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Madame Roland y Madame Staël

Concepción Gimeno de Flaquer

- I -

El amor es en la mujer el móvil de toda acción extraordinaria; por eso cuando la veáis lanzarse al turbulento Océano de la política, no dudéis va impulsada por el amor. Al amor de Mme. Staël hacia su padre, lo mismo que al afecto tranquilo y sereno, pero no por eso menos profundo, de Mme. Roland hacia su marido, débese el que se haya descubierto el genio político de estas dos mujeres.

Cuando la mujer penetra en un terreno que le ha sido vedado, lánzase a él con ímpetu: eso hizo que al convertirse estas dos célebres mujeres en Egerias de Neker y Roland, los llevaran más lejos de lo que ellos querían ir.

 Mme. Staël y Mme. Roland tienen muchos puntos de contacto: ambas se formaron leyendo a Plutarco y adorando a Rousseau; pero a Mme. Staël le gustaba la nobleza, y Mme. Roland era demócrata.

La revolución francesa sacó a la superficie el talento de Mme. Roland; la revolución francesa vigorizó el talento de Mme. Staël, convirtiéndola en filósofo e historiador.

La distinta cuna de ambas influyó en sus opiniones políticas: Mme. Roland había nacido en un taller, su padre era grabador; Mme. Staël se había educado en el salón del famoso Neker, primer ministro de Luis XVI, rodeada de personas tan notables como Gibbon, Marmontel, Grimm, Thomas y Raynal.

El destino hizo que ambas colaborasen en obras sumamente serias y hasta áridas; que generalmente no se hallan al alcance de la mujer: Mme. Staël comentaba con su padre El espíritu de las leyes. Mme. Roland ayudaba a su marido a formar un diccionario de manufacturas.

Las dos mujeres fueron heroínas de partido: Mme. Roland era el alma de los Girondinos; Mme. Staël el alma de los partidarios de la Constitución del año III. Ambas persiguieron ideales que no alcanzaron jamás: los ideales de la hija de Neker eran la perfectibilidad humana y la dicha en el hogar, y murió sin ver realizados ninguno de los dos, pues sabido es que la baronesa de Holstein fue infeliz en el matrimonio. Los ideales de la esposa de Roland eran la justicia, el orden y la libertad, y su cabeza cayó bajo el hacha del verdugo, sin verlos brillar.

Las dos habían nacido escritoras, pero no tenían impaciencia por publicar: para Mme. Staël afectada del romanticismo de la época, la pluma no era más que un desahogo de la sensibilidad que el corazón no podía contener; para Mme. Roland la pluma no era más que un deber; el deber de ayudar a su marido en los negocios privados; más tarde hicieron que la pluma fuese para las dos, arma de defensa contra los combates que tenían que sufrir, llamadas por la suerte a representar gran papel en la escena política.

Mme. Roland difiere de Mme. Staël en su amor a la naturaleza: la primera nos describe las bellezas del campo, con rasgos virgilianos; la segunda nos dice que no le gusta la agricultura porque huele a estiércol. Sorprende en Mme. Staël su desvío hacia los goces campestres: ella no quiere ver los paisajes de la naturaleza más que en su boudoir, en un lienzo de Claudio de Lorena. Mme. Roland sabe sentir los placeres de la vida rural; Mme. Staël los placeres de la vida de salón. Y no es que la autora de Corina carezca de sensibilidad; ella hace decir a su heroína: «he buscado la gloria porque he creído que ella me haría ser amada». La mujer que ha dicho «el amor que para el hombre no es más que un episodio de la vida, es para la mujer la vida entera», no puede carecer de ternura.

También existe diferencia entre el talento de estas dos celebridades: el espíritu de Mme. Staël es más brillante, más cultivado; el espíritu de Mme. Roland más firme, más vigoroso. Mme. Staël posee el alma de un ateniense, Mme. Roland el alma de un lacedemonio. El estilo de Mme. Staël es el de un francés, el de Mme. Roland el de un hijo de Laconia.

- II -

 Conocido es el estoicismo de Mme. Roland en la vida pública; pero no todos saben que a pesar de él conservó toda su ternura de mujer, todas las gracias de su sexo, sin perder la virilidad del alma. Mme. Roland fue tan grande en la vida pública como en la vida privada, por eso no es extraño que uno de sus biógrafos la haya comparado a Washington, el hombre de las virtudes cívicas y domésticas.

 Mme. Roland que era muy bella y que contaba veinte años menos que su marido, fue siempre fiel a este a pesar de las pasiones que inspiró. Cuando uno de sus apasionados amigos, afligido por verla alejarse de París le escribió manifestándole tímidamente el dolor de la ausencia, ella le contestó así:

«Sentada cerca del fuego, mi marido en su bufete, mi hija cosiendo y yo cuidando del uno y velando sobre la otra, saboreando la felicidad de hallarme en el seno de mi querida familia, escribiendo a un buen amigo como vos, bendigo a la suerte que me preserva de los males que aquejan a tantos desgraciados».


 Con tan dulce descripción de la vida de familia se propuso el alma virtuosa de esta mujer, calmar la tempestad de pasión próxima a desbordarse en el corazón de su amigo Bosc.

 Oigamos a uno de sus mejores biógrafos, y nos formaremos exacta idea de ella:

«He visto algunas veces a Mme. Roland antes del año 1789: sus ojos, su talle, su cabellera, eran de una belleza notable; su delicado cutis tenía una frescura y un colorido que unidos a su aire de reserva y candor la rejuvenecían singularmente. Yo no la encontraba la extremada elegancia de una parisiense, pero esto no quiere decir que fuese desaliñada, pues la sencillez y la naturalidad no pueden estar desprovistas de gracia. Recuerdo bien que la primera vez que la vi realizó la idea que me había formado de la hija de Vevay, que tantas cabezas ha trastornado, de la Julia de Rousseau; y cuando la oí hablar, la ilusión fue más completa. Mme. Roland hablaba muy bien: inteligencia, buen sentido, propiedad en las expresiones, razón picante, gracia espontánea, todo se deslizaba sin estudio entre aquellos dientes de marfil y aquellos labios de grana. En la marcha de la revolución no la vi más que una vez: era a principio del primer Ministerio Roland. No había perdido su frescura y su aire de adolescente; su marido parecía un cuáquero, su hijo jugaba entre los dos, ostentando su larga cabellera suelta. Creíase ver en ellos los habitantes de Pensilvania trasportados al salón de Chalonne. Mme. Roland solo hablaba de los negocios públicos: su alma estaba muy exaltada. Aunque las grandes ruinas de la monarquía no hubiesen acaecido entonces, no disimulaba que los síntomas de la anarquía principiaban a establecerse y prometía combatirlos hasta la muerte. Me acuerdo del tono tranquilo con que me decía que entregaría su cabeza al verdugo si fuese necesario; y confieso que aquella cabeza encantadora entregada al hacha del verdugo me produjo una impresión difícil de ser borrada de mi corazón, pues el furor de los partidos aún no nos había acostumbrado a tan espantosas ideas».


Los prodigios de la firmeza de esta mujer, y su muerte heroica, no me sorprendieron; fue uno de los caracteres más briosos de nuestra revolución y uno de los más elevados. Mme. Roland rindió siempre ferviente culto a la amistad; en sus cartas a Bancal, al darle cuenta, de las emociones que transportan su alma vislumbrando la aurora de la libertad, le habla de los amigos de ambos en estos términos:

«Asociar al gran interés de la historia el interés conmovedor de los sentimientos particulares, es reunir al patriotismo que generaliza y eleva los afectos, el encanto de la amistad que los embellece y perfecciona».


Hubo gran empeño en atribuirle algún amante a esta mujer, porque a sus enemigos les hacía daño la fortaleza de su alma; por eso sus biógrafos han hecho algunas alusiones a Barboroux, y a Buzot. Michelet la defiende de tales acusaciones con esta frase: «Los hombres que odian una virtud demasiado perfecta han querido buscar en la vida de tal mujer alguna debilidad sin prueba».

¿Qué importa que Mme. Roland sintiera en el fondo de su corazón alguna preferencia si no hizo ninguna concesión al ser que se la inspiró?

Existen pasiones nobles y puras que como el incienso arden en un altar y cuyo perfume se eleva al cielo sin tocar la tierra. Hay dudas acerca de si Mme. Roland amó a Buzot, pero de lo que no puede dudarse es de su virtud.

No se miente en el umbral de la eternidad, y ella dijo, mirando a la muerte sin pestañear, estas solemnes palabras: «Nadie se ha dejado arrebatar menos que yo por la voluptuosidad; he dominado siempre mis sentidos».

¡No pretendamos penetrar los secretos de un alma pura!

Querer desenvolver los pliegues en que se oculta una pasión ilegítima pero honrada, es más cruel que rasgar el cendal con que vela una virgen sus gracias juveniles.

Uno de los más grandes caracteres que pueden señalarse en la Revolución francesa, es el de esta mujer: el 2 de junio de 1792, cuando la mayor parte de los girondinos se ocultaban, ella y su marido fueron los más valientes, pues ni cambiaron de domicilio. Cuando supo que se había decretado auto de prisión contra Roland lanzose a las Tullerías llena de heroísmo anhelando conmover a la Asamblea para alcanzar la libertad del compañero de su vida.

¿Os sorprende que una mujer de este temple sepa dominar sus pasiones?

Apenas podían seguir sus amigos su actividad política, y cuando llega un momento en que los ve dispuestos a morir, escribe a Bancal estas sublimes palabras dignas de un Leónidas: «No es cuestión de morir por la libertad, hay que hacer algo más: es preciso vivir para afirmarla, merecerla y defenderla».

La musa de los girondinos había nutrido su espíritu con la lectura de los autores antiguos, y su imaginación estaba tan exaltada que ella misma dice en sus Memorias: «Mi pasión eran los reformadores, porque amaba la igualdad. Yo creía ser Agis en Esparta y Graco en Roma; hubiera querido retirarme con el pueblo al monte Aventino y votar por los tribunos».

Cuando le leyeron la sentencia de muerte, contestó: «Me juzgáis digna de participar de la suerte de los grandes hombres que habéis sacrificado: trataré de llevar a la guillotina el valor que ellos mostraron».

Efectivamente quiso honrar a la República dando al mundo el espectáculo de morir con majestad: cuando la llevaban en la carreta fatal iba de pie, con traje blanco y el cabello destrenzado, consolando a la multitud que sollozaba al verla tan bella e interesante.

Al pasar ante la estatua de la libertad, pronunció estas palabras que el tiempo ha hecho solemnes: «¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!»

La enemiga de Danton y Robespierre murió con la serenidad de un mártir cristiano, en el día 9 de noviembre de 1793. Su marido, al saber tan trágico fin, se suicidó. Ella lo había dicho cuando le leyeron la sentencia de muerte: «Roland se matará».

Sobre el cadáver de Roland se encontró un papel con estas palabras: «Respetad los restos de un hombre virtuoso».

¡Honroso epitafio que él mismo escribió! La posteridad le ha hecho justicia declarando que lo merece y grabándolo en las páginas inmortales de la Historia.

- III -

Para Mme. Roland fue Capitolio la guillotina como fue para Mme. Staël apoteosis el destierro.

No es fácil medir la extensión del talento de tan insigne escritora; ella era filósofo, crítico, político y novelista. Siendo muy niña, en vez de entregarse a los juegos infantiles, pasaba largas horas en el bufete de su padre; hacia el cual sentía una entusiasta admiración. Apenas salió de la adolescencia, cuando empezó a compartir con él tareas oficiales: así es que, enterada de las reformas administrativas y económicas proyectadas por Neker, más tarde las quiso plantear. Ejercía tan gran influencia sobre este, que le impulsó a proponer el sufragio universal, idea contraria a las doctrinas que había expuesto siempre.

Mme. Staël ejerció influencia, no sólo en los salones de su época, no sólo en el mundo político, sino hasta en el literario. Ella y Chateaubriand hicieron grandes innovaciones en el movimiento intelectual. Ellos dieron el grito de insurrección contra las trabas impuestas por los clásicos, ellos fueron la aurora del romanticismo.

La pasión de Mme. Staël por la política, no extinguió su amor a las letras: desterrada por Napoleón Bonaparte, su implacable enemigo, aprovechó el destierro para escribir sus mejores obras. La prisionera de Coppet, más qué prisionera era una reina con su corte de cortesanos eminentes.

Agrupábanse a su alrededor hasta treinta personajes, siendo los más habituales contertulios de la ilustre habitadora del castillo, Benjamín Constant, Augusto Wilhelm de Schlegel, Sabran, Sismondi, Bonstetten, Voght, Balk, Montmorency, Barante y el príncipe Augusto de Prusia. Allí representaban obras de Voltaire, obras suyas y de sus amigos. El poeta danés O’Elenschlaeger describe con entusiasmo una visita a ese castillo, convertido en Parnaso.

Todos los libros de Mme. Staël tenían resonancia en Europa: algunos produjeron exaltadas discusiones entre los primeros críticos, otros le redoblaron las penas del destierro.

Tanto su novela Delfina como Corina, fueron muy impugnadas: atribúyese a Napoleón un artículo en contra de la eminente literata, publicado en el Mercurio. Todo el mundo conoció el estilo del Emperador. La obra de Mme. Staël acerca de Alemania, le fue prohibida; el Emperador dio orden para que se destruyesen todos los ejemplares: aquella obra había costado a Mme. Staël seis años de estudio, y en ella fundaba sus más rientes ilusiones.

De su novela Corina, dijose que era un himno a Italia; pero los malévolos, o los espíritus ligeros que lo afirmaban, no tienen razón: Corina es más que un himno a Italia, es el pedestal sobre el cual se levanta la mujer de la época moderna.

Las obras que declaran completamente vigoroso el talento de esta mujer extraordinaria, son Reflexiones sobre la paz dirigidas a Pitt y a los franceses, obra que tiene por objeto establecerla mayor armonía entre Francia e Inglaterra, y que obtuvo en el Parlamento grandes elogios de Fox; la Influencia de las pasiones sobre los individuos y sobre los pueblos; La literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales y Consideraciones sobre la Revolución francesa.

La ilustre desterrada que caminó siempre entre palmas y laureles, hizo entrada triunfal en Italia, Austria, Prusia, Rusia, Alemania, Suecia e Inglaterra, teniendo en la patria de Byron por compañero de proscripción, a Luis XVIII. Hablando de él a uno de sus partidarios, le dice: Tendremos un rey amigo, un rey muy favorable a las letras. La célebre hija del gran hacendista Neker, no fue bella; todos sus biógrafos afirman que sus facciones carecían de delicadeza, pero sus grandes ojos negros tenían gran fuerza en la mirada, porque fulguraba en ellos la luz de la inteligencia. La atracción, la magia poderosa que ejercía en cuantos la rodeaban, consistía en su palabra: tomar la palabra, era dominar. No es fácil ser insensible a la elocuencia de una mujer, aun cuando esta mujer no sea bella; así es que los que la oían sentíanse fascinados. Sus relaciones con su primer marido, el barón de Staël Holstein, embajador de Suecia, no fueron muy estrechas, pero ambos se respetaban cubriendo las apariencias: faltando en su hogar el sol del sentimiento, ella intentaba caldearlo con el sol de la gloria, mas aquel sol iluminaba sin dar calor.

Cuando ya contaba cincuenta años, contrajo matrimonio secreto con un joven oficial francés enfermo y herido, llamado Rocca, que solo tenía veintiún años de edad.

¿Qué la decidió a este matrimonio? Es indudable que su entusiasmo por la juventud. La baronesa de Staël Holstein, tenía horror a la edad; así es que, al verse amada por Rocca, creyó rejuvenecer. Esta mujer superior no podía resignarse a perder la juventud. A ser posible, hubiera abdicado más fácilmente de su cetro de gloria, que del cetro juvenil: mientras dejaba marchitar las hojas de su corona de laurel, cuidaba con el mayor esmero las hojas otoñales de su vida, dándoles color artificial.

Todas las mujeres comprenderán fácilmente estos sentimientos, porque son muy femeninos: una mujer superior no puede faltar por el mero hecho de serlo, a las infalibles leyes de su sexo: ser joven es ser bella, ¿qué mujer puede resignarse a dejar de serlo?

La célebre baronesa de Staël se resignó menos a perder su juventud, que al terrible odio del Emperador, con el cual tanto la persiguió.

La importancia de la gran escritora, puede graduarse por la talla de su más encarnizado enemigo. ¿Quién era este? El coloso del siglo, el Señor de Europa, Napoleón.

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