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Dionisio Ridruejo: geografía y política en su poesía de juventud

Juan Cano Ballesta

University of Virginia

     La literatura ha mantenido desde edades remotas contactos esenciales y muy variados con la geografía. Y no me refiero sólo al hecho de que alguna «geografía», como la del autor latino Pomponio Mela, fuera un clásico de las letras por su elegancia, claridad y buen gusto. Desde los poetas grecolatinos, que se imaginaban a las musas en lo alto de un monte coronado de nubes (el Parnaso), hasta el más reciente poeta que canta las nevadas cumbres de la serranía, castellana, pirenaica o canaria; desde el Unamuno enamorado de la sierra de Gredos, que convierte en carne de poesía la misma toponimia de pueblos, ciudades o cordilleras, hasta Dionisio Ridruejo, que en su poema «Serranía» canta la orografía peninsular en sus cumbres más celebradas, los poetas se han dejado fascinar por las imponentes formaciones geológicas de la geografía peninsular. Pero es más, varios de ellos han logrado arrancar un profundo sentido político y lírico a simples hechos de la geología o geografía. Claudio Rodríguez, el distinguido autor de El don de la ebriedad y El vuelo de la celebración, confesaba en una reciente entrevista: «Mis poemas surgen de un contacto directo con la geografía castellana». Y otro poeta más reciente, uno de los considerados postnovísimos, confiesa que estos lazos telúricos son con frecuencia la raíz misma de donde surge la mejor poesía: «Porque -quiero decirlo ya de una vez- yo descubro la poesía al mismo tiempo que la tierra andaluza», afirma Antonio Colinas. En su caso fue el descubrimiento y la vivencia de una ciudad singular en su realidad histórica o geológica la que provocó el milagro(115).

     La poesía de posguerra posterior a la moda garcilasista y evasiva, tan obsesionada con los problemas de España, no podía menos de fijarse en la áspera configuración de esta tierra que hondamente les dolía y preocupaba. Blas de Otero se apoya en la materialidad de su representación cartográfica cuando en el poema «Hija de Yago» la describe como «proa de Europa» y «talón [...] de Occidente»:[60]

                         Aquí, proa de Europa preñadamente en punta;
aquí, talón sangrante del bárbaro Occidente(116).

     El poeta de la protesta y el testimonio prorrumpe en gemidos de dolor mientras la geografía le revela rasgos más profundos -y también irritantes- de esa España, cuyas ciudades Ávila y Toledo pinta con duras e implacables metáforas:

                    Lágrimas
de piedra, ardiendo
en la cara
del cielo (íbid., pág. 21)

     Otras veces trata de captar en su verso el alma de las tierras de El Toboso y los Campos de Criptana:

                Veo
una mancha
lejos.
Lanza
y rocín, en sueños
avanzan,

cuya esencia, deducida de los anteriores paisajes, condensa en dos palabras: «Yermo yelmo» (íbid., pág. 22).

     Dionisio Ridruejo se ha interesado vivamente por la geografía física, política e histórica, de la península. En un libro en prosa ha resaltado su amplia variedad geográfica viéndose forzado a refutar el viejo mito (falangista por cierto) de «el llano absoluto» de Castilla como «la simplificación poética de una idea recibida que muy raramente verifican los ojos»(117). La realidad física es mucho más compleja y diversa:

          Cuando en Castilla -dice Ridruejo- se sale de La Montaña -supremo accidente dulcificado por el mar- se está en la serranía discontinua del Sistema Ibérico, y cuando éste se nos ha terminado estamos ante las grandes moles del Sistema Central...      
Los horizontes son, con frecuencia, despejados y los cielos grandes, pero los cambios de paisaje son continuos como en casi toda la península. Se podría decir que hay un paisaje general dominante -el que se ve en las partes altas- y una numerosa sucesión de paisajes particulares que las montañas y los páramos aplazan para la sorpresa del viajero (íbid., pág. 33).

     Con la mirada lírica que José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, había enseñado a sus seguidores, Dionisio Ridruejo, en su creación poética, proyecta sobre el paisaje, sobre las tierras, las aldeas, los castillos, catedrales y monumentos, aquella imagen de la España heroica, de místicos y soñadores, de que gustaba el fundador de Falange. La encendida espiritualidad de esta visión toma cuerpo en la roca viva de las cordilleras, acantilados o monumentos de granito, en la solidez y eternidad de esa «España de piedra» que se nos revela en algunos de sus versos más tempranos. [61]

     El libro Sonetos a la piedra (1943) se abre con un soneto introductorio, dedicado a la piedra, precisamente la piedra granítica de la orografía escarpada de la Península, la piedra de las cumbres: «de las altas y puras soledades». Canta, en la primera estrofa, la «piedra altiva» como realidad física que evoca, en una cadena de metáforas, la dureza, resistencia, fuerza, su capacidad defensiva («yunque del aire», «duro tambor de tempestades», «armadura de siglos»), mientras en la estrofa segunda evoca la «piedra viva» en su sentido histórico («rostro sin voz de las edades») o metafísico como ansia de espiritualidad («vertical ambición de eternidades»). Esa piedra es el material simbólico (la «carne reposada») de que está hecha la España victoriosa («a eternos laureles elevada») que engendra la nueva era («cuando tu parto de la aurora»). En la piedra granítica sabe cantar Ridruejo todo el mundo bello, fuerte, en tensión heroica, de la doctrina de Falange, y lo hace en versos duros, agresivos, bélicos, en «los catorce martillos del soneto».

     A lo largo del libro, soneto tras soneto, va diseñando a través de sus paisajes, montañas, castillos, monasterios, torres, columnas o piedras históricas, una visión en que se encarna en formas materiales el espíritu de España tal como lo entiende un poeta sensible y un falangista convencido. Sonetos a la piedra es, entre otras cosas, un canto a la geografía española contemplada con admiración y asombro: «¿Es tan alta la tierra y tan bravía?». Si comienza describiéndola como «desnuda dureza», «humilde [...] llano» es para concluir aludiendo a la proyección espiritual de esa cumbre serrana: «Ebria de inmensidad, roca extremada» (II)(118). Los altos picos de la sierra siempre apuntan hacia el firmamento: «¿Cumbre sin fin que en astro se convierte?» (IV). En el soneto «Al Teide (Desde Gran Canaria, separado de tierra por las nubes)» el poeta canta la imponente altitud como el mismo trono de Dios rodeado de nubes:

                         ¿Es el trono de Dios aquella cumbre
sostenida de nubes en la altura? (XXVIII)

mientras la exalta, en una cadena de metáforas que son descripción de la mole geológica y alusión chispeante al mundo de la fe y el espíritu:

                         Isla de nieve
Sinaí de cristal
Tabor de lumbre
Teide de plata celestial (XXVIII).

     La geografía canaria («Piedra... dispersa sobre el mar sonoro») queda dibujada en su imagen cartográfica en el soneto «Al Archipiélago» como:

                         Islas, islas, convulso, alto desvelo,
cordillera inconstante, agria ufanía,
desazón del planeta desunido (XXVII),

al igual que cuando celebra los acantilados de Gran Canaria en metáforas vigorosas, imagen visual y descriptiva de su geografía física, horizontal y vertical, de ancho mar y altitudes de vértigo en rudo enfrentamiento: [62]

                         Réplica vertical, creciente y ruda
del ancho mar que rudamente humillas,
torres, murallas, espolones, quillas,
sublime y crespa soledad desnuda (XXIX).

     En su soledad la naturaleza bravía empuja hacia la altura, hacia el cielo, como si quisiera volar: «Oh, farallones altos, roca en vuelo» (XXIX). Esa mirada fija hacia las cumbres, ese ansia espiritual es el impulso que orienta y presta un sentido ideológico a la mole granítica, inmensa montaña o cima volcánica, a la que canta como «enardecida angustia de la tierra», «clamando al cielo» (III). Ridruejo canta la superficie física de la península, sus montañas, costas, profundos valles y sus corrientes fluviales (hay sonetos al Duero, Tajo, Ebro, Guadiana), canta los bellos escenarios geográficos tanto de la llanura castellana como de la desigual geografía canaria.

     Incluso desde la lejana ausencia, cuando camino de la Unión Soviética Dionisio Ridruejo atraviesa «el bello jardín de Francia», que le resulta «un poco fastidioso», confiesa sentir «nostalgias de altiplanicies violentas» inyectando a su visión geográfica las metafísicas tensiones de su espíritu moldeador de proyectos(119). Desde los campos y bosques de Rusia, el poeta recuerda las tierras de España con sus valles, hayedos y almendros, sus colinas y riachuelos, sus mares y arenas, sus ríos acariciando ásperas rocas, pinares y fértiles vegas, pero también «las sierras altas», «el cielo terso», y el inmenso páramo con sus «torres, castillos, cumbres y atalayas». Toda la geografía física de la península desfila por el cálido recuerdo del poeta en «Paisaje de la ausencia» durante los momentos de soledad de la campaña de Rusia:

                         Los ríos que impacientan o acarician
ásperas rocas, vegas remansadas
y profundos pinares con que aroma
cuna del Duero el corazón de España(120).

     Esta apasionada evocación se convierte, durante el viaje de regreso, en encendido canto a la orografía, cauces fluviales, costas y escarpadas cumbres, contempladas desde el avión, que para el poeta encarnan la valentía, vigor y bravura de la España por la que él lucha:

                              Y al fin, España en vuelo.
España, al fin: el mar, al fin los montes.
Ríos apresurados que se anegan,
llegando al litoral, de arena inmóvil;
valles con hondo sol entre las nubes;
crestas -¡bravura mía!- que me acogen.
La corteza terrestre conmovida
de valentía y de vigor, tan noble,
tan rica de color y tan desnuda (íbid., pág. 285). [63]

     El poeta entiende las sierras y cumbres como «corteza terrestre» removida por una fuerza y vigor internos. No necesita decorar sus paisajes con epítetos afectivos para imprimirles alma y emoción, le basta con señalar sus accidentes geológicos y con ello logra comunicar su entrañable vivencia de la tierra (íbid., pág. 285).

     Recordemos que Ridruejo vuelve a España en abril de 1942 y, como observa Julio Rodríguez-Puértolas, «su purismo fascista se exacerba ante la utilización que el general Franco y su régimen hacen de Falange». Ridruejo comenzaba a distinguir entre la «Falange institucionalizada y franquista» y la que él llamaba la «Falange hipotética», la que habría querido José Antonio Primo de Rivera(121). Ante esta crisis de lealtades (los principios del fundador o el régimen en el poder), Ridruejo escribe una carta al general Franco el 7 de julio de 1942 criticando la falsificación del espíritu y de los principios de Falange, que según él debe seguir siendo «una milicia fuerte, homogénea y decidida». Tras enviar esta carta Dionisio Ridruejo se retira a la sierra, a lugares tan significativos para un falangista auténtico como la Sierra de Gredos, donde tantas veces se habían reunido, a meditar en la soledad sobre su idea de España y su reciente ruptura. Allá escribe una serie de poemas que titula «Serranía, Notas» y llevan la fecha de «Julio 1942». Le basta simplemente nombrar los más excelsos picos de la sierra, sus cordilleras y ríos, tan cargados de ricas asociaciones y emotivos recuerdos, para evocar esa España que le preocupa:

                         Urbión allá y, más cerca,
Malagón, Guadarrama,
Sierras de Béjar y la Estrella, hundida
hacia la tierra que nos parte el alma,
y aquí Gredos; las cuentas de la espina
-¿fuerza, dolor?- de España,
vertiendo, acaudalando -Tajo, Duero-
para el esquivo mar las frescas aguas(122).

     En una serie de poemas breves que llevan por título «Sierra de Gredos» o «Gredos», el poeta medita y respira la grandiosidad del paisaje y su geografía abrupta e imponente, mientras contrasta su presente disfrute de la soledad con la grave decisión que acaba de tomar quemando las naves de su aventura política en defensa de una Falange y una España más auténtica:

                         Puertos y puertos, valles y collados,
cumbres y cumbres, rudo movimiento
que se recoge en sencillez humana
o desvela un indómito desierto.
Y, al fin, pinares bajos, altas cimas,
y el águila en los cielos.
Ya está la soledad en toda el alma
y atrás las naves -roca a roca- ardiendo.
(íbid., pág. 340) [64]

     Es una intensa vivencia personal del paisaje, en que el poeta de continuo se tropieza con bellos símbolos de la España que sueña: la excelsa montaña, la sierra de Gredos o «el águila en los cielos» de que hablaba en la cita anterior:

                         de los pinares sube la montaña
verde, amarilla, gris, blanca en la cumbre,
eternamente enaltecida y mansa (íbid., pág. 340)
 
está en su brava soledad la sierra (íbid., pág. 341).

     Ha observado Diego Marín que «esta comunión afectiva con la naturaleza va generalmente ligada a alguna reflexión sobre el sentido de la propia vida, con su carga de soledad, esperanza, nostalgia e intimaciones de eternidad que el poeta siente emanar del paisaje mismo»(123). De este mismo paisaje brota también una visión y sentido que son radicalmente políticos.

     La misma España sedienta de espíritu y eternidad que vemos en Sonetos a la piedra es la que se revela en las escarpadas cumbres de Gredos, como vemos en este poema:

                         Poco a poco -¡oh maciza y sublimada!-
te vas haciendo cosa de los cielos,
vago cuerpo de nubes.
Tu violenta fe de tierra en celo
de eternidad, se acoge 5
a la nada inefable del sosiego.
Veo escapar tu certidumbre recta
-dientes, cascos, pirámides- y pierdo
yo también mi entereza ante la noche,
solo, y, de tanta soledad, incierto. 10
Hasta que las estrellas
-allá, del fondo del oscuro sueño-
despierten otra vez en nuestros seres
la sombra firme y el honor esbelto(124).

     En otros viajes a través de la península consignados en su libro En la soledad del tiempo, el poeta canta los campos y tierras de cultivo («marismas, olivares y viñedos, pastos, labores y jardines»), mientras su mirada histórica va evocando la Castilla que supo conquistar la libertad de estos parajes:

                         De Algeciras a Cádiz,
a Jerez, a Sanlúcar, a Sevilla,
cada vez más campal y más fecunda
la tierra nos aguarda y nos cultiva.
Marismas, olivares y viñedos, 5
pastos, labores y jardines. Mira
cómo voy levantando con los ojos [65]
tu nueva y fiel revelación, Castilla;
reclinada en la playa de tu sangre,
en la rica heredad de tu conquista(125). 10

     Sonetos a la piedra se cierra con un soneto, en que el poeta, desvelando el enigma, abandona el lenguaje simbólico que había mantenido a lo largo del libro, para definir lo que es esta «España de piedra» vista en su impresionante orografía («del Pirineo hasta Tejada», Gredos, Guadarrama) y en las costas del Atlántico. Es majestad, espíritu guerrero (estr. 1), es castillo, altura («crestería») y serenidad (estr. 3). Pero es, al mismo tiempo, energía, movimiento, agonía, es anhelo, desnudez, libertad e inmortalidad. Es una combinación maravillosa de serenidad, firmeza, estabilidad, y fuerza, dinamismo y espíritu de aventura. Este soneto final ofrece en síntesis toda su teoría de España.

                         Toda castillo o crestería, vuelo
pesado, movimiento endurecido,
serenidad -oh Gredos, Guadarrama-
 
y agonía naciente. Toda anhelo,
toda sin dominar y sin vestido,
toda libre, inmortal. Como se ama (XXXIX).

     La rigurosa estructura del libro Sonetos a la piedra gira, como ya revela el título, en torno al tema de la piedra. ¿Qué piedra es esta a que alude el poeta? Notemos que no es una piedra estetizante o que se afirme como puro valor artístico, si bien evoca torres, estatuas, columnas, campanarios, catedrales y monasterios. Tampoco es la piedra limpia, elemental, natural, del río o de la playa, como elemento puro evocado en la poesía de Vicente Aleixandre. La piedra es aquí, como indiqué antes, roca viva, granito de la sierra, que se convierte en símbolo central de toda una retórica(126). Es parte de un sistema de signos evocador de un mundo vigoroso, duro, desafiante, bravío, como las cumbres de la montaña o los acantilados. Pero este granito es también materia viva asociada con toda la realidad física e histórica de España, con su arte, sus monumentos, sus castillos, sus fortalezas y sus sierras: «A la cumbre» (II), «A una roca informe» (IV), «A la cantera» (V), «A una Venus» (VI), etc.

     El libro podría parecer un alarde de puro esteticismo, como han creído críticos avezados en el tema(127). Pero si afinamos nuestro análisis pronto percibimos mensajes de más envergadura. La piedra se convierte en uno de los símbolos claves que impregnan cada soneto y cada verso de la colección. El poeta alude a la piedra granítica de las sierras de Gredos y Guadarrama, que es dureza, solidez, muro de defensa, altivez que desafía los siglos y las tempestades, la piedra que es autenticidad (por su desnudez), y belleza material, monumental e histórica. Dionisio Ridruejo dice: «la poesía que me da mayor satisfacción es la que se aproxima al arte del dibujo o la pintura: la que intenta dar un trasunto, en materia imaginativa y verbal, de lo [66] real concreto»(128). Pero esta belleza física de la orografía, de la piedra, bravía o trabajada, encierra en sí un impulso espiritual hacia la altura, una dinámica ascensional(129). Las metáforas que usa son imitación o traslado de una realidad física, pero con un libre toque de fantasía que les presta un halo poético de superación:

                         materia sin amor, pero encendida (VII)
 
suspiro de la tierra fervorosa (XI)
 
plantando en negro y vertical desvelo
la doble palma de su primavera
(«A la catedral de Colonia», XXVI)
 
donde se hace el fervor arquitectura
(«A la torre de San Esteban», XXXIII)
 
Constancia y ambición, si grave, erguida
(«Al monasterio del Escorial», XXXV)

     Para Ridruejo, torres, iglesias, castillos y monumentos, al igual que la llanura o las cordilleras, son parte de esa geología de granito que él canta en sus sonetos. En osada paradoja llama al monasterio del Escorial «llanura vertical y torreada». Ya Ortega y Gasset lo consideraba parte integrante del paisaje granítico de Castilla:

           Hosco y silencioso aguarda el paisaje de granito, con su gran piedra lírica en medio, una generación digna de arrancarle la chispa espiritual(130).      

     El soneto «A la torre de San Esteban, en Segovia» (XXXIII), uno de los primeros del libro, que el poeta compuso hacia 1935(131), canta la torre en una larga cadena de metáforas con una técnica muy especial. El poeta combina normalmente un dato estático y otro dinámico, un componente material y otro espiritual o imaginativo, uno físico y otro metafísico, conjugándose, a veces, ambos elementos en la forma de un osado oxímoron. Así habla de la torre como:

                              columna pura,
espiga eterna,
ascensión cuadrada,
donde se hace el fervor arquitectura,
 
En tu tierna esbeltez la piedra dura
por los vientos y estrellas enhebrada,
tu lanzada... hacia la altura,
pértiga de soles,
luz plantada,
sendero de la tierra,
mástil y primavera [67]

     El elemento pesado, duro, material y terrestre, es empujado hacia el mundo del espíritu por una poderosa fuerza ascendente.

     Algo semejante nos revela el soneto «Al monasterio del Escorial en el jardín de los frailes» (XXXVI). Haciéndose eco de las vanguardias, y de los grandes poetas del 27, la poesía se convierte también aquí en «álgebra superior de las metáforas», según la expresión de Ortega. Éstas constituyen repetidos intentos de interpretación de la inmensa mole de piedra. Ridruejo lleva a cabo un esfuerzo ciclópeo para inyectar espiritualidad, dinamismo, movimiento ascensional a la pesada mole arquitectónica. A veces lo logra con el oxímoron («llanura vertical») o haciendo violencia al lenguaje, a la lógica común, para prestar fuerza y tensión a la piedra muerta: «milicia [agresividad] de la piedra», «hasta el alma de piedra en la explanada», «muralla gentil», «robusta eternidad del sueño». Lo estático se combina con lo dinámico y espiritual, la pesadez con la gracia, la robusta materialidad con el sueño y con la eternidad en una evocación imaginativa en que la geografía es robusta realidad y cantera de vigorosas metáforas.

     El poeta interpreta poéticamente el imponente monasterio como una derivación de la orografía castellana («llanura vertical y torreada») y le dedica cuatro sonetos, además del XVIII. Esta especial atención prestada a El Escorial es un valioso índice de la importancia que éste tiene en el incipiente fascismo español por su estilo cesáreo, como símbolo de la España imperial y de su Estado supremo. Para Giménez Caballero El Escorial era «estado hecho piedra, jeroglífico, esfinge»(132). El fascismo lo convertía en símbolo central de su concepción del estado:

           El Escorial es, ante todo, Arquitectura... Es construcción. Es medida. Mesura -como diría el Padre Sigüenza-. Es conquista -frente a la naturaleza circundante- de una fórmula matemática de edificación(133).      

     Pero El Escorial también era para él toda una nueva ética, el ímpetu juvenil del nuevo movimiento: «ideal», «voluntad de ser», «tender los brazos como el escalador de Alpes tiende sus dedos crispados por las junturas de los amenazantes peñascos, hacia arriba»(134). Ernesto Giménez Caballero recoge precisamente, en Arte y estado, esa tendencia espiritualizante iniciada por Ortega de considerar El Escorial como una «enorme profesión de fe», «tratado del esfuerzo puro», «esta arquitectura es toda querer, ansia, ímpetu»(135). Esto es lo que en sus sonetos está intentando Ridruejo: imprimir a su palabra ese ímpetu ascensional, «arrancarle la chispa espiritual» a la mole granítica del monasterio en bellas e imaginativas metáforas. El sentido político del tema y el andamiaje formal en que éste se expresa resulta trasparente. Así lo confirma el mismo Ridruejo en el «Manifiesto editorial» de la revista Escorial (noviembre 1940), cuando habla de El Escorial como símbolo que es «religioso de oficio y militar de estructura: sereno, firme, armónico, sin cosa superflua, como un Estado de piedra»(136): [68]

                         base de cielos en la noche oscura (XXXV)
 
milicia de la piedra,
Disciplinada
la pasión vegetal,
muralla gentil,
robusta eternidad del sueño (XXXVI)
 
ballesta del alma,
almendro alado (XXXVII).

     Ernesto Giménez Caballero acepta parcialmente la interpretación orteguiana del monasterio como «un tratado de esfuerzo puro», «ímpetu, coraje, furor», sin aceptar su reproche de «poco intelectual»(137). Esta carga ideológica y política que para el pensamiento conservador español llevaba ya el tema de El Escorial, sugerida por Ortega e interpretada por Giménez Caballero y otros, era conocida por Dionisio Ridruejo y sus círculos falangistas. El atractivo espiritual e ideológico de este motivo explica, sin duda, que de los Sonetos a la piedra, los dos primeros cronológicamente, se dedicaran al célebre monasterio(138).

     Ridruejo, como otros ideólogos falangistas, ha llevado a cabo el salto de la geografía a la metafísica, de la historia a la eternidad, siguiendo, de algún modo, a ciertos escritores del 98, que huyendo a veces de su compromiso ético y político con el presente histórico se refugiaban en la mitificación del paisaje, en el que hallaban, como después Ridruejo, valores permanentes, transhistóricos y metafísicos(139). Se trasmite con lucidez el mensaje de que el paisaje y los accidentes geográficos apuntan hacia algo que está muy por encima de la pura materia(140).

     Sonetos a la piedra, al igual que numerosas obras del joven Ridruejo, nos dan una visión lírica e ideológica que es toda una teoría de España. Aunque no formulan un programa político, sus evocaciones de monumentos, paisajes y hechos del pasado, sí que constituyen una retórica impregnada de lo más esencial de la ideología falangista que exalta la grandeza imponente, la bravura y resistencia de sus estructuras geológicas y la importancia que Falange prestaba a los valores espirituales(141).

     En cuanto a la calidad, la autenticidad lírica y la sinceridad humana de la creación poética del periodo de Poesía en armas (principio de la guerra civil hasta 1945), sabemos que Ridruejo se distanció de ella en años posteriores: [69]

           el retoricismo y la superficialidad evasiva de estas composiciones no trasluce de ningún modo una experiencia viva, y más parece aludir a cosas ocurridas en el país de los sueños que a furias, dolores y esperanzas encarnizadas en un pueblo real(142).      

     Es cierto que sorprende toda esta poesía de guerra de tono retórico y exaltado, tan atenta a valores como la belleza y el heroísmo al igual que ciega a la sangrienta y cruel realidad de la guerra, que ignora por completo. No es extraño el juicio distanciado del poeta cuando ya no comulga con estas ideas juveniles, precisamente por su fuerte sentido político. El propio Ridruejo lo confirma mientras trata de presentar excusas cuando considera esta poesía «el testimonio de una aspiración que dominó en el espíritu del joven de 24 años que escribió estos versos»(143). Ello no quita para que muchas de estas obras, como Sonetos a la piedra, sean una lírica de gran belleza formal y reflejen una vivencia intelectual y emocional del paisaje y de la geografía muy en sintonía con su credo político. En la geografía granítica de sus cordilleras, sierras y acantilados, ve Ridruejo la plasmación en la roca viva de una singular visión de España, que es la que él como falangista profesaba.

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El siglo XX español y el discurso de la identidad nacional

E. Inman Fox

Northwestern University

     A partir de finales del siglo XIX, debido al fracaso de la Restauración, un grupo nutrido de pensadores, escritores y políticos sintió la necesidad de la regeneración del país, con una preocupación concomitante por la naturaleza de la identidad nacional. Relacionada con la emergencia y desarrollo de una historiografía nacionalista liberal y sus ideas específicas sobre la relación entre la historia, la cultura y la identidad colectiva -de un interés tanto político como puramente cultural-, esa preocupación se convirtió en una especie de discurso que subrayaba el pensamiento y las letras españoles a lo largo del siglo XX. Consistió principalmente en la indagación en la historia del país en busca del genio del pueblo y de lo que constituía lo propiamente español en la literatura y el arte, indagación que acabó a menudo, como es el caso de toda cultura nacionalista, en la mitificación, y hasta en la invención, de ciertas características(144). A partir de ahí un análisis de la obra de los intelectuales o críticos más influyentes durante la primera mitad de este siglo -preocupados todos por el «problema de España»- revela que o fomentaban en su propia obra unas ideas relativamente consistentes sobre una mentalidad nacional, o las encontraban en las obras de la literatura y arte españoles que han venido a ser consideradas como maestras.

     Esas obras, en general, parten de la creencia de que existe entre los españoles la conciencia y el sentimiento de una unidad, no ya como Estado, sino como nación, es decir, como pueblo en que, por encima de las diferencias locales, hay notas comunes de intereses, de ideas, de aficiones, de aptitudes y defectos que hacen del español un tipo característico en la psicología del mundo. A la vez afirman la originalidad histórica de Castilla, unificadora de las fuerzas peninsulares y creadora de su cultura. Por su concepción de la historia de España -sobre todo de la historia interna (o cultural) y la cuestión de la decadencia- y su deseo de trazar una pauta para la regeneración de España, buscan los orígenes de la psicología nacional en la Edad Media y el siglo XVI. Entre las obras en que más se revela el «espíritu del pueblo» [72] se encuentran el Poema de Mío Cid, El Libro de Buen Amor, las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, El Romancero, La Celestina, Garcilaso, Lazarillo de Tormes, los místicos (Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luis), el Greco y Velázquez, el Quijote, y el teatro de Lope de Vega (sobre todo Peribáñez y Fuenteovejuna).

     En este contexto, la cultura propiamente española se determina en gran parte, según su propagación, por un proceso de asimilación e hispanización de las influencias europeas. La historia de la literatura nacional nos enseña cómo las distintas poéticas medievales fueron castellanizadas. Se nos llama la atención al proceso de la emancipación de la pintura española de las escuelas italianas y su adquisición de un carácter nacional. También se enseña la idea de que existe un Renacimiento español, pero un Renacimiento religioso, no pagano, y un Barroco «realista», y otras anomalías de la cultura europea.

     En cuanto a los rasgos de la identidad colectiva española que se manifiestan en la cultura nacional -y a los cuales se debe atender para la regeneración del país- encontramos entre los escritores canonizados en este siglo las siguientes ideas que contribuyeron a la construcción de la identidad nacional liberal y al discurso de la manera establecida de entender al español. Primero, el español se caracteriza por un individualismo o un sentir independiente que le lleva a valorar los principios de la libertad personal y la dignidad humana, la libre conciencia individual, y la libertad de pensamiento. Por eso, el español es más espontáneo que reflexivo, y tiene un desdén por lo convencional. Y, por su individualismo, no propende a sentir la solidaridad social; pero sí la siente cuando se trata de la justicia, que le presta a la vez un espíritu de igualdad y fraternidad. El civismo español, sin embargo, se caracteriza por la arbitrariedad entre benevolencia y generosidad e invidencia. Todo esto explicará la aceptación en el pensamiento liberal español de una tutela del pueblo en ciertos momentos socio-políticos. No obstante, ya que el español no quiere estimar la obra ajena, España se caracteriza como tierra de precursores.

     Segundo, el carácter del pueblo español es esencialmente democrático, enemigo del absolutismo y, como se ha dicho, respetuoso de la justicia. Más que otras nacionalidades, los acentos liberales no han cesado de resonar en la historia española. Este espíritu democrático se extiende desde la nobleza a los de abajo; como dice la literatura, «a hacer que cada villano pudiese llegar a ser hidalgo» o el «buen vasallo que no tiene buen señor». El elevado concepto de la justicia, sin embargo, se manifiesta en el celo en el cumplimiento de la ley moral. Pero, en el fondo, el español se caracteriza por la tolerancia; el fanatismo -que es manifestación del predominio de la forma sobre la esencia de las cosas- fue debido a un cambio de «espíritu» que trajo la decadencia y la inmoralidad, hipocresía y holgazanería.

     De todas maneras, el español es esencialmente espiritual, dominado por un ideario que no considera la vida como el supremo bien. Así, piensa en un más allá de la muerte y en la importancia de la fama y, en general, posee un espíritu religioso. Las dos tendencias más señaladas del espíritu religioso nacional son el misticismo -el conocimiento contemplativo de las cosas divinas, pero aliado con la realidad- de la teología española del siglo XVI, y, por otro lado, lo que pudiéramos llamar el formalismo o la ortodoxia de Roma a la que obedeció la Inquisición.

     Sobre todo, vive en el genio español esta dualidad, inmortalizada por Cervantes y los dramaturgos españoles, que engendra tendencias opuestas: entre lo espiritual y lo voluptuoso, [73] lo apasionado y lo escéptico, lo real y lo romántico. Esa maravillosa alianza del idealismo y del practicismo; un apego a la realidad concreta y la melancolía que brota de una conciencia dolorosa del pasar del tiempo, como diría Azorín; la fe contra la razón y el heroísmo, según Unamuno; o la imaginación del Greco inspirada en la realidad histórica de Castilla con un auténtico realismo, pero un realismo contemplativo, hermano del misticismo castellano.

     Y, finalmente, se destaca el espíritu popular y realista del español: un desenfado frente a lo formal y erudito, como dice Rafael Altamira. La estética española no es de artificio; es de tradición popular, expresando las costumbres e ingenios del siglo. Ortega y Gasset caracteriza al hombre español por su apatía hacia todo lo trascendente. Unamuno dice que es pobre de imaginación, un materialista extremo. La cultura española es casi impresionista, no sometida a la meditación o la interpretación, poco dada a la reflexión y a la abstracción. Y todo esto se asocia con la relación del ser castellano con su paisaje triste, duro, solitario, con clima inhospitalario, en que el hombre se achica en los campos infinitos.

     Ahora bien, por razón de espacio me he limitado en otros estudios a tratar a fondo sólo algunos ejemplos (los más conocidos, tal vez: Menéndez Pidal, Unamuno, Ganivet, Costa, Altamira, Azorín, Ortega y Gasset, Antonio Machado, El Greco, Velázquez, Zuloaga, etcétera) de los españoles responsables de la invención de una identidad colectiva nacional; pero son ejemplos cuya obra llegó a ser una institución de la cultura nacional a lo largo de gran parte del siglo XX y que queda todavía vigente. Dicho esto, hay que insistir en que la característica de buscar el genio español en la literatura nacional y nacionalista también se encuentra afirmada en la obra de otros consagrados, por ejemplo, en la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós(145), las novelas de Pérez de Ayala, la crítica de Juan Ramón Jiménez y de Pedro Salinas, y en los mejores críticos literarios, así como los del arte.

     Excelente ejemplo daría un estudio sobre la «utilización de lo autobiográfico» de los del 98, sobre todo sobre Pérez de Ayala, y su literatura historicista y colectivista / regeneracionista / liberalizante. Denuncian el sistema corrupto de la Restauración, con su política de pacto de caciques, y también la connivencia protectora de la Iglesia Católica y su monopolio de la educación («un catolicismo insolidario y ultramontano»). Es decir, son unos escritores comprometidos con la liberalización de su país que deciden emplear la literatura como herramienta de progreso democrático, en el sentido regeneracionista. Y se plantean la reflexión histórica como base para conocer por qué la situación de su patria ha llegado al punto en que se encuentra y como maestra para planificar el futuro. Son escritores, entonces, con vertiente pedagógica, más reflexivos que imaginativos, dados a moralizar.

     La voluntad intelectual de Pérez de Ayala se caracteriza en gran parte por reflexionar sobre su propia experiencia en la medida en que es un eslabón de la categoría histórica de un proceso colectivo(146). Tinieblas en las cumbres (1907), AMDG (1910), La pata de la raposa (1911) y Troteras y danzaderas (1912) representan, según el autor, un ciclo de novelas que se desarrolla «en medios nacionales diversos y representativos: el medio escolar, el universitario, [74] la vida rústica, la vida provinciana, la vida castrense, la vida política, la vida literaria y artística, la clase obrera, la clase media, las clases gobernantes»(147). Su propósito pertenece a un proyecto literario concebido como una educación para el liberalismo. El autobiografismo, a través del historicismo, se convierte en valores fundamentales (liberales) que son patrimonio colectivo. Y sus novelas sólo tienen entidad de lectura entre la burguesía liberal intelectual. Esto llega a ser también característica entre otros escritores liberales como Azorín, Baroja y Unamuno. Se repliegan en una finta autocrítica y acaban en un proyecto de futuro, regeneracionista, asignándose la función de mentores morales y hasta políticos.

     Así es que casi todas las obras literarias mencionadas se han prestado, de una manera u otra, a una interpretación de índole liberal, sobre todo en relación con la historia de España; es decir, han creado una literatura nacional al servicio de un programa político liberal. De hecho, no es difícil demostrar que el canon literario español se debe tanto a razones ideológicas como a razones estrictamente literarias.

     Está claro que de esta definición del ser colectivo español que se viene elaborando se saca sobre todo la conclusión de que el Estado adecuado para España sería de índole democrático-liberal. Por otra parte, un examen de las «otras» Españas, tradicionalistas o minoritarias o regionales, revelaría que ni una ni otra ha dejado una imagen duradera del ser español en el desarrollo del discurso institucional que ha sobrevivido en el siglo XX. Los nacionalismos regionales, no han pretendido en general ser nacionales, ni necesariamente separatistas, sino más bien enfrentados al centralismo castellanófilo por razones del industrialismo y otros intereses económicos diferenciados. Por otro lado, en lo que iba del siglo XX, la cultura nacionalcatólica no llegó a institucionalizarse con alcance nacional hasta las dictaduras.

     Refuerza el interés en la identidad española durante el período que nos ocupa la conocida obra Englishmen, Frenchmen, Spaniards, en que Salvador de Madariaga estudia desde otra vertiente -pero con resultado parecido- el carácter nacional, tanto español como inglés y francés, insistiendo en la importancia de entender su existencia. Según él, las influencias que crean o modifican un carácter nacional -raza, clima, geografía, religión, lengua, historia, condiciones económicas, voluntad, etcétera- pueden variar, pero la nación es precisamente un carácter: se trata de la psicología del pueblo(148). La hipótesis general de Madariaga -como punto de partida, no literal- es que el centro psicológico del inglés es el cuerpo / voluntad y su reacción natural hacia la vida, o su manera de asimilar la vida, su tendencia, es la acción; el centro del francés es el intelecto y su reacción es el pensamiento; mientras que el centro psicológico del español es el alma y su reacción ante la vida, la pasión o la emoción.

     En el caso de la acción, entonces, el español se caracteriza por la espontaneidad, lo que lleva a tendencias conflictivas. Ya que la pasión es en el fondo la negación de la acción (es decir, la acción implica la voluntad de auto-control), el carácter español puede ser resignado o rebelde, enérgico o indolente. Le falta, entonces, una continuidad de acción; la línea suele ser más bien una serie de comienzos nuevos, vive en un estado de imprevisión. Y la inactividad [75] del hombre de pasión llega a ser contemplación. De estas observaciones se pueden identificar, según Madariaga, tres características de la psicología española colectiva: individualismo, humanismo o personalismo y amoralidad. España, entonces, sería el país típico para éxitos personales, a diferencia de un país que se define por empresas colectivas.

     En cuanto a su manera de pensar, el español piensa a través de la contemplación, siendo la intuición el equivalente de la emoción del intelecto. Sólo sabe lo que ha asimilado y tiende a personalizar su pensamiento; o según la expresión de Unamuno, el pensamiento del español se controla por su «sentimiento de la vida». Así es que las opiniones del español no son meras ideas, son convicciones. Pero nacen sus ideas espontáneamente, exentas de método. La verdadera calidad de la mente española es el ingenio, la intuición creadora. Pero su debilidad con respecto a las virtudes intelectuales conscientes, quita eficacia a su pensamiento. La mentalidad española es rica en genio -literatura y pintura-, débil en ciencia. Es decir, los talentos intelectuales de los españoles son más bien creadores, espontáneos, no críticos o metodológicos.

     De ahí resulta, entonces, que el español, como hombre de emoción, tiende a subordinar la acción individual a las necesidades de la espontaneidad y la integridad de su ser, rechazando así las cadenas de la solidaridad. Para el español «salvar su alma» significa mantener la espontaneidad y la integridad de su pasión individual frente a la presión ejercida por la actividad social, por ideas generalmente aceptadas o, sobre todo, por emociones colectivas.

     Madariaga pasa de su «aproximación» a las «tendencias» hipotéticas del carácter español a indagar en las manifestaciones de cierta propensión frente a la política, la vida social y el desarrollo histórico del país. La observación afirma, según él, que falta en España un sentido de jerarquía; existe más bien un fuerte sentido de igualdad, asumido sin conciencia. En Inglaterra se acepta la aristocracia, en Francia la burguesía, en España es el pueblo. Así, el español no se siente nunca como ciudadano -es «nada menos que todo un hombre»- y la estructura social es floja. La influencia del Ejército y la Iglesia en España se puede explicar, según Madariaga, por el hecho de que son las dos instituciones mejor organizadas en un país en que la vida colectiva es floja, y su cohesión se debe a las emociones que atraen al alma española: el honor y la religión. La idea de la necesidad de «líderes» o de minorías no existe en España, ni el sistema de educación se especializa en el desarrollo del carácter o del intelecto, como en Inglaterra o Francia.

     Al respecto del arte y la literatura, la actitud estética del español es natural, espontánea e innata, por su carácter emocional, y por eso, el carácter del arte español es popular. Su esencia es más un don que una conquista del hombre; es genio más bien que talento. Es, como dicen algunos, más español que arte. Así, es individualista y fuertemente nacional a la vez. Parece que hay poco en común, según Madariaga, entre la obra de Ribera, Velázquez, El Greco, Goya, Picasso y Zuloaga, pero por la fuerza de su individualismo y la naturalidad, más que arte, de su pintura, son todos profundamente españoles. Resulta que el color, el primer impacto de la naturaleza sobre nuestros sentidos, es la categoría principal del arte español. Los italianos dibujaban magníficamente y luego coloreaban el cuadro; los españoles pintaban más bien un color vivo, natural. Ribera y El Greco son, por ejemplo, creadores, transmisores de su propia vida; Rafael es un diseñador exquisito que queda fuera de su obra.

     La literatura española se caracteriza por un rechazo de las reglas; en su elemento creador predomina el criterio y lo consciente. El modelo de la literatura española para Madariaga, es, [76] claro, el Quijote. Y los místicos son para la religión española lo que son los grandes poetas para la literatura. Los místicos españoles no eran intelectuales como los alemanes y los franceses; vivían su religión como una experiencia de la emoción o pasión humana.

     De lo anterior creo que se puede ver cómo el discurso -o ideario- que venimos perfilando constituía la construcción de la nación española que ha sido propagada a lo largo del siglo XX por los escritores y pensadores más prestigiosos, las instituciones y la enseñanza y que sigue todavía en gran parte vigente.

     Ahora bien, no sería inesperado que uno u otro lector acabase cuestionando si una identidad colectiva nacional es todavía posible -aun creíble- en una sociedad industrial moderna. Está claro que los españoles se han quedado con una manera de entenderse que es de carácter esencialmente cultural -y a menudo ontológico-, en un Estado-Nación en transición, ya no centralizado y de hecho multicultural. Es, tal vez, en este contexto como debemos entender la crítica socioeconómica de J. Vicens Vives de la interpretación castellano-céntrica de la historia de España. Su Historia social y económica de España y América (1957) fue la primera obra en este siglo en cuestionar seriamente la historiografía y el concepto establecido de la cultura nacional liberal. Y en el prólogo a la segunda edición (1960) de su Aproximación a la historia de España, Vicens Vives -con voz de nacionalista catalán, hay que confesarlo- identifica la metodología «culturalista» de la escuela castellanófila -creada, según él, a menudo por experiencias personales que llevan a una Castilla irreal- con una crisis de conciencia a partir de 1898, que no tiene en cuenta que ha sido «el juego de contradicciones internas entre Castilla y Cataluña que, desde el siglo XVIII en adelante, mantiene el estímulo vital y la cohesión del Estado nacional». Pero sea lo que fuere, no era necesario, según Vicens Vives, «hundirse en la historia para resolver el problema de conciencia: primero, la imperfección de España para seguir el rumbo de la civilización occidental hacia el capitalismo, el liberalismo y el racionalismo en el triple aspecto económico, político y cultural; y luego, el fracaso de la misión de Castilla en la tarea de hacer a España como una comunidad armónica, satisfecha y aquiescente».

     Por otra parte, José Luis Aranguren, en una serie de artículos y comentarios publicados durante 1974 en La Vanguardia, Triunfo e Informaciones(149), reprocha también al «Establishment cultural» -o cultura establecida- el haber contribuido al retraso de la participación de España en las corrientes importantes del pensamiento contemporáneo. Y no es difícil, dice, identificar la composición del Establishment: la escuela de Menéndez Pidal; los continuadores del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza; el orteguismo, demasiado «sistemático» y «metafísico», y la Revista de Occidente; la generación del 98 y sus nietos, etcétera. Aranguren lo describe como una especie de cultura de nostalgia difundida por los exiliados, los de fuera del país y los interiores, que se define por la autocomplacencia -el «medio siglo de oro»-, el medievalismo y castellanismo, y, a la larga, la contraproducente mitificación de Ortega. Así es que aboga Aranguren por una «desamortización» o liberación de la cultura establecida («preservada -según él- casi como un invernadero, gracias, paradójicamente, al prestigio con que la envolvió su persecución y merced también a la incapacidad total del Régimen para suscitar otra de nueva planta») para procurar una continuidad entre aquella cultura y el descubrimiento [77] actual de lo que culturalmente se venía haciendo últimamente por el mundo. Y contraponiendo la historiografía socioeconómica de Vicens Vives al culturalismo ontologizante de los historiográficos castellanos, razona, en fin, que la descentralización cultural no es menos importante que la descentralización política y administrativa.

     Vicens Vives y Aranguren son sólo dos ejemplos de la creciente preocupación entre los intelectuales españoles que cuestionan la manera de entender la historia política y cultural de su país. La crisis de identidad nacional, debida al despertar del espíritu regionalista, de un lado, y del otro, al desarrollo de una vocación europea dentro de España, ha llevado a la necesidad de una reinterpretación del pasado. Ha quedado claro, por lo menos, que las ideas principalmente castellanizantes (o «centralizantes») sobre la cultura española -que siguen, como hemos insistido, institucionalizadas en gran parte- no responden ya a nuestro conocimiento o conciencia(150).

     De hecho, nuestro mundo postmoderno y multinacional de transitoriedad institucional encuentra difícil asociar una identidad humana o un sentido de ser con una «cultura» coherente o con una lengua. Simplemente no se fía ya de los análisis o definiciones de naciones o culturas que se basan en tales criterios(151). En el caso de España, por ejemplo, muchos asocian el resurgimiento del regionalismo o los «nacionalismos» no tanto con diferencias culturales como con problemas sociales y económicos, cuyo remedio se busca en la descentralización política. Tampoco ha sido siempre el caso de que la «centralización» política o cultural emanara desde Madrid. A menudo ha sido impuesta más bien desde dentro de la región «histórica» por la adhesión por parte de unos centros de poder a una ideología de clase común a todo el país (capitalismo, valores de la clase media, etcétera). Por otra parte, hay otros -entre ellos el mismo Vicens Vives- que piensan que se puede entender mejor la nación española histórica en términos más bien de una dialéctica de diversidad cultura. La dialéctica podría ser hasta conflictiva, pero al mismo tiempo constitutiva de la problemática de la cultura española en su totalidad. En este caso, la cuestión política podría convertirse en cómo crear una democracia en un estado multinacional. Es más, en el campo de las artes como manifestaciones de una identidad colectiva, por ejemplo, las últimas décadas han traído nuevas teorías y nuevas maneras de expresarse; y en la literatura han surgido nuevos intereses como la escritura femenina y la literatura popular, todo lo cual se prestaría a cambiar lo que constituye lo propiamente español. [78]

     Pero sean las que sean las soluciones a la problemática del nacionalismo español, quedarán los escombros de cómo solemos entender a España. Queda el hecho de que las ideas que hemos estudiado en estas páginas siguen todavía, en gran parte, grabadas en la manera en que se interpreta el pasado cultural y el ser nacional españoles. Y habría que preguntarse, por ejemplo, si las llamadas obras maestras, que se dicen reveladoras de la «fantasía» o conciencia del pueblo -es decir, propiamente españolas-, han llegado a ser tales -es decir, canonizadas- precisamente en el proceso de la invención de una cultura nacional que ya no es históricamente aceptable. Si es así, la tarea urgente sería reescribir la historia cultural del país.

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Un autógrafo de El Otro de Unamuno

Ricardo de la Fuente

Universidad de Valladolid

     De El Otro me he ocupado en varias ocasiones, describiendo diversas copias y manuscritos(152) que se conservan de esta obra y realizando una edición crítica de esta pieza(153). Pero en la Biblioteca Nacional de Madrid se encuentra un manuscrito de signatura 22323(13) que puede ser una importante aportación a la hora de encarar una nueva edición. El objeto de este trabajo será la descripción y conexión de este texto con el resto de los materiales que se conocen de la obra unamuniana.

     Se trata de un cuaderno francés en que está impreso: «100 Pages. Cahier de... Appartenant à...». El manuscrito de extiende a través de 32 páginas, una inicial con título, subtítulo, autor y personajes, sin numerar, y 31 páginas numeradas que contienen el texto del drama. El cuaderno se cierra con una «Table de Multiplication».

     Sabida es la génesis de este texto -abordada en mi edición y por estudiosos como García Blanco(154), A. Zubizarreta(155), I. Zavala(156), A. Franco(157), R. Gullón(158) e I. Paraíso(159)- citado por vez primera en una carta a Jean Cassou desde Hendaya, de fecha 3-XI-1926, donde dice: «Voy a ver si le envío dos nuevos dramas que he hecho aquí El Otro y Tulio Montalbán. Paréceme que El Otro es, como teatro, muy superior a Raquel. Es más tragedia»(160). [80]

     Pero El Otro está muy relacionado con las aventuras escénicas en Alemania intentadas por Unamuno, según sabemos por las cartas que dirige a H. Haberer Helasco a partir de 1926. Haberer Helasco ayudará al escritor vasco a difundir sus escritos dramáticos en el país germano. Las conexiones unamunianas en aquellos años eran las contractuales con Meyer and Jessen, que le publican Nada menos que todo un hombre, con el hispanista austríaco Auerbach -del que desconfía Unamuno y que le aconseja editar en Suiza- y con el traductor Buek -al que también dirigirá una fluida correspondencia-.

     En carta a Helasco del 14-XII-1926 le dice a éste: «Le envío esta carta por mediación del Sr. Director de la Sociedad de Autores Españoles que me pregunta de su parte en qué condiciones le enviaría mis obras teatrales Raquel y El pasado que vuelve. Tengo, además de ellas, otras cinco obras de teatro -dos escritas aquí, en Hendaya- que son Fedra, Soledad, La venda, El Otro y Julio Montalbán. Todas ellas han sido escritas para ser representadas, y no sólo para ser leídas, y por ello me resisto a que sean solamente publicadas por escrito. Si, pues, usted está ahí, en Alemania, en relación con alguna compañía dramática que intentara representarlas dígamelo y trataremos»(161).

     Por otro lado, a M. Romera Navarro le escribe desde Hendaya el 10 de enero de 1927: «Ahora me ocupo grandemente de cosas de teatro. Espero mucho de la última obra que he dado -escrita aquí en primavera- El otro: misterio en tres jornadas y un epílogo»(162). Con lo que se disipa cualquier duda en relación a la fecha de la primera redacción de la pieza, en plena crisis de soledad(163) que había explotado en París y que le lleva a la ciudad fronteriza con España.

     Mas el caso fue que El Otro no se edita hasta el año 1932, a la vuelta triunfal de Unamuno a España, y que en Alemania, a pesar del estreno de Nada menos que todo un hombre en Berlín («Theater am Zoo») el 24 de mayo de 1927, y de un contrato de edición con Meyer para la traducción de El Otro, Raquel y El pasado que vuelve, un intento de Helasco en 1927 para la representación de El Otro, etc., todo ello no fructificará y su asentamiento dramático en el país de Goethe quedará en simples proyectos(164).

     Pero otra versión diferente a esta primera de la primavera de 1926 estuvo a punto de ser estrenada en 1928, en San Sebastián, por la compañía Ladrón de Guevara-Rivelles; sin embargo, fue suspendida inopinadamente, cayéndose del cartel poco antes de la fecha prevista para el estreno. Unamuno ya había señalado la diferencia entre la versión de 1928 y la de 1932 cuando confesó a Julio Romano: [81]

                Esta obra estuvo a punto de estrenarse en San Sebastián [...]. Era en tiempos de la Dictadura [...]. Guardé el original y no volví a ocuparme más de la obra [...]. Ahora [1932] le he añadido bastante. Como he vuelto sobre lo escrito, la nueva lectura me ha sugerido algunas cosas que he ido incrustando en el diálogo, dándole mayor densidad. Y he llenado los márgenes del original con las nuevas aportaciones(165).      

     Las copias y manuscritos que conozco de esta obra son los siguientes.

     En la Casa-Museo Unamuno de Salamanca se conserva con la signatura 1.2./99 un autógrafo de 14 folios más algunas cuartillas y papeles sueltos, que contiene una versión de El Otro que designaré como ms. 1.

     Asimismo, en este Museo se encuentran tres copias mecanografiadas de la obra. La primera con signatura 1.1.2./10, en la que podemos leer después del título «Copistería Teatral Martínez-Berges. Copia de Obras Teatrales. Flora, núm. 3. Madrid», y en la que aparece con letra de Unamuno «José María Quiroga Pla, Madrid, Abril, 1927». Como es sabido, Quiroga Pla (1902-1955), además de ensayista, fue yerno del Rector de Salamanca. Designaré esta copia como C 1.

     Con signatura 1.1.2./11 hay otra copia a máquina prácticamente idéntica a la anterior, salvo unos pequeños detalles. Llamaré a este ejemplar C 2.

     Y, por último, con signatura 1.1.2/9 tenemos otra copia dáctilo-mecanografiada en la que se hace constar «Jefatura» -posible copia del ejemplar entregado para la censura y que fuese empleado en la edición del texto- en que consta de puño y letra de Unamuno la fecha 20 de diciembre de 1932. A lápiz, y de otra mano, se puede leer: «24 + 1/2000 ejemplares 10 al 14 a 17/negra espl. / HE2/cartones no». Denominaré esta copia C 3.

     Asimismo, he tenido acceso a otro autógrafo de esta obra que se encuentra en la biblioteca particular de don Bartolomé March, dentro de la colección «Rodríguez Porrero». Este manuscrito, que llamaré ms. 2, forma un cuaderno, empastado en cartoné, de papel cuadriculado y de una extensión de 29 folios (+2) -la numeración empieza con el texto, no se cuenta el título ni otra hoja en blanco-. Dentro del libro, al comienzo del acto tercero, hay una cuartilla dirigida al actor Ricardo Calvo, que contiene una variación del comienzo de esta jornada y que reza así:

           Lo demás sigue como en el texto. Aunque envié esta adición a Rivelles, como no he tenido noticia de que la recibiera le ruego, amigo Calvo, que la copie y se la envíe. Me parece capitalísima y una escena muy teatral y no en el sentido azorinesco. Nada de lucecitas y camelancias sobrerrealistas.      

     Al autógrafo antes descrito de la Biblioteca Nacional lo denominaré ms. 3.

     El cotejo de estos textos y la primera edición muestra una serie de variantes de las que se concluye lo siguiente:

     1. El ms. 1 es la copia más antigua, siendo presumiblemente la redacción correspondiente a 1926. [82]

     2. El ms. 2 supone una segunda versión del ms. 1 que, entre otras cosas y como se ha comentado, modifica el comienzo de la jornada tercera. Este manuscrito lo debería haber recibido Rivelles -al que se cita expresamente- para convertirse en el texto definitivo del año 1928.

     3. Las C 1 y la C 2 son casi iguales al ms. 2. Las diferencias entre ms. 1 y C 1, C 2, el ms. 2 y el ms. 3 son básicamente cambios de palabras y sintagmas, amén de algún añadido y algunas permutaciones en el coloquio, junto con algunas acotaciones que se obvian, que se añaden o que se suprimen. En ms. 1, también, la escena cuarta del acto II no existe.

     4. Las variantes entre C 1, C 2, ms. 2 y ms. 3 no son muy significativas -hay algunos errores que se deslizan en las copias, siendo el autógrafo más fiel-. De todas formas, C 1 y C 2 están más próximos a la primera edición, porque incluyen la secuencia del embarazo de Damiana, ausente en ms. 1, ms. 2 y ms. 3. Importante semánticamente y que se correspondería con la versión del texto impreso, por lo que hay que concluir que las copias C 1 y C 2, son posteriores a los autógrafos y estarían próximas a 1932.

     5. La C 3 pudo ser la copia que se entregó para la publicación y seguramente, también, fue el texto ensayado por la Compañía Xirgu-Borrás e, incluso, el estrenado, pero que fue luego cambiado por el autor después de ver cómo era recibido por el público, prefiriendo un texto más acorde con C 1 y C 2. La versión es prácticamente la editada salvo los cambios que se acumulan en el epílogo, que aquí consta de dos escenas y con modificación de los actantes. Frente a la solución final de poner en escena al médico, Ernesto y el Ama, los actantes aquí serán Laura, Damiana y el Ama que dice, también, la última palabra: «Sigue la tragedia!».

     6. El ms. 3, está muy emparentado con el ms. 2; las diferencias entre uno y otro son básicamente de redacción, con coincidencias significativas frente a las lecturas elegidas por la primera edición, como acotaciones idénticas, luego desechadas o modificadas por la princeps. De todas formas, el ms. 3 creo que es un poco anterior al ms. 2, que he datado próximo a la redacción de 1928. Muy posiblemente la fecha esté comprendida entre el 12 y el 15 de marzo de 1927, pues es entonces cuando hace una copia para Helasco, y dice certificársela junto a otros dramas autógrafos.

     En una carta de fecha del 5 de enero de 1927 informa a Helasco sobre las obras teatrales inéditas que tiene y su preocupación y deseo de poderlas llevar a los escenarios, siempre a vueltas con el tema de los traductores y de las casas editoriales:

           Le agradezco mucho su carta del 22-XII pasado que me aclara muchas cosas y que me pone en buen camino. Tengo, en efecto, las siguientes obras de teatro inéditas. 1. La Esfinge, 2. La Venda, 3. Fedra, 4. El pasado que vuelve, 5. Soledad, 6. Raquel, 7. El Otro, 8. Julio Montalbán. Creo que podrían resultar en la escena alemana, sobre todo la 4, 7 y 8. Si los doctores Block y Buek quieren encargarse de traducirlas PARA PONERLAS EN ESCENA, entonces puede entenderse usted con ellos en las condiciones en que la Sociedad de Autores ceda los derechos de traducción para la escena. En lo que, naturalmente, nada tienen que ver la casa Meyer & Jessen de Munich. Si esos señores no se deciden a esa traducción para el teatro y usted puede, por su parte, hallar alguna compañía dramática, que se comprometiese a representar alguna de esas obras, la Compañía o usted mismo podrán encontrar traductor en las condiciones que usted, mejor que yo, sabrá(166). [83]      

     Pero en carta del 12 de marzo de ese mismo año vuelve a citar a El Otro(167) asegurándole el envío de una copia de esta obra realizada de su puño y letra:

           Al mismo tiempo que su carta recibo, señor mío, una del Sr. Otto Buek también sobre mis obras de teatro. Tengo yo copias de El pasado que vuelve y Raquel pero no quiero enviárselas hasta no haber hecho otra copia de El Otro, que es la obra en que cifro más esperanzas. Y he de copiarla yo mismo, ya que no confío en otros y a mano, pues no sé manejar la máquina de escribir. Cuando le envíe las tres obras que será dentro de tres o cuatro días, usted hará hacer copias para su representante en Varsovia y en cuanto a las que ya le envié podrá entenderse con el Dr. Otto Buek que las traducirá para la casa que sea y de acuerdo con usted. Dígaselo así de mi parte(168).      

     La copia se realizó y se envió certificada tres días más tarde según le informa a este mismo corresponsal: «Acabo de certificar, señor mío, a su dirección sendas copias de mis obras teatrales El Otro, Raquel y El pasado que vuelve. Usted se las proporcionará al Sr. Otto Buek y entre ustedes buscarán la empresa que las acepte y se tomará el trabajo de hacer sacar copias para enviárselas al de Varsovia. Dentro de poco le enviaré, en capillas impresas, otra obra teatral Julio Montalbán de que me hacen una corta edición privada que no se pone en circulación pública» (15-III-1927)(169).

     Es más, estos autógrafos -El Otro, El pasado que vuelve y las cartas dirigidas a Hereber Helasco- fueron comprados a Gisela Bach en Lisboa el 5 de marzo de 1986(170), atestiguando su idéntica procedencia.

     Como he comentado, las diferencias entre el ms. 2 y el ms. 3 no son muchas: multitud de variantes en palabras, frases, signos de puntuación y cambios de redacción; por ejemplo, en la acotación que abre la escena cuarta del acto I, pero coincidiendo en otras, como la que aparece en I,4 «(Rompiéndolo y echándolo)» -luego en la princeps «(Rompiédolo y tirándolo)»-, o la que encabeza la II,4, o las notables variantes en III,7 respecto a la impresión de Espasa-Calpe, que se asemejan mucho, y que anoté en mi edición para el ms. 2(171). Algunas separaciones entre el ms. 2 y ms. 3 son las relativas a la supresión de alguna escena, como la 4ª del acto II, correspondiéndose la 5ª con la 4ª del ms. 2, etc.

     El estudio de estos textos de El Otro me lleva a plantear el tema de la génesis de esta obra a través de tres redacciones (o proyectos) hasta llegar al texto final representado por la primera edición publicada por Espasa-Calpe en 1932:[84]

     1) La correspondiente al motivo original del texto desarrollado en el cuento «El que se enterró». Ésta sería la versión de 1926 (ms. 1). De todas formas, hay que tener en cuenta que las diferencias entre cuento y obra son claras, según evidencia A. Franco: «en el relato el protagonista se sobrepone a la muerte, se libera del cadáver de su pasado, mientras que en la pieza dramática el haber sido testigo de su propia muerte despierta en él la sensación de ser él mismo el muerto. El protagonista de El que se enterró resucita con conciencia de vida; en El Otro, con conciencia de muerte»(172).

     2) La segunda etapa en la génesis de la obra de Unamuno sería la correspondiente a las versiones autógrafas ms. 2 y ms. 3, muy cercanas al ms. 1, y que presentan la obra plenamente desarrollada en una redacción casi definitiva salvo dos pequeños detalles: a) la fundamental secuencia de los gemelos no natos que reproducirán el drama después de muertos Cosme y Damián -elemento imprescindible, desde el punto de vista semántico, pues supone la circularidad de la tragedia, después de la muerte de el Otro, pero que en nada afecta a la construcción del drama-; y b) las dudas en torno al epílogo, que es lo que más modificó Unamuno -los epílogos en el ms. 2 y ms. 3 son idénticos-. Esta etapa se relacionaría con la entrega de la obra a la Compañía Ladrón de Guevara-Rivelles para su estreno en San Sebastián en 1928.

     3) La tercera redacción que se corresponde con la primera edición, que pasa por las dudas que suponen C 1, C 2 y, en especial, C 3.

     El ms. 3, pues, representa una eslabón más en el trabajo constante de pulimentación de este drama unamuniano y que es esclarecedor por su conexión con el ms. 2 para entender el proceso de génesis de este texto, desde el primer germen («El que se enterró») a su primera plasmación escénica -ms. 1-, pasando por importantes intertextualidades(173), hasta llegar a la edición de 1932.

[85]

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Sobre el erotismo rococó en la poesía del siglo XVIII español

David T. Gies

University of Virginia

     ¿Qué es el rococó? No es fácil elaborar una definición exacta porque más que un fenómeno artístico o literario, el rococó es una tendencia, una convergencia de actitudes, posturas y sensibilidades que se detectan en el arte europeo de mediados y finales del siglo XVIII. La palabra «rococó» ni siquiera se usaba en el siglo XVIII; viene de la palabra francesa rocaille, que significa algo parecido a «decoraciones de concha y de piedra» y que se empleó por primera vez en el siglo XIX (siempre refiriéndose, claro está, al arte del siglo anterior). Sin embargo, en España, Juan Pablo Forner, en sus Exequias de la lengua castellana, había notado la tentativa llegada de un nuevo lenguaje ya en la segunda mitad del siglo XVII. Según Forner:

           facilitándose más y más el uso de la lengua con el lujo y esplendidez elegante de la corte de Felipe IV, empezó a comparecer rápida, lozana, viva, sonora, jovial, galante, florida, deliciosa(174).      

     Este estilo jovial, galante, florido y delicioso será en el siglo XVIII lo que llamamos ahora el rococó, estilo que, según el padre Arteaga en Investigaciones sobre la belleza ideal (1789), experimentará el dominio de lo «bello» sobre lo «gracioso». Se hizo popular en la Francia del XVIII (se ve en los muebles y pinturas y decoraciones arquitectónicas de Luis XV). Según Weisgerber(175), el rococó se distingue del barroco por las siguientes características: [86]

      Barroco Rococó
monumentalidad, pomposidad intimidad
energía, tensión libertad, gracia, ligereza
lo trágico y lo cómico lo lúdico
vanitas y eros eros como alegría
lo sublime lo bello
colores claros y oscuros color blanco, rosado, azul celeste
la Corte la Villa

     Entonces, si se piensa en estas características, lo que significa el «estilo rococó» se ve con más claridad en las palabras que se aplican a las obras llamadas rococó: voces como «elegancia», «voluptuosidad», «vivacidad», «gracia», «femeninidad», «belleza», «dulzura», «ornamento», «pequeñeces», «decoración», «lujo», «sensualidad», «placer», «refinamiento», «gusto», «frivolidad», «artificio», «intimidad», «delicadeza», «coquetería» y «erotismo»(176). Sin embargo, para Patrick Brady, el rococó es algo más que una tendencia artístico-literaria; es algo que inicia «a startling rent or tear in the fabric of Western culture»(177). Es esta rasgadura lo que se va a estudiar en las páginas siguientes.

     El concepto «rococó» aplicado a la literatura española es relativamente reciente y, hay que confesarlo, polémico. El primero en aplicar el término artístico a la poesía española fue Joaquín Arce en su importante estudio del año 1966(178). Desde aquel entonces el término ha recibido aceptación entre la mayoría de los estudiosos de la poesía, pero siempre con matices. Por ejemplo, fue puesto en duda por Rinaldo Froldi en su libro Un poeta iluminista: Meléndez Valdés, por tener más que ver con la historia o con la historia del arte que con la historia literaria. Sin embargo, John Polt, en su antología de poesía española del siglo XVIII (ahora en su cuarta edición), se refiere a la «poesía de la segunda mitad del siglo XVIII [...] denominada rococó»(179), y hoy en día se suele emplear el término para describir aquella poesía lírica de tono menor que hace hincapié en lo frívolo, lo erótico, lo sensual y lo elegante. Arce vuelve al asunto en su libro La poesía del siglo ilustrado donde clarifica que el término «rococó» no se usa para delimitar una fase histórica sino para señalar una «modalidad poética que es reflejo de un gusto figurativo del siglo XVIII»(180). Es una modalidad poética que se refleja en casi todos los poetas españoles que figuran en la época entre el final de la edad barroca y el pleno desarrollo de la Ilustración y la poesía neoclásica, es decir, en aquella época que cubre más o menos el reinado de Carlos III (1759-1788) y los primeros años del reinado de Carlos IV (1788-1808). No es ni un movimiento ni una escuela ni una determinada época, sino una tendencia -una actitud, si se quiere- que aparece en ciertas poesías de algunos poetas. Alterna con otras formas y otras posturas poéticas, pero caracteriza mucha de la poesía de esta época. [87]

     Como R. P. Sebold nos ha demostrado, el sensualismo en España es una característica aprendida de la filosofía europea, de Locke y de Condillac sobre todo, y llevada al terreno español a través del interés en la cultura europea que manifiestan los intelectuales, políticos y literatos del siglo XVIII. Sebold nos pinta un elegante cuadro de un intelectual dieciochesco:

           Lo más característico de los europeos del setecientos era un ansia de novedades, de escala universal, que gratificaban de diversas maneras: ya fuera buscando en los libros de otros países nuevas ideas para entretener el intelecto, ya buscando en las cinco partes del mundo objetos artísticos y exóticos lujos para halagar sensibilidades hastiadas, ya combinando estas dos tendencias(181).      

     Luego, continúa este mismo investigador con una descripción de dónde viene esta sensibilidad y cómo se ve en los individuos del siglo:

           La voluptuosidad de los querubines de Watteau, Boucher, Fragonard [...] lo peregrino de los biombos y floreros traídos de la China, la curva ondulante de los muebles de Luis XV y Carlos III, la elegancia cosmopolita de cierto caballero descrito por Cadalso, el cual «toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero franceses; sale con un coche que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces»; todo esto es tan típico del siglo XVIII como lo es la Ilustración(182).      

     Todo esto pertenece al mundo rococó. Aunque Sebold no acepta por completo el término «rococó» como adjetivo aplicable a la poesía, creo que se puede (se debe) emplear para describir aquella poesía sensualista, delicada, sugestivamente erótica y juguetona que caracteriza una parte de la producción poética de autores como Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso y, sobre todo, Juan Meléndez Valdés, y que puede relacionarse con ciertos movimientos estéticos europeos.

     Se ha dicho que la edad del rococó trajo consigo la ascendencia de lo femenino. Es decir, si antes los poetas cantaban el heroísmo de Marte (la guerra) y los supuestos valores masculinos, poco a poco se nota en el siglo XVIII que Marte va siendo sustituido por Venus (el amor) y los valores femeninos. El mundo pastoril clásico o renacentista, con su amor platónico y no correspondido, se transforma ahora en un mundo de amor libre y francamente sensual. La mujer barroca -el ideal femenino- había sido la diosa, la musa, la gracia, la virgen; la mujer rococó es mucho más sensual, es una mujer de carne y hueso (idealizada, claro está, pero mujer), sexy, alegre y juguetona. Es decir, es una gracia, pero una gracia humanizada, no divina, una mujer que exhibe gracias francamente mundanas. Esa mujer refleja perfectamente la imagen que la aristocracia del siglo tiene de sí misma. El amor místico y espiritual del mundo barroco se convierte en amor íntimo y sugestivo. Los individuos no sólo se contemplan y se miran, sino que ahora se tocan, se acarician, se besan. Por eso se puede decir que el rococó poético y pictórico del siglo XVIII es la degradación del ideal cristiano del Renacimiento; es decir, la contemplación de lo espiritual ahora se transforma en la contemplación del cuerpo femenino.

     En la poesía de Juan Meléndez Valdés el sensualismo dieciochesco se transmuta en pleno erotismo. Este erotismo, sin embargo, se expresa a través de unos versos elegantes y líricos [88] que captan, tanto en su léxico como en su estructura, la delicada frivolidad y gracia de la poesía rococó dieciochesca. Lo que aporta Meléndez a la poesía de su época es una fina sensibilidad erótica, muy distinta del tono más mundano y grosero de las poesías eróticas de, por ejemplo, Quevedo. Sus versos forman, en palabras de Polt, «un compendio de los aspectos esenciales del gusto rococó»(183).

     Para comprender mejor cómo se puede aplicar el término rococó a la poesía hay que pensar en la pintura dieciochesca, donde se ven con claridad los motivos, las imágenes y los temas que se recogerán luego en la poesía. El rococó es una extensión del mundo pastoril renacentista, pero con un nuevo elemento erótico y sensual. Los cuadros de Jean-Antoine Watteau, Jean-Honoré Fragonard o François Boucher captan mejor que los de otros pintores el juego pastoril-erótico del siglo XVIII. Aunque no se sabe si Meléndez conoció directamente los cuadros de estos pintores, el rico erotismo pictórico de estos artistas del rococó francés se transforman en imágenes poéticas en sus versos.

     Boucher capta en sus cuadros el mundo erótico-pastoril que describe Meléndez en sus versos. Tomemos como primer ejemplo «La Toilette de Venus» (1751) en el que la diosa de Amor está sentada en un rico diván rodeada de tres querubines (desnudos, naturalmente) que la atienden. El motivo del querubín se repite en el diván que lleva entre sus flores de madera esculpidas otra representación de los angelitos que se agitan alrededor de Venus. Con fina sensualidad el pintor ilumina el blanco cutis de esta mujer bella y pensativa, seductora y delicada. Su brazo derecho esconde candorosamente el pezón mientras dos palomas blancas la acarician. Una de las palomas roza el pie de la diosa con su blando pecho, y mira entre sus divinas piernas, donde su sexo está sutilmente escondido por un trozo de cendal. La otra paloma, recogida entre los brazos de Venus, acaricia su pecho y alza su cabeza hacia la cara de la diosa con mirada suplicante. Al contemplar el cuadro resalta principalmente la elegante y sensual divinidad rodeada de los niñitos, aunque en seguida se ven las palomas, cargadas de energía erótica, que captan el poder sexual del cuadro y lo transfieren al espectador. Los querubines se mueven alrededor del cuerpo femenino; las palomas lo tocan y lo acarician, sienten su calor y su suavidad. Meléndez transforma esta escena en poesía. Los querubines salen en «Los hoyitos» («De entonces, como a centro / de la amable sonrisa / en ellos mil vivaces / Cupidillos se anidan»(184)). En este, y otros poemas de Meléndez (y en los cuadros de Boucher, por cierto), se nota lo que Polt ha llamado felizmente «aquella combinación de malicia e inocencia que caracteriza el rococó»(185).

     Los dioses antiguos se han convertido en seres eróticos para divertir y estimular a una nueva generación más acostumbrada al sensualismo ilustrado. Algo parecido se ve en otro cuadro de Boucher, «Le lever du soleil» (1753), pero con una nota aún más explícita. A primera vista este cuadro representa lo que indica su título: la salida del sol, pintada en imágenes de la antigüedad clásica. Pero pronto se ven no sólo los cuerpos (pecho, piernas, brazos, bocas, culos) sino que ahora el pintor incluye en su cuadro a uno de los dioses que sale del agua [89] protegido por el brazo de una voluptuosa sirena. Y, ¿qué hace este individuo? En una actitud claramente sexual, sopla (¿besa? ¿lame?) una concha, símbolo erótico que hasta el espectador menos educado entendería en el siglo XVIII.

     Otros cuadros de Boucher también despliegan el elemento erótico, la carga sexual, la fuerte presencia de relaciones amorosas, el descubrimiento del cuerpo y del cutis, y el ansia erótica en cada figura. Muchas escenas que a primera vista parecen ser meramente pastoriles o mitológicas, inspeccionadas más atentamente -y estudiadas desde una perspectiva nueva- se visten de una fuerte carga erótica. Por ejemplo, cuadros como «Madame Boucher» (1743), en el que la mujer invita sutilmente, pero se nota que invita con las piernas abiertas aunque cubiertas, y la mano en actitud de señalar el premio; «L'Odalisque» (1745), en el que la figura no sólo se revela, sino que invita al espectador a participar en el juego erótico; «L'Odalisque blonde» (1753), en el que la mujer abre las piernas en invitación al goce sexual; «La belle cuisinière» (1732), cuadro que esconde su erotismo detrás de imágenes de la cocina (hay que notar la postura de la mano y la boca del joven); «Jeune couple buvant» (1725), que está llena de tensión erótica donde el joven espera tocar el seno cubierto de la chica, cuyas piernas se abren lentamente; «Aminte reprenant connaissance dans les bras de Sylvie» (1756), que se convierte en cuadro que sugiere una violación cuando Aminta mira asustadamente al hombre desconocido que, bajo pretexto de ayudarla, la amenaza; «Venus demandant a Vulcain des armes pour Enée» (1732), que revela al dios, con su larga espada y los dos cisnes francamente fálicos, en postura de ver todo el cuerpo de la diosa de Amor antes de entrar en lucha amorosa. Hay docenas de ejemplos de esta carga sexual en los cuadros de Boucher. Otro lienzo suyo merece un estudio más detallado por relacionarse otra vez directamente con un poema de Meléndez Valdés.

     «La surprise» (1732) capta el momento en el que un amante sale de detrás de una cortina de seda verde para presentarse ante una mujer, sentada en un sofá con un gato en el regazo. El vestido desarreglado de la señora deja ver un pecho. Está acariciando un gato, que se estira lánguidamente en sus manos. Una niña, también sorprendida por la aparición del hombre, extiende una mano que cae directamente sobre el sexo de la mujer. La otra mano, con los dedos extendidos, señala vagamente la bragueta del amante. El erotismo no puede ser más claro aquí: con aparente inocencia Boucher capta un momento de alta tensión sexual. Meléndez, en su ciclo de poesías «La paloma de Filis», alcanza un efecto semejante al identificarse con la blanca paloma que Filis acaricia y que a su vez acaricia el blando cuerpo de su amante.

                                        Donosa palomita,
así tu pichón bello
cada amoroso arrullo
te pague con un beso,
          que me digas, pues moras 5
de Filis en el seno,
si entre su nieve sientes
de Amor el dulce fuego.
          Dime, dime si gusta
del néctar de Lïeo 10
o si sus labios tocan
la copa con recelo. [90]
          Tú a sus gratos convites
asistes y a sus juegos,
en su seno te duermes 15
y respiras su aliento.
          ¿Se querella turbada?
¿Suspira? ¿En el silencio
del valle con frecuencia
los ojos vuelve al cielo? 20
          Cuando con blandas alas
te enlazas a su cuello,
ave feliz, di, ¿sientes
su corazón inquieto?
          ¡Ay! dímelo, paloma, 25
así tu pichón bello
cada amoroso arrullo
te pague con un beso (t. I, págs. 167-168).

     Pero es más: la paloma recibe los besos de Filis («cada amoroso arrullo / te pague con un beso») y por eso puede ser mucho más atrevida de lo que es el amante de Filis. Lo único que puede hacer el poeta es contemplar desde lejos y desear meterse en la blancura de su pecho. La paloma toca el cuerpo de la deseada mujer, igual que ocurría en el cuadro de Boucher.

                                         Teniendo su paloma
mi Fili sobre el halda,
miré a ver si sus pechos
en el candor la igualan;
          y como están las rosas [es decir, los pezones] 5
con su nieve mezcladas
el lampo de las plumas
al del seno aventaja.
          Empero yo con todo
cuantas palomas vagan 10
por los vientos sutiles
por sus pomas dejara (t. I, pág. 170).

     Otras palomas ya se habían visto en los cuadros de Boucher. Los mismos cupidos desnudos y palomas sensuales aparecían de manera aún más directa en «Le triomphe de Venus» (1739). La vitalidad expansiva del cuadro palpita con juegos amorosos y eróticos. No sólo Venus sino cinco mujeres más, todas con los brazos y piernas entretejidos con las colas de los delfines donde se apoyan (obvios símbolos fálicos), descansan en las olas del mar al lado de cuatro dioses hermosos, fuertes y desnudos. Una docena de querubines (dos en el centro del cuadro en una actitud que imita el acto sexual) y cinco palomas (dos que descansan en el cuerpo de una de las mujeres) completan el cuadro. El tono es alegre, pastoril-erótico y vital. Las ondulaciones del agua se prolongan en las ondulaciones de los cuerpos humanos, que están unos junto a otros en una gran orgía sensual. Viento, luz, agua, pez, concha, perla, paloma, piel... todas las imágenes se mezclan en un cuadro que tiene poco que ver con las pinturas académicas sobre la mitología antigua. Meléndez le dice a su paloma, «Que mi Filis te alienta / al fuego de su pecho / y mil veces te besa» (t. I, pág. 190). [91]

     Meléndez dedica treinta y seis odas a la paloma de Filis, todas cargadas de una energía erótica difícil de esconder. Al reconocer la fuerza sensual de las poesías de Meléndez, Cadalso le dice a su amigo: «...pues Venus te da aliento»(186). Y Cadalso recoge otro momento parecido en su oda traducida de Catulo, «De mi querida Lesbia», en la que describe el juego entre un dulce pajarillo y el cuerpo de su amante:

                    Ya se estaba en su seno,
ya daba un vuelecito
al uno y otro lado,
volviendo al puesto mismo,
su lealtad y gozo 5
mostrando con su pico(187).

     Lo que describe el poeta -los saltos del pajarillo- es exactamente lo que quiere hacer. Este nuevo elemento sensual se presenta con atrevido detalle: el cuerpo femenino, reflejado en espejos, tocado por las leves gasas de su ropa y acariciado por las brisas y palomas, es el objeto de esta poesía. En su oda anacreóntica «Me admiran en Lucinda» Cadalso describe explícitamente el cuerpo femenino:

                    Me admiran en Lucinda
aquellos ojos negros,
en Aminta los labios,
en Cloris su cabello,
la cintura de Silvia, 5
de Cintia el alto pecho,
la frente de Amarilis,
de Lisi el blanco cuello,
de Corina la danza
y de Nise el acento; 10
pero en ti, Filis mía,
me encantan ojos, pelo,
labios, cintura, frente,
nevado cuello y pecho,
y todo cuanto escucho 15
y todo cuanto veo(188).

     Los rostros, cabellos, ojos, risas, dientes, manos, cinturas, pechos y senos de las amantes aparecen descritos en estos poemas continuamente, recordándole siempre al lector el elemento sensual. Y al lado de esta elegante y púdica descripción pulsa otra mucho más erótica, inmediata y clínica que he comentado en otra parte(189). [92]

     Sin embargo, si este mundo rococó es un mundo carente de los rasgos agresivos que en el barroco se habían considerado como la marca de lo viril, de Marte, y que en el siglo XVIII se denominó «afeminado», es todavía un mundo controlado e inventado por el hombre. Es decir, el artista que pinta o poetiza este mundo es, en general, un hombre, y por eso la visión que se da es una visión creada por la imaginación masculina. De ahí viene uno de los elementos más interesantes del arte rococó: la figura que los franceses llaman el voyeur. Tanto en la novela como en la poesía o en la pintura se notan repetidas apariciones de un hombre (y a veces, una mujer, como en la novela erótica francesa, Histoire de dom B... ) que describe lo que ve desde un lugar oscuro, escondido, no percibido por el objeto de su observación.

     La mujer delante del espejo o en su gabinete vistiéndose es otro motivo pintado por Boucher («La toilette», 1742 y «La toilette de Venus», 1751). El «locus amoenus» del mundo pastoril -el bosque, el campo, el jardín- se transforma ahora en gabinete aristocrático interior y personal («La surprise» se sitúa en el mismo sitio). El poeta se pierde en la contemplación de la toilete de Galatea: «¡Qué ardor hierve en mis venas!» exclama. «¡Qué embriaguez! ¡Qué delicia! / ¡Y en qué fragante aroma / se inunda el alma mía!» (Oda VII). Todas las imágenes de la pintura rococó y todos los sentidos se recogen en forma poética en «El gabinete. Oda VII» de Meléndez. Al contemplar a su amante, el poeta pierde control de su razón y se entrega plenamente a sus emociones, a su deseo:

                                             ¡Qué ardor hierve en mis venas!
¡Qué embriaguez! ¡Qué delicia!
¡Y qué fragante aroma
se inunda el alma mía!
...
          Allí plumas y flores,
el prendido y la cinta
que del cabello y frente
vistosa en torno gira,
          y el velo que los rayos
con que sus ojos brillan,
doblándoles la gracia,
emboza y debilita.
          Del cuello allí las perlas,
y allá el corsé se mira,
y en él de su albo seno
la huella peregrina.
          ¡Besadla, amantes labios...!
¡besadla...! mas tendida
la gasa que lo cubre
mis ojos allí fija.
          ¡Oh, gasa...! ¡qué de veces...!
El piano... Ven, querida,
ven, llega, corre, vuela,
y mi impaciencia alivia.
          ¡Oh! ¡cuánto en la tardanza
padezco! ¡Cuál palpita
mi seno! ¡En qué zozobras mi espíritu vacila! (t. I, págs. 200-201). [93]

     En este poema, la música misma se convierte en el intermediario entre el deseo del poeta y el cuerpo de Galatea.

                                   Trine armonioso el piano;
y a mi rogar benigna,
cual ella por su amante,
tú así por mí delira.
          Clama, amenaza, gime; 5
y en quiebros y ansias rica,
haz que ardan nuestros pechos
en sus pasiones mismas,
          que tú cual ella anheles
ciega de amor y de ira 10
y yo rendido y dócil
tu altiva planta siga (t. I, pág. 201).

     El elemento musical es fundamental en muchas poesías del periodo rococó; es más, en Meléndez sirve de instrumento de seducción. Algo parecido se ve en la pintura de la época, en especial en los cuadros de Watteau. ¿Qué se ve en ellos? Al principio, agradables escenas de música, un hombre que entretiene a una mujer (o a varias mujeres) con su lira, su viola, su guitarra. Pero al ver en el cuello del instrumento un apéndice fálico -y siempre en estado de erección, naturalmente- se descubre otro mundo mucho menos inocente que el que al principio se representa, y eso es algo que tiene su paralelo en la poesía rococó de la época. Al principio, el músico se encuentra solo con su instrumento, como en los cuadros que se titulan «Le donneur de sérénades» o «Jeune musicien accordant son violon». Luego, la presencia de la mujer complica las imágenes y las carga de un poder erótico antes ausente, como en «La leçon de musique» o «La partie quarrée». La mujer se acerca, se pone en contacto directo con el músico (ver «Sous un habit de Mezetin»). Después, hasta los títulos de los cuadros implican al pintor en el juego erótico, como en «Les charmes de la vie», «L'enchanteur» (¿qué le encanta?), «La leçon d'amour» o «La game d'amour».

     Y por último, el juego estalla en plena explosión sexual, porque ni el músico ni el pintor pueden contener su deseo: En «L'amour au théâtre italien» Watteau pinta, con obvio simbolismo erótico, el fuego de una antorcha que arde, que estalla, en combinación con la cabeza del «instrumento» del músico, que sugiere un falo en pleno orgasmo. Sin exagerar, se ve el intento de representar un mundo erótico y sensual debajo del mundo de alegre fiesta y sonora música.

     Como escribe Javier Herrero, lo que hizo Meléndez y los otros poetas de la famosa escuela salmantina fue dar voz y lenguaje a una sociedad que ya vivía la misma libertad y libertinaje que la que se ve en el London Journal de Boswell o en Les liaisons dangereuses de Laclos, pero que todavía expresaba sus emociones y sus sentimientos con un vocabulario barroco que ya no podía ni captar ni expresar la nueva atracción por la elegante sensualidad y abandono cínico del mundo rococó(190). Meléndez se convierte por eso en el líder del nuevo momento poético y llega a transformar el sensualismo rococó en pleno erotismo. [94]

     No hay nada inocente en estos juegos poético-eróticos de Meléndez; tampoco había inocencia en los cuadros de Boucher y Watteau. Los poetas y pintores de la época rococó eran completamente conscientes de la carga erótica de su arte, a pesar de sus protestas en contra. Sabían perfectamente que habían transformado el jardín renacentista -morada de Venus, lugar de contemplación y espiritualidad- en jardín erótico, morada de Venus y Cupido, de Céfiro, de Flora, de los revoloteadores querubines, juntos en un juego eterno y amoroso. El mundo idílico pastoril se cubre con un tono erótico y sensual. Cuando Meléndez exhorta a la paloma de Filis a explorar su cuerpo, a tocar sus senos y a acariciar su boca, es obvio que la paloma es él, que él quiere ser aquel pajarito que se encuentra en los calurosos brazos de Filis. Grita el poeta, ya excitado con pasión amorosa: «Su ejemplo, Filis, toma, / pero conmigo empieza, / y repitamos juntos / lo que a su lado aprendas» (t. I, pág. 168).

     Queda más clara esta postura de Meléndez en varias traducciones que escribe de poetas clásicos (que no son exactamente traducciones, porque Meléndez siempre los adapta a sus propias necesidades lingüísticas). Por ejemplo, en el siguiente epígrafe -no publicado durante la vida del poeta-, combina la paloma con la concha (que ya se ha visto en los cuadros de Boucher):

                         Al lecho, al lecho; y en ardiente fuego
los miembros se os derritan;
no los arrullos del palomo ciego
con los vuestros compitan;
no los amantes brazos
la hiedra envidien en sus dulces lazos;
ni las conchas del mar innumerables
excedan vuestros besos incesables (t. I, pág. 294).

     Otro ejemplo parecido y aún más atrevido se ve en esta oda (tampoco publicada durante la vida del autor):

                                   Cuando mi blanda Nise
lasciva me rodea
con sus nevados brazos
y mil veces me besa,
          cuando a mi ardiente boca 5
su dulce labio aprieta,
tan del placer rendida
que casi al hablar no acierta,
          y yo por alentarla
corro con mano inquieta 10
de su nevado vientre
las partes más secretas,
          y ella entre dulces ayes
se mueve más y alterna
ternuras y suspiros 15
con balbuciente lengua,
          ora hijito me llama,
ya que cese me ruega,
ya al besarme me muerde, [95]
y moviéndose anhela, 20
          entonces, ¡ay!, si alguno
contó del mar la arena,
cuente, cuente, las glorias
en que el amor me anega (t. I, pág. 295).

     ¿Queda alguna duda de la postura del poeta cuando invita a su Nisa a «jugar con él» en la oda, «Juguemos, Nisa mía»? En otra oda convierte a su Nisa en paloma (y a sí mismo, con poca sutileza, en su «pichón», cuya asociación con la palabra «picha» no hay que subrayar demasiado):

                         Yo enamorado y ciego
te diré: «¡Ay, palomita!»
y tú con voz blandita
me dirás: «Pichón mío»;
y cuando en el exceso
de mi furor te diga:
«Dame, paloma, un beso»...
Y ella, entre el pudor y el deseo, le dice:
...¡Ay! ¿dó vas? ¿dónde
tu dedo ¡ay, ay!, se esconde
lascivo? ¿qué hacemos?... (t. I, pág. 296).

     En el siglo XVIII reina el mundo de los sentidos. La estética rococó sólo refleja una realidad social, como prueba Carmen Martín Gaite en su delicioso estudio sobre Usos amorosos del XVIII en España. El rococó español aporta un nuevo lenguaje literario, un lenguaje sensual, delicado, erótico, artificioso, juguetón y elegante que, avanzando un paso más, nos llevará a un erotismo tan fuerte que provocará escándalo, reacción y censura. Detrás de la elegante sensualidad cortesana del mundo rococó pulsa todo un mundo crudo, violento y sexual (pensemos en el cambio que se nota en los cuadros de Goya, que van de los dibujos y retratos cortesanos de su primera etapa a los aquelarres y grabados de su segunda etapa). Este lenguaje -el próximo paso del lenguaje rococó, el comienzo de la rasgadura mencionada por Brady- será el lenguaje de la literatura pornográfica, tan abundante (y tan poco estudiada) en el siglo XVIII español.

[97]

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El espiritualismo de Alberto Rougès

Alain Guy

Université Toulouse-Le Mirail

     Entre los filósofos argentinos de nuestro siglo, Alberto Rougès (1880-1946) emerge netamente, no por la cantidad de sus obras -que son poco numerosas-, sino por su calidad eminente. Del lado paterno, había salido de una familia de lejano origen francés, trasladada a la Argentina desde 1824 y fijada en San Miguel, cerca de Tucumán, en una provincia muy tradicionalista. Sus padres eran directores de una importante fábrica de azúcar y tenían tres hijos. Después de sus estudios elementales, en plena época positivista, pasó al Colegio Nacional de Tucumán, donde fue un brillante alumno. Más tarde, en 1898, terminó su licenciatura en Derecho en Buenos Aires; en 1905 se hizo doctor en Derecho, con una tesis titulada La lógica de la acción y su aplicación al Derecho; este libro introdujo por primera vez la filosofía de los valores en Argentina y fue elogiado por el maestro Théodule Ribot, fundador de la Revue Philosophique de París.

     Pero Rougès no ejerció la carrera de abogado; se ocupó, con sus hermanos, de la fábrica familiar, situada en Santa Rosa, aunque dedicándose cada vez más a la filosofía, como un lector impenitente. Desde estos años abandonó el positivismo de sus profesores; lejos de todo materialismo o naturalismo, elaboró poco a poco una filosofía espiritualista, anclada en una religión católica ardiente. Autor de muchos artículos de fondo, tomó parte igualmente en la vida política y social de su país; sus consejos a los universitarios fueron múltiples y muy escuchados. Pertenecía a la «Generación del Centenario» que, con Rodó, Alejandro Korn, Coriolano Alberini, Francisco Romero, José Vasconcelos, Leopoldo Lugones, Giusti, Bonet, Rojas, Chiabra, etc. se liberó del cientificismo. Casóse en 1909 y defendió ardientemente la causa de la familia y de la patria, pero sin ningún nacionalismo estrecho.

     Fuerte meditabundo, esperó hasta 1943 para publicar su obra maestra, Las jerarquías del ser y la eternidad. Tenía, por otra parte, un don particular hacia la conversación amistosa, hacia el diálogo nutrido, charlando cordialmente con cualquiera, como Sócrates, para aconsejar siempre la vía de la Verdad y del Bien. Su bondad era renombrada. Entonces maduró, lenta mas profundamente, su pensamiento personal mediante el contacto con los pensadores clásicos, pero también de los contemporáneos, sobre todo franceses, entre los cuales principalmente Bergson y Boutroux.

     En 1916 recibió a Ortega y Gasset en Tucumán, pero sin abandonarse a su influencia relativista. Se sintió abundantemente tributario del legado español; se apasionaba principalmente [98] por los grandes místicos del Siglo de Oro. Viajando muy poco, se consagraba sin cesar a su provincia, cuyo mejoramiento material y moral quería. Presidente del «Consejo Nacional de Educación» del distrito de Tucumán, luchó asiduamente contra el analfabetismo y fue el artífice de la fundación del Instituto Miguel Lillo -un generoso mecenas local. Elegido Rector de la Universidad de Tucumán en 1934, rehusó la asunción de esta carga, mas prodigó sus avisos a los colegas y estudiantes.

     En 1944, por el cierre definitivo de la fábrica familiar, recobró mucho tiempo de ocio y aceptó ser catedrático de filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de Tucumán. Nombrado Rector en la primavera de 1946, aceptó esta vez, pero murió poco después de su discurso de recepción, siendo llorado unánimemente. Aunque no parece haber fundado una escuela doctrinal o formado discípulos (salvo Diego Pro, su biógrafo), ha tenido una gran irradiación en Argentina y en toda América Latina, más por sus trabajos póstumos que por sus publicaciones en vida.

     La filosofía de Rougès se centra en una señalada reflexión sobre el Tiempo, pensamiento que califica de teoría de las totalidades sucesivas. El filósofo de Tucumán parte de la oposición trimilenaria entre la realidad física y la realidad espiritual. Ya en sus numerosos artículos (por ejemplo, en «La ciencia que filosofa y la ciencia que no explica», de 1921, o en «Totalidades sucesivas», de 1938; y aun en su Carta a Julio Navarro, del 13 de marzo de 1937), Rougès caracteriza ambas realidades con criterios completamente distintos.

     La realidad física está hecha de una multiplicidad de instantes heterogéneos que se presentan en un presente continuo. Abrimos Las jerarquías del ser y la eternidad: «La realidad física -dice Rougés- se halla así irremediablemente recluida en el instante en que se encuentra condenada; no posee jamás actualmente ni un pasado ni un futuro. En otras palabras, su presente es tan sólo el instante, a diferencia del de la vida espiritual que es dueña, en todo instante, de un pasado y un futuro más o menos amplios»(191). Apelando a la historia de la filosofía, el maestro señala que la realidad física ha sido interpretada antaño en dos modos diferentes, que se subdividen en varias actitudes. Estas dos escuelas principales son el substancialismo mecanicista y el fenomenismo.

     Para el substancialismo, el mundo está compuesto de un conjunto de substancias invariables y siempre idénticas. Mas hay varias especies de substancialismos. La primera es la de Parménides, que admite un Ser sin movimiento ni multiplicidad, que es supremamente Uno y eterno. La segunda es la de Platón, que pone el Ser en las Ideas eternas, paradigmas de las cosas, accesibles sólo al logos y, mejor, a la poesis. Una tercera es propuesta por Descartes, que, más allá de las cualidades sensibles o subjetivas, postula la extensión, con sus notas típicas: figura, desplazamiento, posición y tamaño. Más tarde Kant encierra el espíritu humano dentro de sus categorías o representaciones, en función del mecanismo universal, subtendido por una substancia. En fin, la nueva física del siglo XX, la mecánica cuántica, describe la lucha entre los corpúsculos y las ondas, simples representaciones o símbolos.

     Por otra parte, el fenomenismo niega todo objeto permanente; conoce sólo fenómenos, sin ninguna substancia. Tal fue la posición de Heráclito, proclamando un movilismo universal, [99] donde se consume, en una síntesis final, toda la guerra incesante de los contrarios. Protágoras no dice otra cosa. Hume va más lejos aún: a sus ojos, toda la realidad cognoscible es únicamente una sucesión de acontecimientos, formados de nacimientos y anonadamientos; todo se reduce a nuestras percepciones; no hay ningún objeto estable y nada puede ser previsto. Comte dice lo mismo en lo esencial, mas con algunas matizaciones. La ciencia contemporánea, desde el energetismo de Ostwald hasta las doctrinas de Mach y de la física cuántica o electrónica, adopta posiciones semejantes. En esta perspectiva, el tiempo se reduce puntualmente al instante y se calca sobre el espacio. Citemos un texto de la Carta a Sixto Terán, de junio de 1943: «Se trata de dos concepciones superpuestas: una de las cuales afirma la identidad absoluta en el tiempo, y la otra un acontecer físico. Ambas grandes concepciones de la realidad física, el mecanismo atomístico y el fenomenismo, han sido fecundas. La ciencia ha obtenido de ellas sus grandes triunfos, pero la primera ha sido considerablemente fecunda. Los objetos que constituyen la realidad según ésta son absolutamente idénticos en el tiempo; a la inversa de lo que ocurre con las del sentido común, pero dentro de sus límites nada acontece. Son, de acuerdo con la nomenclatura adoptada por mí, un ser de acontecer. La realidad del fenomenismo es, en cambio, un acontecer sin ser, o sea, sin identidad en el tiempo. El mecanicismo atomístico se halla considerablemente más defendido que el fenomenismo, a tal punto que, para muchos hombres de ciencia, se identifica con la ciencia misma. Sus objetos no son, como las substancias de la naturaleza en Aristóteles, una materia que recibe sucesivamente varías formas, sino una materia informada, cuya forma es tan variable como ella misma. Las cualidades sensibles y, por consiguiente, el acontecer cualitativo, son subjetivas, fenómenos psíquicos. Los fenomenistas anatematizan el mecanismo atomístico, por ser, según ellos, una metafísica, una mitología mecánica, como dice uno de ellos. A su vez, el mecanicismo acusa de timidez, y afirma que en la ciencia, como en la vida, el 'éxito corresponde a los audaces'».

     Traspasando esta oposición, Rougès busca los caracteres comunes a las dos concepciones. En primer lugar, la realidad es proclamada en ambas como independiente de nuestro conocimiento; los fenómenos existen fuera de nosotros; es el realismo ancestral. En segundo lugar, el ser y el acontecer son instantáneos, sin pasado ni futuro. La realidad física tiene sólo un presente actual. Rougès exige un fundamento teórico para coordinar las dos teorías; este fundamento debería conservar las substancias sin suprimir el acontecer cualitativo.

     Esta conciliación es ensayada por ciertos evolucionismos: en Spencer, Höffding y Bergson o William James, después de la tentativa antigua de Aristóteles. La teoría más satisfactoria, en este punto, es la de Bergson, con su idea de «la evolución creadora», que supone una maduración continua del pasado que se conserva sin límite en el presente, que se enriquece con nuevas adquisiciones.

     Aquí se llega a la realidad espiritual, que es toda interioridad, donde el tiempo reviste una importancia fundamental. Como bien vio Bergson, la duración es específicamente humana, e incluso personal, en que no se confunde con el tiempo de los relojes, impersonal y sedicente objetivo. Aun ahí, las interpretaciones substancialistas y fenomenistas no son válidas, sean en Hume, John Stuart Mill, Alexander Bain, Hamilton, Taine o Renan y la ciencia moderna: en todos esos hombres se choca con un reduccionismo abusivo que considera el espíritu como alguna cosa material que excluye a la vez el acontecer y la identidad. Estas Weltanschauung ven en todas partes sólo la cantidad e ignoran totalmente la cualidad. En este nivel de la dialéctica rougesiana, conviene leer una página esencial de Las jerarquías del ser y la eternidad:[100]

           Para satisfacer sus necesidades de dividir para conocer, de la que hemos hablado, la ciencia proyecta este acontecer homogéneo, sin partes cualitativamente diferentes, sobre la trayectoria, y divide luego ésta en partes iguales, que hacen el papel de unidades de tiempo, a pesar de no ser otra cosa que longitudes. En consecuencia, se considera que transcurren tantas unidades de tiempo, cuantas porciones de la trayectoria, así fragmentada, recorre el móvil. Es lo que le interesa a la ciencia en materia de movimiento: la previsión de las posiciones que ocuparán los móviles que estudia, cuando el móvil, que sirve de referencia para medir el tiempo, ocupa un punto determinado de su trayectoria. Se trata, pues, de correspondencias, de simultaneidades de posiciones de diversos móviles. Pero las posiciones no son movimientos, sino espacio, es decir, inmovilidades. La ciencia, pues, no tiene para nada en cuenta el tiempo y el movimiento que corren entre posición y posición. Si ella quiere llevar más lejos la exactitud de sus mediciones, divide los intervalos entre posición y posición, creando unidades de tiempo más pequeñas o subunidades; pero siempre se tratará de posiciones, de inmovilidades. Por eso, si se aceleran igualmente todos los movimientos del universo, incluso el del móvil que sirve de punto de referencia para medir el tiempo, la ciencia no tendría que introducir ningún cambio en sus ecuaciones y en los números que figuran en ellas. En cambio, la conciencia percibiría tal variación, por un sentido puramente cualitativo que tendría de ésta. Más aún, tampoco habría que cambiar las ecuaciones científicas, tampoco se frustrarían las previsiones efectuadas de acuerdo con ellas(192).      

     En el tiempo verdadero, que es psíquico, no hay una sucesión de instantes exteriores unos a otros, sino una compenetración de estas experiencias temporales directas; lo anterior se continúa en lo posterior; todo es cualitativamente heterogéneo e irreversible, a diferencia de lo que pasa en el mundo espacial.

     Sin embargo, Rougès critica a Bergson en ese punto, porque ha excluido el tiempo de la ciencia, y ha conservado sólo la duración. En el hecho, cuando se trata de la naturaleza inorgánica, el tiempo científico es completamente aceptable. Rougès se suscribe aquí a las opiniones de Urbain, según el cual «la ciencia, para lograr su máxima fecundidad, debe ser alternativamente especulativa y positiva, lo que equivale a decir, dada la vinculación que hemos señalado en otra oportunidad entre racionalidad y substancialidad, que la ciencia debe concebir la realidad física alternativamente, como integrada por fenómenos que pasan, es decir, por un camino cualitativo, y por substancias u objetos invariables que se desplazan»(193).

     Mejor, es preciso regresar a la alegoría platónica de la Caverna, donde los prisioneros tienen el perfecto derecho de constituir una ciencia de las apariencias con las sombras de los objetos que perciben confusamente, pero sabiendo bien que se trata sólo ahí de fantasmas que afectan los sentidos; deben, por añadidura, aspirar a superponer a este conocimiento inferior y fugaz la visión progresiva de lo Real, más allá de lo sensible.

     Bergson principalmente tuvo la culpa de negar la supervivencia de lo pasado en nosotros y la posibilidad de prever el porvenir espiritual; la causa de esta culpa era su miedo a desembocar en el determinismo necesitarista. Al contrario, para Rougès, nuestro espíritu es capaz de ver de antemano, al menos aproximadamente, con forma intencional, el futuro; tal es la experiencia de los presentimientos. Nuestro psiquismo es sintético; dentro de él coexisten y se interpenetran recíprocamente las tres dimensiones del tiempo. «El concepto de totalidad sucesiva [101] va a conducirnos en seguida al corazón mismo de la espiritualidad. Su cabal comprensión exigirá de nosotros un esfuerzo singular; pues, para lograrla, debemos renunciar a maneras de pensar muy arraigadas, formadas en nuestro comercio incesante con el mundo físico [...] Pongamos, pues, en la tarea de crear y expresar, al mismo tiempo, un pensamiento cuyo sentido esté pendiente hasta el momento mismo en que concluya su creación y su expresión. Supongamos, para mayor claridad, que ésta requiera dos o tres frases, que formen un breve discurso. Éste constituirá un todo orgánico, puesto que el sentido del pensamiento va a hallarse pendiente hasta el final, de tal manera que entonces solamente, y no antes, se podrá conocer su significado. Pasado, presente y futuro del acto creador formarán, pues, un todo indivisible, a tal punto que sería lícito afirma que los tres nacen y crecen juntos hasta que aquél haya terminado. Futuro y pasado se hallarán pendientes uno de otro. No solamente, pues, el futuro dependerá del pasado, sino también el pasado del futuro, de tal manera que hasta el final no habrá un pasado terminado e irremediable»(194).

     Esta manera de ver no perjudica a la libertad humana o a nuestro libre albedrío, contrariamente a lo que se imaginaba el filósofo parisiense; es preciso sólo tener firmemente las dos extremidades de la cadena (como diría Bossuet). Rougès se explica aún más en otro trozo de la obra que venimos citando: «El futuro va así determinando el presente, mientras se forma el todo orgánico que es nuestra creación. No solamente está presente, pues, su pasado en cualquier momento de nuestro acto creador, sino también, en cierta medida, su futuro. Ambos se hallan así juntos, confundidos en un presente, sin que sea posible trazar una línea divisoria entre ellos. Ambos se compenetran, formando un solo todo. Con razón decía, pues, san Agustín que los romanos, en vez de dos divinidades que protegen la acción, una en su comienzo y otra en su terminación, debían tener una sola: Jano, el dios de las dos caras, una de las cuales mira hacia el pasado y otra hacia el futuro. Porque quien obra debe considerar ambos términos del acto (qui operatur utrumque debet intendere(195).

     Rougès insiste sobre la apertura del tiempo espiritual a una cuarta dimensión: la de la eternidad, según las lecciones de Plotino y de san Agustín. Nuestro espíritu se orienta, por su vocación propia, hacia la eternidad, que es el más rico de los presentes espirituales. Eso es así porque esta eternidad es una inagotable multiplicidad. Aún ahí, Rougès pretende corregir a Bergson, que consideraba la multiplicidad como exclusiva de la espacialidad:

           No es ésta la multiplicidad en que piensa Bergson, cuando dice que el espíritu se opone a la materia como la unidad a la multiplicidad. La de Bergson es una multiplicidad del ser físico, una multiplicidad espacial, no temporal. Es que, como lo hemos hecho notar en otra oportunidad, Bergson no ha tenido presente, al referirse a la realidad física de la ciencia, sino la de la concepción mecanicista integrada por substancias; ha prescindido de la realidad física que el fenomenismo concibe, que es puro acontecer cualitativo, una multiplicidad temporal. Si hubiese tenido presente esta concepción de la realidad, el filósofo de la duración hubiera podido formular su aludida afirmación de manera que ella comprendiera el ser y el acontecer físicos, la multiplicidad espacial y la multiplicidad temporal, es decir toda realidad física(196).[102]      

     En el seno de esa eternidad, que empieza aquí abajo secundum quid, Rougès distingue toda una escala de grados; de este modo, entre el ser físico y la eternidad se escalonan, como jalones, todas las jerarquías de la vida y del ser. De donde se deriva la gradación de las responsabilidades de los hombres en función de sus situaciones respectivas. Tomemos, de nuevo, Las jerarquías del ser y la eternidad:

           Cuanto más alta es ésta, mayor es el dominio que la vida tiene sobre su pasado y su futuro, más coherente su conducta en lo que respecta a las personalidades humanas, a medida que sea más elevada la jerarquía de ellas, viven en más alto grado, no solamente su propio pasado y su propio futuro, sino también el pasado y el futuro de la sociedad a que pertenecen, los de la cultura de la que ésta forma parte y los de la humanidad, cuyo destino se halla en juego en cada sociedad y en cada individuo. Las personalidades más excelsas se sienten responsables del destino de la humanidad, del sentido que vamos dando a su pasado, a su historia. Porque no solamente el acto creador de un pensamiento de nuestro ejemplo es una unidad espiritual, no solamente lo somos nosotros, sino que también lo son las sociedades humanas, cuyos pasados están también pendientes del futuro que les va dando su sentido, y que se anticipa también en cierta medida. Situadas así entre el ser físico y el máximo ser espiritual, todas las jerarquías del Ser son jalones del camino a la eternidad, momentos dramáticos de una empresa divina(197).      

     Aquí Rougès se separa netamente de Heidegger, que concibe la persona como caminando de una nada hacia una nada, hacia la muerte; al parecer del pensador argentino, la vida se compone de tiempo, pero dominándolo. La Carta a Francisco Romero (25 de septiembre de 1944) lo dice claramente: «Somos como la serenidad de la roca alzada sobre el vertiginoso pasaje del torrente que, en su furia de andar, va perdiendo a cada instante tanto como va adquiriendo, por lo que es él, esencialmente, algo que se malogra. En cambio, nosotros somos, si nos encaminamos hacia la perfección, algo que se va logrando; somos artífices de una obra divina».

     A esas alturas, Rougès recurre abiertamente al cristianismo, por el cual la vida no es abandonada al azar del no-sentido, en una sucesión de fenómenos mecánicos, sin trascendencia. Aquí, el mensaje de la gran España del Siglo XV y del siglo XVI debe ser recogido piadosamente. Otra Carta a Francisco Romero (del 13 de noviembre de 1940) lo proclama expresamente: «El espíritu vuela por arriba de la flaqueza de la carne. Nosotros, los hijos de la gran cultura hispánica, lo sabemos por nuestros místicos. Sabemos que se puede triunfar de la muerte, lo sabemos por aquel muero porque no muero y por aquella cuarteta tan glosada en el Siglo de Oro: 'Va [sic], muerte tan escondida'. Y sabemos que se vence a la naturaleza por aquellos versos: Si no hubiera cielo yo te amara, y si no hubiera infierno te temiera. Es que los grandes espíritus no viven su propio punto de vista individual, sino y a medida que es mayor su jerarquía moral, el punto de vista de la sociedad, el punto de vista de la humanidad, y si es dable hablar así, el punto de vista de la divinidad, en el que hallan su sentido supremo la humanidad y la sociedad. Esta ascensión se realiza entre congojas de la carne, pero halla su galardón terreno en la pena deleitosa de que hablan nuestros místicos, en el gustado dolor de una de nuestras poesías tradicionales norteñas». [103]

     Tal me parece ser el mensaje metafísico y ontológico que produce toda la originalidad insigne de Rougès. Sería preciso también hablar de su pensamiento axiológico, que merita igualmente nuestra atención. Está expuesto en su tesis La lógica de la acción y su aplicación al Derecho, así como igualmente en varios artículos suyos, por ejemplo, en «Los valores psíquicos» (1907), o en «Metafísica de los valores humanos» (inédito de 1905) y, evidentemente, en Las jerarquías del ser y la eternidad. En su tesis doctoral (1905) se percibe ya, más allá del molde aún bastante positivista -que considera los valores como relativos a los ambientes sociales y a los caprichos de los individuos-, algunas tendencias innovadoras que reaccionan contra el cientifismo y que presienten una cierta objetividad de los valores, un poco independientes del subjetivismo. Rougès distingue «los valores psíquicos relativos», proviniendo únicamente de las «preferencias» que un hombre concede a tal o cual representación, y «los valores absolutos», que poseen una indudable independencia, aunque limitada; esta limitada autonomía sale de las sociedades y traspasa lo arbitrario de los sujetos.

     Sin embargo, en esta etapa del itinerario espiritual de Rougès no hay una consistencia metafísica u ontológica de los valores, fuera del hic et nunc. Dice el filósofo de Tucumán: «El valor es un fenómeno subjetivo. Lo avaluado no tiene valor en sí». Por otra parte, Rougès no oculta el aspecto decepcionante de los valores así entendidos; el esfuerzo del hombre para escoger y promover unos valores, consagrándose a ellos con perseverancia, es, ¡qué lastima!, tan vano como el de Sísifo: «Valorar, formar largas escalas, subirlas penosamente y al llegar al último peldaño, volver a valorar -invirtiendo tal vez los valores de ayer-, a forjar nuevas escalas imaginativas y seguir subiendo dolorosamente, sin tregua, sin reposo, eso es casi el suplicio de Sísifo en el Tártaro griego; eso es la vida del hombre»(198). Para Rougès, por lo tanto, los valores no existen por sí mismos. Incluso la verdad está desprovista de autenticidad y trascendencia; es hija, simplemente, del instinto de conservación del individuo o del grupo social, o aun de la especie humana, en su evolución constante. Aquí todo pertenece a la «lógica afectiva», definida por Ribot así como por Spencer, Gabriel de Tarde, Nietzsche, etc. Con los años, Rougès ha pasado, al revés, a un cierto carácter absoluto de los valores, que son de origen divino y de los que nos servimos en la medida en que nuestro grado de moralidad y espiritualidad es elevado. En adelante, el filósofo argentino admite una realidad objetiva de los valores, en función del Ser Supremo.

     Rougès tiene, por otra parte, ideas interesantes en el campo de la estética. Se encuentran esparcidas en Las jerarquías del ser y la eternidad y en algunos artículos, particularmente en «Poesía en profundidad»(199). Rougès aboga por el arte figurativo, mostrando que no es una sencilla copia de lo Real o de la exterioridad, pero que expresa un impulso hacia la Naturaleza, por ejemplo en Velázquez, Goya o Picasso. Por su parte, el arte abstracto sale de la efusión de la interioridad humana y no se puede reducir a una trabazón de elementos preconcebidos. La poesía alcanza algunas veces el absoluto y mana de una inspiración trascendente (se piensa en fray Luis de León). El espíritu humano es esencialmente creador. La intuición poética y lírica es imprescindible. Rougès era, además, amigo personal del gran poeta Arturo Marasso. [104]

     Sería posible, por otro lado, esbozar el pensamiento jurídico de Rougès, centrado en los valores y en la Libertad. Pero sería preciso insistir, sobre todo, en su doctrina sociopolítica, que, en lo esencial, es tradicionalista, mas sin caer en la rutina o en el misoneísmo. Rougès hace votos por la regeneración de la moralidad pública; desea una educación humanista y espiritualista, donde la familia, la patria y la Humanidad, como en Bergson, sean respetadas y vivificadas. Quiere restaurar las virtudes cívicas y el sentido social, la convivencia amistosa, que supone el amor permanente del prójimo. Es partidario también de una restauración de los conocimientos religiosos en el público, pues Dios es la base tanto de la sociabilidad como de la vida. Rougès es partidario de la democracia, contra toda dictadura; pero muestra que exige una alta formación moral y mental de los ciudadanos. Aboga en favor del voto de las mujeres, por la semi-autonomía de las provincias, por la tolerancia y la comprensión, mas contra el laxismo de las costumbres.

     En Argentina, según Rougès, hay que vigilar para que las tendencias utilitaristas y mercantiles no triunfen sobre las otras; es preciso poner en primer lugar los valores espirituales y encarnarlos dentro de instituciones justas y bien adaptadas a lo concreto. En ese punto, las instrucciones rougesianas en materia de enseñanza pública o privada (en los tres órdenes: primaria, secundaria y universitaria) son numerosas e impregnadas de realismo así como de generoso y noble ideal. Rougès fue un maestro vigilante, cuidadoso del Bien Común. Sus advertencias son válidas para toda la América Latina e incluso para el mundo entero.

     Hay que concluir. En su hermosa tesis, el profesor Jean Guitton escribe in finem:

           La personnalité pourrait-elle se posséder dans sa plénitude sans ces choix volontaires dont le temps multiplie l'occasion? D'une double manière, le temps prépare à l'éternité, d'abord par sa continuité, qui mûrit ce qu'elle ne peut pas corrompre; puis par ses crises qui, obligeant l'âme à des options libératrices, la font monter à ces niveaux supérieurs où elle n'aurait pas pu se hausser par elle-même. Ainsi vient s'établir une sorte de circuit entre le temps historique et l'éternité créatrice, et il est bien malaisé de définir ce que la réflexion sur l'éternité ajoute à l'intelligence du temps, et ce que l'expérience du temps fait deviner de l'éternité. L'union entre les deux est intime, l'échange continuel, et un passage si délicat s'accomplit sans que les termes opposés ne soient confondus. Sans doute est-ce une secrète vertu de la pensée chrétienne de pouvoir insister aussi fortement sur la présence éminente du temps dans l'éternité et sur la présence immanente de l'éternité au sein du temps même(200). («¿Podría poseerse en su plenitud la personalidad sin esas elecciones voluntarias cuya ocasión está multiplicada por el tiempo? El tiempo prepara a la eternidad de una manera doble: en primer lugar, por su continuidad, que madura lo que no puede corromper; en segundo lugar, por sus crisis, que, forzando al alma a opciones liberadoras, la hacen subir a esos niveles superiores donde no había podido alzarse por sí misma. Así se establece una especie de circuito entre el tiempo histórico y la eternidad creadora; y es muy difícil definir lo que la reflexión sobre la eternidad añade a la comprensión del tiempo, y lo que la experiencia del tiempo permite adivinar en la eternidad. La unión entre ambas es íntima; el intercambio, continuo, y un pasaje tan delicado se cumple sin que los términos opuestos sean confundidos. Sin duda, hay una secreta virtud propia al pensamiento cristiano para poder insistir tan fuertemente sobre la presencia eminente del tiempo en la eternidad y sobre la presencia inmanente de la eternidad en el tiempo mismo» trad. española de Alain Guy).[105]      

     Es permitido creer que Rougès habría podido firmar esta observación tan aguda del filósofo francés, intérprete de Newman, de Bergson y del padre Vicente Pouget. Por el relieve extraordinario que Rougès ha otorgado a la noción de tiempo, es el honor del espiritualismo argentino contemporáneo, que ha metido en una pista excelsa, donde, como lo ha dicho el poeta, «les fruits passeront les promesses des fleurs» («los frutos aventajarán las promesas de las flores»).

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