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La luna de miel

Concepción Gimeno de Flaquer





Nada más encantador que esa bella época de la vida denominada luna de miel.

La existencia es entonces una melodía sin ninguna nota discordante, es una floresta de aves canoras.

Una dulce égloga cantada por el corazón.

Un tierno idilio y un himno de dulce entusiasmo.

Un sueño color de rosa, un cielo sin nubes, una acariciadora esperanza, una constante sonrisa, un éxtasis arrobador.

En ese alegre éxtasis, las horas se deslizan rápidas y placenteras sin que lo advirtamos; porque desde la cumbre de la dicha en que estamos colocados, no se escuchan los rumores del mundo, sino las armonías de los querubes.

Los seres felices no tienen idea exacta del tiempo, pues en la embriaguez de la ventura, se olvidan los cronómetros, los almanaques, y todo cuanto encadena a la vida rutinaria.

En el poético período apellidado luna de miel, se dilata el corazón entregado a la plenitud de sus goces legítimos, que son los más satisfactorios.

Cuando la Iglesia ha sancionado el amor que nos inspira el ser que ha hecho vibrar nuestro corazón, el amor acrecienta sus entusiasmos por tener más derecho a ellos y encontrarlos más justificados.

El amor sancionado por la Iglesia es santo, puro, etéreo y angélico.

Los seres dominados por ese sentimiento llamado amor, se inmaterializan y perfeccionan, porque como el amor legítimo es una virtud, inspira todo lo bueno.

Nuestros pensamientos se purifican en ese sacro fuego y se convierten en guirnaldas de castas y nacaradas ilusiones, que cual jazmines de nuestra alma ofrecemos al Hacedor.

¡Oh amor bendito! Sé siempre nuestro faro, para que no nos extraviemos en el océano de las pasiones bastardas.

Las pasiones bastardas nacen en las cloacas del mundo; el amor conyugal desciende del cielo.

Este amor que tiene tan elevado origen, es sereno y tranquilo, las otras pasiones, agitadas y tempestuosas.

Casarse sin amor es profanar el más respetable de todos los sentimientos.

Un matrimonio sin amor es un adulterio, un suicidio del alma.

La mujer que se casa por ambición de pompas mundanales, es una desdichada que jamás tendrá luna de miel.

Convénzanse las modernas argonautas de que es más fácil encontrar el vellocino de oro que la felicidad.

Solo el verdadero amor tiene el poder de dulcificar nuestras amarguras y poetizar nuestras miserias.

Uno de los más celebrados talentos del siglo, nuestro primer orador, cuyo nombre todos conocen, no concibe la dicha del hombre mientras este no ha encontrado su alma gemela. El eminente tribuno expresa esta idea en la siguiente forma, con toda brillantez:

Nuestros cuerpos habrán sido amasados en el barro de la tierra, pero nuestras almas lo han sido en el amor de los cielos. Y como en cosa tan frágil cual nuestro cuerpo, no podría contenerse fuego tan vivo cual nuestro espíritu, recibimos solo media alma, lo bastante para no calcinar todos nuestros huesos, para no romper todo nuestro organismo, para no abrasar toda nuestra sangre, y andamos buscando la otra mitad depositada en el seno de una mujer, y no somos felices hasta que no la encontramos completando con su ser nuestro ser y con su vida nuestra vida.



Efectivamente, el amor es un oasis en los vastos eriales de la vida: sin esa luz bendita que ilumina nuestra alma, viviríamos entre sombras.

La vida sin amor es una lóbrega noche.

El hombre y la mujer se complementan por medio del amor.

Imiten las mujeres en el amor conyugal a la famosa Agripina, a Isabel de Castilla, princesa de Gales, y a Artemisa II, mujer de Mausoleo.

No es menos admirable la conducta de Arria: hallábase su marido sentenciado a muerte y viéndole cobarde para matarse por sí mismo, por cuyo medio se libraba del infamante suplicio, se clavó ella un puñal en el pecho, lo sacó ensangrentado, y presentándoselo a su marido, le dijo: «Toma, no hace daño». Su marido avergonzado ante el heroísmo de Arria, se decidió a quitarse la vida y murieron juntos.

Eponina vivió nueve años encerrada con su consorte en un oscuro calabozo, y cuando la crueldad de Vespasiano le condenó al último suplicio, quiso morir con él.

Los seres que saben sentir con tal vehemencia, tienen en el amor un manantial de dichas que no encuentran jamás los corazones fríos.

Las almas verdaderamente apasionadas se bastan a sí mismas y no necesitan para ser dichosas los dones de la inconstante fortuna.

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Observad la enamorada pareja que depurado lápiz del reputado Balaca nos presenta en la composición de las páginas 756 y 757. Son enamorados que se hallan en la luna de miel y que huyendo de la sociedad, se refugian en la naturaleza, haciendo de ella un templo. A la orilla del mar, bajo la bóveda celeste, sin más testigo que Dios, se comunican con la mirada los múltiples pensamientos que se desbordan en sus corazones unísonos.

Todos los enamorados buscan la soledad del campo porque sus almas, saturadas de poesía, no se encuentran bien entre el prosaico bullicio de la ciudad. Grande ha sido el acierto del artista al colocar a dos seres enamorados ante el grandioso espectáculo que ofrece el cielo y el mar.

Las almas enamoradas necesitan para teatro de sus amores, la inmensidad.

Barcelona, noviembre de 1879.





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