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Luis Fernández Roces: de sus premios y de sus cuentos

José María Martínez Cachero


[Nota preliminar: (Prólogo al libro de Luis Fernández Roces, De algún cuento a esta parte, volumen 8 de la colección «Los Contemporáneos Asturianos», Oviedo, Caja de Ahorros de Asturias, 1990, pp. 7-13).]



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(En el verano de 1980 escribí este prólogo para presentar el volumen Diálogo del éxodo y otros monólogos que iba a publicarse por entonces y que, finalmente, no salió. Mantengo hoy en lo fundamental su texto, con las oportunas supresiones y los necesarios añadidos).



Modesto y sencillo, geográfica y temperamentalmente lejano de capillas e intrigas literarias, Luis Fernández Roces, asturiano nacido en Pumarabule (Carbayín) en 1935, hijo de minero, vive, trabaja y escribe desde hace bastantes años en Gijón. Estudiante de bachillerato, componía versos y publicaba crónicas futbolísticas en un diario regional; concluidos tales estudios hubo de seguir una carrera asequible a las disponibilidades familiares y por eso «elegí la profesión de practicante» y, andando el tiempo, «la verdad es que le cogí cariño a mi trabajo» porque suponía «un contacto con el hombre, con su dolor y con su vida, verdaderamente enriquecedor» (de una entrevista con Fernández Roces: La Nueva España, Oviedo, número del 2 de junio de 1974).

En el tiempo que le dejan libre los turnos como practicante en la factoría de Ensidesa-Veriña, Luis Fernández Roces aprovecha para leer -buen lector, perspicaz asimilador de lo leído- y para proyectar y escribir sus cuentos -«en cualquier lugar: en la calle, en casa, en el trabajo» pueden brotar; «pienso la idea y las situaciones, las elaboro mentalmente, sin tomar notas». «Después, cuando me siento a la máquina, voy ya con   —122→   el cuento totalmente pensado y ordenado» (de la entrevista antes citada)-. Así, rutinariamente si se quiere, transcurren los días gijoneses del practicante y narrador Fernández Roces.

Breve y más bien levemente es trastornada semejante rutina cuando a su domicilio llega la noticia de un éxito literario, esto es: un premio obtenido en algún certamen. Para no pocos narradores de la época llamada de post-guerra tal ha sido el recurso que los lanzó, siquiera por un momento, a la fama y que les facilitó la atención, a veces sólo momentánea, del mundo editorial, inasequible de otro modo. Creo que las cosas han ido cambiando, aunque no mucho y sí lentísimamente, y deben seguir cambiando, porque no resulta saludable que el camino del premio sea el único permitido al escritor novel para su revelación. Si lo que ese novel escribe son cuentos y si, además, el novel habita en la provincia, arrinconado entre sus convecinos, las dificultades se acrecientan: circunstancias las enunciadas que coinciden con las personales de nuestro autor, al que convienen plenamente estas palabras de su colega Eduardo Mendicuti: «Hay en la literatura de hoy mismo escritores que por temperamento o por decisión absolutamente lúcida y consecuente apenas cultivan otro género que el relato breve. Género difícil y descuidado por los editores, tropieza con toda suerte de obstáculos para su difusión, y el nombre del escritor permanece encadenado a las revistas especializadas que de cuando en cuando publican sus narraciones, y a algún que otro concurso literario de esos cuyos ecos se apagan tan pronto. Si, para colmo de dificultades, el escritor vive y escribe en provincias, su perseverancia puede rayar en el heroísmo».

En concursos literarios de eco más y menos duradero ha estado presente no pocas veces Luis Fernández Roces, cuya biografía de galardonado se inició (según mis noticias) en 1967 -con El barro, premio «Lena» (Pola de Lena)- y llega por ahora hasta 1981 -premio «Asturias» de novela-. Durante este lapso de tiempo Fernández Roces triunfó con sus cuentos en el ámbito regional asturiano -premio «Ciaño»; dos veces premio «Lena»; premio «La Felguera» en 1974, con Sobre este cadáver de ceniza, certamen de ya larga historia y que ofrece un excelente balance de calidad y prestigio- y en el ámbito nacional -al que corresponden el premio «Ciudad de Villajoyosa»; el «Ignacio Aldecoa» (Vitoria) (en   —123→   1973, con Una voz callada en el silencio, ahora titulado Los fusiles); el «Ateneo de Valladolid» (con la novela corta Ven, arrójate al mar); y más destacadamente, en razón de su cuantía económica y numerosísima concurrencia (2.638 originales en esta convocatoria de 1968), el «Hucha de Oro», con el cuento La sonrisa que te llegaba. Pero semejante enumeración, abundante y reveladora, quedaría incompleta si no se añadiese, saliéndonos ya del género «Cuento», el premio «Ciudad de Torrelavega» (1975), a su novela La arena de los ciclos, y el «Novelas y Cuentos» (1977), a su novela El buscador que, publicada en ese mismo año por la editorial Magisterio Español, sirvió de segundo toque de atención importante (luego de la «Hucha de Oro») acerca de su autor, presentado fervorosamente por el crítico Dámaso Santos (que había sido jurado del certamen) y elogiado por diversos comentaristas. Se trata de una saga familiar -más de cien años de intrahistoria española y varias generaciones: desde la abuela Teresa Suárez hasta Pedro Incógnito, el protagonista a la búsqueda de su identidad-; y es novela brillantemente escrita, narrada la peripecia (tanto externa como íntima) con una cierta complicación estructural -diferentes planos, símbolos y claves: como partes de un rompecabezas que sólo al final del relato comienzan a ordenarse-; a ello debe añadirse la presencia de lo onírico y enigmático. Viene después el premio «Asturias» 1981 para su novela La borrachera, donde el médico Sotero, personaje a quien Fernández Roces concede la palabra y un claro protagonismo, un ser desvalido, necesitado de compañía, recuerda «desde la noche del muelle» y sobre la embarcación construida por Facio, personas, situaciones, lugares, días pretéritos en una larga y apasionada evocación dirigida «a vosotros, hermanos, amigos»; una muestra más del peculiar humanismo de Fernández Roces, seguro conductor ahora de la fluencia, a veces desordenada o quebrada, de la rememoración puesto que (como leemos en la página 189) «esto no es un relato» sino un arroyo, y «¿no es viva el agua del arroyo?; ¿no os parecerá muerta el agua de un canal hecho por manos de albañiles, trazado en línea recta de cemento?». Añádase a esta lista victoriosa, acaso como cierre provisional de la misma, la concesión del premio «Casino de Mieres» (de novela corta), en su convocatoria de 1986, a Diálogo del éxodo, y del premio «Alfonso   —124→   García Ramos» (de novela), convocatoria también de 1986, a El paraje escondido, dos títulos que vieron la luz posteriormente.

Una docena de galardones, menores y mayores, esparcidos en el tiempo y en la geografía española, diríase que han carecido del peso suficiente para sacar a su autor de la condición de casi novel, casi desconocido a quien el único recurso que le queda todavía para subsistir literariamente son los premios ya que «yo voy a un editor con una novela o un libro de cuentos y sé que me lo rechaza» (de la entrevista que vengo utilizando).



Para la presente ocasión nuestro autor ha seleccionado doce piezas cortas de su obra narrativa y ha inventado un título para el conjunto, De algún cuento a esta parte, que lo limita en el tiempo -cuentos compuestos entre 1967 y 1980- aunque de modo no completo; por lo mismo, no me decido a hablar de una evolución de su creador, tanto temática como formal. Pero sí cabe advertir mayor sencillez en unos casos y mayor complicación en otros y, asimismo, planteamiento y desarrollo a lo realista en algunos cuentos y en otros (sirva de ejemplo Sobre este cadáver de ceniza), cierto simbolismo o parabolismo; los cuentos premiados en el concurso «Lena» -El barro, 1967 y El viaje, 1975 (no incluidos en este volumen)-, más realista el primero y más simbólico el segundo, acaso pudieran constituir muestra fehaciente de tal evolución. Puestos a pensar uno no sabe si la lectura de colegas hispanoamericanos como Juan Rulfo, Vargas Llosa y García Márquez, confesada como grata y gratificante por Fernández Roces, habrá supuesto, en virtud de una muy personal asimilación, algo no desdeñable en su carrera narrativa.

El conjunto aquí ofrecido constituye ejemplo cabal de su humanismo, esto es: interés afectuoso, compasivo por el personaje humano, casi siempre vapuleado por la vida y por sus semejantes, con escasos momentos de satisfacción y alegría; seres derrotados, aplastados ineluctablemente, y más aquellos que el autor sitúa en un medio urbano, medio más cerrado y artificioso, donde hasta la locura -compruébese en Cemento y réquiem- es amenaza verosímil. Hacia esas gentes, algunas con rostro   —125→   apenas reconocible y carentes de nombre propio, lo que puede significar su ascensión a seres representativos -caso del viudo de La sonrisa que te llegaba, del huido de Los fusiles, de los forzados combatientes de Sobre este cadáver de ceniza-, se inclina piadosamente, pero lejos de cualquier sentimentalismo, el autor. A veces, frente a la hostilidad de los demás, un objeto inanimado -la armónica de La sonrisa..., el fusil de Los fusiles- se convierte, a más de fiel acompañante en el desvalimiento, en objeto de algún modo protagonista. Seres también sacados de sus habituales casillas, desquiciados (y no por deliberado tremendismo de Fernández Roces), deshumanizados si se quiere, hechos lobo para el prójimo -tal los oficinistas compañeros del difunto Paco en A gatas debajo de la mesa-.

Cuida celosamente nuestro autor la técnica y la expresión -«lo que laboro una y diez veces es el estilo, las palabras, los giros del lenguaje» (entrevista citada)-. Es claro que en su escritura no existen adiposidades deslumbrantes e innecesarias, y sí una vigilante y eficaz concisión puesta al servicio de la expresividad y de la belleza. «El sol se venía abajo, quemazón esparcida (...) y los cánticos, pánico roto, crecían y crecían, clamor caliente», ejemplo de estudiada distribución (tomado de Este pájaro desalado), donde los breves sintagmas se complementan y refuerzan entre sí produciendo el ritmo pertinente al momento narrado.

Si de las meras palabras y de su ritmo pasamos a la técnica, advertirá el lector de este volumen que en algunas de sus piezas es usado un procedimiento estructural consistente en un breve comienzo, donde se informa de lo acaecido -la muerte del compadre Juan Mellizo (La rebelión de los perros); el peso del cuerpo muerto de Camilo sobre las espaldas de su padre (Este pájaro desalado); la eterna permanencia vigilante del anónimo personaje de Sobre este cadáver de ceniza; el delirio del moribundo (Así, tal vez) son ejemplo de tal comienzo, incompleto o nebuloso como información-, para, a seguido, referir puntualmente los sucesos, llegando a un término o final que enlaza estrechamente con el comienzo, lo repite, coincide a veces con él a la letra -«Entre la luz de la amanecida, de costado, en medio de la plaza: así murió el compadre Juan Mellizo» (comienzo); «Juan Mellizo se venía abajo, en medio de la plaza, entre la luz de la amanecida» (final)-.





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