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ArribaAbajoCapítulo VIII

De apellido, monje de san Benito


A su eminencia don Joseph Sáenz de Marmanillo y Aguirre, doctor en Artes y Teología, catedrático que fue de la muy ilustre Universidad de Salamanca, examinador sinodal de la sede arzobispal de Toledo, calificador de la Suprema Inquisición, protector del Reino de Sicilia, cardenal de nuestra santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, inquisidor general de Roma, Salomón de España, remite la presente epístola su humilde siervo, predicador de la orden de Santo Domingo, fray Antonio de Tejada, superior del convento de los dominicos en Arequipa, en los reinos del Perú, su pariente y amigo, a cinco días del mes de junio del año de la Encarnación de Señor de 1689.

Conocido es, eminencia, que la fama, con el argénteo sonido de sus trompetas, supera con frecuencia en magnitud los verdaderos méritos del mortal al que la vanidad de los humanos pretende, con engaños, elevar a las supremas alturas del Empíreo. Sabido es también que Dios Nuestro Señor gusta en ocasiones de empinar hasta la más inaccesibles cumbres de la fama a quienes, dejándose arrastrar por los encantos del mundo y envanecidos por los éxitos alcanzados en el ejercicio de su ingenio, no paran mientes en los peligros a los que el enemigo de todo lo creado, con perversa intención, los expone, y que, una vez que en tan altas cumbres descansan confiados en sus áureos tronos, déjalos caer y con tanto estrépito que la fama primera tórnase vilipendio y enfado para quienes hasta entonces habíanlos tenido por hombres sobresalientes en virtud o en sabiduría y, para ellos, ilusos, en nota infamante que proclama su necedad a los cuatro vientos, pues aseméjanse en todo a aquel rey ignaro que tan torpe fallo diera a la música del divino Apolo y a quien éste, por castigar su torpeza, hiciérale crecer orejas de burro. Y así creo yo, humildemente, que algo semejante ha ocurrido en Roma con el sonado caso del padre Miguel de Molinos, que hasta estos apartados reinos del Perú han llegado la fama de su libro, las noticias de su proceso y el lustre de la intervención que en este último tuviera vuestra eminencia, cuando, con acertados argumentos, deshiciera las doctrinas quietistas de este heresiarca que a tantos sinceros y buenos católicos arrastrara por los caminos de la perdición.

Escríbole en esta ocasión con harta pena, pues debe saber vuestra eminencia que, en el transcurso de los últimos días, he perdido para siempre a mi amada prima doña Violante de Cellorigo, en el claustro llamada Madre Sacramento, hija que fue de don Asterio Ortiz de Cellorigo y Gómez de Arrillaga y   —109→   de doña Catalina de Foronda, hermana de mi señora madre doña Leonor y pariente de vuestra eminencia. Tanto su humilde servidor como nuestro querido primo, don Íñigo Ortiz de Cellorigo, hallámonos desconsolados, y bien vendría para todos los efectos que, en esta ocasión, dignárase un príncipe tan magnánimo, en nombre de nuestro parentesco y vieja amistad y, si no bastaran, en nombre de la caridad cristiana, dirigir, con la elocuencia y la bondad que realzan sus virtudes y que dan siempre un nuevo y más profundo valor a sus palabras, una pequeña carta a nuestro caballero de Cellorigo, que él, por ser del mundo y no hallarse tan acostumbrado a encontrar consuelo en las cosas de la religión, aún más que yo necesita de los sabios consejos de vuestra eminencia. Fue nuestra prima, durante los cortos años de su vida, cristiana ejemplar, modesta, buena y virtuosa, y, en el convento, distinguiose entre todas por su piedad y devoción, por la moderación y el ascetismo más puros y por la carencia absoluta de ambiciones, que todas teníalas puestas en el amor de Dios y en la esperanza cierta de la vida eterna. Dios sea loado, que en Él espero que Madre Sacramento, nuestra querida prima, se halle ahora gozando eternamente de su presencia. La certeza de su salvación sírveme de consuelo, mas temo que esta misma certeza no sea suficiente para disipar las dudas en el corazón de nuestro querido pariente el capitán de Cellorigo, y, así, incapacitado como estoy, humilde predicador de santo Domingo, para tamaña tarea, pídole a vuestra eminencia que me auxilie en ella, que Dios Nuestro Señor, en su infinita bondad, ha de ayudarle a encontrar las palabras más adecuadas para el caso, infundiendo la luz de la alegría a quien hoy se debate en las tinieblas de la desesperación.

No ignoro, eminencia, las ingentes tareas que sobre sus hercúleos hombros ha descargado su santidad el papa, ni el auxilio que nuestro santo padre debe de encontrar en tantas fuerzas como le asisten, mas, dejándome llevar de mi osadía y en la confianza de que sabrá comprender las razones que me impulsan, pido con toda humildad que atienda los ruegos que he de exponerle en la presente epístola. Hanse divulgado por estos reinos, como ya lo mencionar a ut supra, las noticias ciertas de la condena del hereje Miguel de Molinos y de sus sectarios y secuaces de Roma y, aunque no son muchos los que aquí afirman haber tenido ocasión de pecar con la lectura de su diabólica obrilla, hartos son los que la conocen de oídas y suficientes los que pudieren aprobar en un examen cuidadoso de quietismo, que la Guía espiritual ha sido más recitada que cuidadosamente leída, especialmente en nuestros conventos, y tengo para mí que no son pocos los que, contumaces, guardan con gran celo en su memoria su doctrina. Puede ser éste un gran peligro para estos reinos, que hoy están quedos y mañana pueden verse agitados por la tormenta de la herejía. Bueno   —110→   sería, y muy prudente, que un príncipe tan sabio de la Iglesia, interponiendo sus buenos oficios ante su santidad el papa, o por su sola y suficiente autoridad de cardenal e inquisidor general de Roma, abogara ante nuestro católico rey don Carlos, que Dios guarde, para que oficie a sus secretarios, ministros y consejeros del reino para que, en tan alejados rincones de su imperio, se lleve a cabo una exhaustiva inquisición y se descubra, o se deseche, lo que de verdad hubiere en este asunto.

Muchas son las sospechas que yo guardo y aún más y más tremendas las dudas que agitan mi ánima, y casi todas se dirigen a ciertos frailes de san Francisco y hacia algunas pocas monjas que siguen la regla de mi padre santo Domingo en un convento de la ciudad en la que vivo y que es, precisamente, el convento en el que vivió y murió tan santamente nuestra querida prima doña Violante de Cellorigo. Ninguna de estas sospechas, sin embargo, téngola aún por averiguada, y sólo sé decir que la devoción de la que hacen pública gala estas monjas, pese a ser de estricta clausura, la sospechosa fama de santidad que las rodea, el celo que en su cuidado espiritual ponen sus confesores y guías franciscanos y, especialmente, la frecuencia de las visitas de cierto joven fraile de esta orden a los claustros del monasterio muévenme a la desconfianza, que tengo para mí que, más que Dios Nuestro Señor, es Satanás el que mueve y motiva tanto aparato y fervor. Algunas de estas monjas son ya tenidas por santas y milagreras, y el pueblo menudo; siempre crédulo y confiado, hace imágenes de ellas en vil materia de barro cocido y pónelas en almoneda mercándolas en las plazas y lonjas de la ciudad, que de esta guisa he visto yo no pocas imágenes en bulto de nuestra querida prima, que se me aniegan los ojos en lágrimas cada vez que paso por el mercado y observo cómo los indios y hasta los criollos me las ofrecen en venta. Dios quiera, eminencia, que acabe pronto esta locura, que se abra la inquisición correspondiente sobre este caso, se castigue a los culpables y retorne la paz a estos reinos cristianos de su majestad. De otro modo, muchas y muy graves serán las consecuencias, que bien sabe vuestra eminencia cuán peligrosas pueden llegar a ser las doctrinas heréticas de Molinos para la salvación de nuestras almas.

He consultado todo esto, pues así me lo exige la obediencia, con el superior de nuestra provincia en Lima, y él, a su vez, lo ha hecho por carta con nuestro padre general en Roma. Sospecho que nuestro padre general hase ya entrevistado con vuestra eminencia y que lo ha puesto en autos, refiriéndole, a más de los casos que yo, humildemente, refiero de Arequipa, otros igualmente abundantes y peligrosos en el resto de las ciudades y aldeas del Perú, donde la devoción de las gentes es tanta que nos produciría a todos enorme júbilo y   —111→   satisfacción, a no ser por las sospechas que sobre la calidad y el origen de la misma mantenemos, que, de ser de origen no divino, nuestra alegría tornaríase en tristeza y nuestro júbilo en pesar y en llanto, que es éste el mayor peligro que en estos reinos, tan azotados por pestes y terremotos, enfrentamos a la fecha.

Ruego a vuestra eminencia que lea la carta de su humilde servidor y que atienda sus ruegos como lo crea conveniente, que, sabiendo, como sé, por ser su pariente, que gusta de llevar por apellido el de monje de san Benito educado en los claustros de San Millán de la Cogolla, monasterio en el que tantas veces lo visitara con mi familia siendo yo aún muchacho de pocos años, sé también que no ha de echarla en saco roto y que se dejará conducir por su prudencia y celo hacia las decisiones más convenientes para todos, en especial para los buenos católicos que en estos reinos del Perú medran cada día y extienden el nombre de Cristo Nuestro Señor por los más remotos rincones de estas remotísimas tierras. Sé también que vuestra eminencia, guiado por la luz de la sabiduría divina y por los altos y profundos conocimientos en los que tanto se distingue, acertará siempre con los remedios para estos males, y, de este modo, confiándome en todo a los designios de la Divina Providencia y a la alta ciencia que posee mi queridísimo primo, quedo en Arequipa a la espera de las noticias que vuestra eminencia tuviere a bien el confiarme en una próxima carta. Despídese humildemente y pide la bendición de vuestra eminencia.

Fray Antonio de Tejada de Santo Domingo O. P.

Post scriptum. Aunque he estado nuevamente enfermo, he logrado reponerme. El clima de Arequipa me hace mucho bien. Ruégole a vuestra eminencia que, de poder hacerlo, me envíe noticias de nuestra familia.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Doña Encarnación de Ubago


«A los pocos días del entierro de mi querida prima, Íñigo y yo fuimos a visitar a doña Encarnación de Ubago, que, como vuesas mercedes saben, era por aquel entonces la priora del monasterio. ¡Y pensar que han pasado ya diez años de aquellos sucesos!». Fray Antonio de Tejada, de la orden de predicadores, parecía un anciano. Mirábalo el caballero de Verona con ese gesto de curiosidad enfermiza que ponen los físicos y cirujanos al observar detenidamente una herida abierta en el pecho de un asesinado o las bubas sanguinolentas y asquerosas de quienes por ellas reciben el castigo de sus excesos venéreos. De pie ante quienes fueran los amigos más queridos de su primo don Íñigo, el dominico paseaba lentamente por la habitación con las manos metidas en las amplísimas mangas de su hábito. Hacíalo despacio, como si se detuviera en contar los pulidos ladrillos rojos sobre los que sus menudos pies se deslizaban. Sus ojillos azules parecían muertos, encerrados sin vida en unas profundas y oscuras cavidades cuyas entradas plegábanse en múltiples arrugas que sombreaban su interior. Recortado y lacio, su blanquísimo pelo dejábale libre una frente amplia cruzada por dos cejas de abundantes canas. Su rostro era magro y arrugado, y sus miembros, si siempre habían sido pequeños y débiles, desaparecían ahora sin dar cuenta de su existencia bajo los pliegues, faldones y mangas de su hábito. Habíase reducido fray Antonio en estos años, transformado en sombra de aquella sombra que fuera desde su infancia, y sólo su voz, cadenciosa y bien modulada, voz de buen predicador, tenía esa fuerza que imprime carácter a las personas y que les proporciona realidad, sentido y verdadera existencia. Hernán Vivanco, el boticario, pensaba para su coleto que, en tan magro cuerpo, la única fuerza imaginable sería la del espíritu.

Habían dejado pasar los amigos la Cuaresma y la Semana Santa, y el día anterior al domingo de Pentecostés habían decidido ir a visitarlo. Fray Antonio había dejado, algunos años antes, de ejercer los cargos que, en su orden, prometíanle el provincialato, y vivía encerrado en su celda entregado a la oración y a sus estudios. Su débil constitución habíale impedido continuar adelante en su carrera y obligádole a seguir viviendo encerrado en Arequipa, ciudad cuyo clima beneficiábale en extremo y a la que ponía sobre todas las demás ciudades de estos reinos. La muerte de su prima doña Violante y la posterior e inexplicable desaparición de don Íñigo Ortiz de Cellorigo dieron con su escasa humanidad, durante años, en el duro lecho del enfermo, mas los cuidados que en su cura pusieron sus hermanos de religión y la enorme fuerza de carácter de   —113→   la que estaba dotado sanáronle, aunque ya nunca más volvió a ser aquel fraile animoso e incansable que, pese a su pequeñez, recorría a diario varias veces la ciudad atendiendo a los enfermos, llevando consuelo a los más pobres y necesitados, rezando y estudiando a todas horas. La vida de fray Antonio de Tejada parecía estar a punto de extinguirse, mas los amigos adivinaron que, bajo la mezquina apariencia física del predicador, seguía escondiéndose un carácter superior, semejante, aunque distinto y aun opuesto, al que adornara a sus primos.

-¿Cómo era esta mujer? -preguntó don Alonso de Verona.

-Doña Encarnación era una mujer alta, delgada, de carácter duro, de esas que jamás dibujan una sonrisa, una mujer sin alegría. Tenía, si mal no recuerdo, el cabello negro, los ojos oscuros, brillantes y almendrados, el cutis blanquísimo, la boca casi sin labios, cerrada siempre en un rictus amargo. Una Magdalena. Cada vez que la veía, me acordaba de la imagen en bulto que de santa María Magdalena tenemos en la iglesia de Azofra y frente a la cual he rezado tantas veces. Había una diferencia, sin embargo. El rostro de nuestra Magdalena era más lleno, más redondo, y, también, más cargado de color. El de doña Encarnación de Ubago era más alargado y sin chapas, como de cera, pero sus ojos, esos ojos nigérrimos y almendrados, poseían idéntico fuego. Doña Encarnación de Ubago presentaba la imagen de una asceta demasiado rigurosa consigo misma y con los demás. En su presencia era prácticamente imposible llegar a tener pensamientos amables. La risa, por cierto, le era desconocida, casi un pecado. Nunca he llegado a entender bien esta extraña comunión que se da en algunas personas entre la ascesis y el malhumor, la carencia de la alegría de vivir.

-La presenta vuesa paternidad como un monstruo -dijo el diplomático, a quien interesaba sobremanera el estudio de los caracteres.

Encontrábanse los tres en la rebotica de Hernán Vivanco, a la que habían venido desde el convento de Santo Domingo por conversar más a sus anchas, y estaban rodeados por todas partes de frascos y de retortas, de alambiques, morteros, tierras y hierbas de todas las especies. Era una habitación suficiente y amplia, llena de estanterías que se empinaban hasta el cielo raso y con dos puertas, una de las cuales se abría a la botica y otra, ahora cerrada, al patio de la casa en la que vivía el boticario solterón. Unas ventanas, pequeñas y demasiado altas, dejaban entrar la suficiente luz para las necesidades de Vivanco y, gracias a la penumbra en la que siempre se hallaba la pieza, ésta era, a la vez, recogida y grata, fresca en verano, cuando las calores aprietan, y cálida en   —114→   invierno, cuando la escarcha hace tiritar de frío a los arequipeños. Alonso López de Verona y su amigo el boticario hallábanse sentados a la mesa de trabajo de este último, y el fraile, pese a su marcada debilidad, había rechazado la invitación que para sentarse junto a ellos habíanle hecho sus amigos. Fray Antonio seguía paseándose sin sacar las manos de las amplísimas mangas de su hábito.

-No era un monstruo -respondió-. Ése era su aspecto y ése, también, su carácter. He tratado de hacer a vuesas mercedes un retrato moral del personaje.

-¿Y cómo sabía vuesa paternidad de su cabello negro? -preguntó, intrigado, el boticario-. Entiendo -añadió con un tono de voz no exento de malicia- que es muy difícil adivinar el color del cabello de un monja debajo de sus tocas.

-Está en lo cierto vuesa merced -respondió el dominico con cierta sorna-, pero existe, al menos, un forma bastante inocente de acertar en este punto, y es observando el color de las cejas, que en todo se corresponde con el del cabello. Yo, que recuerde, no tuve jamás necesidad de hacer esta observación en ella, pues deben saber vuesas mercedes que Madre Encarnación, así como su hermana doña Antonia, era de Ezcaray como mis primos y que, siendo yo muy joven, la conocí en ese pueblo, si bien ella llevábanos algunos años y su familia no se trataba con la nuestra. Ella y su hermana vinieron al Perú cuando su padre heredó una encomienda y un título en cierta parte de la costa cercana a la ciudad de Cañete, y nada sabíamos Íñigo y yo de su existencia hasta que mi querida prima doña Violante nos informó de ella cuando tomó los hábitos en el convento. Debo confesar a vuesas mercedes que a Íñigo no le agradó mucho la idea de que Antonia de Ubago fuese la maestra de novicias de su hermana, pero yo pude disuadirle del propósito que se había hecho de sacarla del convento, pues la vocación de Violante era, como vuesas mercedes conocen, verdadera, y en nada parecía estorbarla la presencia de sus paisanas.

-Ignorábamos estos detalles -dijo, como reflexionando, el caballero de Verona.

-Íñigo fue siempre un caballero discreto -continuó informando fray Antonio-. Jamás habría hablado, ni a sus mejores amigos, de estos asuntos de familia, aunque entiendo que el doctor Espinosa, por razones que realmente no alcanzo a comprender, conocíalos en detalle y que daba consejos a Íñigo sobre el particular. Pero bueno, dejemos de lado estos antecedentes, que poco importan, y permítanme vuesas mercedes continuar con el relato de la visita que, a los pocos días de haber enterrado a nuestra amada Violante, hiciéramos mi primo y yo a doña Encarnación de Ubago.

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-Los antecedentes son, por el contrario, muy importantes en un asunto como éste -observó el boticario-. Que me disculpe vuesa paternidad si vuelvo a mentarlos, mas yo creo que, si los hubiésemos conocido antes... No sé... Las conjeturas que han estado dándonos vueltas en la cabeza durante todos estos años...

-No existen conjeturas válidas en este caso -interrumpió el dominico con un tono de voz que denotaba disgusto-. Fue la voluntad de Dios, y a desentrañarla no alcanzan nuestras razones. A ella se reducen todos los misterios que rodean la muerte de nuestra querida Violante. Su constitución era débil, y la cruz que se había echado desde niña sobre sus pequeños y frágiles hombros fue siempre demasiado pesada, demasiado áspera. Yo recuerdo que en Azofra, hace ya muchos años, cuando las vendimias...

-Pero vuesa paternidad sabe...

-Yo no sé nada, maese Vivanco. No sé nada; sólo supongo, como vuesas mercedes, por lo demás. Íñigo y yo supusimos, dudamos, sospechamos, mas han pasado más de diez años, y yo ya no sé si me asiste algún derecho a seguir suponiendo, dudando y sospechando. Pequé contra la caridad en ese momento y creo que Dios nuestro señor castigó mis dudas y humilló mi orgullo mandándome una larga y penosa enfermedad. Vuesas mercedes sabrán que, durante siete penosos años, he estado postrado en cama a causa de la misma. Sólo la misericordia divina me ha salvado de la muerte. Era demasiado el amor, excesivo el afecto y el apego que sentía por mi dulce prima doña Violante. Yo la amaba, queridos amigos, como a una hermana.

-¿Y a Íñigo?

-De igual manera. Desde pequeños, siempre fue así. Nuestras madres eran muy unidas. Cuando Mariquita, mi hermana menor, murió, los tres prometimos no separarnos jamás. Para todos los efectos, éramos como hermanos.

¿Por eso dudó de doña Encarnación? -preguntó don Alonso.

-El dolor de la pérdida me llevó a pensar cosas horribles e injustas. Fueron momentos muy difíciles. Íñigo y yo pasábamos horas enteras en su casa, o reunidos en mi celda, dándoles vueltas, una y otra vez, a las sospechas que el enemigo había hecho entrar en nuestras mentes. ¿Por qué había muerto nuestra hermana? ¿Quién la había envenenado? Si el doctor Espinosa no hubiese dicho nada sobre el veneno; si no se hubiese fijado en las extrañas manchas de sus uñas, en el rictus de sus labios y en todos aquellos detalles que con   —116→   tanto cuidado observara en el cuerpo sin vida de nuestra querida Violante; si nada de esto hubiese hecho...

-Pero doña Violante murió envenenada. Se lo aseguro -dijo Vivanco-. Los efectos del veneno eran muy claros. Yo descubrí, más tarde, la manera en que había sido envenenada. Por cierto que yo mismo estuve a punto de pagar muy caro mi atrevimiento.

-Lo sé.

-Cuente entonces vuesa paternidad -reclamó don Alonso- los detalles de la visita que hicieran ambos a doña Encarnación de Ubago.

El dominico había dejado de pasear y, sacando al fin las manos de las mangas de su hábito, se apoyó en la mesa a la que estaban sentados sus amigos. Hernán Vivanco observó el pálido rostro del sacerdote, su mirada perdida, la laxitud de sus miembros y, por un momento, temió que fuera a desmayarse. Se levantó de su asiento, tomolo con ambas manos de los codos y, con amoroso cuidado, depositó la frágil humanidad del fraile en una silla. Después, fue hasta una de las estanterías, separó un frasco de vidrio pavonado, un frasco pequeño con una etiqueta pegada al centro, y lo destapó ante las narices del dominico. Don Alonso de Verona diose entonces cuenta de que también su amigo estaba pálido y pasó por su mente, como un relámpago, la idea de que la muerte rondaba en torno a la mesa de la rebotica. Pero se equivocaba. Las sales que el boticario había destapado bajo las narices del fraile estaban haciendo su efecto, y éste volvía ya de su desmayo. También volvían los colores a la cara de Vivanco, y el caballero de Verona sonrió para sus adentros. «¡Qué suerte tienen los frailes!», pensó en un alarde de desconsideración hacia su amigo. Solía hacerlo con frecuencia. A veces se sorprendía pensando en la muerte de sus padres, o en las desagradables consecuencias de un accidente que afectaba a algunas de las personas que más estimaba. En cierta ocasión, estando en París divirtiéndose en la contemplación de una comedia de monsieur Poquelin, se engolfó en la idea, para él entonces atractiva, de la muerte súbita y teatral de uno de los actores y, cuando la representación terminó sin contratiempos, lamentó que nada hubiese sucedido. Había sido una idea loca -otra más- de la que, más tarde, se arrepintió. A veces, como ahora, estas ideas recurrentes, que con tanta frecuencia le asaltaban, producíanle terror. Una idea semejante (porque ¿qué otra cosa pudo haber sido?) lo empujó al asesinato de Putaparió, y la sonrisa que el rufián dibujara a la hora de su muerte lo perseguía ahora multiplicándose en los estantes de la rebotica, saltando de la mesa a los frascos y volviendo de estos de nuevo a la mesa en la que estaba sentado. Se puso de pie.   —117→   Hernán Vivanco seguía atendiendo al dominico, que, ya vuelto en sí, disponíase a continuar su narración. El caballero de Verona volvió a sentarse.

-Si vuesa paternidad lo desea -dijo el boticario-, podemos dejar el asunto que nos ocupa para otro día.

-No -respondió el dominico-. Tal vez otro día ya no tenga el valor ni la fuerza suficientes para contarlo.

Fray Antonio de Tejada contó entonces que en los primeros días de junio de aquel año (lo recordaba muy bien, porque ese mismo día, a primera hora, había escrito una carta al cardenal Sáenz de Aguirre y él databa todas sus cartas llevando de ellas cuidada nota), como a la hora de la siesta, fue a visitar a su primo Íñigo con la intención de acompañarlo hasta el convento de las monjas, donde ambos tenían una cita con la madre superiora, doña Encarnación de Ubago. Recordaba muy bien que aquel día, pese a estar cercano el invierno, hacía mucho calor y que la tibia atmósfera casi veraniega obligaba a los arequipeños a desabrocharse los justillos y a dejar sus capas libradas a su suerte, descolgadas de los hombros al desgaire. Él, no obstante, por haber sido siempre friolero, arrebujose en su manteo y apretó el paso hasta la casa de su primo, donde Fermín Gorricho, que ya lo esperaba, le abrió al primer aldabonazo. No fue necesario que subiera hasta los altos, pues su primo, sentado en un poyo de piedra adosado a una de las paredes bajo los soportales del patio, lo esperaba aprestado para la empresa de aquel día. Vestía con mucha elegancia una camisa blanca de flecos, unos calzones ajustados, un jubón de terciopelo, la capa y un sombrero adornado de plumas y, de un tahalí, dejaba colgar su espada de caballero. Llevaba prendida del cinto una daga con empuñadura de plata e incrustaciones de esmeraldas y adornaba su pecho con una cadena de oro de la que descolgaba una medalla de lo mismo con las armas de su casa. Íñigo tenía la mirada perdida en los barandales del piso alto, pero el dominico adivinó por su expresión que su pensamiento se encontraba más allá de las fronteras de este mundo. Al darse cuenta de la llegada de su primo, el caballero de Cellorigo se levantó. Un abrazo selló el encuentro, y fray Antonio de Tejada sintió que, pese al valor y a la entereza que siempre había admirado en el primogénito de su tío don Asterio, éste temblaba como una hoja de roble agitada por los vientos de una tormenta y que los latidos de su corazón eran más intensos, fuertes y rápidos que de costumbre.

Sin pronunciar palabra, hicieron a pie el camino hacia el convento. Llegáronse al torno, y, una vez que hubieron anunciado a la hermana portera su visita, fueron conducidos por una de las criadas del monasterio al locutorio,   —118→   donde, sentados en duras bancas de madera, esperaron, pacientes, la llegada de la madre superiora. Tardó ésta en aparecer algunos minutos, y, cuando lo hizo, pusiéronse ambos primos de pie para saludarla. Tras las rejas del locutorio, veíase el rostro de doña Encarnación de Ubago más adusto que de costumbre. Del cinturón descolgábale un enorme rosario, y ambas manos manteníalas guardadas en las mangas de su hábito. Miraba de hito en hito, unas veces a fray Antonio, otras a don Íñigo, y en este último detenía con más frecuencia y por más tiempo su mirada, como si quisiera adivinar sus más recónditos pensamientos. Íñigo, a su vez, no despegaba sus ojos de la monja.

-Habrán venido vuesas mercedes -inició ésta la conversación- para ver el estado en el que se encuentran los asuntos de Madre Sacramento. ¿No es así?

-Así es, en efecto -confirmó el caballero.

-Y para ver también -añadió el fraile- la mejor forma en la que mi primo, aquí presente, pueda seguir contribuyendo con las obras piadosas del monasterio.

-Agradecemos -dijo entonces la superiora- el interés que el caballero pone en estos asuntos, mas la dote que aportara, al hacer su ingreso, Madre Sacramento fue suficientemente generosa, y pedir más sería, si atendemos a las circunstancias, un abuso. Sabemos muy bien...

-Dios nuestro señor nos pide que multipliquemos los talentos que, en su infinita bondad, nos otorga, y creo, reverenda madre, que un mejor medio para ello sería muy difícil de encontrar. Solicito, por ello, de su gracia, que acepte lo que, con toda humildad, vengo a proponerle. La suma que le ofrezco, aunque pequeña, sé que habrá de servir a los altos fines de su obra. Acéptela, reverenda madre, en nombre y en memoria de mi querida hermana, que no otro, estoy seguro, habría sido su deseo.

-Madre Sacramento, caballero, miraba en poco las cosas de este mundo y nada sabía de talentos ni de fortunas, que, para ella, la única fortuna consistía en tener a Cristo en su corazón, que con él le bastaba y sobraba para sentirse la criatura más rica y dichosa de este mundo, pues, en ningún otro bien había puesto su ambición. Vuesa merced, caballero, sabrá, por ser su hermano y muy querido, que cuanto digo es cierto. También vuesa paternidad, reverendo padre.

-Doyle en todo la razón, reverenda madre, mas entiendo que las obras piadosas no pueden sostenerse en este mundo de otro modo que con bienes   —119→   materiales, pues, si una austera celda de convento es, como no lo dudo, el lugar más adecuado para que Cristo se regocije en la carrera de perfección de sus criaturas, la celda es material y son no pocos los dineros necesarios para que, no una, sino muchas celdas, puedan ser construidas, y otro tanto digo de las capillas, locutorios, claustros, imágenes pintadas y de bulto, dalmáticas, casullas y demás ornamentos de sacerdotes y capellanes, amén de los objetos necesarios a la piedad y al culto que Dios nuestro señor precisa, reclama de distintos modos y exige de nosotros, los cristianos. En todo ello, reverenda madre -añadió el caballero, rematando su argumento-, únense lo espiritual y lo material, que, en este caso y gracias a los fines a los que se destina, por decirlo así, se espiritualiza.

-Aceptaré, puesto que éste es el deseo de vuesa merced, mas insisto en que Madre Sacramento no habría podido entender tales razones. Ella vivió los últimos años de su vida con un desapego total por los bienes materiales. Creo que jamás conoció el monto de su dote, y actuaba en el convento con la humildad de una donada. Su única ambición era vivir en Cristo, con Cristo y para Cristo.

-Así fue desde pequeña -aseguró el dominico.

-Aquí, lamentablemente, no todas la entendían -dijo bajando la voz, como si temiera que la escucharan-. Algunas veían en ella encarnado un demonio de soberbia. Vuesas mercedes saben cómo son los conventos de monjas, donde no siempre las que están encerradas lo están por su voluntad y donde el diablo juega con las pobres almas de las más débiles y enciende en sus corazones la hoguera de la envidia. Mirábanla no pocas con rencor, pues en su ejemplo de piedad creían ver una reconvención a su conducta, a veces no tan austera como nuestra regla nos exige.

-¿Quiere decir, reverenda madre -preguntó el dominico-, que las costumbres del monasterio están relajadas?

-No precisamente. No podemos exigir demasiado a quienes, acostumbradas al lujo y boato del mundo, terminan encerradas entre las cuatro paredes del monasterio por decisión de sus padres, o por la temprana muerte de sus esposos. Para muchas, la vida monástica es un castigo, y hacérsela más dura y rigurosa podría resultar contraproducente.

-Entonces...

-A eso voy, reverendo padre. Permítanme vuesas mercedes que les explique lo que, a mi humilde entender, sucedía en el convento. Su hermana,   —120→   señor caballero, era un espíritu escogido, una de esas almas delicadas nacidas para la vida religiosa, para la vida en Cristo. Habría sido un buen ejemplo en todos los casos, mas, para muchas de nuestras monjas, el rigor de su ascesis era exagerado. Disciplinábase en exceso y hacía gala de ello frente a las demás monjas. Llegó a decir que el Espíritu Santo regocijábase en ella más que en ninguna otra, y que de ello dábale pruebas ciertas visitándola de continuo. Hacíalo no por maldad, ni por orgullo, sino porque, en su corazón, hallábase embargada de una alegría tal que veíase obligada a manifestarla frecuentemente con palabras inapropiadas. Las demás monjas, no entendiendo sus motivos y creyendo ver en ella a una mujer orgullosa y vana, excusaban su compañía, y, durante los últimos dos años que viviera con nosotras en el monasterio, puedo decir que yo fui, entre las monjas, su única amiga y confidente leal, pues, a excepción de Escolástica, la negra angola que atendía sus necesidades, nadie más osó en ese tiempo aproximársele para escuchar sus confidencias. Mi querida hermana Antonia, que es, como vuesas mercedes saben, maestra de novicias, si bien la amaba, encontrábase a menudo demasiado ocupada para ello, y estoy ahora más convencida que nunca de que el único que realmente entendía a Madre Sacramento era fray Domingo de Silos de Santa Clara, nuestro paisano, que, tanto o más que su confesor, parecía su confidente.

-Y ese fray Domingo de Silos -preguntó el caballero-, ¿de qué orden es?

-De la orden de San Francisco -respondió la monja.

-¿Viene al convento con frecuencia?

-Casi a diario.

-¿Es confesor?

-Y guía espiritual de muchas de nosotras. Una bendición de Dios, un hombre lleno de bondad y de alegría.

-Vuesa merced dijo que era nuestro paisano -habló ahora el dominico-. ¿De dónde es?

-De Cirueña. De una familia humilde, pero muy cristiana, de labradores. Vuesas mercedes tal vez la hayan conocido. A su padre, que era carretero, lo apodaban Casca. Murió violentamente, aplastado por las ruedas de su carro, según creo. Su madre se llama Casilda y ahora vive en Nájera con una hija suya que se fue a servir a casa de unos caballeros y que ha terminado poniendo con sus ahorros una carnicería y casándose con un buen hombre de Herramélluri.

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-No recuerdo -dijo, después de pensarlo un buen rato, el dominico.

-Ni yo -añadió el caballero.

-Poco importa en todo caso -continuó diciendo doña Encarnación de Ubago y se quedó mirando, tratando de adivinar sus pensamientos, al caballero-. Fray Domingo de Silos fue para Madre Sacramento un verdadero padre y, para todas nosotras, sigue siendo un ejemplo vivo de caridad cristiana.

Esto último habíalo dicho la madre superiora al tiempo que se ponía de pie, dando por concluida la entrevista. En ese momento entró al locutorio una donada que traía en un azafate unos vasos de aloja y unos mazapanes de magnífica apariencia. Púsolo todo en el torno e hízole un seña al caballero, que se apresuró a hacer girar la máquina conventual, tomó el azafate y lo colocó sobre la banca en la que estaban sentados. Madre Encarnación volvió a sentarse. Su gesto hízose entonces más adusto, y, durante algunos minutos que Íñigo aprovechó para llevarse un mazapán a la boca, hubo un silencio profundo en el locutorio. Tras las rejas, doña Encarnación de Ubago parecía un espíritu de otro mundo. Fray Antonio de Tejada escuchó a lo lejos el ladrido de un perro, y el capitán de Cellorigo recordó entonces la visita que, algunos años antes, siendo todavía un mozalbete, hiciera con su hermana y sus primos de Azofra a doña Ángela de Leiva, abadesa del monasterio cisterciense de San Salvador de Cañas. Él siempre aseguraba que ese día su hermana Violante había decidido su vocación. Pero ¡qué diferencia entre la abadesa de Cañas y la priora de Arequipa! Doña Ángela de Leiva era una mujer sonrosada y fresca, pequeña y regordeta, llena de vida y de alegría, de una alegría sencilla y amable, producto, probablemente, de la paz interior alcanzada en la contemplación y el silencio. Aquella mujer sencilla con aspecto de aldeana hízole ver por vez primera que en la renunciación al mundo y en el desapego de los bienes materiales podía haber mucho más de lo que él, hasta entonces, había imaginado. Cuando Violante le expresó su deseo de hacerse monja, él recordó a la buena abadesa y supo conformarse.

Fray Antonio de Tejada tomó un sorbito de la aloja monacal. Don Íñigo lo imitó. La superiora seguía hablando, mas ahora contaba algunas anécdotas conventuales sin importancia, y la conversación se fue apagando.

-Madre Lucía del Espíritu Santo -refería ahora la monja de Ezcaray sanó, al fin, de aquellas fiebres que la tenían postrada, y con la ayuda de la divina providencia ya asiste al coro todas las madrugadas con la misma puntualidad de siempre.

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No le quitaremos más tiempo, reverenda madre -dijo el dominico a guisa de despedida-. Mi primo y yo le quedamos muy reconocidos.

-Por mi parte -añadió el caballero-, le estaré enviando lo acordado en estos días. Quisiera que una parte de lo mismo se destinara a misas por el eterno descanso de mi querida hermana. El escribano vendrá pasado mañana para finiquitar los detalles.

Cuando salieron del monasterio, las sombras se alargaban en Arequipa. Un indio de las alturas de Ayaviri arreaba un hato de llamas en dirección a la plaza Mayor. De las llamas colgaban costalillos de papas, y, a lo lejos, acompañada de una guitarra morisca, escuchábase una canción de moda. Hacia el poniente, el cielo habíase tornado bermejo y, sobre las montañas que cercan la ciudad por el levante, unas nubes pesadas y negras amenazaban tormenta. Fray Antonio arrebujose en su manteo. Caminando despacio y sin hablarse, llegaron ambos primos a la casa del caballero. En el umbral se despidieron con un abrazo. Cuando fray Antonio llegó a su convento, las primeras gotas de lluvia mojaban ya el empedrado de la ciudad.

-Recuerdo bien aquella lluvia -dijo el boticario-. Parecía eterna.

-También yo la recuerdo -aseguró el caballero de Verona-. El Chili se desbordó y arrasó los sembríos de las chacras.

-Aquella lluvia -añadió el dominico- está para mí estrechamente unida al recuerdo de mis queridos primos. En cada uno de los momentos importantes de mi vida hay una lluvia que me los recuerda.

Al caballero de Verona vínole entonces a la memoria el recuerdo de Putaparió. También llovía aquella noche sobre Madrid. Cuando llegó a su casa, estaba calado hasta los huesos y sus botas mojadas habían acabado por empapar sus medias calzas. En su cama, aún tardó algún tiempo en entrar en calor, pese al calentador que, durante algunos minutos, habíale puesto Pedro para entibiar las sábanas. Pensó que la demora en entrar en calor tanto podía deberse a aquella sonrisa del rufián, que había congelado su conciencia, como a la lluvia invernal mezclada con nieve que había caído sobre él aquella noche. Sintió un estremecimiento. El boticario lo notó. Fray Antonio de Tejada tenía su pensamiento en otra parte.



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ArribaAbajoCapítulo X

Bibiana


Vila por vez primera, entre el menudo, en la iglesia de la Almudena. Sudaba en la capilla del Santo Cristo del Buen Camino, agobiado por los calores de la estación y por los almidones de la valona. Más que a las ricas casullas y a las dalmáticas doradas de las que estaban revestidos obispos y misacantanos y a las sobrepellices bordadas de sacristanes y de monagos, dirigíase mi vista, impaciente, a las bellas formas ocultas de las mozuelas bajo sus burdos ropajes de sayal. Envueltos en toscas ropillas y recubiertos de encajes ajados por el uso, adivinaba mi apetito los abultados senos, apetecibles y jugosos, de fregatrices y lavanderas y, en algunas ocasiones, al describir mis ojos una osada curva, dirigida cual disparo de cañón al lejano blanco de las entretelas de alguna doncella que dibujara con precisión las sinuosas ampulosidades de sus caderas, descubría a otros miembros del Consejo de Indias que, tan aburridos como yo con los interminables latines de la ceremonia, descargaban su rijo con las municiones de salva de sus miradas ardientes. Todo un homenaje a la humilde belleza de nuestro pueblo.

La iglesia estaba llena hasta los topes, y, como todos los años, aquel jueves de junio fue caluroso y brillante, soleado y oloroso. Por el cuello deslizábanseme los sudores y, entre las piernas, una picazón provocada por el deseo obligábame a continuas genuflexiones, inclinaciones de cabeza, golpes de pecho y otras formas, igualmente estudiadas, de disimulo. Mis labios susurraban oraciones, y, entre una y otra avemaría, en medio de tantos kiries y dominusvobíscum, credos, ángelus, glorias y paternósteres, entre espiritutúos y sursuncordas, dejaba mi boca pecadora descolgar hasta mis pechos suspiros provocados por una pasión desbocada y salvaje que amenazaba reventar antes, mucho antes (pues todo parecía interminable y los predicadores se esmeraban en prolongar sus sermones y en hacer aún más perdurable y dolorosa mi tortura) del itemisaestdeogratias tan esperado. A veces observaba la cara del rey bobalicón, junto a la baranda del altar mayor, en el lado del evangelio. Sus ojos, inexpresivos y turbios, deslizábanse, como los míos, entre la multitud de placeras, mozas de venta, merceras, verduleras, fregonas, alcahuetas y putas que ocultaban a medias sus rostros entre mantillas de encaje y pañuelos burdos bordados con lanillas de colores. Y fue el rey, precisamente el rey don Carlos, segundo de este nombre, como decimos los cortesanos y secretarios, quien dio, en una de sus miradas, con el lugar exacto en el que se ocultaba a nuestros deseos la increíble belleza de la asturiana. Fue en el momento preciso en el que   —124→   el arzobispo de Santiago, que celebraba de pontifical, auxiliado en este menester por dos obispos y una caterva variopinta de presbíteros, canónigos y frailes de todas las especies, elevaba sobre todos nosotros el cáliz de la consagración. Sonaron entonces las campanillas de monagos y sacristanes, y todos hubimos de postrarnos de rodillas, con lo que, por un momento, perdieron mis maravillados ojos la dulce visión que acababan de tener. Terminada la consagración entre golpes de pecho y genuflexiones, pude al fin deleitarme en la contemplación de su belleza.

Adornábase con un vestido muy sencillo de los que usan las doncellas recién llegadas a la corte, mas, bajo su velo, brillaba en todo su esplendor una cabellera roja como el fuego y, aun enmedio de la multitud que la rodeaba y pese a la humildad de sus refajos, adivinábase la presencia de una calipigia que en la misma Afrodita habría despertado celos, de conocerla. Un juboncillo de terciopelo verde adornado con cintas del mismo color, que lo ajustaban, hacía destacar la redondez de sus pechos, la insinuante inclinación de sus caderas y la sutileza de su cintura. De ésta, descendía una falda negra de tela delgada que caída al desgaire sobre sus posaderas, destacaba aún más la perfección de ambos hemisferios. Imaginé, más que vi, el brillo de sus ojos, tan azules como el cielo de junio en Argamasilla. La iglesia olía a incienso, a almizcles, agua de rosas, cera quemada, orines, pedos, sudores y aromas de flores diversas, a barro reseco, potingues, cera de labios, polvos de arroz y frituras de manteca, y una atmósfera cargada y espesa, un aire denso de cementerio, un tufo picante que penetraba por mis narices, teníame siempre en trance de estornudar. Los rostros adustos y serios de los demás consejeros de Indias, mis colegas, de los que me hallaba rodeado, obligábanme a esfuerzos inhumanos para contener el desborde de mis humores, y no hallaba descanso mi pobre espíritu entre tantos latines episcopales, metálicos campanillazos de monaguillos, melismas de cantores castrados, sudores y picazones, por lo que no dejaba de soñar con el fin de mi tortura y con el ingreso a la gloria que los ojos por mí imaginados me prometían. A todo ello, añadíanse ahora, cada vez más exigentes, las ganas de mear, pero el arzobispo de Santiago hallábase todavía en el Agnus Dei y aún faltaban algunos pasos para que la ceremonia llegara a su fin. Aliviábanme en algo las continuas genuflexiones, que tengo para mí que, en las iglesias, cumplen el mismo fin que los pequeños paseos con los que medimos el largo de los estrados y estradillos de nuestros anfitriones, cuando, atrapados por la formalidad de las costumbres, nos priva el protocolo de la ocasión o del tiempo de alcanzar la discreta esquina callejera en la que podríamos vaciar, sin temor a ser sorprendidos por la justicia, nuestras vejigas y dar rienda suelta a nuestros humores. En esto estaba pensando, casi olvidado de la mozuela rubia que minutos   —125→   antes había ocupado por completo mi imaginación, cuando, como guiado por un sexto sentido, di en buscarla de nuevo con la mirada. Habíase puesto de pie y, con las manos juntas contra su pecho, parecía que rezaba. Descolgábanle de entre los dedos las cuentas de un humilde rosario fabricado con bayas de algarrobo, y, como al son de una música extraña e inaudible, el pequeño crucifijo de madera que de su extremo descolgaba balanceábase en el aire. Di entonces en imaginar que tal balanceo no era sino la escritura de un mensaje con el que la mozuela, seguramente enterada de mis intenciones, las aceptaba, citándome en un lugar y en un día y una hora que yo, en vano, trataba de descifrar.

Había pensado que, una vez terminada la misa, escaparía hacia mi casa, pero, con el mensaje del crucifijo, había variado mi intención. Sobrellevaría, como otros años, la procesión del Corpus, el ruido insoportablemente festivo de atabales y clarines, la música de los gaiteros, el paisaje madrileño cubierto de pendones flameantes, de balcones engalanados, de flores pisoteadas por los hermanos de las cofradías, de cantos, de ruidos y de latines. Marcharía, junto con los demás miembros del Consejo de Indias, detrás de los frailes y los niños de la doctrina, alejado del único grupo junto al cual me interesaba realmente estar, el grupo en el que seguramente iría la moza rubia cuyos azules ojos tan sólo había, hasta entonces, imaginado. Recordaba perfectamente la pregunta que un amigo habíame hecho unos cuantos días antes en una taberna de la puerta de Guadalajara haciendo esquina con la calle Nueva, mientras despachábamos sendas tacitas de un aloquillo de Arganda que él mismo había calabriado. «¿Qué parte del cuerpo de las mujeres gusta vuesa merced de mirar primero?», me había preguntado. Sin dudar, yo le respondí que los ojos. Él se había reído. «Yo les miro siempre los pechos», me respondió, «que en las proporciones de ambos hemisferios encuentro siempre la realidad del gozo que me prometen». A diferencia de mi amigo, yo siempre les miro los ojos. Los ojos tienen vida y reflejan una verdad que va más allá de las simples dimensiones. Faltábame, pues, conocer con certeza el color de los ojos de la mozuela, sus formas y dimensiones, la intensidad de su brillo, y, aunque sabía (o adivinaba) que eran éstos azules y grandes y que, de no serlo, ningún interés habrían de tener para mí sus redondos senos, ni sus caderas ampulosas, ni aun la perfecta armonía de las esferas que en sus soberbios hemisferios de calipigia componía la más acabada figura geométrica que hasta entonces hubiera conocido, agitábame inquieto por no haber podido, hasta ese momento, ver confirmadas mis esperanzas.

Al iniciarse la procesión, todos fuimos, por orden riguroso, saliendo de la iglesia. Encabezábanla los músicos, y, tras ellos, marchaban los niños   —126→   desamparados y los de la doctrina. Detrás de los niños extendíase un bosque de cruces y de pendones, y, a su sombra, marchaban los hermanos del Hospital General y los de Antón Martín, los frailes descalzos de todas las órdenes reformadas, los clérigos menores, los padres de la Compañía, tan adustos, los mínimos de la Victoria y una ingente multitud de frailes calzados. Seguían las cruces de la Almudena y del hospital y, tras ellas, clérigos y miembros de las órdenes militares. Al lado derecho íbamos los miembros del Consejo de Indias, junto con los del de Aragón, el de Italia y el Supremo de Castilla, y, a la izquierda, los del Consejo de Hacienda, de la Inquisición y de las órdenes con más de veinte sacerdotes del cabildo, todos los de la capilla real y el resto de la clerecía, el rey y los obispos. Con tantas formalidades y terciopelos, entre tantos guardias, picas, timbales, pendones, clarines y cruces, perdido en aquel bosque crecido de pronto en las calles de Madrid, no veía yo el momento en el que todas aquellas fantasías llegaran a su fin, pues entre ellas y entre la multitud de rapazuelos, mocosos, amas de cría, aguateros, criadas vizcaínas, mozos de cuerda, escribanos de la audiencia, caperos, pícaros, rabizas, gitanos, hidalgüelos, tahúres, sacristanes, secretarios, arrieros, gallegos y demás isidros que delante de la tarasca ponían sus pies en polvorosa, perdí de vista aquella espléndida y soleada mañana de junio a la encantadora zagala de la Arcadia que, bajo la humildad de sus vestidos, prometíame con sus encantos los placeres de ese cielo que Cupido tiene reservado a sus devotos. Pasé el resto de la mañana entre sudores y ruidos y, como para consolarme, di con mis huesos de pecador, hacia el mediodía, en la casa de una mi prima algo lejana que, esposa de un valido de la reina, gozaba por ese tiempo de una discreta viudez de conveniencia por encontrarse su marido en misión, al parecer importante y secretísima, ante la corte de los zares. Habíase quedado mi prima en Madrid, porque, según decía con harta gracia, prefería los mantecados de Astorga, los polvorones de Estepa y los ricos mazapanes de Toledo a los bollos circasianos escarchados al natural.

Recibiome mi prima con muchas gracias y zalemas y exhibió ante mí, en el tiempo en el que permanecí en su casa, un arsenal fantástico de recursos que habría envidiado la misma Mesalina. Comimos ese día, mirándonos a los ojos, albondiguillas y manjar blanco y, de postre, frutas de estación, que ya las daba. Si mal no recuerdo, fueron cerezas. Entraban y salían los criados de librea, y mi prima administraba sus órdenes sin mirarlos siquiera. Parecían todos acostumbrados a tales extravagancias, así que cuando, ya levantados los manteles, invitome con discreción a pasar a su alcoba, ninguno de ellos pareció extrañarse, y todos desaparecieron de cuartos y de pasillos como por arte de encantamiento. Gocela, mas, ya casi al final, vínome una flaqueza que dejó   —127→   mi cuerpo congelado y mi virilidad arrastrándose por los suelos, como si, en vez de estar en Madrid en un espléndido día del mes de junio, estuviera en Moscú, como se encontraba su marido, tiritando a la intemperie. Mi prima, extrañada, pues ya conocía mi ardor en estos casos, preguntome la causa de mi debilidad repentina, y yo, que siempre he sido honesto con los que bien me quieren, hube de confesarle toda la verdad, describiéndole con gruesas pinceladas de color a quien hasta ese día había vivido, sin remedio, tan lejos de mí y a quien imaginaba para siempre con su destino ligado al mío.

Durante meses nada supe de ella. Acariciando siempre la esperanza de hallarla al doblar una esquina, recorrime mil veces de arriba abajo las calles de la villa. Buscábala en los portales y escaleras de sus casas, en los rincones más escondidos de sus calles y plazuelas, en sus tiendas y en sus mercados, en el interior de las carrozas que a diario recorren las frescas alamedas del Prado, bajo los vestidos y tocados de marquesas y de criadas, de damas de la reina y de bailarinas de zarabanda, o entre los árboles y la floresta de la Huerta del Rey y entre las sombras que hacen los arcos de la plaza Mayor en sus soportales. Llegábame en ocasiones hasta el Alcázar, pasaba a la otra orilla del Manzanares y, cuando ya desesperaba de encontrarla entre la multitud, volvía sobre mis pasos hasta la plaza Mayor, o, cuando el ánimo me lo permitía, hasta la calle de Alcalá, junto a cuya cruz y, sin saber por qué, poníame a rezar y a acongojarme. Con frecuencia recorría todos los pasos que había dado en la procesión del Corpus con la esperanza de descubrir en aquellas calles ya olvidadas de atambores y de pendones, de cruces, monaguillos, obispos, frailes, caballeros, gigantones y tarascas, algún perfume especial, algún aroma, alguna huella de sus chapines sobre el empedrado, algún indicio, en fin, que denunciara su paso, y subía por la calle Mayor, avanzaba por la de las Carretas y la de Atocha, volvía a la iglesia de la Almudena, contemplaba sus muros, entraba en ella, me detenía frente a sus altares, observaba a las beatas, examinaba los pasos y los cuerpos garridos de las más jóvenes y salía otra vez a la calle para seguir dando vueltas como una peonza entre la plaza Mayor y la puerta del Sol, donde, con frecuencia, al subir por la calle de la Montera, encontrábame con algunos amigos y conocidos que no dejaban de demostrarme su extrañeza por mis recientes costumbres andariegas. «Es un hábito saludable», les respondía, y ellos, entre sorprendidos y discretos, se despedían de mí con una ligera inclinación de cabeza. Dormía poco y a sobresaltos. En la noche, el paso de los borrachos cantando coplas chabacanas y los ruidos lejanos y amenazantes de las riñas de los matasietes mateníanme en vela, y no pocas veces, embozado en mi capa, volvía a la calle empujado por una misteriosa fuerza que desconocía y que no podía controlar. Descendía entonces por la calle de San Miguel hasta casi su   —128→   desembocadura en la de Alcalá y, de allí, torcía por la de San Jorge y, enfilando al final de la calle de la Reina por la de las Torres hacia la de los Carmelitas, solía dar finalmente con mis huesos en la de San Hermenegildo, donde, si aún no era muy tarde, me recogía en el figón de un pasiego, cuya mujer mostrábame gran estima, para reponer las fuerzas con algún caldo de cordero o las sobras de un jigote y una buena jarra de vino, con lo que me consolaba. Andaba siempre como desmayado y borracho. Comía poco, cualquier cosa y a deshoras. Mi buen Pedro, tan habituado al orden, acostumbraba por entonces a mirarme con extrañeza y no pocas veces descubrí en sus labios una mal disimulada sonrisa de conmiseración. Todavía no conocía su nombre, pero recreaba mi mente imaginando que mantenía con ella conversaciones amenas e interminables mientras estábamos ambos tumbados al descuido sobre la hierba de una pradera a las orillas de un arroyuelo cantarín y limpio de las montañas. Ambos éramos pastores, y, en mi zurrón, guardaba yo un suculento pedazo de tocino que, con un corrusco de pan endurecido, aligeraba, más tarde, nuestra gazuza. En esas ocasiones jamás le miraba a los ojos, pues hasta entonces no estaba seguro de su hermosura. Y con esas y otras imágenes bulléndome en la cabeza, algunas noches me llegué hasta la plaza de la Cebada, donde mozas de apetecibles carnes ofrecíanme sus encantos.

Acostumbreme a la mala vida y al aire de los rufianes y frecuenté figones y tabernas de mala muerte, mesas de tahúres y conventillos de pícaros, fondas y ventas, rondas de cuchilleros y compañías de cómicos, burdeles y salones en los que los favores se vendían al más alto precio y descuidé en todo mis intereses, dejándolos en manos de mis parientes, que, en ese corto tiempo, debieron, según ahora entiendo, de multiplicar sus fortunas, pues menguada y sin esperanzas quedó la mía. Una mañana que, por excepción (había, como en otras ocasiones, salido el sol desde temprano, pero algo nuevo que no sabría explicar flotaba en el ambiente y un ligero cosquilleo en mi nariz me decía que podría ser el mejor día de aquel otoño casi primaveral), habíame levantado con mucho ánimo y dispuesto, tras una noche de buen dormir (mi sueño, tan ligero, hízose aquella noche pesado y profundo), a recuperar mis antiguos y ya casi olvidados hábitos, decidí, por mejor gozar de aquella espléndida jornada de noviembre y de las tibiezas del sol del veranillo de san Martín, pasear a pie y sin compañía, como venía haciéndolo desde que la viera en la iglesia arropada en trapos y con las manos juntas sobre aquellos pechos con los que soñaba día y noche. «Irás al Prado, Leonor», iba canturreando por los bajines, acordándome a medias del parlamento de una comedia que había visto en los últimos días, cuando, bajando por la carrera de San Jerónimo, acerté a columbrar en lontananza el brillo inconfundible de una cabellera llameante. Cantaban los   —129→   pajarillos entre las ramas desnudas de los árboles, y sus hojas secas, arrastradas por una ligera y cálida brisa de levante, componían con sus tonos rojizos y dorados un cuadro de gran tibieza, de intimidad casi hogareña. Apresuré mi paso, impelido por el deseo y la esperanza. Tenía la extraña seguridad de que esta vez mi instinto no se equivocaba. A lo lejos, veíase que la cabellera de fuego pertenecía a una doncella de algo más que de mediana estatura, esbelta, de paso menudo y rápido, que no habría de calzar demasiados puntos en sus chapines por lo bien que sabía contonearse. ¡Y qué garbo! Acompañábala una vieja que, por llevar el rostro a medias cubierto con un grueso mantón de lana negra, supuse yo que habría de tenerlo picado de viruela. A poco, la vieja del mantón desapareció de mi vista, y no porque hubiese dejado de cumplir sus funciones de chaperona, sino porque, en mi imaginación desbordada, habíala yo destinado a hacerle compañía a Satanás en los infiernos. Mis ojos la veían tan sólo a ella. Desaparecieron de mi vista los árboles y los pajarillos, las doradas hojas y las fuentes, las casas, las calles y las personas, y en el mundo sólo era ella, sólo estaba ella, ella ocupaba todo el espacio que mi vida necesitaba, los cuatro costados de mi alma. ¡Allí estaba! Acercábame a ella sin saber a ciencia cierta qué habría de decirle, y, antes de llegar a su altura, percibí que, en efecto, eran sus ojos azules y aún más grandes, claros y dulces de lo que jamás hubiese imaginado. Calculé bajo sus sayas el largo exacto de sus piernas, el grosor de sus pantorrillas, las dimensiones de sus caderas, la perfección de aquel cuerpo que, en la iglesia de la Almudena, tan sólo había podido adivinar entre el humo de los cirios, inciensos, rostros de beatas, gestos adustos de los miembros del Consejo de Indias, música de chirimías y estruendo de atambores, entre latines y casullas arzobispales. ¡Allí estaba! ¡Ante mí! Unos cuantos pasos nos separaban, y noté que yo había comenzado a temblar como una hoja, por lo que hube de hacer una gran fuerza para enfrentar la situación, atemperar mi semblante, ajustar el paso que contra mi voluntad se alargaba y hacía más raudo, reparar en mis ropas, terciar mi capa, ladear mi chambergo y ajustar el tahalí que llevaba cruzado sobre el pecho. Y, cuando todo húbelo concluido, a medias satisfecho de los resultados, la moza estaba ya frente a mis narices y sonreía, abriéndome, de esta guisa, las puertas de su confianza. No recuerdo bien las primeras palabras (¿qué enamorado las recuerda realmente?) de saludo: tan sólo sus ojos, tan azules y tan profundos, tan limpios y sorprendidos, tan serenos, aquellos transparentes y tibios piélagos en los que, durante unos pocos meses, habría de naufragar tan a mi gusto, víctima de sus encantamientos, y, también, que caminamos despacio hasta un merendero, que en éste tomamos aloja por aligerar nuestras calores y que, como niños, observábamos riéndonos a los paseantes y que el soberbio paso de las grandes damas   —130→   en sus coches de tiro con sus criados de librea colgados de sus pescantes, el de los alguaciles, tan serios, que caminaban en parejas con la mano derecha apoyada en el pomo de sus espadas mientras les crecían los ojos en el cogote por mejor vigilarnos, el correr de los chicuelos entre los arbustos, o el pasar lento y voceado de aguateros, mieleros, alojeros y cuantos mozos poníanse delante de nuestros ojos anunciando a voces sus mercancías provocaban nuestra risa y despertaban, sin que pudiéramos evitarlo, nuestras carcajadas, que, de tan felices, debíamos parecer tontos de capirote. Algunos paseantes se detenían entre sorprendidos y molestos, mas, al ver nuestros rostros, tan inocentes y confiables, continuaban su camino. Supe entonces, pues me lo dijo, que se llamaba Bibiana, que era nacida en Asturias, junto a tierras de Liébana, ya en los límites de la Montaña, de familia hidalga, como suelen serlo cuantos vienen al mundo en tan antiguo reino, aunque muy pobre, y que la vieja que la acompañaba era una su tía madrileña, prima lejana de su difunto padre, algo necia, sorda como una tapia, adornada de muchos y sonoros apellidos («y tantos», decíame la doncella, «que no puede caminar en silencio, pues le suenan todos cuando se mueve») y con un más que menos de tronada. Había llegado a la corte a probar fortuna, que en Asturias, según me dijo, los hidalgos sin ella son más numerosos que los salmones en sus ríos y en nada remedia su necesidad una probanza de nobleza en la chancillería de Valladolid. Hasta el presente, empero, la fortuna le había vuelto la espalda, pero ella confiaba en que, con el correr del tiempo, habría de sonreírle, que méritos tenía -y le sobraban- para enamorar a dama tan veleidosa.

Caminamos a lo largo de la mañana, paseamos las horas y los minutos, nos deleitamos en cada rincón del tiempo que pasamos juntos, y nuestros pies, más que en el suelo, posábanse en el espacio mágico de los sueños. Llegada la hora de la comida, ofrecí invitarla a un refrigerio en mi propia casa, a la que, aunque con hartos mohínes (¡y tan graciosos!) y reticencias, terminó por acceder. La vieja, siempre pegada al guardainfantes de su sobrina, seguía con toda discreción fuera de mi vista, no por su gusto, por cierto, sino por el mío, que en nada se satisfacía sino en la contemplación extasiada de aquellos ojos celestiales de la moza asturiana. Sólo cuando, al llegar a mi casa y ya en mi estrado, mi fiel Pedro, con la discreción de la que gusta de hacer gala ante las visitas por parecer educado entre los doce pares de Francia, nombró a la vieja con el título de señora y la invitó a que tomara unas aceitunas de aperitivo, caí en la cuenta de que jamás se había separado de nosotros.

La comida transcurrió entre miradas y sonrisas, entre juramentos de amistad eterna por mi parte y veladas promesas de amor por la suya. Gracias al   —131→   brasero que Pedro había encendido poco antes de que llegáramos, la atmósfera del comedor estaba tibia, y cuando, transcurridas más de tres horas de conversación y de risas ininterrumpidas, de tiernas miradas, discretos roces, suspiros y melindres, salimos a la calle, dímonos cuenta de que el cielo habíase encapotado, que corría un vientecillo frío que cortaba la respiración, que estaba a punto de caer la noche y que el invierno, como todos los años por esas mismas fechas, comenzaba. Hice, entonces, que Pedro dispusiera con mi cochero la carroza, pues Bibiana me había dicho que vivía a la otra orilla del Manzanares, e, instaladas en ella, me ofrecí para acompañar a las damas hasta su casa, ofrecimiento que la tía madrileña de mi adorada asturiana, milagrosamente restablecida de su sordera, se apresuró a rechazar con un gesto entre soez e indiscreto que avergonzó a su sobrina y que yo, en mi inocencia, atribuí a los muchos años que, sin duda, afectaban ya su entendimiento. Cuando volvió, pregunté a Tarsicio, mi cochero, en qué lugar había dejado a las señoras, mas él tan sólo supo decirme que en una esquina de la calle de los Francos le pidió la más vieja que detuviera el coche y que, mucho antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, abrieron la portezuela y ambas desaparecieron de su vista como tragadas por la noche. Entre sorprendido y molesto, volvió a casa para darme cuenta detallada de lo sucedido.

Durante algo más de tres semanas seguimos viéndonos a diario en uno de los merenderos del Prado y, más tarde, cuando ya el frío comenzó a hacerse realmente insoportable, dimos en trasladar nuestras citas a mi casa. Tomábamos chocolate y jugábamos al ajedrez y, a veces, a las barajas, mientras la villa de Madrid, a nuestros pies, se congelaba. A veces, entreteníamos nuestros ocios observando, tras los pequeños cristales casi congelados de las ventanas, el paso siempre apresurado de los caminantes empujados por el cierzo, o escribiendo, en esos mismos cristales empañados, nuestros nombres de enamorados: Fílida y Félix. En los días soleados gustábamos de juegos más inocentes, y Bibiana, vestida como aldeana de su región, llegábase hasta una fuente cercana a mi casa y, con un cántaro de agua sobre su cabeza, paseaba la calle contoneándose con mucha gracia hasta llegar a mi puerta, donde Pedro estaba ya listo a recibirla. Desde la ventana de mi alcoba, veíala hacer y disfrutaba la representación. Al atardecer, al caer las sombras de la noche sobre las calles y plazuelas de la villa, Bibiana y yo, bien abrigados al calor del brasero, volvíamos a contemplar satisfechos el ir y venir de los infelices que, embozados en sus raídas capas, luchaban contra el cierzo del Guadarrama. Colábaseles éste por todas partes, y nosotros, como si temiéramos que los viandantes nos contagiaran sus fríos y tiritos, abrazábamonos fuerte por mejor sentir -y con mayor intensidad- el calor de nuestros cuerpos. En ocasiones, era éste tanto y tan ardiente que   —132→   Bibiana, con alardes de comedianta, desnudábase al ritmo de las músicas que yo, para la ocasión, le improvisaba haciendo ruidos con la boca o golpeando con los nudillos una mesilla de madera adosada a la cabecera de nuestro lecho. Cuando terminaba la representación, a la que ella, con mucha gracia, nombrábala danza de los siete velos (solía, en éxtasis, gritar que quería la cabeza del Bautista, y yo sacábala entonces a la luz para que ella, cumpliendo sus funciones de verdugo, me la arrancara a mordiscos), rodábamos ambos por el suelo, y sobre la alfombra persiana que coloreaba el piso de la pieza, terminábamos amándonos con desesperación y con furia. Una, dos, tres, cuatro, cinco semanas y tres días bastaron para hacer de mí el hombre más dichoso de la tierra.

Invadiome en aquellos días un extraño deseo de hacer cosas. Levantábame con los gallos y salía, lloviera o tronara, a pasear por Madrid hasta el mediodía, después de haber roto el ayuno del día anterior con los huevos escalfados de costumbre, dos mazapanes, un pedazo de queso, una taza de leche bien colmada o, más frecuentemente, con una buena jícara de soconusco. Desterré de mi dieta, en aquellos días, los matahambres y sopas de ajo, las pezuñas de cerdo y las carnes rojas, a las que yo imaginaba repletas de miasmas peligrosísimas que habrían de afectar mi temperamento al verme frente a mi amada. Consumía tan sólo dulces y golosinas, hidromieles, aloja, letuario, chocolate y mazapanes de las monjas, y siempre tenía en casa una gran provisión de estos deleites por mejor regalar con ellos el paladar de la asturiana. Bien se sabe que las comidas dulces y suaves hacen dulce y suave a quien las consume y que las golosinas y chochos, no siendo propios para la guerra, son -y con mucho- los más apropiados y mejores pertrechos de los que Amor se sirve en sus batallas.

Fueron también, en aquel tiempo, despreocupados y felices cuantos estaban a mi servicio, y yo, descuidados como tenía mis deberes para con el Consejo de Indias, al que me habían transferido hacía tan sólo unos meses por recomendación de los marqueses de Puñoenrostro, mis protectores, pedí mi excedencia y fueme concedida, abandoné las prisiones «do el ambicioso muere» y quedé, desde ese entonces y para siempre, con las modestas rentas que producían algunas tierras que, en los campos de Guadix, habíanme dejado mis precavidos progenitores. Si escasas para mis vicios, eran las rentas bastantes a satisfacer mis necesidades y permitíanme mantener un buen pasar de por vida y casi tanto como si dispusiera de un juro real por garantía. El único entre mis criados que no gustaba de mi nueva posición era Pedro, que seguía soñando con pasar a las Filipinas y hasta con morir en ellas, rodeado, como decía, del afecto cordial de las tagalas. Habíale nacido tan extraña obsesión con el roce de unas camisas de seda chinesca en los años en los que vivíamos en París,   —133→   delicadas y coloridas prendas que me habían sido enviadas como regalo por un tío, hermano de mi madre, coronel de los ejércitos de su majestad y gobernador de una de las provincias de tan alejados territorios. Mi querido tío Juan imaginaba probablemente, en ese tiempo, que habría de hacer una insuperable carrera en el servicio de su majestad. Como yo, los demás criados, incluido Tarsicio, sentíanse ahora libres de los cuidados que semejante servicio produce a cuantos lo sufren.

Fueron aquellos meses felices, jornadas intensas y días plenos de sorpresas agradables, mas, como todo lo bueno tiende fatalmente a su fin y acabamiento, un buen día, de repente, mi felicidad se esfumó. Recuerdo bien que fue un viernes muy frío de febrero y que los cristales de la ventana de mi cuarto amanecieron escarchados y opacos. En las ramas desnudas de los árboles de mi patio los gorriones se congelaban. Por la calle de la Cruz aventurábanse comediantes, modistillas, artesanos, damas de primera agua, carboneros, arrieros, mozos de cuerda con sus cargas, vendedores de aguardiente y algunos otros cristianos que lo hacían por necesidad, y los carros cargados de cisco y leña llegados de la sierra, traqueteando, batían los barros congelados de las afueras de la villa. Hacia el Prado, sonaban como blasfemias las trallas sobre los lomos de las acémilas, y el relinchar de las más rebeldes, junto con el restallar de los chicotes y los juramentos de los carreteros, proporcionaba a Madrid aquella parda y fría mañana de febrero un fondo musical de pesadilla. En la calle, bajo mi ventana, un abogado de las reales audiencias, queriendo salvar las aguas de albañal que corrían libremente en el fondo de aquel arroyo ciudadano, cayó de bruces y se embarró con las inmundicias de sus clientes. Sin poder evitar una sonrisa, me retiré de la ventana y corrí las cortinas. La atmósfera gris y el aire turbio invitaban a quedarse junto al brasero.

Aquella mañana habíame despertado pletórico de ánimo y de entusiasmo y, sobre mi mesa de trabajo, tenía ya dispuesto mi recado de escribir. Durante la noche anterior, en la soledad de mi lecho, había imaginado la composición de un soneto de tema singular, un soneto a la manera de Quevedo, y, tras tomar una breve colación de queso y vino, púseme a contar las sílabas necesarias para arrancar de la materia informe del lenguaje las sonoridades que mi musa requería. Quise dedicar aquel soneto al humilde orinal, objeto peregrino y necesario y, al tiempo, el más vil y despreciable de cuantas invenciones haya el hombre imaginado, recipiente de nuestras miserias, pozo inmundo y ciego en el que vamos vaciándonos de a pocos, reduciéndonos a simple y escueta materia excrementicia. Es el orinal instrumento de un solo pie y de una gran boca. A decir verdad, el orinal es todo boca: una inmensa boca sin estómago, un saco sin fondo, pues esa boca es, al tiempo, boca, estómago y vertedero de   —134→   nuestra propia humanidad. Come y no come, deglute y expulsa sin deglutir ni expulsar, pues, si bien admite cuanto le echamos, nada termina por aceptar y, al seguir con su enorme boca abierta, sigue aceptando cuanto rechaza y, sin comer, comiéndolo con voracidad. Ningún otro instrumento ideado por el hombre encierra mejor el sentido final de nuestro tiempo, y su figura redonda y deforme, su silueta de enano inflado y cojo, puede ser tomada por suma y cifra de cuanto en nuestro país se está pudriendo, o de cuanto en el mundo se va haciendo inútil y acabado, arrinconado en la conciencia de cuantos, en estado de putrefacción, han perdido el sentido de los tiempos. Aquella mañana, empero, el orinal era tan sólo una figura festiva, una disculpa, un juego iniciado una semana antes entre las sábanas de mi lecho, cuando Bibiana, que gustaba de las situaciones chocantes, de los gestos groseros y de las palabras soeces, me retó a componer una oda, un soneto, una silva, «o cualquier otra cosa que vuesa merced considere», al humilde orinal en el que ella acababa de satisfacer sus necesidades. Ocioso, no obstante, como me hallaba, la poesía resultaba un excelente pretexto para darle sentido a la espera.



Recurriendo a Quevedo, yo te digo
que no veo el porqué de tanto enojo,
pues, aunque vives ciego y eres cojo,
no te acuso de tal, que eres mi amigo.

Viéndote en esas trazas de mendigo,
comido por la sarna y por el piojo
y poniendo tu boca donde arrojo
el pan que ayer comí y que hoy maldigo,

siento pena de ti y no comprendo
dónde quieres llegar tan irritante,
negándote a comer y maldiciendo

de este mi flojo arrojo el colorante,
pues sin tregua ni espacio voy haciendo
lo que tú has de comer más adelante.



Estaba -y lo confieso- orgulloso del resultado. Imaginaba que a Bibiana habría de agradarle y no veía las horas de que mi amor apareciera, de admirar   —135→   su figura cortando el aire, e iba una y otra vez hasta mi ventana por ver si mis esperanzas se cumplían.

Observaba la puerta del teatro y los grupos de comediantes que, aquel día, esperaban que algún autor los contratara, y yo imaginaba que su ánimo sería semejante al mío, pues paseaban algunos la calle de arriba abajo y, embozados en sus pañosas por amor al frío, no dejaban de golpear con rabia sus alpargatas contra el empedrado.

Las horas pasaban lentamente, y el término de nuestra cita llegaba a su fin. Pedro llamó a mi cuarto y, sin esperar respuesta, entró para anunciarme que la comida estaba lista. Díjele que esperara algunos minutos más, que, como todos los días, habría de tomar mis alimentos acompañado. Volví a sentarme en mi mesa de trabajo, hojeé algunas páginas de Gracián y un minúsculo librillo de D'Aubignac. Nada de lo que leía significaba algo, aunque no sé bien si ello se debía a mi estado de ánimo, o al estrecho criterio del tratadista que, con gesto asaz impertinente, llevábase los dedos pulgar e índice a sus narices cada vez que en alguna de sus páginas aparecía el diabólico y sulfuroso nombre de nuestro Lope. Algunos años antes, este mismo D'Aubignac había mantenido con Ménage una encendida polémica sobre la duración exacta que debía concederse a la acción escénica del Heautontimouromenos, pues toda su sabiduría, como la de Le Bossu y, en parte, hasta la del propio Boileau, sustentábase en sus habilidades de relojeros. Tales habilidades habíanseme siempre negado, y yo atribuía semejante carencia al hecho cierto de haber crecido entre naranjos, al de haber gozado desde niño de los aromas del azahar y, sobre todo, al de haber conocido demasiado tarde los rigores del septentrión. Al fin, solo en el frío, abandonado bajo el acoso del cierzo y de la nieve, descubrí la importancia del tiempo y el sentimiento del carpe diem horaciano. De haber vivido este poeta en Andalucía, el tiempo habría pasado sobre él sin que se diera cuenta. En Sevilla, por fortuna, siempre es el gallo rojo el que termina cantando.

Aquella mañana, empero, el gallo negro habíase colado de rondón. La animación de la calle había decaído. Los actores, cansados de esperar a un autor que jamás llegaba, habíanse retirado y sólo de vez en cuando pasaba bajo mi ventana alguna mujeruca arropada en su mantón, o un pobre de pedir, con el rostro azul y las manos envueltas en trapos mugrientos, que aquel día quedaba a merced de la magra sopa de los conventos. Diem perdidi, pude haber dicho con Tito, pero era mucho más que el tiempo lo que yo sentía que se me escapaba de las manos. Pedro volvió a entrar a mi cuarto para anunciarme que la hora de la comida había pasado con largueza y que, si esperaba a alguien (él bien   —136→   sabía de quién se trataba), diera por no cumplido el compromiso, que, siendo el día tan frío y tan poco a propósito para las visitas, quien fuese habría más tarde de excusarse. Cobré con este discurso nuevos ánimos, y ya convencido de que, por inconvenientes derivados de un tiempo tan destemplado, habríase visto Bibiana (mi Filida) obligada a permanecer en casa, di en pensar que, al día siguiente, habría de tener noticias ciertas de la causa de mis desvelos. Tranquiliceme, pasé al comedor, tomé mis alimentos y, tras una breve siesta, holgué toda la tarde recreándome en Quevedo y en las burlas de la Fortuna. Llegada la noche, cené unos huevos fritos en manteca, me llevé a la boca algunos altramuces, calenteme con un buen vaso de aguardiente y, ya acostado, arrebujeme en las frazadas de mi lecho y me quedé dormido.

Aquella noche soñé que estaba en un cuarto amplio y revestido hasta los techos de noble madera de nogal. Las vigas maestras eran largas y gruesas y los modillones, bien torneados por un carpintero que conocía su oficio. El cuarto carecía, no obstante de muebles, y yo, solitario, permanecía de pie en el centro, esperando a alguien cuya identidad ignoraba. Entreteníame observando la calidad de los entrepaños de la pieza, la de sus revestimientos, jambajes y tableros e íbame con frecuencia hasta sus puertas para comprobar, angustiado, que estaban cerradas a cal y canto. Sentía mucho frío en aquella habitación sin muebles y sin ventanas, y mi angustia creciente hacíame pasear de un lado a otro, acelerar el ritmo y la velocidad de mis zancadas, llevarme las manos a la cabeza, halarme los cabellos o arrojarme al suelo, desesperado, pateando al aire, como si fuera éste mi enemigo. La atmósfera se hacía cada vez más pesada y el frío, más penetrante. Envuelto en mi capa, trataba de combatirlo, pero era inútil, pues un viento helado cuyo origen desconocía subíame entre las piernas, penetraba mis medias y mis calzones, enfriaba mi camisa y me apuñalaba las entrañas. Más allá de las paredes de madera, y como si estuviese dotado de un nuevo y poderoso sentido, veía siluetas de hombres y de mujeres que se movían con naturalidad, iban de un lado a otro, danzaban, se amaban y acariciaban, y en ninguna de estas siluetas, por lo distantes y confusas, podía yo reconocer persona alguna, aun cuando sospechaba (y esta sospecha me hería en lo más profundo) que todas ellas no eran sino sombras de personas que yo había conocido en otros tiempos, o de personajes imaginados en largas vigilias y soledades. Desperteme angustiado y descubierto, con los flancos helados. Volví a arroparme en las frazadas, pero, al hacerlo, descubrí la extrema debilidad en la que me hallaba, pues la cabeza me daba vueltas y no encontraba lugar en el que no posara los ojos sin sufrir un desvanecimiento. La luz tenue de la mañana invernal penetraba en mi cuarto, y los objetos danzaban delante de mí como si tuviesen vida. Cerré los ojos y traté de dormir de nuevo. No lo   —137→   conseguí y, hasta que Pedro no vino a despertarme trayendo una jarra de agua caliente con la que pudiese hacer mis abluciones en la jofaina, estuvo mi ánimo dominado a un tiempo por el miedo a la muerte, la angustia de la enferme dad y la tristeza que me producía la larga ausencia de Bibiana.

Durante casi dos semanas permanecí arrojado en mi lecho sin que la fiebre cediera y sin que Pedro pudiera proporcionarme noticia alguna de la asturiana. Cuando la primera cedió al fin, aún estuve cuatro días reponiéndome en casa y, como al quinto, salí a la calle, busqué a un capitán del ejército, a quien por ser pariente lejano y buen amigo, podía confiarle mis cuitas, y, tras contárselas por entero, le pedí el consejo que necesitaba. Don Diego, mi pariente, llevome hasta la casa de un pícaro que vivía más allá de la puerta de Toledo y que según mi amigo, manteníase de la venta de informes a la justicia como otros se mantienen de los beneficios que proporcionan las indulgencias. Si alguien podía dar con el paradero de Bibiana, me aseguró, ése era Henriquillo, pues ningún otro hombre en Madrid tenía entrada libre a tantas y tan honorables cofradías. Y así, finalmente, tuve, para mi desgracia, noticias ciertas y confirmadas de Putaparió.



  —138→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Escolástica


Habían llegado de Zúñiga unos arrieros con un oso al que halaban de una cuerda atada a una anilla que llevaba incrustada en la nariz. En la plaza de Lunahuaná las patas del animal levantaban una enorme polvareda, y unas niñitas, blancas y bien vestidas, gritaban despavoridas cuando el oso, siempre controlado por uno de los arrieros que lo sujetaba al otro lado de la guasca, se les aproximaba rugiendo. Era la primera vez que en Lunahuaná se veía algo semejante. Las ayas y criadas de las niñas blancas protegíanlas entre sus faldas cuando la bestia se abalanzaba sobre ellas. En los balcones de la plaza, las mujeres gritaban, y hasta los alguaciles de la milicia hacían corro con los demás vecinos por gozar del espectáculo. Uno de los arrieros procuraba mantener el ritmo de una danza indefinida con un tamborcillo que, atado con unas correas, le descolgaba del cuello. Unos mozos robustos que volvían de la chacra a lomo de pollino se detuvieron al ver el gentío, echaron pie a tierra y, ganados por la alegría del momento, olvidándose de su cansancio, comenzaron a batir palmas por acompañar el ritmo del tamborcillo y, con entusiasmo festivo, a imitar con sus bocas el ruido metálico de algunos instrumentos. La música y el ritmo se contagiaron pronto, y en pocos minutos nadie quedaba en la plaza sin que moviera los pies para levantar el polvo. Aquel día Lunahuaná estuvo de fiesta.

Ésta era la última imagen que Escolástica conservaba de su pueblo. El sol estaba en su cenit, y todos, blancos, negros, mestizos, indios, mulatos, zambos y cuarterones, danzaban y reían hermanados por la música y la alegría contagiante de los arrieros de Zúñiga. El oso, en el centro exacto de la plaza, seguía moviéndose, como al principio, con un ritmo torpe y sin sentido. Todos sudaban, y Escolástica, que, junto con otros tres esclavos, atravesaba la plaza y se despedía de la localidad, vio por última vez el animal con su enorme boca abierta, sus dientes afilados, sus garras amenazantes y sus patas delanteras imitando a medias los movimientos de las personas. Después sólo escuchó durante algunos minutos los gritos y chillidos, las palmadas, los cantos y el rítmico golpeteo del tamboril del arriero, hasta que, cuando ya las últimas casas del pueblo quedaron atrás, desaparecieron los ruidos de la improvisada fiesta. A los lados del camino, las chacras mostraban la sazón de los camotes en flor, el majestuoso ramaje de pacayales y chirimoyos, el verdor de los papayos y los complicados arabescos de las parras que anunciaban en agraz el fruto de la vendimia. Entre los campos de algodón abríanse las estrechas sendas por las   —139→   que los esclavos, montados en sus asnos, iban y volvían de su trabajo. Posadas en las ramas de los algarrobos, bandadas de petirrojos incendiaban el cielo con sus colores. Como el pueblo que ella dejaba atrás, también el campo estaba de fiesta.

Por el estrecho camino que descendía de Lunahuaná hacia la villa de Cañete, siguiendo la margen derecha del río, iba bajando hacia la costa el séquito de don Íñigo Ortiz de Cellorigo, el joven capitán de infantería que acababa de comprarla. Escolástica lo conoció por vez primera cuando, llamada por su amo, acudió a verlo a su casa con orden de no tardar. Pusiéronle para la ocasión el vestidito de los domingos con unas cintas de colores en la cintura, laváronla en el río y, cuando ya su madre consideró que estaba tan bella como le era permitido estar a una niña esclava, estrechola en sus brazos y, sin decir palabra, con lágrimas en los ojos, se despidió de ella. Algunas otras esclavas también lloraban, pero Escolástica Mi no sabía muy bien por qué. Sentía una fuerte opresión en el pecho y unas enormes ganas de gritar que, al pasar por la plaza y contemplar la danza del animal, se fueron disipando, para volver más tarde, cuando el sol implacable y el polvo levantado por las mulas y los caballos en el camino comenzaron a secarle la garganta.

El río precipitábase entre las rocas, y, a sus orillas, algunos molles, algarrobos y sauces llorones sombreaban minúsculas praderas en las que pastaban las ovejas. Los indios hacían descender sus menguados rebaños desde las alturas para aprovechar aquellos pastos exiguos cuando otros, más sustanciosos, comenzaban a faltar en las tierras altas. Con frecuencia, estos pastores, cubiertos con sus fúnebres camisones de lana negra, pasaban por Lunahuaná y vendían a los poblanos, o los cambiaban por papas, camotes y otros frutos, los excelentes quesillos que ellos mismos preparaban en sus majadas. Escolástica, haciendo abandono de sus deberes, había asistido no pocas veces a los tratos que el capataz de sus amos acordaba con los pastores. Ambas partes regateaban por un ochavo, y por la diferencia de un tomín podían los tratos prolongarse toda una mañana antes de llegar a algún acuerdo. Cada quien quería ganar en el intercambio. Junto con otras niñas esclavas de su edad, quedábase a veces contemplando el ir y venir de los rebaños que bajaban de Zúñiga, o que subían hacia la sierra, y se deleitaba en el sonido de cencerros y campanillas, en los vivos colores de las cintas de lana que colgaban de las orejas perforadas de las pécoras, en el corretear vivo e inteligente de los perros y en la apostura de los pastorcillos de su edad que, con el zurrón colgándoles de los hombros y el cayado entre sus manos, parecían más fuertes y más hombres que los chiquillos de las chacras. Ahora, acompañada del rumor de las aguas del río Cañete entre las rocas, veíalos a lo lejos, oscurecidos por la sombra de los algarrobos,   —140→   el verde pálido de los achaparrados molles y la espelunca formada por los coposos sauces que descargaban sus llantos sobre las cantarinas aguas que se precipitaban desde los nevados de la sierra buscando el sosiego en el tiempo detenido de los océanos, en la inmutable eternidad del mar, donde todas las aguas se confunden y se hacen una. Oía sus gritos y sus silbidos y observábalos a unos corriendo con sus perros detrás de sus ovejas, detenidos otros bajo los árboles en posición estatuaria y hierática y, a los más, metiendo sus pies desnudos en las aguas cristalinas de la correntera. Con todos ellos le habría gustado estar en ese momento, jugar a las escondidas, al marro, o a las prendas, conversar, cantar y reír. Desde la altura del camino polvoriento que conducía a la villa de Cañete, Escolástica íbase despidiendo de su río, sus árboles, sus campos, su madre, sus amigos, sus sueños, su mundo y su infancia.

Todo su mundo de niña quedaba atrás mientras el séquito del caballero iba acercándose a la villa. Sus diez años de vida en Lunahuaná quedaban reducidos a aquellas últimas imágenes del oso bailando en la plaza del pueblo, a los rostros de los curiosos, los niños pastores de la sierra con sus zurrones y cayados, la belleza de los campos en flor, los pámpanos de las parras, los pacayales, durazneros y chirimoyos y, sobre todo, al polvo del camino, una nube de polvo que, a medida que se acercaban a la villa, hacíase más grande e insoportable, más caliente y espesa, como los médanos que comenzaban a divisarse allá a lo lejos, donde el desierto se precipita en el mar y todo se hace llano y sin relieves y donde todos los sonidos se confunden en un solo rumor sordo e interminable. Quedábale también el recuerdo de su madre, callada y tierna, lavándola en el río para que se presentara limpia al lugar en el que su amo, junto con el caballero recién llegado de Lima, la esperaba. A este recuerdo habrían de unirse, más tarde, con frecuencia, algunas imágenes aisladas de sus juegos, los rasgos de Eloísa y las mataperradas y travesuras de los niños de la hacienda. Eloísa habíase quedado en Lunahuaná, y Escolástica sentía su separación casi tanto como la de su madre. Ambas habían crecido juntas y, juntas, habíanse iniciado en los pequeños trabajos domésticos que su ama les imponía. Cuando les quedaba algún tiempo libre, salían a corretear por los campos y, en la noche, cansadas de sus juegos y agotadas por el trabajo, dormían sobre el mismo jergón de paja, abrazadas como hermanitas bajo las cobijas. Eloísa tenía el sueño profundo y, con echarse en la cuja, bastábale para quedarse dormida. Escolástica, en cambio, pasaba la mayor parte de la noche en vela, imaginando con frecuencia que alguien (casi siempre un apuesto caballero) llegaba a Lunahuaná y quedaba prendado de su belleza, enamorado de la esclava. Después, en el silencio de la noche, recreaba su viaje por parajes desconocidos hasta llegar a Lima, donde un barco bien provisto de cuanto es necesario a un periplo prolongado estaría   —141→   esperándolos. Su sueño era llegar a África, a la tierra de los angolas, donde, según su madre, podía ella, por derecho, convertirse en princesa. Imaginábase entonces que, al llegar a las costas africanas, varios jinetes empenachados, armados con largas lanzas, salían a recibirla y que con ellos iban los bardos que cantaban su belleza y sus virtudes y recitaban los elogiosos y heroicos hechos de sus antepasados. También imaginaba que la caravana se detenía en todas las aldeas y que, finalmente, tras muchas fiestas y homenajes, llegaba al palacio de su abuelo el rey y que el honorable anciano, con lágrimas en los ojos, la recibía como heredera, colocábale una diadema de oro sobre su frente y hacía proclamar por todos los rincones de su imperio que la nieta a la que él creía muerta había regresado y que los caballeros más valerosos y gentiles debían ganar su mano en las justas que ya estaban dispuestas en un día señalado para tal efecto. Con frecuencia solía dormirse al llegar a este punto, y pocas veces llegó a descubrir el rostro de su imaginario esposo, ganador de todas las pruebas del torneo. El caballero que la rescataba de la hacienda de Lunahuaná solía desaparecer durante el viaje por el océano, ora sin dejar rastro ni memoria de sí, tan misteriosamente como había aparecido, ora tragado por las olas durante una terrible tormenta en la que todos quedaban en trance de perecer por la furia de vientos tan encontrados, ora, en fin, seguro ya de que el viaje terminaría con fortuna para tan hermosa niña, tomando en el secreto de la noche una pequeña chalupa y alejándose remando en dirección contraria. Cuando esto último ocurría, Escolástica, si llegaba a descubrir en su sueño las verdaderas intenciones de tan generoso caballero, quedábase durante varios minutos en el puente de popa despidiéndolo en silencio y con lágrimas en los ojos. Lo más frecuente, sin embargo, era que el caballero la escoltara hasta el final del viaje y que cuando el rey, su abuelo, tras recompensarlo por su hazaña con muchos tesoros, convocaba a las justas en las que los mejores caballeros habrían de enfrentarse por conquistar la mano de su nieta, su salvador, ganado siempre por su belleza y enamorado, se presentara a ellas, derrotara a sus rivales en el palenque y, finalmente, se casara con ella. El caballero cambiaba de aspecto todas las noches, y unas veces era moreno y, otras, rubio, y, como había oído contar a su madre que, entre los blancos, son muchas las naciones y muy diversas las costumbres, hacíalo a veces portugués y casi siempre, por ser a los españoles a quienes mejor conocía, castellano recientemente llegado a Indias con un importante cargo y muchísimas riquezas. Vestía el caballero según había visto a los oficiales del ejército que, en cierta ocasión, con un pequeño destacamento, descansaron en la hacienda, y lo que más destacaba de él era, junto con su espada de relucientes gavilanes, un gran chambergo adornado con bellísimas plumas de colores. El rostro del caballero se le borraba con frecuencia,   —142→   y, en ocasiones, por fijarlo con mayor precisión en su memoria, poníale unos hermosos bigotes negros con las guías levantadas y una perilla cuidadísima que terminaba por darle un aire algo siniestro y vicioso del que, no obstante, gustaba muchísimo la niña esclava. En él, durante las largas vigilias que pasara en los galpones de la hacienda tratando de conciliar el sueño junto a Eloísa, había ensayado una y mil veces la imagen ideal del hombre de sus sueños. A veces, entre las junturas de barro y caña de los bahareques del techo, asomábase la luna cuando ya Escolástica Mi estaba a punto de dormirse, y, ganada por la fascinación que sobre ella ejercía el astro de la noche, la niña esclava, sin poder evitarlo, volvía a entregarse al solitario placer de sus ensoñaciones.

Un día de septiembre de 1679 llegaron a Arequipa. En el transcurso de un mes, el séquito de don Íñigo Ortiz de Cellorigo había bajado hasta la costa, atravesado el desierto, pasado por Ica, donde se detuvo algunos días para reponer fuerzas, cambiar acémilas y adquirir provisiones, llegado a Caravelí y, subiendo de nuevo hacia la sierra, atravesado aldeas y poblaciones cuyos nombres jamás antes había escuchado la niña esclava y muchos de los cuales había ya olvidado. Durante todo ese tiempo, Escolástica fue puesta al servicio de doña Violante, una hermosa joven de dieciocho años, rubia y delicada, que la trataba con el cariño de una amiga. Doña Violante, frente a quien todos los hombres de su séquito inclinábanse respetuosos, era la hermana del capitán de Cellorigo y, desde entonces, habría de ser su nueva ama. Junto a ella, Escolástica aprendió oraciones que jamás antes había escuchado y, ganada por la bondad de la señora, hízose, como ella, devota y piadosa, si bien en la noche, antes de dormir, dueña de su tiempo y de su imaginación, abandonábase a ésta por repetir el viaje liberador que, cada noche, la llevaba hasta el fabuloso reino de los angolas, en cuyo trono se sentaba. Acompañaba a su señora, en Arequipa, a las iglesias, visitaba y cuidaba a los enfermos, repartía limosnas entre los pobres, rezaba rosarios, novenas y triduos, hablaba con los frailes de san Francisco y, a su pesar, echaba de menos los momentos de solaz que, después del trabajo, solía tener con sus amigos de la hacienda y en los que, junto a Eloísa y otros niños de su edad, correteaba entre las chacras, saltaba las acequias, subía a los árboles, o apedreaba a los chivillos y guardacaballos que picoteaban entre los platanares. Llegada la noche, Escolástica dormía en una pieza contigua a la de su ama, estrecha y maloliente, a la que la luna, antaño risueña, no se dignaba asomarse por no tener un mal hueco entre las piedras por el que poder hacerlo. En esos momentos, completamente sola y libre, Escolástica volvía a abandonarse a sus fantasías.

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Éstas habían variado muy poco desde su infancia en Lunahuaná. Cada año, sin embargo, el rostro del caballero que la liberaba de la esclavitud y que, tras largas y fatigosas jornadas, dejábala sana y salva como reina de los angolas (y, a veces, también como su esposa enamorada, reina de su corazón) hacíase más preciso en sus rasgos y más hermoso. Imaginábalo ahora esbelto y fuerte, con barba poblada y negra, rostro endurecido en cien batallas, ojos pequeños y hundidos, mirada ardiente, frente despejada y con una boca cuyos labios terminaban perdiéndose en la maraña de pelos que la rodeaban. Doña Violante habíale dicho que era ésta -y no otra- la estampa de los piratas y que estos hombres, enemigos de Dios y de la humanidad, descuidaban su aspecto, no por virtud, sino por vicio, que en nada encontraban mayor placer que en ofender a Dios nuestro señor con sus excesos. Describíalos la española como hombres renegridos por el sol, tostados por el fuego del infierno, crueles y fieros, pero añadía que nada de ellos habrían de temer, pues teniendo, como tenían, tan cerca a un caballero tan valiente y cumplido como su hermano, ningún peligro venido de los hombres habría de afectarles, por lo que resultaba más sabio y conveniente defenderse de las acechanzas que el demonio, enemigo de todo lo creado, «pone a nuestras almas». «Los piratas, querida niña», repetía doña Violante, «no han de llegar hasta Arequipa, que es ciudad alejada de las costas, pero hasta Arequipa y más arriba han de llegar y llegan las tentaciones de Satanás, que Dios nuestro señor se lo permite para probar nuestra fortaleza». A Escolástica gustábanle las descripciones que de los piratas hacía su ama, a los que en el viaje que hiciera desde España había conocido y en cuyas manos había estado a punto de caer, y la niña esclava había comenzado a ajustar a estas descripciones la imagen ideal del hombre que, durante los últimos cinco años de su vida, había luchado por fijar en su memoria.

Cierta mañana de febrero, cuando acompañaba a su señora a la iglesia de la Compañía, al atravesar la plaza Mayor de la ciudad, vio a un caballero que respondía a esta imagen. Tenía un porte digno y un estatura suficiente para atemorizar a los alguaciles de la justicia, y de su tahalí descolgaba una espada enorme con la que la negra imaginaba que habría de atravesar sin piedad a las indefensas víctimas que cayeran en sus manos. Al pasar frente a él doña Violante, hízole éste una caravana, y, cuando al día siguiente, desde el barandal del segundo piso vio la angola que el feroz pirata atravesaba el patio con paso seguro y que terminaba confundido en un abrazo con el hermano de su señora, Escolástica sufrió una terrible decepción. Desde entonces, la imagen del pirata comenzó a confundirse con la del caballero y la historia primera de su liberación fue pasando a un segundo plano hasta quedar, más tarde, perdida por completo entre la hojarasca de sus recuerdos.

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Cuando doña Violante ingresó como novicia, la imagen del caballero acompañó a la esclava hasta las soledades de su celda. Don Íñigo había hecho construir para su hermana una hermosa casita de estilo castellano, y en ella pasaban sus días ama y esclava dedicadas a la oración. Junto con las monjas y novicias del monasterio vivían no pocas viudas y algunas jóvenes de buenas familias que en él recibían algún grado de instrucción y que no se hallaban sometidas a voto alguno que limitara su libertad. Escolástica gustaba, sobre todas las cosas, de la compañía de las primeras, las que, por ser más viejas y tener reconocida experiencia en las cosas de este mundo, hablaban de él con complacencia y gustaban de pintarse y de adornarse, de usar delicadas telas en sus ricos jubones y de no desdeñar las historias alegres, los bailes y los saraos. Junto a ellas, y no junto a su señora, pasó Escolástica el año del noviciado de doña Violante, mientras que ésta, ganada por los rigores de la vida contemplativa, cuidábase muy poco de la conducta de la sierva que su querido hermano había puesto a su servicio. Fue aquél el año más feliz del que Escolástica guardaba memoria. Hablaban las viudas de sus pasadas andanzas en el mundo y se complacían en describir con detalle las casas, muebles y vestidos de los que habían hecho uso en otros tiempos, cuando sus maridos vivían y ellas asistían a fiestas y saraos en los que podían lucir sus mejores y más costosas joyas para envidia de sus rivales. Siempre había alguna rival de aquellas señoras, y la enemistad entre ellas nacía con frecuencia de compartir ambas idéntica pasión por algún caballero, o de sentirse igualmente bellas y apetecibles a sus ojos. Escolástica escuchaba y, cuando llegaba la hora de volver a su celda para atender las necesidades de su señora, mientras cocinaba el magro sancochado de pobres hierbajos que doña Violante le ordenaba preparar, la esclava angola se complacía materialmente con manjares más suculentos, mientras su imaginación seguía recreando el rostro de aquel caballero que, sin ser pirata, tanto llegara a parecerse a quienes ejercían tan peligroso oficio. Luego, cuando, ya llegada la noche, quedábase doña Violante arrodillada en su reclinatorio, Escolástica metíase en la cama para seguir soñando con amores imposibles.

Al terminar el año de noviciado, llegaron también a su término los ocios de la esclava. Madre Sacramento exigíale ahora una continua presencia en su celda y sometíala a oraciones y penitencias que Escolástica creía haber olvidado para siempre. Sus sueños, no obstante, siguiéronla acompañando, como cuando todavía era una niña en Lunahuaná. A veces imaginaba que, pese a todo, jamás había llegado a salir realmente de la hacienda de los Monteagudo.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Fray Domingo de Silos de Santa Clara


«Un alma de Dios», habíales dicho Madre Encarnación de Ubago antes de despedirlos la última vez que la vieron, mas Íñigo guardaba la sospecha de que en un hombre semejante, joven y bien parecido, según decían las enamoradas monjas, habrían de encerrarse algunas otras cualidades menos beatíficas. Habían transcurrido ya nueve días desde que él y su primo tuvieran la entrevista con la monja de Ezcaray y casi un mes desde que enterraran a Madre Sacramento. Durante las últimas noches, agotado por tantas y tan diversas impresiones, el capitán de Cellorigo había podido, al fin, tener algunos sueños apacibles y su semblante había mejorado, sus músculos habíanse repuesto y la color, vuelto a aquellas mejillas a las que, tan de improviso, habían abandonado. Fray Antonio de Tejada, en cambio, caminaba por las calles de Arequipa como entre nubes, dejándose llevar mecánicamente por sus zapatos y, con frecuencia, descuidando su manteo y arrastrándolo por el empedrado, sucio de barros y de boñigas. Ambos se dirigían hacia el convento de San Francisco a entrevistarse con fray Domingo de Silos de Santa Clara.

El superior de los dominicos de Arequipa caminaba pegado a las paredes del seminario, apoyando en ocasiones su mano derecha en sus venerables sillares. Íñigo observaba con satisfacción el cielo abierto de la ciudad y, al fondo, sobre los muros del convento franciscano, derruidos dos años antes por un espantoso terremoto, la cónica altura del Misti blanqueada por la nieve. El sol de la mañana ensanchaba el horizonte. Algunas mujeres y unos pocos niños de la doctrina caminaban despacio buscando la sombra que los muros de piedra arrojaban sobre el empedrado de las calles. Por unos segundos, Íñigo pensó en Ezcaray y en las alturas del San Lorenzo, en los hayedos de sus montes y en sus fuentes y sintió algo tan parecido a la nostalgia que, sin querer, dejó escapar un suspiro que fray Antonio, tan alejado de cuanto lo rodeaba, percibió enseguida.

-Recuerdas a Violante -aseguró el dominico con un tono de voz entre lacrimoso y resignado.

Íñigo no le respondió. Apoyó su mano izquierda en el pomo de su espada y detuvo su paso con la intención de acoplarlo al pausado caminar de su querido primo. En la plazuela de San Francisco, junto a las escaleras de la iglesia, unos chicuelos jugaban a las canicas. Al ver que los primos se aproximaban,   —146→   pusiéronse de pie y, reverentes, inclinaron sus cabezas, reclamando con este gesto la bendición del dominico.

-Dios os bendiga, niños -dijo éste, haciendo en el aire la señal de la cruz.

Penetraron en la iglesia. A esa hora, pasadas ya con largueza las nueve de la mañana, algunas beatas hallábanse arrodilladas frente a los altares laterales. En uno de ellos, un fraile anciano retrasaba su misa y un acólito anunciaba, al sonido inconfundible de una campanilla, el misterio de la consagración. La enorme cúpula de la iglesia iluminaba el crucero y bajo la bóveda de cañón de la nave central un caballero joven, vestido de negro, permanecía en éxtasis con la mirada perdida en las figuras del retablo del altar mayor. Los primos caminaron por la nave lateral derecha y se dirigieron a la sacristía. En la penumbra del templo, el olor a cera penetraba por todos los poros y, junto al sagrario del altar mayor, la luz desprendida de un vaso de aceite anunciaba la presencia de Jesús sacramentado. Sobre los ladrillos rojos de la sacristía el sol que penetraba por sus ventanales descubría los estragos del último terremoto. Los frailes aún no habían podido cambiar el pavimento y, en algunos rincones, amontonábanse los cascotes de piedra, ladrillo y yeso desprendidos de los techos y las paredes. Tras arrodillarse y persignarse ante el sagrario, ambos primos penetraron juntos en la pieza sacra. Bajo un enorme crucifijo de madera, un fraile joven íbase desprendiendo, con el auxilio de un monago, de sus ornamentos de misacantano. Doblábalos, besábalos y terminaba abandonándolos cuidadosamente sobre una mesa, de donde un viejo sacristán los tomaba para guardarlos en los amplios cajones de las estanterías y credenzas adosadas a sus muros. Cuando los primos hicieron su ingreso a la sacristía, llevábase la estola con unción a la boca, la doblaba y besaba, para colocarla con cuidado sobre la mesa. Hizo, más tarde, lo mismo con el ángulo y el manípulo y, cuando ya tenía el alba a punto de sobresalir por encima de su cabeza, notó por la mirada del monago, cuyos ojos se habían desviado de sus caminos habituales, la llegada de los visitantes. Terminó de desvestirse, se arrodilló, hizo la señal de la cruz, volvió a ponerse de pie y, haciendo sobre su eje un giro de ciento ochenta grados, se dispuso a darles la bienvenida.

-Ave María purísima -saludó el franciscano y, sin esperar respuesta de sus visitantes, añadió-: Los estaba esperando.

Tres días antes, fray Antonio de Tejada había enviado una esquela al convento de San Francisco anunciando a fray Domingo de Silos su visita. El joven fraile había fijado el día y la hora de la entrevista. «Me complacerá en   —147→   grado sumo», había escrito en su respuesta, «conocer y tratar de cerca a quienes en vida fueron hermanos amantísimos de Madre Sacramento».

-Éste nos cree caídos del palto -comentó el capitán de Cellorigo al leer el billete.

-Tampoco podemos ser tan suspicaces -le respondió el dominico-. Fray Domingo de Silos puede ser el sacerdote ejemplar del que nos ha hablado doña Encarnación. Vayamos, querido Íñigo, con el corazón inocente y las orejas abiertas, pues yo te aseguro que, de este modo, penetraremos mejor los misterios que si fuésemos armados de prejuicios.

Ahora estaban ambos frente al franciscano de Cirueña. Era éste un hombre delgado, de regular estatura, cabellos claros, ojos negros y brillantes, tez rosada como la de un niño, rasgos regulares y agradables y con una boca sin labios que marcaba un gesto entre infantil y perverso. Sus pequeños ojos oscuros movíanse sin parar de un lado a otro como si quisieran penetrar en el pensamiento de los primos. Púsose entre ellos y, tomándolos de los brazos en un inusitado gesto de confianza, los sacó de la sacristía hasta un amplísimo claustro en el que unos arcos romanos de medio punto descansaban sobre pilastras de gran volumen y en el que las bóvedas de arista hacían, con el sol radiante de la mañana, extraños juegos de luces y sombras sobre las lajas del pavimento. Los arcos claustrales daban directamente a los jardines, don de los frailes, añorando tal vez los paisajes de su infancia, habían plantado chopos, rosales y granados y en los que una cantarina fuente ponía la nota musical y refrescante con su murmullo. En silencio, dieron una primera vuelta entre bóvedas y arquerías. El último terremoto no había logrado dañar tan magníficas estructuras. Íñigo, sin detener su paso, entretúvose contemplando la aventura de un picaflor libando entre las flores de los granados en flor.

-Vuesas mercedes dirán -inició el franciscano la conversación. Hasta ese momento, los primos no habían dicho una palabra.

-Vuesa paternidad fue, si mal no entiendo -comenzó a hablar entonces el capitán de Cellorigo-, el más cercano confidente de mi querida hermana, su director espiritual. Hemos hablado con doña Encarnación de Ubago, y le confieso que algunas de las cosas que nos ha comentado, algunas de sus palabras y no pocas de sus insinuaciones nos han inquietado. Le hablaré sin tapujos, pues no es éste el momento adecuado para circunloquios ni sutilezas. ¿Cree vuesa paternidad que mi hermana tenía enemigos en la comunidad, alguien que la odiara a tal punto que decidiera matarla?

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-¡Por Dios! -negó, escandalizado, el franciscano- ¿Quién, estando en sus cabales, podría odiar a Madre Sacramento, que no sólo era una religiosa ejemplar, sino la encarnación misma de la bondad y del amor cristiano?

-¿Cómo explica vuesa paternidad, entonces -preguntó fray Antonio-, que los médicos hayan encontrado rastros de un veneno mortal que acabara con su vida?

-Mi ciencia, reverendo padre, no es la medicina, sino la del espíritu, y yo sólo sabría decir que Madre Sacramento tenía un alma tan delicada y tan pura que no parecía hecha para este mundo. Era una santa, un verdadero ejemplo para su comunidad, para la ciudad de Arequipa y para el mundo cristiano.

-Los santos, con frecuencia, terminan como mártires.

-Así suele ser, caballero; mas no creo que en este caso...

-Vivimos tiempos difíciles -dijo entonces el dominico-, y vuesa paternidad sabe que las pasiones religiosas se deslizan con frecuencia por pendientes de humanidad que desdicen del origen divino de las mismas. Bien podría ser que algunas personas vieran en nuestra querida hermana no a ese ángel de bondad al que vuesa paternidad se refiere, sino la encarnación misma del demonio del orgullo. A algo de esto se ha referido, cuando con ella hemos conversado, Madre Encarnación de Ubago, quien, según nos ha dicho, era, junto con vuesa paternidad, la única que realmente entendía a Madre Sacramento. Si no era bienquista de las monjas, no sería, tal vez, descabellado suponer que algunas de ellas, dejándose llevar de...

-No son las disputas teológicas las que priman en los conventos de mujeres -dijo entonces el franciscano-. Vuesa paternidad sabe que las monjas allí encerradas son personas sencillas y sin mayores luces y que toda su ciencia de las cosas de Dios se reduce a la oración y a las mortificaciones a que someten sus cuerpos para alcanzar la salvación eterna. El ambiente de estos monasterios es recoleto y calmo, y no son precisamente las pasiones, por más elevadas que parezcan, las que mueven a estas mujeres. Con frecuencia, sus disputas se reducen a asuntos banales, a la administración del convento, a algunas compras y, de vez en cuando, a dirimir los derechos que en el coro creen tener las monjas de velo blanco, quienes, a veces, se sienten relegadas frente a las de velo negro. Y eso es todo.

-Eso no es todo, reverendo padre, que, en ocasiones, en las disputas monjiles hállanse rivalidades que más parecen del mundo que del claustro, y a ello es, precisamente, a lo que hasta ahora me he venido refiriendo. Aunque aún es joven, debe haber oído hablar vuesa paternidad de los graves disturbios   —149→   que agitaron este monasterio hará, de ahora, cuarenta años y de algunos atentados contra la vida de la entonces priora por querer ésta someter a sus monjas a una disciplina más rigurosa. Dícese que las descontentas llegaron, en un momento, a prender fuego a la celda de la superiora, y hasta a tapiarla, por verse libres de sus sermones y rigores. Esto, como debe saber vuesa paternidad, ocurrió siendo obispo de Arequipa monseñor Pedro Ortega, y son muchos los vecinos que han oído y saben de tales sucesos.

-No dejaron aquéllas de ser disputas de mujeres, que si la priora hubiese seguido su carrera de perfección espiritual sin exigir de las demás que la imitaran, nada de esto habría sucedido, pues bien sabe vuesa paternidad que el sabio y puro no habla sino forzado y que no se pone en cosa que no te toca por oficio, y entonces con gran prudencia. Tengo para mí que la santa priora fue, en ese tiempo, imprudente, pues, dejándose llevar del rigor de su ascesis, que sólo a ella le tocaba, quiso imponer a todas la misma regla, olvidando que la astucia, la doblez, la ficción, el artificio, la política y los mundanos respetos son infierno para los sabios y sencillos y cayendo, en consecuencia, en la trampa que, a tal propósito, pusiérale el enemigo. La santa superiora enredose, así, en las cosas de este mundo, que es, a mi entender, grave imprudencia, pues es el mundo el que nos impide llegar a Dios y el que lastra nuestro vuelo, que quien no procura la total negación de sí mismo, es decir, quien no se libera del mundo y sus cuidados, no será verdaderamente abstraído y así nunca será capaz de las verdades y luces del espíritu.

-No es de la santa priora, a quien no conocí, de la que hemos venido a tratar -quiso cortar el capitán de Cellorigo la amenaza de una larga discusión cuyos términos desconocía-. Yo, reverendo padre, no entiendo de estos asuntos del espíritu, ni sé si mi alma ha de volar a Dios con la oración, o de otro modo, que, si bien me importa, tal ciencia, por el momento, se me escapa. Sólo sé que mi hermana ha muerto y que existen razones suficientes para pensar que su muerte no ha sido, para decirlo al modo de los físicos, natural. Vuesa paternidad la conocía bien y conoce igualmente a aquellas personas que con ella vivían. Le pido, pues, reverendo padre, que, si guarda alguna sospecha, nos abra ahora su corazón, pues así habremos de saber más de lo que sabemos y podremos alcanzar con la certeza la paz que ahora la incertidumbre nos niega.

-Vuelvo a repetir a vuesas mercedes que ninguna sospecha guardo de la muerte de Madre Sacramento y que pienso que, si alguna cruzara por mi mente, ésta carecería de sustancia y fundamento, pues me resisto a creer que tan puro espíritu y tan desapegado de todo pudiera ser tocado por pasiones humanas, que ella sólo tenía puestos sus sentidos en Cristo.

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-Pero vivía en el mundo, aunque este mundo estuviera encerrado entre los sólidos muros de su convento. Nadie puede evitar que sus ecos penetren en las celdas más escondidas y recatadas y que las pasiones humanas se cuelen de rondón hasta los mismos reclinatorios, pues, pese a todo, seguimos siendo hombres, y nuestra hermana era un ser humano como los demás y, en consecuencia, podía despertar amores y odios igualmente humanos -le retrucó el dominico.

-Vivía sin vivir ciertamente -respondió el franciscano.

-Nadie vive sin vivir, que una afirmación semejante atenta contra la razón.

-La razón nos conduce a Dios, pero no es, reverendo padre, el único camino, ni el más certero.

-No lo ignoro, mas yo confío más en las certezas de mi mente que en los deliquios místicos de cuantos, por la vía de la contemplación, tratan de acceder con una rapidez inusitada al conocimiento de lo divino. Es, tal vez, un camino más largo, pero también más seguro. Es también -y aquí el dominico puso un énfasis especial en cada una de sus palabras- el camino que reconoce como más justo y acertado nuestra santa madre la Iglesia.

-No discutiré con vuesa paternidad sobre este punto, pues pienso que ni vuesas mercedes, ni yo, humilde franciscano, lo deseamos. Sólo quiero añadir que ninguno de cuantos siguen el camino de la especulación llega a gozar de las mieles de la unión y de la paz que la contemplación proporciona. Y no diré más, que sobre este punto hay mucho escrito, y tanto que habría de llevarnos la mayor parte de nuestras vidas el leerlo por completo.

-Y de tales lecturas muy poco sacaríamos, si no es negar aquello que los sentidos nos ponen a diario de manifiesto, que a Dios también podemos llegar por la razón, pues en nada se opone ésta a las enseñanzas de nuestra santa madre la Iglesia.

-Déjense vuesas paternidades -intervino don Íñigo, que temía que aquella polémica se desbarrancara por abismos cuya profundidad desconocía- de discutir sobre temas que no vienen al caso, que más importa ahora que nos pongamos de acuerdo sobre asuntos de este mundo que no sobre los del otro, pues estos habremos de conocerlos con seguridad, si es que llegamos a conocerlos, a la hora de la muerte. Si vuesa paternidad sabe algo, o sospecha algo, o si, en el transcurso de los próximos días, viénenle a mientes algunos detalles que hasta ahora habíanle pasado desapercibidos, ruégole, reverendo padre, que   —151→   nos comunique lo que sea, que cualquier detalle, por nimio que pudiera parecer, será importante para nosotros. Y por ahora -añadió a guisa de despedida eso es todo, que no lo molestamos más y nos despedidos rogándole que nos disculpe, que avanza el día y aún son muchas las tareas que nos quedan por delante. Abur.

Ahí mismo se despidieron. Fray Domingo de Silos de Santa Clara los acompañó hasta la puerta del convento. En la calle, los rapaces seguían jugando a las canicas en las escaleras de la iglesia y, hacia la plaza Mayor, avanzaba lentamente una carroza de tiros largos que, al parecer, venía de lejos. Las mulas se veían agotadas y sudorosas. Sobre el cielo arequipeño algunas nubes, amontonadas en las cumbres del Pichu Pichu, amenazaban con extenderse hacia el oeste. Fray Antonio se arrebujó en su manteo. La humedad calábale hasta los huesos y sintió un escalofrío. La corta discusión con fray Domingo de Silos habíale dejado el ánimo de mal talante. Nunca hubiera imaginado en el franciscano de Cirueña tal habilidad para la dialéctica.

-Esta noche va a llover -anunció el fraile.

-En estas cosas jamás te equivocas -le respondió su primo-. ¿De qué discutías con el franciscano?

-No lo entenderías. Son cosas en las que puede (¡Dios no lo quiera!) tener su parte la inquisición. Por mucho menos, algunos han terminado consumidos en la hoguera. Estoy pensando que no me parece muy prudente su actitud.

-¿Lo denunciarás por ello?

-No estoy seguro. Necesito meditar, y ahora, querido primo, no tengo tiempo, fuerza, ni ánimo para hacerlo. Nos olvidaremos, de momento, de esta discusión. ¿Estás de acuerdo?

-Me alegro. Te confieso que tales sutilezas teológicas me ponen muy nervioso.

-Y a mí.

-Pues, entonces, olvídalas.

Fray Antonio de Tejada debía volver a su convento, y el caballero de Cellorigo decidió acompañarlo. Regresaron por la plaza Mayor y, por no pasar frente a la Compañía, los primos tomaron un atajo por la calle de Mercaderes. A esa hora, las tiendas estaban muy animadas. Las señoras, vestidas con guardainfantes y jubones de raso de colores, entraban en las mercerías, y sus   —152→   criadas salían de ellas con las manos cargadas. En tabernas y chicherías unos parroquianos entretenían sus ocios jugando al dominó y a las barajas y otros conversaban sobre sus negocios y sus últimas aventuras amorosas. Todos bebían y se reían a carcajadas. Algunos rapazuelos correteaban entre las mesas de los parroquianos, y los dueños de las tabernas, por mejor guardar la seguridad de sus negocios, los sacaban de sus establecimientos halándolos de las orejas. Al rato, los niños volvían a las andadas. Era aquél un espectáculo animado y pintoresco, lleno de risas, de alegría y de vida, que a veces se desbordaba por las puertas abiertas hacia las veredas. Gritos, bullicio y gente: el espectáculo de la ciudad. Con frecuencia, Antonio echaba de menos la paz aldeana y las horas muertas bajo las cepas contemplando los celajes que, hacia el norte, formábanse cuando era niño sobre el León Dormido, la gran muralla que se levantaba más allá del Ebro. A veces, con la ilusión de recuperar el tiempo perdido, echábase bajo las parras de la huerta del convento y contemplaba el ir y venir de las nubes sobre el Chachani.

-Ésta es la vida, Antonio. En los conventos tan sólo habita el hastío.

El dominico no le respondió. Las nubes que viera sobre el Pichu Pichu a la salida del convento de San Francisco cubrían ahora por completo el cielo de Arequipa. El sol habíase ocultado y había caído una repentina oscuridad, las tinieblas que anteceden a las tormentas. Los primeros goterones se precipitaron contra el empedrado de las calles.

-Démonos prisa -dijo el fraile de Azofra.

Cuando llegaron, estaban empapados. En la esquina del convento de San Juan de Dios, a una cuadra de la calle de Mercaderes, la lluvia caía furiosa sobre la ciudad. En la puerta de Santo Domingo, don Íñigo se despidió de su primo.

-¿No quieres quedarte? -le preguntó éste.

-No -respondió el caballero-. Quiero hablar primero con Espinosa. Hay varias cosas que aún no veo muy claras.

-Para mí -dijo, entonces, el dominico-, todo está, desgraciadamente, demasiado claro.

-Abur.

-Abur.

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Don Íñigo se envolvió en su capa y echó a andar con presura hacia los soportales de la plaza Mayor. La calle de Santo Domingo se había convertido en un río que se precipitaba hacia el Chili lamiendo los muros de la Compañía y de San Agustín. En la plaza Mayor, hombres, mujeres y niños esperaban pacientemente a que escampara bajo los soportales del Cabildo. Don Íñigo se detuvo a descansar. Sobre el raudal que descendía por Santo Domingo flotaban algunos papeles manuscritos como barquichuelos en el océano. El caballero pensó, apoyándose en una de las pilastras que sostenían las arcadas de la plaza, que todas las obras humanas tienen el mismo fin: la muerte. El hermoso rostro de Violante le vino, entonces, a la memoria, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Empapado como estaba, nadie notó que, bajo la protección de su chambergo, el señor corregidor estaba llorando. La lluvia parecía interminable.



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Nuestra Señora del Puy


«Actiones nostras quaesumus, Domine, aspirando praeveni, et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per coepta finiatur. Per Christum, Dominum Nostrum». «Amén», corearon cientos de voces cuando el sacerdote terminó aquella mañana su oración. Marinos y pasajeros pusiéronse de pie. Los más ancianos y los baldados hubieron de hacer esfuerzos inauditos para desentumecerse. Una mujeruca de Palencia, desdentada y calva y empequeñecida por la fiebre, de mirada turbia y legañosa, quedose aún largo tiempo de rodillas sin saber dónde poner sus débiles manos para hacer la palanca necesaria que levantara su cuerpo del maderamen de cubierta en el que parecía empecinado. El fraile íbase ahora de cubierta con su monago, y algunos pasajeros, por mejor pasar el tiempo lento de la barcada, ponían manos a la obra para retirar del altar los cirios, floreros, palmatorias y telas que lo adornaban. Otros, menos dados a cosas de iglesia, inclinábanse sobre estribor, buscando en las aguas del océano alguna novedad que los librara del aburrimiento. Don Íñigo Ortiz de Cellorigo, desde el puente de popa, observaba los profundos surcos que las otras naves abrían en las anchuras de la mar. Los marineros subían y bajaban de las jarcias, se empinaban sobre los mástiles, caminaban presurosos por cubierta y, de vez en cuando, levantaban los ojos al cielo tratando de adivinar en las formas algodonosas y blancas de las pocas nubes que lo surcaban algún cambio repentino para el que siempre debían encontrarse preparados. En cubierta olía a orines, excrementos y verduras podridas, pero hacía ya más de una semana que los alimentos se habían agotado y tan sólo quedaban en la bodega, junto a la santabárbara, abundantes provisiones de galletas que, con la humedad y los calores del trópico, empezaban a agusanarse. Doña Violante, tomando a la mujeruca de los codos, la ayudó a levantarse. Ésta, ya de pie, se persignó y, con la docilidad de un perrito, se dejó llevar por la doncella de Ezcaray hasta donde se encontraban unas maromas en las que, a una indicación muda de Violante, depositó su escasísima y entumecida humanidad.

-Quédese aquí, madre -díjole con tono de ternura la muchacha-. El sol calienta y le hará bien. ¿Desea, madre, un poco de agua?

-Gracias, hija mía. Eres un ángel -le respondió la mujeruca.

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Habían embarcado veinte días antes en Sevilla, y el general de la flota, don Antonio de Berrio, habíales asignado a los hermanos por camarote un pequeño hueco sin ventilación junto a las bodegas, ahora casi vacías, del Nuestra Señora del Puy. Era capitán de la nave un gallego de Pontevedra, de piel cetrina y baja estatura, que respondía al nombre de Figuereido y a quien la tripulación, dejándose llevar por la furia arrasadora de los odios elementales, conocía con el nombre a medias susurrado de Boca de Perro, apodo que ninguno de los marineros bajo sus órdenes atrevíase a mentar en sus narices. Faltábale al capitán el brazo derecho, que habíale sido arrancado por una bala de cañón en un mal encuentro que tuviera, tres años antes, con unos filibusteros ingleses de las islas del Caribe. Corríale por debajo del ojo derecho, hasta casi el lóbulo de la oreja, una cicatriz espesa y negra que lo afeaba y que confería a su rostro, iluminado por unos ojos pequeños, nigérrimos y vivaces, una extraña ferocidad, acentuada por una boca sin dientes de la que, con frecuencia, sobresalía una lengua carnosa y oscura que el capitán solía pasear sobre sus labios por mejor refrescar sus comisuras. Cuando Figuereido sonreía, los marineros del barco poníanse en movimiento tratando de escapar a los pavorosos castigos que el pontevedrés les reservaba. Violante había tenido la oportunidad de representar su papel de buena samaritana atendiendo con trapos blancos, a la manera de vendas, que también faltaban en la embarcación, las espaldas de dos despellejados acariciados por el rebenque. También había confortado espiritualmente a un pobre morisco toledano que, dejándose llevar por sus aficiones a lo ajeno, fue, para su mal, hallado en tan indigna ocupación y a quien el pontevedrés juzgó y condenó dejándolo durante tres días con sus noches clavado de las orejas en el palo de gavia, de donde los marineros lo arrancaron, al término del castigo, desorejado. Las orejas quedaron durante algunos días expuestas a la vergüenza pública, mas la madre naturaleza, compadecida del converso y con el auxilio de los soles del trópico, abrasadores, los terribles vientos del océano y los picotazos de las aves marinas, terminó por borrar toda huella de su existencia. Empero, allí quedaron los clavos para recordarle al pasaje que el rigor del capitán Figuereido pendía siempre, como una espada de Damocles, sobre sus cabezas. El morisco toledano, no habiendo podido sobrellevar el castigo, fue poco a poco consumiéndose, y, en los últimos días de su vida, negábase, incluso, a pasar por su garguero los pocos alimentos que le entregaban. Dos noches antes, a la luz de las linternas y mientras todos le deseaban a coro un buen viaje a la eternidad, su cuerpo sin vida había sido arrastrado por el peso de una bala de cañón hacia las oscuras profundidades del océano.

Para doña Violante, el capitán Figuereido era un demonio y, en su inocencia, no entendía cómo un hombre semejante podía asistir a diario a los   —156→   oficios divinos y seguir la misa con el fervor y el recogimiento de un cristiano ejemplar. En ocasiones tales, el capitán sentíase como transportado, su rostro se serenaba y sus ojos perdían la ferocidad que tanto terror imponía entre la marinería a su cargo. Llevábase entonces al pecho la mano que le quedaba y, extendiéndola en humilde gesto de recogimiento, oraba en silencio inclinando su cabeza ante el santísimo sacramento del altar expuesto en cubierta. Hincado de rodillas en primera fila, era siempre el último en levantarse cuando el sacerdote, terminada la misa, invocaba, como hoy acababa de hacerlo, el favor divino para iniciar un día más de trabajos y penalidades. Y, al final del día, cuando ya las tinieblas de la noche estaban a punto de cerrarse sobre la tierra y el mar, el capitán Figuereido repetía en voz alta, después del rosario, con el sacerdote: «Agimus tibi gratias, omnipotens Deus, pro universis beneficiis tuis: qui vivis et regnas in saecula saeculorum».

La mujeruca de Palencia habíase quedado adormecida sobre las maromas de cubierta, y Violante observó que su hermano, desde el puente de popa, hacíale una seña para que subiera a reunirse con él. Los pasajeros pululaban por todas partes, y, si no fuera por el vacío que roía sus estómagos en la última semana, por la sed que los atormentaba, por la suciedad, el sudor y los malos olores, por las fiebres y enfermedades que los mantenían en perpetuo estado de adormecimiento, por ese ir y venir de alucinados sin rumbo y sin sentido, por los dolores de los cólicos, las bascas y mareos y, en fin, por todos los malestares que suelen acompañar al pasaje en las barcadas a Indias, hubiérase dicho que aquel día, con un sol tan luminoso, era una bella jornada de fiesta, una de aquellas mañanas de primavera en las que Violante, junto a su hermano, subía hasta la ermita de Nuestra Señora de Allende por encontrarse, según ella misma decía, más cerca del cielo que de la tierra. Cada uno de los pasajeros llevaba en su rostro la marca de la ausencia, y sus ojos miraban hacia el suelo con tristeza, o se perdían en la profundidad de las aguas, asomados a ellas, buscando respuestas a quién sabe qué preguntas. Todos parecían como hechizados, y hasta los marineros, tan acostumbrados a las fatigas y trabajos de estos viajes, caminaban como fantasmas. Sólo don Íñigo, con su hermoso jubón de raso, su sobreveste de cordobán que hacíalo tan apuesto, su chambergo de plumas y los brillantes gavilanes de su espada iluminados por el sol, parecía aquella mañana un raro ser vivo entre tantos muertos, un general victorioso en medio de los derrotados en una batalla pavorosa. Violante subió al puente, se llegó hasta él y dejó que la abrazara. Íñigo le pasó el brazo izquierdo por su hombro y, sonriendo, le susurró algunas palabras amorosas al oído. Violante colocó su cabeza en el amplio pecho de su hermano. Junto a él, se sentía siempre protegida.

  —157→  

-En tres días más -le dijo el caballero- habremos llegado a Puerto Rico. No es el fin del viaje, pero, con ello, habremos culminado su etapa más penosa y difícil. ¿Estás cansada? ¿No quieres bajar a reposar un poco en el camarote?

Violante observó que, sobre su cabeza, comenzaba a soplar una brisa refrescante y que las aguas del mar se oscurecían. Cuando levantó la vista al cielo, algunas nubes cargadas de lluvia se precipitaban hacia el oeste. El viento agitaba sus rubios cabellos. Íñigo la miró con ternura, y ella volvió a acurrucarse en su pecho con un gesto de paloma.

-Habrá tormenta -le aseguró a su hermano.

-Esperemos salir de ella con fortuna.

-Rezaré para que así suceda.

Su cargo de oficial en Indias habíale sido confirmado cuando ambos se disponían a visitar a doña Ángela de Leiva, abadesa de Cañas y pariente lejana de su madre. Para ese entonces, la doncella había ya decidido su vocación religiosa, pero, joven e inexperta, aún dudaba en qué convento de la región profesaría. El rigor de los conventos que había conocido sabíale a poco, y ella soñaba con una regla hecha a la medida de sus deseos y aspiraciones de santidad. Parecíale que todas las monjas vivían muy a sus anchas gozando de las rentas que sus propiedades y privilegios les producían e imaginaba que habría de existir algún monasterio en el que la vieja regla de san Benito se guardara todavía como en los tiempos, ya lejanos, de santa Oria, niña voluntariamente recluida en una pequeña celda del monasterio de Suso en San Millán de la Cogolla y cuya vida contara, en un libro ya perdido, el monje Munio, de quien, según era fama, la tomó Gonzalo de Berceo para cantarla. Así había elogiado el poeta la verdad contada por el hagiógrafo:



El que esto escribió non dirá falsedat,
que omne bueno era de grant santidat,
bien conosció a Oria, sopo su poridat,
en todo cuanto dixo, dixo toda verdat.

Dello sopo de Oria, de la madre lo al,
de ambas era allí maestro muy leal,
Dios nos dé la su gracia, el buen Rey spiritual
que allá nin aquí nunca veamos mal.



La vida de la serranita de Villavelayo había provocado en Violante enormes deseos de imitarla desde que, siendo aún niña de escasos años, visitara,   —158→   con Íñigo y sus padres, el viejo sepulcro de la santa excavado en la roca de la montaña, detrás de la iglesia del monasterio, y leyera la inscripción latina que Gonzalo de Berceo, el poeta del valle, había, siglos más tarde, vertido a «román paladino»:


Sobre esta piedra que veedes yace el cuerpo de Santa Oria
e el de su madre Amunna, fembra de buena memoria;
fueron de gran abstinencia en esta vida transitoria;
porque son con los ángeles las sus almas en gloria.



Ser de gran abstinencia se convirtió para ella, desde entonces, en una obsesión. Ésta, según creía, habría de conducirla a la gloria de los ángeles, como tan ingenuamente cantara el poeta, y no pasaba un día sin que su madre, poniéndose fuerte y reclamándole obediencia, le obligara a comer lo suficiente para no perder las fuerzas que su pequeño cuerpo, en perpetuo crecimiento, necesitaba. Íñigo, más cruel, o menos considerado, burlábase de lo que llamaba sus melindres y tentábale con golosinas y dulces de los que harían las delicias de cualquier niño. Gustábanle a Violante las frutas de estación, y eran éstas las primeras de las que se privaba, rechazando la tentación de las uvas y de las manzanas y comiendo, en su lugar, las endrinas más amargas y astringentes, o las bellotas de las que se alimentaban los pastores en las montañas. Todavía con más frecuencia se privaba de los dulces de leche y miel, de quesos y tortas y, sobre todo, de la carne, alimento que rechazaba por instinto y que sus padres, más sabios y experimentados, obligábanle a digerir en contra de su voluntad. En los largos inviernos de Ezcaray, cuando la nieve cubría los campos y su casa se alegraba con las fiestas de las matanzas, niña Violante exponía sus carnes a los helados cuchillos del cierzo, que barría los cielos y penetraba silbando en las habitaciones de las casas, donde los labradores de la región, frotándose las manos junto al llar, o con los pies colocados sobre el brasero, esperaban, pacientes, la llegada de la primavera. Poníase para la ocasión las camisas más livianas y, en la noche, cuando todos dormían, levantábase y, sin encender una mala vela que la alumbrara, acercábase a la ventana, la abría y dejaba que durante algunas horas barriera el cierzo todo indicio de calor, molicie y comodidad. Debido tal vez a tan continuados ejercicios de mortificación y a las privaciones a las que sometía a su cuerpo, Violante creció robusta y fuerte y llegó a la pubertad sin que una mala enfermedad la postrara en cama. Tenía la color rosada y fresca, las mejillas bermejas, los dientes fuertes y blancos, los cabellos rubios y brillantes y, sobre todo, los ojos profundos y luminosos.   —159→   Era su porte el de una reina, y no existía mozo en el pueblo y sus alrededores que, al verla pasar, no volteara a columbrarla por mejor disfrutar de su gracia y su belleza. Los ancianos sentían reverdecer su juventud al mirarla, y las mujeres observábanla con una no muy bien disimulada envidia. La honesta virtud modelaba la hermosura de la niña de los de Cellorigo.

Cuando viajaron a Cañas a visitar a doña Ángela de Leiva, pasaron antes unos días con sus familiares de Azofra. Junto con Antonio, Mariquita e Isabel de Arciniega, nieta de don Sebastián, hicieron algunos paseos hasta las cuevas, en la cuesta de la Magdalena, donde las ruinas de la antigua iglesia de San Pedro levantaban sus costillares de piedra entre las cepas. En la falda de la cuesta, junto al camino que lleva a Santo Domingo de la Calzada, los chicos descansaban al pie de una chopa achaparrada, antañona y gruesa, que echaba su sombra sobre las aguas que manaban de la Fuente de los Romeros, pequeña construcción de piedra que aligeraba los sofocos y fatigas de quienes, por su devoción, hacían el largo camino hasta la tumba del apóstol de las Españas en la lejana Compostela. En las choperas, junto a las huertas, jugaban al topo, y, en cierta ocasión, Violante, con los ojos cubiertos por un pañuelo, al tratar de agarrar a uno de los jugadores, tropezó y dio con su cuerpo en las aguas de la fuente, de donde la sacaron con grandes risotadas los ganadores. Otro día fue Isabel de Arciniega la que, por cazar ranas entre los juncos, cayó en un regajo, quedando su lindo vestido cubierto de cenaco negro y maloliente y ella con grandes temores al castigo que su madre, sin duda, le impondría. Era esta Isabel una buena amiga de sus primos y heredera de un censo que a favor del santo hospital de peregrinos de Azofra tenía su familia desde los tiempos de su abuelo don Sebastián, censo que comprendía más de ciento cincuenta mil varas cuadradas de tierras de labor y que obligaba a la familia al pago de diecinueve fanegas de trigo y cebada para el mantenimiento del asilo. Cuando llevaron a Isabel hasta su casa, en la calle Real junto a la calle que baja de la iglesia, su madre, que vareaba aquel día con sus hermanas la lana de los colchones y llevaba puesto sobre la cabeza un pañuelo de vivos colores que la protegía del polvo que levantaban los varazos, quitose éste, lo arrojó lejos con un gesto de ira que los muchachos no conocían y, cuando todo parecía indicar que rompería en una explosión de cólera salvaje e incontenible, púsose a reír sin poder contenerse y de tal modo que su risa se contagió de inmediato entre sus hermanas y criadas, y todas, dejando las varas de mimbre sobre la lana de los colchones, terminaron revolcándose en ella. La madre de Isabel lavó a su hija, le cambió el vestido y, ya vueltas las aguas a su cauce y olvidado el incidente, dioles a los muchachos unas sopas de leche tan agradables y dulces que   —160→   a Violante, no pudiendo por cortesía excusar la invitación, obligáronle a hacer mentalmente la promesa de dormir en el suelo aquella noche para compensar el placer obtenido de la golosina.

Violante recordaba muy bien aquellos días pasados en Azofra, sus noches estrelladas de verano, el vuelo rasante de las golondrinas sobre los trigales y las danzas de los mozos que, al son de gaitas y tamboriles, saltaban ante la imagen de santa María Magdalena, patrona del pueblo, el día de su fiesta. Recordaba también la llegada de las carretas con las gavillas de trigo hasta las eras, el trotecito de las mulas que arrastraban el trillo, los cantos de los labradores para animarlas, el amor que en todo ponían estos hombres tan sencillos, para quienes la cosecha representaba todo y que, a veces, observaban el cielo preocupados cuando las nubes negras se amontonaban en el horizonte y amenazaba el pedrisco.

Exactamente como ahora en el Nuestra Señora del Puy. Mientras Violante bajaba a su camarote, iba sintiendo que se encrespaban las olas bajo el maderamen del navío. Hasta los gritos de los marineros habían cambiado de tono y habíase hecho éste más fuerte y, también, más grave y más profundo. Ahora, arrodillada en el suelo, sentía cómo golpeaban las olas contra la nave y escuchaba el correr de nautas y pasajeros sobre cubierta. Algunas voces llegábanle con toda claridad, distrayéndola de sus rezos. Entre todas, destacábase la del capitán Figuereido. «¡Bajen las velas!», gritaba el gallego, y Violante imaginaba las maniobras, mientras, mecánicamente, invocaba la protección de santa Bárbara y engarzaba padrenuestros y avemarías con desesperación. Por primera vez desde que embarcaran en Sevilla, Violante sintió que le rozaban sus mejillas las frías alas de la muerte. No tenía miedo, pero temía que su hermano y las demás personas que iban en el barco sufrieran alguna desgracia. Recordó, entonces, a la mujeruca de Palencia echada enferma sobre el montón de maromas de la cubierta. Abandonó sus rezos y se puso de pie.

Por donde ella subía bajaban aterrorizados los pasajeros. Algunos de ellos cargaban mantas y colchonetas que, minutos antes, habían estado oreándose en cubierta. Para luchar contra los vientos quedaban solos los marineros. Violante enfrentaba con sus pocas fuerzas la ola humana que se empeñaba en arrastrarla de nuevo hacia la bodega. Cayó en las escaleras y, gracias a uno de los pasajeros que, casi sin mirarla, la levantó, no fue aplastada por quienes seguían bajando entre gritos, lamentos y rezos. El barco se movía en todas las direcciones, y, cuando, por fin, Violante pudo llegar a cubierta, el cielo se había oscurecido de tal manera que, más que día luminoso y claro como lo había   —161→   sido hasta entonces, parecía noche cerrada de invierno en Ezcaray. A tientas fue acercándose hasta donde había dejado a la mujeruca de Palencia. La violencia de las aguas arrojola empapada sobre cubierta y habríala arrastrado hasta las profundidades, si Violante, a ciegas, no hubiese acertado a agarrarse de las maromas de esparto que aseguraban unas barricas de agua a uno de los palos de la nave y que descolgaban peligrosamente sobre el maderamen. Un rayo que iluminó en ese momento la escena le mostró a la doncella la silueta de su hermano esforzándose con otros hombres en ajustar unas sogas. Gritó, pero nadie enmedio del fragor de la tormenta escuchó sus gritos, y, desesperando de llamar la atención en medio de tantos ruidos, furia de olas y truenos ensordecedores, siguió adelante. Cuando, al fin, llegó al lugar en el que yacía la palentina, ésta, acurrucada entre los aparejos de la nave, miraba con terror, con los ojos muy abiertos, cuanto pasaba a su alrededor. Al ver a Violante, sus ojos brillaron por unos segundos con una chispa de agradecimiento.

-Vamos, madre. Salvémonos en la bodega -dijo la muchacha-. Recemos a nuestra señora del Puy de Estella, que, por ser la patrona de esta nave, habrá de protegernos.

La mujeruca de Palencia carecía de fuerzas para levantarse y, empapada como estaba por las aguas del mar, temblaba de pies a cabeza a causa del miedo y de la fiebre. Violante hizo que le pasara el brazo derecho sobre sus hombros y, tomándola con todas sus fuerzas de la cintura, cargó con ella, arrastrándola. El camino de regreso fue aún más difícil. Uno de los marineros, corriendo en la oscuridad, tropezó con ambas, y los tres cayeron al suelo en un momento en el que el barco se inclinaba peligrosamente hacia babor. Una enorme ola levantó la nave como si fuera un esquife, y, en medio de las tinieblas, Violante se dio cuenta de que se había quedado sola. Volvió a ponerse de pie como pudo y, tanteando en la oscuridad, tropezó, al cabo de algunos minutos, con un cuerpo que permanecía quedo y sin sentido. Reconoció al marinero que había con ellas tropezado y, golpeándolo ligeramente en la cara, logró que volviera en sí y que, más o menos repuesto, retornara a sus labores. Ella se quedó de nuevo sola enmedio de la oscuridad.

Los rayos iluminaban de vez en cuando la cubierta, y Violante trataba de orientarse en ella cuando esto ocurría. Gritaba con todas sus fuerzas para que la palentina la escuchara y movía la cabeza de un lado a otro con la esperanza de encontrarla. Las olas se levantaban por encima de su estatura. Jamás se había encontrado la doncella en situación tan apurada. Nunca había imaginado semejante furia en la naturaleza, un poder destructivo tan grande y extraordinario   —162→   que ningún poeta, ni Homero, ni Virgilio, ni Camoens, había logrado describir en toda su enorme e inhumana dimensión:


Contar-te longamente as perigosas
cousas do mar, que os homens não entendem,
súbitas trovoadas temerosas,
relampados que o ar en fogo acendem,
negros chuveiros, noites tenebrosas,
bramidos de trovões, que o mundo fendem,
não menos é trabalho que grande erro,
ainda que tivesse a voz de ferro.



Todo esto -y más- podía encontrarse en aquella noche cerrada y tenebrosa que tan misteriosamente y en tan corto espacio de tiempo había sustituido al día, ocultando el sol y arrojando las tinieblas sobre el mundo. Eran como las tinieblas del pecado ocultando con su velo negro la gracia al pecador, negándole la esperanza. Los rayos cruzaban el espacio para hacer aún más negras las tinieblas tras su paso. Los truenos parecían salir de las entrañas del mar, y las enormes olas que barrían la cubierta y arrojaban a los marineros al suelo una y otra vez eran como azotes de Dios con los que la omnipotencia castigaba el orgullo de la más humilde, pobre y desvalida criatura de la tierra, la soberbia de quien, por su condición, debe permanecer mansamente inclinado a la obediencia. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores», rezaba Violante, mientras seguía buscando en la oscuridad del cuerpo tal vez sin vida de la palentina. ¿Cuándo terminaría el sueño, la pesadilla? ¿Dónde estaría su hermano Íñigo en ese momento? Habíalo visto minutos antes ayudando a los marineros en sus tareas, pero ahora ningún relámpago hacíale patente su presencia. «... ahora y en la hora de nuestra muerte». «Amén», creyó escuchar, quedo, a sus espaldas, y, cuando se volvió por ver quién era, un zarpazo helado y húmedo volvió a arrojarla contra el maderamen de cubierta. Sintió que su cabeza golpeaba contra algún objeto duro y contundente, y, de pronto, la oscuridad del cielo, la lluvia y las enormes olas que se levantaban sobre su cabeza desaparecieron, y ella se encontró de nuevo en el camino de Alesanco, montada en una mula que sus tíos de Azofra habíanle enjaezado para la ocasión y viajando hacia Cañas, donde la abadesa, doña Ángela de Leiva, los esperaba. Atrás quedaban las últimas casas de Riajales, y las mulas y los caballos tomaban la dirección de la ermita de Nuestra Señora del Prado, donde Violante pensaba hacer una parada para rezar por el buen término del viaje. A la sombra de las paredes encaladas de la ermita, unos rapazuelos jugaban al tejo, y sobre los sauces que sombreaban su entrada una multitud de mariposas y libélulas   —163→   ponía aquel día una luminosa nota de color que confortaba los ánimos y añadía a todos fuerzas para continuar. Iban en la excursión Violante, Mariquita, Antonio, Íñigo, Isabel y un criado de los Tejada, que los atendía. Cruzaron Alesanco y, en menos de una hora, subiendo por las ondulantes colinas que se levantaban hacia la sierra de la Demanda, estuvieron ante las murallas de piedra que cercaban el convento de las monjas.

Era aquélla una hermosa mañana de verano. Los campos de trigo estaban segados, y el horizonte, preñado hacia Nájera de olivos y de viñedos que ponían una nota de verdor bajo el azul intenso del cielo riojano. Hacia la sierra, los montes de la Cogolla se teñían de color en la distancia, y el San Lorenzo todavía conservaba nieves no derretidas que hacían más puros y serenos la atmósfera y el paisaje. En los trigales segados, unas pocas espigadoras, retrasadas en sus labores, recogían los últimos frutos de la cosecha. Sobre las colinas de Cañas, a las que ni las vides ni los olivos osaban ascender, extendían su manto de verdor hayedos y robledales. «Bernardus valles, colles Benedictus amat», pensó Violante al ver aparecer, entre los campos cultivados a las orillas del río, los muros cistercienses del monasterio. Entrábase a éste por un enorme arco de piedra que se abría a una pradera siempre verde sobre la que se alzaban las venerables paredes del convento. Llegáronse los viajeros a la casa de la demandera, de reciente fábrica de sillería, entregaron las acémilas a un mancebo que servía en los corrales de las monjas y, tras estirar las piernas y observar, entre curiosos y arrobados, la belleza del paisaje, fueron hacia la puerta del convento, donde el padre mayordomo, informado de su llegada, los estaba esperando. Con él penetraron en la portería, e Íñigo tocó la campana para que el fraile los anunciara por el torno. Contaban las monjas en su auxilio con un mayordomo y un confesor de su misma orden, una demandera, un criado al que acababan de entregar las caballerías y un pastor de avanzada edad que cuidaba los rebaños del convento en los montes del valle y que, con frecuencia, alejábase con sus ovejas hasta más allá de la aldea de Zarratón, desapareciendo del pueblo por temporadas. Tenían las monjas, además, censos y propiedades en casi todas las localidades del valle hasta Hormilleja, que era del señorío de la abadesa de Cañas junto con otras villas de la región.

-Ave María purísima -saludó la hermana portera.

-Sin pecado concebida -respondió el sacerdote-. Han llegado -añadió los sobrinos de la madre abadesa.

Con la llave que la portera le entregara condújolos el mayordomo a un amplísimo locutorio que se abría a mano derecha de la sala en la que se encontraban,   —164→   una de cuyas ventanas daba a la verde explanada abierta entre el convento y los muros de piedra que lo cercaban. Una enorme mesa de nogal y unas sillas de lo mismo, rústicas y de sencillo tallado, daban a la estancia un aire recoleto y duro, acentuado por las tenebrosidades de un lienzo de reciente factura en el que un san Miguel, adornado con todos sus atributos arcangélicos, aplastaba la maldad de un pobre diablo, rojizo y oscuro, arrojado a sus pies bajo la amenaza de su espada de fuego. San Miguel pisoteaba con sus sandalias doradas la cabeza de Lucifer. El cuadro era enorme y ocupaba gran arte de una pared del locutorio que casi rozaba con las murallas por regatón. Íñigo observó el cuadro con desconfianza, y Mariquita, al verlo, sintió un escalofrío. Frente a él, en la pared que separaba el locutorio de la portería, una tabla de gran formato representaba a Jesucristo en las claras aguas del Jordán y, arrodillado en una prominencia de la orilla derecha, a san Juan Bautista echándole el agua sobre la cabeza. La figura de Cristo tenía las manos juntas sobre su pecho desnudo en actitud de recogimiento, y, al fondo del cuadro, cercando el horizonte, veíanse unos árboles. A los pies de Jesucristo y exactamente debajo de la figura de san Juan, la representación de una monja con el báculo abacial quedaba esclarecida por una leyenda que hablaba de doña Juana de Porres y Beamonte, abadesa de Cañas que mandó hacer dicho cuadro a sus expensas. La representación era más amable y luminosa y, pese a que el color de la carne de Cristo tenía no poco de mórbido y macilento y sus brazos alargados y flacos recordaban algunos cuadros de la escuela de Toledo de hacía un siglo, todos lo encontraron muy de su gusto, y Antonio no dejaba de observarlo una y otra vez como extasiado. El padre mayordomo les contó que doña Juana había sido abadesa del convento hacía un siglo y que eran ya cinco los que el monasterio llevaba en pie para gloria de la cristiandad.

-Es hermoso -decía de vez en cuando Antonio, mientras esperaban la llegada de la madre abadesa.

Por fin llegó. Bajo su velo negro de cisterciense, doña Ángela de Leiva guardaba todavía los agradables rasgos de una belleza que debió de alcanzar su máximo esplendor diez años antes. Al verla entrar por una pequeña puerta que daba a la pieza en la que las monjas recibían sus visitas, los jóvenes se pusieron de pie. Dos filas de rejas, que se levantaban entre un ancho muro de mampostería de baja altura y el artesonado del techo, los separaban de las monjas.

-Ave María purísima -saludó la abadesa, que venía acompañada de una donada joven a su servicio.

-Sin pecado concebida -respondieron los visitantes.

  —165→  

Habían entrado en el locutorio los cuatro primos con Isabel, a la que presentaron como nieta de don Sebastián de Arciniega, y el fraile mayordomo que los había recibido y guiaba en su visita. En la explanada, con el criado de las monjas, habíase quedado el gañán de Azofra que los había acompañado en el camino. La abadesa conocía ya, por carta de doña Leonor, las razones de su llegada y, tras los saludos y cortesías propios de la ocasión, dirigiéndose a Violante con un gesto de ternura casi maternal, quiso explicarle a la niña la forma de vida que llevaban las monjas en el convento, pero terminó por hablar de la buena tradición mantenida por algunas familias de la región que, durante siglos, guardaban sus hijas en él.

-Con frecuencia -dijo doña Ángela- conviven dos y hasta tres miembros de una sola familia en el convento. Yo misma tengo la fortuna de gozar de la compañía de mi querida hermana doña Catalina, y se ha dado el caso de que vivieran a un mismo tiempo dos hermanas y una sobrina, como ocurrió hace ya muchos años con doña María Magdalena y doña Juana Arista de Zúñiga, que ingresaron y profesaron con su sobrina doña Úrsula. Las hermanas llegaron a ser ejemplares abadesas y entre las tres fundaron la cofradía de san José, que con tan piadosos cofrades cuenta en el valle. Que una sobrina mía decida seguir los pasos de su anciana tía no puede sino llenarme de satisfacción. Doy por ello gracias al cielo y sólo pido a nuestro señor y a su santísima madre que su vocación se cumpla.

Violante sólo acertaba a mirar a su tía con arrobamiento. Íñigo, en cambio, observaba el semblante sereno de la religiosa, su hablar pausado y lento, sus maneras delicadas, y no podía explicarse cómo, en semejante reclusión, cerradas al mundo y a sus pompas, cercadas por los fríos del invierno en aquel monstruoso edificio de piedra, podían estas mujeres conservar la gracia a la que su sexo y su condición les obligaban. El rostro de su tía era blanquísimo y sonrosado, lleno de vida y de alegría, y transmitía a quien lo miraba una enorme confianza en la bondad de los hombres y en la posibilidad de un mundo mejor y más hermoso. Parecía como si el espíritu de la primavera se hubiese encarnado en cada uno de sus delicadísimos rasgos, en sus ojos claros y profundos como lagunas de la montaña, en sus labios ligeramente gordezuelos y siempre rojos, en sus mejillas sonrosadas y dulces, en sus cejas, en su frente despejada, en cada una de sus manos, en su cuerpo pequeño y gracioso cubierto con el hábito blanco del Císter, en sus gestos medidos y honestos, en su sonrisa y, sobre todo, en sus palabras delicadas y tiernas, humildes y sabias, al mismo tiempo. Habíanle llevado de regalo un manto de paño grueso que doña   —166→   Leonor habíale hecho confeccionar para que mejor pudiese resistir los fríos del invierno.

-Pocos son los que me quedan, a Dios gracias, que pronto estaré gozando de la otra vida en compañía de nuestro señor, pero díganle vuesas mercedes a mi querida prima que es grande el regalo que me hace y que yo se lo agradezco de todo corazón.

Cuando acabó la visita y se despidieron de la madre abadesa, el padre mayordomo los acompañó hasta la iglesia, y cada uno, por un motivo diferente, quedó encantado de la visita. Bajo la bóveda de crucería de la iglesia, Violante permaneció más de una hora arrodillada ante el retablo con la vista fija en la imagen de santa María de san Salvador, a la que la iglesia y el convento hallábanse consagrados desde antiguo. Junto a esta imagen encontrábanse las de san Benito y san Bernardo de Claraval, patrones y fundadores de la orden, y, sobre ella, la adoración de los Reyes y la asunción de la Virgen. Coronaba la parte central del retablo un hermoso y artístico calvario a cuyo crucificado dirigió la niña Violante sus más fervientes oraciones.

Mientras la futura monja rezaba, su hermano, sus primos y su amiga Isabel esperábanla en la explanada del convento, el mozo de Azofra enjaezaba las caballerías y la demandera les preparaba una sustanciosa colación para el camino de regreso. Como tantas veces, Violante habíase quedado sola y las tinieblas del mundo comenzaban a rodearla. Cerró los ojos por mejor hallarse con sus visiones y encontrar, así, la paz tan deseada. Pero era difícil, aun estando en un lugar tan recogido y santo. Algo -o alguien- encargábase siempre de impedirlo. Imaginaba ahora a su tía la abadesa riéndose de sus pretensiones de santidad, a su hermano maldiciendo y hasta al buen Antonio, siempre tan tímido y delicado, tan piadoso y bueno, haciendo gestos obscenos que la perturbaban. Eran, sin duda, visiones con las que el demonio la atormentaba, y sólo había a su alrededor caos y confusión, oscuridad y muerte. Oía gritos ahogados, terribles aullidos, llantos y quejas, y pensaba, mientras permanecía en este trance, que así habría de ser el infierno y que, tal vez, Dios nuestro señor enviábale estas visiones para que mejor pudiese evitar el pecado en el futuro al representárselo tan a lo vivo. Las voces hacíanse cada vez más fuertes, y los gritos y los truenos de la tormenta remecían los muros de piedra de la iglesia, y sus amplias ventanas ojivales temblaban de tal manera que los hermosos vitrales que las adornaban y que filtraban el aire llenándolo de colores caían al suelo haciéndose añicos y ella misma se veía obligada a ocultar su rostro entre sus manos, aterrorizada por el pensamiento, siempre repetido, de un suelo que se   —167→   abría a sus pies entre las lajas de piedra y que mostraba, en la abismal profundidad de sus entrañas, el fuego eterno al que estaban condenados los pecadores. Agarrábase ella con fuerza al reclinatorio en el que permanecía de rodillas y, mirando por la grieta abierta del infierno, veíase a sí misma a punto de caer entre las llamas. Y, entonces, rezaba. Hacíalo con desesperación, temblando como un gorrión en el invierno, ante la visión del orco, recurrente.

-Despierta, Violante -díjole quedamente una voz que ella reconoció al punto.

Abrió los ojos y vio a su alrededor algunas caras que le parecieron desagradables y feroces: mejillas sin afeitar, rostros sudorosos y descompuestos por la fatiga, ojos extraviados, labios colgantes con expresiones de estúpida indiferencia. Y, entre todos los rostros, entre aquella infinidad de ojos que el miedo multiplicaba, Violante reconoció el rostro y los ojos de su hermano y vio cómo éste se inclinaba hacia ella y acariciaba su cabello, ordenándoselo con delicadeza, y le tocaba la frente y le miraba con ternura. Y ella también le miraba, pues quería saber qué hacían allí tantas personas, qué había ocurrido para que la iglesia de las monjas se llenara, de pronto, de semejante multitud, qué catástrofe había destruido todo lo bueno y bello que ella había hasta entonces conocido. Y quería preguntarle por sus padres, por sus primos, por su amiga Isabel, por la madre abadesa, por Antón Allende, por todos y por cada uno de sus conocidos. Pero no pudo, porque la voz no le ayudaba, y se limitó, entonces, a dejarse alzar por los brazos hercúleos de Íñigo mientras cerraba los ojos y volvía a hundirse en un sueño profundo y negro del que no sabía si algún día habría de despertar.

Cuando lo hizo, su hermano estaba, como siempre, junto a ella.

-¿Dónde estoy? -preguntó- ¿Qué ha pasado?

-Hemos tenido un fuerte temporal -le respondió su hermano-. Nada de importancia. Sólo han muerto dos marineros y aquella amiga tuya de Palencia que estaba tan enferma.

-¿Temporal? -preguntó, extrañada- ¿Dónde estamos, Íñigo?

-En el barco Nuestra Señora del Puy viajando hacia el Perú. ¿Acaso lo has olvidado?



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ArribaAbajoCapítulo XIV

Tabernas y ventorrillos


Los taberneros, «gente más pedigüeña del agua que los labradores», al sabio decir del inmortal Quevedo, viven, como los frailes, de los oficios divinos. Siéntanse en un taburete durante las horas de la mañana a la espera de que algún pecador, atraído por los olorosos efluvios de los mostos fermentados, acierte con la puerta del establecimiento, penetre en él y, arrimado a una mesa, pida una taza de aloquillo con la que poder despejar su mente de las torturas del pensamiento. Esportilleros, mozos de silla, serenos trasnochados en su oficio, escuderos sin él, embozados por amor, pícaros y mendicantes suelen dar con sus alados huesos en volar sobre las tinajas, y los honrados taberneros pasan, de este modo, el día sin que el día pase sin saber de sus dotes de bautistas y milagreros, pues milagro es -y asaz meritorio- que tan solicitadas tinajas jamás se agoten al cabo de tantas jornadas y de tan insistentes reclamos de la clientela. Hacen estos taberneros una santa cofradía, pues, en llegando la noche, con sus mujeres, criados y rapazuelos revoloteándoles entre las piernas, dan en bautizar las sobras del día ya pasado para multiplicar al siguiente los caldos con los que han de refrescar las gargantas de los sedientos. Cúmplense en esta acción varios milagros y un sacramento cristiano, y así pasan por beatos y dignos de piadosa imitación quienes, con frecuencia, tiemblan ante la sola idea de verse forzados a pisar las escaleras de una iglesia.

Mateo Aransay paladeaba aquella mañana, mientras esperaba a sus parroquianos, una cachina de Vítor que su compadre Ruperto Cogolludo habíale remitido, con una amable nota de salutación adjunta, a lomos de un borrico patihendido. Hacía, al probar sus caldos, extraños sonidos con su lengua, chascándola una y otra vez en el velo del paladar. Turbia y torcida, astringente y espesa, aquella maldita cachina mollar resistíase a los esfuerzos que realizaba el buen hombre por hacerla pasar más allá de su garguero. Mateo Aransay estaba pensando en las secretas artes de las que habría de echar mano para domarla (veníanle a la mente algunas soluciones, pero ninguna de ellas ajustábase por completo a sus taumatúrgicas pretensiones de verdadero artista), cuando el saludo del primer cliente del día vino a sacarlo de sus meditaciones transcendentales.

-Alabado sea el santísimo sacramento del altar.

-Por siempre sea alabado -respondió mecánicamente el tabernero, que, sentado en su taburete, estaba a medio enterrar entre tinajas, barricas, embudos,   —169→   cazos, odres, garrafas, damajuanas, botas, jarras, copas, tazas y demás instrumentos de su honorable oficio.

Mateo Aransay, llegado de La Plata a Arequipa diez años antes con oficio de matasiete, hacía muecas de disgusto al trasegar la cachina. Escupió las sobras en el suelo de tierra de su taberna y se limpió la boca con el dorso de la mano. Su ojo izquierdo daba pataletas de disgusto en la única cuenca sana que le quedaba y a punto estaba de arrojar su boca los juramentos y maldiciones que su irascible corazón se resistía a contener entre pecho y espalda, cuando, al desperezarse el primero y levantarse sobre la altura de las barricas, dio con la nigérrima sobreveste del recién llegado y se posó sobre su jubón de raso y su gabán de paño, tan brillante y limpio que daba gusto el verlo, y, discerniendo Mateo, entre los vapores del vino y los malos pensamientos que le venían a la mente, que bien podría corresponder semejante atuendo a un hombre de calidad más que mediana, dio en calmar sus humores, ensayar su mejor gesto, ponerse de pie sin hacer eses que denotaran su mala letra de maniferro de alquiler, atusarse los cuatro pelos que aún le quedaban sobre el cogote y, saliendo al punto de la barricada de Baco tras la que se encontraba atrincherado, entregarse a la voluntad de aquel al que ya consideraba, desde ese momento, un personaje de polendas.

-Excelencia... -acertó a decir, haciendo un conato de caravana.

-Aquí somos iguales, amigo tabernero -le interrumpió el personaje-. De tú y vos y sin tratamiento, que el vino no acepta las diferencias y Baco se ríe de semejantes garambainas. Hagamos tabula rasa de lo que fuimos antes de traspasar la puerta. Venga hasta la mesa una jarra de vino llena hasta los bordes, buen hombre -solicitó con una sonrisa cómplice y burlona entre sus labios.

La voz del recién llegado era profunda y grave, y algo percibía en ella el matasiete de La Plata que denotaba autoridad.

-Al punto será servida vuesa excelencia -respondió el tabernero, que gustaba guardar lo que él llamaba las distancias.

Trájola de inmediato de entre las tinajas, colocola sobre la mesa en la que el recién llegado habíase sentado, limpiose las manos con su delantal y, con una rodilla llena de grasa y lamparones que traída echada al desgaire sobre su hombro izquierdo, adecentó como pudo las maderas sobre las que ya descansaban la jarra llena y la taza vacía. Volvió más tarde con un pequeño platillo de aceitunas, de las que, aderezadas con ajos, él gustaba de poner de compañía   —170→   al vino, para despertar, según decía, la sed, ya de por sí alerta y viva, de sus parroquianos. Con esto y una inclinación de cabeza hecha al tiempo que reculaba hacia sus reales, el matasiete se retiró a su barricada para continuar con el trabajo que acababa de interrumpir la llegada del personaje. Todavía miró dos veces más de reojo por encima de tinajas y barricas a quien, en ese momento, tomaba la jarra con la mano derecha y llenaba la taza que, sin prisas, se llevaba a la boca para santificar. «¿Quién será?», se preguntó el bautista de los vinos. «Aunque no lleva espada, por sus modales parece un caballero. De todos modos, no es de los que vengan con frecuencia a tomar baños de asiento en las riberas de este Jordán». Apremiado por sus obligaciones de taumaturgo, pues ya se acercaba la hora de que llegaran sus primeros clientes, Mateo Aransay fue, poco a poco, olvidándose de su visitante y, en pocos minutos, ya estaba de nuevo concentrado en la manipulación de la cachina que de su compadre de Vítor acababa de recibir.

Fuera de la taberna, la escarcha de la mañana comenzaba a derretirse bajo los efectos de un tímido sol que calentaba con sus rayos las piedras blancas de la ciudad. Las calles que se despeñaban hasta el Chili conservaban aún las humedades de la noche en su empedrado. Más abajo, en la ribera, una ligera neblina se levantaba, y quienes recorrían las calles a aquellas horas embozaban sus rostros con capas, chales y tapabocas. Desde el establecimiento escuchaban Mateo y su cliente gritos confusos, saludos espaciados, ruidos de puertas que se cerraban y hasta golpes dados sobre las paredes de alguna casa cercana en la que los dueños madrugaban con albañiles y picapedreros haciendo obras de ampliación. Mateo Aransay seguía reconcentrado en su trabajo, trasegando cachina de una tinaja a un tonel, mezclándola con un tintorro valentón que habría, según pensaba, de aliviar en algo la aspereza astringente de la cachina, mezcla que, convenientemente rebajada, haría, como otras veces, un buen peleón al gusto de su clientela. Todo era, como él solía repetirle a su costilla, cuestión de tomarle el punto a la mixtura, que, en haciéndolo, el negocio se arreglaría, pues Mateo sumaba a sus habilidades de bautista y milagrero las de alquimista y boticario, que otro como él no era posible encontrar a muchas leguas a la redonda. Por su parte, el recién llegado, que se había desprendido de su gabán y puesto sobre una banca por entregarse sin ataduras a los poderes espirituosos del morapio, miraba la jarra con aire pensativo, y sus ojos iban de ésta a la taza y de la taza volvían a la jarra en un movimiento constante e inquieto que reflejaba la tremenda lucha que libraba en su interior. Sobre las paredes antañonas y encaladas de la taberna, algunas pintas al carbón contaban las hazañas amorosas de los parroquianos, y muy cerca de donde Mateo trajinaba   —171→   con las jarras y los embudos, junto a unos odres arrimados a una pared, un artista de pincel había esbozado con una economía de líneas verdaderamente sorprendente el cuerpo galano de una mujer desnuda al que había nombrado como el «amor de mis amores» con una letra garrapateada de borracho que no podía ocultar, empero, los rasgos cultivados de un hombre de estudios. Junto a la mujer desnuda, el mismo artista habíase detenido a representar un duelo en el que uno de los espadachines, con la rodilla izquierda apoyada en el suelo, caía atravesado por la tizona de su rival. El recién llegado entretúvose durante algún tiempo en admirar tales decoraciones de taberna, procesando a partir de estas visiones algunos pensamientos que fueron hundiéndole aún más en las profundidades de su melancolía.

«Este pobre hombre», pensaba el recién llegado, creyendo reconocer en el matador a un pintor limeño cuya compañía frecuentara antaño, «vive obsesionado por el amor de una dama esquiva y, al perseguir ese amor, persigue la muerte. Mata por ella, pero la muerte no le abre las puertas de ese amor que se afana en alcanzar. La dama observa, en su soberbia desnudez, cómo los hombres se baten por el solo deseo de poseer su cuerpo y sonríe desdeñosa porque sabe que, en esta lucha, ninguno de los contendientes se alzará con la victoria. Ambos, el muerto y el matador, han sido derrotados de antemano. El amor de la dama, convertido en desdén, es, en este caso, sinónimo de la muerte. ¿Qué habrá sido de este pobre hombre? ¿En qué habrá empleado su arte y su habilidad? Seguramente en pintar paredes de tabernas para conseguir jarras de vino con el que olvidar algo que será para él imposible de olvidar y que habrá de conducirlo, si ya no lo ha hecho, a esa tumba a la que todos estamos destinados. Éste es el destino de todos los hombres. Estas imágenes pintadas en la pared constituyen, aunque la justicia no se haya percatado de ello, una clara confesión de asesinato. Pero, a su vez, el asesino, que es la víctima involuntaria de una fuerza que él no puede controlar, acusa también. Quizá no sea ésa su intención, pero lo hace. Acusa a la dama esquiva, aunque él desearía con todas las potencias de su alma que su dama, más que el reo, fuera el juez y que fuera él el condenado, pues ¿no encuentran, acaso, estas víctimas placer sublime en serlo, en vagar por las tabernas llorando su amor y tratando de olvidar todo aquello que, contradiciendo su voluntad primera, dan en publicar en las paredes con dibujos, pinturas y frases tan elocuentes como la que está escrita debajo de esta bella dama desnuda que sonríe desdeñosa frente a los hombres que se están matando por su amor, o gritando a los cuatro vientos, con voz estropajosa y vil, su desventura? Víctimas, jueces y verdugos se confunden en este juego, y tal vez todos nosotros sólo seamos víctimas. Pero ¿de qué, o de quién? No. Víctimas, no. ¡Asesinos! Todos somos asesinos, pues aun los   —172→   que mueren en estos trances hacen víctimas de su muerte a quienes los matan. Los asesinos son los otros. Eso he pensado con frecuencia, pero no: todos somos asesinos y víctimas a un mismo tiempo. No existe acción buena que no redunde en mal, ni mal, al decir del pueblo necio, que por bien no venga. Pero no hay bien que pueda venirnos de las turbiedades de este mundo y, si existe, no hay ningún bien que realmente pueda aprovecharnos. Hemos nacido para el mal, y a él, sin remedio, tendemos todos. Está en nuestra naturaleza».

Volvió a acercarse a los labios la taza de vino llena de nuevo hasta los bordes y la apuró de un sorbo. El recién llegado no tenía aspecto de esportillero, de rufián, o de tahúr. Rufianes y tahúres, de otro lado, no visitaban a aquellas horas las tabernas. Su apostura, el gesto sereno y confiable de su rostro, el cuidado de su barba y su cabello, el terciopelo de las ropas que vestía y, sobre todas las cosas, el grueso medallón de oro puro que le rodeaba el pecho sobre los blancos almidonados de su valona lo diferenciaban por completo de cuantos, rotos y despostillados, solían, en aquellas tempranas horas de la mañana, venir al establecimiento de Mateo Aransay, en la bajada de San Agustín, para refrescar el gaznate antes de iniciar los trabajos del día, o para dejarse acompañar de los vapores del vino hasta los pellejos de oveja en los que, ya avanzada la noche, terminarían, modestamente, durmiendo la mona. El tabernero volvió a mirarlo, dejando a los cuidados del azar la mezcla de sus vinos y cachinas. Las puntas de sus zapatos brillaban bajo las oscuridades de la mesa a la que se hallaba sentado. Ajustaba sus calzones debajo de sus rodillas y sobre unas medias de lana de labor tan delicada que el tabernero, al verlas desde la trinchera formada por sus tinajas, odres y barricas, creyó hallarse frente a la pieza más delicada y fina del ajuar de una dama recién casada. Moviendo la cabeza de un lado a otro, volvió a preguntarse quién sería, mas, como no tenía el hábito de permanecer en un solo pensamiento, el bautista de los mostos fermentados volvió a sus pociones con bríos renovados. En ese momento, tras aporrear con furia la doble hoja de la puerta de la taberna, hicieron su ingreso dos hombres a quienes, por el polvo que traían sobre sus raídos calzones de bayeta, el barro reseco pegado a las suelas de sus ojotas y los surcos que el sudor habíales abierto entre la capa terrosa y mugrienta de sus rostros renegridos, identificó Mateo a un solo golpe de mirada como arrieros llegados de Cuzco, pues traían, además, echadas sobre sus hombros y terciadas con aire de desafío, unas mantas de vivos colores como las que los indios usan sobre sus camisetas en aquellas provincias. Sus ojos rasgados de mestizos brillaron con satisfacción al adivinar, más allá de las tinajas amontonadas en uno de los rincones de la pieza, la presencia del cantinero.

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-A la paz de Dios -saludaron los arrieros levantando sus brazos, y se sentaron sin más trámite en una banca corrida adosada a una de las paredes de la taberna.

-Vino, tabernero -pidió uno de ellos, pequeño y macizo, sin esperar la respuesta debida a su saludo.

-A la paz de Dios -respondió Mateo Aransay, abandonando sus tinajas para atender sus pedidos.

Salió de nuevo de su barricada y, mientras los recién llegados estiraban sus brazos y hacían extraños movimientos para desentumedecerse, llenó una jarra y, tras limpiar dos tazas con su trapo, las cargó consigo y se dirigió hacia ellos.

-¿De lejos? -preguntó el tabernero, mientras descargaba la jarra y las dos tazas sobre la mesa junto a la que se habían sentado los arrieros.

-De Sicuani -respondió el que había pedido el vino.

-¿Mucho frío? -volvió a preguntar.

-Mucho -le respondió el mismo.

No eran, pese a su aspecto, muy expansivos los recién llegados. Mateo lo sabía. Las alturas de Sicuani crían hombres parcos, serios y reconcentrados que, una vez con sus narices metidas en una taza de vino, no dejan de beber hasta caer al suelo sin conocimiento, ni conciencia de sí mismos. Mientras lo hacen, hablan poco, y lo poco que dicen, si dicen, no se entiende, pues no es otra cosa que gritos incomprensibles, lamentos de borrachos que nadie, sino ellos, parecen conocer.

Empezaba para el matasiete venido de La Plata la peor parte del día, la que transcurre entre la llegada de los escasos primeros clientes y la entrada gloriosa de los animados grupos de parroquianos que, a diario, con su cháchara y sus novedades, endulzaban las faenas del buen tabernero. Con sus primeros clientes como testigos, Mateo no podría dedicarse a sus faenas de alquimista de vinos en busca de la piedra filosofal y veríase obligado, de ahora en adelante, a quedarse sentado, mano sobre mano, hasta que alguno de sus compadres del mercado, algún cargador, o mozo de silla conocido, asomara sus narices por la puerta con una sonrisa dibujada en sus labios y unas ganas locas de contarle las novedades de la ciudad entre ruidosos sorbos de tintorro. La taberna de Mateo Aransay era, en Arequipa, un mentidero de baja estofa.

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Los recién llegados habíanse hundido en su mutismo, y el tabernero, vuelto a su barricada, abandonose aquella mañana al aburrimiento, observando desde su puesto de batalla el rostro y los gestos del bebedor solitario. Los arrieros de Sicuani no merecían su interés. De vez en cuando, por mejor pasar los minutos interminables que se amontonan sobre las primeras horas de la jornada, íbase hasta la puerta del establecimiento, abría ésta y quedábase, apoyado en su quicio, con la mirada perdida en la tapia lejana del recoleto monasterio que los franciscanos de san Pedro de Alcántara habían construido a la otra banda del río, cerca de la puente sobre el Chili, en el viejo barrio de Antiquilla, sobre cuyas torres y tejados brillaban ya los primeros soles de la mañana. Cansábase, empero, muy pronto del espectáculo y, no hallándole mayores alicientes al voluntarioso oficio de portero de su negocio, al cabo de algunos minutos volvía sobre sus pasos a refugiarse en su barricada. Desde allí, reanudaba sus labores de espía, a la espera del momento en el que los arrieros cuzqueños requirieran de nuevo de sus servicios, o volviera a llamarlo el desconocido. Él esperaba que los tres se fueran para continuar con sus experimentos.

Parecía haberse hundido el solitario de oscuro gabán en la zona más oscura de sus pensamientos. Desde sus reales, Mateo Aransay observaba los rápidos e intermitentes movimientos de sus ojos, su actitud entre meditabunda y alerta, la laxitud de sus brazos abandonados sobre la mesa, la penumbra de sus párpados caídos, el color mórbido de sus mejillas, las alburas de su valona, el brillo dorado de su gruesa cadena, la barbilla hundida en los terciopelos de su jubón y, de vez en cuando, los violentos raptos del bebedor que, sin volver en sí y sin poder escapar a la prisión de sus negras fantasías, tomaba la taza en su mano derecha y, de un solo trago, la escanciaba en su gaznate. «¿Quién será?», seguía preguntándose el matasiete de La Plata, que trataba de adivinar en su porte y su figura algunas señales ciertas de su oficio y condición.

Hacia el mediodía, los arrieros de Sicuani abandonaron la taberna, y Mateo Aransay, en la seguridad de que su cliente, engolfado en sus soledades, envuelto en los vapores del morapio y entretenido en comer las aceitunas aliñadas con ajos que lo acompañaban, no habría de descubrir los secretos de su arte tras la barricada, habíase vuelto a ejercitar sus habilidades de alquimista. En las calles de Arequipa, el sol calentaba el empedrado, y algunos vecinos las paseaban sin presura demorándose en las esquinas. Una carreta de eje sin engrasar bajaba traqueteando la cuesta de San Agustín, halada por una mula llena de mataduras y envuelta en tábanos. El aire traía olor a estiércol y a paja seca, olores de cuadra. Cargaba tres cochinillos gritones, y una docena de rapazuelos,   —175→   recién librados de la palmeta del dómine, seguíanla entre bromas y empujones. Uno de ellos, que ocultaba sus negras guedejas bajo una gorra de paño oscuro y manchado de grasa y suciedad, tarareaba un romance de amores por los bajines. Hasta la taberna llegaban los ruidos, y el bebedor solitario, al escuchar los gritos de los mocosos, volvió en sí, sacó de su faltriquera unas piezas de vellón, las dejó sobre las maderas de la mesa y, sin más trámite, tras reparar su atuendo y saludar con un gesto de despedida al tabernero, que permanecía detrás de las barricas, ganó de dos zancadas la vereda. El sol le obligó a entornar los ojos por unos segundos y, cegado por su resplandor, púsose la mano derecha sobre la frente para mejor reconocer al paisanaje. En aquella cuesta de San Agustín que bajaba hasta el Chili no parecía haber ningún rostro conocido. Hacia la parte alta de la ciudad, un jinete empujaba con brío los cuatro cascos de su cabalgadura para hacer su ingreso en la plaza Mayor. El caballo caracoleaba, y el sol destacaba con fuerza los vivos colores de las plumas que adornaban su chambergo.

-Abur -dijo sin voltear, cuando ya tenía la mitad de su anatomía bajo los rayos del sol.

-Abur -le respondió Mateo Aransay, que todavía se quedó algunos segundos como alelado antes de reaccionar, levantarse, dirigirse a la mesa y tomar, con gesto de complacida avaricia, las monedas con las que el desconocido habíale pagado sus servicios. La jarra de vino estaba vacía. También la taza. Su misterioso huésped habíase tomado de una sola sentada medio azumbre largo de peleón.

Escuchábanse, en dirección a la plaza, los ruidos de la ciudad, y el caminante, por mejor huir de sus encantos, dio en seguir bajando la cuesta de San Agustín hacia las riberas del Chili. No sentía hambre, pero, dado lo avanzado de la hora, decidió meterse en un ventorrillo del que tenía noticia, junto a unas huertas cultivadas aguas abajo de la puente nueva. Imaginaba que recuperaría sus fuerzas con una buena sopa de cebollas y torreznos, algunas tajadas de cordero y una ensalada de verduras. Aquel día no deseaba hacer nada y esperaba emborracharse, envolverse en su gabán al anochecer e ir por esos mundos de Dios sin más compañía que sus pensamientos, pisando fuerte y desgastando las suelas de sus zapatos. «Existe en Córdoba», escuchole decir muchas veces a su padre, cuando éste, que había estado avecindado en aquella ciudad, aún vivía, «una magnífica torre de sillería que uno de nuestros reyes obligara a construir, para perdón de sus pecados, a un irascible caballero que dio en matar a su mujer por un exceso de celos. El pueblo llama a esta construcción la torre de la Malmuerta». «¿Quién fabricará otra torre como ésa en   —176→   Arequipa?», pensaba ahora. Los corrales de las últimas casas de la ciudad levantaban sus tapias sobre los ribazos que se precipitaban en el río. La tierra estaba en esa parte removida y húmeda, enrojecida, con las entrañas abiertas por las palas y azadones de los constructores. Siguiendo el curso del río, abríanse las huertas regadas por sus aguas, y las tapias de los corrales describían una curva amurallada que se alejaba cada vez más de sus corrientes. Las chacras coloreaban de verde la campiña. Siguiendo la senda que bordeaba esta muralla, se llegaba al ventorrillo. En él se reunían a la hora de la colación del medio día algunos arrieros, unos pocos hortelanos y uno que otro viajero que, llegado a la ciudad, no encontraba un mejor lugar para satisfacer sus necesidades. Ni más seguro, ni más barato. Alejado de los caminos reales, el ventorro era frecuentemente visitado por cuantos tenían algún motivo para sentirse a su gusto alejados del centro de la ciudad. Hasta él llegaban pocas veces los ministros de la justicia. Los pasos, las veredas y los caminos no eran muy seguros en aquellos andurriales. Entre los plantíos de berzas y caiguas habían aparecido no pocas veces los cuerpos exangües de algunos acuchillados.

El ventorro abría su portón a la senda que bordeaba la muralla de los tapiales, y, frente a él, un bosquecillo de sauces sombreaba una pieza de hortalizas sobre la que se inclinaba, con su lampa, un chacarero. Un perro flaco, echado bajo la sombra de los árboles, observaba al recién llegado y, adivinando que aquel caminante solitario no pertenecía al lugar, se levantó y corrió hacia él, ladrando amenazador. Sus colmillos eran enormes y blancos, y babeaba. El chacarero inmovilizó al animal con un silbido, y éste volvió sobre sus pasos para echarse de nuevo, apacible, a la sombra de los sauces llorones. El caminante hizo entonces, presuroso, su ingreso en el ventorrillo.

Al abrir el portón, un violento rectángulo de sol dejó en penumbra las esquinas del establecimiento. Sentados sobre rústicas bancas corridas adosadas a sus muros, los clientes hundían sus barbas en tazas, platos y cazuelas. Sonaban las cucharas con sorbos y resoplidos. Comían todos en silencio y sin mirarse. Tras reconocer el lugar de un solo vistazo, el recién llegado descubrió una mesa aún vacía y se dirigió hacia ella. Se desprendió del gabán, lo dobló, púsolo junto a él y, ya acomodado, esperó a que llegara la moza del ventorro a preguntar por su pedido. Desde las mesas, ésta gritaba las órdenes a su patrón, que sacaba los platos por un ventanuco que daba a la cocina y los colocaba sobre un mostrador.

-Una jarra de vino y lo que tenga a bien vuesa merced para echar alguna carne a mi esqueleto -díjole el recién llegado cuando se presentó.

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Era la ventera una mujeruca desgreñada y sucia, vestida con un delantal iluminado por lamparones. Tenía los párpados cubiertos de legañas, y junto a la boca, una postilla endurecida y grande acentuaba la sensación de asco que producía su figura. Pese a no sentir hambre, el recién llegado comió con apetito y, acabada la colación, se sintió satisfecho e inundado por una placentera sensación de seguridad. Hacía calor en aquel ventorro. Sus paredes, sucias y renegridas, rezumaban un sudor salitroso en las junturas de los sillarejos, y la atmósfera estaba impregnada de olor a cebollas, fritangas y humanidad. Oíanse los sorbos y regüeldos de los comensales, y, como un ronroneo sordo que inundara la estancia, sus conversaciones ya iniciadas en voz baja ponían una nota de distancia entre el recién llegado y los demás huéspedes, los que, de vez en cuando, levantaban sus ojos de los platos para observar con extrañeza su presencia. La moza llegó a retirar el servicio, y, por el gesto de disgusto de la tarasca, adivinó el desconocido que su presencia podría llegar a ser, de ahí en adelante, poco agradable para los patrones del ventorrillo. Sentábase en una mesa que los demás comensales, respetando su atuendo y apariencia, no se atrevían a ocupar. Algunos esperaban al sol, cabe las huertas, su salida, y uno de ellos, robusto y mal encarado, que cubría su largo y lacio pelo negro con un sucio pañuelo de colores, recostábase amenazador sobre el quicio de la puerta mirándolo con fijeza. La chusma sabía muy bien conservar sus distancias. El desconocido decidió, entonces, continuar su viacrucis por partes mejor conocidas de la ciudad.

Al atardecer, tras algunos largos paseos solitarios por las afueras, dio otra vez con su cuerpo en la taberna del matasiete de La Plata. Mateo Aransay servía en persona a cada uno de sus clientes, y el lugar estaba lleno. Algunos cantaban; otros jugaban; los más simplemente movían la sinhueso por mejor pasar las horas vacías de las que aún disponían hasta la cena. La noche había caído sobre la ciudad, sobre el empedrado de sus calles se deslizaban, furtivos, los pasos de los malandrines y en la taberna entraban y salían los clientes, unos viniendo de sus casas ya comidos y otros yendo hacia ellas para volver más tarde a reanudar sus borracheras. El ambiente era pesado, tibio y algo dulzón, y el recién llegado volvió a sentarse en la misma mesa que había abandonado en la mañana y a la que ahora estaban arrimados dos jóvenes que, por sus trazas, imaginó que serían tratantes de feria y a los que nunca antes había visto en la ciudad. El establecimiento de Aransay olía a sebo, pezuña y tintorro.

Allí permaneció hasta bien entrada la noche, hasta el momento en el que el matasiete de La Plata, con sus codos apoyados en las barricas, púsose a conversar con uno de sus clientes. Quedaban en la taberna los tres, y él pensó   —178→   que había llegado la hora de abandonarla. Un viejo candil y cuatro velas de sebo luchaban por abrirse paso entre las sombras. Las figuras de las paredes cobraban a la luz de estas lámparas un nuevo sentido, y la mujer desnuda que habíale llamado la atención en la mañana parecía ahora un súcubo agazapado al acecho de sus víctimas. Flotaba en el aire un hedor tibio e insoportable. Al desconocido comenzaba a dolerle la cabeza. Mateo Aransay decí ale algo a su cliente, señalando con los ojos en dirección a su mesa, y la mujer del tabernero hizo entonces su aparición en el escenario con un apagador de velas de los que se usan en las iglesias. Era ésta una mujer delgada en extremo, de caderas anchas, cara angulosa y pelo entrecano, que debió de haber sido muy negro en otros tiempos. Al pasar junto a él, se quedó un momento detenida para observarlo; luego, se fue hasta el rincón más alejado y apagó la primera vela. En ese momento, el desconocido se puso de pie.

Cuando salió de la taberna, decidió subir por la cuesta hacia la calle de La Merced. En unas pocas casas todavía algunas luces iluminaban sus ventanucos. Como él, otros muchos no dormirían bien aquella noche. Pensó entonces que el mundo no se reducía a su persona y que, probablemente, para otros -«los más, seguramente», se dijo a sí mismo-, él no representaba siquiera un obstáculo a su felicidad, o su desgracia. Podían prescindir de él sin que por ello cambiara un ápice el sentido de su vida, el sentido mismo de la vida de los demás hombres. Pensaba con dificultad, y un dolor sordo que le subía desde los calcañares habíasele centrado en la cintura obligándole a detenerse cada cierto trecho para apoyarse en los muros tenebrosos de las casas. No había luna aquella noche, y las tinieblas le impedían ver más allá de sus narices. «Me estoy volviendo viejo», pensó. «A estos dientes, que, como a los pocos cabellos que me quedan, parece querérselos llevar el viento, añado ahora nuevos achaques. No pasarán dos años sin que me quede desdentado, ni tres sin que este dolor me obligue a apoyarme en un bastón. Dentro de algunos años, ¿quién reconocerá en mí al elegante galeno que fuera en otros tiempos?» La cuesta parecía más empinada que de costumbre. «No somos los mismos en ningún momento de nuestras vidas. Somos y dejamos de ser a cada momento. ¿Quién soy ahora? ¿Qué extraña fuerza me impulsa a recorrer hoy las negras calles de esta ciudad, a meterme en tabernas, correr peligros y beber hasta emborracharme, cuando en estos últimos años siempre he rehuido el riesgo, he dedicado mis energías al estudio y me gusta quedarme en casa leyendo, tomando, cuando mucho, una jícara bien colmada de chocolate y con las piernas arropadas en una manta en las noches de frío? ¿Qué me empuja a ello? ¿Soy, acaso, el mismo que ayer fuera, el mismo que hasta hace tan sólo unos minutos bebía en la   —179→   taberna observando el juego de los tahúres y escuchando los gritos y conversaciones de los borrachos? No y sí. La verdad es que lo ignoro, pues a esas figuras de retablo que hago revivir en mi imaginación tan sólo las une la memoria: mi memoria. Si algo soy, si alguien soy, soy únicamente porque recuerdo que soy y porque en el recuerdo puedo encontrar las semejanzas, esas líneas de identidad y de sentido que hacen que sea y que sepa que soy. Sin la memoria, estaría sin ser y, sencillamente, estando, no sería». Al llegar a la esquina de la plaza Mayor, tomó la dirección de la derecha, hacia la calle de La Merced. El empedrado de la calle deslizábase ahora suavemente hacia abajo. La inclinación era casi imperceptible. De vez en cuando, el caminante apoyábase en las paredes. Al llegar a la altura del convento de los mercedarios, sintió como si una sombra lo siguiera, y un terror pánico lo invadió, haciendo que su cuerpo se agitara como una hoja. Miró hacia atrás, mas, enmedio de la oscuridad, nada pudo distinguir. «Es mi imaginación», se dijo para darse valor, y continuó caminando hacia su casa. Un perro callejero se deslizó entre sus piernas, silencioso. Volvió a detenerse. Sentía las sienes latiéndole con fuerza y podía escuchar, en el silencio de la noche, el agitado ritmo de su corazón. Respiraba con dificultad, y al dolor de sus piernas añadíase ahora una extraña debilidad que las aflojaba. Recostose de nuevo contra los muros del convento y trató de calmarse. Un sudor frío inundaba su frente. «Es mi imaginación», se repitió. «Si realmente fuera un perro, me habría ladrado. Estoy muy excitado. Será mejor que no vuelva a repetir esta aventura». Cerró los ojos para mejor concentrar su pensamiento. «Hasta un niño se reiría de mis temores y cualquier ignaro, de mis filosofías. Estoy borracho y delirando». Abrió los ojos para reiniciar su camino y, para darse valor, volvió su mirada hacia la plaza. Entonces vio las luces. En un cielo sin estrellas, aquellos eran los únicos luceros.

Eran antorchas las que brillaban y, por su número, parecían acompañar una procesión. No se escuchaban voces, sin embargo. Ni pisadas. Las antorchas venían de los soportales de San Agustín en dirección a La Merced. «Serán frailes», pensó, sin saber a ciencia cierta a qué frailes se refería. «En algún momento se pondrán a canturrear sus gregorianos». Tranquilizado por estos pensamientos, decidió esperarlos. Ahora se hallaban a escasos pasos de él, y podía distinguir los largos hábitos y las cogullas echadas sobre los ojos. No veía, empero, sus rostros. Cuando llegaron a su altura, se dio cuenta de que, entre las filas de antorchas, caminaba un caballero. Lo primero que observó fue su torso desnudo, y, tras él, a una especie de verdugo encapuchado que le golpeaba las espaldas con un rebenque. De éstas manábale sangre abundante al disciplinado, mas los golpes no hacían que se inclinara. Su orgullo lo mantenía   —180→   de pie y con la cabeza levantada. Su barba, negra y oscura, con tonos rojizos a la luz de las antorchas, se alargaba casi hasta su pecho desnudo. Los latigazos del verdugo -y esto lo aterrorizó- carecían de sonido, como los golpes mudos de algunas pesadillas. Tampoco sonaban los pasos de los frailes al deslizarse sobre el empedrado de la calle. La noche arequipeña terminó, entonces, por cerrarse de nuevo ante a sus ojos. Antes de perder el sentido y caer sobre el empedrado de la calle de la Merced, reconoció al caballero tan cruelmente disciplinado.