Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo LI

En el que se pone la solución al argumento último, tomado del concilio de Toledo y del fuero juzgo


Hay que pasar ahora al último argumento que consistía en que estas personas convertidas del judaísmo a la fe de Cristo estaban excluidas de prestar testimonio contra los otros fieles cristianos, tanto por imposición del Concilio de Toledo como también de la ley civil tomada del Fuero juzgo. Pero el excluir de prestar testimonio es la inhabilitación y privación máxima, y, mientras dure, nadie que sea así rechazado y tachado con semejante baldón de infidelidad podría ser promovido ni ascender a ningún otro grado de honor y dignidad, etc., como allí ya se había objetado y argumentado.

A lo que hay que contestar que primero hay que ver la autoridad y vigencia de tal concilio toledano y responder a sus estatutos y decretos; y después ir a la ley civil, por estar dicha ley en dependencia del concilio y, si aparece que tiene alguna fuerza y vigencia, lo tiene por él; y en esto hay que advertir que no son tan necesarias las palabras como el sentido, como escribe nuestro glorioso padre Jerónimo en la carta a Marcela sobre las preguntas dé los libros de los Reyes y de los Jueces, tratando de las santas Escrituras; y por eso hay que investigar primero el sentido y la comprensión de dicho concilio, y de ahí se habrá de tomar el verdadero y recto juicio del canon del santo concilio toledano.

Pero la comprensión de lo que se dice hay que tomarla de las causas por las que se dice algo, según Hilario. Por eso hay que conocer primero la causa de dicha constitución del concilio toledano y de la ley civil, y de ella se podrá deducir fácilmente su sentido católico y su verdadera comprensión. También hay que considerar el lugar, las personas y el momento, pues el que en la exposición de la Escritura no tiene en cuenta el lugar, el momento y la persona, fácilmente cae en el laberinto del error, como dicen y advierten los sagrados cánones: «Hay que saber que hay que considerar muchos capítulos por la causa, por la persona, por el lugar, por el momento, cuyas modalidades, por no ser investigadas hasta lo profundo, siendo difíciles, hacen que algunos se enreden en el laberinto del error al juzgar antes de entender, al acusar antes de investigar con insistencia lo leído». Y casi lo mismo sigue diciendo en los dos capítulos siguientes.

Lo que es cierto que les ha ocurrido a estos amargos competidores que, agitados por las solas palabras de dicho concilio, sin entender la causa, la persona, el lugar y el momento, y sin tener en consecuencia su verdadera y recta comprensión, pretendieron culpar y condenar a toda la nación judía en cualquier época, por cualquier causa y en cualquier lugar convertida a la fe de Cristo y que vivía en ella, y atravesarla después con la durísima pena del odio, y tacharla y condenarla con la burla general de la infidelidad, de la infamia y de la inhabilitación; y por eso, como está escrito en el canon citado, cayeron del todo en el laberinto del error, como a continuación se verá, cuando se demuestre con toda claridad que tales constituciones de los sagrados cánones y de la ley civil no afectan para nada a nuestro propósito ni permiten apoyar en forma alguna a su errónea postura; sino que siempre permanece la única santa madre Iglesia universal y sin divisiones, congregada y unida de todas las gentes, constituida reina de todos ellos por la caridad y la concordia; y en la que todos sus ciudadanos e hijos están constituidos y hechos hijos de Dios por la fe y el sacramento del bautismo y además también herederos del Reino de los cielos, y capacitados y participantes de todos los bienes espirituales y materiales de la Iglesia según la medida y capacidad que Cristo repartió y dio a cada uno de ellos, como ya antes expuse en varios capítulos.

Hay que tener en cuenta, por lo tanto, para la solución del citado argumento que la causa de dichas constituciones eclesiástica y civil fue cierto error del fidelísimo príncipe Sisebuto, bajo la apariencia de piedad y celo de la fe, quien entonces reinaba en España y que acrecentó y aumentó grandemente su imperio. Fue, pues, dicho Sisebuto de raza goda, varón cristianísimo, rey noble y admirable, príncipe brillante en su hablar, entendido en la ciencia de las letras, diligente en los juicios, sobresaliente en la piedad, benévolo en su intención, notable en el gobierno del reino y siempre preclaro en sus acciones bélicas y en sus victorias. Y tanta era su clemencia hacia los vencidos que devolvía la libertad pagando rescate a los que la potencia enemiga había sometido a servidumbre y su tesoro parecía ser el rescate de los cautivos. El hizo construir maravillosamente la iglesia de santa Leocadia de Toledo e hizo muchas otras cosas laudables, como cuenta en su Crónica el memorable Rodrigo, arzobispo de Toledo, apreciado de Dios y de los hombres, donde también dice que en tiempos de este nobilísimo príncipe el nefando Mahoma predicó la maldad de su secta a unos pueblos incultos.

Este rey fidelísimo, encendido por el celo de la fe al comienzo de su reinado, conmovió y obligó a los judíos a recibir la fe de Cristo, en lo que mostró celo de Dios, como escribe el mismo venerable obispo, pero no según el verdadero saber; ya que empujó por la fuerza a los que convenía mover por la razón de la fe. Pues tales fervores y celo ardiente acostumbran con frecuencia a ser precipitados y salirse de la medida, porque tan pronto como se han penetrado del celo de Dios y una vez se han apoyado e impulsado sobre la fe y la piedad, juzgan que es obsequio y honor de Dios y de su ley y de su fe todo lo que hacen, aunque se excedan y se equivoquen; y no se fijan en cómo actuar con prudencia y según el verdadero saber, sino en hacer ardorosamente lo más posible, y así fácilmente se envuelven en errores. Por tanto así le ocurrió a este príncipe, por lo demás cristianísimo y admirable; de quien también hace recuerdo y de esta conversión de los judíos hecha en tiempos de dicho príncipe, san Isidoro en sus Etimologías, y de ello también se escribe en los sagrados cánones, donde se lee: «Pero sobre los judíos dispone el santo sínodo que a nadie en adelante se le fuerce para creer: pues Dios se compadece de quien quiere y al que quiere lo endurece, pues ellos no se han de salvar por la fuerza, sino queriendo, para que la forma de la rectitud se mantenga íntegra. Pues así como el hombre se perdió obedeciendo a la serpiente con su propia voluntad libre, así cada uno se salva creyendo por el llamamiento de la gracia de Dios con la conversión de su propia mente. Por lo tanto no por la fuerza, sino que han de ser persuadidos para que se conviertan por la libre voluntad de su decisión y por sus posibilidades, más bien que empujándoles. Pero los que ya hace tiempo han sido forzados al cristianismo, como se hizo en tiempos del religiosísimo príncipe civil Sisebuto, es necesario que se les obligue a mantener la fe que recibieron incluso por fuerza o necesidad, porque consta ya que han tomado parte en los sacramentos divinos, han recibido la gracia del bautismo, están ungidos con el crisma y se han hecho partícipes del cuerpo del Señor: para que no sea blasfemado el nombre del Señor ni se tenga por vil y despreciable la fe que recibieron».

Por tanto, porque es difícil que terminen con éxito las cosas que comenzaron con mal principio, como dice san León papa, por eso ni ellos consiguieron creer de verdad ni vivir correcta y católicamente los que así fueron convertidos por la fuerza a la fe; ya que al ser tantos en número y forzados como de golpe, no les fue posible cambiar el lugar de sus viviendas y entremezclarse con los otros fieles antiguos y arraigados, lo que les seria muy útil y necesario, sino que permanecieron tal como antes estabas mezclados entre sí, sin tener vecinos ni convivir junto a ellos fieles probados e instruidos en la fe que los dirigieran y los instruyesen continuamente con el ejemplo, con cuyo trato y modelo aprendieran el vivir cristiano y lo asimilasen. Sino que se quedaron entre ellos mismos como en el judaísmo tal cual eran antes, con sólo el nombre de cristianos, sin creer de verdad y sin dejar sus antiguas costumbres y ceremonias del judaísmo. Pues así como la coacción que se les hizo para que recibieran la fe no consiguió conmover ni cambiar su voluntad para creer verdaderamente y como católicos lo que no querían, así también la misma coacción, el lugar y el trato de su anterior convivencia que no abandonaron, no les permitió pasarse y cambiarse de sus antiguas costumbres y ceremonias a los ritos y ceremonias de la fe y cristianismo verdaderos.

Por eso se siguió de ahí que, para que no fuese blasfemado el nombre de Dios ni se tuviese por vil y despreciable la fe que habían recibido, fue conveniente y necesario que se les obligase a mantener y guardar la fe que una vez habían recibido aunque por fuerza o necesidad; porque ya era patente que habían recibido los sacramentos divinos, al menos externamente ante la faz de la Iglesia, y habían recibido la gracia del bautismo, habían sido ungidos con el crisma y se habían hecho partícipes del cuerpo del Señor, como acaba de decirse del aludido canon sagrado; y no sólo fue conveniente obligarlos a mantener tal fe, sino también castigarlos por las pasadas transgresiones contra la ley de Cristo que habían aceptado por fuerza o necesidad.

De ahí también provino el que aquel santo sínodo toledano les dirigiera invectivas con tanta severidad y reproche, como en el canon sagrado citado, de donde ha nacido la objeción y se ha elaborado el argumento, y también en otras prescripciones canónicas del mismo sínodo, y también en muchas otras leyes civiles de aquel entonces resulta y aparece claro. Y no solamente hubo que hacer esto, sino que en prevención del futuro, para que no reincidiesen ni otros pecasen con su ejemplo, hubo que establecer prescripciones y leyes acerca de su trato en costumbres y vida con las que se apartasen de los errores de la infidelidad y se comportasen correctamente en la fe y costumbres cristianas y así se condujesen y viviesen fiel y católicamente; y así sucedió que en aquellos tiempos se establecieron numerosas normas en las leyes civiles especialmente sobre su convivencia y trato y sobre cómo habrían de comportarse en su vida y conducta sin sospecha de error alguno, sino con el testimonio del buen y laudable comportamiento cristiano, como habrá de resultar claro para quien vea con atención tales prescripciones y mejor las leyes civiles de aquellos tiempos.

Y así se contiene en el Fuero juzgo una renuncia y abjuración genérica de su transgresión y perversidad herética en que habían incurrido aquellos lapsos judaizantes de aquel entonces, y una profesión de fe católica y la firme promesa de mantener y observar en adelante la conducta cristiana, que es como sigue: «Al clementísimo y nobilísimo señor nuestro el rey Recesvinto: Todos nosotros, hebreos de la ciudad de Toledo, que al final firmamos o signamos, hemos sido obligados a tener que suscribir un documento en nombre del rey Suintila de feliz memoria en orden a mantener la fe católica, como hemos hecho; pero porque nos ha retenido la perfidia de nuestra obstinación y la antigüedad del error de nuestros padres de tal forma que ni de verdad hemos creído Dios a Jesucristo ni sinceramente hemos mantenido la fe católica, por eso ahora voluntariamente y con agrado prometemos en vuestro honor tanto en nombre nuestro como en el de nuestras esposas e hijos mediante este documento nuestro que en adelante no nos hemos de mezclar en observancias ni prácticas judías algunas. Tampoco nos hemos de ligar con ninguna asociación reprobable con los judíos no bautizados, ni nos uniremos según nuestra costumbre en unión incestuosa ni fornicación hasta el sexto grado de parentesco de sangre. No contraeremos matrimonio de nuestra raza en forma alguna ni nosotros ni nuestros hijos ni nuestra descendencia, sino que en adelante nos uniremos en matrimonio los de uno y otro sexo con cristianos. No celebraremos el sábado ni la pascua ni los demás días festivos con los ritos acostumbrados de los judíos. No haremos discriminación ni costumbre de alimentos. Nunca haremos nada de todo lo que hace la reprobable costumbre y observancia de los judíos, sino que creeremos con fe sincera y ánimo complaciente y devoción plena en Cristo Hijo de Dios vivo, según lo que mantiene la tradición evangélica y apostólica, y a él lo confesaremos y veneraremos. Mantendremos de verdad y abrazaremos sinceramente también todas las prácticas de la santa religión cristiana tanto para las festividades, matrimonios y comidas como para todas sus prácticas, sin hacer interiormente reservas de objeción ni de artimañas falaces por las que de nuevo hagamos lo que negamos hacer o no cumplamos en nada o sin sinceridad lo que prometemos hacer. Pero sobre la carne de cerdo prometemos cumplir que, si bien por nuestra costumbre no vamos a poder comerla, vamos a comer sin molestia ni repugnancia cualquier cosa que esté cocida junto con ella. Y si en todo esto que se ha establecido se nos encontrare transgresores en cualquier cosa aún la más pequeña, o presumiéremos hacer algo contrario a la fe cristiana, o dejásemos de cumplir de palabra o de obra lo que hemos prometido como conveniente a la religión católica, juramos por el mismo Padre e Hijo y Espíritu Santo que es un único Dios en Trinidad que, si entre nosotros apareciera un transgresor de todas estas cosas o de una de ellas, lo mataremos con fuego o con piedras o, si vuestra piedad le conservase la vida a vuestro honor, inmediatamente pierda la libertad y lo entreguéis a esclavitud perpetua tanto al reo como a todas sus posesiones a quien queráis, o cualquier cosa que dispongáis hacer con él y con sus cosas quedará a vuestra plena disposición no sólo por el poder de vuestro reinado sino también por la promesa de este documento nuestro. Hecho este compromiso el dieciocho de febrero del año sexto de vuestro reinado. En el nombre de Dios. En Toledo».

También en el mismo libro del Fuero juzgo se contiene una profesión de fe católica en la que se encuentra incluida en resumen la fe del símbolo niceno, como se canta en la iglesia, que tenía que hacer y prometer cualquiera que del judaísmo estuviera viniendo recientemente a la fe antes de recibir el bautismo, junto con una renuncia a todas las observancias y ceremonias que los judíos tenían costumbre de guardar, y la negación de la superstición judaica entera y de su pérfida secta, como allí se dice; y la promesa de frecuentar devotamente la iglesia como cristiano fidelísimo, de vivir al modo cristiano, de huir de las alianzas con los judíos, de casarse siempre con cristianos honestos y de abrazar y cumplir con todo gusto las fiestas cristianas de acuerdo con lo que acostumbra a hacer la piadosa y honesta costumbre de los cristianos.

Para mejor mantener y cumplir esto también hacía un santísimo juramento cuya forma está allí extensamente escrita y según ella juraba por Dios todopoderoso que creó e hizo el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, y después por todas las maravillosas obras de Dios que habían podido reunirse del antiguo Testamento, y por las tremendas sentencias que ejecutó, como se relatan en la antigua Escritura; todo lo cual está allí escrito con todo detalle y tenía que recitarlo y pronunciarlo cada uno en forma de juramento; tras eso juraba por los diez sagrados preceptos de la ley y por Jesucristo el Hijo de Dios y por el Espíritu Santo, que es en la Trinidad el único Dios verdadero; y por la santa Resurrección de Jesucristo con las restantes sagradas obras suyas y artículos de la fe y misterios, como allí se relatan por largo; y por sus cuatro santos evangelios que estaban puestos sobre el santo altar y tocaba con sus manos; y hacía este juramento ante el obispo de aquella diócesis diciendo que hacía dicha profesión de fe sin artimaña ni fraude alguno y que en adelante renegaría de todos los ritos y observancias judaicas y creería con todo el deseo de su corazón en la santísima Trinidad y que ya nunca se tornaría al vómito del antiguo error judío sino que en todo y por todo viviría en adelante al modo de los cristianos y guardaría fielmente toda la pureza de la fe según la tradición apostólica y la regla del sagrado símbolo. Y finalmente añadía que si manchaba la santa fe desviándose en cualquier cosa o pretendía guardar de alguna forma los ritos de la secta judía, vinieran sobre él todas las maldiciones de la ley, y cayeran sobre é1, sobre su casa y sobre sus hijos todas las plagas del Egipto y sus daños, y viniera sobre él el castigo de Datan y Abirón para escarmiento de los demás de forma que la tierra lo tragara vivo, y que después de esta vida fuera entregado al fuego eterno, quedase unido con el diablo y sus ángeles y hubiera de quemarse en el suplicio de castigo con los habitantes de Sodoma y participando con Judas, y que, al llegar ante el temible y glorioso tribunal de nuestro Señor Jesucristo Juez, se encontrase contado en aquella parte a los que iba a decir amenazando el temible y glorioso Juez: Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno que se ha preparado para el diablo y sus ángeles.

También en el mismo libro se manda expresamente a cualquiera recientemente convertido del judaísmo que, si viajase desde su provincia o ciudad propia a cualquier otro lugar, se presentase inmediatamente al obispo o sacerdote o juez de aquel lugar y que no se separase del sacerdote hasta que hubieran transcurrido el sábado o las otras festividades que estuviesen próximas; y que las pasase incontaminado según el testimonio del sacerdote, para que así no encontrase escondrijo alguno para su error al andar de un lado para otro en sus paseos; mientras allí permaneciese también tenía que tratar con cristianos probados, asistir a la iglesia con ellos, instruirse con consejos saludables y comer con ellos. Pero si por alguna urgencia no pudiese permanecer allí sino que tuviese que seguir su camino a otro lugar, también entonces tenía que presentarse al sacerdote del lugar a donde había llegado y tener su testimonio de que no había observado los sábados ni los ritos ni las fiestas judías que entonces le ocurrieran; y además, el sacerdote de aquel lugar de donde salía tenía que remitir cartas manuscritas suyas sobre esos puntos a los otros sacerdotes de los lugares por donde decía que tenía que pasar el recién convertido del judaísmo, para que así, eliminada toda sospecha de fraude, se viese obligado a la observancia de la religión cristiana.

Pero si ocurriese que alguno de ellos actuase de otro modo, se le encargaba al obispo o sacerdote juntamente con el juez del lugar que se le castigase con un centenar de azotes, y no se le permitía retornar a su lugar de origen a no ser con las cartas de los sacerdotes u obispos en cuyos territorios había estado, y en esas cartas tenía que estar cuidadosamente escrito en qué día había llegado a junto a tal obispo y cuántos días había permanecido y en qué día se había ido de junto a él.

En consecuencia también allí se establece que toda la comunidad de judíos convertidos a la fe de Cristo habían de reunirse con el obispo o sacerdote los sábados o las otras festividades que habían acostumbrado a celebrar, y de ninguna forma podían irse a otros lugares hasta que transcurriesen tales días sábados o festivos que ocurriesen, de los que hubiera sospecha de que los celebrasen, como allí se dice. Pero en los lugares donde no había obispo ni sacerdote tenían que hacer en tales días su reunión y convivencia con otros cristianos antiguos o con cristianos de su raza convertidos del judaísmo que fuesen buenos y honestos, para que, uniéndose a su trato, pudieran recibir de ellos el buen testimonio de su vida. También las mujeres, es decir, las esposas e hijas de ellos, en los días de las festividades aludidas en las que podían dedicarse a su tradicional error, tenían que ser visitadas por los obispos o sacerdotes en presencia de sus varones y ser adoctrinadas de cómo tenían que comportarse, para que no encontrasen ninguna ocasión de error ni de andar errantes; sino que tenían que permanecer en los días señalados con mujeres fieles y muy honestas según las disposiciones y mandatos de los obispos o de los sacerdotes; y si alguien se hallase contraviniendo estos preceptos tenía que ser castigado con la deshonra de ser rapado públicamente y con la pena de cien azotes.

También allí se establece como ley el castigo severo de que, si algún sacerdote al visitar y adoctrinar así a las mujeres usurparse el celo que debía utilizar en nombre de Cristo como ocasiones para su apetito carnal y llegase a acostarse con ellas, depuesto de su cargo se le sometería a destierro perpetuo; tal como está escrito todo esto ampliamente en los libros citados, con otras cosas que no he querido escribir aquí en razón de brevedad.

Pero he escrito todo esto para no dejar de tocar nada a lo que no responda punto por punto, tanto más que tales leyes fueron escritas y establecidas en aquellos tiempos en que se hacían los concilios de Toledo, en donde también se leían y recitaban esas leyes civiles en presencia de los prelados que allí se habían reunido para celebrar los concilios; como recuerda el venerable obispo Rodrigo de Toledo en su crónica citada; y de ahí resulta claro que o las aprobaban o por lo menos las toleraban cuando no se oponían a ellas o no las contradecían. Por lo que, con razón, parece que es el mismo el juicio que se haga sobre las prescripciones de aquellos concilios y de esas leyes civiles de aquellos tiempos. Ya que tales concilios se reunían y hacían por orden y mandato de los reyes, y también por su mandato disponían y ordenaban allí todo, como se ve claro por las actas de dichos concilios y por la crónica citada; y por las mismas leyes que se acaban de transcribir promulgadas por los reyes y que toleraban y de alguna forma recibían tales concilios, aunque estuviesen patentemente contra la libertad eclesiástica, como se acaba de relatar de que por mandato del rey y por prescripción de la ley civil el sacerdote que delinquía al visitar a las mujeres tenía que ser depuesto de su cargo y ser relegado a destierro perpetuo: lo que ya es suficiente para invalidar y anular dichas leyes por estar manifiestamente contra la libertad eclesiástica, y sin embargo lo toleraban en aquel entonces los concilios toledanos; de donde, como dichos concilios de obispos son inválidos para definir y establecer, como dice Graciano, especialmente en los asuntos más importantes, como son estos de que tratamos, todavía mucho más aquellos concilios resultan inválidos para establecer tales constituciones, por cuanto se congregaban y actuaban por mandato de los reyes, y por ellos se ordenaba lo que han establecido, como ya se ha dicho antes. Por lo cual dichos concilios toleraban muchas cosas que no se hubieran tolerado de otra forma.

Y esto solo debiera bastar como respuesta al argumento tomado de dicho concilio toledano. Sin embargo, para que con el honor debido a dicho concilio y a la veneración de aquellos santos padres se dé la respuesta, hay que decir que, aunque aquellos concilios de obispos no tenían validez para definir y establecer, especialmente en tan importantes y difíciles asuntos, no obstante eran válidos para corregir y castigar, y son necesarios para eso, como allí mismo dice Graciano, y así se hicieron y dispusieron aquellos decretos escritos entonces contra los delincuentes e impuestos y aplicados por aquellos santos padres reunidos en dicho concilio toledano, o sea, a modo de sentencia y reprensión particular de corrección y castigo contra aquellos lapsos de entonces, como contra ciertas personas concretas atrapadas en aquellas transgresiones y errores; y no a modo de ley o de estatuto general que habría de durar para siempre y que se imponía a todo el pueblo de Dios que entonces se había convertido del judaísmo o que se iba a convertir en adelante a la fe; y en esta forma lo relata y presenta Graciano, y no como estatutos de los concilios generales o decretos de los sumos Pontífices, que se consideran como leyes y son leyes, y como tales se veneran y se cumplen, sino como determinadas actuaciones concretas y correcciones hechas temporalmente para la reforma de las costumbres y enmienda de los que vivieron en aquel entonces, de lo que también en algunas cosas pueden tomar ejemplo los actuales y los futuros, con tal que no se tuerza del camino de la verdad y de la sana y recta doctrina de la santa madre Iglesia.

Y de ahí viene que, escribiendo los decretos de dichos concilios de obispos, con frecuencia Graciano cita allí lo contrario que hace que no concuerde una cosa con la otra, como se ve claramente en la distinción 34, donde se dice tanto por el concilio toledano como por la autoridad de san Isidoro que el que no tiene esposa puede tener en su lugar una concubina, lo que, si se entiende como suena, es erróneo y herético, aunque, sin embargo, se explica sana y católicamente; y a continuación en la misma distinción se pone el testimonio de san Agustín donde se niega y condena lo mismo que se afirmaba por los testimonios anteriores, donde dice san Agustín que nadie en forma alguna puede tener concubina ni con mujer ni sin ella, lo que abiertamente es del todo contrario a lo que afirma el concilio toledano. Y así resulta claro que Graciano al relatar los estatúes de estos concilios de obispos con frecuencia también pone lo contrario, como podría mostrarse por otros lugares.

Pero está claro que ésa había sido la intención de aquellos santos padres, ya que en todo propósito y en todo grado y sexo se encuentran buenos y malos, y la condenación de los malos es alabanza de los buenos, como dice nuestro glorioso padre Jerónimo en la carta a Nepotiano sobre la vida de los monjes y de los clérigos; y por eso hasta el fin del mundo se encontrarán dentro de la única Iglesia católica malos y buenos de toda profesión y estado y de todo sexo y raza de personas, como dentro de la única arca de Noé se encontraban los diferentes animales puros e impuros, como ya expuse antes en el capítulo XXXIV y como también san Agustín escribe y determina en el libro sobre la fe en Pedro que dentro de la única Iglesia universal se encuentran buenos y malos, como dentro de una única era se encuentran granos y pajas, y dice que hay que tenerlo como artículo de fe; de donde, entre los cuarenta capítulos que allí expone y que dice que pertenecen con seguridad a la regla de la verdadera fe que se han de creer fielmente y mantener con fuerza y defender con veracidad y constancia, de tal forma que si alguien quisiera enseñar lo contrario habría que huirlo como a peste y condenarlo todos los católicos como a hereje y enemigo de la fe cristiana; pues entre estos cuarenta capítulos pone uno que es el último con estas palabras: «Mantén firmemente y en forma alguna dudes que la era del Señor es la Iglesia universal y que dentro de ella hasta el fin del mundo se encontrarán pajas mezcladas con el grano: esto es que los malos se unirán en la participación de los sacramentos a los buenos, y en toda profesión ya de clérigos ya de laicos habrá juntamente buenos y malos, y no habrá que abandonar a los buenos por los malos, sino que por los buenos habrá que tolerar a los malos en cuanto lo exija la razón de la fe y la caridad».

De ninguna forma se puede creer que aquellos santos padres ignorasen esto hasta el punto de que estimasen que toda la gente de los judíos que entonces ya estaba y en adelante iba a estar convertida a la fe de Cristo y todos los demás que se convirtiesen eran malos y condenados, y que entre ellos afirmasen que no había ninguno bueno ni que iba a haberlo, contra la sentencia y determinación citada de san Agustín, y con ello que quisieran condenar con una ley perpetua a la totalidad de aquella gente judía que entonces estaba convertida a la fe de Cristo y a la que se convertiría después, como errante y reincidente sin excepción alguna, tanto más que ya se ha explicado en el capítulo XXVI que el judaísmo tiene que durar hasta el fin del mundo; y que de ellos se han de convertir siempre poco a poco a la fe, para que así se vaya salvando el resto de Israel, según el testimonio del Apóstol; y que siempre de ellos habrá en la Iglesia buenos y malos, como hay y habrá en ella buenos y malos de las otras gentes ya fieles que recibieron la fe de Cristo llegando de todas partes y en todos los tiempos; y en consecuencia que se les ha de juzgar con las mismas leyes y juicios, tanto para el premio como para el castigo, con las que se han de juzgar a los demás, tanto ahora en la Iglesia militante, como después en la triunfante; y que al fin del mundo todos los judíos en general han de tornar y convertirse a la verdadera fe de Cristo y confesarla en unanimidad con los demás fieles, como expliqué ampliamente en el capítulo citado.

Incluso también se ha mostrado antes en el capítulo XXVIII que en la Iglesia siempre hubo y tiene que haber hasta el fin del mundo dos clases de predicadores, uno de la incircuncisión y otro de la circuncisión, que en ella predican concordes y en concordia saben, y que con ambos la santa madre Iglesia se vuelve admirable por su deliciosa belleza; lo que en forma alguna se puede creer que ignorasen aquellos santos padres ni que quisiesen actuar equivocándose tan gravemente contra todo esto -como pretenden insinuar estos amargos competidores-, hasta el punto de que quisieran condenar con una ley perpetua como errante y reincidente a toda la gente judía convertida a la fe de Cristo y a la que se había de convertir. Especialmente cuando se lee que san Isidoro, arzobispo de Sevilla, varón tan santo e ilustrado, había estado presente en dicho cuarto concilio toledano y lo había suscrito, como escribe en su crónica el citado Rodrigo de Toledo, concilio en el que se establecieron y escribieron tales decretos.

De donde se concluye que por fuerza hay que decir que eso lo hicieron los santos padres para corregir y castigar a los delincuentes y reincidentes como a determinadas personas atrapadas en aquel entonces en sus errores, y no para establecer una ley general para todos los fieles presentes y futuros convertidos del judaísmo.

Pero se evidencia esto mismo en segundo lugar del mismo canon del sagrado concilio toledano. Ya que si fuese verdad que dichos cánones abarcaban a todos los de raza judía que habían recibido o iban a recibir la fe de Cristo y a todos les aplicaban las penas allí contenidas, no exceptuaría este canon a sus hijos, al ser igualmente de la misma raza y vivir en la misma fe; pero, sin embargo, los excluye y los salva y dice que el hijo no cargará con la maldad de su padre, es decir, que no será castigado por los pecados de él, como está escrito y puesto en los sagrados cánones del mismo concilio toledano, donde dice: «Los judíos bautizados, si estuviesen condenados con cualquier pena después de haber prevaricado contra Cristo, no convendrá excluir a sus hijos fieles de los bienes de ellos, porque está escrito: El hijo no cargará con la iniquidad de su padre, ni el padre cargará con la iniquidad de su hijo».

He ahí cómo exceptúa y salva a los hijos de las penas de sus padres que delinquieron en la fe y costumbres cristianas: con lo que claramente se muestra que aquellos cánones sólo abarcaban y castigaban a los que habían delinquido y habían sido convictos de sus errores, y no a todos los demás de su raza que, o no delinquieron o no fueron convictos de sus errores. Pues sería injusto castigar por los errores de algunos a todos los de su raza, pero, si tuviera que hacerse, más habría que castigar a los hijos de los que pecaron junto con sus padres delincuentes, que no a los extraños aunque fuesen de raza judía, porque el hijo y más el niño pequeño es parte de su padre, como dice Aristóteles, y en consecuencia en él se castiga al padre; pero los extraños no les atañen así; pero si por el parentesco y connaturalidad de la raza la sospecha hace culpables y merecedores de penas análogas a los demás de su raza por los pecados y errores de algunos (cosa que nunca debería ser), tanto más entonces tal sospecha incluiría a los hijos de los que habían sido hallados en el error y sancionados con castigos, y más quedarían sujetos por igual a las penas de ellos, por cuanto los hijos aprenden más de sus padres y por lo común siguen más sus errores que los extraños; como se explicará y tratará todo esto ampliamente en la segunda parte de esta obra.

Por lo tanto, como el canon exceptúa y salva a los hijos de tales penas debidas a sus padres a causa de esos errores de infidelidad, de ahí hay que concluir que mucho más exceptúa y salva a los restantes fieles de esa gente y raza que no habían sido hallados ni convictos de tales errores.

Luego también resulta claro que aquel canon sólo fue una sentencia concreta de advertencia que sólo los abarcaba a ellos como a ciertas personas particulares que en aquel entonces se habían desviado de la fe y costumbres cristianas, pero no a todos los demás de raza judía que vivían en la ley de Cristo, a no ser que se les encontrase o estuviesen convictos de la misma o semejante transgresión.

También puede explicarse esto más aún en tercer lugar por el mismo canon de donde se establecía el argumento, donde dice: «Por tanto los judíos que una vez hechos cristianos ahora han prevaricado contra la fe de Cristo no se les debe admitir a prestar testimonio...». De donde resulta manifiesto que el canon solamente abarca y castiga a ellos solos como personas concretas delincuentes que habían prevaricado en la fe de Cristo, como ahí se dice, pero no a los demás de su raza que no habían sido hallados o convictos de dicha prevaricación contra Cristo: pues dice: que ahora han prevaricado; y tenía que constar eso, que habían prevaricado, para que se les castigase con esa pena; pero de los que no constaba que hubiesen prevaricado no se les castigaba con tal pena.

También queda claro en cuarto lugar esto mismo por la misma costumbre general y aprobada de la Iglesia católica, que es la mejor intérprete de la ley y que ha interpretado justa y fielmente este canon y los demás semejantes. Pues nunca la costumbre de la Iglesia hasta el día de hoy, ni tampoco la muy noble ciudad o la santa iglesia de Toledo exigió que aquellos cristianos que son de raza judía, en general y sin diferencias y sin estar convictos de semejantes culpas, se les rechazase de prestar testimonio contra otros fieles de Cristo, o se les aplicasen otras penas incluidas en el derecho. Y así la costumbre de la Iglesia que todos deben guardar y seguir, y a la que hay que estar más ceñidos que a los dichos de los doctores (como he explicado por largo en el capítulo XLVII), ha interpretado dicho sagrado canon y ha declarado que no se ha de extender a ningunos otros sino tan sólo a los prevaricadores y reincidentes personalmente convictos y sentenciados.

También puede explicarse lo mismo en quinto lugar por la abjuración de los lapsos que está escrita en el Fuero juzgo y que he transcrito anteriormente y que se refería y se hacía para dar fuerza y sentido al sagrado canon y a la ley civil de aquellos tiempos, por cuya razón fue escrita y puesta entre tales leyes civiles; pues allí se dice: «Todos nosotros, hebreos de la ciudad de Toledo, que al final firmamos o signamos...». Con lo que se muestra claramente que tan sólo a los lapsos y convictos se referían dichos cánones y leyes civiles, como a personas concretas hallados y sentenciados por tales errores, pero no a los restantes de su raza no convictos de semejantes prevaricaciones: puesto que ellos hicieron tal abjuración como personas concretas encontradas en tales errores, por sí mismos y por sus esposas e hijos, como allí se ve con claridad que juraron solamente por sí mismos los que firmaron o pusieron su signo, y se reconocieron reos y lapsos, y se sometieron también a sí mismos o a cualquiera de ellos a quien se encontrase en reincidencia a ser quemados en la hoguera y a las otras penas expuestas allí, como se ve claramente por el tenor del texto.

Por fin también se aclara esto mismo con lo que antes se ha aducido del Fuero juzgo, donde se manda por precepto de ley que la comunidad de los judíos convertidos a la fe de Cristo se reunieran y convivieran, los días sábados y en las demás solemnidades que acostumbraban a celebrar, con otros cristianos de su raza convertidos del judaísmo honestos y buenos, en los lugares donde no se encontrase al obispo o sacerdote con quien se reuniesen, etc. De lo que resulta evidente que también en aquel entonces algunos de los convertidos del judaísmo eran tenidos por sospechosos en la fe, mientras que otros de su misma raza eran considerados fieles honestos y buenos, y a éstos no se les imponía tal ley. Incluso por el buen testimonio que éstos daban acerca del comportamiento de ellos en los sábados y demás festividades, se veían libres de la sospecha de transgresión en tales días, liberándose en consecuencia de la pena de transgresión de la ley, de la misma forma que si otros antiguos cristianos fuesen los que diesen de ellos ese buen testimonio sobre su asistencia y buen comportamiento con ellos en los sábados y demás festividades, y así se igualaban en eso con los cristianos antiguos por juicio y determinación de la ley.

De donde resulta completamente claro lo que ya se ha dicho de que los decretos de aquel sagrado concilio de Toledo fueron actuaciones y castigos concretos y correctivos impuestos y aplicados a aquellos transgresores de la ley de Cristo como a personas particulares reincidentes y delincuentes, a modo de enmienda y sentencia concreta, pero no a modo de ley o estatuto general que hubiera de durar para siempre y que se impusiera en su totalidad al pueblo de Dios entonces convertido de los judíos o al que después se iba a convertir a la fe.

Pero la causa de una condenación tan severa y de la rigidez de ese canon fue la multitud de los que entonces pecaron prevaricando contra la ley de Cristo; y tan gran error de ellos y tan gran prevaricación se siguió y provino del primer error citado de que por la fuerza y obligatoriedad que se les impuso recibieran la fe de Cristo, y de la gran cantidad de judíos que entonces habían sido forzados a recibir la fe de Cristo y el bautismo, y que después todos o la mayor parte prevaricaron contra la fe de Cristo que habían abrazado por fuerza y obligados. Y así de un mal se siguieron muchos otros, por lo que fue conveniente, por tanto, constreñirlos y atarlos fuertemente para que no fuese blasfemado el nombre de Dios ni la fe que una vez habían recibido, aunque por fuerza, se la tuviese por vil y despreciable. Y así fue más necesario actuar con ellos en esa forma por cuanto decían que habían sido obligados a la fe, no solamente por el citado religiosísimo príncipe Sisebuto sino también por otros, como se ve en la abjuración aludida antes transcrita, en la que dicen también que habían sido obligados por el rey Suintila para que escribieran el documento en orden a guardar la fe católica; por donde podemos también entender lo mismo de otros reyes o personas poderosas, es decir, que se quejaban de ellos de que los habían forzado a recibir la fe de Cristo o a suscribir documentos para guardar tal fe, y, en consecuencia, que no estaban obligados a mantenerla y que les estaba permitido por lo menos en oculto celebrar impunemente sus antiguas festividades judías; y así pretendían defenderse y excusarse de tales transgresiones suyas y errores judíos en los que seguían envueltos hasta donde impunemente podían; también tenían muchos encubridores y defensores, tanto de los clérigos como de los laicos, como se dice en las actas de dicho concilio, que recibiendo dones de los judíos recién convertidos favorecían con su padrinazgo la perfidia de ellos excusándolos y defendiéndolos de las transgresiones y errores en que se enredaban al guardar sus antiguas fiestas judías, diciendo que ellos no estaban obligados a la fe que habían recibido por fuerza y obligatoriedad, y que, en consecuencia, podían observar sus tradicionales fiestas judías. Por eso escribe dicho concilio contra los cristianos defensores de tales reincidentes diciendo que esos cristianos, ya clérigos ya laicos, que defienden con sus padrinazgos la perfidia de los judíos, con toda razón se les reconoce como del cuerpo del anticristo, porque actúan en contra de Cristo.

De ahí que aquel sagrado concilio se sintió en la necesidad de prevenir que en adelante nunca se obligase a la fe a nadie, como se ha dicho antes; lo previno y lo hizo, como se encuentra en los sagrados cánones. Asimismo se vio en la necesidad de determinar y definir que los que habían sido obligados tenían que conservar la fe y observar el culto, como se hizo ver al comienzo del capítulo por los mismos sagrados cánones. Y no solamente hizo esto, sino que también a los transgresores les impuso la pena de que no se recibiese su testimonio en contra de otros cristianos, cosa que hay que entender de los lapsos solamente, como se ha dicho; por eso también se atendió en distintas formas mediante las leyes civiles citadas a que abjurasen de sus antiguos errores los que decían que habían sido obligados, y que en adelante se sometiesen libre y espontáneamente a las practicas cristianas y a mantener y guardar el culto de la fe; y si actuasen en contra, que se obligasen a arder en la hoguera y a penas gravísimas, como aparece claro de la abjuración citada. También igualmente se hizo mandar en tales leyes que los lapsos se apartasen y separasen de la amistad con los judíos y con otros sospechosos, especialmente en los sábados y demás festividades judías, como también está mandado en el sagrado canon. En tales festividades tenían que presentarse al obispo o sacerdote y tener trato con otros cristianos fieles y honestos. Asimismo, cuando querían ir a algún lugar tenían que traer cartas testimoniales de los obispos o sacerdotes para que se supiese dónde se habían encontrado durante aquellos días y cómo habían pasado dichas fiestas, con todo lo demás que antes se ha aducido de tales leyes y que tuvo su causa para que se estableciera en los hechos y razones que se han recordado; y solamente han de entenderse de los lapsos, porque solamente para ellos se habían establecido estas leyes, como se ha demostrado.

Aunque no sólo se hizo para los lapsos y sospechosos de aquel entonces ya convertidos, sino que también para los que entonces se estaban convirtiendo se había dispuesto que leyesen y confesasen la profesión escrita de la fe que querían recibir, y también después que jurasen severamente que sincera y fielmente la iban a mantener sin mancha ni error; y si alguno hiciere lo contrario que bajasen sobre él las peores maldiciones de todos los males tanto vivo como muerto, y sobre su casa y sobre sus hijos, como allí pedía tales maldiciones escritas en las leyes civiles que se han citado. Y que se habían establecido y dispuesto para obviar la disculpa de los lapsos, no fueran a decir después de haberse desviado que habían sido convertidos por la fuerza a la fe; y también para contrarrestar el atrevimiento de los malos cristianos ya clérigos ya laicos que pretendían defenderlos en su perfidia y condenación una vez que habían recibido dinero de ellos.

Por lo tanto se había hecho todo esto y otras cosas semejantes en aquel entonces contra los lapsos y proclives y sospechosos de reincidencia, y contra los malos cristianos corrompidos por dinero defensores suyos, para hacer desaparecer y destruir su perfidia junto con sus reprobables disculpas y defensas; y fue necesario que se hicieran así todas estas cosas en aquel entonces para corregirlos y castigarlos, por cuanto pretendían tener motivo y ofrecían una cierta apariencia para excusarse y defenderse a causa de dicha violencia contra ellos hecha por aquel entonces para que recibieran la fe de Cristo, que algunas veces también otros ponían mentirosamente por delante. Y así mediante todos esos medios se les forzaba a que mantuviesen la fe que habían recibido por fuerza o de cualquier otra forma y a los otros se les privaba igualmente de la causa de disculparse con mentira de que por fuerza o con engaño hubieran sido llevados a la fe; y todo eso convenía que se hiciese así por aquel entonces, pero solamente se extendía a aquellos tiempos y a aquellas causas y no en general a todo tiempo ni a todos los fieles convertidos o que se iban a convertir de la raza judía; sino que, pasados aquellos tiempos y desaparecidas aquellas causas también se acabaron las cosas establecidas con tal motivo.

Pues lo que se establece por la necesidad del momento, una vez que desaparece la necesidad tiene que desaparecer también la urgencia, como dicen los sagrados cánones. Pues no podía entonces reprimirse y contenerse de otra forma tal y tan grande cantidad de pecadores y tan unidos entre sí y tan apoyados por sus defensores para que cayesen de nuevo y reincidiesen y suministrasen a otros ejemplo e incentivo, a no ser con una gran severidad en la reprensión; y para hacerlo también fue la causa mayor el que dentro de la propia muy noble ciudad de Toledo estaba entonces la principal y mayor cantidad de tales prevaricadores y delincuentes que habían recibido la fe por fuerza, como se ha dicho; y el santo sínodo entonces allí congregado en la misma ciudad de Toledo veía cada día como delante de sí puesta y estacionada aquella gran multitud de prevaricadores, con lo que cada vez más se veía impulsado a aplicarle tales severos castigos que entonces eran convenientes y necesarios respecto a los lapsos convictos y sentenciados.

Pues, como escribe Aristóteles, al hacer estas correcciones ocurre como al enderezar las maderas torcidas, que no solamente doblamos dichas maderas torcidas hasta la dirección recta cuando queremos enderezarlas, especialmente cuando las torceduras son grandes y permanentes, sino que doblamos tales maderas desde un poco más adelante del medio forzándola hacia el lado contrario, de tal forma que a primera vista parece que no las enderezamos sino que las dejamos torcidas pero al revés de como estaban; y esto se hace porque así es más fácil y sencillo dejarlas en su enderezamiento correcto al hacerlas pasar del modo dicho hacia la parte contraria; pues al ser grande o permanente el torcimiento se dificulta el enderezamiento, y con facilidad se retuerce y vuelve a lo suyo, al menos en parte; y por eso es necesario doblarlas así hacia el lado contrario a esas maderas torcidas desde un poco más de su mitad, para que poco a poco de ahí se vuelvan al medio y queden con la rectitud debida, y así se enderecen las maderas que antes estaban torcidas cuando sus extremos ya no se apartan de la dirección de su centro en nada.

Y de este modo también ocurre si queremos enderezar nuestras costumbres cuando difieren mucho de la rectitud de la virtud, especialmente si llegaron ahí por alguna antigua costumbre o por alguna pasión vehemente o crecieron ya con demasiada abundancia. Pues es necesario entonces doblegar tales costumbres mediante algunas exigencias severas como hacia la parte contraria, constriñendo y coartando algunas acciones y operaciones y amenazando o aplicando algunas penas de severos correctivos, más allá de lo que es costumbre que hagamos, pero que habría que hacer si tales causas ya existiesen y lo urgiera. Y no lo hacemos para que permanezcan para siempre dichas vehementes correcciones y severas exigencias, porque eso ya no sería enderezar lo torcido sino curvarlo y torcerlo a la otra parte indebida e innecesaria más allá del término medio de la longitud correspondiente, ni sería corregir lo desviado, sino más bien pasar de un error a otro y llevarlo más allá del medio de la proporción debida. Por lo tanto actuamos así severa y enérgicamente en esas cosas para que de ahí mejor y más fácilmente llevemos lo equivocado al medio de la virtud ordenada y de la proporción debida, venciendo con ello sucesivamente y poco a poco la fuerza de la costumbre inveterada o de la pasión vehemente o de la abundancia desmandada, que son las causas de tantas desviaciones y errores; y, una vez hecho, tienen que quitarse y desaparecer tales correctivos y severas exigencias.

Pero así ocurre en el asunto que ahora tratamos: ya que al ser tantos en esa prevaricación y no tener interiormente la suficiente virtud para corregirse y vivir fiel y católicamente, por cuanto que habían sido forzados y convertidos a la fe y ya estaban inveterados en el culto y ceremonias de aquella ley antigua de las que no podían retirarse y apartarse, ni dirigirse y acomodarse al culto de la fe cristiana sino con grandes dificultades, por eso era conveniente e incluso fue necesario que entonces se les forzase de algún modo a la fuerza, es decir, mediante la severidad enérgica que excedía el modo y orden acostumbrados y se les doblegase con rigor, para que así volvieran al medio de la virtud y de la rectitud de la fe y del comportamiento cristiano; a causa de eso se estableció entonces tan enérgico correctivo de castigos y se añadió un modo de hablar tan duro e hiriente contra aquellos prevaricadores de aquel entonces que, como se ha dicho, eran en tan gran cantidad y en el mayor desorden; pues no se podía mover de otra forma tan gran multitud de personas pecadoras hacia la rectitud de la fe y al comportamiento cristiano y católico de no ser por tal severidad y desacostumbrada corrección.

Sin embargo no tenían que extenderse tales medidas a sus descendientes o abarcar y aplicarse a otros que no habían sido comprendidos y sentenciados en tales o parecidas prevaricaciones; sino que, con la variación de tiempos, tienen que reducirse y acomodarse al medio debido, como dicen los sagrados cánones, cuando por la variedad de tiempos y por el rigor excesivo también se varía y se cambia lo establecido. Pues si los santos padres que entonces habían estado asistiendo al concilio viviesen ahora e igualmente se reuniesen, decidirían y opinarían que ahora había que hacer otra cosa y establecerla para los momentos y condiciones actuales; porque ya es otra cosa lo que la Iglesia universal ha decretado y establecido y sancionado como derecho para corregir y castigar las prevaricaciones dichas y las parecidas, como a continuación se dirá; y también así los propios santos padres moderarían su forma dura de hablar si ahora estuviesen presentes, y con ello no darían motivo para calumnia, cisma o error a los menos prudentes ni el celo fuera de la verdadera ciencia a los ardorosos; y por ello, aunque sus palabras y decretos no hay que despreciarlos y desecharlos, tampoco conviene extenderlos tal como suenan hasta nuestros tiempos, sino exponerlos con reverencia y reducirlos al término medio de la proporción debida; según la enseñanza de santo Tomás, quien en su libro contra los errores de los griegos expone y reduce a la sana y moderada inteligencia muchos dichos y testimonios de los santos doctores que ellos habían escrito en otro tiempo y por otros motivos y con un rigor semejante; pero después, cambiados los tiempos y los asuntos y surgiendo algunas cuestiones de algún modo contrarias, aquellos dichos y testimonios de ellos parecían contradecir la fe sagrada y la sana doctrina, y algunos herejes las tomaban para afirmar y fundamentar su error; por eso al comienzo de su libro dice así a nuestro propósito: «Los errores nacidos acerca de la fe dieron ocasión a los santos doctores de la Iglesia a matizar con mayor cuidado lo que corresponde a la fe para eliminar los errores que habían surgido, como es claro que los doctores que hubo antes del error de Arrio no hablaron tan explícitamente de la unidad de la esencia divina como los doctores posteriores; e igualmente sucedió con otros errores, lo que es claro no solamente en diversos doctores sino también en uno preclaro entre los doctores, en Agustín: ya que en los libros que publicó una vez nacida la herejía de los pelagianos habló con más cautela sobre el poder del libre arbitrio que en los libros que había publicado antes del nacimiento de dicha herejía, en los que, al defender la libertad de la voluntad en contra de los maniqueos, dijo algunas cosas que tomaron los pelagianos para defender su error oponiéndose a la gracia divina; y por eso no es de admirar si los modernos doctores de la fe, después de los diversos errores surgidos, hablan con más cautela y como más limados sobre la doctrina de la fe para evitar cualquier herejía. Por eso, si se encuentran algunas cosas en los dichos de los doctores antiguos que no se han dicho con tanta cautela como guardan los modernos, no hay que despreciarlas ni rechazarlas, pero tampoco conviene ampliarlas, sino exponerlas con reverencia».

Y de estas palabras del santo doctor se muestra claramente y puede concluirse para nuestro propósito que no es de admirar si aquellos santos padres que asistieron a aquel santo sínodo toledano hablaron tan duramente y actuaron más rigurosamente contra los que en tan gran número habían prevaricado contra la fe de Cristo y no tenían nada más dentro de sí o junto a sí con lo que pudieran corregirse o enmendarse, cuando a la fuerza y sin voluntad propia ninguna habían sido empujados y llevados a la fe, y al ser tantos en número y convivir y estar unidos entre sí y tener encubridores y defensores de su error, a los malos cristianos tanto clérigos como laicos comprados por dinero, como ya se ha dicho antes.

En segundo lugar se puede concluir de esas palabras del santo doctor que si aquellos santos padres citados viviesen ahora y estuviesen presentes después de haber surgido esta sedición y cisma, para cuya confirmación presumen los adversarios recibir la autoridad de sus palabras en aumento de su error, ahora ellos con más cautela y más limadamente hablarían y actuarían, como dice el Filósofo de casos semejantes. Incluso sus antiguos dichos y hechos los expondrían y explicarían ellos mismos fiel y católicamente, para que lo que fue dicho y hecho en pro de la fe sagrada, pero con la energía y la severidad de un correctivo desacostumbrado (porque así convenía al interés de la fe y a aquellas a los que en aquel entonces se trataba de salvarlos), no se volcase por el contrario ahora en perjuicio de la fe, de la unidad y de la paz de la santa Iglesia de Cristo, como intentan introducir y defender estos ardientes envidiosos que de sus dichos y hechos se sigue claramente el cisma de la unidad y de la paz de la Iglesia de Dios y la sedición del pueblo cristiano; del mismo modo que hizo san Agustín hablando más cuidadosamente de como lo había hecho antes, cuando los pelagianos, que desconsideraban la gracia divina, tomaron sus palabras para la defensa de su error de lo que anteriormente había escrito con ardor en contra de los maniqueos defendiendo la libertad de la voluntad contra ellos; como quedó claro en el texto del santo doctor antes expuesto.

En tercer lugar puede concluirse y tomarse como regla de las palabras del santo doctor, tal como él lo concluye y pone por regla, y que conviene perfectamente con nuestro propósito, y es que estos decretos de aquel santo sínodo toledano y cualesquiera otros semejantes que no fueron hechos y dichos con tanta cautela como ahora se guarda y tiene que guardarse por los modernos en semejantes temas a causa de los errores que posteriormente han surgido, no hay que despreciarlos o rechazarlos, pero tampoco conviene ampliarlos en su severidad y energía tal como aparecen que se han dicho y hecho; sino que conviene, según la doctrina del Filósofo, como antes se dijo, exponerlos con equidad reverente y católicamente, y llevarlos al promedio de la proporción debida, de tal forma que siempre y en todo se guarde la verdad de la te y la unidad de la santa madre Iglesia y de su pueblo cristiano congregado y unido de toda lengua, raza, pueblo y nación; tal como el mismo santo doctor hace allí, donde expone reverentemente muchos testimonios de los santos doctores antiguos que aparentan sonar como erróneas, y que lleva a su verdadero significado.

Para lo cual habrá de tenerse en cuenta lo que se ha dicho en el capítulo XLVII, y es que, para tratar y exponer recta y católicamente las sagradas Escrituras sin errar, tenemos que seguir tres reglas generales allí expuestas, y que mediante ellas podremos saber fácilmente qué es lo católico y recto y qué lo apartado y ajeno de la fe y de la verdad; y después exponer fiel y católicamente las sagradas Escrituras, y recibir su sentido y comprensión con verdad y sin error. Por eso podremos mediante esas reglas exponer reverentemente y en forma católica los dichos y hechos de aquellos santos padres, y llevarlos al término medio de la proporción y a la verdadera y recta proporción. Por lo que justificadamente con brevedad y en resumen conviene ahora discurrir por cada una de ellas, y comparar con cada una de ellas los hechos y los dichos de aquel santo sínodo toledano y reducirlos y concordarlos con ella, como se ha dicho que también hubieran hecho aquellos santos padres si ahora hubieran vivido.

La primera regla era que todo lo hemos de referir a la caridad que es la finalidad de todo precepto y el perfeccionamiento de la ley, y de ella hemos de tomar siempre la regla de la verdad católica y de la comprensión correcta. Pero de esta regla puede quedar clara la intención de aquellos santos padres y la comprensión de sus dichos, pues ampliamente se ha explicado a lo largo de todo el correr del libro que la postura de esos hombres que quieren introducir esta rajadura y discriminación de supremacía y postergación en la Iglesia de Dios entre estos dos pueblos de los gentiles y de los judíos, está en contra de la caridad y de la unidad de la ley y del evangelio y no puede mantenerse junto con la verdadera y católica fe. Incluso también en el capítulo XLIV se ha mostrado y se ha llegado a la conclusión de que, si la Iglesia cristiana quisiera tolerarlo, lo que Dios no quiera, se destruiría a sí misma y no podría permanecer en adelante. De donde también en el capítulo XLIV se ha explicado que la Iglesia cristiana se ciñe y se robustece por la caridad y la unidad y la paz de todos sus fieles, como con un ceñidor nobilísimo y de oro, y que la unidad y la paz concreta de todos los fieles de la Iglesia es mayor y más admirable y necesaria en ella que las señales y milagros; con todo lo demás relativo a esto que allí se dijo.

Y lo que es más importante de todo, en el capítulo XLVIII se explicó que ni siquiera el sumo Pontífice podría quitarla ni introducir entre los fieles de la Iglesia tal discriminación, por la que no fuesen todos hechos hijos de Dios mediante la fe y el sacramento del bautismo y consiguientemente herederos de los bienes de la Iglesia militante y triunfante y con igual derecho y gracia ante todos ellos: por ser todo esto de la integridad y verdad de la fe y de los sacramentos de Cristo y de la Iglesia fundada y establecida por él, excepto en cuanto los malos méritos de algunos que pecaron después del bautismo y que personalmente han sido convictos y sentenciados los hacen indignos y los convierten en reos de las penas correspondientes.

Por lo tanto, como no puede haber ley contra esto ni nada se puede establecer en contra, hay que concluir por la primera regla que dichos estatutos del sagrado concilio de Toledo habrán de ser expuestos con tal reverencia que siempre se mantenga la caridad preeminente y la admirable unidad de todos los fieles de la Iglesia que se conserva en la paridad de condición y de gracia de todos ellos y se muestra y resplandece en la fraterna paz de todos ellos. Y así en consecuencia se habrá de concluir que la intención de aquellos santos padres que consistía en la integridad de la fe católica y en la unidad de la santa Iglesia y en su incremento y honor, y en la paz e indivisa caridad de todos sus fieles, y por todo esto se habían reunido y habían tomado sobre sí tanto trabajo, en forma alguna tuvieron en su intención hacer, decir o establecer algo contra esto dicho, como estos nuevos competidores desconocedores de la ley y del evangelio pretenden afirmar; sino que, por el contrario, siempre hubo en ellos una intención rectísima de guardar íntegro e ileso todo lo que se ha dicho, aunque temporalmente hayan aplicado aquellas enérgicas severidades contra los delincuentes y prevaricadores, que se ha de entender que son los personalmente convictos y sentenciados, pero no los demás, como ya he dicho.

La segunda regla propuesta fue que no definamos nada temerariamente, sino que siempre, según el dicho de san Agustín, hemos de consultar la regla de la fe que hemos recibido de los lugares más seguros y claros de las Escrituras; donde se pusieron y señalaron los lugares más firmes y claros de dichas Escrituras, y que son el canon de ambos Testamentos y después los decretos de los concilios generales, especialmente de aquellos cuatro principales, y las Decretales de los sumos Pontífices. Después vienen ya los concilios de los obispos y los dichos y escritos de los doctores; pero de todos éstos tiene libre poder de juzgar el sumo Pontífice, y tales concilios de obispos no son capaces para definir y establecer, y todo eso tiene fuerza y autoridad mediante el sumo Pontífice, y en sus estatutos siempre se exceptúa la autoridad del papa; tal como se ha explicado todo esto en el capítulo XLVII.

Por tanto, como las Escrituras del canon de ambos Testamentos se han de anteponer por su certeza y autoridad a todas las demás escrituras como lugares de las Escrituras más seguros y claros, y mediante ellas tienen que examinarse y aprobarse todas las demás escrituras y en conformidad con ellas se han de exponer, interpretar y explicar; y como es manifiesto que los testimonios de uno y otro Testamento condenan la postura y opinión de los que introducen en la Iglesia semejante cisma y división y pretenden afirmar que todos los cristianos de raza judía tienen que ser postergados a los demás y no permitírseles que tengan lugar parejo con ellos en las gracias y bienes de la Iglesia, sino que han de estar separados de los demás como reos e infames; y como incluso, por el contrario, se ha probado con innumerables testimonios de uno y otro Testamento que hay un solo redil de Cristo, una sola fe, un solo bautismo y unos y los mismos sacramentos para todos ofrecidos y administrados en general e igualmente a todos y a cada uno de ellos, mediante los que sin diferencias se constituyen en hijos y herederos de Dios y de la Iglesia en todos sus bienes, como ya se ha dicho antes por todo el transcurso del libro, y especialmente en los capítulos XXXDC, XL y XLVIII; hay que mantener en consecuencia que lo dicho y establecido en el sagrado sínodo toledano tiene que examinarse y exponerse con tal reverencia que se acepte que se ha hecho y dispuesto en el sentido ahora aludido; y si apareciera o se encontrara en ello algo ambiguo, diferente o quizás contrario, no ha de ampliarse o extenderse, sino que habrá de exponerse y acomodarse al sentido y comprensión que indica santo Tomás; por cuanto que ello había sido hecho, como ya se ha dicho, por el motivo, necesario en aquel entonces de reprimir tanta y tan intensa prevaricación de los que entonces habían reincidido, y que no podían encaminarse ni dirigirse a no ser por una severidad desacostumbrada y una reprimenda especial, que se dirigía y aplicaba solamente a aquellos de aquel entonces como a personas concretas convictas y sentenciadas, y no para abarcar a los restantes de su raza presentes o futuros que no estuviesen convictos ni sentenciados.

Pues afirmar lo contrario sería claramente infamar y deshonrar a aquellos santos padres que entonces habían asistido al sagrado sínodo, cual si desconocieran la ley de Dios o no hubieran querido observarla y cumplirla: lo que sería absurdo decir ni pensar y sería poner una gran mancha no sólo a ellos sino también a la misma santa iglesia toledana, y deshonrarla, lo que Dios no quiera. Por lo demás también se han aducido muchos testimonios tanto de los concilios generales como de las Decretales de los sumos Pontífices, especialmente en los capítulos XLI y XLIII, por los que se probó y explicó claramente lo mismo que se ha dicho ahora, a saber: que se reprobó el propósito y la intención de esos envidiosos que afirman lo contrario, con lo que también se explican o se revocan en cuanto a eso los citados estatutos del concilio toledano, como claramente se ve.

También con este mismo fin se habían traído en todo el decurso del libro muchos testimonios de los santos doctores para la explicación y prueba de la unanimidad, igualdad y paz de todos los fieles de Cristo dentro de la única santa Iglesia universal, de la que son hijos por Dios y herederos sin diferencias y sin ninguna acepción de personas o de raza; y por ellos se había deshecho y destruido el propósito y la intención de esos hombres que querían separar a los fieles que provienen del judaísmo de la igualdad de la comunión íntegra y de la gracia de los demás fieles. De donde resulta evidente lo que antes se había dicho: que los estatutos del sagrado concilio toledano deben explicarse y referirse con reverencia hacia este sentido y comprensión, e igualmente la intención de aquellos santos padres que allí estuvieron presentes.

Sobre la tercera regla que es la costumbre general de la Iglesia que todos siempre deben guardar y seguir, poco hace que se ha dicho y explicado todo esto.

Y así queda claro que tales estatutos de los concilios de obispos tienen que juzgarse y aprobarse y referirse y concordarse y también explicarse por los estatutos de los concilios generales y las Decretales de los sumos Pontífices y la enseñanza de los santos doctores aprobados, tal como se han explicado y se explican cada día con el correr del tiempo. Pues el tiempo es inventor y buen ayudante de tales cosas, y así se han hecho los perfeccionamientos de las artes, como escribe Aristóteles, y también propio suyo es añadir constantemente lo que falta. Por tanto, así como en las artes se han hecho los perfeccionamientos, aclarado las dudas y rechazado lo que estaba equivocado, así también ha ocurrido en la doctrina cristiana que, desde el comienzo de la Iglesia naciente en adelante, es decir: en los tiempos de dicho sagrado concilio toledano eran aquellos tiempos devotísimos y fieles, pero un poco bastos y no tan cultivados y ordenados respecto a la disposición de sus fieles y de sus costumbres, y de las cosas de la Iglesia y de sus ceremonias, sino que poco a poco se fue haciendo todo esto especialmente mediante los sumos Pontífices y los sagrados concilios generales, por los que se fue corrigiendo, revocando y abrogando lo que no estaba tan bien hecho y dicho o que con el transcurso del tiempo no era tan conveniente a la santa Iglesia y a sus fieles. Igualmente se aclararon las dudas y se hicieron los perfeccionamientos de lo que tenía fallas, y surgiendo a diario nuevos asuntos diferentes se proveía a ellos de formas nuevas y diversas, como se podrían dar ejemplos de muchos de ellos que ahora se dejan por no alargar.

Del mismo modo, por tanto, se ha hecho en este asunto, ya que claramente el sumo Pontífice ha explicado en el derecho que la prevaricación de tales personas que pasan o vuelven al rito judío es una especie de herejía y que hay que proceder contra ellos igual que contra los herejes, como se encuentra en las Decretales. Y así en consecuencia aquellos estatutos dichos del concilio toledano han sido aclarados por el derecho moderno de los sumos Pontífices, como por medio de perfeccionamientos hechos por ellos y que declaran que aquellos estatutos toledanos, aunque hubieran sido para aquel tiempo de entonces y para aquellas personas para las que se habían establecido convenientes y necesarios, sin embargo ya no lo son en un aspecto, al declarar que hay que proceder contra tales personas que pasan o vuelven al rito judío como contra los herejes y que en consecuencia habrán de ser juzgados y sentenciados por los estatutos sobre los herejes y no por otros.

Así también se ha corregido con esto lo que establecía el concilio de Toledo sobre los hijos, porque ahora los bienes de los herejes, y también en consecuencia los de aquellos que vuelven o pasan al rito de los judíos, se han de hacer públicos y aplicarlos al fisco; incluso también están ya confiscados por el mismo derecho: y así se castigan los hijos a causa de sus padres con la pérdida de los bienes temporales en este caso, que es lo contrario de lo decretado en el sagrado concilio toledano y que ha cesado y está corregido; y en consecuencia también otros estatutos semejantes de dicho concilio que son contrarios o diferentes a los estatutos sobre los herejes promulgados hasta ahora por la Iglesia universal, según los que tendrán que ser juzgados y castigados tales judaizantes y no según otros, como se ha aclarado.

Pues también algo más está ya establecido en el derecho moderno y es que los bienes de los herejes están confiscados por el mismo derecho, como se ha dicho, y los reincidentes y pertinaces han de ser entregados al brazo secular y en consecuencia a la hoguera. Asimismo, tanto respecto a los reincidentes como a los no reincidentes ni pertinaces se ha impuesto y establecido un gran proceso, gran solemnidad y gran aclamación de la fe en el asunto de la inquisición de la maldad herética; también una censura muy rigurosa respecto a los que actúen mal durante la inquisición, si por odio o por amor, por lucro o por obtener bienestar material hubieran omitido contra la justicia y contra su conciencia proceder contra alguien, donde hubiera que proceder acerca de tal maldad herética, o si por el mismo provecho intentasen vejar de alguna manera a alguien inculpándolo de tal maldad o poniéndole impedimento en su oficio.

También ya está fijada y establecida la gran severidad de las numerosas penas contra los herejes, sus encubridores, defensores e hijos, en las que también se incluye la que los santos padres establecieron en dicho concilio toledano, aunque mayor, más numerosa y mucho más severa que ella; y muchas otras cosas ya las ha establecido diligentemente la Iglesia universal sobre este asunto, y a ellas se han de reducir y con ellas se han de concordar los demás derechos antiguos; y todo eso y cada una de las cosas se refieren y aplican solamente a los herejes, a sus encubridores, defensores e hijos en su orden y según sus merecimientos, y solamente a ellos los abarcan y castigan según lo que cada uno de ellos se merezca y sean ellos quienesquiera que sean y hayan llegado a la fe ya de los judíos ya de los gentiles y después de eso de cualquier modo que se hayan desviado y errado de la fe ya judaizando ya gentilizando ya de cualquier otra forma; porque en los mismos estatutos y decretos sobre los herejes se juzgan y se castigan todos, sin diferencia alguna de judío o griego; y así queda claro que mediante todo lo que se ha dicho se sobreentiende y se aclara que aquellos decretos del concilio de Toledo solamente se dirigían a los lapsos y judaizantes y no a las otras personas de su raza que no estaban incluidos en tales errores; que tales estatutos se hicieron entonces contra los judaizantes mucho más que no contra los gentilizantes o que de otra forma se desviaban de la fe, por cuanto que ellos entonces prevaricaban más contra la fe y ley de Cristo y en mayor número que los otros, a causa del motivo señalado de haber sido convertidos por la fuerza a la fe en tan gran número; y por eso fácilmente y con la disculpa más de su error se volvían al vómito del judaísmo y no podían de otra forma ser retirados de él ni mantenerse en la fe que habían recibido a la fuerza.

Pero si hubiese habido en aquel entonces algunos gentiles convertidos a la fe por la fuerza y en gran número. como eran los judíos, y hubiesen tornado al vómito de su gentilidad anterior con la disculpa de su desviación, como es de creer que lo hubieran hecho como lo habían hecho los judíos, entonces aquel sagrado concilio toledano los habría castigado del mismo modo y hubiera hecho igualmente sus estatutos contra ellos llamándolos gentiles y diciendo que volvían al vómito de su gentilidad, al igual que los llamó judíos y que volvían al vómito del judaísmo, etc. Y todo ello igualmente se entendería de los reincidentes y sentenciados y no de todos los otros de su raza no comprendidos en semejantes transgresiones, al igual que, como ya se ha dicho, dichos estatutos se entendían solamente de los reincidentes y no de los otros de su raza que no se habían desviado de la verdad de la fe y de la ley de Cristo.

Y también dichos estatutos del mismo modo habrían sido aclarados y corregidos por los estatutos y decretos promulgados y dispuestos posteriormente por la Iglesia universal sobre los herejes, al igual que, como se ha dicho, se aclararon y corrigieron los antiguos estatutos del concilio toledano por los estatutos de la Iglesia universal posteriormente promulgados y escritos sobre los herejes, sus encubridores y defensores; todos los cuales son comunes tanto para los judíos como para los gentiles que Se desvían y yerran heréticamente en la fe de Cristo y en su ley, e igualmente han de ser juzgados y castigados mediante ellos según lo que personalmente merezca cada Uno de ellos.

Sin embargo todo esto no existía antiguamente ni lo observaban aquellos santos padres; ya que hubieran procedido contra aquellos defensores de la impiedad judía antes citados al igual que contra los mismos judaizantes defendidos por ellos, como se procedería ahora al igual que contra los herejes, si ahora ocurriese que los defendieran en su error; y sin embargo no lo hicieron. Igualmente hay que creer que entre una multitud tan grande habría algunos reincidentes y algunos e incluso muchos pertinaces, y todos ellos deberían ser entregados al brazo secular y, en consecuencia, a la hoguera; y de los no reincidentes ni pertinaces muchos habrían sido encarcelados y cargados con otras penas y sus bienes aplicados al fisco, según el derecho moderno; de lo cual no se lee que aquellos santos padres hubieran hecho nada, sino lo contrario resulta claro de los sagrados cánones.

Y queda así patente que aquel santo sínodo actuó con mayor suavidad respecto a algunas cosas, pero no tan cuidadosamente con aquellos lapsos y prevaricadores de la ley y del evangelio de Cristo como ahora lo hace la Iglesia con los tales. Pero esto fue así porque siempre se han hecho perfeccionamientos mediante los que se aclaran, pulen y en parte se cambian y en parte también se corrigen y se renuevan posteriormente poco a poco aquellos antiguos hechos y estatutos, en cuanto a lo que parece ser contrario o diferente de los modernos estatutos de la Iglesia universal sobre los herejes, sus encubridores, defensores e hijos; por lo que, como se ha dicho, ya se han reducido todos a una forma común sin diferencia alguna tanto para los judaizantes como para los gentilizantes o para los que prevarican y yerran de cualquier otro modo heréticamente, y para sus encubridores, defensores e hijos.

Y por todo lo dicho resulta todavía más claro que aquellas actuaciones y decretos del sagrado concilio toledano fueron más bien ciertos castigos aplicados personalmente a aquellos que entonces se desviaron que no decretos generales impuestos a todos los creyentes de raza judía o a los que iban a creer y no se habían desviado ni caído; y que parcialmente fueron inválidos y que no hay que ampliarlos, sino explicarlos con reverencia; y que, aunque así haya sido entonces conveniente o necesario, sin embargo la Iglesia universal ya ha provisto y establecido que se haga de otra forma y mejor, con lo que se ha aclarado, pulido, limitado y parcialmente cambiado, corregido y revocado lo establecido en el antiguo sínodo toledano; y lo que así fue establecido según la necesidad del momento, al cesar la necesidad cesó igualmente la urgencia, al proveer ya la Iglesia universal algo mejor y más perfecto; y así se han promulgado decretos diferentes según la conveniencia de los tiempos, según traté y expliqué todo esto antes.

De todo lo cual resulta patente que se ha respondido suficientemente al argumento tomado del concilio toledano. En cuanto a las leyes civiles también consta que se ha respondido suficientemente con todo lo dicho, porque, como ya se indicó, se promulgaron junto con los concilios toledanos y por ellos tuvieron fuerza y autoridad, y también tales leyes tienen que estar conformes con la ley de Dios, con la sagrada Escritura y con los decretos de la Iglesia; ya que la ley que tropieza con la sagrada Escritura, los decretos del papa y las buenas costumbres, no ha de valer para nada, como se deduce de los sagrados cánones; y la razón es que, como dice santo Tomás, la ley eterna es la razón de gobierno en el Gobernante supremo y que todas las leyes participan de la recta razón en tanto en cuanto se derivan de dicha ley eterna; pero esta participación de la ley eterna, como dice un poco más adelante, se hace por la ley natural según la proporción de la capacidad de la naturaleza humana; pero por la ley divina se hace la participación de la ley eterna de otro modo, que es dirigiendo hacia el fin sobrenatural. Por lo tanto, como las leyes de la Iglesia son una cierta exposición de la ley divina y de la ley natural, y con eso se comprueba que también son una cierta participación de dicha ley eterna, se sigue en consecuencia que todas las leyes humanas tienen que conformarse con la ley divina que se contiene en la sagrada Escritura y en los decretos y estatutos de la Iglesia que dependen de ella, y también en las buenas costumbres que se sacan y provienen de la ley natural.

Pues por esta conformidad con la ley divina, con los estatutos de la Iglesia y con las buenas costumbres, los legisladores de tales leyes civiles tienen que consultar la ley eterna, participar de ella y conformarse a ella, según lo que dice san Agustín en el libro sobre la religión verdadera, en el que escribe así: «El legislador de las leyes civiles, si es varón bueno y sabio, tiene en cuenta aquella misma ley eterna de la que persona alguna tiene derecho a juzgar, de tal forma que pueda discernir según sus inmutables reglas lo que haya que mandar o prohibir según los tiempos». Pero si las leyes anteriormente expuestas hubieran de entenderse y tuvieran que guardarse como estos émulos de la verdad y de la gracia las entienden y pretenden que tienen que guardarse, por cierto que estarían contra la ley divina, contra los decretos de la Iglesia y también contra las buenas costumbres, y en consecuencia también contra la misma ley eterna de la que dependen esas otras y de la que participan y a la que siguen; porque estarían contra la integridad de la fe y contra la comunión cristiana, ya que dividirían a la única santa Iglesia católica, que por artículo de fe tiene que ser única e indivisible, como ya anteriormente se probó con muchos argumentos.

Y así habría que concluir necesariamente que no serían legítimas ni justas, ya que, como escribe san Agustín en la obra sobre el Libre Albedrío, en la ley civil no hay nada justo ni legítimo que no hayan derivado los hombres de la ley eterna; y así, por lo tanto, tales leyes no tendrían importancia alguna, como se ha dicho antes según los sagrados cánones, y en consecuencia habría que condenarlas y rechazarlas como inicuas e injustas. Por lo que hay que concluir que hay que entenderlas sana y católicamente, tal como expliqué acerca de los estatutos del sagrado concilio toledano y de sus mismas leyes, y que ya se han interpretado y explicado o corregido y revocado sana y católicamente por medio de otras leyes civiles posteriormente promulgadas y escritas por los reyes; como le resultará evidente al que recorra las leyes civiles posteriormente promulgadas por los reyes católicos que cité en el capítulo XLII.




ArribaAbajoCapítulo LII

En el que se pone un breve epílogo y conclusión de todo lo dicho, y se da fin a la primera parte de esta obra


He aquí, reverendísimo padre e ilustrísimo señor, gracias a Dios completa la primera parte de esta pequeña obra que vuestra afanosa y pródiga cura pastoral tan ardorosamente me pidió y tan insistentemente me obligó a hacer, cual corresponde a un pontífice amado de Dios que, tomado de entre los hombres y puesto a favor de los hombres, lleva el cuidado de ellos en lo que a Dios se refiere; de tal modo que vuestra santa iglesia toledana y su gente, siempre muy devota y entregada a Dios desde los comienzos del nacer de la Iglesia, en la que últimamente en nuestros días se abrieron las heridas de esta disensión y cisma por haberse transfigurado Satanás en ángel de la luz y haberlo intentado de diversas formas, se cure ahora por vuestra santa solicitud y providencia y vuelva a la concordia de la unidad y paz evangélicas; y después, como desde la misma cabeza de vuestra excelentísima primacía, llegue también esta medicina a las demás iglesias, puesto que no se encuentra sana aún hasta %%el presente, sino que necesita medicinas saludables; pues, como he llegado a saber yo mismo, tampoco Satanás deja de sacudirla en todo momento para cribarla como trigo, corromperla y mancharla.

Por lo que con razón le es necesaria en todo momento vuestra permanente pericia y vuestra saludable y ferviente vigilancia, pues no duerme ni descansa el guardián de Israel porque no duerme ni descansa el que ataca a Israel; para lo cual, si estas pequeñas obras mías pueden ayudar en algo, que no por su propio mérito sino por vuestra amabilidad os agradaron, vuestra reverendísima paternidad lo tendrá en cuenta; pues para mí es suficiente con haber cumplido lo mandado y no haber ocultado la misericordia y la fidelidad de Dios ante la gran asamblea ni haber enterrado el talento que Dios me ha confiado bajo tierra. Pues así como el que intenta usurpar el honor que Dios no le ha concedido es muy merecedor de que se le inculpe, así también el que intenta rechazar y apartar de sí el talento que se le ha confiado se hace reo de otros pecados: de infidelidad y de desobediencia.

Por eso en el templo de Dios ofrece cada uno lo que puede: los unos oro y plata y piedras preciosas, los otros preciosas ofrendas presentan de lino, púrpura, escarlata y jacinto; por lo que a mí se refiere será bastante si ofrezco el reducido don y la pequeña parte en pieles y pelos de cabra, con tal de ser hallado fiel con mi Señor, que es al único a quien deseo complacer con esa miserable ofrenda mía; de tal forma que pueda gloriarme humildemente algo de mi fidelidad, como aquello que escribió nuestro glorioso padre Jerónimo de Heliodoro: «Heliodoro el presbítero, contemplando una enorme casa a través de una pequeña rendija y tentando las puertas cerradas sin tener la llave, apenas unas pocas cosas fue capaz de sacar a la luz, pero fielmente dio a conocer lo que pudo»: lo que ojalá fuera cierto respecto a mí, ya que sin duda se me aceptaría mejor que cualquier don.

Pues he concluido con el favor de Dios esta primera parte la víspera de la Navidad del Señor por la tarde en el año del mismo nuestro Señor y Dios Jesucristo de mil cuatrocientos sesenta y cinco; en la que se ha discutido contra los que usan de su ingenio no precisamente para buscar la gracia y defender la salvación, como nos invita san Ambrosio, sino para reducir la inocencia ajena, cosa que él desaprueba; y así poniendo ésos arbitrariamente un límite a la misericordia y gracia de Cristo no soportan que todos los creyentes sean participantes y coherederos con ellos en la gracia, diciendo que es injusto que los que por la tarde llegaron a la viña de la Iglesia reciban la misma paga que ellos, que desde los tiempos antiguos trabajando en la lucha de la fe resultan por la ascendencia de donde provienen haber soportado el peso del día y el calor; y cuyos ojos por tanto son malos porque Dios es bueno; pues desconociendo la justicia de Dios y queriendo imponer la suya no se sometieron a la justicia de Dios, puesto que la finalidad de la ley es Cristo para justificación de todo creyente: por eso dijo de «todo creyente», para no excluir a ninguno; y también:

«Dios es el que justifica. ¿Quién condenará?».

Esos hombres, por tanto, invadidos por el ansia de la avaricia o de la vanagloria o ciertamente de sus intereses actuales, bajo tal nombre de la justicia de Dios, infaman a la justicia y a la vez la atacan, y del mismo modo que la pócima venenosa suavizada por la dulzura de la miel suele matar con su engañoso agrado, así también ésos seducen los ánimos inocentes con su oculto engaño; a quienes yo, cuando quise refutarlos, tuve por fuerza que sacar al medio la justicia de Cristo traída hasta aquí desde los siglos, con la que se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera todo el universo; para que con esta segura regla y celestial medida se reprobase la que aparentaba ser y no era verdadera justicia de ellos, no fuera a ser que pareciese que su fingida justicia y perversidad encubierta se condenaba por prejuicios más bien que por análisis, si no fuese argüida, convicta y condenada con tan abundantes razones y amplitud de misterios de la fe presentados por largo y por ancho. Por lo que necesariamente ha habido que traer muchas cosas de lejos y como de los lindes remotos.

También lo dudoso y lo oscuro tuvo que ser explicado con las necesarias ilustraciones adjuntas, y por eso se extendió y dilató no poco; muchas cosas fueron repetidas en el correr del libro para llegar, como convenía, a la conclusión propuesta, y en cada uno de los capítulos diversos según la materia lo pedía, para repetidamente aplicarla y concluirla. En las respuestas a las dificultades fue necesario repetir mucho de lo que ya se había tratado para aplicarlo a resolver la dificultad. Por lo demás, también yo, ocupado y distraído en muchas otras cosas, por olvido tenía que repetir algunas cosas que ya había dicho antes para ligarlo a lo que seguía, y así creció el tamaño del libro hasta el de un tratado, excediéndome en el propósito que había establecido desde el principio; y todo esto, aunque para la obra propuesta era mucho más de lo que convenía, sin embargo, por la magnitud de los asuntos, se ha tratado bastante brevemente. Pues es difícil, una vez entrados en el bosque de la ley, separar las materias de cada una de las cuestiones, ya que cada una se entrecruza en alguna rama con las otras, de tal modo que no pueden explicarse sin tomar el comienzo de la otra; o como ciertamente una cortina exigía otra cortina en la construcción del tabernáculo, así también en el tratado de la ley y en su exposición una cuestión exige la otra, y aquélla exige a ésta.

Por tanto, llené el libro con lo de la verdad de la fe, del misterio de Cristo, del sacramento de la Iglesia, de los sacramentos de Cristo y de la Iglesia, vasos de gracia y de la actuación uniforme e igual, en cuanto a sí misma, de los fieles en su regeneración y su justificación, unanimidad, paz, igualdad de gracia y de amor. En concreto: que la fe es una en sustancia desde el comienzo del mundo; que es necesaria a todo creyente y consigo lleva y comprende el sacrificio, sin el cual la fe no bastaría para la salvación; que sucesivamente fue creciendo esta fe en cuanto a su explicación hasta que Cristo acabó sus sagrados misterios y allí la consolidó completándola; ni por otra parte se cambiará ya a otro estado más elevado o más claro y explícito, al modo como crecía y se hacía más clara hasta la venida de nuestro Salvador y hasta que se acabó y explícito su sagrado misterio; sino que permanecerá hasta la consumación del mundo en este mismo estado, al que sucederá en la gloria la clara visión cara a cara y el gozo bienaventurado.

De Cristo se ha dicho que es el cordero muerto en el misterio de los santos desde el origen del mundo; prometido en la ley y en los profetas y representado de muchas formas en las figuraciones de los sacrificios; deseado de los santos patriarcas, amado y esperado; y sin la fe en él nunca nadie fue justificado ni se justificará. Ultimamente en estos días se nos dio y nació en carne visible, y se ofreció y padeció por nosotros en la cruz, liberándonos de la maldición de la ley y haciéndose en ella maldito; borrando también por su santa muerte el manuscrito del decreto contra nosotros, que nos era adverso, quitándolo de en medio y clavándolo en la cruz; anulando la ley de los mandamientos formulada en decretos, derribando el muro de separación, deshizo nuestras enemistades en su carne, edificándonos a los dos en uno en sí mismo, haciendo uno solo de unos y otros, estableciéndonos a todos cercanos a sí por su sangre, reconciliándonos a ambos en un solo cuerpo con Dios, hecho nuestra paz, para que por él ambos a una tengamos acceso al Padre en un Espíritu, llamando: Abba, Padre; porque por nosotros todos murió Cristo y para todos nosotros resucitó y vive. Quien, aunque murió por nuestros delitos, sin embargo, resucitó para nuestra justificación y ya no muere; ni la muerte en adelante tendrá dominio sobre él, sino que, viviendo para Dios, está puesto a su derecha para mostrarse siempre ante el rostro de Dios e interceda por nosotros; y así nos hace sentarnos con él en los cielos, permaneciendo también con nosotros hasta la consumación del mundo; y, sin duda, que es grande el misterio de la piedad que se ha manifestado en la carne, ha sido justificado por el Espíritu, ha sido mostrado a los ángeles, predicado a las naciones, creído en el mundo, ensalzado en la gloria.

Sobre la Iglesia se ha tratado que siempre es la única e íntegra paloma que Cristo adquirió como esposa suya por su sangre, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra de vida, sin tener mancha ni arruga o cosa semejante, sino siendo santa e intachable; que es también gran misterio de Cristo y de la Iglesia; que es la columna del Dios vivo y fundamento de la verdad; que también se ha hecho de todas las gentes su reina, y de entre todos, sin distinción alguna, convoca ciudadanos para su esposo Cristo, en quien ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la nueva criatura; que es, finalmente, en este mundo el arca del diluvio que salva para Cristo a los que recibe de cualquier raza de hombres; que es, con el mismo fin, la red que pesca y reúne de toda clase hasta que, cuando llegue a la orilla del fin, se elijan los buenos a los canastos y los malos se arrojen fuera a las tinieblas exteriores; que es también la era del Señor, que contiene y tritura a buenos y malos como pajas y granos, hasta que se manifieste el mismo Rey de la gloria, que juzga y discierne y, con el bieldo en su mano, limpie esta era.

Sobre los sacramentos se ha tratado también que son los vasos de gracia preparados por la gloriosa pasión de Cristo, por quien todos los fieles se reengendran en el hombre interior y se entregan a una nueva vida, mereciendo por dignación celeste purificarse cada día de las suciedades de la vida mundana y justificarse y fortalecerse en la gracia; y que, a los que separa el sexo en el cuerpo o separa la edad en el tiempo, del mismo seno de la Iglesia por la sagrada fuente del bautismo la Iglesia dé a luz en una común infancia; y a todos en sí misma mantenga y abrigue en la casa con un solo derecho y gracia y un mismo convivir, como conviene que haga una madre gozosa con sus hijos.

Y de todo esto y demás cosas semejantes se sacaron a luz y se demostró que eran mentiras acabadas los delirios apestosos de esos hombres que, bajo el nombre de piedad de la ley y de la fe, quieren separar de la igualdad en el mismo derecho y gracia de los restantes hijos de la Iglesia a los que han venido del judaísmo o se espera que vengan luego a la fe de Cristo, pretendiendo que deben separarse y apartarse de los demás fieles; ya que, desbaratados en primer lugar los enemigos de la fe que están afuera, a saber, herejes, cismáticos, paganos y judíos, entre los que no se puede buscar la verdadera religión cristiana mientras permanezcan así en su condenación, claramente se vio después que la Iglesia de todos los fieles era un solo e íntegro rebaño de Cristo, que congrega a todos y a cada uno indistintamente bajo las mismas leyes, y los conserva y los guarda; y, si errasen, también los corrige y castiga indistintamente sin acepción de personas. Que es también una única santa Iglesia católica, hecha reina por todas las gentes creyentes, y que do se limita la posesión de Cristo a alguna parte de la tierra o a gente de algún pueblo, sino que de un mar a otro y hasta el confín de la tierra en todo pueblo y en toda nación conserva su principado; ni es Dios de disensiones, sino Dios de paz, ni hay lugar en él para acepción de personas. Y que el ser llamados a la herencia eterna para que seamos coherederos con Cristo y vengamos a la adopción por hijos, no es mérito nuestro sino gracia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y que dio a todos y a cada uno el poder de hacerse hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre, cualesquiera lo reciban a él. Y en todo esto lo que hice fue citar a los testigos, es decir, aducir las razones y testimonios de la ley y los edictos de los sabios. Pero lo que os toca, reverendísimo padre, es juzgar de la fidelidad de los testigos y definir con ponderado examen qué de verdad contenga y posea cada uno y pronunciar sobre todos la sentencia justa.

Pero a todos cuantos van a leer esta obra les ruego encarecidamente que no tuerzan hacia lo ambiguo la sencillez de su sentido ni lleven a otro sentido distinto de aquel en que lo he escrito lo que en él se contiene. Pero si hay algo que a los lectores les parezca ambiguo por las palabras, procuren comparar las palabras con el sentido y, si el sentido fuese conforme a la verdad, también deberán analizar las palabras con mentalidad sincera y referirlas y aplicarlas en el mismo sentido. Por lo tanto, que de tal forma se aparte el discutidor de academia de la sencillez cristiana que, al tener el sentido de la verdad, ya no se preocupe mucho de las palabras ni de discutir sobre ellas; pues no es la sencillez de las palabras sino la perversidad y obstinación de la inteligencia malvada lo que suele culparse. Pero si también después de esto a alguien el libro le proporciona y produce todavía algún escándalo de desviación, considere en primer lugar que quizás no se crearía ningún escrúpulo tal a mi conciencia, que sabe con qué intención lo he dicho, de lo que Dios me es testigo de que no lo he escrito por ninguna intención torcida ni por halagar ni por odio, sino por la integridad de la fe y por la paz y comunión católica de todos los fieles, con fe recta, intención sincera y ánimo afectuoso, cual si en última instancia me encontrase delante de Dios juez. Pero después interprete y corrija con benevolencia cualquier cosa que sea la que insinúe e induzca la sospecha del error, teniendo en cuenta a la vez que todos caemos muchas veces, pero si alguno no cae en el hablar, es un hombre perfecto. Tampoco nadie es tan arrogante que crea tener tal conocimiento de la doctrina celestial que se estime haber abarcado con fluidez todos los misterios, especialmente cuando el Apóstol dice: «Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer». Ya que, como escribe nuestro glorioso padre Jerónimo, consta que ningún hombre, excepto aquel que se dignó recibir la carne por la salvación nuestra, ha poseído la ciencia completa ni la verdad con toda certeza.

Pero a vos, benignísimo señor y gran pontífice de Cristo, por cuyo mandato he tomado esta carga y trabajo, con humildísima súplica os pido que defienda la diestra de vuestra protección magnífica lo que por vuestro piadoso mandato se ha concluido; y no permita que cualquier émulo de la paz evangélica y ardiente enemigo de esta causa retuerza y corrompa las sagradas Escrituras y los admirables dichos de los santos doctores que aquí están escritos bajo la inspiración de Dios hacia sentidos equívocos o más bien torcidos, a su libre arbitrio, y después de ello también me hiera y confunda, como es costumbre de hacer de tales hombres. Pues me da la impresión de estar viendo ya a tales émulos pertinaces engendrando inexorables contradicciones y contiendas; y qué de admirar que no teman enfrentarse conmigo que soy tan poca cosa, cuando también a nuestro mismo padre Jerónimo, luz del orbe de la tierra, varón admirable digno de tanta gloria, no temieron con frecuencia infamarlo, reprenderlo y herirlo, y afirmar que era reo de error doble: «Se me atribuye un doble error. Se me llama falso corregidor de vicios», dice él mismo.

Y qué diré también de nuestro maravilloso Agustín, doctor eximio, que al escribir sus libros sobre la Ciudad de Dios famosos en todo el orbe, cuando no los había acabado e incluso también desde el comienzo de su obra ya sus competidores escribían contra él, y mientras su obra no estaba terminada ni examinada ni comprendida, como se muestra por su propio testimonio, ¿cómo se preparaban a herir, reprender y condenar a su propio autor? También me causa gran admiración el que los competidores hayan perseguido a aquel gran santo Gregorio, príncipe de pastores y sumo Pontífice, con tanto odio y detestación que después de su muerte buscaban sus libros para quemarlos como heréticos y erróneos, hasta que Dios maravillosamente salió al paso con su inefable testimonio. ¡Y eso precisamente en la Ciudad madre, donde se encuentra la sede de Cristo y donde debiera estar el celo de la fe y el mejor fundamento de la religión cristiana entera! No sin razón, por tanto, me siento desfallecer ante tales pecadores que abandonan la ley de Dios y que persiguen tan cruelmente a sus santos doctores. Por lo que temo con motivo también yo que en comparación de tales santos soy como paja suelta al viento.

Por eso me vuelvo a la casa de refugio y a la torre fortaleza inexpugnable, es decir, al santísimo sumo Pontífice nuestro universal señor, vicario de Jesucristo, rector de todo el orbe de la tierra y verdadero corregidor, que tiene que confirmar las sentencias evangélicas y apostólicas y de ahí las de los otros santos padres que las siguieron con la vida y la sangre, y en consecuencia protegerlas y fortalecerlas; a cuya apostólica corrección y de la santa madre Iglesia universal cuya fe nunca falla y contra quien no podrán prevalecer las puertas del infierno me someto yo mismo y esta obra y cualquier otra obra mía, en todo y por todo, devota y humildemente y desde ahora, si sucediese que llegase hasta su santidad por cualquier motivo.

Finalmente me vuelvo y me confío al mismo Jesús gloriosísimo, Dios y Señor nuestro, piedra angular que hizo uno de ambos, que, aunque fue desechado por los constructores, sin embargo llegó a ser la cabeza de esquina, donde permanece con toda firmeza y permanecerá para siempre; de cuyos sacratísimos misterios está lleno todo este libro por entero y a quien humildemente también me encomiendo a mí mismo con toda confianza a su invencible protección ahora y para siempre. Y el que tropiece contra tal piedra angular se deshará, y sobre quien él caiga lo aplastará; porque, si algunos persiguen la Iglesia y en consecuencia a Cristo, desfallecerán en ella como si se deshicieran, o si la Iglesia de Cristo los persigue igualmente desfallecerán y caerán sin poder resistirle en forma alguna.

Ven, pues, y juzga tu causa. Jesús Señor, cuyo rostro desea contemplar toda la tierra, que como Rey de Paz has sido engrandecido sobre todos los reyes de la tierra, como de ti canta por lo alto en esta santa Navidad tuya la santa madre Iglesia. Toma, pues, las armas y el escudo y sal para ayudarme; da paz al pueblo que has redimido y que te exalten todas las naciones; da su paga a los soberbios, de forma que por ello recibas alabanzas, honor y gloria con el Padre y el Espíritu Santo por siglos infinitos. Amén.

Se acabó.

Que sea del agrado del Altísimo.





Abajo

Lumen ad revelationem gentium

Alonso de Oropesa



[Versión castellana]




ArribaAbajoIncipit prefatio ad reverendissimun patrem ac dominum illustrissimum dominum Alfonsum Carrillo Archiepiscopum Toletanum, ac Hispaniarum primatem nobilissimum, in libro qui dicitur: Lumen ad revelationem gentium et gloria plebis Dei Israel, de unitate fidei et de concordi et pacifica equalitate fidelium

Reverendissimo in Christo patri ac domino illustrissimo domino Alfonso Carrillo, archiepiscopo Toletano, ac Hispaniarum primati nobilissimo. Frater Alfonsus de Oropeza, suus orator indignus, ac merito servus et inutilis filius, prior sancti Bartholomei de Lupiana, necnon ordinis sancti Hieronymi de Hispania generalis inmeritus, et verius minister inutilis, seipsum, cum sacrarum manuum osculis, humilem ad mandata, devotumque ad religiosa servitia. Nihil ita humano generi nocere consuevit -sicut magnus inquit Chrysostomus-, ut est amicitiam contempnere, nec eam magno cum studio et tota observatione servare, sicuti, e contra, nihil est quod ita res humanas moderetur ac dirigat, ut hanc onmibus viribus prosequi. Quod profecto Christus insinuans aiebat: Si duo ex vobis consenserint in unum, quidquid petierint accipient. Et rursus: Cum abundaverit iniquitas, refrigescet caritas multorum. Eiusmodi profecto contemptus omnes hereses genuit, quippe ex eo quod non diligerent fratres, invidebant: ex ea autem invidentia, dominationis ambitu tenebantur; porro ex ea ambitione hereses nascebantur, ex quibus verbis duo nobis vir sanctus monstrare contendit: primum omnes hereses, ac omnia schismata ex invidia pululasse, que contraria noscitur caritati, qua spoliata, semper presumit seva turbata conscientia. Cum enim caritas ipsa, iuxta Apostolum, procedere debeat in nobis de corde puro et conscientia bona et fide non ficta, consequens est ut, perdita caritate, vulneretur simul et cor, ac ledatur conscientia, ultimo vero corrumpatur et fides. Quibus intra viscera infectis mens improba statim contendit exterius verbis, ac simulatis operibus contegere vulnera sua, eisdemque, si potest, virtutum nomina imponere. Deinde vero ad contentionis devolvitur studia, nam, sicut idem subiunxit: vita impura schismata facit: Omnis enim qui male agit, odit lucem. Unde, de corde puro et conscientia bona, ac fide non ficta, statim subiungit Apostolus: A quibus quidam aberrantes, conversi sunt in vaniloquium, volentes esse legis doctores, non intelligentes neque que dicunt, neque de quibus affirmant. Ac deinde loquens de bona conscientia, pro fine concludit: Quam quidam repellentes, circa fidem naufragaverunt. Hi sunt profecto quos idem multo ante lamentatur et gemit Apostolus, dicens: Spiritus autem manifeste dicit quia in novissimis temporibus discedent quidam a fide, attendentes spiritibus erroris, et doctrinis demoniorum in hypocrisi, loquentium mendacium, et cauteriatam habentium suam conscientiam. Secundum vero mente sedula contemplandum est, statim debere veros filios Ecclesie conatibus validis contra huiusmodi errores insurgere, ac pro concordia, pro pace, pro fide vera, pro conscientia bona, ac caritate non ficta, totis viribus decertare. Nec inmerito, cum nihil tam utile, tamque proficuum humano generi esse decernat; nihil vero tam noxium, tamque pestiferum, quam amicitiam christianam ac caritatem evangelicam violare. Unde merito nos eam magno studio iubet ac tota observatione servare; et recte quidem, cum ipse alibi dicat quod caritas ipsa proprium est christiane religionis insigne, per quam discipuli Christi noscuntur. Hec nostrorum scelerum medicina est; hec anime nostre sordes emundat; hec est scala que in celum usque porrigitur; hec Christi connectitur corpus. Hinc sane dudum in domo nostra de Guadalupe, que pro sui magnitudine et reverentia toto orbi ostenditur insignis et veneranda, me velut novitium ac iuvenem conversum teneret sancta religio, schisma ingens inter Christi fideles, ac inexorabile scandalum exortum est: lesa est caritas, turbata est pax; angustata fides, spesque confusa; Christi iura, evangelii schemata, ac christiane religionis violata sunt federa; dum quidam perditi homines, invidie stimulis agitati, contra eos qui fuerant ex iudaismo conversi, instare cepissent, ac dicerent non debere eos una cum christianis, qui venerant ex gentilitate, ex quibus, ut legitur, fuerat principaliter Ecclesia christiana collecta, equaliter recipi ad honores et dignitates populi Dei, ac tam ad ecclesiastica quam secularia officia et beneficia; sed repelli debere eos ab huiusmodi, tamquam neophytos, ab Apostolo nominatos, ac tamquam in Christi fide suspectos, ac male de sacramentis ecclesiasticis sentientes. Sic ergo ceperunt pro veritate mentiri, legemque zelantes, legem destruere, adducentes cum hoc in assertionem huismodi erroris tam ex canonicis institutis, quam ex civilibus legibus, nescio quas alias frustratorias ambages, volentes contra Apostolum dividere Christum, tamquam non esset ipse pax nostra, qui fecisset utraque unum, aut tamquam non esset angularis lapis, horum duorum populorum, gentium, scilicet, et Iudeorum, utrumque parietem coniungens; aut tamquam non exsolvisset in corpore suo, super lignum, inimicitias eorum, ut duos conderet in semetipsum, in unum novum hominem, faciens pacem, ut reconciliaret ambos in uno corpore Deo. Sed adhuc contra Apostolum esset distinctio Iudei et Greci, et non esset idem Dominus omnium, dives in omnes qui invocant eum; aut tamquam si preputium et circuncisio aliquid valeret in Christo et non magis in utroque nova creatura; aut tamquam si non essemus omnes, sive Iudei, sive gentiles, unum corpus in Christo, singuli autem, alter alterius membra. Hec ergo dixerunt et erraverunt, et sacramenta Dei non intellexerunt. Unde cum ad me delatus sermo pertingeret, obstupui, miratusque sum imprudentium hominum audaciam pariter et sevitiam. Tacitus tamen sollicita mente considerans quod huiusmodi livor, non solum fratres dividit et offendit, verum etiam transit usque ad ipsum Dominum maiestatis, cum ipsum gloriosissimum Iesum offendat, ac neget eum esse generalem equalemque omnium gentium redemptorem; ac pariter evangelii magnitudinem et libertatem diminuat et coangustet, quasi non in universum mundum, et omni creature Christus idem preceperit predicari, ac non omnes indistincte in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti iusserit baptizari; omnesque eosdem credentes non promiserit salvos fieri; omnibusque non dederit potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine eius; ac tamquam non omnes ad Christum venientes et in eum credentes essent vere liberi, cum Filius eos veraciter liberaverit. Unde liquido comperi quod huiusmodi homines, dum evangelium defendere vellent, evangelium destruerent, et Ecclesiam Christi ad similitudinem Synagoge redigerent: ut, sicut ibi sacerdotia ac dignitates et officia, ad certam Iudeorum gentem, immo et ad certam tribum et familiam referebatur ex lege, et eisdem conferebatur, et non aliis, quod imperfectionis maxime erat, sic isti redigerent Ecclesiam Christi ad huiusmodi angustiam et servitutem. In quo, quantum offendat et qualiter iudaizent, non vident, nec quilibet eorum intelligit quod, velut aper de silva, Ecclesiam exterminat, id est, extra terminos ponit, cum inter fideles eiusdem caritatis et fidei vincula rumpat; et sic, velut singularis ferus, depascit et occupat illam, dum sibi et aliis quibusdam ceteros expellendo, appropriat et adiudicat eam, sicut olim propheta de illa tristis gemensque plangebat. Considerans igitur, sicut a nostro gloriosissimo patre Hieronymo doctus acceperam quod, cum canes pro dominis suis latrent, multo nos magis debemus pro Christo latrare, eiusque fidem et iura defendere, omnesque vires nostras, atque conatus, in eius obsequium impendere, quinimmo, et potius nos mori posse quam pro eius fide et honore posse tacere, statim exilii non abscondens misericordiam et veritatem eius a concilio multo, presertim cum huiusmodi pestilens sermo iam serperet velut cancer; unde more predicatoris, cuius tunc fungebar officio, cepi libera voce ad populum declamare, omnesque huiusmodi erroris et fraudis detegere latebras; atque cum hoc fecissem in dies, de veritate fidei, de unitate fidelium, ac de eorum convictu, et de eorum equali in omnibus lege, necnon de caritate Christi, ac de pace evangelii, sermones protrahens, multa dissererem ac plurimis placuissent. Pater venerabilis monasterii, qui tunc mihi preerat vice Dei, admonuit, immo institit et mandavit ut ad informationem et utilitatem absentium, et futurorum, aliquid scriberem circa nogotium, quod dum moleste tulissem, quia huiusmodi genus docendi nondum attigeram, neque presumpseram, tamen, ut tenebar, ad ultimum obedivi. Proposueram itaque opus dividere in duas partes, quas et negotio congruas et legentibus utiles esse putaveram, prout in libri capite, quibusdam prefaciunculis iam distinxerat; ac earum partem primam, usque ad quadraginta capitula iam protraxeram, prout mihi donatum est ab ipso Iesu, nostro gloriosissimo redemptore, celestium munerum largissimo partitore. Et ecce subito, ab ipsis carissimis fratribus sublatus, velut ab eorum visceribus avulsus sum, ac tamquam ablatus ab uberibus matris, illius videlicet domus nostre, tam religiose, tamque venerabilis, licet inexpertus ac iuvenis et invitus, preesse domui nostre de Talavera, ubi aliquandiu, licet inutiliter, militavi, obedientia cogente, compulsus sum. Ac deinde, processu temporis, licet indignus, hucusque delatus sum, ut toti ordini preessem et ministrarem, et ut huic sacre domui continue presentialiter interessem, quam reverendissima vestra paternitas magnis muneribus honorare et adornare dignata est, et in qua nobis initium fuit, et caput semper est ordinis. Licet ergo multorum tam nobilium quam religiosorum virorum exhortationibus ac precibus fuerim circumventus temporibus retroactis, ut dictum opusculum, maximeque partem primam, tantis iam distentam capitulis, continuato stilo complerem, completamque legendam in medium proferrem, quia tamen: non bene fit quod occupato animo fit, meque gubernaculis traditum, innumerabiles cirumvenerant negotiorum turbines et curarum, ita ut mentem sibi et animum meum pariter occuparent, adeo quod meum, ut dici solet, cogar plerumque ignorare vocabulum, ideo distuli pariterque negavi, quia sermo iam quodammodo recessit a me. Tempestuosa enim res est vita hec, que preficitur populis gubernandis, et que totum hominem sibimet fatiget et vindicet, licet huius seculi amatoribus videatur insignis ac mirabilis reputetur et dulcis, pro qua obtinenda et acquirenda, tantis conatibus et ardore terras mareque perlustrant, curias adeunt, et dominis quodammodo serviunt innumeris; cuius cupiditas et libido totam paulisper nostram conturbat etatem, et Ecclesiam Christi bellis ecclesiasticis commovet et concutit. Tamen, ut Chrysostomus existimat, et ut mihi videtur, non est vita dicenda, sed mors. Unam, scilicet, discerpi ac dividi animam in tam variam rerum et hominum administrationem, tot hominibus servire, tot vivere; sibi autem soli tempus vivendi penitus denegare. Accedebat autem ad hoc ipsa undique operis difficultas non minima. Est enim revera in gentis operis doctrinam Dei et salvatoris nostri in omnibus adornare, nullamque vel infirmis scandali prebere occasionem, presertim his temporibus periculosis, in quibus undique fervent mala, ac occupant orbem ipsa flagitia, et iam quodammodo confusa sunt omnia; et quod ultimum malorum est, quodque remediis omnibus claudit accesum; ipsa eadem vitia in mores translata loco virtutis habentur, ita ut quicumque erraverit a via doctrine, in cetu gigantium commoretur. Impudens etiam ferme est seculum presens, formatuque difficile: lascivus, lubricum, parumque idoneum ad virtutis doctrinam, eiusque intelligentiam utilem capessendam, quinimmo in docentem et corrigentem paratum sepe retorquere convitia. Unde non inmerito obmutescere, et a bonis silere decreveram, ne forte, quod absit, nimio zelo succensus, minusque scienter edoctus, quemquam meis verbis offenderem: in multis enim offendimus omnes; et si quis non offendit verbo, hic perfectus est vir; maxime cum sint qui obtrectandi occasionem semper inquirant; qui non pro veritate, sed pro consuetudine aut curiositate; et quod omnium pessimum est, pro amaritudine et livore, aliena facta conquirunt, semper aliena loquuntur, aliena iudicant et aliena sententiant. A quibus, qualis sermo videtur, talis vita scribentis animusque censebitur. Unde nominatissimus ille theologus Gregorius Nazianzenus, nostri temporis mala describens, satis mihi timorem incussit, ac fugere e medio latereque suassit; cuius quidem verba, quia diu ante iam mihi infixa sunt cordi, multisque legentibus ea profutura prospexi, licet brevitatem offendam, hic ad litteram inscribere placuit: «Omnia, inquit ille, impugnat et perturbat inimicus, et velut in ceca caligine bellum movet, quo magis adversum se invicem dimicent membra, ut effugentur reliquie, si que ille sunt, caritatis; dum nova nomina nobis sacerdotibus adquiruntur, et, sicut scriptum est, effusum est opprobrium super principes, effugatus est omnis timor ex animis, et obtinet ubique imprudentia; quicumque voluerit scientiam, sibi vindicat; summa et profunda spiritus intra se esse reputat. Omnes autem ex hoc, docti et catholici, volumus videri si alios reprehendamus, et impios iudicemus; interdum etiam iudices eligimos de Deo, eos qui ignorant Dominum, et iactamus sancta canibus, et mittimus margaritas ante porcos, pollutis videlicet auribus et animis, divina mysteria publicantes; quod utique ex voto cedit inimicis, quibus, cum Ecclesiam nostram adire non liceat, per nos tamen sancta nostra conculcant. Aperimus ergo omnibus non portas iustitie, sed maledicencia et obtrectandi additum, et insolentie viam; et illos solos optimos iudicamus, non qui nec verbum quidem otiosum de ore protulerint, propter timorem Dei, sed quicumque potuerint de fratribus latius et acerbius obtrectare, vel certe qui subtiliter et figuraliter momorderint, et sub lingua sua posuerint dolorem et laborem, et venenum aspidum fuerit sub labiis eorum. Observamus invicem diligenter, non nostra, sed aliena peccata: non ut plangamus, sed ut imputemus et exprobremus, nec ut curemus, sed amplius vulneremus; malos autem et bonos, non ex moribus, nec ex conversatione, sed ex partibus iudicamus, et ea, que placebant hodie in aliquo, crastino, si fuerint partis alterius, displicebunt; et qui laudabantur hesterno, culpantur hodie; tunc vero ea, que apud illos culpantur, apud nos in admiratione habentur; ignoscimus autem omnia facile et libenter fautoribus nostris, etiam si impie committantur, ut in malis benigni videamur et magnifici. Facta sunt omnia sicut ab initio, cum mundus nondum erat secundum ordinem suum, speciesque dispositus, sed cum erant confusa omnia et incomposita, et potentem conditoris manum virtutemque poscebant. Sumus ergo, velut in nocturno quodam prelio, perexiguo lune lumine utentes, et ipso, interdum intervenientibus, assiduis nubibus offuscato, sociorum et hostium agnitio nulla seu discretio. Vel sicut in navali certamine, cum et ventorum rabies perurget, et fluctuum estus attolitur, impulsiones contorum resultant; clamor nauticus intonat; fragor navium concrepat; vulneratorum gemitus et aeris ipsius confundit universa mugitus; et nec virtuti tempus, nec consilio locus est. Ita nos quoque, miserrime, irruimus in alterutrum, et mordemus invicem ac laniamus, scilicet, ut ad invicem consumamur. Sed fortassis plebs quidem ita est, sacerdotes vero aliter; immo vero illud mihi nunc videtur impleri quod dictum est: Factus est sacerdos sicut populus, quod aliquando in maledicti loco dicebatur. Aut fortasse vulgus quidem ignorabile et imperitum urgetur malis, nobiliores vero quique in populo et vastiores aliter agunt; quinimmo isti etiam manifestius et validius impugnant sacerdotes. Sed fortassis, quoniam etiam isti seculi homines sunt, adhuc idcirco hec faciunt, continentes vero nostri, et in hoc ipsum, ut dicunt, vacantes Deo quietius agunt. Isti vero etiam apertum bellum et certamen impudens adversus sacerdotes gerunt, eo magis quo, specie religiosi habitus, facilius eis credi a vulgo, etiam calumniantibus, potest; precipue cum de fide, que est summa rerum, questiones movent. Non illos dico, de quorum numero esse etiam ego opto et desidero unus ex ipsis fieri, qui intyegro et sano propósito, certamen pro veritate suscipiunt; qui pro fide Dei cervices suas et animas ponunt. Melior est enim talis pugna, que Deo proximum facit, quam pax illa, que separat a Deo. Propterea et mansuetum bellatorem iubet esse Spiritus Santus; non ergo de huiusmodi bellatoribus dico, in quorum numero me cupio inveniri; sed sunt quidam qui ingentes rixas movent ex rebus vel sermonibus parvia, vel etiam non divinis, sed humanis motibus incitati; hi quamplures asciscunt insanie sue socios, dum contentioni atque insolentie magnificum et venerabile fidei nomen omnibus imponunt, fedissime intentionis sue causam, honestissimi huius vocabuli specie colorantes. Ex his ergo, ut mihi videtur, et odio habemur inter gentes, et, quod est gravius, nec habemus fuduciam dicendi, quia oderunt nos gratis. Sed et ipsi nostrorum populo pessime commendamur, et his precipue, qui vel honesti, vel religiosi videntur in plebe, hi enim cum aliquid adversus quendam de sacerdtibus vel ministris Dei, culpabile vel reprehensibile, ab istis, qui supra dorsum nostrum fabricantur, audierint, tamquam pro honestate ac religione animi sui, execrabilius, quod criminantur, accipiunt; et quod de uno iam crediderint, id de omnibus sentiunt, et facti sumus theatrum quoddam publicum, non angelis et hominibus, sicut athleta Dei Paulus dicebat, qui adversus principatus et potestates, agones desudabat, sed theatrum facti sumus abiectis hominibus et indignis, et, ut ita dixerim, monstris et belluis; per omne tempus, et in omni loco, in plateis, et in tabernis, in conviviis, in conciliis, etiam usque ad ipsam scenam, quod cum lacrimis dico, deducimur, et a turpissimis atque impudicissimis histrionibus irridemur, et nihil iam tam delectabile geritur in mimis, nihil ita grate cantatur in comediis, quam christianus; hoc autem nobis inde descendit, dum nos invicem im pugnamus, dum videmur nobis nimis catholici, nimis fideles, et zelo Dei excitari; sed non sicut expedit et certare pro Deo; sed non sicut fas est, nec ut lex certaminum continet, quia certamen nostrum in hoc venit, ut victoriam capiamus infamen, ut tunc magis perdamus palmam, cum in certamine vicerimus. Aut non legimus quia nemo, nisi qui legitime certaverit? Certanti non sola sufficit virtus, nisi et catholice artis instituta servaverit. Tu autem, ut video, pro Christo, adversum Christum pugnas. Nomen enim Dei, per nos blasphematur in gentibus, sicut scriptum est». Hucusque sunt verba Nazianzeni Gregorii, que ideo ad plenum omnia descripsi, ut reverendissima vestra paternitas sollerter attendat inter quales scopulosos anfractus navigare me iubeat, quibusque procellis navicule huius vela committat. Iubet enim, ut iam dictum opusculum tandem perficiam, perfectumque ad eandem legendum transmittam. Opus sane ingens pro viribus meis plenumque periculi, et quod iam deliberato animo abscondere, et velut inutilis servus Domini, piger et timidus, huiusmodi talentum humo obruere decreveram, maxime cum iam undecimo anno transacto, ex quo calamus siluit, dictumque opus reliquit, animus hebuit, et ingenium ipsum, velutrubiginem quamdam, obduxit. Novi, siquidem, dsiderium reverendissime paternitatis vestre, sanctum ac mirabile; novi eius preexcelsam mentem divinique nostri gloriosissimi Illefonsi, cuius insidet locum et sedem, in affectu consimilem, cuis vita mirabilis pro Christo, eiusque populo et lege, tota operosa, totaque in certamen fuit. Destruxit hereses, formavit mores, illustravit fidem, caritatem accendit, reddiditque Deo in diebus suis populum acceptabilem, ac bonorum operum sectatorem, quem etiam ab hereseos pestifera labe, summo laboris conatu liberavit, ac si de illo longe ante fuisset scriptum: In diebus ipsius emanaverunt putei aquarum, et quasi mare adimpleti sunt supra modum, qui curavit gentem suam, et liberavit eam a perditione; qui prevaluit amplificare civitatem; qui adeptus est gloriam in conversionem gentis et ingressum domus et atrii amplificavit. Quasi stella matutina in medio nebule, et quasi luna plena in diebus suis lucet, et quasi sol refulgens, sic ille refulsit in templo Dei, quasi arcus refulgens inter nebulas glorie, et quasi flos rosarum in diebus vernis, et quasi lilia, que sunt in transitu aque, et quasi thus, redolens in diebus estatis; quasi ignis effulgens, et thus ardens in igne; quasi vas auri, solidum, ornatum omni lapide pretioso; quasi oliva pullulans, et cypressus in altitudinem se extollens. Sic ergo vir Deo plenus operibus, et fide clarissimus, omnium virorum illustrium summam magnitudinemque virtutum transformavit in semetipsum Illefonsus: fons altus interpretatus. Que omnia ex hoc illi fluxerunt bona, quod fidem et caritatem, quam ex Deo acceperat, semper innovare, bonisque operibus clarificare studebat, factusque iustus et magnus in celestibus et humanis rebus expertus, huiusmodi virtutes ac gloriosas utilitates, quas iugiter perscrutando iungebat, in religionem Christi Iesu, cultumque altissimi Dei, ac proximorum salutem et pacem, conatibus omnibus dirigebat. Talis enim decebat ut nobis esset pontifex, sanctus, innocens, impollutus, segregatus a peccatoribus, et excelsior celis factus. Talem utinam vos divina clementia nostrum pontificem magnum exhibeat, quem his diebus malis nobis donare dignata est, pugilem fidei, ac iustitie defensorem, propugnatorem Ecclesie Dei, ac religionis sancte patronum nobilem et ferventissimum amatorem. Nec impossibile istud putemus, quoniam non est abbreviata manus Domini, ut salvare nequeat, nec auris eius aggravata, ut non exaudiat. Nec diffidat vestra nobilis et devota constantia: «Non enim, ut ita dixerim, cum Chrysostomo, aliam ille naturam sortitus est, nec dissimilem animam, neque mundum alterum habitavit, sed in eadem terra, eademque regione, sub eisdem etiam legibus nutritus et moribus; tale illi, quale vobis corpus, et talis anima fuit; eadem via qua et vos ingressus est mundum, et eisdem usus est alimentis, eisdemque vite sensibus vixit, ac eundem spiravit aerem; sed tamen fidei cultus in eo, et caritatis ardor, cordisque munditia, ac mirabilis et preclara devotio, cunctos, qui vel nunc sunt homines, vel qui tunc forte fuerunt, altius virtute transcendit». Sed et qui illi ista distribuit, donavit et vobis, qui dat omnibus affluenter, et non improperat: non enim personarum acceptor Deus, nec invidet cultoribus suis; sed qui illum fecit idoneum novi testamenti ministrum, non littera, sed spiritu, faciet et vos, tantummodo animus adspiret ad celum, Christumque in omnibus ducem sequatur, eiusque semper legibus vivat. Hec ideo breviter preter propositum texui, nimio ardore succensus, nimioque tractus amore tam gloriosi pontificis nostri, nec tamen minore fervore, desiderans vestram reverendissimam paternitatem eidem per omnia fieri consimilem, quia Deum vobis gratiarum munera tanta distribuit, fidem fervidam, devotionem sinceram et largissimam caritatem, magnanimitatem quoque, ac corporis et spiritus mirabiliter fortitudinem; et inter hec ipsa, testmonium ab hominibus bonum, et reverendum amorem, quod non parvum est Altissimi donum. Unde illud nostri gloriosissimi patris Hieronymi, ad Florentium, de Ortu amicitie, mihi, sine adulatione, licebit inserere:«Ita, -inquit-, tue dilectionis fama dispergitur, ut non tam laudabilis, aut laudandus sit qui te amat, quam scelus putetur facere, qui non amat». Sentiat unusquisque quod velit; ego vero, si non me fallit affectio, nam sumus faciles ad credendum quod delectat; tamen, in tanto pontifice humilitatem admiror, virtutem effero, predico caritatem, fidem devotionemque confiteor. Sed et magnanimitas predicat semetipsam, adeo ut alieno laudatore non egeat. Que omnia, cum sint Dei altissimi munera, velut quedam celestium virtutum semina vestre reverendissime paternitati mirabiliter contributa, demostrentque nescio quid futurorum bonorum optimum presagium, spemque operum mirabiblium; opto et ego maximo desiderio hec omnia transferri in carismata meliora, que nos emulari docet et iubet Apostolus, cum quibus excellentiorem nobis vias se pollicetur ostendere. Parui itaque preceptis tam nobilis et magni pontificis: nec enim potui nec debui vestra preterire mandata, et, ut ita dicere mihi liceat, cum nostro gloriosissimo patre Hieronymo, magnam humilitati mee, fiduciam scribendi ad venerationem vestram, caritas Christi dedit, qui vos corde humilem fecit, pietatisque amatorem, ac divitem operibus benedictionum. Ecce ergoqualiscunque de populo Dei, ego homuncio, precepto legis inductus, ut non appareat in conspectu Domini vacuus, sed ut offeram, secundum quod habuero, iuxta benedictionem Domini Dei mei, quam dederit mihi, ad reverendissimam paternitatem vestram, sacerdotem magnum, velut ad ostium tabernaculi preparatum, genibus provolutus, hanc pauperculam, sed rationabilem hostiam: primam scilicet huis operis partem, reverenter offero et presento, ut illam examinet et diiudicet diligenter, sicut vestrum exposcit officium, et, aut eam velut inmundam indignamque repellat a Dei sacrificio, ac deinde tradat Ecclesie, gustandamque pronuntiet, et imperet populo christiano. Hoc tamen obsecro et humillima devotione deposco, ut redimat me a calumniis hominum, et quocumque res venerit, opus tanto labore, et sincera intentione confectus, vestreque reverendissime paternitati oblatum et dedicatum, cuius imperio, velut furtivis quibusdam lucubratiunculis completum est, sua nobili ac magnifica auctoritate defendat. Scio enim quam plurimos habiturus sum scrutatores et iudices, atque utinam non inimici nostri sint iudices. Et non mirum si contra me, parvum homunculum, invidia congruniat, cum adversus doctissimos viros: Terentium, Virgilium et Tullium, ceterosque consimiles, et adversus quoque nostrum Hieronymun beatissimum, qui excellentia et magnitudine glorie, invidiam superare debuissent, tugdus quoque livor exarserit. Semper enim in propatulo, non solum fortitudo emulos habet, feriuntque summos fulgura montes, sed etiam remotum procul ab urbibus, foro, litibus et turbis, sicut idem cum Quintiliano ait, latentemque invenit invidia; et utinam soli sapientes de huiusmodi iudicarent, ferrentque etiam qualicunque mente sententias; tunc enim felices essent artes, sicut noster gloriosus Hieronymus scribit, si de eis soli artifices iudicarent; sed adsunt sepe ad iudicia precipites indocti homines, qui omne quod non intelligunt, reprehendunt atque condemnant, signumque arbitrantur esse sapientie de omnibus iudicare, onmiaque reprehendere, non intelligentes, ut Apostolus scribit, neque que dicunt, neque de quibus affirmant. Titulum autem libri, si vestre reverendissime paternitati non displicet: Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis Dei Israel, scribendum putavi, licet in ipsa tituli fronte, magnam detractoribus ingeram causam oblatrandi, impingendique mihi, quod velim contra Apostolum altum sapere. Titulus tamen non dictantis audaciam, aut stili, et operis resonat magnitudinem, sed deservit dignitati materie, de qua totus liber agitur et congeritur, cum Christum Iesum ubique predicet et conclamet, qui est lux vera, que illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum; de quo etiam titulum prenotatum Simeon iustus prophetice decantavit. Ad idem quoque est quod fides Christi, cui nos apostolus Petrus iubet attendere, sicut lucerne lucenti in caliginoso loco, ab exordio nascentis Ecclesie, usque ad suum ultimum complementum, in prima huis operis parte, tota texitur et scribitur, sicut liquidum erit intuentibus sana mente; ad hoc etiam accedit quod contra ingnoratiam qurumdam fidelium, qui ad Christi fidem ex gentilitate venerunt, liber scribitur, ut eis demonstrarem apertius debere omnes nos esse, et hi, qui ex iudaismo Christi Ecclesiam semel intrarunt, populum unum integrum et perfectum in omnibus, et absque aliqua disparitate in fide et caritate coniunctum. Et ideo bene dictum existimo Lumen ad revelationem gentium, id est, eorum qui ex gentilitate ad fidem Christi venerunt. Amplius autem ad hoc ultimo tendit oratio ac totius dirigitur libri contextus, ut, scilicet, auferat opprobrium et confusionem huiusmodi nostrorum fidelium, qui ad Christum ex iudaismo venerunt, qui ante eius adventum, populum Dei Israel in scripturis sanctis consueverant appelari, quod ad honorem, favorem et gloriam eorum certum est evenisse; ubi similiter ostenditur consequenter, quod ex eorum progenie, videlicet, ex semine David, secundum carnem, Christus, legifer noster, advenerit, et quod ut testatur evangelista Ioannes: Salus ex Iudeis est. Bene igitur secunda tituli particula concluditur, cum dicitur: el gloria plebis Dei Israel. Licet ergo spiritualis et verus populus Israel dicatur totus undecumque advenerit populus christianus, sive ex Iudeis, sive ex gentibus, quia tamen Iudeorum genus in littera, et secundum carnem, plebs Dei Israel singulariter dicebatur, aliique populi cuncti, gentium populi vocabantur, ideo convenienter in hunc modum scribitur titulus prenotatus: Lumen ad revelationem gentium, et gloria plebis Dei Israel., iuxta huiusmodi denominationes, scilicet, Iudeorum et gentium, sepius in ipsis fidelibus ab Apostolo memoratas, et nunc ab ipsis fidelibus, qui huiusmodi ingerunt schisma, recentissime renovatas, cum discernant et dicant ille ex Iudeis, iste ex gentilibus est. Sed iam frenandus est calamus, ne sequentis operis monstri simile aliquid construatur in capite, si nimis excreverit, nec quidquam aliud simile appareat, quam exiguo corpori magnum caput: a brevi itaque prefatiuncula quadam exorsus fueram, cum primo librum inceperam, que infra, ut sequitur, scripta est.




ArribaAbajoIncipit prefatio ad reverendissimun patrem ac dominum illustrissimum dominum Alfonsum Carrillo Archiepiscopum Toletanum, ac Hispaniarum primatem nobilissimum, in libro qui dicitur: Lumen ad revelationem gentium et gloria plebis Dei Israel, de unitate fidei et de concordi et pacifica equalitate fidelium

Reverendissimo in Christo patri ac domino illustrissimo domino Alfonso Carrillo, archiepiscopo Toletano, ac Hispaniarum primati nobilissimo. Frater Alfonsus de Oropeza, suus orator indignus, ac merito servus et inutilis filius, prior sancti Bartholomei de Lupiana, necnon ordinis sancti Hieronymi de Hispania generalis inmeritus, et verius minister inutilis, seipsum, cum sacrarum manuum osculis, humilem ad mandata, devotumque ad religiosa servitia. Nihil ita humano generi nocere consuevit -sicut magnus inquit Chrysostomus-, ut est amicitiam contempnere, nec eam magno cum studio et tota observatione servare, sicuti, e contra, nihil est quod ita res humanas moderetur ac dirigat, ut hanc onmibus viribus prosequi. Quod profecto Christus insinuans aiebat: Si duo ex vobis consenserint in unum, quidquid petierint accipient. Et rursus: Cum abundaverit iniquitas, refrigescet caritas multorum. Eiusmodi profecto contemptus omnes hereses genuit, quippe ex eo quod non diligerent fratres, invidebant: ex ea autem invidentia, dominationis ambitu tenebantur; porro ex ea ambitione hereses nascebantur, ex quibus verbis duo nobis vir sanctus monstrare contendit: primum omnes hereses, ac omnia schismata ex invidia pululasse, que contraria noscitur caritati, qua spoliata, semper presumit seva turbata conscientia. Cum enim caritas ipsa, iuxta Apostolum, procedere debeat in nobis de corde puro et conscientia bona et fide non ficta, consequens est ut, perdita caritate, vulneretur simul et cor, ac ledatur conscientia, ultimo vero corrumpatur et fides. Quibus intra viscera infectis mens improba statim contendit exterius verbis, ac simulatis operibus contegere vulnera sua, eisdemque, si potest, virtutum nomina imponere. Deinde vero ad contentionis devolvitur studia, nam, sicut idem subiunxit: vita impura schismata facit: Omnis enim qui male agit, odit lucem. Unde, de corde puro et conscientia bona, ac fide non ficta, statim subiungit Apostolus: A quibus quidam aberrantes, conversi sunt in vaniloquium, volentes esse legis doctores, non intelligentes neque que dicunt, neque de quibus affirmant. Ac deinde loquens de bona conscientia, pro fine concludit: Quam quidam repellentes, circa fidem naufragaverunt. Hi sunt profecto quos idem multo ante lamentatur et gemit Apostolus, dicens: Spiritus autem manifeste dicit quia in novissimis temporibus discedent quidam a fide, attendentes spiritibus erroris, et doctrinis demoniorum in hypocrisi, loquentium mendacium, et cauteriatam habentium suam conscientiam. Secundum vero mente sedula contemplandum est, statim debere veros filios Ecclesie conatibus validis contra huiusmodi errores insurgere, ac pro concordia, pro pace, pro fide vera, pro conscientia bona, ac caritate non ficta, totis viribus decertare. Nec inmerito, cum nihil tam utile, tamque proficuum humano generi esse decernat; nihil vero tam noxium, tamque pestiferum, quam amicitiam christianam ac caritatem evangelicam violare. Unde merito nos eam magno studio iubet ac tota observatione servare; et recte quidem, cum ipse alibi dicat quod caritas ipsa proprium est christiane religionis insigne, per quam discipuli Christi noscuntur. Hec nostrorum scelerum medicina est; hec anime nostre sordes emundat; hec est scala que in celum usque porrigitur; hec Christi connectitur corpus. Hinc sane dudum in domo nostra de Guadalupe, que pro sui magnitudine et reverentia toto orbi ostenditur insignis et veneranda, me velut novitium ac iuvenem conversum teneret sancta religio, schisma ingens inter Christi fideles, ac inexorabile scandalum exortum est: lesa est caritas, turbata est pax; angustata fides, spesque confusa; Christi iura, evangelii schemata, ac christiane religionis violata sunt federa; dum quidam perditi homines, invidie stimulis agitati, contra eos qui fuerant ex iudaismo conversi, instare cepissent, ac dicerent non debere eos una cum christianis, qui venerant ex gentilitate, ex quibus, ut legitur, fuerat principaliter Ecclesia christiana collecta, equaliter recipi ad honores et dignitates populi Dei, ac tam ad ecclesiastica quam secularia officia et beneficia; sed repelli debere eos ab huiusmodi, tamquam neophytos, ab Apostolo nominatos, ac tamquam in Christi fide suspectos, ac male de sacramentis ecclesiasticis sentientes. Sic ergo ceperunt pro veritate mentiri, legemque zelantes, legem destruere, adducentes cum hoc in assertionem huismodi erroris tam ex canonicis institutis, quam ex civilibus legibus, nescio quas alias frustratorias ambages, volentes contra Apostolum dividere Christum, tamquam non esset ipse pax nostra, qui fecisset utraque unum, aut tamquam non esset angularis lapis, horum duorum populorum, gentium, scilicet, et Iudeorum, utrumque parietem coniungens; aut tamquam non exsolvisset in corpore suo, super lignum, inimicitias eorum, ut duos conderet in semetipsum, in unum novum hominem, faciens pacem, ut reconciliaret ambos in uno corpore Deo. Sed adhuc contra Apostolum esset distinctio Iudei et Greci, et non esset idem Dominus omnium, dives in omnes qui invocant eum; aut tamquam si preputium et circuncisio aliquid valeret in Christo et non magis in utroque nova creatura; aut tamquam si non essemus omnes, sive Iudei, sive gentiles, unum corpus in Christo, singuli autem, alter alterius membra. Hec ergo dixerunt et erraverunt, et sacramenta Dei non intellexerunt. Unde cum ad me delatus sermo pertingeret, obstupui, miratusque sum imprudentium hominum audaciam pariter et sevitiam. Tacitus tamen sollicita mente considerans quod huiusmodi livor, non solum fratres dividit et offendit, verum etiam transit usque ad ipsum Dominum maiestatis, cum ipsum gloriosissimum Iesum offendat, ac neget eum esse generalem equalemque omnium gentium redemptorem; ac pariter evangelii magnitudinem et libertatem diminuat et coangustet, quasi non in universum mundum, et omni creature Christus idem preceperit predicari, ac non omnes indistincte in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti iusserit baptizari; omnesque eosdem credentes non promiserit salvos fieri; omnibusque non dederit potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine eius; ac tamquam non omnes ad Christum venientes et in eum credentes essent vere liberi, cum Filius eos veraciter liberaverit. Unde liquido comperi quod huiusmodi homines, dum evangelium defendere vellent, evangelium destruerent, et Ecclesiam Christi ad similitudinem Synagoge redigerent: ut, sicut ibi sacerdotia ac dignitates et officia, ad certam Iudeorum gentem, immo et ad certam tribum et familiam referebatur ex lege, et eisdem conferebatur, et non aliis, quod imperfectionis maxime erat, sic isti redigerent Ecclesiam Christi ad huiusmodi angustiam et servitutem. In quo, quantum offendat et qualiter iudaizent, non vident, nec quilibet eorum intelligit quod, velut aper de silva, Ecclesiam exterminat, id est, extra terminos ponit, cum inter fideles eiusdem caritatis et fidei vincula rumpat; et sic, velut singularis ferus, depascit et occupat illam, dum sibi et aliis quibusdam ceteros expellendo, appropriat et adiudicat eam, sicut olim propheta de illa tristis gemensque plangebat. Considerans igitur, sicut a nostro gloriosissimo patre Hieronymo doctus acceperam quod, cum canes pro dominis suis latrent, multo nos magis debemus pro Christo latrare, eiusque fidem et iura defendere, omnesque vires nostras, atque conatus, in eius obsequium impendere, quinimmo, et potius nos mori posse quam pro eius fide et honore posse tacere, statim exilii non abscondens misericordiam et veritatem eius a concilio multo, presertim cum huiusmodi pestilens sermo iam serperet velut cancer; unde more predicatoris, cuius tunc fungebar officio, cepi libera voce ad populum declamare, omnesque huiusmodi erroris et fraudis detegere latebras; atque cum hoc fecissem in dies, de veritate fidei, de unitate fidelium, ac de eorum convictu, et de eorum equali in omnibus lege, necnon de caritate Christi, ac de pace evangelii, sermones protrahens, multa dissererem ac plurimis placuissent. Pater venerabilis monasterii, qui tunc mihi preerat vice Dei, admonuit, immo institit et mandavit ut ad informationem et utilitatem absentium, et futurorum, aliquid scriberem circa nogotium, quod dum moleste tulissem, quia huiusmodi genus docendi nondum attigeram, neque presumpseram, tamen, ut tenebar, ad ultimum obedivi. Proposueram itaque opus dividere in duas partes, quas et negotio congruas et legentibus utiles esse putaveram, prout in libri capite, quibusdam prefaciunculis iam distinxerat; ac earum partem primam, usque ad quadraginta capitula iam protraxeram, prout mihi donatum est ab ipso Iesu, nostro gloriosissimo redemptore, celestium munerum largissimo partitore. Et ecce subito, ab ipsis carissimis fratribus sublatus, velut ab eorum visceribus avulsus sum, ac tamquam ablatus ab uberibus matris, illius videlicet domus nostre, tam religiose, tamque venerabilis, licet inexpertus ac iuvenis et invitus, preesse domui nostre de Talavera, ubi aliquandiu, licet inutiliter, militavi, obedientia cogente, compulsus sum. Ac deinde, processu temporis, licet indignus, hucusque delatus sum, ut toti ordini preessem et ministrarem, et ut huic sacre domui continue presentialiter interessem, quam reverendissima vestra paternitas magnis muneribus honorare et adornare dignata est, et in qua nobis initium fuit, et caput semper est ordinis. Licet ergo multorum tam nobilium quam religiosorum virorum exhortationibus ac precibus fuerim circumventus temporibus retroactis, ut dictum opusculum, maximeque partem primam, tantis iam distentam capitulis, continuato stilo complerem, completamque legendam in medium proferrem, quia tamen: non bene fit quod occupato animo fit, meque gubernaculis traditum, innumerabiles cirumvenerant negotiorum turbines et curarum, ita ut mentem sibi et animum meum pariter occuparent, adeo quod meum, ut dici solet, cogar plerumque ignorare vocabulum, ideo distuli pariterque negavi, quia sermo iam quodammodo recessit a me. Tempestuosa enim res est vita hec, que preficitur populis gubernandis, et que totum hominem sibimet fatiget et vindicet, licet huius seculi amatoribus videatur insignis ac mirabilis reputetur et dulcis, pro qua obtinenda et acquirenda, tantis conatibus et ardore terras mareque perlustrant, curias adeunt, et dominis quodammodo serviunt innumeris; cuius cupiditas et libido totam paulisper nostram conturbat etatem, et Ecclesiam Christi bellis ecclesiasticis commovet et concutit. Tamen, ut Chrysostomus existimat, et ut mihi videtur, non est vita dicenda, sed mors. Unam, scilicet, discerpi ac dividi animam in tam variam rerum et hominum administrationem, tot hominibus servire, tot vivere; sibi autem soli tempus vivendi penitus denegare. Accedebat autem ad hoc ipsa undique operis difficultas non minima. Est enim revera in gentis operis doctrinam Dei et salvatoris nostri in omnibus adornare, nullamque vel infirmis scandali prebere occasionem, presertim his temporibus periculosis, in quibus undique fervent mala, ac occupant orbem ipsa flagitia, et iam quodammodo confusa sunt omnia; et quod ultimum malorum est, quodque remediis omnibus claudit accesum; ipsa eadem vitia in mores translata loco virtutis habentur, ita ut quicumque erraverit a via doctrine, in cetu gigantium commoretur. Impudens etiam ferme est seculum presens, formatuque difficile: lascivus, lubricum, parumque idoneum ad virtutis doctrinam, eiusque intelligentiam utilem capessendam, quinimmo in docentem et corrigentem paratum sepe retorquere convitia. Unde non inmerito obmutescere, et a bonis silere decreveram, ne forte, quod absit, nimio zelo succensus, minusque scienter edoctus, quemquam meis verbis offenderem: in multis enim offendimus omnes; et si quis non offendit verbo, hic perfectus est vir; maxime cum sint qui obtrectandi occasionem semper inquirant; qui non pro veritate, sed pro consuetudine aut curiositate; et quod omnium pessimum est, pro amaritudine et livore, aliena facta conquirunt, semper aliena loquuntur, aliena iudicant et aliena sententiant. A quibus, qualis sermo videtur, talis vita scribentis animusque censebitur. Unde nominatissimus ille theologus Gregorius Nazianzenus, nostri temporis mala describens, satis mihi timorem incussit, ac fugere e medio latereque suassit; cuius quidem verba, quia diu ante iam mihi infixa sunt cordi, multisque legentibus ea profutura prospexi, licet brevitatem offendam, hic ad litteram inscribere placuit: «Omnia, inquit ille, impugnat et perturbat inimicus, et velut in ceca caligine bellum movet, quo magis adversum se invicem dimicent membra, ut effugentur reliquie, si que ille sunt, caritatis; dum nova nomina nobis sacerdotibus adquiruntur, et, sicut scriptum est, effusum est opprobrium super principes, effugatus est omnis timor ex animis, et obtinet ubique imprudentia; quicumque voluerit scientiam, sibi vindicat; summa et profunda spiritus intra se esse reputat. Omnes autem ex hoc, docti et catholici, volumus videri si alios reprehendamus, et impios iudicemus; interdum etiam iudices eligimos de Deo, eos qui ignorant Dominum, et iactamus sancta canibus, et mittimus margaritas ante porcos, pollutis videlicet auribus et animis, divina mysteria publicantes; quod utique ex voto cedit inimicis, quibus, cum Ecclesiam nostram adire non liceat, per nos tamen sancta nostra conculcant. Aperimus ergo omnibus non portas iustitie, sed maledicencia et obtrectandi additum, et insolentie viam; et illos solos optimos iudicamus, non qui nec verbum quidem otiosum de ore protulerint, propter timorem Dei, sed quicumque potuerint de fratribus latius et acerbius obtrectare, vel certe qui subtiliter et figuraliter momorderint, et sub lingua sua posuerint dolorem et laborem, et venenum aspidum fuerit sub labiis eorum. Observamus invicem diligenter, non nostra, sed aliena peccata: non ut plangamus, sed ut imputemus et exprobremus, nec ut curemus, sed amplius vulneremus; malos autem et bonos, non ex moribus, nec ex conversatione, sed ex partibus iudicamus, et ea, que placebant hodie in aliquo, crastino, si fuerint partis alterius, displicebunt; et qui laudabantur hesterno, culpantur hodie; tunc vero ea, que apud illos culpantur, apud nos in admiratione habentur; ignoscimus autem omnia facile et libenter fautoribus nostris, etiam si impie committantur, ut in malis benigni videamur et magnifici. Facta sunt omnia sicut ab initio, cum mundus nondum erat secundum ordinem suum, speciesque dispositus, sed cum erant confusa omnia et incomposita, et potentem conditoris manum virtutemque poscebant. Sumus ergo, velut in nocturno quodam prelio, perexiguo lune lumine utentes, et ipso, interdum intervenientibus, assiduis nubibus offuscato, sociorum et hostium agnitio nulla seu discretio. Vel sicut in navali certamine, cum et ventorum rabies perurget, et fluctuum estus attolitur, impulsiones contorum resultant; clamor nauticus intonat; fragor navium concrepat; vulneratorum gemitus et aeris ipsius confundit universa mugitus; et nec virtuti tempus, nec consilio locus est. Ita nos quoque, miserrime, irruimus in alterutrum, et mordemus invicem ac laniamus, scilicet, ut ad invicem consumamur. Sed fortassis plebs quidem ita est, sacerdotes vero aliter; immo vero illud mihi nunc videtur impleri quod dictum est: Factus est sacerdos sicut populus, quod aliquando in maledicti loco dicebatur. Aut fortasse vulgus quidem ignorabile et imperitum urgetur malis, nobiliores vero quique in populo et vastiores aliter agunt; quinimmo isti etiam manifestius et validius impugnant sacerdotes. Sed fortassis, quoniam etiam isti seculi homines sunt, adhuc idcirco hec faciunt, continentes vero nostri, et in hoc ipsum, ut dicunt, vacantes Deo quietius agunt. Isti vero etiam apertum bellum et certamen impudens adversus sacerdotes gerunt, eo magis quo, specie religiosi habitus, facilius eis credi a vulgo, etiam calumniantibus, potest; precipue cum de fide, que est summa rerum, questiones movent. Non illos dico, de quorum numero esse etiam ego opto et desidero unus ex ipsis fieri, qui intyegro et sano propósito, certamen pro veritate suscipiunt; qui pro fide Dei cervices suas et animas ponunt. Melior est enim talis pugna, que Deo proximum facit, quam pax illa, que separat a Deo. Propterea et mansuetum bellatorem iubet esse Spiritus Santus; non ergo de huiusmodi bellatoribus dico, in quorum numero me cupio inveniri; sed sunt quidam qui ingentes rixas movent ex rebus vel sermonibus parvia, vel etiam non divinis, sed humanis motibus incitati; hi quamplures asciscunt insanie sue socios, dum contentioni atque insolentie magnificum et venerabile fidei nomen omnibus imponunt, fedissime intentionis sue causam, honestissimi huius vocabuli specie colorantes. Ex his ergo, ut mihi videtur, et odio habemur inter gentes, et, quod est gravius, nec habemus fuduciam dicendi, quia oderunt nos gratis. Sed et ipsi nostrorum populo pessime commendamur, et his precipue, qui vel honesti, vel religiosi videntur in plebe, hi enim cum aliquid adversus quendam de sacerdtibus vel ministris Dei, culpabile vel reprehensibile, ab istis, qui supra dorsum nostrum fabricantur, audierint, tamquam pro honestate ac religione animi sui, execrabilius, quod criminantur, accipiunt; et quod de uno iam crediderint, id de omnibus sentiunt, et facti sumus theatrum quoddam publicum, non angelis et hominibus, sicut athleta Dei Paulus dicebat, qui adversus principatus et potestates, agones desudabat, sed theatrum facti sumus abiectis hominibus et indignis, et, ut ita dixerim, monstris et belluis; per omne tempus, et in omni loco, in plateis, et in tabernis, in conviviis, in conciliis, etiam usque ad ipsam scenam, quod cum lacrimis dico, deducimur, et a turpissimis atque impudicissimis histrionibus irridemur, et nihil iam tam delectabile geritur in mimis, nihil ita grate cantatur in comediis, quam christianus; hoc autem nobis inde descendit, dum nos invicem im pugnamus, dum videmur nobis nimis catholici, nimis fideles, et zelo Dei excitari; sed non sicut expedit et certare pro Deo; sed non sicut fas est, nec ut lex certaminum continet, quia certamen nostrum in hoc venit, ut victoriam capiamus infamen, ut tunc magis perdamus palmam, cum in certamine vicerimus. Aut non legimus quia nemo, nisi qui legitime certaverit? Certanti non sola sufficit virtus, nisi et catholice artis instituta servaverit. Tu autem, ut video, pro Christo, adversum Christum pugnas. Nomen enim Dei, per nos blasphematur in gentibus, sicut scriptum est». Hucusque sunt verba Nazianzeni Gregorii, que ideo ad plenum omnia descripsi, ut reverendissima vestra paternitas sollerter attendat inter quales scopulosos anfractus navigare me iubeat, quibusque procellis navicule huius vela committat. Iubet enim, ut iam dictum opusculum tandem perficiam, perfectumque ad eandem legendum transmittam. Opus sane ingens pro viribus meis plenumque periculi, et quod iam deliberato animo abscondere, et velut inutilis servus Domini, piger et timidus, huiusmodi talentum humo obruere decreveram, maxime cum iam undecimo anno transacto, ex quo calamus siluit, dictumque opus reliquit, animus hebuit, et ingenium ipsum, velutrubiginem quamdam, obduxit. Novi, siquidem, dsiderium reverendissime paternitatis vestre, sanctum ac mirabile; novi eius preexcelsam mentem divinique nostri gloriosissimi Illefonsi, cuius insidet locum et sedem, in affectu consimilem, cuis vita mirabilis pro Christo, eiusque populo et lege, tota operosa, totaque in certamen fuit. Destruxit hereses, formavit mores, illustravit fidem, caritatem accendit, reddiditque Deo in diebus suis populum acceptabilem, ac bonorum operum sectatorem, quem etiam ab hereseos pestifera labe, summo laboris conatu liberavit, ac si de illo longe ante fuisset scriptum: In diebus ipsius emanaverunt putei aquarum, et quasi mare adimpleti sunt supra modum, qui curavit gentem suam, et liberavit eam a perditione; qui prevaluit amplificare civitatem; qui adeptus est gloriam in conversionem gentis et ingressum domus et atrii amplificavit. Quasi stella matutina in medio nebule, et quasi luna plena in diebus suis lucet, et quasi sol refulgens, sic ille refulsit in templo Dei, quasi arcus refulgens inter nebulas glorie, et quasi flos rosarum in diebus vernis, et quasi lilia, que sunt in transitu aque, et quasi thus, redolens in diebus estatis; quasi ignis effulgens, et thus ardens in igne; quasi vas auri, solidum, ornatum omni lapide pretioso; quasi oliva pullulans, et cypressus in altitudinem se extollens. Sic ergo vir Deo plenus operibus, et fide clarissimus, omnium virorum illustrium summam magnitudinemque virtutum transformavit in semetipsum Illefonsus: fons altus interpretatus. Que omnia ex hoc illi fluxerunt bona, quod fidem et caritatem, quam ex Deo acceperat, semper innovare, bonisque operibus clarificare studebat, factusque iustus et magnus in celestibus et humanis rebus expertus, huiusmodi virtutes ac gloriosas utilitates, quas iugiter perscrutando iungebat, in religionem Christi Iesu, cultumque altissimi Dei, ac proximorum salutem et pacem, conatibus omnibus dirigebat. Talis enim decebat ut nobis esset pontifex, sanctus, innocens, impollutus, segregatus a peccatoribus, et excelsior celis factus. Talem utinam vos divina clementia nostrum pontificem magnum exhibeat, quem his diebus malis nobis donare dignata est, pugilem fidei, ac iustitie defensorem, propugnatorem Ecclesie Dei, ac religionis sancte patronum nobilem et ferventissimum amatorem. Nec impossibile istud putemus, quoniam non est abbreviata manus Domini, ut salvare nequeat, nec auris eius aggravata, ut non exaudiat. Nec diffidat vestra nobilis et devota constantia: «Non enim, ut ita dixerim, cum Chrysostomo, aliam ille naturam sortitus est, nec dissimilem animam, neque mundum alterum habitavit, sed in eadem terra, eademque regione, sub eisdem etiam legibus nutritus et moribus; tale illi, quale vobis corpus, et talis anima fuit; eadem via qua et vos ingressus est mundum, et eisdem usus est alimentis, eisdemque vite sensibus vixit, ac eundem spiravit aerem; sed tamen fidei cultus in eo, et caritatis ardor, cordisque munditia, ac mirabilis et preclara devotio, cunctos, qui vel nunc sunt homines, vel qui tunc forte fuerunt, altius virtute transcendit». Sed et qui illi ista distribuit, donavit et vobis, qui dat omnibus affluenter, et non improperat: non enim personarum acceptor Deus, nec invidet cultoribus suis; sed qui illum fecit idoneum novi testamenti ministrum, non littera, sed spiritu, faciet et vos, tantummodo animus adspiret ad celum, Christumque in omnibus ducem sequatur, eiusque semper legibus vivat. Hec ideo breviter preter propositum texui, nimio ardore succensus, nimioque tractus amore tam gloriosi pontificis nostri, nec tamen minore fervore, desiderans vestram reverendissimam paternitatem eidem per omnia fieri consimilem, quia Deum vobis gratiarum munera tanta distribuit, fidem fervidam, devotionem sinceram et largissimam caritatem, magnanimitatem quoque, ac corporis et spiritus mirabiliter fortitudinem; et inter hec ipsa, testmonium ab hominibus bonum, et reverendum amorem, quod non parvum est Altissimi donum. Unde illud nostri gloriosissimi patris Hieronymi, ad Florentium, de Ortu amicitie, mihi, sine adulatione, licebit inserere:«Ita, -inquit-, tue dilectionis fama dispergitur, ut non tam laudabilis, aut laudandus sit qui te amat, quam scelus putetur facere, qui non amat». Sentiat unusquisque quod velit; ego vero, si non me fallit affectio, nam sumus faciles ad credendum quod delectat; tamen, in tanto pontifice humilitatem admiror, virtutem effero, predico caritatem, fidem devotionemque confiteor. Sed et magnanimitas predicat semetipsam, adeo ut alieno laudatore non egeat. Que omnia, cum sint Dei altissimi munera, velut quedam celestium virtutum semina vestre reverendissime paternitati mirabiliter contributa, demostrentque nescio quid futurorum bonorum optimum presagium, spemque operum mirabiblium; opto et ego maximo desiderio hec omnia transferri in carismata meliora, que nos emulari docet et iubet Apostolus, cum quibus excellentiorem nobis vias se pollicetur ostendere. Parui itaque preceptis tam nobilis et magni pontificis: nec enim potui nec debui vestra preterire mandata, et, ut ita dicere mihi liceat, cum nostro gloriosissimo patre Hieronymo, magnam humilitati mee, fiduciam scribendi ad venerationem vestram, caritas Christi dedit, qui vos corde humilem fecit, pietatisque amatorem, ac divitem operibus benedictionum. Ecce ergoqualiscunque de populo Dei, ego homuncio, precepto legis inductus, ut non appareat in conspectu Domini vacuus, sed ut offeram, secundum quod habuero, iuxta benedictionem Domini Dei mei, quam dederit mihi, ad reverendissimam paternitatem vestram, sacerdotem magnum, velut ad ostium tabernaculi preparatum, genibus provolutus, hanc pauperculam, sed rationabilem hostiam: primam scilicet huis operis partem, reverenter offero et presento, ut illam examinet et diiudicet diligenter, sicut vestrum exposcit officium, et, aut eam velut inmundam indignamque repellat a Dei sacrificio, ac deinde tradat Ecclesie, gustandamque pronuntiet, et imperet populo christiano. Hoc tamen obsecro et humillima devotione deposco, ut redimat me a calumniis hominum, et quocumque res venerit, opus tanto labore, et sincera intentione confectus, vestreque reverendissime paternitati oblatum et dedicatum, cuius imperio, velut furtivis quibusdam lucubratiunculis completum est, sua nobili ac magnifica auctoritate defendat. Scio enim quam plurimos habiturus sum scrutatores et iudices, atque utinam non inimici nostri sint iudices. Et non mirum si contra me, parvum homunculum, invidia congruniat, cum adversus doctissimos viros: Terentium, Virgilium et Tullium, ceterosque consimiles, et adversus quoque nostrum Hieronymun beatissimum, qui excellentia et magnitudine glorie, invidiam superare debuissent, tugdus quoque livor exarserit. Semper enim in propatulo, non solum fortitudo emulos habet, feriuntque summos fulgura montes, sed etiam remotum procul ab urbibus, foro, litibus et turbis, sicut idem cum Quintiliano ait, latentemque invenit invidia; et utinam soli sapientes de huiusmodi iudicarent, ferrentque etiam qualicunque mente sententias; tunc enim felices essent artes, sicut noster gloriosus Hieronymus scribit, si de eis soli artifices iudicarent; sed adsunt sepe ad iudicia precipites indocti homines, qui omne quod non intelligunt, reprehendunt atque condemnant, signumque arbitrantur esse sapientie de omnibus iudicare, onmiaque reprehendere, non intelligentes, ut Apostolus scribit, neque que dicunt, neque de quibus affirmant. Titulum autem libri, si vestre reverendissime paternitati non displicet: Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis Dei Israel, scribendum putavi, licet in ipsa tituli fronte, magnam detractoribus ingeram causam oblatrandi, impingendique mihi, quod velim contra Apostolum altum sapere. Titulus tamen non dictantis audaciam, aut stili, et operis resonat magnitudinem, sed deservit dignitati materie, de qua totus liber agitur et congeritur, cum Christum Iesum ubique predicet et conclamet, qui est lux vera, que illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum; de quo etiam titulum prenotatum Simeon iustus prophetice decantavit. Ad idem quoque est quod fides Christi, cui nos apostolus Petrus iubet attendere, sicut lucerne lucenti in caliginoso loco, ab exordio nascentis Ecclesie, usque ad suum ultimum complementum, in prima huis operis parte, tota texitur et scribitur, sicut liquidum erit intuentibus sana mente; ad hoc etiam accedit quod contra ingnoratiam qurumdam fidelium, qui ad Christi fidem ex gentilitate venerunt, liber scribitur, ut eis demonstrarem apertius debere omnes nos esse, et hi, qui ex iudaismo Christi Ecclesiam semel intrarunt, populum unum integrum et perfectum in omnibus, et absque aliqua disparitate in fide et caritate coniunctum. Et ideo bene dictum existimo Lumen ad revelationem gentium, id est, eorum qui ex gentilitate ad fidem Christi venerunt. Amplius autem ad hoc ultimo tendit oratio ac totius dirigitur libri contextus, ut, scilicet, auferat opprobrium et confusionem huiusmodi nostrorum fidelium, qui ad Christum ex iudaismo venerunt, qui ante eius adventum, populum Dei Israel in scripturis sanctis consueverant appelari, quod ad honorem, favorem et gloriam eorum certum est evenisse; ubi similiter ostenditur consequenter, quod ex eorum progenie, videlicet, ex semine David, secundum carnem, Christus, legifer noster, advenerit, et quod ut testatur evangelista Ioannes: Salus ex Iudeis est. Bene igitur secunda tituli particula concluditur, cum dicitur: el gloria plebis Dei Israel. Licet ergo spiritualis et verus populus Israel dicatur totus undecumque advenerit populus christianus, sive ex Iudeis, sive ex gentibus, quia tamen Iudeorum genus in littera, et secundum carnem, plebs Dei Israel singulariter dicebatur, aliique populi cuncti, gentium populi vocabantur, ideo convenienter in hunc modum scribitur titulus prenotatus: Lumen ad revelationem gentium, et gloria plebis Dei Israel., iuxta huiusmodi denominationes, scilicet, Iudeorum et gentium, sepius in ipsis fidelibus ab Apostolo memoratas, et nunc ab ipsis fidelibus, qui huiusmodi ingerunt schisma, recentissime renovatas, cum discernant et dicant ille ex Iudeis, iste ex gentilibus est. Sed iam frenandus est calamus, ne sequentis operis monstri simile aliquid construatur in capite, si nimis excreverit, nec quidquam aliud simile appareat, quam exiguo corpori magnum caput: a brevi itaque prefatiuncula quadam exorsus fueram, cum primo librum inceperam, que infra, ut sequitur, scripta est.



Anterior Indice Siguiente