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Luisa Valenzuela. Baile de máscaras

Francisca Noguerol Jiménez




Porque la sorpresa.
Porque la aventura.
Porque la pregunta
y un rechazo visceral a las respuestas.


Luisa VALENZUELA, «Escribir con el cuerpo», Peligrosas palabras.                






Original, deslumbrante, audaz, irónica, feroz, ingeniosa, sensual, ambigua, procaz, fascinante: diez adjetivos no bastan para describir a la argentina Luisa Valenzuela, una de las más brillantes narradoras actuales en español de la que, ante todo y como señaló Borges en relación a Óscar Wilde, se podría decir que «posee una virtud sin la cual todas las demás son inútiles: el encanto».

En pleno Carnaval, periodo especialmente significativo para entender su escritura, redacto un prólogo que pretende presentarla ante el público español sencillamente como la que es: una experta francotiradora de la palabra con permanente capacidad para colocar al lector en vilo, a la que hay que leer con los brazos en alto y, aun así, siempre caeremos en alguna de sus innumerables celadas. Haga la prueba y entre desprevenido en sus textos: saldrá magullado o, cuanto menos, escaldado por las peligrosas jugarretas de que será víctima a cada paso. Y es que, como reconoce la propia voz narrativa en El gato eficaz, «yo soy trampa toda hecha de papel y mera letra impresa».

Hoy nos felicitamos por la aparición en la editorial Menoscuarto de una antología que recoge lo más granado de la producción cuentística de Valenzuela, y que demuestra su maestría en un género que ha privilegiado sobre cualquier otro. Así lo reconoció ella misma al presentar en México sus Cuentos completos y uno más: «Me precipitó a la escritura no las ganas de ser escritora (demasiado rodeada estaba yo de escritores), sino la felicidad de haber logrado el milagro llamado cuento: un universo íntegro, completo en unas pocas páginas, la unión de mundos hasta entonces irremisiblemente separados, la posible solución a un enigma. [...] Creo que el cuento es la gloria de la prosa, su posibilidad de expresar la perfección».

Dueña de una larga trayectoria signada por el riesgo y en la que ha conjugado el ejercicio de la novela -Hay que sonreír (1966), El gato eficaz (1972), Como en la guerra (1977), Cola de lagartija (1983), Novela negra con argentinos (1990), Realidad nacional desde la cama (1990), La travesía (2001)- con el ensayo -Peligrosas palabras (2001), Escritura y Secreto (2002)- y la miscelánea autobiográfica, a medio camino entre la reflexión teórica y la ficción -Los deseos oscuros y los otros. Cuadernos de Nueva York (2001), Acerca de Dios (o Aleja) (2007)-, Valenzuela ha practicado con especial fervor la escritura de brevedades y en ella ha conseguido sus mayores logros. Así lo demuestran los cuentos que componen Los heréticos (1967), Aquí pasan cosas raras (1976), Libro que no muerde (1980), Donde viven las águilas (1983), Cambio de armas (1982), Simetrías (1993), Cuentos completos y uno más (1999) y Tres por uno (2008), y los microrrelatos reunidos en Brevs (2004) y Juego de villanos (2008), historias independientes que acentúan su cohesión gracias a la reiteración en cada volumen de constantes temáticas y estilísticas muy marcadas.

Nos adentramos así en un universo único, en el que se reflejan a cada momento las traviesas travesías de una mujer culta -hija de la también escritora Luisa Mercedes Levinson, a su casa acudían autores de la talla de Borges, Sábato, Bioy Casares, Mallea y la plana mayor del exilio español en Buenos Aires-, cosmopolita -ha vivido en París, México, Barcelona, Nueva York y viajado a los rincones más insospechados del planeta-, políglota -habla con igual fluidez francés, inglés y español-, lúcida -sus reflexiones teóricas resultan esenciales para desvelar los secretos de su creación- y polifacética -entre otros trabajos, ha ejercido como periodista, profesora de talleres literarios y docente universitaria.

No contenta con ello, ha despertado la admiración de los más reconocidos escritores. Así, tras encontrar por azar en una librería londinense la traducción inglesa de Aquí pasan cosas raras, Susan Sontag la reconoció como indispensable en un reportaje publicado por The New York Times en octubre de 1980. Este hecho contribuyó a que Strange Things Happen Here hiera el único título latinoamericano seleccionado para formar parte de la exposición The American Century. Art & Culture 1900-2000, organizada por el Museo Whitney de Nueva York y en la que se reunieron las obras extranjeras que más habían influido en los escritores norteamericanos del siglo XX.

En el contexto hispánico el maestro de la prosa Juan Filloy, quien ostentara el honroso título de mayor creador de palíndromos de la historia, reconoció ya en 1967 el pulso narrativo de la autora de Los heréticos: «Por favor no toque su estilo. Es de una acuidad excepcional. Semejante a una pelota nueva de goma, pica, salta, rebota con tanta vivacidad que da gusto verlo actuar en los temas más diversos». Por su parte, Carlos Fuentes la presentó como «la heredera de la literatura latinoamericana. Usa una corona opulenta y barroca, pero tiene los pies desnudos», mientras Julio Cortázar, tan cercano en su poética a Valenzuela, le dedicó elogios como los siguientes: «Los mejores escritores argentinos trabajan en la búsqueda y muchas veces el hallazgo de un difícil equilibrio del que siempre ha surgido la gran literatura. Luisa Valenzuela me parece un acabado ejemplo de lo que afirmo. Valiente, sin autocensuras ni prejuicios; cuidadosa de su lenguaje, exorbitado cuando es necesario pero maravillosamente refinado allí donde la realidad también lo es». Más adelante, el mismo Cortázar incidiría en el derrotero inusual seguido por la joven Luisa, en su contagiosa alegría de vivir -transmitida expresivamente a su creación y que ha hecho famosa la hospitalidad de su casa de Belgrano- y en su maestría para reflejar los claroscuros de la condición femenina, con lo que abrió caminos transitados posteriormente con asiduidad por la crítica sobre su obra.

La singularidad de una narrativa basada en la sorpresa, la aventura y la pregunta sin respuesta, patente en el epígrafe que inicia estas páginas y que define de forma clara la obra que analizamos, explica su constante indagación en terrenos inexplorados de la realidad, que en más de una ocasión se vuelven cenagosos. Remito de nuevo a sus palabras para dar cuenta de este hecho: «Tal vez uno busca siempre en zonas aledañas, pero descubre otros rincones. Escribir es, también, una búsqueda del propio deseo». Este hecho justifica la recurrencia en los textos de elementos invasores, que desbordan los límites y tensan las situaciones hasta extremos intolerables; el frecuente empleo de la alegoría y las visiones de reojo para «poder encarar verdades que de otra forma serían indecibles de tan dolorosas»; la constante petición de un lector, que, como en el relato "Cuarta versión", sea capaz de ofrecer la última interpretación de lo ocurrido; la utilización de la polifonía, que permite «observar los reflejos, descubrir lecturas contrapuestas»; y, por fin, el constante juego con la focalización, motivado en parte por el hecho de que, como señala Elzbieta Sklodowska, «en la escritura femenina el desafío deriva del mero cambio del sujeto hablante»1.

Teniendo en cuenta estos presupuestos, se entiende por qué la obra de Valenzuela se articula en torno a los ejes fundamentales del poder, el deseo y el lenguaje, motivos imbricados y exhaustivamente analizados por los numerosos trabajos académicos que sus páginas han concitado. Pasemos a realizar un breve recorrido por cada uno de ellos.


Poder

El contexto político resulta fundamental para comprender la frecuente reflexión sobre el poder presente en los textos de la autora, que sufrió, como tantos otros argentinos, el mal llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) -«Guerra Sucia» o «años de plomo» en sus más acertadas palabras-, un tiempo definido por Frank Graziano como de atrocidad ritualizada en el que se produjo para el pueblo «una doble fase de desgarro y enmascaramiento»2. Este hecho no podía ser pasado por alto por una escritora que significativamente trabajó para Amnesty International y para Americas Watch y que, en su «Pequeño manifiesto», recogido posteriormente en Peligrosas palabras, se atreve a señalar: «El hombre es un animal político, por lo que el escritor no puede sustraerse a su circunstancia. La literatura remueve las conciencias, no dando nunca una única respuesta».

La meditación sobre la violencia en sus más diversas formas ha dado lugar, de hecho, a algunas de sus mejores colecciones de cuentos. Es el caso de Aquí pasan cosas raras, escrita de un tirón en 1975 ante la sorpresa y el desasosiego Que experimentó al reencontrarse con el feroz Buenos Aires de López Rega; asimismo, Cambio de armas y Simetrías descubren los horrores de un poder que perdió toda legitimidad al recurrir a prácticas como la tortura y la sistemática desaparición de sus oponentes.

Recordemos así el magnífico relato «Cambio de armas», descrito por la propia Valenzuela como «contaminante, un saber al borde del abismo», en el que la protagonista ha perdido todo rasgo de humanidad tras haber sido penetrada física y mentalmente por su coronel. De igual manera, la antigua guerrillera de «Simetrías» es vejada por la mañana en Comisaría y paseada por la noche con una buena capa de maquillaje sobre las heridas. Las leyes se inscriben por tanto en las pieles y, especialmente, en los cuerpos femeninos, recordando los episodios vividos durante la dictadura por aquellas opositoras al régimen violadas y, finalmente, tras una operación de lavado de cerebro, convertidas en amantes de sus agresores. Víctimas de su situación, y perdido el derecho a la memoria, la mayoría de ellas acabó en el suicidio o abandonando el país. Sin embargo, de acuerdo con la sistemática rebeldía que las mujeres presentan en la obra de Valenzuela -no en vano la protagonista de «Los Menestreles», nuestro primer cuento antologado, recibe el sobrenombre de Jeanne la fuerte-, éstas luchan denodadamente por su liberación a través de la palabra o la acción.

Pero las relaciones de dominación no se restringen a las padecidas bajo regímenes autoritarios. Consciente de este hecho, Valenzuela siente especial predilección por cuestionar en sus textos los roles genéricos ya que, como señaló en entrevista con Rosa Beltrán: «Una cosa que a mí me interesa mucho es todo aquello que nos ha marcado sin que nos demos cuenta. [...] Todo aquello que uno no puede expresar y que después va a aflorar de una manera totalmente nociva para aquel que trató de ignorar una verdad. Eso puede ser, eso es casi una posición ética». En este sentido, socava los discursos canónicos sobre la pareja presentando protagonistas alienadas -«El café quieto», «Tango»- que, en los mejores casos, terminan recuperando su libertad tras incontables balbuceos -«Ceremonias de rechazo»-. Así se explica por qué en «Escribir con el cuerpo» (Peligrosas palabras) concibe la creación femenina en los siguientes términos:

«Dicen que la literatura femenina está hecha de preguntas.

Digo que la literatura femenina, por ende, es mucho más realista que la otra.

Preguntas, incertidumbres, búsquedas, contradicciones.

Dicen que la literatura femenina está hecha de fragmentos.

Repito que es cuestión de realismo.

Está hecha de desgarramientos; jirones de la propia piel que quedan adheridos a alguna hoja no siempre leída o legible».



Este hecho resulta especialmente significativo en la sección de Simetrías «Cuentos de Hades», revisión novedosa y provocadora de los más conocidos cuentos maravillosos que, de acuerdo con su título, demuestra cómo estos relatos han surgido directamente del infierno con el fin de someter a la mujer. Con ello se pone de manifiesto una experiencia frecuente en la más reciente literatura femenina, empeñada en desvelar el contenido sexista y patriarcal de los cuentos de hadas e interesada en descubrir sus trampas yendo más allá del final feliz. Resulta especialmente significativa «La llave», que desvela sus claves interpretativas en la dedicatoria: «A Renée Epelbaum y por extensión a todas las Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, por su fuerza, tesón y valentía». Esta excelente revisión de «Barbazul» presenta a una esposa rebelde que, frente a las casadas que ocultan su curiosidad limpiando la llavecita de oro con la que abrieron la puerta prohibida, asume una actitud combativa y libre de miedos, semejante a la de las mujeres a las que se homenajea en el relato.

¿Y qué mejor estrategia para desactivar las historias oficiales que recurrir a la ironía y el humor? Valenzuela, Comendadora Exquisita de la Orden de la Grande Gidouille según el colegio de Patafísica argentino, del que fue temprana abanderada, atribuye en parte a sus raíces inglesas estas cualidades esenciales de su escritura, reñidas con el cinismo y hermanadas sabiamente con su profunda devoción por el absurdo y el grotesco. Como ella misma ha señalado: «Se necesita una mirada dual para ver las cosas. Y la ironía te permite ver las cosas desde otro ángulo. Si estamos instalados siempre en el drama, nos perdemos la mitad de la luz de la situación, o mejor dicho, los claroscuros. La ironía, el humor negro, macabro, rompen el patetismo y te permiten abrir una compuerta hacia otro lugar para ubicar la mirada».

Es el tipo de comicidad al que la escritora y psicoanalista Hélène Cixous se ha referido con la imagen de la risa de Medusa, capaz de petrificar a quien no está preparado para enfrentarla y que desmiente rotundamente el célebre postulado de Freud en El chiste y su relación con el inconsciente, según el cual el humor se encuentra más desarrollado en el varón que en la mujer porque ésta carece de agresividad en el super ego. Baste como ejemplo de este hecho el combativo párrafo que abre Primeras palabras de Acerca de Dios (o Aleja), meditación sobre el concepto de Dios y última obra publicada por Valenzuela hasta el momento: «Ante todo debo confesar que me creo menos descendiente de Eva que de alguna lejana antecesora de la Mona Chita. Como creo ocurre con el resto de mis congéneres, aun a pesar de la encomiable disposición de la primera por desobedecer las más altas órdenes en pro del conocimiento».




Deseo

La obra de Valenzuela se encuentra recorrida por una inextinguible corriente de deseo, que galvaniza sus palabras a cada instante y que, por ende, conmueve y estimula al lector a partes iguales: no en vano, El placer rebelde fue el acertado título elegido para una antología de sus textos aparecida en el año 2003. El deseo se presenta sin pudor y en todas sus modalidades: erótica (pasión por el cuerpo), literaria (placer por la escritura) y psicológica (curiosidad insaciable).

Este hecho ha dado lugar a que la propia escritora, de acuerdo con reconocidas teorías postestructuralistas, deconstruccionistas y feministas, explique su poética como «escritura del cuerpo». Para subvertir el orden establecido nada mejor que centrarse en la propia anatomía, lo que la lleva a escribir en «La palabra, esa vaca lechera» (Peligrosas palabras) frases como las siguientes: «la palabra es cuerpo y escritura»; «es un cuerpo, nuestro cuerpo, y lo producimos con nuestros propios jugos, a veces llamados saliva, otras no»; «como mujeres debemos defender el erotismo de nuestra propia literatura y dejar de ser el espejo del erotismo de los hombres»; «seremos conscientes de nuestros cuerpos cuando se llegue al cuerpo de nuestra escritura»; «digerir y comprender [...] finalmente generan discurso». La palabra aparece aquí por primera vez como res o vaca lechera, algo vivo y natural que la lleva a equiparar creación y coito en «Escribir con el cuerpo»: «Esta escritura con el cuerpo que es el acto de amor».

La meditación sobre el tema no se detiene en este fascinante ensayo. Así se aprecia en sus declaraciones a Gwendolyn Díaz -«Cuando se está escribiendo con el cuerpo está todo integrado, eros y logos actúan ambos en equilibrio. En lugar de haber un proceso, uno tiene que sentirse muy libre y muy no dueño de la situación [...]. Ese instante de perfecto balance está en el dejarse ir. [...] En ese momento se expresa todo el ser, en su aspecto más oscuro, desordenado, aterrador, visceral [...]. El verbo es acción, entonces el verbo es cuerpo»-y a Rosa Beltrán: «Por eso yo digo que escribimos con el cuerpo [...]. Tu experiencia con el mundo está limitada por tu piel, digamos por todo tu cuerpo, y por tu deseo. A mí me interesa mucho ver cuál es mi deseo, y a través de mí el deseo de la mujer, porque es un deseo que no ha sido explicitado».

El motivo es asimismo abordado por el personaje de Roberta en Novela negra con argentinos -«[...] Yo tampoco sé pero lo siento, escribí con el cuerpo, te digo. El secreto es res, non verba. Es decir, restaurar, restablecer, revolcarse»- y llega con toda su fuerza a La travesía, su última novela hasta el momento y de la que transcribo un significativo párrafo:

«En una segunda vuelta de tuerca percibe el distanciamiento logrado por el uso de la tercera persona. Yo soy otra, como se ha dicho. Ya no pongo más mi cuerpo en juego, ya no estoy toda yo derramándome en el papel como una erupción de lava. Caliente yo, descontrolada. Anaïs Nin tuvo siempre la prudencia de inventar personajes para sus historias eróticas. Con F ella se jugó entera porque de eso se trataba, y brindó lo poco que tenía para brindar: su cuerpo. Al menos en palabra. El cuerpo hecho palabra cuando hubiera debido ser todo lo contrario: la palabra hecha cuerpo».






Lenguaje

Llegamos ya al motivo del lenguaje en la literatura de Valenzuela, profundamente vinculado a su concepción del deseo. Como ella misma comenta a Gwendolyn Díaz:

«El deseo es una de las mayores cosas que no pueden ser dichas y en ese aspecto yo creo mucho en la carga absolutamente sexual del lenguaje. [...] Ese decir tu deseo es muy difícil porque, como sabés, el deseo no quiere ser dicho, entonces va a luchar y ésa es una manera de dominar al otro, que el otro diga su deseo. En ese juego, en esa intención no podés separar el erotismo del lenguaje. Eso estructura mucho mi obra. Por otro lado, creo que a la mujer se le ha quitado el don de la palabra. Ésa es la recuperación que estamos haciendo todas las escritoras. De recuperar la palabra del sujeto del deseo».



No hay más que oírla hablar: dotada de un ingenio tan afilado como rápido, que la coloca en la esfera de grandes maestros del idioma como el cubano Guillermo Cabrera Infante, Valenzuela disfruta con cada palabra que dice o escribe, lo que no impide que someta sus textos a una continua y obsesiva labor de corrección. Sin embargo, consciente de que una parte de su creación no pasa por el logos y, por tanto, le resulta incontrolable, descubre en «Qué es escribir. Apuntes» (Peligrosas palabras) cómo «el hilo del lenguaje me lleva por zonas inesperadas que página a página van cambiando de matices; el tono es esencial para la narrativa, y también esencial para la respiración exacta», con lo que hace realidad la famosa frase sartreana según la cual «en el estilo del escritor está su metafísica».

En su escritura resultan especialmente significativos los silencios del discurso, reveladores de elementos forcluidos desde la perspectiva lacaniana o, lo que es lo mismo, de significantes que, a pesar de su importancia para el individuo, han sido expulsados por éste de su universo simbólico. Así ocurre en «El don de la palabra» y «Verbo matar», de Aquí pasan cosas raras, o en el extraordinario «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» (Simetrías), donde la madre calla -«No le dije ponte la capita colorada que te tejió la abuelita porque esto último no era demasiado exacto. Pero estaba implícito»; «de lo otro la previne, también. Siempre estoy previniendo, y no me escucha»- y la niña aprende a omitir: «Fue mamá quien mencionó la palabra lobo. Yo la conozco pero no la digo». Y es que, como la propia Valenzuela señala, «aquello que no está, está mucho más».

Si los huecos del lenguaje resultan reveladores, aún lo es más la mala palabra, taco o palabrota, bajos fondos del idioma defendidos por la autora como estrategia de subversión en un ensayo homónimo incluido en Peligrosas palabras -obsérvese el título elegido para el conjunto- y que la llevan a comentar: «A través del lenguaje se puede someter y manipular al otro. Yo tengo una atracción muy fuerte por el peligro y, por lo tanto, por las palabras. Por eso las manejo como si estuviera trabajando con material explosivo, lo hago con la mayor responsabilidad y cuidado».

De este modo, el lenguaje ayuda frente al trauma en «Simetrías»: «Palabra que puede llegar a ser la peor de todas: una bala. Así como la palabra bala, algo que penetra y permanece. O no permanece en absoluto, atraviesa. Después de mí, el derrumbe. Antes, el disparo». La escritora encuentra así su mejor representación en la protagonista de «La densidad de las palabras» (Simetrías), capaz de arrojar por la boca sapos y culebras como la hermana malvada del cuento tradicional, que en esta ocasión requiere una lectura totalmente distinta:

«Yo, en cambio, entre sapos y culebras, escribo. Con todas las letras escribo, con todas las palabras trato de narrar la otra cara de una historia de escisiones que a mí me difama.

Escribo para pocos porque pocos son quienes se animan a mirarme de frente.

Este aislamiento de alguna forma me enaltece. Soy dueña de mi espacio, de mis dudas -¿cuáles dudas?- y de mis contradicciones».



A estas alturas del prólogo comprenderán por qué he definido la escritura de Valenzuela como un baile de máscaras, pues en ella resultan esenciales los ejercicios de ocultamiento y revelación. La propia autora ha destacado la importancia de este hecho en Los deseos oscuros y los otros: «Este vagar y divagar por vericuetos del alma y mi pasión por las máscaras: todo uno. Las máscaras ocultan la cara dejándola a una detrás, enterita e intocada sólo en apariencia, porque la máscara transforma. Y no contenta con eso, la máscara suele ser la mediadora entre el mundo que conocemos y el mundo de los espíritus. Las máscaras sabiamente elegidas las cuelgo en la pared, y es como si me las calara para perderme en otros mundos. O para viajar por este mismo mundo que, visto a través de unos ojos perforados, se me hace más humano». Así, sus mejores fotografías la presentan con el rostro semivelado por la careta de un gato -imagen elegida para su página web- o por las sombras, mientras la observamos desde la mirilla de su casa -en un artístico retrato firmado por Giancarlo Puppo-, El tema reaparece con frecuencia en sus ensayos. Es el caso de «Escribir con el cuerpo», donde revela los disfraces elegidos en sucesivos carnavales -aventurera, Robin Hood, exploradora- y ante los que comenta: «Eran ésas las máscaras con fecha fija. Mis verdades. Las otras máscaras tenían también la forma de la exploración y la aventura». Un poco más adelante reconocerá la importancia del motivo en su literatura:

«Tengo ciertos temas recurrentes: la exagerada religiosidad que se vuelve herejía ciertos mitos que me invento o intento desdoblar las máscaras.

Sobre todo las máscaras porque en libros y en persona (es la palabra exacta) invaden mi territorio físico habiendo ya invadido subrepticiamente el territorio de mi ficción.

Las máscaras son otra puesta en escena de la escritura con el cuerpo».



En el mismo volumen, «Payasos sagrados» identifica a la escritora con los hombres pintados de la cultura Hopi que, gracias al uso del humor y al maquillaje, consiguen provocar al auditorio y enfrentarse ellos mismos con lo inconfesable: «Como en el fondo el carnaval y las máscaras son la pasión de mi vida, estoy siempre atenta a lo que al respecto ocurre a mi alrededor, tanto en la vida como en mi escritura. Y percibo las ironías y las paradojas, y disfruto aun en los momentos más penosos de la escritura».

En «Incursiones antropológicas» (Escritura y secreto) reflexiona sobre el hecho de que los antifaces hayan sido creados por mujeres: «Las máscaras, ese gran invento femenino, configuran un lenguaje que el hombre supo perfeccionar en beneficio propio [...]. Propongo la escritura como máscara. [...] Por eso, como mujer, como escritora, me interesa la reapropiación de las máscaras del Secreto que nos fueron arrebatadas en el illo tempore del mito. Al fin y al cabo no debemos olvidar que el vocablo persona tiene por origen la máscara, el pro sopon de las tragedias griegas, el per sonare del teatro romano».

Finalmente, la identificación de máscara y palabra, que la lleva a comentar ante Roxana Russo cómo «El lenguaje es en sí mismo una forma de máscara: cubre y desvela a la vez», se hace patente en el ensayo homónimo incluido en Peligrosas palabras, donde la protagonista se arrepiente de lo no dicho mientras observa una antigua reliquia de museo: «Así permanece largo rato, como con la máscara puesta, pensando en la palabra no dicha, consciente por vez primera de que ella también, sí, también en ella estuvo la posibilidad de expresar algo. Amor quizá. O un ansia. Ya es tarde».








Luisa Valenzuela: baile de máscaras

Es hora de recordar de nuevo a dos maestros. Señaló Borges en Otras inquisiciones que el encanto «no es una cualidad del estilo, como la economía o la claridad, sino el efecto resultante de una suma de cualidades». Yo añado: todas las que posee Valenzuela. Por consiguiente, nada mejor que concluir su presentación recordando una frase de Cortázar que, estoy segura, usted suscribirá al terminar de leer el presente volumen: «hay verdadero sol, verdadero amor, verdadera libertad en cada una de sus páginas».




Procedencia de los cuentos seleccionados

  • De Los heréticos (1967)
    • Los Menestreles
  • De Aquí pasan cosas raras (1976)
    • Aquí pasan cosas raras
    • El don de la palabra
    • Verbo matar
  • De Cambio de armas (1982)
    • Cambio de armas
    • Ceremonias de rechazo
    • Cuarta versión
  • De Donde viven las águilas (1983)
    • Generosos inconvenientes bajan por el río
    • Donde viven las águilas
  • De Simetrías (1993)
    • Tango
    • Cuchillo y madre
    • El café quieto
    • Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja
    • La densidad de las palabras
    • Avatares
    • La llave
    • Simetrías


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