, con la razón extraviada y sin ocuparse más de sus celos, corrió desatinada en dirección al bosquecillo en que había sido enterrado Marangoré, seguida de muchos indios, que trataban en vano de volverla a su choza.

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Apenas habían quedado solos el indio y su víctima, cuando un ruido de voces hízose oír de fuera. Lucía, creyendo reconocer la voz de su esposo, arrojó un grito de gozo. Y al punto, el mismo Sebastián se presentó en medio de ellos. Cual ave herida que descubre por fin el lejano nido, corrió a abrazarse de su esposo la infeliz criatura, exclamando con acento reconocido: «¡Gracias, Dios mío, gracias; tú me lo has vuelto!»

Entretanto, Sebastián, sin darse cuenta de los encontrados sentimientos que luchaban en su pecho, ora estrecha cariñoso entre sus brazos a su esposa, ora fija airadas miradas sobre el cacique, que con sonrisa diabólica los contempla.

Hurtado había vuelto al fuerte aquella misma noche, adelantándose a sus compañeros, seguido tan sólo de Alejo. ¡Cuál sería su espanto, al encontrarlo desierto, guardado sólo por los mutilados cadáveres de sus valientes defensores! Corre al cuarto de Lucía, cuya puerta obstruida por un lado de sangre cede al fin a los recios golpes con que la derrumba, y halla tan sólo a la infeliz Anté, muda de espanto, que sólo responde con ahogados sollozos a, sus ávidas preguntas. ¿Qué es de su esposa? ¿Cómo halla allí el cadáver de su viejo amigo, que parece haber caído en aquel sitio, en defensa del tesoro confiado a su cariño y vigilancia? Anté no puede hablar, su garganta arroja inarticulados gemidos, y al fin de   —381→   muchos esfuerzos, pronuncia el nombre de Siripo por repetidas veces, y cae sin sentido, al recuerdo de tan espantosa noche.

Vuela Sebastián al campamento, sin cuidarse de la india, y se presenta en la choza, sin que nadie piense en impedírselo, y es Alejo quien presta los primeros socorros a su infeliz amante. En vano quiere seguir a su jefe; ésta le pide con las más tiernas expresiones no la deje sola en aquel lugar de muerte.

Repuesto ya de su emoción, con gesto amenazador, se vuelve Sebastián al indio: «Tigre, ¿qué has hecho de mis hermanos?» le dice. «Prepárate a darme cuenta de las lágrimas que has hecho derramar a este ángel. No tardarás en sentir el peso de mi venganza; sígueme, Lucía». Siripo, con refinada maldad, contestó con voz suave y meliflua, tendiéndole su mano: «Seamos amigos; yo te perdono tus injurias y te doy mis más bellas mujeres, y tú, vil cambio, me darás la tuya; ¿consientes?» No tuvo tiempo el indio de concluir la frase; a pesar de la resistencia de Lucía, echose Sebastián sobre él, diciéndole con terrible acento: «Pero, ¿qué es lo que te atreves a proponer a un soldado español?» A no ser por la agilidad con que saltó Siripo hacia un lado, la espada del intrépido joven hubiera tomado en aquel momento cumplida venganza de sus crímenes. Más de diez indios, que a una señal   —382→   del cacique habían acudido, rodearon a Sebastián; y a pesar de sus extraordinarios esfuerzos, lograron desarmarle.

Entonces, con cobarde bajeza, empezó Siripo a insultar a su brioso enemigo, que a sus torpes expresiones, respondía tan sólo con el más despreciativo silencio. Lucía, a los pies del cacique, intercedía llorando por su esposo. El indio se volvió diciéndole: «¿Serás mía, mujer? Sólo con esta condición lograrás calmar mi cólera». En mustio callar manteníase la joven de rodillas, con la cabeza inclinada sobre el pecho. «Responde, hermosa», agregó Siripo, con suave acento. «Sí», responde Sebastián, «¡mujer cristiana, esposa de un noble Español, responde!» Lucía levantó entonces su hermoso rostro, en el cual las lágrimas habían impreso palidez mortal, y fijando sus ojos en el cielo, respondió con voz serena: «Moriremos; indio, manda que nos den muerte; te desprecio».

«¡Vais a ser obedecida, tórtola convertida en milano! Separadles; y que dentro de pocos momentos muera él ente sus ojos, clavado por mil saetas; y en seguida, que conmina el fuego ese bello cuerpo, que no ha sido mío». Y al decir estas palabras, el indio salió de la choza.



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ArribaCapítulo XXI


¡The dreadful hero can it be told!



Alejo, detenido en el fuerte por las instancias de Anté, a la llegada de sus compañeros, que contemplaban consternados el triste espectáculo que a sus ojos ofrecían los cadáveres de sus amigos, tan bárbaramente sacrificados a las brutales pasiones de los salvajes, pensó en el riesgo corría Sebastián, que solo y apenas armado, habíase lanzado en busca de su esposa; pero sus ardientes expresiones no encontraron eco en los desalentados corazones de los suyos. La imagen desoladora que veían; hablaba con mayor fuerza que las palabras de Alejo; en balde rogó, mandó que le siguiesen; el terror habíase apoderado de aquellos hombres que por primera vez contaban el número de sus enemigos, y antes que seguirle, permitieron que el generoso joven, acompañado sólo de su fiel Anté, partiera en busca de Sebastián y de Lucía.

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Cuando los amantes llegaron a un bosque de espinillos que a la izquierda del camino del campamento había, vieron con un horror que las palabras no alcanzan a pintar, que los dos esposos iban ya a ser sacrificados a la espantosa venganza del cacique; y que ellos, débiles y solos, no bastaban a contrarrestar su inmenso poder. Anté, prendida del brazo de Alejo, sigue con ojos de espanto, por entre las ramas de los árboles, los lúgubres aprestos. Alejo, fuera sí, desesperado, arde en deseos de lanzarse a morir con los esposos mártires y apenas si las débiles manos de la india, bastan a contenerle. Sebastián, atado a uno de los árboles, mira con el alma a su Lucía, que con los brazos ceñidos por fuertes ataduras, le exhorta con cariñosas palabras y angélica dulzura, a soportar cristianamente aquel último trance. En medio de ellos, arde una inmensa fogata de zarzas que chisporrotea, y con su luz rojiza, alumbra el rostro de las víctimas. Los indios, en la sombra, contemplan mudos el dolor de los esposos. Siripo sólo falta, para autorizar con su presencia, la consumación del sacrificio; la luna vela su casto rostro entre densas nubes; ni una estrella presta su dulce luz a tan horrenda noche; todas las aves nocturnas callan en sus nidos; se oye apenas el dulce piar del inocente jilguero, asediado por la traidora víbora. Silencio de muerte reina en la Pampa.

¡Helo allí! Con pausado pisar, preséntase en   —385→   medio de su tribu el terrible cacique; todos sienten dentro del pecho mortal terror, todos inclinan la frente ante el poder del déspota, que torna asiento frente a sus víctimas; sólo ellos ausentes de cuanto les rodea, no han notado su llegada, fijos tan sólo el uno en el otro. Sebastián, ¡ay! no puede hablar; los bárbaros pusiéronle innoble mordaza, apenas sí con sus ojos, fijos como dos estrellas, parece acariciar y proteger aún al ídolo de su corazón. Lucía le conforta sin cesar; sus cristianas palabras, sus cariñosas expresiones, son la divina aureola, que le aísla de sus terrestres padecimientos. «¡Muera!», pronunció el déspota con voz ronca; y al punto una nube de flechas clavó el desnudo pecho de Sebastián. Oyéronse dos gritos, que despertaron los ecos de la Pampa y llevaron el espanto hasta las profundas cavernas del yacaré; el silbido de las flechas que debían atravesar el pecho de su esposo, hirió de muerte el corazón de Lucía; matola su amor, el exceso del dolor, rompió los lazos que ceñían su alma al hermoso cuerpo, causante de tanto duelo. Los verdugos entregaron a las llamas aquella forma sin vida. ¡Apenas sí el fuego devorador ha consumido las ligeras ropas, que la cubren, cuando su alma, unida a la de Sebastián, subió hasta el Cielo, contemplando angustiada sus mortales despojos!

Los indios se han retirado; la luna oculta aún el ofendido semblante; la llama de la hoguera, apenas   —386→   deja ver el cuerpo de Sebastián acribillado de flechas. Sopla de improviso el viento, resuena en lontananza el eco de su voz quejumbrosa; la llama, próxima a extinguirse revive con mayor fuerza, enciéndese de nuevo la hoguera, que incendia, que consume cuanto halla a su alcance. Arden los árboles vecinos, ya el tronco que suspende el desfigurado cadáver, oscila, cae; ¡un momento más, y las cenizas de Lucía y Sebastián se confunden en un último abrazo!

A la luz viva del bosque que se enciende, vese un hombre que lleva en brazos una mujer desmayada. ¿Adónde irán? ¿Dónde hallarán un abrigo para su amor? ¡La Pampa entera les brinda su inmensidad!

El bosque se convirtió en cenizas; hoy no quedan de él ni vestigios. Los Timbúes, mudaron su campamento el siguiente día.






 
 
FIN DE LUCÍA MIRANDA