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Luis de Góngora: un «Arte nuevo de hacer comedias» diferente

Laura Dolfi


Universidad de Parma



Es evidente que el teatro de Góngora, comparado con el de los dramaturgos de su época, es para el lector (o para el hipotético espectador) un teatro difícil, intencionadamente dirigido, como sus versos, a un público selecto. Sus comedias, aunque siguen la finalidad lúdica típica del género y fundan sus enredos en temas del todo acostumbrados, como el honor y el amor, obligan a un esfuerzo de reconstrucción y de descodificación indudable, puesto que los antecedentes y la acción se ofrecen a menudo de manera fragmentada o indirecta y el diálogo se complica llenándose de alusiones y de figuras retóricas. Esta elección de escribir un teatro complejo en cuanto a la estructura y el estilo, más idóneo para representaciones de palacio que para el «vulgar aplauso»1 del corral, se explica sobre todo por la actitud de competición constante que Góngora tuvo con Lope de Vega2 y que lo empujaría a intentar ofrecer a sus contemporáneos un distinto, y opuesto, arte nuevo de hacer comedias. Esta hipótesis la confirma el respeto absoluto que, yendo en contra de las nuevas costumbres teatrales, don Luis guardó a aquellas unidades de tiempo y de lugar de las que el Fénix se había despegado tan claramente. Además su deseo escribir un teatro «diferente» y de experimentar formas dramáticas variadas y más originales lo atestiguan la identidad insólita de sus protagonistas, no nobles ni villanos, sino más bien cazadores, mercaderes y no definidos burgueses; y el hecho de que las tres comedias que constituyen el reducido teatro gongorino remiten todas a enfoques muy distintos. El fragmento de la Comedia venatoria (atribuido, pero seguramente de Góngora3) se inserta en efecto en la tradición de las églogas, Las firmezas de Isabela en la de la comedia de enredo con equivocaciones y disfraces, y El doctor Carlino en la dimensión burlesca típica del ámbito novelesco.

El interés de Góngora en escribir teatro va relacionado, por un lado, con su afición a las representaciones teatrales y con su frecuente trato con comediantes, y por otro con aquella propensión a escribir versos en forma de diálogo demostrada intermitente pero constantemente en toda su obra poética; romances o romancillos que admiten en su fluir intervenciones directas4, sonetos que se construyen como un subseguirse de preguntas y contestaciones5, décimas o letrillas que corresponden, aunque en su brevedad, a verdaderas escenas dialogadas entre dos o más personajes6; y tampoco los poemas escapan a esbozos de dramatización, puesto que a la voz aislada del enamorado Polifemo se añaden en la Soledad I el coro alternado de los aldeanos y en la II las palabras del náufrago y del anciano pescador o el explícito y paralelo lamento amoroso de Lícidas y de Micón.

Al analizar las comedias de Góngora habrá pues que tener en cuenta este estricto enlace entre teatro y poesía, confirmado por la presencia no sólo de sintagmas, figuras retóricas, fórmulas estilísticas y referencias mitológicas comunes, sino también por frecuentes concordancias en las rimas. Más que en otros autores, en efecto, percibimos estar delante de un «teatro en verso», puesto que las dos componentes que lo constituyen, la poética y la dramática, son a la vez valoradas y llevadas a sus extremas consecuencias (la primera por lo culto del estilo, la segunda por la hipérbole que se aplica al tema elegido y a la acción desarrollada en la escena). Aunque no quedan pruebas de que el teatro de Góngora se haya representado, es cierto que tuvo una amplia difusión escrita, en códigos y ediciones, disfrutando antes de una doble fortuna y tradición (las Firmezas de Isabela, por ejemplo, fue publicada con unas comedias de Lope7 y también transcrita en manuscritos poéticos gongorinos8).

Por otra parte es evidente que el carácter inacabado de este teatro obstaculizó su representación: de las tres comedias, sólo la ahora mencionada Las firmezas de Isabela, fue terminada por el poeta, que dejó la Comedia venatoria y El doctor Carlino sin concluir. No es fácil establecer las causas que llevaron a la interrupción de estos dos textos, que al contrario de otros (como, por ejemplo, las Soledades o el Panegírico) no iban dedicadas a algún noble o privado del rey, ni estaban condicionadas por consiguiente por su fortuna o desventura en la corte; y tampoco hay que insinuar como Manuel de Faria que don Luis no las concluyó por «falta de fuerzas»9. Los 3553 versos de Las Firmezas de Isabela y los 2016 del Carlino son por sí mismos demostración de que las motivaciones fueron otras: encontrar aburrido dramatizar un tema cinegético (la Comedia venatoria no pasa los 355 vv.), creer haber ofrecido ya con los tres actos de las Firmezas (una comedia más larga de lo acostumbrado) y con los dos del Carlino una suficiente propuesta alternativa de teatro nuevo y no popular, etc. Añádase además, para esta última pieza, que nuestro poeta podría haberse dado cuenta, al hablar con algún amigo comediante10, de lo difícil que era llevar a las tablas una comedia, inmoral en el tema y compleja en el diálogo.

Es un hecho además que, si consideramos el teatro de Góngora en su evolución cronológica, nos damos cuenta de que hay una indudable progresión en la saturación de lo culto. Su primera tentativa teatral, la Comedia venatoria, cuya fecha de composición no es cierta pero que seguramente remonta a los años juveniles (1582-86)11, nos presenta un texto lleno de paralelismos, de perífrasis, de metáforas y de confrontaciones mitológicas, pero bien claro en su sentido literal: en la escena 1ª el dios Cupido nos cuenta, en un monólogo, haberse disfrazado «en hábito villano» (v. 2) para socorrer a un «noble cazador» (v. 15) injustamente rechazado por una «ingrata cazadora» (v. 26) y reafirmar así su soberanía de dios. En las escenas siguientes, 2ª y 3ª, aparecen los que serían posiblemente los protagonistas; dos cazadores -Silvio y Floriscio- y luego dos cazadoras -Camila y Cintia-; sabemos así que está a punto de desarrollarse una cacería en la que tomará parte el príncipe de Tebas, y que poco antes, corriendo detrás de un corzo, Cintia ha perdido su aljaba. Es por esto que Silvio le ofrece la suya y también su arco a cambio, como sugiere su amigo, del de la mujer; además igual trueque de arcos se actúa entre Floriscio y Camila. Queda evidente que los cazadores acogen los objetos como prendas amorosas, mientras que las jóvenes guardan una actitud desdeñosa. Y el desdeño amoroso, que ya desde los primeros versos se ha afirmado como tema dominante de la comedia, es también objeto del relato que ocupa la 4ª y última escena, y que introduce a otra pareja: Clori y Daliso. Daliso en efecto ha conseguido mediante un «dulce engaño» (o sea fingir haber sido picado por una abeja y necesitar la ayuda de la mujer) robarle un beso a su amada esquiva12. Teóricamente, pues, después de sólo 355 vv. estamos delante de un enfoque de la acción por desarrollar bastante claro -tres parejas que repiten en perfecto paralelismo la dualidad hombre enamorado/mujer desdeñosa- aunque no sabemos a cuales personajes exactamente se refería Cupido en su monólogo, ni tampoco si el príncipe tan esperado por todos tendría otra función además de la de dar solemnidad y lujo a la cacería.

Si analizamos ahora la segunda comedia, Las firmezas de Isabela, que Góngora compone en 1610 (y la fecha es cierta porque nos la proporciona Antonio Chacón, amigo de Góngora y transcriptor de su obra), vemos que se abre también con un monólogo. El personaje que se encuentra ahora en las tablas es un joven, Marcelo, que se está reprochando a sí mismo. Curiosamente en sus palabras vuelve a aparecer el nombre de Cupido, pero no como protagonista del enredo, sino como antonomasia de su sentimiento amoroso, y en seguida nos damos cuenta de que el tono de estas palabras es muy diferente, más culto, sustancialmente críptico e hiperbólico. Después de los 61 vv. que encierran su queja, el espectador tiene todavía una idea confusa de su situación; haciéndose camino a través de numerosas alusiones mitológicas (Atlante, el ave Fénix, el héroe griego Hércules, los crueles Tiestes, Diomedes y Busiris) ha entendido sólo, por su calificarse «amante mudo» y por otras esparcidas referencias, que su amor es culpable y que no puede declararse, puesto que afecta a sus mismos huéspedes. Tampoco la llegada a escena de Fabio consigue aclarar la situación, aunque otros datos se añaden para connotar nuestro personaje; ha tenido una antigua amante Livia que quizá podría ser ahora la causa de sus angustias, y es huésped de Fabio quien le ofrece su ayuda recordando los beneficios que a su vez ha recibido cuando estuvo enfermo en casa del amigo.

Así cumpliendo con su deber de guardar el secreto, Marcelo no descubre ni a Fabio ni al espectador el motivo de su congoja, y se limita otra vez a indirectas e indescifrables alusiones: el gusano que roe el bello artesonado dorado del palacio, el áspid que se esconde en el prado verde (vv. 96-101), Hércules que será engañado por Atlante y por Caco, y Argos que en vano vigilará a lo que Juno le ha confiado transformada en vaca (vv. 116-25, 128-35). Cuando finalmente, en la escena 3ª, entra el criado Tadeo esperaríamos reconstruir los antecedentes de nuestra historia, pero Fabio y Marcelo se apartan para hablar en secreto, y cuando vuelven a dialogar en voz alta lo hacen sólo para revalidar que su acuerdo debe quedar escondido y que, sobre todo, no debe llegar a los oídos de la hermana de Fabio, Violante. A su vez Tadeo, que mientras tanto ha llenado el vacío de la escena con un monólogo, nos entretiene (y podría parecer irónico) subrayando la actitud habladora de los criados, y con ésta su deseo irresistible de contarlo todo; no obstante no va más allá de estas afirmaciones, y cuando poco después Fabio lo interroga sobre la identidad de un compatriota suyo, Camilo, sigue ganando tiempo con bromas o dirigiéndose al público en apartes sucesivos para afirmar otra vez su incapacidad de guardar un secreto. De nuevo, toda aclaración se aplaza.

Por supuesto, siguiendo adelante el diálogo, el espectador llegará al fin a intuir los antecedentes del enredo, pero nunca de manera llana, sino lenta y parcialmente, ligando entre sí las diferentes informaciones o indicios que se le han ido ofreciendo de manera esparcida. Tadeo, por ejemplo, revelará a Fabio algo -no todo- de la identidad de Camilo (es un joven, hijo de un mercader, que sirve como cajero al vecino Octavio), aunque no descubrirá sus objetivos: ha venido a Toledo para hacer una no precisada «experiencia» que puede ser fruto de «curiosidad» o de «impertinencia» (vv. 263-65). Del mismo modo poco después dirá a Violante (y descubriremos luego que se trata de una verdad aparente) que su hermano quiere que Marcelo se case aquel mismo día con su vecina Isabela (vv. 340-41). Sin embargo ambas informaciones ocasionan interesantes reacciones: Marcelo se perturba al oír que Camilo es rico y que podría ser un buen partido; Violante, que había entrado quejándose de alguna traición amorosa, se altera al saber que Marcelo está a punto de casarse. Citas, chistes, insinuaciones siguen distrayéndonos hasta que llegamos a dos largos relatos: el de Fabio (dirigido al criado) que nos enfoca mejor su relación con Marcelo: evoca el viaje que han hecho juntos dos años antes, su enfermedad, las afectuosas curas recibidas y la desventura actual del amigo, que vive escondido en su casa para huir de las consecuencias de su amor por Livia y de la ira de los parientes de un rival que ha matado en un duelo (vv. 456-635); y el monólogo de Tadeo (dirigido al espectador) donde finalmente -pero estamos ya en el v. 665- encontramos informaciones importantes.

Después de haber aludido, entre muchas metáforas, a la traición que Marcelo está organizando en contra de Fabio, nos informa en efecto que su verdadero dueño no es éste, sino un mercader sevillano llamado Lelio, quien siguiendo la decisión de su padre debería casarse con Isabela, la hija del vecino Octavio. Añade además que Lelio no es otro sino aquel Camilo que (ya lo sabemos) sirve al viejo Octavio como cajero. La «experiencia» antes aludida es, pues, su simulada identidad, con la que espera conocer en incógnito a su prometida, pero el súbito enamoramiento de Isabela y su condición (aunque fingida) de cajero, es decir de hombre socialmente inferior, lo inducen a sospechar de la firmeza de la mujer y lo empujan a ponerla más veces a prueba; al mismo tiempo además ha pedido a su criado Tadeo que sirva en casa de Fabio, para controlar al que considera un posible rival suyo (vv. 665-813). Finalmente, pues, quedan reconstruidos los antecedentes por lo que se refiere a la pareja Lelio-Isabela que, lo descubrimos ahora, son los verdaderos protagonistas de la comedia; falta en cambio todavía un claro enfoque por lo que se refiere a las vicisitudes de Marcelo, cuyo lamento ha iniciado la comedia, pero nada se añade en las tres escenas sucesivas que no marcan una progresión en la información sino sólo en el enfoque psicológico de Lelio. El espectador deberá esperar entonces hasta la escena 11ª del acto II para tener la seguridad de que la traición actuada por Marcelo consiste precisamente en haber seducido a la hermana de su huésped Fabio, y más tiempo aún deberá esperar para darse cuenta de que otras ficciones, puestas en marcha antes del comienzo de la comedia, complican el enredo: Fabio que ha decidido casarse con Isabela a pesar de la existencia del prometido Lelio; Marcelo que, para complacerle, deberá fingirse Lelio; etc. Estos engaños por supuesto ponen en marcha otras mentiras, celos, congojas y apuros; y a todo esto se añaden los equívocos ocasionados por la porfía de Lelio que no cree en la constancia de su amada Isabela. Así en un subseguirse de situaciones enmarañadas y de ficciones de sentimientos llegamos al desenlace que, ya definido el papel de todo personaje y sus objetivos, se centra sólo en el divertimento y en el gusto de la ficción. Disfraces, embustes y negaciones se amontonan construyendo una «hipérbole» de engaños que se desarrolla por fin ante el espectador de manera clara. La difícil reconstrucción del enredo tiene pues en este hilarante final su inevitable conclusión.

Si pasamos luego a considerar el estilo culto de la comedia, nos damos cuenta en seguida de que implica sin exclusión a todos los personajes, sean dueños o criados, puesto que las referencias mitológicas, las metáforas, las perífrasis, las paronomasias, etc., en suma la más variada gama de figuras retóricas abunda también en las intervenciones de Tadeo; es verdad sin embargo que de vez en cuando el diálogo se relaja en una dimensión lingüística cotidiana, de mera aunque elegante comunicación. El texto de la última comedia, El doctor Carlino, en cambio parece no dejar espacio a un lenguaje que no sea metafórico o alusivo. Las metáforas, las comparaciones, las referencias cultas y los juegos sémicos se subsiguen sin parar implicando, una vez más, a todos los protagonistas. A menudo la palabra elegida para construir una disemia o una metáfora se encadena con otras en una sucesión de alusiones diferentes, o es valorada en sus variadas acepciones (reales o metafóricas) por personajes diversos que, en un rápido intercambio de preguntas y contestaciones, parece casi que quieran agotar todos sus posibles matices sémicos. Es indudable, pues, que esta concentración culta del lenguaje pondría aún más dificultades al espectador, que para entender el diálogo y la acción desarrollada en la escena, debería realizar un trabajo de decodificación constante, yendo más allá de lo declarado en metáforas, antonomasias y exempla para llegar a los objetos, personajes y situaciones que le corresponden.

Por el contrario la estructura del enredo, con respecto a Las firmezas de Isabela, es menos complicada; desde la escena 1ª conocemos al protagonista (cuyo nombre ofrece el título a la comedia), y con él a los elementos fundamentales que guiarán la trama. Esta vez el comienzo no lo constituye un monólogo sino un diálogo, y es a Carlino a quien le toca la primera intervención: está intentando convencer al amigo Gerardo de que no vengue su deshonra de manera cruenta. Ya en los primerísimos versos aparece el tema-base de la comedia, o sea el deshonor y la necesidad de su venganza. Además, inmediatamente después descubrimos que son dos los varones que han atentado contra el honor de la mujer amada por el joven (vv. 41-45, 51-55) y que, por consiguiente, también la inevitable revancha deberá ser duplicada. Del mismo modo es suficiente llegar al v. 160 para enterarnos del remedio no cruento y no acostumbrado que el doctor propone como alternativa: la deshonra de Gerardo será bien vengada si la compensa una deshonra igual que afecte a sus dos amigos traidores.

La comedia, pues, se desarrolla coherentemente con estas premisas presentando la organización y la actuación de los dos engaños-venganzas y al mismo tiempo, casi para confirmar la necesidad ineludible de una punición ejemplar, las tentativas insistentes y paralelas de Tancredo y de Enrico para substraer a Casilda a su novio Gerardo. El papel de cada personaje se define así de manera evidente como su psicología, y más lentamente se insinúan otros elementos que contribuyen a reforzar la atmósfera de total engaño que caracteriza esta pieza: la venalidad de Lucrecia, mujer de Tancredo; la oportunidad de Enrico; la ambigüedad de Casilda, la constante actidud mentirosa del doctor. Pero, como ya hemos dicho, el esfuerzo por parte del público aquí sería el de descodificar un lenguaje siempre saturado y alusivo, más que el de reconstruir los antecedentes del enredo. Es interesante, por esto, la datación de la comedia, que remonta a 1613 (como consta en el ms. de Antonio Chacón), es decir, precisamente al período en el que Góngora escribió sus poemas mayores.

Después de muchos años de silencio, pues, don Luis nos ofrece durante un arco de tiempo muy restringido dos piezas por un total de más de cinco mil versos. Es verdad que la temporada entre 1610 (fecha de composición de Las firmezas de Isabela) y 1613 es muy fecunda, pero quizá influiría en su vuelta al género dramático también la composición del Arte nuevo de hacer comedias, que Lope de Vega redacta en 1608 para los «ingenios nobles» de la Academia de Madrid y que publica por vez primera en 160913. A este pequeño tratado, que aunque escrito por encargo añadía un enfoque teórico a las muchas comedias del Fénix ya representadas, Góngora contestaría al año siguiente con su larga y articulada comedia Las firmezas de Isabela. Y después, ya compuesta la Fábula de Polifemo y Galatea (en 1612) y la Soledad primera (en los primeros meses de 1613), su «diferente» idea de teatro la confirmaría, de manera decidida y por segunda vez, con El doctor Carlino.

Por otra parte es significativo que, en el desenlace de Las firmezas de Isabela, el viejo Octavio mencione como dramaturgos ejemplares a Lope de Rueda y a Torres Naharro (vv. 3229, 3390); y que El doctor Carlino se caracterice por una desacostumbrada «fluidez» escénica que -cambiando la ambientación sin que el diálogo se interrumpa o varíen los personajes- implica un fondo sin decorado14 (frecuente en la primera mitad del siglo XVI). Además, la mayor dificultad estilística de esta tercera comedia, su indudable progresión en lo culto, se explica bien si la insertamos en el marco de las Soledades, puesto que ambas -la primera parte del poema y la pieza teatral- remontan al mismo 1613. Antes, podríamos hasta arriesgar la hipótesis de que Góngora escribiera El doctor Carlino15 sobre todo entre mayo y el otoño, o sea durante aquellos meses de descanso que transcurren entre la composición de la Soledad primera y el comienzo de la Segunda16. Por otra parte la indiferencia hacia el «vulgo» que expresa uno de los protagonistas de la comedia, Gerardo,


Que el vulgo se satisfaga
no lo solicito, amiga,
antes le dejo que diga,
como él me deje que haga


(vv. 1309-13),                


reforzada por la condena de la necedad:


es impertinente y vaga
la satisfación del necio


(vv. 1313-14)                


y por la asociación vulgo-ignorancia propuesta por Lucrecia:


del vulgo, en todo ignorante


(v. 1300),                


se pone de manera hasta demasiado evidente a lo afirmado por el Fénix («como las paga [las comedias] el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto»17). Se confirma así una vez más la voluntad de Góngora de dirigirse sólo a un público seleccionado que considera «la oscuridad del poeta» como estímulo para su ingenio y que (como escribió por aquellas fechas en defensa de sus Soledades) sabe quitar la «corteza» exterior de unos versos para «descubrir lo misterioso» que encubren18.

Un teatro éste gongorino, en suma, «clásico» y culto, donde el elemento retórico y lírico se añaden al estructural para elevar el género dramático a una medida épica; y donde nos parece importante seguir, al lado del ritmo escénico de la acción -con los personajes que salen y entran (y que la moderna división en escenas subraya)-, también aquel otro, más sobrentendido compás del texto que por su misma definición el teatro en verso nos ofrece, es decir el ritmo de la poesía. Cada comedia presenta pues, desde este punto de vista, una configuración diferente: más dinámica y variada la de Las firmezas de Isabela donde el alternarse sucesivo de tercetos, redondillas, estancias, décimas, etc. divide el acto I en quince secciones, el II en catorce, y el III en seis19; más estática en cambio la de El doctor Carlino donde los 1224 versos que forman el acto I corresponden sólo a cuatro ritmos distintos: las coplas reales, un soneto, el romance y las redondillas20; e igualmente poco variado es el acto II reducido a una sucesión de estancias, décimas, redondillas, quintillas y de nuevo redondillas21.

La estructura del corto fragmento de la Comedia venatoria es, inevitablemente, más simple: los tercetos encadenados corresponden a la escena Iª, las octavas reales a la 2ª, las redondillas a la 3ª y 4ª22 (con una ligera imperfección entre el comienzo de las redondillas y la entrada en la escena de Camila y Cintia en la 3ª23). Es inútil sin embargo buscar en las otras dos comedias una correspondencia parecida, puesto que en Las firmezas de Isabela las quince secciones rítmicas del acto I se distribuyen en sólo nueve escenas, las catorce del II se dilatan en veinticinco y las seis del III en veintitrés; y del mismo modo en El doctor Carlino las cuatro secciones rítmicas del acto I y las cinco del II se ajustan a las ocho escenas del I y del II acto.

Es evidente que los ritmos de la escena y del diálogo son muy diferentes, y que las coincidencias son sólo ocasionales. Lo que se destaca inmediatamente, por ejemplo, es el continuo ir y venir de los personajes en Las firmezas de Isabela, mientras que en El doctor Carlino la presencia del médico es predominante como su papel de protagonista (no deja la escena durante todo el acto I). En particular, si para las escenas el punto de referencia es el movimiento, para el compás métrico lo es más bien un personaje, un estado psicológico o una situación. Piénsese por ejemplo, en Las firmezas de Isabela, en el madrigal que aisla, dentro de la sucesión de las redondillas, las palabras pronunciadas aparte por Violante (vv. 286-9524); o en el largo monólogo de Tadeo (vv. 665-826) donde los primeros cinco versos siguen el ritmo de las coplas reales que han caracterizado el final de la escena anterior, mientras los versos restantes se dividen aún en tres partes: cincuenta y un versos de redondillas, ciento y pico de romance y otros nueve de redondillas. Ya en estos escasos ejemplos vemos el extremo cuidado que el autor pone en la correspondencia entre ritmo y contenido, puesto que el madrigal subraya la queja amorosa de Violante y la alternancia de coplas, redondillas, romance y redondillas -que constituye el monólogo del criado- acompaña respectivamente su rápido comentario sobre la actitud de Fabio, sus consideraciones sobre los reproches recibidos, su relato de los antecedentes, y por fin su intención de buscar a Camilo. Igualmente, en El doctor Carlino, las coplas reales delimitan el coloquio entre Gerardo y el doctor (vv. 1-390), las estancias destacan la alabanza de la hermosura de Lucrecia (vv. 1225-68), y la sucesión soneto-romance marca -en el monólogo del médico (w. 391-520)- su invocación a la «diosa de la salud» (v. 518) y su sucesiva narración.

Hay que añadir además que, desde un punto de vista métrico, estas piezas se presentan como bastante variadas, ya que a las formas más usuales como romances, redondillas, décimas, sonetos, etc. se añaden otros ritmos: tercetos, estancias, octavas reales, quintillas, coplas reales y canciones. De todos modos, si Góngora rechazó decididamente los consejos del Arte nuevo por lo que se refiere a la estructura de sus comedias, por lo que atañe a la métrica no faltan coincidencias con las costumbres de su época. Los tercetos de endecasílabos y heptasílabos encadenados que abren la Comedia venatoria y Las Firmezas de Isabela, y que subrayan respetivamente la identidad disfrazada del dios Cupido y la atormentada pena amorosa de Marcelo, corresponden bien a lo afirmado por Lope («son los tercetos para cosas graves»25). Absoluto es también el respeto de Góngora por la tópica asociación relato-romance que el Fénix había sancionado («las relaciones piden los romances»26), aunque más de una vez, y acabamos de verlo con las narraciones de Tadeo y de Carlino, pone el relato al final de intervenciones más largas y métricamente variadas27. Las décimas, en cambio, no las utiliza «para quejas»28, sino para expresar en el diálogo amabilidad o alegría: piénsese, en Las firmezas de Isabela, en los generosos y recíprocos ofrecimientos de Marcelo y Fabio (vv. 106-145), en la dichosa espera del prometido por parte de los diferentes personajes (vv. 2017-2138) y en las enhorabuenas en vista del matrimonio inminente (vv. 2535-73); y en El doctor Carlino en el agradecimiento halagado de Lucrecia por las alabanzas recibidas (vv. 1269-1328).

Escasa es finalmente la utilización del soneto, que el Fénix aconsejaba para los momentos de espera29 y que aparece sólo tres veces en el teatro de don Luis: dos veces en Las firmezas de Isabela, cuando Camilo cierra solemnemente el acto I con unas consideraciones sobre los riesgos que la defensa del honor le impone (vv. 102639) y cuando Violante, en el acto II, expresa su desilusión por la supuesta traición de Marcelo (vv. 1935-48); y una vez en El doctor Carlino cuando en el acto I, y ya lo hemos mencionado, el médico rinde homenaje a la ciencia médica y confiesa estar usurpando los papeles de su hermano fallecido (vv. 391-404). En efecto, las formas métricas que acompañan los monólogos son sobre todo otras: las redondillas (véase el comentario de Camilo sobre la prudencia del viejo Octavio, vv. 894-907; y el de Marcelo sobre las pruebas a las que Fabio quiere someter su amistad, vv.142451), el madrigal (Violante que lamenta la breve duración de su esperanza amorosa, vv. 1530-38; e Isabela que, cerrando el acto II, confirma su constancia a pesar de la desconfianza de su enamorado, vv. 2139-45), o aún los ya recordados tercetos encadenados que destacan la entrada a las tablas de Marcelo y de Cupido al comienzo de las Firmezas de Isabela y de la Comedia Venatoria.

Es verdad de cualquier modo que los momentos en los que los personajes quedan solos en escena son pocos, puesto que sus comentarios y reflexiones se colocan más a menudo en los numerosísimos apartes que caracterizan el teatro de don Luis30 y que, aunque de costumbre siguen el ritmo del diálogo, pueden estar marcados también, a la par de los monólogos, por madrigales, estrofas aliradas, etc. Y si las redondillas constituyen la forma métrica dominante que se asocia, por consiguiente, más al desarrollo del enredo que a un específico «sujeto» tratado31, las octavas reales y las estancias se ligan en cambio, y en las tres comedias, a un tema intencionadamente solemne, a un momento de descanso y de contemplación que marca siempre el ingreso en escena de dos personajes: Silvio y Floriscio, Galeazo y Emillo, Gerardo y Lucrecia. Me refiero a la descripción de la caza en la Comedia venatoria, a la de Toledo en Las firmezas de Isabela y a la de la bella Lucrecia en El doctor Carlino.

Los treinta y un versos (60-91) que forman la primera nos introducen, por medio de las palabras de Silvio y ya con la escena II, en el ambiente propio de los cazadores, que la presencia del príncipe ha conseguido potenciar hasta la hipérbole: mil cazadores con mil cuernos, un centenar de halcones y gran cantidad de perros que rastrean la montaña sin parar, en suma un riquísimo aparato que llena todo el ambiente de movimiento y de sonoridad (latir de perros, relinchar de caballos, piar de halcones, etc.) negando toda posibilidad de escape a las diferentes presas: sean garzas o ciervos. Al haber quedado interrumpida la pieza ya en el v. 355, es difícil establecer la función que tendrían en la comedia estas octavas, cuya colocación inmediatamente después del monólogo de Cupido, establece de todos modos un súbito paralelismo entre las dos «autoridades» (la real y la divina) y el inevitable éxito de sus cacerías; puesto que es obvio que si ningún animal puede sobrevivir a la montería del príncipe (diferente es la situación de una normal cacería, y lo vemos en la escena 3ª32), tampoco la desdeñosa cazadora podrá esquivar la dorada flecha del dios disfrazado.

Análogamente, y todavía más hiperbólica es la descripción de la ciudad de Toledo (vv. 2146-2233) que, por estar edificada encima de una colina, se parangona a una montaña «precipitante» y luego, en un subseguirse de confrontaciones siempre más audaces, se acerca a turbantes africanos, a tocas listadas de oro, a coronas imperiales, a minas del Potosí o a famosos obeliscos. A este enfoque general se añade luego el recuerdo de sus famosos monumentos: la catedral, el alcázar, el río Tajo, el castillo de San Servando, etc.; una cantidad de versos y de pormenores que sólo justifica como homenaje rendido por Góngora a sus amigos toledanos33. Lo que sin embargo nos interesa destacar es que estos versos, que aparentemente no tienen nada que ver con los personajes de la comedia o con el enredo, vuelven varias escenas más tarde y con una finalidad completamente distinta. Las metáforas ahora mencionadas como elogios de la grandeza, importancia, belleza y estratificación histórica de Toledo se hacen en efecto síntesis expresiva de la intensa decepción del viejo Galeazo. Cuando en efecto, llegado el desenlace, asistimos al multiplicarse de las mentiras y de las burlas que implican a los viejos, y Galeazo ve a un joven que finge ser su hijo y a su hijo que finge ser otro y que hasta lo niega desmintiendo que es su padre, la ciudad que ha exaltado poco antes se transforma: ya no es una Toledo-Capitolio, o sea un centro político y religioso ejemplar (como ha afirmado completando las alabanzas de Emilio, v. 2178), sino una Toledo-Ginebra, o sea un lugar herético donde no hay certidumbres, ni respeto hacia los deberes familiares (v. 3406). E inmediatamente después, es suficiente una rápida referencia al «turbante», a la «corona», al «Potosí» que aparecen en el desesperanzado interrogante Galeazo:


¿Es ésta la gran corona?
¿el turbante? ¿el Potosí?


(vv. 3410-11)                


para llamar a la memoria del espectador con sólo dos sintéticos octosílabos (el ritmo ahora no es el de las octavas reales sino el más fluido de las redondillas), todas las metáforas, las perífrasis y las antonomasias que se han subseguido durante los casi cien versos que han abierto solemnemente el acto III, y que adquieren así una concreta y bien calibrada funcionalidad dramática.

Y si en este caso Góngora ha construido una perfecta correspondencia entre forma y contenido sublime para pasar luego -substituyendo el nivel estético (belleza del lugar) con el nivel patético (desesperación de un padre)- a un significado diferente (ciudad ya no bella, sino inhospitalaria y falsa), un análogo contraste positivo/negativo se repite con la descripción de la belleza de Lucrecia en su última comedia, El doctor Carlino. Aquí es una sucesión de estancias la que acompaña la identificación de la mujer con una diosa (ora Venus, ora Juno, ora Palas), y su sublimación implica también a Gerardo que, por su medio, se eleva a la par de Ganimedes a la altura del Olimpo. Como en Las firmezas de Isabela, al ritmo solemne se une un lenguaje culto (saturado de metáforas, de hipérboles y antonomasias), idóneo para representar un alto contenido. Ahora sin embargo, para conseguir un inevitable efecto de ludus, no se ofrece una faceta diferente de una descripción hecha anteriormente, sino se construye un texto disémico y cuya doble posibilidad de lectura (la encomiástica explícita y la denigratoria sobrentendida) resulta hasta demasiado evidente. Mientras, en Las firmezas de Isabela, el espectador, bien enterado de las astucias de Lelio y de sus jóvenes cómplices, se divertía ante la sorpresa, el enfado y la desesperanza de Galeazo y Emilio, en El doctor Canino el efecto cómico deriva sólo de la complicidad que el personaje establece con su (teórico) público, siendo los dos conscientes de la finalidad irónica que guía a Gerardo -y por medio de él a Góngora- a aplicar un metro y un estilo sublime a un argumento inadecuado: la Lucrecia alabada como una diosa es en realidad una mujer infiel, venal y deshonesta.

Y es en El doctor Carlino donde encuentro también otra prueba del extremo cuidado que don Luis pone en conservar siempre una estricta relación entre contenido del diálogo y forma métrica utilizada. Cuando, en el final del acto II, el médico se ríe del viejo y enfermo don Tristán (prometido de la joven Leonora) e intenta impresionarlo con su sabiduría y con un largo elenco de autoridades y citas (Galeno, Avicena, frases en latín o en griego, refranes, etc.) para obligarlo a declarar su edad avanzada, su tono es burlesco, sus palabras griegas deformadas o inventadas y sus prescripciones o acreditados consejos ajustados a un objetivo jocoso evidente. Así las redondillas que han marcado el diálogo hasta aquel momento, después de los primeros dos versos, se interrumpen y dejan espacio a siete quintillas (vv. 1901-35), mientras que las rimas se hacen intencionadamente agudas, y se organizan según un esquema inusual: no una acostumbrada combinación alternada (ababa. abbab, abaab, etc.), sino una disposición de cinco rimas diferentes (abcde) que se repiten paralelamente en cada estrofa.

Además, cuando empezamos a leer la primera quintilla y las nociones de doctrina médica que Carlino quiere transmitir a su viejo paciente, nos damos cuenta en seguida de que el número de los versos de cada estrofa corresponde al número de las vocales (cinco) y de que las rimas se subsiguen ordenándose en una secuencia no casual, que corresponde perfectamente a la del alfabeto: a-e-i-o-u:


Galeno que enseñó ya
a todos el A, B[e], C[e]
de nuestro arte, y más a mí
que soy en nuestra edad yo
de los médicos el Bu.


(vv. 1901-5)                


Las doctas invenciones que Carlino dicta al viejo Tristán en su burlesca clase se refuerzan entonces de esta manera diferente y más sobrentendida, ya que el eco fónico de las vocales, que nos acompaña durante treinta y cinco versos, parece ofrecerse como paciente reiteración didáctica que estimula al aprendizaje hasta a su obstinado y refractario alumno, y que le confirma al médico aquel papel «docente» que él mismo ha elegido, ya desde el comienzo de la comedia, intentando convencer al amigo Gerardo con sus astutos (y falsos) consejos.

Por otra parte, a las conexiones entre contenido del diálogo y metro o a las entre diálogo y rima, que hemos señalado hasta ahora, se añaden más claros vínculos entre tema-base del enredo y tropos utilizados. En Las firmezas de Isabela cuyos protagonistas son mercaderes o hijos de mercaderes, sobran por ejemplo (y esto puede ser obvio) las referencias al dinero o a todo lo que pertenece al campo semántico del trato comercial; lo que sin embargo es interesante destacar es que este espíritu mercantil se extiende a contextos diferentes: la descripción de un paisaje, la alusión al sentimiento amoroso, la actitud doble del enamorado, etc.34 Y análogamente, en El doctor Carlino, sobran citas de personajes o episodios del Antiguo Testamento siendo, por el contrario, el contexto de la comedia desacralizador de todo principio honrado35.

El hecho de que los campos semánticos a los que Góngora recurre son diferentes, y propios de cada comedia excluye, sin duda, toda posibilidad de que el autor haya construido sus imágenes metafóricas como asociaciones libres, dictadas por la casualidad del momento o por un automatismo tópico en el interior del lenguaje culto. Es evidente, en cambio, que don Luis, al escribir sus piezas, ha tenido por delante, y constantemente, todos los diferentes elementos que componen sus dramas: el movimiento escénico, los coloquios de los personajes, la polisemia de los tropos, el ritmo métrico, las rimas, etc. Los sectores culturales a los que acude, además, son cada vez distintos: tradición literaria, conocimientos bíblicos, fantasía metafórica, sensibilidad mélica, etc.

A esta voluntad exhaustiva, y no a falta de imaginación, me parece que hay que ligar también la presencia de otras fuentes que Góngora utiliza, no ya para la construcción de imágenes, de sintagmas o de difíciles alusiones, sino más bien para el desarrollo del enredo. Vemos así que la Comedia venatoria se liga a la Aminta de Tasso36, que El doctor Carlino cita un episodio del Decameron de Boccaccio y que en Las firmezas de Isabela hay huellas de hasta cuatro comedias: de I Suppositi de Ludovico Ariosto, de El mercader amante de Gaspar de Aguilar y de Virtud, pobreza y mujer y Lo fingido verdadero de Lope de Vega37. Todos estos textos, que remiten a géneros y a autores diferentes, tendrían, pues, una función parecida a la otorgada a metáforas, antonomasia, disemias y rimas, es decir, la de otorgarle también al enredo de estas comedias aquella misma estratificación culta que ha caracterizado en sus diferentes niveles (estilístico, semántico, melódico) el diálogo y los monólogos de sus personajes.





 
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