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«Madame Bovary» en «La Regenta»

Gonzalo Sobejano





En 1887 un periodista hoy casi solo recordado por esto, Luis Bonafoux, achacó a Clarín haber plagiado en La Regenta la escena del teatro en que marido, mujer y rival contemplan desde un palco Lucie de Lamermoor en Madame Bovary y el Don Juan Tenorio en la novela española. Clarín respondió pronto, honrada y apasionadamente. A Bonafoux no le faltaba razón, aunque sí buena fe. Pero lo que él, siguiendo los hábitos jurídicos de la crítica de su tiempo, llamaba «plagio», no es tal, y más exacto sería hablar, como hoy suele hacerse, de asimilación, diálogo, homenaje o intertextualidad. Muchos críticos se han referido a la relación entre La Regenta y Madame Bovary (Clavería, Laffitte, Melón, Eoff, Agudiez, López-Rey)1. Todos han desdeñado los pormenores para remitir sólo a lo esencial (ambiente provinciano y burgués, adulterio, apetencia romántica de la mujer y desprecio de la estupidez humana, ruptura entre el ideal y la realidad) y todos, admitiendo el «flaubertismo» de Clarín, han destacado sus divergencias. Haré aquí lo contrario: señalar las particularidades de la deuda; tras ello quizá quede más de relieve la autenticidad de Clarín.

En la «Primera Parte» de Madame Bovary, Emma Rouault ha perdido a su madre, como Ana Ozores había perdido a la suya antes de conocerla. En invierno y en verano, se aburre lejos de la ciudad, como Ana dentro de la ciudad. Para una y para otra el matrimonio ha sido una equivocación y no les trae la felicidad que hubiera de resultar de su presunto amor. Durante el tiempo del colegio, Emma se había deleitado confesándose con el sacerdote, escuchando las comparaciones amorosas de los sermones y leyendo Le génie du Christianisme; Ana, que nunca fue al colegio, se complace en la confesión y oyendo sermones, y también ha leído en la biblioteca de su padre esa obra del romántico vizconde. A los quince años, Emma se había enamorado, leyendo a Walter Scott, de cosas históricas, y había soñado con trovadores; parecida afición a la historia novelada (Los mártires) y a la época trovadoresca en Ana: «serenatas de trovadores en las callejas y postigos» (cap. XVI)2. Emma había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, como Ana gusta de «probar la religión por la belleza» (IV) y tiene que padecer que le afeen sus inclinaciones de «literata». La calma en que Emma vivía junto a su marido no podía ser la felicidad con que ella soñara, e iguales sentimientos experimenta Ana recién casada. Con sus costumbres y ademanes domésticos, Charles Bovary irrita a su esposa, y por más que ella se esfuerce en hacer el papel de enamorada recitándole rimas y cantándole canciones en el jardín, a la luz de la luna, el buen Charles no parece por ello conmovido, y Emma se repite: «¿Por qué me habré casado, Dios mío?» (cap. vii)3; entre don Víctor Quintanar y la Regenta, experiencias similares, por ejemplo en la escena del jardín del Vivero en el capítulo XVII. Madame Bovary queda deslumbrada cuando asiste al baile de un marqués, y un vizconde la saca a bailar, y luego, en el lecho, se apelotona contra su marido, que duerme; así Ana se sorprende fascinada en el baile del casino, en brazos de Álvaro, y también ella intentó a veces encender en su marido algún arrebato: «ella misma le buscaba los besos en la boca» (X). Ante el campo, frente a los pequeños burgueses imbéciles y entre la mediocridad de la existencia, Emma se siente cautiva, y deplora la falta de ambición del médico, al que ve como «un pobre hombre»; pasea, como los náufragos, sobre la soledad de su vida, unos ojos desesperados, oteando a lo lejos cada mañana una vela en las brumas, una chalupa o un barco cargado de angustias o lleno de felicidades, y sus días se suceden iguales, sin nada nuevo, lejos de todo acontecimiento o aventura; el porvenir le parece un negro corredor que termina en una puerta cerrada, e incapaz de coser o de leer, mira caer la lluvia y escucha el toque monótono de la campana. De modo semejante, desprecia Ana la vulgaridad de Vetusta, al marido sólo atento a su caza, su pajarera, sus pequeñas manías; ve aparecer a Álvaro Mesía «como un náufrago puede ver el buque salvador» y contempla la cerrazón de su vida ante la lluvia que cae y entre el ruido de las campanas funerales (XVI). Si Emma en el invierno volvía a sentir «el más insoportable aburrimiento» y «con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma otras tantas bufaradas de desánimo» (ix), Ana se desalienta a la llegada del mal tiempo y ve fundirse su conciencia con los restos del café frío y del cigarro apagado de su esposo ausente (XVI). Comparándose con otras mujeres que vivían felices, execraba Emma «la injusticia de Dios», «apoyaba la cabeza en la pared para llorar» y envidiaba las vidas tumultuosas: bailes, placeres y arrebatos que no conocía; Ana siéntese abandonada de Dios, sola en el mundo, llora asomada al balcón y añora la intensidad que no conoce. Viendo a su mujer quejosa y decaída, Bovary la lleva a un buen médico, que diagnostica «enfermedad nerviosa» y le recomienda «cambiar de aires» (ix); así Ana es visitada por dos médicos: el primero habla en seguida de los nervios, y el segundo le aconseja «cambio de vida» y «aire libre» (XXVII).

Clarín

En la «Segunda Parte» de la novela de Flaubert, Emma, en Yonville, no siente al principio menos hastío que en Tostes. Al joven pasante, León, le confiesa detestar «los héroes vulgares y los sentimientos tibios» (ii), sin preguntarse siquiera si le ama, pues cree que el amor debe llegar como huracán que arrastre al abismo el corazón entero (iv): análogas antipatías y perplejidades en Ana Ozores. Mientras espera ese amor que nunca viene, Madame Bovary sufre un pasajero cambio: se ocupa de la casa, frecuenta el templo, dirige a la criada, y los burgueses llegan a admirar su economía, los pacientes su cortesía, los pobres su caridad, y cuando ya se siente enamorada de León, busca la soledad para deleitarse en su imagen, disimulando tras una apariencia virtuosa y una resignación que la consuela un poco de su sacrificio. La Regenta se entrega también a sus deberes domésticos con un celo tan intenso como breve, pasa también por «madre de los pobres» y «buena católica» (III), cultiva también los refinamientos de la tentación resistida: «La tentación era suya, su único placer» (IX). Evocando sus años de colegio y el dulce rostro de la Virgen, acude Emma a la iglesia en busca de refugio, y el cura, atento sólo a la miseria física y a la pobreza de los necesitados, ni siquiera vislumbra la distinta tribulación de aquella señora, que no pide «remedios de la tierra» (vi): es lo que Ana padece con sus confesores, aunque más largamente y con altibajos de encanto y desencanto, y la Virgen había sido su máxima devoción de adolescente. Cuando León deja Yonville, la tristeza se mete en el alma de Emma «como el viento en los castillos abandonados» y el recuerdo del ausente es el único fuego en que trata de calentar su tristeza, pero se le adormece la conciencia y, para hacer frente a los días malos, cambia sin cesar de gustos e intereses, adornos y lecturas (éstas «las cogía, las dejaba, pasaba a otras»); aunque más moderadamente, Ana sufre tales experiencias y en la lectura pasa de una a otra cosa sin poder fijar la atención («tres veces leyó los cinco primeros versos, sin saber lo que querían decir», XVI). En la vida de Emma surge entonces Rodolphe Boulanger, que prepara su conquista con calculadores soliloquios gemelos de los que Álvaro Mesía sostiene consigo o con cualquier confidente. Rodolphe, como Álvaro, realiza el asedio con toda clase de convencionalismos seudorrománticos, fingiéndose triste, sin amigos, sin finalidad en la vida. Fascinada, Emma admira de cerca los ojos y el perfume del pelo de su seductor, y al cabo el galán le coge la mano, y «Emma no la retiró» (viii): de manera semejante, siente Ana la proximidad de Mesía y sus atractivos: su gabán, «un perfume que debía marear muy pronto», sus dedos, sus uñas pulidas (XIII). En su empresa, Rodolphe sabe dar tiempo al tiempo («No volvamos tan pronto, sería un error», ix), como Álvaro mide también sus pasos («Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba», VII), mientras el marido resulta cómplice involuntario en el proceso, sugiriendo Bovary que Emma salga a pasear con el amigo y se haga un traje de amazona, y Quintanar que Ana asista al baile de carnaval y se vista como corresponde. Entra la Bovary en su aventura con avidez de gozar la dicha soñada: «una inmensidad azulada la rodeaba» (ix), y Ana presiente el placer desconocido como un «caer al cielo» (XXVIII). Los encuentros de los amantes ocurren en el huerto de la casa de Bovary, y Emma llega a pensar en sobornar a la criada, y el amante la avisa arrojando un puñado de arena a las persianas, como en La Regenta tienen lugar tales encuentros en la propia casa, y Álvaro soborna a la doncella, y hay señales, escaladas y secretos. Para el curtido Boulanger el sentimentalismo de la Bovary resulta embarazoso, aunque la encuentra tan candorosa y bonita que, al principio, ese amor sin libertinaje halaga su orgullo: idéntico proceso en la aventura de Álvaro. Y sobreviene la fatiga: Rodolphe termina por tratar a su amante sin miramientos, como «una cosa dócil y corrompida» (xii): Mesía siente el cansancio y empieza a temer los excesos de la hembra reprimida. Dispuesto a no dejarse comprometer, escribe Rodolphe una carta de adiós llena de clichés estúpidos, como desde Madrid, tras el duelo, enviará Álvaro a Ana una carta «miserable» (XXX). Emma vuelve a caer enferma y, en el más grave momento de su dolencia, tiene la visión de Dios Padre, la sensación de «otro amor por encima de todos los amores», y quiere ser santa, compra rosarios, lleva amuletos; rastreando en ello peligros de herejía, el cura le proporciona lecturas piadosas de un catolicismo almibarado por el que la enferma se deja arrastrar hacia la resignación, la indulgencia y el idealismo, dirigiendo al Señor «las mismas palabras de dulzura que antes murmurara a su amante en las expansiones del adulterio» (xiv). Aunque situada antes del adulterio y tratada con mucho mayor detenimiento, esta crisis religiosa la padece Ana con comparable fervor, su afán de santidad la lleva a emular a Teresa de Jesús, y las lecturas piadosas y los hábitos devotos la subyugan. Monsieur Homais observa aliviado cómo se disipa aquella crisis («¡Se estaba usted volviendo un poco beata!»; Ana también se declaraba dispuesta a ser «una beata», XIX), y para sacarla de su postración recomienda a Bovary que la lleve al teatro a ver al actor Lagardy, aunque el cura proteste contra las «tentaciones impuras» de semejantes espectáculos (xiv). Es aquí donde Luis Bonafoux señalaba el plagio, que no es tal, pero sí recuerdo muy próximo. En confirmación de ello debe notarse que en ambos casos se trata de obras románticas (la Lucie inspirada en Walter Scott, y el Tenorio de Zorrilla); en ambos casos la espectadora se siente identificada momentáneamente con la protagonista e impresionada por el físico, el atuendo, la voz y el énfasis del actor, y transportada a un espléndido ámbito) de poesía; en ambos casos coinciden en el palco el marido, la mujer y el galán interesado por ésta (único aspecto tenido en cuenta por Bonafoux) y en ambos casos la mujer prefiere abandonar el teatro antes de que termine la obra. Y el capítulo de la visita al teatro no se puede decir que sea importante en La Regenta y poco importante en Madame Bovary, según alegaba Clarín en su réplica. Es importante en las dos novelas (el periodista antillano tenía razón al advertirlo en su contrarréplica), pues Emma vuelve a sentir esa noche la pasión acallada y encuentra de nuevo a León, que será su segundo amante.

Portada

Portadilla de la primera edición

Como la aventura con León repite en lo esencial la anterior con Rodolphe, y su principal función es revelar, mediante el duplicado, el desgaste y la vanidad de la pasión, no será menester recordar que en la «Tercera Parte» de Madame Bovary el nuevo amante se conduce más o menos como el primero (aunque más dominado por Emma que dominador) y que ambos se asemejan entre sí y a los dos se asemeja Mesía (el seductor es un estereotipo). Pero otros elementos de esta parte final resuenan en la novela de Alas. Así, la visita a la catedral de Rouen, durante la cual, soportando las explicaciones del oficioso guía, Emma y León arden en mutuo deseo de copular, debió de inspirar la visita a la catedral de Vetusta en el capítulo primero de La Regenta: Saturnino Bermúdez da toda clase de detalles sobre capillas, sepulcros, etc., como el guía en Rouen, y es acosado por la coquetería de Obdulia Fandiño. En Madame Bovary el cicerone se viene encima del exasperado León con un montón de libros «que trataban de la catedral» (i), y creo que ésta es la primera entrada en el mundo de la novela de uno de los fenómenos de trivialización de la cultura más típicos de la modernidad: el turismo. En La Regenta, Bermúdez recita ante un comisionista y su señora trozos de sus propios libros sobre Vetusta Goda y Vetusta Cristiana. En medio de ésta su segunda aventura, Emma vuelve a estimar a su marido como «un pobre hombre en todos los aspectos» y el narrador dibuja a Charles en el silencio de la casa «con sus zapatillas de orillo y su vieja levita parda que le servía de bata» (ii), de un modo parecido a cómo Quintanar se ofrece a los ojos de Ana antes de sufrir ésta un ataque: «bata escocesa a cuadros, un gorro verde [...] con borla» (III). Ante los descuidos y los enfados de Emma, envuelta en sus eróticos y pecuniarios embrollos, el esposo «lo explicaba todo por la antigua enfermedad nerviosa», y ella, por no tener a su lado en la noche a aquel hombre dormido y poder entregarse a sus lecturas, le relega a distinto piso: también Ana y don Víctor habían acordado «una separación en cuanto al tálamo» (III) y también Quintanar achacaba todo a los nervios: «guerra a los nervios» (X). Emma, asqueada, ansiaba rejuvenecerse en «los espacios inmaculados» (vi); Ana, postrada y abatida, soñaba esa misma límpida libertad en regiones superiores.

Tertulia

Tertulia de canónigos

Vetusta

Vetusta y sus personajes

Hay otras coincidencias más de pormenor, pero curiosas. Monsieur Homais reúne cualidades que en La Regenta se reparten el pedante médico Somoza, el retórico periodista Trifón Cármenes y el consecuente ateo Guimarán, y si éste tiene en su despacho los bustos de Voltaire, Rousseau, Dante, Franklin y Torcuato Tasso y cree en la Justicia (XX), Homais cree en el Ser Supremo y su Dios es el dios de Sócrates, Franklin, Voltaire y Béranger (II, i). Trifón Cármenes cita en un artículo de El Lázaro, a propósito de los difuntos, el «to be or not to be» (XVI), y Homais dice a Bovary en cierta ocasión: «That is the question! comme je lisais dernièrement dans le journal» (II, xiii). Más coincidencias: «Le Fanal de Rouen» y «El Alerta»; el hotel de Rouen «La Croix Rouge» y la tienda de Barinaga «La Cruz Roja»; descripción del entierro de Madame Bovary y descripción del sepelio de Barinaga. El cura Bournisien se afana por atraer al seno de la Iglesia a un tullido, largo tiempo apartado de ella (II, xi), y los clérigos de Vetusta tratan de conquistar para el cielo al alcohólico Barinaga (sin éxito, XXII) y al ateo Guimarán (con éxito, XXVI).

Pero lo importante es reconocer que, en la exploración de la conciencia de la protagonista, la lucha interior de ésta entre el tedio del matrimonio, la ilusión religiosa y la tentación erótica se ofrece en La Regenta a través de actitudes, motivos, situaciones, tonalidades y factores argumentales que dependen de la primera novela de Flaubert o se conexionan con ella.

Me parece erróneo, con todo, aceptar plenamente el «bovarysmo» de Ana Ozores (como hizo Carlos Clavería), pues tal como lo definía Jules de Gaultier («se concevoir autre qu'il n'est»), esto conviene a Emma en gran parte de su experiencia, pero no a Ana, que, a partir de la muerte de su padre, renuncia a casi todo lo que de adolescente soñara, y aunque aspire a ser otra, se convence pronto de que no es posible dentro del mundo en que vive. Laffitte precisó con acierto que Ana «refuse à son desir d'amour les fictions romanesques», tratando más bien de satisfacerlo en la ternura conyugal, en el anhelo del hijo y, sobre todo, en el misticismo, que no sigue a la caída y al abandono (como en Emma), sino que se dirige precisamente contra la tentación. A conclusiones parecidas llegaba Santiago Melón, notando en Emma el impulso literario y ficticio que la lleva a creerse amante apasionada, y en Ana el combate de su sensibilidad moral contra la fuerza del instinto reprimido y sublimado. Sherman Eoff veía las dos novelas centradas en el mismo tema: «la carga que representa el mundo material y el fracaso del amor como medio de liberación». Aunque divagando en sus cotejos, Ventura Agudiez advertía que en Emma se daba una lucha entre la realidad subjetiva y la Realidad, mientras para Ana «el conflicto es religioso y social»; pero cuando consigna Agudiez que Ana «abandona toda idealización romántica que hubiese parecido anacrónica en 1884», debería haber dicho más bien que la refrena, cohibida por su ambiente, pues Ana no abandona el romanticismo -en el sentido alto y fuerte de la palabra- y sólo reprime aquellos modos del romanticismo de época que, en su tiempo y ciudad, solían ser ridiculizados por los burgueses del nuevo mundo positivista. En fin, Justa López-Rey observa que la gran distancia entre Emma y Ana es la que hay «de la mentira concupiscente a la verdad erótica», prueba de lo cual sería que Emma acaba con el cuerpo deformado, mientras el cuerpo de Ana sigue siendo bello después de su entrega, como cumpliendo un principio de moral estética.

En otro lugar he señalado los ecos formales de Madame Bovary en La Regenta y la huella que en esta novela de Clarín dejó la otra gran novela de Flaubert: L'éducation sentimentale4. Para concluir, me referiré a la autoridad de La Regenta como revelación de la realidad histórico-social de España y de la verdad personal de Leopoldo Alas.

La España de 1877 a 1880 (fechas internas de la novela) aparece reflejada como totalidad, en la escala reducida pero fiel de una capital de provincia, de un modo tan completo como penetrante. Desde Galdós (1901) hasta, por ejemplo, Robert Jackson (1977) no han escaseado las interpretaciones simbólicas de La Regenta5. Ana sería la España contemporánea en sus virtudes y vicios, problemas y riesgos; Fermín, la Iglesia restaurada, ambiciosa de poder; Álvaro, el materialismo degradado, o la política liberal dinástica, de componenda y caciquismo a la manera de Cánovas; don Víctor, la tradición del honor calderoniano, etc. Todo es simbólico, en la literatura como en la realidad, y los personajes de Clarín poseen unas cualidades que pueden fácilmente descubrirse en la sociedad de la época. Pero Clarín quiso trazar caracteres concretos (no encarnar ideas); caracteres concretos observados en el movimiento mismo de la «marea de la vida», forma del azar o la necesidad. Es lo que había hecho mejor que nadie Flaubert en L'éducation sentimentale.

Se ha propuesto a alguno o algunos de los personajes secundarios de La Regenta como portavoces discretos del verdadero pensamiento de su autor, y es verdad que Alas participaba del amor a la naturaleza y de la comprensión tolerante de Frígilis, del cristianismo generoso y sincero del obispo Camoirán, y con seguridad aplaudía la observación serena y respetuosa del médico Benítez, y simpatizaba con el pueblo que trabaja y que ama sencillamente, naturalmente, sin refracciones ni exquisiteces. Pero el romanticismo como anhelo vehemente y porfiado de lo Infinito a prueba de dolores es lo propio de Ana Ozores y lo propio de Leopoldo Alas. No es ya que la novela sea una «spiritual autobiography» de éste, como vio Albert Brent6. Es algo más: el alma de Alas es el alma de Ana, y ésta el foco de la obra entera.

Ana Ozores ha tenido una educación semejante a la de su creador, cuenta en la novela casi la misma edad (la «femme de trente ans» bien vale el hombre de treinta y tres), vive inadaptada en el mismo ambiente; su sentimiento religioso (ver a Dios, ensalzar a la madre de Dios, admirar la belleza y el poder unitivo de la religión) es el poseído y luego atenuado pero nunca perdido por el autor; la sensibilidad moral y el clamor del instinto, la soledad y la relación, el bien y la tentación del mal atormentan con igual intensidad a una y otro; Ana observa una ética equivalente a la de su creador, fundada en la autenticidad y la misericordia; propende a la reflexión, la introspección y el análisis de la vida interior con la misma complacencia torturada y piensa lo que su creador pensaba acerca de la eficacia purificativa del dolor; ama la literatura y prefiere los mismos poetas (Fray Luis de León sobre todos); pertenece a la misma clase social, con la que no se siente acorde pero a la que no podría abandonar sin perder mucho o todo lo que su individualidad le debe; en fin, Ana Ozores, la criatura del Clarín más naturalista y menos obsesionado por la Trascendencia, a pesar del temperamento, es todo un carácter; a pesar de la psicología fisiológica de Wundt (quizá lo más aceptado entonces por Clarín) es un alma que vive dominando su cuerpo y que, cuando éste cede, sigue siendo una conciencia sufriente, lúcida y pura.

Desde el punto de vista personal, la diferencia básica entre Madame Bovary y La Regenta consiste en que aquélla es una novela antirromántica sobre el alma romántica deteriorada, y La Regenta una novela romántica contra el mundo antirromántico y en homenaje al alma bella y buena, derrotada pero inadaptable. Ana y Fermín exaltan, con su creador, la verdad romántica (no «le mensonge romantique»)7. Clarín no tiene inconveniente, tiene visible complacencia, en ponerse de parte de Ana, dentro de su alma, y en expresarse con ella y desde ella. Flaubert había procedido de otra manera: creyéndose en el deber de castigar a Emma Bovary, y de castigarse a sí mismo (también en su estilo severamente disciplinado, tan distinto del estilo hervoroso y raudo de Clarín), hubiera sentido insoportable humillación si hubiera dejado vislumbrar explícitamente un poco de amor hacia su criatura, una sombra de compasión con ella, una brizna siquiera de simpatía.

Podría verse en el final de La Regenta (Ana desmayada recibiendo el beso viscoso y frío del pervertido acólito) una forma de «castigo». Ana Ozores aparece ahí derrotada por Vetusta, arrastrada por un lodo. Pero Vetusta no ha logrado asimilar a Ana, no ha podido someter su alma. El aparente castigo material, llevado al extremo de la profanación (y sólo se profana lo que aún es sagrado), descubre la victoria moral (el triunfo del dolor) en esa mujer que vuelve a la vida rasgando las nieblas. Es éste un motivo constante en la obra de Clarín, que puede condensarse en estas palabras de un cuento suyo memorable: «los deslices de los llamados a no tenerlos tienen pronta y aguda pena, para que el justo no se habitúe al extravío»8.

Desde el punto de vista histórico-literario, La Regenta introduce en España la novela del romanticismo de la desilusión de manera próxima a como había quedado modelada en Madame Bovary y en L'éducation sentimentale: esa novela cuyo protagonista tiene conciencia de que su anhelo no puede satisfacerlo el mundo y acepta de antemano el fracaso, inmerso en la contemplación de la realidad negativa y de la interioridad solidaria, sin por ello dejarse doblegar a la inerte aceptación de esa realidad. Cobran realce en este tipo de novela los estados de perplejidad, amorfos, cambiantes, semiconscientes; y por esta vía que abre Clarín se llega a novelas tan renovadoras como Camino de perfección o La voluntad, cuyos héroes imposibilitados para el heroísmo testimonian la soledad social y son así «los últimos románticos» ante el desierto que crece.





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