Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —209→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

Camino de Santiago


La noche pone cerco a mis sentidos, los confunde. Intuyo la soledad y el miedo más allá de las ventanas de mi celda. Bajo mi hábito siento que penetra el viento helado que, ahora, recorre, cruza y dobla las calles y las esquinas de la ciudad dormida y que hace que mis carnes tiriten. Golpeo con las palmas abiertas de mis manos mis costillares. Me congelo en el estrecho espacio de mi celda. Me retiro de las paredes y encuentro en la dureza de la silla, junto a mi mesilla de trabajo, la seguridad que el sueño me niega. Sobre su madera, renegrida y opaca, observo enormes goterones de cera sucia y, junto a ellos, la pluma echada, descansando, y el tintero de barro, panzudo y pardo, que proyecta su sombría soledad sobre esta llanura en la que, bajo la luz de la vela, descubre mi fantasía ríos y valles, montes, sotos y praderas, barrancos, quebradas y despeñaderos. Sentado, siento que un escalofrío penetra en mi cuerpo como un cuchillo de carnicero. Quédome quieto, casi sin aliento. Bajo la mesa, circular y desnuda, el brasero de cisco, aún caliente, me abrasa las piernas y me trae recuerdos del calor de otras jornadas y del frío que, sin misericordia (pero ¿tiene la naturaleza sentimientos?), me acecha más allá de las cuatro paredes de mi celda, en las calles oscuras y misteriosas de esta ciudad fantasma. Mi mundo queda ahora reducido al pequeño cerco de luz que la espelma encendida le roba a la noche. Lux in tenebris. ¿A cuál de estos mundos pertenezco? ¿En qué lado de la línea que los divide me coloco? Mi ánimo apocado me aconseja esconderme entre las sombras, acurrucarme en ellas como me acurrucaba en el regazo de mi madre cuando era niño. Lo sigo siendo. Un niño temeroso, dominado por el miedo. Estoy solo. En la celda oscura y fría puedo atender, con las orejas abiertas, los afanes de los pericotes en sus nocturnas aventuras. También ellos viven atemorizados. Se esconden. Ocúltanse a mis ojos, mas no a mis oídos.

Nunca antes he estado tan solo. ¡Jamás tan solo!

Las paredes son de piedra desnuda, y mis ventanas ábrense al exterior con angusturas, pero se ensancha este vómito rocoso junto a mis muebles: una cama, un armario, una mesa de trabajo, una silla y un crucifijo colgado de un tosco clavo oxidado en la pared. También colgado está un manteo de lana cruda, que, en muchas ocasiones, echo sobre mi flaco cuerpo cuando me dejo llevar por la pereza, y la teja negra que me defiende de la lluvia. Esta noche no he de arrojarme sobre el lecho. ¿Cómo podría hacerlo? El sueño se aleja, me   —210→   abandona. No puedo ver el crucifijo de madera, ni el armario, ni el manteo y, aun para ver la cuja en que reposo, debo hacer un esfuerzo sobrehumano y abrir bien los ojos, o cerrarlos, pues, a veces, para ver, ¡oh paradoja!, aun en la oscuridad, me veo obligado a entornarlos. Hay unas piedras de sillar que cruzan y encañonan el techo por encima de mi cabeza, pesadas, pardas y amenazadoras, pero yo siento que sobre mis hombros se eleva una gigantesca y brillante cúpula, tan grande como la del cielo, oscura y sin estrellas. Bajo esta enorme cúpula está mi mesa de trabajo: mundo reducido en el que algunos papeles abandonados al azar y garrapateados con caracteres curvos y angulosos, de lazos entrelazados, de trazos gruesos y de trazos finos (los trazos son indicadores de mi ánimo cambiante), trazos multiplicados en signos, enganchados entre sí, ensanchados en las vueltas y sueltos donde las palabras se terminan, hablan de aquel otro mundo, siniestro y real, al que la noche oculta y el miedo cerca como una muralla asediada por un ejército formidable. La luz de la espelma me sugiere un mundo tibio y rojo, un mundo de fuego, de calor y de ternura, un mundo imposible, como el mundo de la infancia ya perdido en los recuerdos que me persiguen. Mas la vela sólo es sol en mi alocada fantasía de fraile solitario. La vela es vela, remedo pobre de un astro cuyo fuego parece eterno, y no puede ser otra cosa. La vela nos recuerda la caducidad de las obras humanas. Nada existe a mi alrededor que no me recuerde la muerte.

Para mi imaginación excitada por el negro silencio de la noche, las ces de mis escritos parecen olas encrespadas de un mar en el que las efes, las eses, las eles y las jotas avanzan seguras hacia la playa de las emes, emuladoras de médanos. Mas son las vocales, ligadas a las zetas, las que me aterran. Entre ellas, se abren los abismos que las ges y las pes multiplican bajo la luz de la espelma. Un mundo sugerido por la luz puede llegar a ser, en cierto modo, real, y sobre mi mesa de trabajo los caracteres de mi letra desnudan mi alma, me delatan. Soy como escribo, pero esta noche en la que debo redactar una nueva carta a mi querido primo, el cardenal, no puedo hacerlo. Me abandonan las fuerzas y me agarra la loca de la casa para hacerme ver sobre mi mesa mundos dispares y minúsculos que yo mismo, tan flaco y sin fuerzas, podría abarcar entre mis brazos y elevar por encima de mi cabeza. En estos mundos veo a todos mis semejantes del tamaño de las hormigas que, en ocasiones, caminan por el suelo enladrillado de mi celda, o se agitan, presurosas, en los jardines del claustro. Siento cómo caminan y se afanan en sus tratos y contratos, cómo atienden o desatienden sus negocios, cómo luchan, se abandonan, aman y odian. Los imagino, siempre como hormigas, surcando lagos, ríos enormes y caudalosos, océanos infinitos, atravesando puertos nevados y montañas, arribando a los abrigos marinos que los protegen del oleaje, fatigándose en los caminos   —211→   polvorientos bajo los soles de agosto, en los ásperos llanos arenosos de la costa, en las punas heladas y en las selvas, envileciéndose en lupanares, yendo y viniendo de las iglesias, musitando plegarias y perpetrando crímenes horrendos, emborrachándose en las tabernas, discutiendo en los mercados y en las lonjas, disputando en las cátedras de las universidades y colegios, donde la vanidad se enseñorea, tendiendo y atendiendo a todo aquello que en nada o en poco ayudará a su salvación, pues todo puede ser borrado de un plumazo, como yo ahora podría hacerlo, omnipotente, con sólo pasar mi mano abierta sobre esta mesa desnuda en la que la luz de la palmatoria sugiere la verdad de su existencia, cerrando mis ojos, o borrando sus imágenes de mi mente. El albedrío es, en estos mundos que invento, engaño de la voluntad, ilusión de los sentidos. ¿Y acaso no lo es también en el nuestro? ¿Cuál es el margen de libertad que la divina providencia nos concede? ¿Lo sabemos, acaso? ¿Somos realmente libres?

Me levanto y voy de nuevo hacia la ventana. Allá abajo, en la calle, veo -o intuyo- la linterna del sereno. ¿Qué pensará él de la predestinación? No ha leído a Molina, ni a Báñez, tan contrarios, ni a santo Tomás, ni a san Agustín, y nada sabe de Pelagio y aún menos de las opiniones que, sobre ellos, se han formado y difunden los luteranos y los jansenistas. En su ignorancia es feliz, pues no lo atormenta la duda. Es como un niño, libre de pecado por ignorancia. Tampoco Violante vivió atormentada por la duda. Sabía que habría de salvarse, y lo supo desde que era niña, desde aquella jornada en Urdanta en la que todos la vimos tan extasiada. También yo lo supe y la envidié (¿cómo no habría de hacerlo?), y, desde entonces, la duda ha ido carcomiéndome el corazón. Aquel día terminó mi infancia. La sabiduría es el gran pecado del hombre, el que lo hace aparecer desnudo frente a su creador. Conduce a la duda, y yo, pese a mi ignorancia, vivo envuelto en ella, por ella dominado. Yo dudo. Atormento mi cuerpo y hago saltar la sangre de mis muslos y de mi espalda salpicando las paredes, mientras rezo, contrito, el miserere. Y sigo dudando. Dudo, no de Dios, sino de mí, de que todos los esfuerzos que hago hayan de servirme para ganar el cielo que me tiene prometido. ¿Y si en algo le he fallado? Si en esta vida, en esta carrera, en este cursus honorum que, según creo, habrá de conducirme a su presencia como premio a las privaciones que por su amor he hecho, algo no es de su agrado, ¿qué será de mí? ¿Cómo sabré que estoy siguiendo el camino de la santidad sin equivocarme? ¿Me ha reservado, acaso, él un puesto entre sus santos? ¿Por qué no me da una señal cierta de que estoy puesto en su camino? ¡Qué difícil es la santidad y con cuánta angustia atenaza nuestro corazón la duda!

  —212→  

Vuelve a pasar el sereno frente a mi ventana, y yo tiemblo de frío como otras veces. Un noctámbulo se le acerca, y ambos dejan que corra el tiempo, conversando. ¿Qué se dirán tan en voz baja? ¿De quién, o de quiénes, estarán hablando? ¿Quiénes poblarán sus fantasías? ¿Charlarán de sus borracheras y vilezas? ¿Se contarán sus envidias y pasiones? La linterna reposa en el suelo, junto al chuzo apoyado contra la pared de piedra. El sereno, envejecido, de barba cana y bien arropado, se inclina sobre su amigo para contarle algún secreto a la oreja. A la luz de la linterna, tan lejana y pobre desde mi atalaya, no puedo adivinar los rasgos del recién llegado, pero lo imagino cetrino y triste, vil y miserable. Con todo, parece que el noctámbulo se ríe. Será, como el sereno, un ganapán, y los dos hablarán de sus asuntos, de sus afanes y de los chismes que corren por las calles y mentideros de Arequipa. Estos son, para ellos, los negocios que importan. Los veo, como sombras, perdidos en la noche. ¡Ilusos! ¿Qué soñarán? Ambos se envuelven en gruesas mantas de lana negra por amor a los hielos de esta noche sin estrellas. Me retiro de la ventana sin adivinar sus secretos. Me aparto. Me alejo. Ellos tampoco imaginan lo que pienso. Nada saben de mis dudas y temores, y ello me lleva a pensar que cada uno de nosotros, pobres mortales, es un mundo aparte. Somos ínsulas que sólo de vez en cuando se comunican por el mar de la palabra, de los gestos, o de los sentimientos. Las palabras son barcas, parvos navíos, y los sermones y libros de devoción, flotas y armadas de guerra que enviamos en auxilio de los más necesitados de salvación, de aquellos cuyas almas hállanse cercadas por el pecado. Aquí, junto al brasero, arrimados mis pies a su calor e inclinado sobre los papeles abandonados en mi mesa, nada sé del cerco que el enemigo haya puesto a las almas de estos dos hombres que con tal descuido conversan recostando sus cansados cuerpos contra las paredes de las casas arequipeñas. La confesión nos avisa del peligro a los confesores, mas en esta noche sin luna y sin estrellas, en esta noche fría y oscura, no pocos habrán de morir sin este auxilio. ¿Podrán los que así han de morir evitarlo? En este complejo juego, tan sólo somos figuras de un retablo, personajes de una comedia cuyo argumento desconocemos. Jamás sabremos en qué momento termina nuestra representación, ni el papel que en este teatro de la vida nos ha tocado en suerte (o en desgracia) representar.

Hacemos un camino que no sabemos adónde nos conduce. Cuando yo era niño, los romeros que pasaban por Azofra, se inclinaban al borde de su fuente, bebían sus aguas en las limpias hojas de berza que crecían en sus huertas para acompañar su pan y su cecina y, después, descansaban al pie de la vieja chopa que sombrea el manantial sabían que cada paso que daban hacia   —213→   adelante los conducía a Santiago. Estaba su rota trazada en el cielo, marcada por las estrellas, y la meta era segura, tan cierta y conocida como cualquier otro camino hecho a fuerza de pies desnudos y de sandalias. Venían de Nájera, cruzando los campos en los que, en tiempos de don Enrique, murieran tan buenos castellanos, y llevaban sus pasos hacia Santo Domingo de la Calzada. Después, por el camino de Belorado, llegaban a Burgos, y, de ahí, a Sahagún y a León y, por fin, a Galicia, a Santiago, donde se inclinaban ante la tumba del apóstol tras haber atravesado las asperezas de Castilla y la dureza de los montes españoles. En invierno, venían con frío, arropados en gruesas mantas, cubiertas sus manos de mitones y trapos, colocando el cayado siempre un paso más allá de sus pies para evitar hundirse en los charcos y lodazales que las nieves y las lluvias sembraban en el camino. Los enfermos y débiles se detenían en el hospital, y la pía hospitalera dábales en la noche una sopa caliente, un pedazo de pan y uno de cebolla, si la había. También les hacía la caridad de una cuja en la que echarse y algunas mantas con las que cubrir sus carnes congeladas. Arrimábanse al fuego si lo había, y yo pensaba, al verlos, que eran hombres contentos, felices y satisfechos, porque ellos sabían que, aunque lejano, Santiago estaba al alcance de sus pies. Es la nuestra como la vida de los peregrinos, pero todos ignoramos la distancia que nos separa del cielo y aun el derrotero que a él habrá de conducirnos. Caminamos como ciegos, a tientas, y tan sólo la gracia, cuando nos es generosamente entregada, como a mi santa y querida prima Violante, nos guía entre las tinieblas. Lux in tenebris lucet. Pero ¿cómo acertar? ¿Cómo descubrir entre tantas la estrella que ha de guiarnos en esa noche del alma? ¿Cómo hacernos merecedores de la gracia divina? ¿Bastan las buenas obras para alcanzarla? La gracia es como el Camino de Santiago, trazado en el cielo por las estrellas, pero, entre tantos signos, a veces me confundo y me entran dudas. Sólo el camino de la perdición parece cierto para los hombres. Por ello es necesario que insistamos en las virtudes. Cualquier descuido puede ser, en este caso, peligroso.

Ya no pienso en la carta que he de escribir a su eminencia, el cardenal Sáenz de Aguirre. Mi primo tendrá en sus manos la primera y espero ampliar mi información en la próxima. Mas ésta será mejor pensada, más detenida y cuidadosa. Alumbrados, quietistas, lobos con piel de cordero en Arequipa, tan lejos como parece de cualquier foco de infección. Deben de ser ingentes y graves los negocios que ahora atiende su eminencia. Son los que vivimos tiempos difíciles para la Iglesia, y la herejía nos penetra hasta en el pensamiento. ¡Qué distintos a los que viviera en mi infancia, arrojado en el bálago de las eras, observando las estrellas en las noches claras del estío! La tibieza del aire embargaba mis sentidos y serenaba mi loca fantasía. Era feliz sencillamente   —214→   estando, sin tener que preocuparme en ese momento de si debía ser... o no ser. Estaba en el bálago, casi siempre solo, pues Mariquita se quedaba en casa ayudándole en sus tareas a mi madre, y los demás chicos del pueblo, bulliciosos, jugaban a la guerra o al marro entre las mieses. Tenía los ojos bien abiertos a las bellezas que la creación me ofrecía. Las estrellas brillaban amontonadas sobre mi cabeza, titilaban en aquellas brillantes aglomeraciones que atravesaban el cielo en dirección a Santiago. El paraíso perdido es la infancia, un mundo sin cuidados. En el paraíso no se piensa ni se imagina: sencillamente se está en gozo y contemplación de la naturaleza y de Dios. Nada se desea, puesto que todo se tiene, y todo se sabe, puesto que todo -la grandeza infinita de Dios- está ante nuestros ojos para ser contemplado. La voluntad desaparece y, con ella, también la sabiduría, esas debilidades elementales del alma humana.

También desaparece el miedo, este sentimiento que, como hijo del conocimiento y de la duda, agarrota mi corazón. Ahora tengo miedo de todo, hasta de mi sombra; mas en mi infancia los temores se confundían y me abandonaban, se perdían en la paz de mi aldea, cuando yo, con Íñigo, Violante y Mariquita, me dejaba llevar por los juegos y las canciones. Vivíamos y jugábamos sin cuidados. ¡Oh soberbio descuido de los niños, tan próximo al de los justos en el cielo! Los hombres, aun los más arriesgados, vivimos cercados por el miedo y por la duda. Es como la noche oscura, que todo lo envuelve y que nos penetra, con su frío, hasta los huesos. Así estoy yo, cercado por los miedos y por el frío de la noche. Y no me basta el brasero que, todavía tibio, calienta mis pies, ni la luz de esta espelma que crea sobre mi mesa de trabajo la ilusión fantasmagórica de un universo de dimensión humana, reducido al tamaño de mi imaginación. ¡Cuánto echo de menos aquella paz, aquel sosiego de la aldea, aquel silencio puro de las noches estrelladas en el que todas las flores olían a rosas y las rosas encendidas de los luceros tachonaban la bóveda que cubría mi cabeza, aquel Camino de Santiago que conducía hasta su meta a los romeros que, con las ropillas sueltas y desabrochadas sus camisas, caminaban jubilosos hacia la tumba del apóstol con su cayado, venera y esclavina! Nunca más volveré a conocer una paz semejante, y sólo cuando Dios nuestro señor decida recibirme en su seno y sentarme junto a sus santos conoceré, si ése es mi destino, una dicha mayor que la que, siendo todavía niño, llegué a perder: una dicha eterna e infinita, una dicha, por ello, indescriptible.

Me cuesta dar los pocos pasos que me separan de la ventana. Arrastro los pies y me apoyo en el luneto que en la pared de piedra queda abierto como una zanja, como una herida cerrada por el cristal. El sereno y su acompañante se retiran, y, hacia levante, una leve luminosidad anuncia el día. Es la aurora de   —215→   rosados dedos de la que hablan los poetas. Debo dormir. Me arrojaré sobre mi lecho unos momentos y trataré de conciliar el sueño que, por mis pecados, se niega a visitarme. Apagaré la vela, dejaré mi mente en blanco y trataré de imaginar que sobre mi cabeza, cruzando la bóveda de mi celda, se dibuja el camino de las estrellas que me conducirá a Santiago. Así volveré a ser feliz por algunos instantes. Recuperaré, durante algunos minutos, mi infancia, una dicha pura al alcance de mi mano.



  —216→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

El temor y el deseo


Aquella mañana don Andrés Espinosa de los Monteros tardó en arrojar las sábanas de su cuerpo. Más allá de su ventana, la luz del sol blanqueaba los sillares volcánicos de las casas arequipeñas. Alfombras, tapices y cortinajes colgaban de sus balcones, y siervas oscuras y risueñas, con sus redondas cabezas cubiertas por blancos turbantes listados de colores, los sacudían para sacarles el polvo acumulado durante meses. De las ventanas, descolgábanse hacia la calle colchas, frazadas, sábanas y edredones. Se oreaban. Era día de limpieza general para las fámulas, día colorido tácitamente acordado por las señoras y cumplido sin chistar por la servidumbre, y las macetas de geranios, rosas y, claveles, junto con una trepadora preñada de flores como campanas de tonos gualda, añadían un toque de color al cuadro que, desde su cama y enmarcado por el vano abierto en la pared de su cuarto, podía contemplar el galeno sin levantarse de su lecho. Un cuadro de Rubens no habría sido más gratamente coloreado, ni uno del Baciccia, tan sugerente y atractivo, pero el médico no podía sentir aquella mañana el efecto tranquilizador que el cromatismo y la luz solían ejercer sobre su espíritu atormentado. Hasta el sol, tan brillante, parecía haber desaparecido para él. La noche, con el recuerdo de sus terrores pasados, lo seguía envolviendo, y Espinosa sentía las piernas flacas, el ánimo caído, como de gafo, el estómago dolorosamente vacío, el pecho hueco y sin aire suficiente para respirar y la cabeza tan llena de negros presentimientos que el buen doctor, de quien tantas veces sospechara Madre Sacramento su condición de marrano, temblaba ante la sola idea de tener que ponerse de pie, caminar cojeando con su pierna adolorida hasta la jofaina a cumplir con sus abluciones matinales, comer unos huevos fritos en manteca para el desayuno y esperar que pasara lentamente aquella mañana hasta la hora del almuerzo, momento en el que debía presentarse en la casa de Íñigo, a quien había prometido satisfacer sus dudas sobre las causas probables de la muerte de su querida hermana.

La muerte de Madre Sacramento, tan importante para él hasta esa noche, pasaba ahora a un segundo plano de su atención. En cierto modo, le molestaba haber hecho alguna vez una promesa semejante, pues ninguna nueva evidencia habíase sumado a las sospechas que él y el boticario abrigaran al descubrir las misteriosas manchas en las uñas de la difunta. Eran aquellas manchas como puntos oscuros junto a la cutícula, puntos que se extendían y difuminaban a lo largo de la superficie de las uñas y que se concentraban, más fuertes y oscuras, en las partes bajas, junto a la curva inferior. Aquellas manchas   —217→   le habían estado dando vueltas en la cabeza, sorbiéndole el seso, los días anteriores, pero, si bien no ignoraba su significado, no podía acertar con el modo, el procedimiento que los envenenadores habrían utilizado para alcanzar su objetivo. ¿Qué podía, pues, decirle a Íñigo que no le hubiera dicho ya una y mil veces? Pero ahora tampoco esto importaba. Ahora sólo importaba la procesión. Ésta ocupaba todos sus pensamientos. Recordaba a los frailes mudos, el silencio de sus pasos, las cogullas caídas sobre aquellas frentes bajo las que Espinosa adivinaba unos ojos malignos y fríos como el acero de una tizona, los hacherones, los rostros cubiertos, oscurecidos aún más por la noche y, sobre todo, el silencio, los golpes sordos sobre la espalda del caballero, que todo lo soportaba sin quejarse, sin soltar un ¡ay! que lo denunciara con vida. Esa noche no había podido dormir pensando en él. Había estado rodando sobre su cama, revolcándose sobre sí mismo, con la esperanza de conciliar un sueño que nunca le llegaba y, aun cuando trató de convencerse, llevado por sus pretensiones de hombre puesto en razón, de que se trataba de una pesadilla, de un mal sueño tenido a causa de alguna cena indigesta, la vigilia en la que había permanecido tan dolorosamente sus últimas horas lo desmentía: el miedo y la sensación de terror que le recorría el cuerpo y que le impedía pensar, poner las cosas en su sitio, eran ciertos, tan reales como las vigas desnudas que cruzaban su techo, como las cuatro paredes blancas como sábanas de su cuarto o como el ajedrezado de ladrillos rojos y negros que decoraba su piso. Si había estado despierto durante la noche, no se trataba de una pesadilla. ¿Se trataría, entonces, de una alucinación, de la visión de un loco? Jamás había imaginado que alguna vez le ocurriría algo semejante. Antes de esto, antes de ver a aquel caballero atormentado por los demonios nocturnos de la calle de la Merced, se consideraba a sí mismo un hombre valiente, alguien capaz de hacer frente a las situaciones más difíciles con el ánimo templado de quien está hecho a todo lo malo, acostumbrado a conservar en todo momento el pulso y la cordura. Pero aquel fantasma, la aparición nocturna que él había visto, era un caballero al que había conocido en otro tiempo, gran matador, asesino por placer al que él habíase visto obligado a atender, cuando, herido mortalmente en uno de sus duelos de matasiete, fue llevado a su casa de Lima hacía ya algunos años y que, tras sanar, había prometido pagar al médico con las mismas torturas por él padecidas durante su curación. Después, alguien le había comunicado su muerte, pero él mismo la había presenciado. Se decía entonces que había muerto una noche atravesado por una mala navajada en una esquina, cerca de la iglesia de los mercedarios. Espinosa conocía el lugar exacto en el que había muerto. Jamás pudo encontrarse al matador, pero muchos sospechaban que ciertos personajes de la corte habían hecho una bolsa de muy buenas peluconas para pagar   —218→   a quien osara cortar en seco su carrera de asesino. Mas, si había muerto, ¿qué hacía don Martín tan lejos de su tumba, tan lejos del cielo o del infierno, atormentado por los diablos de la calle de la Merced en Arequipa, cuando su tumba debería hallarse en Lima, a tantas leguas de distancia? Volvió a sentir un escalofrío. Lo habían discutido algunas veces en Nicéforos. «¿Qué es el valor?», había preguntado, en cierta oportunidad, el señor de Cellorigo, y había añadido sin dejar que se le respondiera: «Aseguro a vuesas mercedes, caballeros, que yo no podría definirlo». «Lo que yo puedo definir muy bien es el miedo, la cobardía», había dicho, en son de broma, don Alonso de Verona. «No hay otro sentimiento que conozca mejor», añadió con voces y con gestos intencionalmente temblorosos. Don Alonso ironizaba y, al hacerlo, al reducir los términos a su sentido más primario y elemental, con toda intención los confundía. Toda simplificación conduce al engaño. Si bien es cierto que el miedo no es la cobardía, don Alonso sabía muy bien que todo cobarde vive dominado por el miedo, y, por ello, al confundirlo con la cobardía, provocaba en sus amigos el efecto cómico que con el ejercicio de su ingenio perseguía siempre. Don Alonso López de Verona, gentilhombre y cortesano entregado a lecturas de comedias y entremeses, observador y discreto, vivía, empero, dominado por sus inclinaciones de frecuentador de autores y bululúes y buen degustador de cultismos y de conceptos, perseguido por una curiosa manía quevedesca, una vena satírica que aguzaba en las tertulias, al modo que los afiladores aguzan los cuchillos de cocina y las tijeras de sastre en la piedra de amolar, a la que dan vueltas con un pie mientras conversan con las criadas en las puertas de las casas de las ciudades. Con frecuencia, sin embargo, acertaba en el camino que conduce a la verdad. Todos los ingenios, por instinto, dan con ella más a menudo de lo que pensamos, aunque también con menos frecuencia de lo que ellos mismos imaginan. «El sentimiento del miedo domina al cobarde», fue la única observación que hiciera Hernán Vivanco, el boticario, en ocasión tan recordada. «El verbo es el que hace la diferencia», pensó en aquella lejana ocasión Espinosa, y volvió a hacerlo entonces, mientras el sol penetraba a raudales por su ventana y calentaba el ambiente, sin que su ánimo se sintiera reconfortado. «En el sentido final del verbo dominar está la clave. Yo estoy ahora, por primera vez, dominado por el miedo, atrapado por él. No le faltaba razón a Vivanco. Tengo miedo, mucho miedo, y este miedo me domina y me impide levantarme de la cama, pese a que la belleza del día me invitaría a hacerlo».

Pero ¿qué es el miedo? Habían discutido con frecuencia el tema del valor y el de la cobardía. Habían disertado sobre la naturaleza del coraje y de la temeridad, pero se habían olvidado del miedo. Habían puesto muchos ejemplos,   —219→   y los más atractivos resultaban siempre los de aquellos guerreros que, en situaciones consideradas imposibles, vencían a su enemigo y lo hacían huir contando tan sólo para ello con su coraje y su sangre fría, con el temple especial de los héroes. Teseo y Aquiles, Hércules y Eneas, Milciades, Mario, César, Viriato, Sancho de Tejada, Roldán, Fernán González, don Pelayo, el rey Arturo, Lanzarote del Lago, el Cid, Alejandro, Cortés, Guzmán el Bueno, Sancho de Londoño, el Gran Capitán, don Antonio de Leiva, el César Carlos, don Pedro de Aragón, Garci Pérez, su hermano Diego Machuca, Díaz de Gaona o García de Paredes eran algunos de los nombres que salían entonces a relucir. Todos ellos habían realizado hazañas de digna recordación. Don Íñigo, sin embargo, hacía precisiones y, como buen soldado, criticaba a los valentones de taberna, a los bravucones de esquina y a los milites gloriosi, como él los llamaba, que, con sus capas y chambergos adornados de plumas multicolores y sus tizonas siempre relucientes y bien afiladas, se paseaban como pavos reales por las calles, desafiantes, amenazando a todos y buscando camorra a costa de los débiles, tímidos o inadvertidos, por ganar una efímera fama de hombres cabales y templados. Se citaba, entonces, el Destierro y azote del libro del duelo, del doctor Lozano, tan afamado y leído, o el Desengaño de la inicua ley de la venganza, del conde de Sástago, tan ponderado en sus juicios. Pero ni en estos casos se hablaba del miedo en las tertulias de Nicéforos. Ninguno lo hacía. A decir verdad, si en estas conversaciones se embarcaban, jamás superaban los lugares comunes, los tópicos más vulgares, y, cuando mucho, terminaban recordando algunos dichos de los mejores y más afamados predicadores del momento, los pasajes más conocidos del siempre discreto y sutil Diálogo de la verdadera honra militar, del señor de Urrea, que don Íñigo llevaba siempre consigo a manera de vademécum de soldado, y don Alonso acababa la tertulia de la academia recitando con su voz intencionalmente engolada y falsa, voz de comediante sin talento, aquellos versos de Lope que decían (aunque él, dejándose llevar de su histrionismo, los gritaba): «Soldados y españoles, plumas, galas, palabras, remoquetes, bernardinas, arrogancias, bravatas y otras malas». En fin, se hablaba de todo menos del miedo, tema de siempre vedado y, cuando no, difícil de tratar para quienes en él veían una afrenta, un mal, una enfermedad del alma de la que había que protegerse, como había que cuidarse de la viruela o las tercianas, algo que podía ser mamado, para desgracia de aquel a quien esto le sucediera, de los pechos de una nodriza torpe y timorata, de una ama de leche asustadiza. Pero ¿cómo podían discurrir sobre semejante materia, si eran hombres de bien, caballeros sin sospecha ni tacha de cobardes y se suponía que debían desconocerla, pues el sentimiento del miedo, como ellos lo veían, atentaba contra su propia naturaleza, y, sobre todo y ante todo,   —220→   contra su dignidad de hidalgos? Más allá de las casi siempre bien celebradas chanzas de don Alonso de Verona, el miedo no tenía presencia en las conversaciones y tertulias de Nicéforos, mas ahora dábase cuenta el galeno arequipeño de que le sería imposible discurrir sobre la naturaleza misma del valor, si antes no lo hacía sobre la del miedo. ¿De dónde nace? ¿Qué lo provoca? ¿Cómo aparece? ¿El miedo es contagioso, como algunas enfermedades? ¿Podemos los médicos intentar su cura? Estas eran las interrogantes a las que el doctor Andrés Espinosa trataba de dar respuesta aquella mañana. «¿A qué se deberá», se preguntaba, «que, en un momento dado, las fuerzas nos abandonen y sintamos que somos incapaces de enfrentar una determinada situación? ¿Qué hace de nosotros cobardes? ¿Soy yo, acaso, uno de ellos?».

Este solo pensamiento lo atormentaba. El sol, entrando por su ventana, hendía el espacio de su alcoba, dividiéndola en dos. Sobre la colcha que cubría su cama, un rayo de sol luminoso e indiscreto desnudaba el éter y descubría ante sus ojos miriadas de granos de polvo, transformados en pulidos espejos reflectores de la intensa luz de la mañana. Al otro lado de esta frontera todo estaba semivelado y difuso y el espacio se adivinaba como a través de una cortina de tul, de una gasa, de un velo sutil que cambiaba las formas de las cosas y las confundía. A los pies de su cama, una sobreveste de lana negra y gruesa, abrigadora, invitábalo a levantarse. A sus pies, sobre la alfombra, unas babuchas revestidas de lo mismo lo esperaban, acariciadoras. El médico se arrebujó entre las sábanas y, pese al sol y a la tibieza de la atmósfera, sintió frío y se estremeció. «Es el miedo», pensó. «El miedo me está calando hasta los huesos».

Le pareció extraño darse cuenta, de pronto, de que pensaba en el miedo como si de la lluvia se tratara. Cala ésta hasta los huesos, según suelen expresarse los villanos (y razones de sobra tienen para quejarse), pero no lo hace el miedo y menos pueden hacerlo los miedos infundados. ¿Era el suyo, empero, un miedo infundado? «Si no es una pesadilla», pensaba, «será una alucinación. ¿Qué de extraño tendría que algo semejante me ocurriera? Podría achacarlo al exceso de trabajo, o a tantas emociones como las que he tenido en estos días. ¿Acaso no he visto yo, no una sino mil veces, que esto les ha ocurrido a otros, sin que por ello se hayan visto obligados a cambiar de hábitos, o de residencia? Estoy loco, si es que alguna vez he pensado en ello. ¿Por qué habría de ser yo diferente a los demás? ¿No estaba, acaso, predispuesto a ello, cuando ayer, sin que mediara razón alguna valedera, di en engolfarme en mis pensamientos, en visitar tabernas y en recorrer, ocioso, sin rumbo ni cuidado, los lugares más raros y, para mi persona, peligrosos a las horas menos apropiadas   —221→   para un hombre de bien? ¿Por qué lo hice? ¿Qué me empujó a ello? Era como si, durante el día entero, hubiese estado esperando tan mal encuentro. Tal vez sea esta atmósfera de melancolía que a todos nos envuelve desde que muriera Violante. Don Martín está muerto sin duda, y su cadáver hace ya muchos años que se habrá descompuesto en las catacumbas de San Francisco. Murió como había vivido: sin humanidad y sin ley. Ninguna otra muerte parece tan distinta de la de Madre Sacramento, y, sin embargo, ¡qué parecidas! De ambas he estado yo cerca y de ninguna conozco, realmente, sus causas últimas. ¿No será este no saber lo que me perturba y me quita el sueño, lo que me provoca esa sensación de miedo, que no es sino vacío ante algo, orfandad en este mundo de misterios? Deberé tranquilizarme. Me levantaré y, con mi pierna adolorida, me iré de casa a visitar a mis enfermos. Ya veremos lo que sucede después».

Tranquilizado con este pensamiento, Andrés Espinosa de los Monteros se dispuso a levantarse. Sentía un peso incómodo sobre los párpados, y la debilidad que lo baldara minutos antes no le había desaparecido, ni el vacío de su estómago habíalo abandonado, ni esa sensación, siempre presente, de que, pese a la tibieza y diafanidad del aire y al sol que ahora bañaba todos los muebles y que calentaba sus ropas, algo indescriptible y perverso, un ente dañino, flotaba en la atmósfera de su pieza, algo que le provocaba aquella angustia que él mismo definía como un miedo que le calaba hasta los huesos. Echó lejos de sí sábanas y frazadas y, ya de pie, púsose sobre los hombros la sobreveste de lana y se calzó las babuchas de cuero repujado. La pierna enferma aún resistió los primeros pasos, mas, cuando estaba en el centro de la habitación, ésta le falló, y, de no haber estado junto a una mesa llena hasta los topes de retortas, de libros y de papeles a medio emborronar, que le sirvió de apoyo, habría dado con toda su humanidad en el suelo. Levantose y, con un gran esfuerzo, arrastrándose como pudo, se volvió a su cama y, sentándose en ella, con ambas manos trató de activar la circulación de la sangre en su pierna enferma, que comenzaba a amoratarse. «Estoy peor de lo que imaginaba», pensó. «Tendré que cuidarme y ponerme en las manos del doctor Vargas. Será la luna, probablemente, o un mal aire que se pasará con unas cataplasmas y una copa de vino caliente con canela. Sólo espero que el doctor Vargas no me condene a la tortura de sangrías y sanguijuelas, a las que es tan lamentablemente aficionado. No desearía que nada de esto le pasara siquiera por las mientes». Se rió esta vez de sus temores infantiles.

Una hora después, vestido y bien desayunado, el doctor Espinosa volvía a pisar los empedrados de las calles arequipeñas. Una dama de campanillas, doña María de la Gracia de Olarte, que caminaba con una de sus esclavas en dirección a la misa de la catedral, lo vio y lo saludó cuando el galeno, vestido   —222→   con rico jubón de terciopelo y valonas almidonadas, calzones de seda con justillo de lo mismo y zapatos de hebillas doradas (relucientes aquella mañana de sol, según recordaba doña María de la Gracia), se disponía a hacer su ingreso a la plaza Mayor por la calle de Santa Catalina. Al menos cinco mendigos de los que a esas horas suelen ponerse junto a las puertas de las iglesias para pedir limosna lo vieron algo más tarde cuando caminaba por la acera de la iglesia de la Compañía en dirección a Santo Domingo, y Martín Jarauta, de profesión sus sangrías, se entretuvo algunos minutos en conversar con el galeno, al que con frecuencia le ofrecía sus servicios d e cirujano, a muy pocos pasos del convento de Santa Teresa, a la sombra de cuya torre hallábase avecindado junto con su familia no menguada (cinco hijos, todos varones, y dos hermanas de su mujer recogidas como en un convento, que engordaban a su costa) y su negocio de barbero y rapabolsas. Según Martín Jarauta, quien, con la puerta abierta de su establecimiento, le hacía en esa oportunidad la barba a un caballero llegado de Lima, el doctor Espinosa bajaba por la calle hacia San Francisco, a buen paso, alegre como en pocas ocasiones y de excelente humor. Se saludaron efusivos, como solían hacerlo al encontrarse, por ser su amistad antigua y bien cimentada. El cirujano le presentó al caballero, quiteño de nación, y conversaron largamente sobre algunos rumores que corrían acerca de una enfermedad que su majestad el rey supuestamente padecía, que el caballero quiteño se apresuró a desmentir, pues, según dijera, él tenía noticias ciertas de su salud. Además del barbero, que, con frecuencia, también ejercía el honrado oficio de albéitar cuando se le requería, vieron aquella mañana al doctor Andrés Espinosa dos arrieros de Islay que habíanse llegado hasta Arequipa transportando pescado en salazón, Sabina Llosa, criada de don Teófilo Goyeneche, un poco sorda y loca en opinión de sus vecinos, Ignacio Botines, escribano de la audiencia de Charcas y allegado a don Alonso López de Verona, y Mateo Aransay, quien, si bien desconocía el nombre del galeno, por las señas que le dieron de su persona, pudo recordar sin dificultad al caballero que un día antes había estado en su taberna y que, en la mañana de autos, volviera a visitarla para comprobar las excelencias de su morapio. Por último, un honrado mercader de telas con tienda puesta junto a la plaza Mayor y que respondía al nombre de Pedro Sabio o Saputo, que de ambas formas hacíase llamar, aragonés de nación, vivido en muchas partes de las Indias, prudente de trato y agradable de carácter, bien visto y muy estimado por sus vecinos y considerado sabio por cuantos lo trataban, a causa de su sagacidad y de sus buenos consejos, aseguró habérselo encontrado aquella mañana paseando con pausa bajo la sombra de los álamos que crecen a las orillas del Chili. De creer al maño Pedro Saputo, el doctor Espinosa habría pasado en tan gratos ocios aquella mañana, aun cuando no   —223→   faltó quien dijera que lo había visto salir de Arequipa, jinete en una mula, camino de la costa, adonde, sin duda, habría llegado algunos días más tarde. Las averiguaciones que se hicieron, sin embargo, a ninguna parte condujeron, pues si, como dijera el mercader baturro, habíase estado paseando por las riberas del río, ningún otro lo vio en aquel estado de ocio tan agradable y no pocos, por ello, se inclinaban a pensar que había, en efecto, salido de la ciudad con rumbo desconocido. Pero ¿adónde? ¿A la costa? Nada pudo averiguarse en los pueblos que hacia ella conducen, y, si había preferido escapar hacia la parte del Cuzco o del Collao, tampoco fue para nadie posible seguir su rastro. El doctor Espinosa se perdió en el aire aquella mañana soleada de julio, cuando todavía estaba caliente el cadáver de Madre Sacramento y todos se preguntaban por las causas de su deceso. Al cabo de algunas semanas, todos dieron en suponer que el buen médico habría muerto devorado por alguna fiera en el camino, o asesinado por los bandoleros que infestaban aquellos pagos sin que nadie lo remediara.

Habían pasado ya varios meses desde que Íñigo se quedara en su casa esperándolo inútilmente, y el hidalgo de Ezcaray vivía preocupado por la suerte de su amigo. Aquella mañana -todavía lo recordaba el caballero- había tenido un presentimiento, la certeza de que algo fuera de lo normal, algo que escapaba por completo a su control y que podría modificar su vida en el futuro, estaba a punto de ocurrir. No sabía (¿podía, acaso, saberlo, cuando tan inseguro estaba aún de su presente?) de qué se trataba, pero recordaba perfectamente que aquella mañana, al levantarse, sintió por vez primera la punzada que, desde entonces y por el resto de su existencia, habría de anunciarle la presencia de fenómenos misteriosos, extraordinarios o decisivos. La punzada era larga, profunda y dolorosa, como una aguja de acero penetrándole en la parte baja de los costillares, en su costado derecho, tan larga y profunda, tan dolorosa, que aquella primera vez le obligó a echarse sobre la cama, respirar hondo y esperar con paciencia de santo a que el dolor desapareciera, lo que ocurrió poco después, sin que mediara remedio de botica en su salud. Pasado el dolor y ya vestido, llegose al patio con la camisa abierta y el jubón echado sobre los hombros al desgaire, los calzones aflojados y las babuchas caladas y respiró gozoso el aire limpio y transparente de la sierra. El cielo estaba abierto, y su azul intenso (y, de tan intenso, casi oscuro: azul marino en el cielo de Arequipa, puerto de arribo de todos los ángeles y bienaventurados, como lo anunciaban a vuelo las campanas de sus iglesias) teñía el blanco de los sillares volcánicos de las casas con el tono suave y la textura aterciopelada (pintura táctil, pozo de gozo para los dedos de los ojos) que inundan los cuadros de Fra Angélico y hacen tan atractivas las locuras poéticas de Paolo Uccello, pintor de batallas tan irreales   —224→   (o tan ciertas (i)rreales, pues la realidad no puede ser aprehendida con certeza y ni el arte, por fortuna, parece haber alcanzado jamás semejante milagro) como las anunciaciones, martirios y descendimientos del frailecillo de Fiésole. Hacíase el ideal naturaleza aquella mañana, pero la repetición de la punzada, si bien tenue, devolvió a don Íñigo a la realidad: su médico y amigo, Andrés Espinosa de los Monteros, doblemente médico (del alma y del cuerpo en todas las ocasiones) y doblemente amigo, no llegaba. Sobre el empedrado del patio caían de refilón, convirtiendo los guijarros más pulidos en espejos, los rayos de un sol que, pasadas las horas, descendiendo a plomo, se volvería implacable.

Meses más tarde, recordábale a Escolástica la importancia que tuviera para él aquella cita frustrada. Las manos de la esclava convertida en amante buscaban bajo las sábanas el jardín de sus delicias. Con suavidad y experiencia (mater scientiae, sicut Spinosa cottidie dicebat, amicus Platonis sed magis amicus veritatis), recorrieron su ancho pecho velludo (platea y plato para las manos filosóficas de la angola), cabalgaron su vientre, se aventuraron en los pliegues de sus costillas y, más osadas, descendieron por la suave loma que se precipitaba al valle sagrado, en cuyo extremo sur, oscuro y boscoso, encontrábase el omphalos sobre el que habría de sentarse aquella pitonisa para ejecutar sus contorsiones y elevar sus oráculos en gemidos incomprensibles a los oídos de los hombres. Enmedio del bosque, oscuro y silencioso, de árboles umbrosos y enmarañados, alzábase el altar, carnoso y duro, elevado sobre los valles de la carne como una lupuna centenaria en las selvas que riegan los ríos anchurosos por los que navegan las Amazonas. «Introibo ad altare amoris: ad penem quae laetificat iuventutem meam», musitó Escolástica, silente, la obscena plegaria (más sentida que silenciosa), al tiempo que se aferraba a su altar con ambas manos y lo besaba. El hidalgo de Ezcaray sufrió un estremecimiento. La lengua de la angola movíase a la velocidad del vértigo y sus manos, sapientes, hurgaban entre los pliegues de aquellas bolsas que descolgaban del tronco erecto, central y marmóreo, escrotos pilosos en el ara belli de la contienda silenciosa que ambos amantes sostenían entre gemidos.

Volvió don Íñigo a olvidar, por un momento, la desaparición inexplicable de su amigo. Sobre él, junto a él, en todo él, fuera y dentro, arriba y abajo, rodeado por todas partes, el insular caballero dejábase llevar por el deseo y, tomando en sus manos los senos perfectos de Escolástica, sentose sobre la cama y comenzó a besarla por el cuello (sápido cuello y ¡tan sabroso!) y, con su lengua afilada, bífida, viperina, buscó la de la esclava que, esperándolo, había ya abierto su espelunca para que en ella se cobijara la sin hueso. Todos   —225→   sus miembros estaban estirados, turgentes, vibrando al ritmo de un movimiento que no daba tregua a los sentidos. Buscó ahora, curvándose sobre el cuerpo de ébano de su amante, otras cavernas en las que encerrar su lengua y encontró, entre sus piernas, la más húmeda, profunda y resbaladiza. Sin separar su boca e platano plani de don Íñigo, omphalos de múltiples oráculos, ésta, a su vez, buscaba nuevos relieves para explorar con sus manos. Durante algunas horas que les parecieron eternas (tal es el tiempo imperfecto del deseo), ambos se amaron una y otra vez y, por fin, fatigados, quedaron sin fuerzas, desfallecientes, uno junto a otro, inmóviles y felices. Don Íñigo volvió entonces a recordar a su amigo Andrés Espinosa de los Monteros.

-Es extraño que desapareciera como lo hizo -comentó sin esperanzas de respuesta.

No la hubo, en efecto. Escolástica, a su lado, tenía la mirada perdida en el mundo de dicha en el que acababa de vivir y al que deseaba volver para olvidarse de la lluvia, del veneno y de las serpientes. Entre sus piernas aún sentía el gozo de aquel instante que para ella había durado una eternidad. Su boca, húmeda, dejaba resbalar por sus comisuras las últimas gotas de aquel licor poderoso que la había transportado al centro mismo del paraíso. Sus manos todavía guardaban la memoria del cuerpo que a diario recorrían, reconociendo en él las curvas amadas, los sotos y planicies de placer, fuentes de gozo, praderas deleitosas, su personal Arcadia. La esclava, indolente, reclinaba su cabeza sobre el pecho de su amante, perlado de sudores, y de vez en cuando, sin que en ello mediara su voluntad, suspiraba con hondura, como si emergiera su alma de las profundidades de la muerte. Resurrexit sicut dixit.

-¿Dónde estará?

Escolástica se apartó despacio del cuerpo del caballero y levantó la cabeza sobre su pecho para mirarle a los ojos. El hidalgo teníalos perdidos en el cielorraso de la alcoba. Por su brillo, dedujo la esclava que, unos segundos antes, había estado a punto de llorar. Parecía un muerto. Su cuerpo, desnudo, estaba cubierto por el blanco sudario de la sábana, y sus pies, de dedos hermosos y afilados, se proyectaban hacia lo alto con el peso morboso de lo mineral. Su pecho se agitaba levemente, casi sin ruido, y el oído atento de la angola percibió la tormenta que lo agitaba. «Parece mentira», se dijo entonces. «Tan endurecido por la vida y tan sentimental al tiempo». El pensamiento del caballero había salido del cuarto, remontando en su vuelo las montañas que separaban aquel villorrio alejado y frío de las calles empedradas y limpias de Arequipa, y ahora ella no sabía dónde estaba, tal vez junto a la tumba de su hermana en el   —226→   convento, tal vez en Lima, tal vez en Ezcaray, a las orillas del Oja descansando, o, quizá, surcando los ríos de la selva de Madre de Dios y buscando el paraíso en el que crecían las almendras que le regalara, hacía ya tanto tiempo, el buen señor Ferrán Carrasco, su amigo de Utrera. ¿Buscaba, o trataba de arrojar fuera de sí la memoria de Espinosa? La negra no lo sabía. Intuía que, aunque quisiera, jamás podría escapar el caballero de aquel recuerdo, de la memoria de tantas horas pasadas con el galeno, de la marca indeleble que la felicidad nos deja al irse, señal y cicatriz que nos hacen esclavos del pasado, vasallos de aquellos minutos que siempre vuelven a nosotros, como las olas vuelven una y otra vez hasta la playa. También ella volvía con frecuencia a su infancia y se veía a sí misma en Lunahuaná, jugando con las demás niñas esclavas, escalando las tapias y subiéndose a los árboles en busca de nidos, mas esto sólo ocurría de vez en cuando. Desde la muerte de su hermana, don Íñigo vivía casi todo su tiempo en el pasado. Su solo presente era ella, angola humilde que hacía de su cuerpo templo y casa para amparar y dar cobijo a un peregrino de la vida que se negaba a caminar hacia adelante. En este presente se sumergía cada noche como si en él, en las profundidades de su deseo, buscara ahogarse y quedarse para siempre sin emerger de sus aguas, oscuras y tibias, al frío acerado de la realidad.

-Violante y Andrés... ¿Cuándo me tocará a mí?

Escolástica volvió a reclinar su cabeza contra el pecho de don Íñigo y, suavemente, sin ruido y sin aspavientos, mojó con sus labios los vellos cubiertos de sudor del caballero. Entre los hombros, ambos sintieron un estremecimiento. «Resucita», pensó la esclava. El presente reclamaba sus derechos y la vida imponíase sobre la muerte. En pocos minutos el lecho volvió a convertirse en campo de batalla. Violante y Andrés otra vez estaban lejos. A su lado, sólo se encontraba Escolástica, la angola fiel, y, cuando terminaron, jadeantes, don Íñigo volvió a sentir la punzada larga, profunda y dolorosa que, como una aguja, se le clavara entre los costillares el mismo día en el que desapareciera su amigo. Y entonces supo que, pasada la noche y llegada la mañana, alguien llegaría hasta su casa.



  —227→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Carnem cum sanguine non comedetis


Desde la ventana de su botica, amparado por los soportales de la plaza, Hernán Vivanco observaba el caminar pausado de los devotos de la Virgen. El día era turbio, y los nubarrones, amontonados bajo la bóveda del cielo, amenazaban tormenta. El inicio de la procesión se aproximaba. Tenía el facultativo, echado sobre los hombros, un echarpe de lana que lo protegía de lo que él llamaba los hielos del Misti. Vista desde atrás, su figura de recoquín podía confundirse con la que las mujeres proyectan en sombra contra las blancas paredes de sus alcobas, cuando, en la noche, con los pies sobre el brasero, los niños ya dormidos, la aguja en la mano y la cabeza en sus rezos y labores, esperan la llegada de sus maridos borrachos. Había, en efecto, un toque ligeramente femenil en los curvos hombros del boticario, algo tan leve como una oración musitada por una monja en víspera de la Cuaresma. Entre matraces y retortas, en aquel pequeño mundo de maderas pulidas y de frascos con etiqueta, Hernán Vivanco pensaba en su futuro, mientras veía salir a los devotos de la catedral y él se hacía la firme promesa de asistir aquella mañana a la procesión.

Pero algo lo retenía con los pies abrigados por las faldas multicolores de su mesa camilla. Disfrutaba de la cálida suavidad de las caobas, de la intimidad que él había creado en su pequeño mundo, del ir y venir de un pensamiento que jamás lo abandonaba, pero la pluma con la que iniciara hacía algunos meses un tratado de ictiofagia que, imaginaba, habría de reputarle de famoso (De Ictiophagia ad usum Indorum, sive de beneficias sanitate qui pisces maris et fluminis in Peruvico Regno suppeditant sería su larguísimo título) descansaba junto a su tintero de cristal. Algo le impedía seguir trabajando y le obligaba a observar la multitud que ahora, en la plaza, cubríala por completo. Él, sin embargo, no se movía. De la catedral salían ahora los cargadores con las andas de la Virgen y, detrás de ellos, los canónigos de pontifical, las cofradías con sus mayordomos, de hábito, y sus beatas endomingadas, los padres de la Compañía y los de Santo Domingo, los de San Francisco y los de San Agustín, los mercedarios y el obispo, con mitra y báculo. Una multitud de monaguillos y sacristanes seguía los pasos de la sagrada imagen venerada con incensarios, campanillas y hermosos pendones multicolores. Bajo los soportales de su botica, estaban los niños más pequeños acompañados de sus madres, algunos indios temerosos, una cuadrilla de arrieros de Tucumán que había llegado pocos días antes a la ciudad y una jauría de canes callejeros, con las orejas caídas, las piernas alargadas y las costillas decorando sus flancos a la manera del maderamen   —228→   de un barco todavía en esqueleto de los que se construyen en los astilleros del Callao. Buscaban los perros entre faldas, chapines y zapatos con hebilla algo que llevarse a sus estómagos vacíos (una cabeza de gallina sin hervir, un pedazo de pan duro, o algún choclo a medio roer) y a cambio recibían por sus afanes patadas, insultos, gritos y empujones. Un indio cetrino, arrebujado en una manta, tomó un canto del suelo y, lanzándolo con fuerza, acertó contra el lomo desnudo de un perdiguero viejo, pelado por la tiña. El perro aulló con un lamento disonante y largo al recibir la pedrada. El boticario vio al chucho correr sin rumbo con el rabo entre las piernas y refugiarse junto a una pilastra de la plaza regada de orines. Echose contra ella a lamerse sus mataduras. El aullido del animal parecía un llanto. Cargaban los asistentes velas encendidas en sus manos, y las blancas mantillas de encaje que cubrían las cabezas de las mujeres no podían ocultar a los ojos observadores del boticario la belleza y frescura de las más jóvenes. Desde la atalaya de su botica, Hernán Vivanco observaba la multitud que, llegada de muchas leguas a la redonda, se agitaba y rugía, como se agitan las olas en las húmedas noches de los inviernos de la costa. La procesión se ponía en marcha hacia la calle de Santa Catalina, y los cánticos de los devotos imaginábalos el boticario como el resuello de un monstruo gigantesco y deforme, un monstruo gelatinoso y sin huesos, un monstruo como malagua. Se repuchó ante su vista.

Comenzó a llover. Instintivamente, Hernán Vivanco se arrebujó en el echarpe. Sintió, al hacerlo, un escalofrío. «Falsitatis mater similitudo est», susurró, sin saber por qué, esta cita de san Agustín. Aquella lluvia le recordaba otras lluvias y aquel escalofrío, otros escalofríos sentidos en circunstancias muy diferentes. «La semejanza es madre de la falsedad», se repitió en castellano. Le sorprendió el tono tembloroso de su voz: parecía de otro. Siempre le había producido miedo el sordo rugido de las multitudes, y procuraba alejarse de ellas como una liebre que escapara ante la presencia de los galgos azuzados por los cazadores. Mas él debía ir a la procesión, dejarse ver por quienes murmuraban en el secreto de sus casas de su condición de marrano, acabar con todas aquellas sospechas que, desde hacía varios años, sentía sobre sus espaldas como una amenaza. Sin embargo, seguía sentado, acobardado frente a la multitud de fieles, ante el Leviatán que levantaba su lomo y movía su cola amenazante, mientras la imagen de la Virgen se perdía, cargada por sus devotos, al doblar la esquina de la plaza hacia la calle de Santa Catalina. Bajo los soportales de su botica quedaban ya muy pocas personas, a no ser algunos rapazuelos, que, libres de las manos de sus madres que, hasta muy poco antes, los atenazaban, correteaban por los portales, ajenos por completo a la ceremonia religiosa a la que todo el pueblo de Arequipa estaba asistiendo. El gesto y la   —229→   voz de una matrona autoritaria hizo que los muchachos volvieran al orden y, con el rostro contrito de beatuelos, se sumaran a la multitud que ahora se alejaba para siempre de la puerta de su establecimiento. En la ciudad de Los Reyes, entre la calle Mantas y la plaza Mayor, Hernán Vivanco había vivido, hacía más de diez años, una situación semejante. Meses más tarde, de espaldas sobre un rucio cojo y con sambenito, paseó por las calles de la ciudad virreinal su vergüenza de blasfemo. Falsitatis mater similitudo est.

Se levantó de su mesa, se arrancó el echarpe de sus hombros y, con gesto decidido, fuese hacia la puerta, tomó su capa, se caló el sombrero, y cuando a punto estaba de poner su mano enguantada sobre el picaporte de su puerta, escuchó pasos fuera de su establecimiento y, al rato, unos golpes repetidos y fuertes que anunciaban, con su insistencia, la llegada de algún visitante apresurado. Abrió sin pensarlo, y frente a él aparecieron dos franciscanos descalzos que, por lo ajado de sus hábitos, el barro que los cubría, la roña de sus pies y el cansancio de sus rostros, parecían recién llegados a la ciudad, tras un largo viaje lleno de penalidades. Los frailes tenían en sus rostros dibujada una sonrisa tan seráfica y dulce que con ella presentaban, a los ojos del mundo, las más seguras credenciales de mendicantes. Grandes rosarios hechos con huesos de aceitunas descolgaban de sus cordones de soga. Traían echadas sobre sus cabezas las capuchas, y sus amplios manteos los protegían de la lluvia. Al ver al boticario, se descubrieron. La barba del más anciano, canosa y enmarañada, llegábale casi hasta la cintura. Su acompañante, como de unos veinticinco años, de enorme estatura, espaldas anchas y pecho abombado por su corpulencia, era pecoso, lampiño y de rostro aniñado. Su pelo era rojo, de la color del pimiento molido, como el ají panca que se usa en las cocinas. Ambos despedían tal hedor que Hernán Vivanco, sin poder evitarlo, hizo un gesto de repulsión.

-Estoy yéndome, padres, a la procesión -se disculpó, a guisa de saludo, el boticario.

-Espere vuesa merced, señor boticario, que la Virgen también espera por la remisión de nuestros pecados -respondió el más anciano.

-¡Padres...!

-Venimos buscándolo desde Lima -comenzó a decir, entonces, el más joven-, y no querrá vuesa merced dejarnos aquí en la puerta para tratar asuntos de suma importancia que a los tres nos competen.

-¿Y qué asuntos son esos que tanto deben importarme?

  —230→  

-Espere, señor, a conocerlos. ¿Nos permite pasar?

-Adelante.

El más joven de los frailes inclinó su corpachón hacia el interior del cuarto y, de dos zancadas, se plantó en el centro. Sin requerir permiso, sentose en la silla que había abandonado unos segundos antes el boticario. El de las barbas, metidas sus manos en las amplias mangas de su hábito, caminó sin prisas detrás de Vivanco. Era pequeño de estatura y magro de complexión (macer et flaccus). Junto a una banqueta, arrimada a uno de los estantes, el boticario se detuvo. La tomó en sus manos y la acercó a la mesa camilla repleta de papeles y en la que el fraile más joven se sentía a sus anchas. Ofreció la silla que quedaba libre al fraile anciano y él se sentó en la banqueta.

-Puedo ofrecer a vuesas paternidades un vinillo cordial. Con un tiempo tan poco... -comenzó a decir el boticario.

-No es preciso -respondieron a coro los franciscanos.

-Vuesas paternidades dirán, entonces, en qué puedo servirles.

-Somos nosotros, humildes franciscos, quienes podemos servir a vuesa merced -le interrumpió el más anciano-. Supimos en Lima, por noticias que no hará ni tres meses nos llegaron de Arequipa, que tanto vuesa merced como el señor de Cellorigo viven al presente la angustia de la pérdida de dos seres muy queridos. Por el primero, nuestra Madre Sacramento, cuya fama de santa ha llegado hasta nosotros, nada más podremos hacer que no sea elevar nuestras plegarias para que, en todo, nos proteja en el cielo, donde, sin duda, ha de estar gozando de la vida eterna que nuestro señor reserva a los justos. Por don Andrés Espinosa de los Monteros, a quien tanto vuesa merced como el señor de Cellorigo amaban con amistad sincera, podemos aún hacer muchas cosas, pues es más que seguro que todavía vive y ambos creemos tener noticias ciertas de su paradero.

Hernán Vivanco no daba crédito a sus oídos.

-¿Pero cómo...?

-Hemos visitado en primer lugar -siguió diciendo el fraile- la casa de don Íñigo, mas, pese a haber tocado con insistencia el aldabón contra su puerta, nadie la ha abierto. Después nos hemos enterado de que está fuera de Arequipa, atendiendo sus asuntos de corregidor de Collaguas. También hemos   —231→   sabido que don Alonso López de Verona ha vuelto a España y es más que seguro que no hemos de saber de él por muchos años.

-¿Y por qué no han ido a ver a fray Antonio de Tejada, que es primo de sangre de los de Cellorigo? -preguntó Vivanco.

-Tenemos para ello nuestras razones -respondió el joven.

-Y no espere vuesa merced que se las revelemos -retomó el anciano el hilo de la conversación-. Lo que hemos de decirle nada tiene que ver con las disputas que, según las malas lenguas, enfrentan desde hace años a los frailes en Indias. Lo que tenemos que revelarle, por el contrario, tiene mucho que ver con cosas que no son de este mundo y para cuya cabal comprensión se precisa del auxilio de la fe.

-¿Cree vuesa merced en los milagros? -preguntó entonces el fraile más joven.

-Ha de creer antes de que termine de oír lo que tenemos que contarle.

-¿De qué se trata?

-De un milagro, precisamente -aseguró el fraile gigantesco.

-¿Ha oído alguna vez hablar vuesa merced de la runamula?

-Jamás -aseguró el boticario.

-Se trata -siguió diciendo el anciano- de una superstición, de una leyenda sin fundamento alguno en la fe, de historias inventadas por pícaros y malandrines para atemorizar a los sandios y a los menos puestos en razón.

-¿Pero de qué se trata? -volvió a preguntar el boticario.

-Es una historia absurda. Aseguran los que en ella creen que el diablo se posesiona del alma de las barraganas y de todas aquellas mujeres que mueren en pecado por haber cohabitado con un sacerdote, mal que, como vuesa merced no ignora, abunda en nuestras repúblicas. Runamula, como sabrá vuesa merced, es palabra mixturada y torpe, palabra infernal y tan impura, por estar manchada de la lengua general de estos indios, como lo son las barraganas de los curas de aldea. Se dice que, cuando muere una de éstas, el mismo Satanás conviértese en jinete y, haciendo de la barragana cabalgadura, híncale las espuelas en sus flancos forzándola a correr por aquellos lugares en los que, en vida, dio rienda suelta a su lascivia. Cuentan esto quienes aseguran que han visto a la runamula y dicen que las condenadas guardan en todo la figura y las   —232→   proporciones de una mula y que, tan cruelmente castigadas por su jinete infernal, más que galopar, vuelan por los aires, arrojando fuego y humo con olor a azufre por sus belfos. Todo esto cuenta la superstición de la runamula, mas no es esta leyenda la que nos ha traído hasta vuesa merced.

-Eso espero. No deja de ser la superstición interesante, pero confieso con humildad a vuesas paternidades que jamás me he sentido atraído por las leyendas y fábulas inventadas por el vulgo.

-Ni nosotros, pero es necesario que vuesa merced conozca esta leyenda para que pueda entender mejor lo que a continuación tenemos que contarle -terció el más joven-. Prosiga vuesa paternidad, fray Martín.

-Con gusto lo haré, aunque bien sabe Dios cuán difícil me resulta encontrar las palabras adecuadas. Si hemos de pasar adelante, será necesario contar antes a vuesa merced que el padre Pedro, aquí presente -el más joven hizo en este punto una suave inclinación de cabeza-, y yo vivimos de la limosna que para nuestro convento de Lima recogemos en las chacras aledañas de la ciudad y que esta limosna suele consistir, las más de las veces, en granos y cereales, frutas de estación, algunas pocas verduras, choclos, papas, pacaes y, con más frecuencia, maltratos y no pocas mortificaciones. Vámonos cargados con nuestros costalillos vacíos cada mañana al rayar el alba y volvemos al convento, con los costales hasta los topes, cuando los padres se recogen a descansar, por lo que, tomado en cuenta el beneficio que nuestra actividad reporta, vivimos dispensados de los oficios, aunque solemos escuchar misa y atender el rezo de nuestras horas con asombrosa puntualidad. En muchas ocasiones, nuestros pasos nos conducen más allá de lo que la prudencia nos aconsejaría y conocemos, por ello, no sólo los poblados cercanos a la ciudad, sino otros muchos que se encuentran a muchas leguas de la misma, especialmente los que se sitúan a las orillas del Rímac, subiendo a la sierra. Hay junto a estos poblados algunas ruinas abandonadas que fueron antaño, según nos cuentan los indios, ciudades y casas de los gentiles y a las que, por su disposición, nosotros hemos dado en imaginar habitaciones del demonio.

-¡Pero vuesas paternidades ven al demonio en todas partes...!

-¿Y en qué lugar no se encuentra? Si hemos de pensar que en todo le es adverso a nuestro señor, convendremos por la misma razón en que, para cumplir sus perversos fines, deberá también hallarse en todas partes.

-Parece razonable -dijo, no muy convencido, el boticario.

  —233→  

-Y lo es -prosiguió el anciano-. Permítame vuesa merced continuar con el relato. No hará más de dos meses que fray Pedro y yo, siguiendo el río, que, como vuesa merced sabe, pasa muy cerca de nuestro convento, y sin apartarnos de su orilla, caminamos hasta las alturas de Huachipa, poblado que no se encuentra a menos de cinco leguas y cuya distancia nos tomó casi toda la mañana el recorrer. Gustamos ambos de los buenos paseos, y, como la mañana era fresca, el cielo limpio, el temple ajustado y la estación propicia, no detuvimos nuestros pasos, engolfados en la contemplación de los primores de la naturaleza, hasta dar con nuestros huesos en el villorrio de Huachipa, donde fuimos recibidos con gestos de simpatía y no escasa generosidad de parte de sus humildes habitantes, que hacía muchos años, según nos contaron, que no veían pasear por sus calles los hábitos de un franciscano. No hacía muchos años todavía, el valle en el que la población se encuentra había conocido la amenazadora presencia de negros cimarrones que en lo alto de algunas peñas de fácil defensa habían hecho sus palenques y vivían del robo y a salto de mata, como suelen hacerlo quienes, para su desgracia, hállanse fuera de la ley. La amenaza de los congos hacía ya tiempo que, sin embargo, había desaparecido, y los habitantes de Huachipa nos propusieron que nos quedáramos entre ellos algunos días para atender al cuidado de sus almas.

-¿No tenían cura? -preguntó, interesado, el boticario.

-Teníanlo por cierto, mas el último había muerto hacía de entonces cinco meses y, hasta esa fecha, hallábase vacante la parroquia.

-¿Y los cimarrones?

-De ellos tan sólo quedaba el recuerdo de sus fechorías.

-Entienda vuesa paternidad -se atrevió a decir con timidez el boticario- que es grande la injusticia que se les hace y que nadie ha nacido para ser esclavo, ni recibir afrentas de por vida.

-Pidiéronnos entonces los alcaldes ordinarios de aquella villa -continuó el anciano, sin atender las observaciones del boticario- que nos quedáramos algunos días, pues eran muchos los niños que cristianar, las misas que celebrar y las confesiones, comuniones y viáticos que atender para la salud espiritual de aquel pueblo tan dejado de la mano del señor. Con frecuencia, solían hacernos peticiones semejantes en cuantas aldeas, caseríos, comunidades y villorrios visitábamos, y ya los padres, entendiendo que nuestra misión no consistía tan sólo en procurar la comida de la casa, habíannos proveído de las facultades necesarias y de las autorizaciones al uso, por lo que decidimos quedarnos   —234→   tres días en aquel poblacho y cumplir con nuestra misión de sacerdotes. Sumus sal terrae, como lo quiere Jesús en el Evangelio.

-Un poco amarga en ocasiones -se atrevió a observar Vivanco.

-Con frecuencia. No lo negamos -respondió el más joven-. La sal no es dulce, pero hace más sabrosos los alimentos. Sin la sal, no hay manjar.

-Lo sé -respondió el boticario, arrepentido.

-Nos quedamos los tres días prometidos -continuó diciendo el anciano-, pero, al segundo, fuimos requeridos para atender los últimos instantes de la vida de una viejecita que vivía en una granja apartada y pobre, levantada más allá de unas ruinas famosas en la región. Acudimos ambos. Era de noche y tan oscura que más de una vez estuvimos a punto de perder la rota en aquellos andurriales. Dimos por fin con la casa, gracias a que el padre Pedro, más joven y con mejor vista, columbró a lo lejos una lucecilla que titilaba en la oscuridad. Atendimos a la anciana, que murió aquella misma noche en mis brazos, y ya nos disponíamos a volver sobre nuestros pasos cuando uno de los hijos de la difunta nos alertó para que no lo hiciésemos, pues aquélla era noche de viernes y, con seguridad, la runamula cabalgaría por los campos. Aquí es donde aparece la famosa runamula. Dijímosle que no se preocupara por nosotros, hijos de san Francisco, pues no temíamos nada malo de semejante endriago, que no creíamos en aquellas historias y que, si tenía a bien el acompañarnos para no perdernos, quedaríamos de él deudores de por vida. Tanto él como sus hermanos, mujeres e hijos nos hicieron muchos ruegos y zalemas para que no saliéramos, mas nosotros estábamos decididos y, sin su compañía, abrimos la puerta de aquella pocilga (pues como cerdos vivían enmedio de la inmundicia) y nos perdimos en la noche. Todavía sentimos por algunos minutos los gritos de terror que aquellas buenas gentes, tan ignorantes, daban a nuestras espaldas avisándonos de los peligros.

-¿Y eran estos verdaderos?

-No ciertamente, pero aquella noche ocurrió lo que venimos a contarle a vuesa merced. Hay en aquel valle un riachuelo que descarga en el Rímac y no pocas acequias cuyas aguas usan los indios para regar sus chacras. Una de las acequias bordea las ruinas de las que hemos hablado, y, por mejor hacer el camino y no perdernos, dimos en seguir la dirección de la misma, pese a saber que cruzaba aquellos campos en los que el maligno tiene asentados sus reales. Vuesa merced debe saber que el diablo se aposenta muy a su gusto en las huacas de los gentiles, y las ruinas que bordeábamos, que parecían, por su   —235→   extensión, las de alguna ciudadela antigua, están llenas de ellas. Por caminar con más seguro pasaporte, íbamos ambos rezando el rosario, y ya estábamos en el tercero de los misterios dolorosos...

A estas alturas del relato se escuchó un trueno profundo y prolongado. El más anciano interrumpió su narración y los tres quedáronse en silencio. Vivanco observó, más allá de la ventana, cómo se precipitaba la lluvia sobre Arequipa.

-Ha pasado un ángel -aseguró, irónico, el boticario.

-Estábamos ya en el tercer misterio doloroso -continuó su relato el fraile anciano-, cuando escuchamos el relincho de una acémila y, tras el relincho, el ruido de los cascos de un animal que galopaba. Confieso que pensé en la runamula y que por unos segundos sentí mucho miedo. También fray Pedro, pese a su fortaleza y juventud y a haber sido, en su niñez, criado entre los piratas del Caribe y conocido muchas violencias, me asegura que tembló de pies a cabeza, pues, al relincho y al galope nocturno de la bestia, siguió al punto la aparición de unas luces misteriosas que flotaban sobre las ruinas. En ese trance estábamos, cuando, a muy pocos pasos de nosotros, escuchamos una voz de hombre que nos llamaba. Los dos caímos de rodillas y cerramos los ojos mientras continuábamos nuestros rezos en voz alta. Imaginábamos que aquélla habría de ser la voz del demonio y que sólo la oración a nuestra señora habría de salvarnos en semejante trance, mas he aquí que, al recitar fray Pedro el cuarto misterio doloroso, la voz que habíamos imaginado infernal comenzó a acompañarnos en el rezo de las avemarías y, con tal fervor, que más parecía ángel que criatura humana, aunque, por su aspecto y catadura, bien podría pertenecer al género de los cinocéfalos. Por el rabillo del ojo, trataba yo de adivinar sus rasgos y lo que vi en la noche, mientras dábamos fin a las letanías de la Virgen casi entre lágrimas, fue a un hombre bajo y encorvado que gastaba una barba que le caía sobre el pecho y que se cubría con los restos de lo que dedujimos que habría sido un buen gabán en tiempos más favorables. Llevaba consigo una medalla de oro macizo que brillaba en la oscuridad y que le descolgaba de una cadena de lo mismo hasta muy cerca de la cintura.

-¿Vivía el ermitaño en aquellas tumbas? -preguntó Vivanco, adivinando ya el final del relato.

-Eso nos dio a entender cuando, acabadas las letanías, se lo preguntamos. Más que hablar, gesticulaba y reía como un loco y, entre gestos y carcajadas, componía a su manera partes de un discurso coherente que, al llegar a su final, abruptamente interrumpía. Supimos por los retazos de su discurso que   —236→   hacía algo más de dos meses, huyendo del mundo y de sus vanidades, habíase ocultado en aquellas ruinas que eran como su casa, que había sido miembro del protomedicato de Arequipa y, en fin, que ganado por el miedo a la condenación eterna en los fuegos del infierno y arrepentido de la vida de placeres y vicios que hasta entonces había llevado, estaba decidido a salvar su alma, pues su cuerpo, lleno de costras y mataduras, hallábase ya, según decía, perdido sin remedio. No quiso decirnos más sobre su historia y calló en ese punto. El resto de su narración, si narración podemos llamar a aquel conjunto de palabras, gestos y gritos estentóreos que ponían pavor en medio de la noche, estuvo plagada de incoherencias y sandeces. Llegamos a un punto en el que ya sólo emitía gritos que más parecían rugidos de fiera que palabras de hombre, por lo que tanto fray Pedro como yo dimos en apresurar en ese punto nuestros pasos por ganar a la brevedad posible la seguridad que la pequeña aldea de Huachipa nos garantizaba. No sabemos quién pueda ser aquel loco, mas, por las señas que hemos recibido de esta ciudad y por los relatos que algunos padres llegados a Lima desde Arequipa nos hicieran, creemos que bien podría tratarse del amigo de vuesa merced, el que, según se cuenta, desapareció misteriosamente hace ya casi un año de esta ciudad sin que nadie, hasta ahora, haya tenido noticias ciertas de su paradero. Sus rugidos semejaban, en algunas ocasiones, el relincho de las cabalgaduras, por lo que dedujimos que el temor a la runamula era alimentado en aquel vallejo por los gritos del loco, a los que habría que sumar los fuegos fatuos que, como vuesa merced no ignora, se levantan a veces sobre las tumbas de los cementerios.

-Así es. Pero vuesas paternidades dijeron haber escuchado el galope de un caballo...

-Quizá nos lo pareció -respondió fray Pedro, el más joven-. Había muchos ruidos aquella noche.

-¿Y qué les hace a pensar a vuesas paternidades que el loco que los aterrorizara haya de ser mi amigo don Andrés Espinosa de los Monteros? Su pasado de médico en Arequipa podría ser parte del delirio del loco que vuesas paternidades conocieron.

-Hay algo más -continuó diciendo el gigantesco fraile-. La aparición, o fantasma, que por tal lo tengo, desapareció ante nosotros como por ensalmo. Caminábamos a la orilla de una acequia que cruzaba aquellas chacras con los cuidados que la oscuridad nos exigía y, al otro lado de la misma, hallábase la ciudadela en ruinas de la que ya hemos hablado. Si salió de esta ciudadela, no podemos saber cuándo ni cómo pudiera hacerlo, pues ancho es el regato y   —237→   muchos y no fáciles de salvar los pasos que lo distancian de las paredes de adobe más cercanas. Apareció junto a nosotros de improviso y no menos de improviso se nos fue, que, por más que tratamos de descubrirlo, no había por allí refugio alguno en el que ocultarse, a no ser la propia acequia, que en este punto creo que debemos descartarla, pues él traía sus ropas, aunque sucias y rotas, muy secas. Supongamos que fuese nictálope y que pudiera moverse en la oscuridad como se mueven los gatos y otros animales. Si así lo hacemos, debemos suponer también que tenía la agilidad de un mono, pues desde las ruinas, para llegar a donde nosotros estábamos, el único modo de salvar la distancia sin ser notado es el vuelo, que, como sabe vuesa merced, no es atributo de los humanos.

-¿Y en ese indicio basan vuesas paternidades la identidad de don Andrés?

-Sí, por cierto -respondió el anciano-. ¿Quién puede, con excepción de los físicos, tener tratos tan estrechos con el demonio, que los hace así desaparecer por los aires sin que ninguno hasta ahora pueda acertar con el secreto?

Al boticario entráronle ganas de lanzar una maldición, pero se contuvo. Los frailes lo miraban sonrientes, y el gesto que dibujaban en sus caras satisfechas y brillantes, infladas por el orgullo de su hallazgo, hízole pensar al boticario que esperaban de él unas palabras de agradecimiento. Hernán Vivanco púsose de pie y se paseó nervioso entre los estantes con las manos a la espalda. Asaltábanlo los pensamientos más encontrados y no atinaba a detenerse en uno solo, fijarlo en su mente, y construir con él los argumentos que necesitaba para destruir con el poder de la palabra semejante cúmulo de sandeces. Su cabeza le daba vueltas, y se sentía enmedio de una tormenta furiosa en la que los sentimientos (una sensación de coraje o de rapto furioso que amenazaba con romper las compuertas que su prudencia aseguraba) estaban a punto de desbordarse.

-¿Y aseguró que era médico de Arequipa? -preguntó a boca de barro, deteniéndose frente a los frailes y fijando su mirada en el más anciano.

-Así, al menos, creímos entenderle -aseguró éste.

-¿De qué porte era?

-De su estatura, poco más o menos.

-¿Y su voz?

-Grave, más bien de bajo.

  —238→  

-¿Les dio su nombre?

-En ningún momento.

-Creo que vuesas paternidades están en un error. No estamos hablando de la misma persona, pues mi amigo es un hombre más bien alto que bajo, magro de carnes y de voz bien timbrada, clara y de tono alto.

-Tenga en cuenta vuesa merced que la noche era oscura y que el miedo puede hacer que equivoquemos las señas -respondió el más joven, viendo que el de las barbas guardaba silencio.

Cabizbajo, el boticario reanudó su paseo entre los estantes. Los frailes lo observaban con curiosidad. Más allá de los portales la plaza estaba vacía y la lluvia caía con fuerza sobre el empedrado, dejándolo bruñido, con tonos acerados, a la pálida luz de la turbia mañana. El perro herido seguía tendido bajo los soportales lamiéndose las mataduras. Parecía un leproso curando sus pústulas malolientes. De vez en cuando, emitía un aullido largo y triste, como de moribundo. Vivanco se detuvo a mirarlo por algunos segundos e imaginó que no otra podía ser, en ese momento, la suerte de su amigo. Los frailes, pacientes y seráficos, sin borrar de sus rostros su sonrisa de satisfacción, esperaban que detuviera su nerviosa andadura. Cuando por fin lo hizo, el más joven se puso de pie y lo encaró.

-¿Cree vuesa merced que mentimos? -había en el tono de su voz algo que a Vivanco hízole estremecer y que le trajo recuerdos de otros tonos semejantes escuchados en el pasado: un dejo de amenaza.

-De ningún modo.

-¿Entonces...?

-Pensaba en otra cosa.

-¿En qué? -preguntó, curioso, el más anciano.

-En lo que podrían haber comido vuesas paternidades aquel día. ¿Lo recuerdan?

-Yo no -aseguró el más joven-. ¿Y qué relación puede haber entre lo que comimos en el día y lo que nuestros sentidos confirmaron en la noche? -preguntó en un tono ligeramente alterado.

-No lo sé. Tal vez haya alguna. ¿No recuerdan bien si comieron carne aquel día?

  —239→  

-Yo sí -terció, al cabo de un rato de silencio, el fraile de las barbas-. Recuerdo que aquel día los alcaldes de vara, los varayocs de la comunidad de Huachipa, hiciéronnos el favor de una buena pachamanca de cabrito con papas, choclos, habas... Hízose en nuestro honor. Es frecuente que en los pueblos de indios nos atiendan así cuando nos quedamos algunos días. Gastan más de lo que tienen. Lo de siempre. Lo hacen con tanto amor y con tanta diligencia que parece que en ello les fuera la vida. También recuerdo que corrieron en abundancia el vino y la chicha.

-¿Y vuesas paternidades comieron en abundancia?

-No más que de costumbre -aseguró el más joven-. Tenga en cuenta vuesa merced que son muchas las privaciones a las que nos sometemos y que el cuerpo nos reclama que cada cierto tiempo compensemos con creces sus carencias.

-Entiendo -musitó entre dientes Hernán Vivanco.

-Comimos bien, se lo aseguró -confirmó el anciano.

-Carnem cum sanguine non comedetis -recitó, doctoral, el boticario.

-¿Cómo dice vuesa merced? -preguntó el gigante.

-Nada. Son cosas mías. Recordaba un pasaje de la Vulgata.

Los frailes se miraron entre sí. Ya no tenían nada más que contarle. Ésa era toda la historia, cuanto de importancia para él sabían los frailes. Sobre la ciudad seguía cayendo una lluvia intensa, apresurada, y por la calle de San Agustín una riada poderosa y torrencial lamía los muros del convento. Pusiéronse de pie los franciscanos, y el boticario los acompañó hasta la puerta. Después de agradecerles el informe que tan generosamente le habían proporcionado, se despidió, cerró la puerta tras ellos, echó el picaporte, se fue a la ventana, corrió las cortinas que lo separaban del mundo exterior, tomó de uno de los estantes un frasco de vino cordial, vació parte de su contenido en una copa, la apuró y se quedó mirando el techo con aire ausente y ojos soñadores. Más allá de las cortinas que arrojaban ahora una suave penumbra sobre la estancia, la procesión volvía de su recorrido para devolver la imagen de la Virgen a su altar de la catedral. La multitud cantaba, y el boticario, con los rugidos del monstruo, se fue arrullando y dejándose ganar por el sueño que comenzaba a dominarlo. La botica estaba casi a oscuras, y la lluvia caía sin pausa sobre Arequipa. Parecía que el tiempo habíase detenido. Al volver en sí, Vivanco pensó que regresaba de otro mundo y que el futuro desaparecía de su horizonte. Era un viajero del tiempo sin un destino.



  —240→  

ArribaAbajoCapítulo XX

De Puruchuco a Huachipa


-Se dice que, cuando tu paisano Miguel Astete llegó a la que habría de ser desde entonces su encomienda de conquistador, se sintió transportado al paraíso. A la vera de un camino y junto a unos hermosos maizales en flor, bajo la sombra de los pacaes y de los molles soñadores, se alzan los muros de barro de un edificio antiguo que yo no sé si fue fortaleza, casa de placer de alguno de los curacas de la región, tambo, almacén, o plaza de mercado, pues para todo ello tiene buena disposición y forma y a ninguna de estas funciones paréceme haber sido especialmente destinado. Llámanle los indios en su lengua puruchuco, lo que bonete de plumas significa, que por tal puede ser tenido, si entendemos que, con su hermosura y colorido, decora y corona en todo tan fecundo valle.

-¿Y cuántas leguas dista de Lima, si puede saberse, para que haya vivido sin conocer tal maravilla? -preguntó don Íñigo, mientras paladeaba una copa de vino y observaba, curioso, los movimientos que su amigo ejecutaba con una especie de rosario entre los dedos.

-No pasarán de cuatro las que la separan de la plaza Mayor, subiendo de la Molina por el camino de Ate hacia la sierra. El camino es fácil y agradable, aunque es preferible hacerlo en el invierno, que la garúa refresca mucho a los viajeros y a los vagabundos. Si es en verano, cuando el sol cae a plomo sobre nuestras cabezas, conviene bordear el vallejo que abre el Ate entre las chacras, pues, a más de abundantes arboledas que nos refrescan, encontramos los trotamundos agua abundante y limpia para remojar nuestros labios y arrancar de nuestros cuerpos la costra de polvo que, en poco tiempo, volverá a cubrirlos.

-Hablas como un perito en andaduras.

-En esta viaje acabé el bachillerato, que, en llegando a una aldehuela a la que dicen Matasango, junto al río Surco, quedose mi mula derrengada y, de ahí en adelante, hasta que llegamos a Vitarte, hube de ser yo quien la empujara. Entramos de aquella aldehuela a la Molina y, de ahí, como te digo, bordeando los cerros, dimos, por fin, con Puruchuco cuando ya casi caía la noche, que por prudencia nos quedamos, para continuar nuestro camino al amanecer.

  —241→  

-La del alba sería, como escribe Cervantes.

-Pues no fue la del alba, que el cansancio de la jornada me retuvo entre unas sábanas que, sin ser de Holanda pero finas y limpias, habían puesto a mi cama unas jóvenes indígenas que don Martín Cepeda, amo de una casa junto a las ruinas, tenía a su servicio y que fue quien, generoso, permitió que aquella noche cerrara los ojos sin tener como última vista los luceros del firmamento.

-Cama blanda, según imagino.

-Y ancha, que importa tanto.

-Y ancha -repitió don Íñigo, que observaba por la ventana el caminar cimbreante de Escolástica hacia la casa, seguida de una parvada de rapazuelos. El cielo de Yanque estaba abierto, y el sol hacía brillar los espejos de un regajo que lamía los muros de piedra de la casona.

-Me levanté, pues, más tarde que temprano y, ya estaba a punto de volver al camino tras despedirme de mi huésped, cuando don Martín, quien gustaba de hacer completos los servicios, me tomó del brazo, me llevó hasta una casucha de adobe, golpeó con sus nudillos una puerta desvencijada y, en menos tiempo de lo que canta un gallo, tenía frente a mí a un mozallón negro al que don Martín daba el nombre de Fadrique. Era este negro libre y de muy buena disposición para el trabajo, y mi huésped confiaba en él, al parecer, para las diligencias de su mayor cuidado.

-Un hombre de confianza.

-Así lo entendí. Le agradecí a don Martín de mil maneras y con este Fadrique arrastré mi mula hasta Vitarte, donde, tras visitar a su párroco, que me aconsejó prudencia y me invitó a tomar un excelente chocolate, pude cambiarla por dos caballejos, en los que montamos ambos para desembocar en el Rímac a la altura de Santa Clara. Desde ahí bordeamos su curso en dirección a Ñaña.

-Ñaña es un bello pueblo. Lo recuerdo bien.

-Antes de llegar, no obstante, nos desviamos hacia Huachipa y dejamos el Rímac a nuestra derecha. Al pasar un cerro rocoso que se alza como atalaya, ábrese el valle, y es de verdad una bendición ver tantas y tan buenas tierras, la gran copia de sus frutales y hortalizas, el ir y venir de los chacareros en el campo atendiendo sus quehaceres y el paso cansino de los burros con sus cargas. Cuando salimos de Vitarte garuaba, mas, al entrar al valle de Huachipa cerca del mediodía, el sol parecía una espada desnuda.

  —242→  

-Sin adornos -corrigió el hidalgo los excesos poéticos del boticario.

-Si lo prefieres, el sol caía a plomo. ¿Te gusta más así?

-Me da lo mismo, pero no deja de extrañarme tu inclinación a la retórica.

-Todos la tenemos.

-Tal vez. Continúa, mejor. ¿Cómo diste con las ruinas?

-Nada más llegar a Huachipa, fuimos a visitar a los alcaldes del villorrio. Les hablé de los franciscanos y de la noche del viático, de las ruinas y de la casa de la anciana difunta. También de la runamula y de las apariciones, sobre lo que ambos guardaron un prudente silencio. Ni afirmaron, ni negaron, pero, al llegar al punto de preguntarles en qué dirección se encontraba la casa de la difunta, ambos nos aseguraron que lo ignoraban. No sabían nada. Salimos a las calles y tratamos de conversar con los vecinos, pero, o bien se escondían en sus casas, o bien permanecían mudos con una sonrisa socarrona dibujada en sus labios. No había nada que hacer.

-Conozco la situación -dijo, en ese punto, don Íñigo-. Los indios son siempre desconfiados, y el silencio es una buena defensa frente a los extraños.

-Por cierto, y así me lo dijo también Fadrique. No tenían párroco en aquel pueblo, como me aseguraran los frailes, y los vecinos españoles, que eran tres, dueños de la mayor parte de las tierras en las que estos indios trabajaban, estaban en Lima, asistiendo a no sé qué extrañas festividades que por entonces celebraba la universidad de San Marcos. Estábamos solos y para todo debíamos valernos sin la ayuda de nadie.

-Y, en este caso, ¿te sirvió de algo el negro que llevaste?

-De mucho.

-¿Cómo así?

-Como yo le contara que existía una acequia que bordeaba la antigua ciudadela de la que me habían hablado los frailes, Fadrique dio en buscarla hasta que la encontró. Dejamos los caballejos en la plaza del pueblo, junto a un tambo dispuesto para los viajeros, a cuya dueña, por algunas monedas, encomendé personalmente su cuidado, y, tras comer en él, dijímosle a la hospitalera que íbamos a visitar aquellos campos por gozar de su belleza y que, más tarde, llegada la noche, volveríamos a dormir bajo su techo. Todo esto se le ocurrió a   —243→   Fadrique, y lo hizo con tal habilidad y disimulo que, aun antes de que saliéramos del pueblo, todos los indios estaban seguros de que habíamos desistido de nuestro empeño.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque la actitud de los indios había variado y era claro que estaban con nosotros mucho más comunicativos.

-Me parece raro -susurró para sí el hidalgo.

-Esperamos a que cediera el calor y, cuando ya las sombras de los cerros oscurecían el paisaje, salimos hacia las ruinas a pie, como dando un paseo.

-¿Nadie os siguió?

-Nadie que yo sepa.

-Alguien debió de hacerlo.

-Tal vez.

-Los indios, amigo mío -dijo el de Ezcaray, poniéndose de pie-, no dejarían nunca de hacer algo semejante.

-¿Por qué?

-Porque tú y el negro erais extraños.

-Si nos siguieron, nada noté; y Fadrique, tampoco.

-Lo que no significa que no os siguieran.

-Por cierto.

-Así es. Te lo aseguro -don Íñigo empeñábase en convencer a su amigo sobre este punto y se paseaba nervioso de un lado a otro de la pieza, lo que obligaba a Vivanco a seguir su desplazamiento con la mirada-. Pero continúa. ¿Fuisteis a las ruinas directamente?

-No. Estuvimos una hora paseando por las chacras y saludando a cuantos campesinos volvían de sus labores del campo. No me parecían recelosos. Algunos regresaban montados en sus burros. Los más, a pie. Saludábannos con gentileza, descubriéndose, y continuaban a paso cansino hacia sus casas. La hora era tibia y agradable y, hacia el oeste, cerca ya de Lima, sobre la pampa del Agustino, destacábanse los grises perfiles de los cerros sobre un fondo lila de belleza extraordinaria.

  —244→  

-Es la hora lila. Así la llaman los limeños -dijo, dejándose arrastrar de la añoranza, el caballero. Estaba, ahora, de nuevo sentado y observaba atento la puerta de la pieza, como si esperara que alguien fuera a entrar de un momento a otro.

-Lo sé. Soy limeño -respondió el boticario-. Es, para mí, una hora tibia y agradable, una hora que siempre gocé desde niño. Lima se encuentra situada en el verdadero Finisterre, a pocas leguas de un punto, inubicable en las cartas de navegación, en el que el cielo y las aguas del mar se abrazan y se confunden. Allende Miraflores y los Chorrillos, en el océano, la noche cae de golpe como un oscuro telón frente a nosotros, no sin antes bañar la ciudad y sus campos de ese color lila, cálido y suave, que recuerda el de los pétalos de las flores silvestres. Tiene esa hora de sutil y de frágil tanto como de inefable, pues tan inasible e incierta, por breve, es su hermosura que en un abrir y cerrar de ojos bien podemos perdernos el placer de contemplarla, y muchos limeños, habitando de por vida en esta ciudad, aún no han podido (o sabido) gozar de su visión.

-Si no pecas por poético, lo haces por hiperbólico -ironizó el hidalgo.

-No todo han de ser retortas y alambiques en la vida de un boticario -se defendió Vivanco-, como no todo en la tuya son lanzas, espadas, arcabuces, órdenes, cabalgadas, reales, celadas, despachos, encuentros y otras tales garambainas, que a todos nos ha puesto Dios sobre este mundo para que podamos gozar de sus bellezas. Y de ellas gozamos Fadrique y yo aquel día, si bien lo breve de la visión dejonos, tras ella, cariacontecidos y un poco melancólicos, ya que lo efímero del placer hace, con frecuencia, más patente y clara la presencia de los peligros que la noche nos vela. Aquella noche cayó de repente y nos dejó en la mayor soledad. Nada podíamos ver más allá de nuestras narices, y aun éstas más nos parecía haberlas perdido que otra cosa, pues sólo sentíamos la realidad de nuestras piernas cansadas y el sonido de nuestras voces, que hablábamos fuerte por perder el miedo que la oscuridad nos infundía. Y así, calculando cada uno de nuestros pasos por no perdernos, dimos al fin con la regacha de la que los buenos franciscanos me habían hablado y, acertando con sus orillas por el sonido de sus corrientes y el discreto brillo de sus aguas a la escasa luz de aquella noche sin luna y sin estrellas, nos adentramos a lo más profundo del valle, sobre la orilla derecha de aquel regajo. Pese a ser tan oscura la noche, sentíamos que aquel terreno se empinaba, y, a cada paso que dábamos, yo creía percibir que el ruido del torrente se hacía más diáfano, como más diáfana y clara era la noche a la que nuestros ojos habíanse ya acostumbrado.   —245→   Poco antes de llegar a las ruinas, junto a un barranco que se precipita en un riachuelo cubierto de maleza, dimos con un bosquecillo de molles achaparrados, un arcabuco crecido sobre terrenos, que, por su aridez, parecían anunciar la cercanía de algunos cerros pedregosos, de los que abundan en la zona.

-Todos los cerros de esa zona lo son -terció don Íñigo.

-Así es. Y muy áridos, pues sólo las partes más hondas de los valles gozan de buenas tierras y aguas abundantes. Entre aquellos molles no crecía, al parecer, una mala brizna de hierba. Tampoco nos detuvimos a comprobarlo, pues, si penetrábamos en el bosquecillo, corríamos el peligro de perder, en noche tan oscura, la seguridad que la acequia nos ofrecía. Seguimos por la orilla del regajo y, a muy pocas varas del arcabuco que habíamos dejado a nuestra izquierda, dimos, por fin, con los tapiales de los que los frailes me habían hablado. A nuestra derecha, en efecto, se levantaban los murallas de barro que en otros tiempos habían defendido la ciudadela. Había algo de opresivo y hasta de siniestro en su presencia, y, aunque no pude escuchar los gritos, ni observar las luces de las que hablaron los franciscanos, en pocas ocasiones he sentido tan cerca de mí la presencia de la muerte.

-Estás haciendo, de nuevo, literatura, querido Hernán.

-No es cierto, Íñigo. Bien sabes tú que no soy hombre que se corra fácilmente de los peligros y que, si bien no los busco a mis años, no faltaron tiempos en que lo hiciera. Mas aquello era otra cosa. No se trataba de matones de taberna, pues no los había en aquellos andurriales. Tampoco sabría decir de qué se trataba. Sólo sé que un vientecillo gélido nos penetraba hasta los huesos y que tanto Fadrique como yo sentíamos que alguien más estaba con nosotros.

-Fantasmas invisibles. Curiosos y terribles son los fantasmas que no se ven.

-Si hubieras estado allí, no te reirías. Te lo aseguro. Peor que la invisibilidad era el silencio. Saltamos la regacha por una parte bastante estrecha que pudimos salvar sin gran esfuerzo y nos metimos en las ruinas. Durante más de media hora las recorrimos. Eran grandes y tan extensas que no había cuando se acabaran. Sus casas, si alguna vez lo habían sido, carecían de techo, y las paredes de barro se desmoronaban a nuestro paso. Caminábamos con cuidado, imaginando que cada una de nuestras pisadas podía ser fatal. En un mal paso, Fadrique se hundió hasta el pecho, y hube yo de sacarlo de aquella   —246→   trampa temiendo que ambos acabáramos en un abismo sin fondo, de los que, según algunos supersticiosos, llegan a los infiernos.

-¿Y tú crees en ellos? -preguntó, socarrón, el señor de Cellorigo.

-No, y lo sabes; pero aquella noche estaba dispuesto a creer en todo. Hasta en la runamula, si se hubiese presentado. Mas no se presentó a esa hora. No escuchábamos más ruidos que los nuestros, los que hacíamos al caminar sobre aquellas ruinas de polvo frío, sobre aquel suelo endurecido por el paso de los siglos sin vida. Ahora sé que lo que aquella noche sentíamos Fadrique y yo, tan inefable, era la presencia de cuantos, en otro tiempo, habían recorrido aquellas calles, habitado sus casas y sus palacios, afanádose en tratos convenidos en sus plazas y mercados, dormido en lechos ahora desaparecidos, vivido entre aquellos muros de barro que se multiplicaban en la noche como los gigantescos costillares de un monstruo de leyenda. Lo que realmente sentimos fue la invisible presencia de sus sombras, la inasible verdad de sus gozos y desgracias, sus llantos inaudibles, sus gritos, sus juegos y sus risas, la vida que allí se había multiplicado y crecido y la muerte que todo lo redujo al polvo en el que, por fin, arrojamos, ya cansados, nuestros cuerpos, buscando un sueño reparador que nos devolviera la paz.

-No hay paz más segura que la de los cementerios.

-No hay otra paz, pues la vida es lucha, agonía interminable. Lo sabemos, pero a ti y a mí nos gusta la lucha, y el sueño, émulo de la muerte, nos proporciona esa paz que nos permite seguir con las armas en la mano en el campo de batalla.

-No es mala la figura del sueño, aunque demasiado retórica para mi gusto.

-Tampoco es original, pero no importa. Lo cierto es que, casi sin fuerzas, agotados por los trabajos de la jornada y por las emociones más recientes, dimos en recostarnos contra un talud gigantesco de los que rodeaban la ciudadela y, al rato, nos dormimos. No habría pasado ni una hora, cuando un grito largo y desgarrador vino a despertarnos. Nos pusimos de pie al instante. Fadrique llevaba, colgado al cinto, un buen machete, y yo, que no suelo viajar sin compañía, cargaba una daga y un pistolón. A oscuras y olvidados del miedo, dimos en correr las ruinas y en subir y bajar por los montículos arenosos desde los que, según pensábamos, habríamos de ver mejor lo que ocurría. «Nadie», gritaba Fadrique desde un extremo, y yo, desde otro, le respondía: «Aquí, tampoco».   —247→   Así pasamos más de media hora y, cuando ya desesperábamos de descubrir el misterio y nos volvíamos juntos hacia el refugio en el que habríamos podido descabezar un sueñecito, he aquí que, frente a nuestros ojos, cruzó como una exhalación la sombra de quien supusimos, por su figura, que habría de ser un hombre como nosotros. Echamos a correr detrás de él y al fin le dimos alcance. Como no se detenía, Fadrique, que era ágil, se tiró a sus pies y logró que la aparición diera con todo su peso contra el suelo.

-No era, pues, un fantasma.

-Era el ermitaño del que me habían hablado los franciscanos que vinieron a la botica. Con el pedernal y la yesca que siempre cargo junto a mis armas, cabellos de muertos, ropas desenterradas, ramas y hojas secas arrastradas por el viento hicimos una hoguera a cuya luz pudimos ver que el fantasma que habíamos capturado era un anciano calvo y de escasa estatura, encorvado y con unas barbas que le llegaban casi a la cintura. Cubría sus carnes con un vestido talar hecho jirones por muchas partes y sin mangas, y su pelo, casi tan largo como sus barbas, formaba con éstas una especie de emplasto o torta sólida en la que los cabellos, fijados por la suciedad, debían pesarle como si de un casquete de barro endurecido se tratara. Tenía el pellejo cubierto de suciedad y de llagas, y, en algunas partes de su pecho, que las roturas de su túnica descubrían, se veían unas enormes costras, algunas tan grandes como el fondo de una damajuana de regular tamaño. Rezaba muy rápido y, al mismo tiempo, no dejaba de gesticular. En realidad, no dejaba ni un segundo de mover los brazos y de hacer visajes con la cara. Era evidente que estaba loco, pero no estaba tan claro quién fuera en su época de cordura. Fadrique y yo tratamos de adivinar.

-No era, obviamente, nuestro amigo Andrés.

-Ni se parecía. Tuvimos que atarlo para evitar que escapara, y Fadrique se fue, después, hasta la regacha, pues habíasele metido la idea en la cabeza de que, con sólo tocarlo, el loco le contagiaría la tiña y hasta la demencia. Cuando volvió, también yo fui a cumplir con esa elemental precaución. El agua, al fin, nos defiende de las miasmas y de las impurezas, pero, no siendo esta precaución, en mi opinión, suficiente, saqué de la bolsa que traía un botellín de vinagre y, con un pañuelo empapado en él, aspiré su espíritu. Otro tanto hizo algo más tarde el buen Fadrique.

-¿Y ahí os quedasteis los dos, adivinando quién era el loco de Huachipa?

-Así es. Nos quedamos toda la noche. El loco rezaba y hacía visajes con la cara. Sus morisquetas a veces eran graciosas, y repetía una extraña oración   —248→   muy larga en la que, junto al avemaría y al padrenuestro, nombraba extrañas letanías de santos inexistentes y fantásticos. Tuve la impresión de que se trataba de algún huido de la inquisición que, refugiado en aquellas ruinas, había terminado haciéndose ermitaño y enloqueciendo. Por el sonido de su voz y por la forma en la que articulaba cada sílaba parecía un hombre de posición y cultura, y esto, tal vez, debió llevar a los franciscanos a confundirlo con nuestro Andrés, pues ninguna otra semejanza podrían haber encontrado los frailes entre aquel triste despojo humano y nuestro discreto amigo.

-¿Y nada pudiste averiguar en Lima cuando volviste?

-Nada.

-Es extraño. También a mí se me ha despertado la curiosidad. ¿Viste la medalla y la cadena de oro de las que, según me contaste, te habían hablado los franciscanos?

-No las traía puestas, y yo sospecho que, o nunca las tuvo, o que, si las tuvo, terminó perdiéndolas en sus correrías nocturnas por la ciudad de los muertos.

-O se las robó alguno de los campesinos -apuntole con voz plagada de suspicacias el de Cellorigo.

-O las tenía escondidas -respondió Vivanco-. En su locura, no tenemos por qué pensar que no guardara un poco de tino. A veces, ocurre.

-Yo pienso que, más bien, algún indio se las robaría.

-No lo creo. Cualquier loco es para los indios un hombre casi sagrado, y el dañarlo acarrea mala suerte, según entiendo. No creo que los indios, tan supersticiosos, se arriesguen por un poco de oro más o menos.

-No era tan poco, pero tal vez tengas razón -reconoció el de Ezcaray-. Prosigue -añadió-, que el relato se hace cada vez más interesante.

-No hay mucho más que contar. Ya a punto de romper el alba, lo soltamos, y él se echó al suelo a lamernos los pies como un perrito. Era increíble, pero, en su mirada de orate, adiviné una luz rara, un destello de gratitud. No se separaba de nosotros y nos seguía por aquel laberinto a donde fuéramos. Rugía como un animal herido mientras caminábamos entre las ruinas, que, a la incierta claridad de la aurora, parecían, si cabe, aún más extensas que en la profunda oscuridad de la noche que entre ellas pasáramos. Fadrique se abría paso y buscaba sendas como buen baqueano, y nosotros lo seguíamos bordeando   —249→   los taludes y atravesando edificios arrasados por el tiempo. Salimos, al fin, a una plazoleta elevada, una suerte de meseta con bordes de talud que se levantaba sobre las casas y que bien pudo haber sido la parte achatada de alguna huaca o adoratorio de los indios. Desde aquella magnífica atalaya, en el centro de la ciudadela, divisaba una buena parte del valle de Huachipa. Hacia el noreste, entre la bruma, veíase la aldea. La mañana era húmeda, y la niebla volvía aún más turbia nuestra visión. Pese al frío, todavía nos quedamos algunos minutos tratando de identificar las sombras que a lo lejos se levantaban. «Aquél es el bosquecillo de anoche», señalaba con su dedo el buen Fadrique. «Un poquito más allá estará el barranco», afirmaba yo. Y el loco seguía con sus ojos extraviados nuestros gestos y miradas, al tiempo que profería sus gritos incomprensibles y sus lamentos feroces de animal acorralado.

-¿Ya no hablaba? -preguntó el caballero.

-Hablar, lo que se dice hablar, jamás lo hizo. Hilvanó varias palabras en oraciones incoherentes, como te digo, mezclando padrenuestros y avemarías con letanías de santos que nunca existieron. Eso no es hablar, amigo mío. Para entonces, empero, había ya renunciado a la palabra y sólo emitía los gritos y los lamentos que te cuento. De pronto, en un momento en que nosotros nos detuvimos a contemplar los cerros cercanos, se enfureció, lanzó un rugido verdaderamente espeluznante y desapareció de nuestra vista. Fadrique lo vio caer rodando por el talud y dar con su cabeza contra uno de los muros de adobe cercanos a la plazuela en la que nos encontrábamos. Parece que se levantó y echó a correr hasta perderse de nuestra vista. Yo no lo vi. No podía verlo, pues mis ojos se habían detenido en la visión de un caballo que galopaba furioso con su jinete a cuestas y que atravesaba aquellos campos, junto a los cerros, sin que, al parecer, importaran barrancos, quebradas ni riachuelos, pues no era ninguno de ellos obstáculo a su carrera desbocada. Cree lo que te cuento, pues jamás te he dado motivos para que dudes de mi palabra y tengo un testigo que, si bien negro, aunque liberto, pasa por cabal y verdadero en cuanto dice y jamás ha dado a nadie motivos de duda, como me aseguró don Martín al ofrecerme su compañía.

-¿Y tú crees que era la runamula? -preguntó ahora curioso el hidalgo, yendo hacia la puerta, pues había calculado que en algunos segundos más habría de entrar a la estancia la angola, cuyos pasos escuchábanse ya, rítmicos y sonoros, en el pasillo.

-No lo sé. Caballo y jinete perdiéronse en un punto en el que los cerros parecen unirse a la distancia. Pocos minutos más tarde era ya de día, y Fadrique   —250→   y yo, en silencio, volvimos al pueblo siguiendo siempre el derrotero que nos marcaba la regacha. La mañana era fresca y agradable, y llegamos al tambo en el que habíamos dejado nuestros caballejos y matalotajes cuando aún el sol no había logrado descorrer la cortina de las nubes que lo ocultaban. De los ríos y regatos levantábase la niebla y, aunque no espesa, por lo húmeda y fría favorecía el paso rápido en el que ambos estábamos empeñados.

-Corristeis.

-No exactamente.

-El miedo os puso alas -ironizó el hidalgo, al tiempo que abría la puerta y hacía su ingreso en la sala, con todo su esplendor, la esclava negra.

-Buenas tardes -saludó el boticario con una venia ligera y calculada.

-Buenas tardes -respondió, risueña, Escolástica y se fue a sentar sobre unas almohadas que para ella estaban destinadas en el estrado.

-Termina de contarme tu historia más tarde -solicitó el hidalgo al boticario y volvió a sentarse en la silla que minutos antes había abandonado-. Ahora, bebamos y celebremos que el tal loco no fuera nuestro querido amigo Andrés. Has debido de pasar malos ratos pensando en esa posibilidad.

-Jamás la creí del todo y, por eso, nada quise comunicarte hasta estar seguro.

-Mi buen Hernán -susurró con tono emocionado don Íñigo-, ¿dónde podré encontrar otro amigo como tú, tan generoso y leal?

-Y tan mal poeta -retrucó éste.

-Y tan mal poeta -repitió el hidalgo.

-No importa -dijo, en este punto, el boticario-. Lo que deberíamos preguntarnos es dónde podremos encontrar otro amigo como Andrés, ahora desaparecido, o como Alonso, perdido en los laberintos de la corte.

-Alonso, las esperanzas cortesanas... Así habrás de saludar al buen Alonso cuando lo vuelvas a encontrar. Estoy seguro. No puedes con tu genio.

-Ni tú con el tuyo.

-Y a Andrés, ¿cómo lo saludarás?

-Con un abrazo -respondió, seguro, el boticario.

  —251→  

-Brindemos por eso -dijo, levantándose, el caballero. Se fue hasta la mesa, destapó una botella de vino, llenó las copas, entregolas llenas a Escolástica y a Vivanco y, elevando la suya por encima de su cabeza, repitió: -Brindemos por eso.

-A la salud del doctor Espinosa -dijeron al unísono Hernán y la esclava.

-Por que lo encontremos con salud en esta vida -terminó el brindis el caballero.

-Y con fortuna -lo completó la esclava.



  —252→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Los Ubago de Ezcaray


Había soñado, como siempre, con una mujer cuyas facciones, al despertar, se le borraban. No era joven. Tampoco era vieja. En realidad, no lo sabía. Estaba seguro de que, en sus sueños, el rostro de la mujer quedaba siempre velado por algo: la seda de un pañuelo, la fina lana de vicuña con la que tejían los mantones en Arequipa, los hilos de Holanda de una sábana. O, tal vez, no; tal vez aquella mujer con la que cada noche soñaba (¿o no eran todas las noches, y él, en las mañanas, no hacía sino dar rienda suelta a sus obsesiones?) no tuviera rostro. Su porte... Tampoco su porte quedaba en su memoria. Ni sus vestidos. Ni la forma que tenía al caminar. En verdad, nada de aquella mujer recordaba nunca al despertarse en las mañanas y hacer el enorme esfuerzo de retener alguno de sus rasgos, llevado por la obsesión de capturarlos que lo dominaba durante algunos minutos. Después, cuando, con el breviario en las manos, medía la distancia que separaba las paredes de su celda, dejándose llevar de sus pasos, sus rezos y sus pensamientos, terminaba siempre por olvidarla, y, cuando esto ocurría, sentía alivio, como si de algo muy pesado hubiérase, finalmente, liberado. Libre de sus obsesiones (duraban poco más de lo que dura un bostezo, pero eran constantes, cotidianas), abandonábase a la suave cadencia de los rezos matinales.

Sobre su catre yacía una manta de lana ajada y pobre. En su mesilla, el recado de escribir. Midió con sus rezos el tiempo y la distancia y, acabados estos, se decidió a sentarse, tomar la pluma en su mano, remojarla en el tintero y llevarla hasta el papel, para escribir en él las cosas que debía contarle a su primo el cardenal, el hijo del médico de Logroño que, hijo ahora de san Benito y criado en el convento de San Millán de la Cogolla, había llegado a ser catedrático en Salamanca y cardenal en Roma, el primo lejano del que tan orgulloso se sentía y que podría aconsejarle sobre todos aquellos asuntos que él tenía en sus manos en Arequipa y de cuya resolución dudaba, como ahora dudaba de la verdad de sus sueños, de la certeza de la mujer cuyo rostro desaparecía al despertarse. Se persignó y escribió:

A su eminencia don Joseph Sáenz de Marmanillo y Aguirre, doctor en Artes y Teología, catedrático que fuera de la muy ilustre Universidad de Salamanca, asistente a las sagradas congregaciones romanas del Concilio, de Ritos y del Índice, examinador sinodial de la sede de Toledo, calificador de la   —253→   Suprema Inquisición, protector del Reino de Sicilia, cardenal de nuestra santa Iglesia Católica, inquisidor general de Roma, Salomón de España, escribe la presente su devoto primo fray Antonio de Tejada, superior del convento de los padres dominicos en Arequipa, en los reinos del Perú, su pariente y amigo, a veinte días del mes de diciembre del año del Señor de 1689.

Eminencia,

Nunca hubiera pensado mi arrojo en dirigirle nueva carta que le distrajere de sus urgentes y graves quehaceres, que tanto interesan a la salud del pueblo cristiano, a no ser porque, habiendo estado durante todos estos meses preocupado por los sucesos que le contara en la precedente, mi deseo de justicia me empujara a ello, obligándome a tomar la pluma en el punto en el que mi prudencia y la cortedad que vuestra eminencia en mí conoce la dejaran. Seis meses largos han transcurrido desde entonces y, encerrado en mi celda y desatendiendo en mucho los deberes que me obligan hacia mis hermanos de comunidad, no acierto a recuperar la paz y la tranquilidad de espíritu que, hasta la muerte de nuestra amada Violante, me embargaban y a las que, en mi egoísmo ciego, habíame abandonado. Hoy no soy la sombra de lo que era, y, si le fuera posible a vuestra eminencia el verme en el trance por el que atravieso, seguro estoy de que en mí no reconocería a aquel chiquillo con el que jugaba en las eras de Azofra hará más de treinta años, cuando ambos, sueltos y despreocupados, dejábamonos llevar de la natural alegría y el contento que en todo encuentran los niños de tal edad, que, si bien ya no lo era vuestra eminencia, hacíase pasar por tal por darme contento, que el amor a todo se aviene y aun a pasar por necio a los ojos del vulgo. Muy por el contrario, encuéntreme como el loco y vesánico que se da de cabezadas contra las paredes y los duros balaustres de su cama y que prorrumpe, sin desahogar su inquietud, en gritos destemplados, sonidos desgarradores y voces tan turbadas y truncas que quien lo ve imagina que tal inquietud sólo puede ser propia de un endemoniado, pues, si bien los físicos que lo atienden y tratan de curarlo dan en ver en ello las consecuencias de una rara enfermedad y, para atajarla, ábrenle las venas de los tobillos y sométenlo a la tortura de las sangrías y las sanguijuelas, de sinopismos, gotas, píldoras, bebedizos, cremas, jarabes, ungüentos y demás remedios de farmacia, no faltan quienes, más avisados y cristianos, prefieren elevar sus oraciones y pedir auxilio y clemencia a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santos para quien tanto sufre, que bien saben que no es enfermedad del cuerpo, sino del alma, que en esto, como en casi todo, andan de siempre equivocados los discípulos de Galeno. Y, así, yo sólo busco consuelo en la oración, que tan   —254→   grande es la tristeza que me ha dejado la pérdida irremediable de mi querida prima que ningún otro remedio habrá de ser más a propósito a mi salud.

Mas, no siendo esta pérdida tema de interés para una carta, ruégole a vuestra eminencia que sepa disculparme el introito, aunque bien sé que, dado el cariño que a Violante profesaba y la piedad que adorna todos sus actos y pensamientos, sabrá, tanto como perdonar mi osadía, acompañarme en el sufrimiento y, junto con este humilde predicador, acompañar también en su agonía, que no otro nombre podremos darle a la que padece, a don Íñigo Ortiz de Cellorigo, quien, por haber sido hermano tan querido de Madre Sacramento, es, a no dudarlo, el que de todos nosotros más intensamente está al presente sufriendo por su pérdida. Y nada más sobre este tema he de alargarme, si no es comunicarle a vuestra eminencia que, habiendo Íñigo y yo pasado a visitar a la priora del convento en el que viviera sus últimos años nuestra querida prima, averiguamos que la dicha monja es de nuestra tierra, de la familia de los Ubago de Ezcaray, y que, según entiendo, tal familia ha tenido y mantenido con la nuestra de los Foronda y Cellorigo una enemistad que, al presente, dura ya más de cien años, lo cual, como vuestra eminencia ha de entender, añade más inquietudes a cuantas turban hoy mi espíritu atormentado. No son, pues, tan sólo las sospechas de herejía las que me impiden el sueño, sino otras que, por ser más del mundo y terrenales, menos las entiendo, que en estas materias soy, como en tantas otras, lego, profano y sin ninguna experiencia.

Llámase, en efecto, doña Encarnación de Ubago la priora del convento y su hermana, doña Antonia, es en él su maestra de novicias. La familia Ubago del Perú es oriunda de Ezcaray y posee buenas y abundantes tierras en una parte de la costa cercana a Lima y no muy lejos de la ciudad de Cañete, a más de un obraje próximo a Arequipa en el que trabajan muchos y buenos indios mitayos. Aunque vinieron siendo muy jóvenes al Perú para gozar de una encomienda que sus padres heredaran de un pariente lejano y sin hijos, escribano de la audiencia en otros tiempos, valido de grandes y funcionario del cabildo de Lima en los del virrey don Pedro de Toledo y Leiva y que anduvo algunos años en todos los tumultos que los Vicuñas armaron en estos reinos en la época del conde de Santisteban, pasaron gran parte de sus vidas en Ezcaray y mamaron de los pechos de su madre, doña Cipriana de Velasco, el odio que los Ubago han mantenido por años contra los nuestros de Cellorigo. Aquí en Perú hicieron la fortuna que ansiaban, y hoy los Ubago gozan de los títulos y reconocimientos que siempre quisieron merecer y que acaso merezcan, que no soy yo quien pueda ni deba juzgar sobre los méritos ajenos. Las buenas rentas, al fin,   —255→   dan muchas y grandes satisfacciones en esta vida y no pocos pesares y disgustos a la hora de procurar la salvación en la otra.

Es esto, y no otra cosa, lo que mantiene tan turbada mi alma y sin defensa frente a las dudas que mi imaginación afiebrada pone a mi conciencia, pues entiendo que no he de tener por tales a los hijos de los pecadores, mas el sentido común y no pocos de los indicios que hasta ahora he observado con el cuidado que exige mi profesión de sacerdote indúcenme no pocas veces a dar por cierto lo que el vulgo insinúa en sus rumores y maledicencias. Y, así, dudo hoy de la sinceridad y bondad de quienes, siendo retoños de enemigos jurados de los de Cellorigo, pueden haber tomado parte en la sospechosa muerte de nuestra prima, que ocasión han tenido para precipitarla en ella y aun todo lo demás les ha sido favorable. Bien pudieron las hermanas Ubago pasar por buenas amigas de Violante, pues ella jamás habría sospechado de su malicia, que tan bondadosa e ingenua era en todo que hasta en el mismo Satanás, de llegar hasta ella disfrazado, habría encontrado prendas que alabar y virtudes que resaltar en su conducta, que sólo se exigía a sí misma sin indulgencia. Semejantes ideas me confunden, y, por más que yo trato de alejarlas de mí, no lo consigo, pues no puedo olvidar que, pasando de joven algunos días con mis tíos en Ezcaray, fui testigo de la ruina de una de las casas de nuestros parientes, a la que unos partidarios de los Ubago le dieron fuego y en la que murieron, sin que nadie fuera bueno a remediarlo, una humilde viuda y sus dos hijos, que, atrapados de noche y sin aviso entre las llamas, no pudieron escapar de la desgracia. Tomaron presos a quienes lo hicieran y, ya en la picota de la plaza, confesaron todo, que no fue preciso darles mancuerda, pues tal era el odio que despedían que, con grandes vozarrones, confesaban su crimen como si, al hacerlo, pregonaran sus hazañas. Hay muchas otras cosas que se cuentan en las aldeas del valle y aun en el mismo Ezcaray, y todas hablan de que tan vieja inquina originose en tiempos del rey Felipe II, cuando uno de los Ubago, que volviera de Flandes con despacho de coronel por los grandes méritos que en aquellas tierras había alcanzado por sus hazañas, hizo público su desprecio en la puerta de la iglesia y delante de todos los invitados a la boda de una de las hijas de los de Cellorigo, los que, desde entonces, juraron vengar tan gran infamia y así lo hicieron en cuantas ocasiones tuvieron la oportunidad. Sé que el dicho coronel, de cuyo nombre no puedo acordarme, murió de manera harto alevosa en una taberna de Nájera, rodeado de putanas y atravesado de varias cuchilladas que unos malandrines le asestaron durante la noche. El cuerpo del coronel fue echado al Najerilla, y, a la mañana siguiente, una lavandera, de las que bajan al río para hacer la colada, lo encontró, ya algo comido de las truchas,   —256→   que, como vuestra eminencia sabe, son muy voraces. A esta lavandera la llamaban en el pueblo la Maricucha. Los Ubago atribuyeron su muerte a los de Cellorigo, y, en pocos años, en Ezcaray, raros eran los partidarios de una u otra casa que no contaran con algún muerto en su familia. Siendo aún niños, Íñigo, Violante y yo asistimos al entierro de un hombrecillo del que mi tía dijo que había muerto por lealtad a la casa de los de Cellorigo y, aunque no lo entendimos en su momento, ahora sospecho que también habría sido asesinado. Doña Catalina, mi amada tía, era, como vuestra eminencia conoce, mujer de muchas virtudes y en sus cálculos no cabía la venganza, como no cabía en los de don Asterio, su esposo, que, por su natural pacífico, renunció a las ventajas de una vida militar más que medrada para dedicarse en los postreros años de su vida a la cristiana educación de sus queridos hijos. Y, así, estos nada o muy poco conocieron de la cadena de crímenes y sangre que había antecedido a su nacimiento, y hasta hoy estoy casi seguro de que en el ánimo de Íñigo no existe sospecha alguna sobre este asunto.

Malos son estos antecedentes, según entiendo, y no podrían serlo peores, pues bien conoce, eminencia, que las venganzas se originan en pasiones que jamás pueden ser satisfechas y que los vengativos aseméjanse en ello a los soberbios, quienes, por ignorar la enormidad de su pecado, encuentran gran dificultad en arrepentirse. No estoy diciendo con ello que los hermanos de Cellorigo no hayan llevado también en sus venas algo de la sangre vengativa de sus antepasados y que, de haberles sido propicia la ocasión, no la hubiesen despertado, mas en ellos entiendo que hubo corrección temprana gracias al cristiano cuidado de doña Catalina y a la educación que esta santa mujer supo inculcarles, que la ejemplar vida de nuestra querida Violante tanto le debe a ella como a su inclinación a la santidad. Hasta Íñigo, tan inclinado por naturaleza a la milicia, es generoso y rechaza los actos violentos de sangre, perdonando cuando la razón y el sentimiento se lo exigen, pues la venganza es para él, según me ha confesado en muchas ocasiones, hermana de la cobardía, y él es, ante todo, un caballero cristiano.

Nada más de importancia he podido averiguar sobre los conciliábulos que realizan en algunos conventos de esta ciudad los seguidores del hereje Molinos, mas sospecho que no han abandonado estos sus perversas costumbres y, en cuanto tenga datos ciertos que comunicar a vuestra eminencia, lo haré con gusto, que en ello tengo puestas ahora mis esperanzas, pese a la debilidad que siento y a la enorme tristeza que, por faltarme la compañía de mi prima, aún me embarga. No dude vuestra eminencia de que así lo haré y sepa que no temo las consecuencias que, para la seguridad de mi persona, de tal   —257→   hecho pudieren derivarse, pues más importante que mi salud, que por tantas cosas se halla quebrantada en estos días, es la salud de la Iglesia y la del pueblo cristiano, que en graves dudas se debate hoy a causa de tantas y tan perversas novedades.

Hame salido esta carta de un tirón, que lo tengo por buen augurio, y sé que vuestra eminencia ha de leerla con todo el cuidado que merece, que son estos temas que le interesan y estoy seguro de que ninguna otra lectura habrá de serle, con excepción de los textos sagrados y de doctrina cuyo comento domina como maestro y doctor de nuestra santa madre Iglesia, más sazonada y a su gusto. Temas son atingentes a la salud del pueblo cristiano, y bien sé, por la fama que hasta esta tierra acompaña el nombre del Salomón de las Españas, que éste es el principal negocio en que se ocupa en su cargo de dignísimo inquisidor general de Roma, desde el que, con tino, sabiduría, prudencia y justicia, castiga la maldad, aplasta la herejía y deja los campos de trigo libres de la cizaña que algunos espíritus escandalosos y perversos vienen sembrando en los últimos tiempos, que en la intensa oscuridad en la que hoy nos debatimos basta el resplandor de lumbreras como la de vuestra eminencia para que los menos avisados y más lerdos podamos acertar con el camino de la salvación. Difíciles son los tiempos en los que Dios Nuestro Señor nos ha puesto, mas demos gracias a su infinita bondad por haberlo hecho, que, de acertar en ellos, mayor será nuestro mérito y nuestra gloria, en proporción. Tengo siempre a vuestra eminencia presente en mis oraciones y ruego a Dios que lo conserve con salud para el bien de todos nosotros.

Quédome en Arequipa, querido primo, esperando las noticias de vuestra eminencia, que sé que habré de tenerlas a la brevedad posible y si el barco en el que llegan no naufraga en los peligrosos mares que ha de atravesar, con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo y la asistencia de sus santos. Hasta entonces, queda esperando y se despide humildemente, solicitando el favor y la asistencia de Nuestra Señora de Valvanera y la bendición de vuestra eminencia,

Fray Antonio de Tejada de Santo Domingo O. P.

Abandonó en este punto la carta el dominico, la leyó una y otra vez, quedó satisfecho de su contenido, echó polvillos secantes sobre el papel todavía húmedo y dejó la pluma descansando junto al tintero. Estiró sus brazos cediendo a la pereza y, arrastrado por ella, bostezó. Hacía frío en la celda, y sus sábanas hacía ya tiempo que habían perdido el calor de la noche. Se levantó de la mesa y se sentó en su cuja. Se recostó unos segundos en ella y volvió a sentarse. Hallábase contento. Encontraba que en esta segunda carta al cardenal   —258→   Aguirre había expresado sin muchos adornos cuanto en la anterior, quizá por pudor, no le había sido posible y que era cierto que, como lo expresaba en uno de los párrafos, todo aquel texto habíale salido de corrido, lo que había tomado por un buen augurio. Al levantarse de la mesa, había sentido que sus músculos tan dañados en los últimos días, estaban más flexibles y endurecidos y que ningún dolor le impedía caminar. Tampoco sentía frío. Se puso de pie abandonando el lecho, tomó el manteo, pues habría de caminar por el claustro, abierto a los vientos de la mañana, para llegar a la iglesia y, pensando en el efecto que la lectura de la carta que acababa de escribir habría de tener sobre el ánimo de su primo, salió de su celda, se dirigió a la escalera que conducía al claustro inferior, descendió por ella y llegó, con el ánimo bien dispuesto, a la sacristía, en la que, con los ornamentos sacros echados en orden sobre una ménsula pulida de dorada madera, esperábalo un monago para iniciar el ritual de las mañanas. Ningún otro fraile había llegado aún a la sacristía. Como todas las mañanas, él era el primero. Minutos más tarde, encontrábase fray Antonio frente al altar de la Virgen de las Mercedes, y el acólito respondía a «Introibo ad altare Dei» con la paporreta aprendida del «Ad Deum qui laetificat iuventutem meam». Bajo la atenta mirada de la Virgen, los feligreses seguían con devoción la misa, y las beatas más ancianas susurraban largas e incomprensibles oraciones y se daban golpes de pecho con los ojos perdidos en los santos de su devoción. En la calle, junto a la puerta de la iglesia, una jauría de perros anunciaba con sus ladridos el final de la noche. El sol acariciaba con timidez los blancos sillares arequipeños. A lo lejos se escuchaban los cascos de una tropilla de mulas que bajaba hacia el río.



  —259→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

La danza de los fantasmas


Desnudo, pese al frío que le ponía la piel de gallina, se sentó en su cama y revisó el fondo negro de sus calzones. Pasó sus dedos por los palominos pegados, pulidos y duros como cantos de río. Parecían chaplas casi perfectas. Eran pequeños, y sólo las yemas más sensibles podían acertar con su presencia. Fue pasando sus dedos una y otra vez. Imaginó, al hacerlo, que los dejaba que rodaran sobre las cuentas de un rosario. Recordaba bien que, mozo todavía, habíale dado la ventolera de ser devoto de la Virgen, y que no pasaba un solo día sin que rezara sus misterios, ni mes sin que, por cumplir con las exigencias de tan magnífica señora, no se acercara a un confesionario de los recoletos, junto al Prado, a descargar en las ancianas orejas del padre Domínguez sus culpas, que no eran muchas, para acercarse al día siguiente a cumplir con el rito de la eucaristía a los pies del altar mayor. Pero de aquello hacía ya muchos años. Tantos que ni podía recordar los misterios y letanías que antaño rezara con tan recogida y cristiana devoción. «Domus aurea, ora pro nobis. Foederis arca, ora pro nobis. Ianua coeli, ora pro nobis». Recordábalas a saltos, en oleadas: palabras sueltas que le llegaban de un fondo oscuro y antiguo. Aquellas letanías en latín seguían haciéndole temblar, como la fría humedad de la mañana sobre su cama. «Refugium peccatorum, ora pro nobis. Consolatrix afflictorum, ora pro nobis».

Ahora tocaba con sus dedos minúsculos guijarros del color y de la consistencia de las piedras que crían los riñones de los enfermos, piedras ambarinas y oscuras, como las que muchas damas hacen engastar en sus collares de oro, gemas preciosas. Descolgábase del techo, por la pared enjalbegada y limpia, un tapiz colorido con escenas de cacería. Tres feroces mastines cercaban en un calvero abierto en la espesura a un imponente jabalí herido por un venablo, mientras un cazador vestido a la usanza antigua, con el gesto teatral de los monteros de las comedias, preparábase para rematarlo con el adoque aguzado de una ballesta. De la herida de la alimaña manaba una sangraza oscura y espesa que teñía la hierba de bermellón. Una jarra de plata, pesada y gran de martillada con arte y oscurecida por el tiempo, descansaba junto al aguamanil en el que todos los días cumplía el señor de la casa con sus abluciones de la mañana. La jofaina sosteníase en la tabla circular de un viejo mueble de nogal oscuro. Sobre el piso de ladrillo rojo, junto a su cama, una pequeña alfombra permitíale esconder sus pies para protegerlos del relente. El jabalí   —260→   revolvíase furioso contra los mastines, que le mostraban, feroces, sus colmillos aguzados. «Cuentecillas de rosario», pensó. «Ha de llegar el día en que me cieguen el Polifemo estos Ulises». Detrás de un árbol coposo, a la izquierda del jabalí acosado, los ojos de una doncella ataviada con traje de pastora y coronada de margaritas observaban con interés la operación de limpieza del caballero. Una sonrisa abierta y cordial se dibujaba en su boca. La parte superior del tapiz mostraba la frondosidad de la selva y, sobre las verdes copas de los árboles, el azul de un cielo limpio, amenazado en lontananza por diminutos nubarrones de tormenta, como harapos de luto. «Paréceme muchas veces que tuviera vida. Ella conoce mis secretos». Sobre un arcón a los pies de la enorme cama de hierro Pedro habíale dejado unos calzones nuevos de terciopelo, una camisa blanca y almidonada y un jubón que, aunque remendado en sus partes menos visibles, aún podía dar de sí por muchos años. El caballero disponíase a hacer una visita importante para sus asuntos. Un rayo de sol tímido y suave cayó de lleno sobre los ojos de la bestia acosada e incendió la hierba empapada en su sangre. El montero del tapiz disponíase a disparar su ballesta. «Ojalá que me salga todo como lo tengo planeado», dijo, como en un susurro, don Alonso López de Verona. «Mi prima», pensó, «sabe sin duda de estas cosas más que yo». Desde la fronda, la zagala seguía sonriéndole, ajena a la matanza que estaba a punto de producirse a sus pies. Sus ojos eran como dos diminutos lagos de montaña cercados por las nieves de su frente.

La prima de don Alonso era esposa de un antiguo valido real que, por el conocimiento que tenía desde niño de las oraciones y preces más extravagantes y milagrosas que corrían en la boca del vulgo, habíase hecho merecedor de una embajada ante el zar de todas las Rusias. Llamábase doña Timotea de Seoane y Farfán de los Godos y, a tan sonoros apellidos, añadía con gracia el de rabiza por afición, que era público que en su casa se reunían a gozar de sus favores altos dignatarios de la corte, comediantes de postín, secretarios de los consejos reales, estudiantes de Alcalá, soldados de fortuna y hasta algún que otro canónigo de los que, al llegar a la corte, gustan de caer en el pecado para tener, más tarde, motivos de arrepentimiento.

-Putana por afición, que no coima -habíale aclarado días antes a don Alonso-, que las últimas se venden por dinero y yo me entrego, como santa Nefixa, por caridad a los pobres y a los necesitados de amor.

-¡Buena santa estás tú hecha! -habíale respondido el diplomático.

-Pues eso... que soy demasiado buena.

  —261→  

-¡Y tanto!

Buena lo era; servicial, también. Don Alonso de Verona, que, aficionado a los versos y las comedias, gustaba de jugar con las palabras, asegurábale a doña Timotea que, tanto como ser, lo estaba y que por ella y por su cuerpo garrido y aguerrido no pasaban los años. Era, en efecto, el de su prima uno de esos cuerpos (corps d'amour, los había llamado Pedro en París, cuando a ellos era su amo tan aficionado como lo era en Madrid a las tabernas de Antón Martín y a las zorrupias bragadas) que piden guerra, y no faltaban jamás quienes, degustadores de duelos y de batallas reñidas entre sábanas blancas y calientes, prestábanse a batirse en cuantas justas fueran necesarias para igualar -y aún sobrepujar- la justa fama de los campeones de antaño. El cuerpo de doña Timotea era todo un compendio de virtudes caballerescas.

-Con don Andrés, cinco esta vez -sentenciaba, satírica, la Mesalina.

-¡Hombre! No está mal para sus años y su talla -respondía don Alonso, que disfrutaba como un crío de esta suerte de conversaciones galantes.

-¡Y tanto! Que ya pasa de los cuarenta.

La prima se refería a la edad de Andrés Sobrevilla, un hombrecillo calvo y flacuchento, próximo al medio siglo, que, enriquecido en el comercio de telas (tenía puesta una buena casa en la calle de la Montera, cercana a la puerta del Sol, que él mismo atendía con su mujer manchega y sus tres hijos mayores), hacíale buenos regalos en retales, batistas, hilos, telas de Holanda, cintas de seda y vestidos, y llevaba a veces su prodigalidad a regalarle collares y pulseras con su buen peso en oro y piedras de colores, de las que gustaba mucho el comerciante. De don tan sólo tenía el din que guardaba bajo siete llaves, pero a doña Timotea hacíale ilusión aquello de imaginar que holgaba entre sus sábanas con un duque de Alba. Conservaba de niña debilidades de aristócrata y, como cada quisque, buscaba hacerse de los godos, linaje que a ella le venía por derechas del apellido de su madre. El dichoso día en que llegó a los cinco entre jadeos y desmayos, don Andrés Sobrevilla, entusiasmado, regaló a su dama una capita de armiño lustroso y blanco con el que pudiera abrigarse en las frías noches del invierno. Doña Timotea no cabía en su pellejo de contenta. El tendero le aseguró entre arrumacos que las pieles habíanle costado una futesa.

-Era de una embajadora que me debía unos cuartos -contole a la mañana siguiente, mientras procuraba, goloso, endulzar la boca entre sus senos.

  —262→  

-Calla, mamón, que te pasas. ¡De dónde será tamaña vulpeja!

-De Venecia. ¿Qué esperaba vuesa merced?, ¿que fuera la esposa del Preste Juan?

-O la del emperador de las Quimbambas, que para el caso es lo mismo. Andrés conocía bien («Pero que muy bien», enfatizaba con sal de la fina doña Timotea) los oscuros rincones madrileños en los que solía esconderse Putaparió. De Bibiana nunca más se había vuelto a saber, y el teólogo helmanticense no andaba al descuidadero y hallábase siempre bien resguardado de sorpresas y nocturnidades. Don Alonso habíase decidido la misma noche de la aventura en Puerta Cerrada a despachar a Henriquillo, pagarle lo que le debía, ajustar cuentas para el futuro (que nunca se sabe cuándo se habrán de requerir de nuevo los servicios de un buen soplaorejas de confianza) y dedicarse por su cuenta a seguirle los pasos al rufián de los Cameros. Esta búsqueda habíale conducido, otra vez, hasta la casa de su prima, donde el comerciante en telas se prestó gustoso a servir al ciego de lazarillo. Confiaba ahora el diplomático en desmadejar el misterio y en llegar por el hilo hasta Bibiana (Teseo en el laberinto cortesano), pero, en la soledad de su casa, echado sobre su lecho y sin pegar ojo, pensaba las más de las veces en el padre de la mancebía y, las menos, en la pérdida, que daba por segura y definitiva, de su amante asturiana.

Ahora, mientras dejaba deslizar sus dedos por los palominos de sus calzones, su mente volaba hacia una casa de vecindad de la calle de los Gitanos, junto a la de los Peligros, en la esquina de la de Bodegones. En esta casa, según aseguraba don Andrés, vivía el rufián. En ella solía esconderse desde las tantas de la mañana hasta bien entrada la tarde, que entonces bajaba por la carrera de San Jerónimo camino del Prado Alto hasta la torrecilla (a veces, se acercaba a beber a la fuente del Caño Dorado) y, después, volteando hacia Atocha, dábase un paseo por su prado para desentumedecer sus piernas, despejar su cabeza y atender, más tarde, sus negocios en la mancebía de la plaza de la Cebada. En ocasiones, abandonaba su cubil hacia el mediodía y se llegaba a una casucha de la calle de la Gorguera, donde vivía un clérigo paisano suyo, viejo y picado de viruelas, que, aunque pobre como eremita, miraba por sus intereses. Con don Matías, que así se llamaba el cura de las viruelas, solía despacharse algunas buenas jícaras de chocolate con picatostes, escuchar historias de otras épocas (siempre mejores, aseguraba su anfitrión) y atender sus avisos y consejos, que para esto abría bien las orejas por la cuenta que le traía. Don Matías era sordo y se peía sin darse cuenta y, según don Andrés, ignoraba los negocios de Putaparió. Hablaba siempre de Túbal y de Recaredo, se sabía   —263→   de memoria el libro primero de la Historia de España del padre Mariana, que recitaba mientras Putaparió lo escuchaba boquiabierto, y no pasaban cinco minutos de su conversación sin que invocara la ayuda de la Virgen de Lomos de Orio, su celestial protectora, en cuya ermita, según decía, había pasado los mejores y más felices momentos de su vida. El anciano cura tenía ya puesto un pie en el otro mundo. Sus flatos traían al recinto en el que conversaban los cameranos aromas de camposanto.

«Menudo punto», decíase ahora don Alonso, mientras se ponía la camisa almidonada y su valona. «Al rufián no lo ahorcan por menos de cincuenta mil y ¡mira dónde vive!». Don Alonso, que había vivido para derrocharla, era muy sensible al tema de la fortuna. Se puso sus calzones nuevos, el jubón de raso, se calzó, se ajustó el tahalí de seda sobre los hombros, se echó la capa y lanzó una última mirada a la zagala del tapiz, al tiempo que se disponía a salir de la habitación. Por el pasillo, avanzaba Pedro hacia su cuarto.

-Buenos días, señor. ¿Qué tal ha descansado?

-Muy bien, gracias. ¿Alguna novedad?

-Un caballero lo espera dans la chambre.

-¿Ha dado su nombre?

-Don Andrés me ha dicho. No me ha sido posible averiguar su apellido, señor. Me lo ha negado. Me ha dicho que con el don Andrés era bastante, que el señor sabía de él.

-¿Cómo es?

-Pequeño, legañoso y con aspecto de comerciante. Un hombre sin gusto y sin maneras, a mi entender: de los que no acostumbran a venir por esta casa.

-Terrible me lo pintas, Pedro -dijo con sorna don Alonso.

-Terrible me lo parece, señor -respondió el criado.

-Iremos a verlo.

En el estrado estaba, en efecto, don Andrés. Paseaba nervioso con las manos a la espalda de un lado para otro y, de vez en cuando, se detenía frente a las cortinas del balcón, abría éstas y echaba un vistazo hacia la calle. Traía echada sobre su menudo cuerpo una capilla de paño que no le llegaba a las rodillas. Sobre su cabeza descubierta bailaban unos pelillos rubios que conservaba de su juventud. Gastaba unas calzas de lana de los tiempos del rey Pepino   —264→   y tenía dibujada en su rostro una mueca de preocupación que partía su frente en dos a la manera de un tronco hendido por una segur. Todo su atuendo era oscuro y contrastaba con la enfermiza palidez de su rostro. Al ver que entraba don Alonso, abandonó su paseo. «Este pobre hombre va a arrojar un día de estos los bofes en la cama de mi prima. Pensándolo bien, no es mala muerte», se dijo don Alonso al recoger la mano que el comerciante le extendía. El chambergo de don Andrés descansaba en la otomana. Junto a él echó su capa, de la que se desprendió por hallarse sin ella más a su gusto, según solía repetir unas veinte veces al día a quienes quisieran escucharle. «Las capas», aseguraba el comerciante en esas ocasiones, «ocultan los cuerpos mezquinos y ponen cepos a nuestras manos». Al buen hombre gustábale mover éstas en compañía de sus palabras, que, con frecuencia, venían a ser demasiadas, aunque él aseguraba que las medía con tal esmero que jamás se supo que diera a nadie una de más. Teníase, en todo, por ahorrativo.

-Buenos días, amigo Sobrevilla -saludó el caballero de Verona, a quien disgustaban los tratamientos igualitarios-. ¿Qué asuntos lo traen por mi casa tan temprano? ¿No debíamos encontrarnos en la de mi querida prima, doña Timotea?

-Cierto es, don Alonso -respondió el comerciante-, mas son tantas las cosas que han sucedido en estos días que me he visto precisado a adelantar nuestro encuentro.

-Cuente vuesa merced, que soy todo oídos.

Imitando el gesto de su anfitrión, Andrés Sobrevilla sentose en un sillón frailuno ablandado por cojines. Se revolvió en él durante unos segundos y, como observara que don Alonso seguía mirándolo con un gesto entre curioso y perplejo, tomó aire, volvió a acomodarse y comenzó a carraspear, como si algo le molestara en la garganta. Los ojos del hidalgo estaban fijos en los suyos.

-Ha de saber vuesa merced, don Alonso -dijo al fin, tratando de superar su azoramiento-, que hoy por hoy su vida se cotiza muy poco en el mercado y que yo vengo a ponerle sobre aviso de cierta mala celada que tienen lista quienes están buscando su perdición. Nunca ande vuesa merced descuidado y sin armas, que en ello le va la vida, y, si está en su mano, hágase acompañar de quienes puedan defenderlo y que sean de su confianza.

Don Alonso no podía dar crédito a lo que oía.

-Sé de muy buena fuente -continuó diciendo el comerciante, ya más tranquilo- que ciertos maniferros mal encarados ándanle buscando con este fin   —265→   y que los tales están muy bien pagados por el teólogo salmantino, que busca, de este modo, vengar la afrenta que vuesa merced le infligiera la pasada noche en su casita de Puerta Cerrada. El teólogo ha regresado con su amante a la ciudad del Tormes, en la que goza de cátedra y beneficio, y ha dejado el encargo en manos del camerano, que, por este servicio, ha de doblar la fortuna que tiene guardada en sus colchones -esto último lo remarcó con no poca envidia el comerciante.

-¿Y cómo lo sabe vuesa merced?

-No puedo revelar mis fuentes, que en ello le va la vida a mi informante.

-Comprendo.

-Se trata de alguien que escuchó cierta conversación en un ventorrillo de Malasaña.

-Ya. ¿Y a cuánto ascendió el valor del informe?

-Tratándose de un tan querido primo de doña Timotea, todo es gratis et amore.

-Entiendo lo del amore y lo agradezco. ¿Algo más le dijo su informante?

-Me dio las señas de los maniferros.

-¿Y cómo son ellos?

-Uno es enorme, con una cicatriz grande en una mano; el otro, pequeño y rubio, y, si no fuera exagerado el decirlo de esta suerte, peor encarado que un negro de Angola. Eso es todo lo que me han dicho y que yo sé.

-Pues sabe bastante vuesa merced.

-Así lo creo.

-¿Aceptaría, amigo Sobrevilla, tomar un cordial conmigo?

-Con gusto.

Don Alonso de Verona lo necesitaba. Las señas que acababa de darle el comerciante eran inconfundibles. No entendía bien, empero, cómo aquellos que habían descendido con él a los infiernos la infausta noche de Puerta Cerrada habían podido ascender al mundo de los vivos cargando consigo el pesado lastre de las cuchilladas. Habíalos dejado por muertos en aquella casa en la que   —266→   viera por última vez a la asturiana, amor de sus amores, como la llamaba, arrojada desnuda sobre el altar de los sacrificios. El mismo Henriquillo habíale asegurado, cinco días después, que habitaban ya en la mansión de los muertos y que habían sido recibidos con todos los honores en el reino de Satanás tras haber pagado a Caronte una bagatela por la barcada. «A tipos como ellos se les recibe gratis», habíale asegurado cuando se despidieron en la misma taberna de la plaza Mayor en la que se habían encontrado por vez primera. No había vuelto a ver al soplaorejas, aunque sabía por Pedro, su criado, que con frecuencia paseaba sus harapos por debajo de sus ventanas. Si estaban muertos los maniferros (y por muertos y bien muertos los había dado él hasta ese entonces), no cabía duda de que el tal don Andrés lo engañaba, mas, si no... Don Alonso López de Verona no quería ni pensarlo. De pronto, le vino de nuevo la maldita escena a la memoria. Durante la trifulca, habíalos visto en el suelo, traspasados de cuchilladas, pero en ningún momento los había visto caer, o no lo recordaba. ¡Tan ocupado se hallaba entonces en defenderse y salvar su vida! Tuvo, sí -eso lo tenía bien presente-, la ligera sospecha de que algo no había funcionado, pero esa sospecha habíale invadido ya en su casa, cuando, temblando de miedo, con los pulsos todavía alborotados, desbocados como caballos salvajes de la montaña, habíase metido entre las sábanas para tratar de dormir, lo que no había conseguido en todo lo que restaba de la noche. Al destapar el frasco de cordial, volvía a representarse la escena de aquellos cuatro hombres que tan prestos parecían a la defensa y que con tal furia se arrojaron sobre él con las espadas desnudas, como si lo estuvieran esperando. Había sido una trampa, una celada en la que él, por ingenuo, había caído y en la que, sin duda, habían tomado parte los viles maniferros que Henriquillo habíale llevado, asegurando que eran de su total confianza. Llenó dos copas de cordial, y entregó una de ellas al comerciante. Andrés Sobrevilla recibiola con una ligera inclinación de cabeza.

-Gracias, don Alonso -dijo el comerciante, y se la aproximó a los labios-. Es éste un vino generoso y agradable -chasqueó ruidosamente su lengua al hacer el elogio del cordial.

-Prosit -levantó su copa, ceremonioso, el diplomático.

-A vuestra salud -respondió el comerciante, que ignoraba los latines y los protocolos de la corte.

Se quedaron en silencio por algunos segundos, y, al cabo, como viera el comerciante la preocupación dibujada en el rostro de su anfitrión y adivinara que la conversación habíase quedado atascada en el punto en el que la habían   —267→   dejado al levantar sus copas, apuró la suya de un solo trago, púsose en pie, fuese a la otomana, recogió su capa y su chambergo, se los puso y, ya preparado para salir a enfrentar los fríos de la calle, hízole una caravana a don Alonso y, sin prisas, se puso a caminar hacia la puerta al tiempo que se despedía del caballero hasta la próxima. Llevaba el chapeo ladeado, y los ruedos de su capa le descolgaban apenas a la altura de las rodillas, como a un capitán de infantería.

-Recuerde mi consejo -díjole cuando ya pisaba el quicio de la puerta del estrado- y no se aventure vuesa merced por malos pasos, que malos son los que nos llevan al cementerio.

-Muchas gracias, amigo Sobrevilla. Lo tendré presente.

En la puerta esperábalo ya Pedro, quien, como buen criado y de confianza, adivinaba siempre en qué momento se retiraban las visitas. Llevolo por las escaleras hasta la puerta de la calle y en ella lo abandonó tras unos «Buenos días tenga vuesa merced» que le parecieron al comerciante tan helados como los vientos del Guadarrama que desparramaban sus furias por las callejuelas de la villa en ese momento. Se arrebozó el comerciante en su pañosa y se perdió en dirección a la plaza Mayor, a la que llegó poco antes de que los nubarrones que tenían aquella mañana en penumbra los interiores de las casas de la villa y obligaban a sus habitantes al uso de las palmatorias descargaran su furor sobre las calles de Madrid y las libraran de las miasmas amontonadas en sus arroyos. El sol de las primeras horas se había ocultado. Al llegar a los soportales de la plaza, decidió arrimarse a una taberna y despacharse unos tragos antes de volver sobre sus pasos a su tienda de la calle de la Montera. «No sé por qué», pensó, ya con la taza de aloquillo entre sus manos, «a este caballero no parece gustarle mi compañía. Peor para él. Más precisa él de mis servicios que yo de los suyos. Si no fuera por doña Timotea...».

El diplomático habíase quedado también pensando en el tendero y, aun cuando ya había transcurrido más de una hora desde que éste se fuera, seguía viéndolo en el estrado, sentado en el sillón frailuno de cuero repujado y removiéndose entre sus cojines como una lombriz entre excrementos. Recordaba la intensa palidez de su rostro y veía en sus ojillos de rata una extraña luz que los cruzaba y que los hacía brillar con una chispa que él imaginaba cargada de malicia. «¿Habrase visto», se dijo a sí mismo, «semejante descaro? No basta con que este hombre, con sus albardas de burro cargadas de oro, se meta en casa de mi prima. Ahora osa venirse hasta la mía con amenazas veladas y diciendo que los muertos han resucitado. A buen entendedor...».

  —268→  

Pedro habíale traído al estrado su jícara de soconusco y unos bizcochos de huevos y hojaldre de las comendadoras de Santiago. Tenía frío, y el brasero aún no estaba encendido. «¿Y si este hombre no ha mentido? ¿Si, como dice, los matones de Henriquillo no murieron durante la gresca y ni siguiera quedaron heridos? Entonces, todo habría sido una trampa en la que, ingenuo de mí, habría caído como una paloma que cae en las garras del azor salvaje. Es posible. El único que podrá sacarme de la duda es Henriquillo, mas, si él es parte de la celada, de poco o de nada ha de valerme el llegarme hasta su casa, pues me estaría condenando por confiado. ¿Cómo puedo resolver esto? ¿Qué podré hacer de ahora en adelante?». Acabó el chocolate, pero no tocó los bollos ni los bizcochos de las monjas. Algo le impedía pasar alimentos sólidos por su garganta. Tomó una campanilla que tenía sobre la mesa y la hizo sonar. Al cabo de unos pocos minutos, Pedro, criado fiel, hallábase de pie frente él en espera de sus órdenes.

-No me esperes a comer hoy. Es probable que no llegue hasta la noche -le dijo, poniéndose de pie y volviéndose a echar la capa sobre sus hombros-. Hoy parece que ha de ser para mí un día de muchas ocupaciones.

-Bien, señor -respondió el criado-. ¿Y la cena?

-Tenla dispuesta, por si vengo a tiempo.

-¿Huevos escalfados e higos secos, como anoche?

-Preferiría pescado.

-Bien, señor.

Pedro se retiró, y el caballero volvió a quedarse solo. «Don Andrés», se dijo entonces, «me parece que no ha mentido. ¿Qué interés podría tener en hacerlo? Estoy seguro de que él no sabe quiénes son esos maniferros. Si lo supiese... Pero no. El sólo ha querido avisarme del peligro por seguir gozando a sus anchas de los favores de Timotea. Iré primero a verla a ella; después iré a ver a Henriquillo. Sé dónde vive, y será él, y no yo, quien reciba la sorpresa». Cruzó el estrado, pasó la puerta, salió al pasillo y, sin prisas, se dirigió a su alcoba. Ya en ella, se fue hasta el arcón, lo abrió, tomó una pistola enorme, la cargó de pólvora y municiones, la dejó lista para disparar, abrió las agujetas de su jubón y la escondió bajo sus ropas; después, volvió a aliñarse, cruzose sobre el pecho el tahalí con su tizona, salió de la habitación, bajó las escaleras, llegó al zaguán y, ya en la calle, se embozó como sólo saben hacerlo los malandrines que persiguen fama de valientes entre las sombras de la noche. Llovía en Madrid, y don Alonso agachó la cabeza al sentir que las gruesas gotas de lluvia   —269→   golpeaban con fuerza las anchas alas de su chambergo de plumas. Las calles estaban desiertas, y, a lo lejos, el diplomático escuchó el grito de un niño que pedía auxilio con desesperación. «Nadie escapa en España a la desgracia», se dijo entonces. «A todos nos pone cerco desde que nacemos. Es fatal». Volviose a escuchar el grito, y se detuvo. Era verdaderamente desgarrador. Sintió una congoja que le subía desde el pecho por la garganta y le alcanzaba la boca dejándole en ella un sabor áspero y acre, como de acíbar, pero siguió caminando, pegándose a las paredes y evitando las canaletas que descargaban el agua de goteras sobre las calles empedradas. El agua corría por las calles y se precipitaba en torrenteras, metiéndose en los portales de las casas. Diluviaba. Se arrepintió de haber salido a cuerpo gentil, de no haber llamado a su cochero para que lo llevara a su destino, seco y limpio, como a él le gustaba aparecer en las casas de sus amistades, dando siempre la impresión del caballero elegante y refinado que era, esa impresión a la que, por su cargo, por la gran experiencia del mundo que tenía acumulada, veíase obligado y a la que no quería renunciar y a la que no renunciaría por nada de este mundo. Pero no, no había sido posible en esta ocasión. Tenía demasiada prisa para esperar. Ahora él, don Alonso López de Verona, gentilhombre de la real casa, hidalgo y caballero, veíase obligado a recorrer las calles bajo la lluvia como podría hacerlo cualquier ganapán, expuesto a la cuchillada trapera, al ataque artero de cuantos ladrones y matasietes recorrían en ese momento las calles de Madrid a la espera del incauto que se pusiera en sus manos. Caminaba deprisa, y ya hacía mucho que había dejado de escuchar el grito desesperado del niño que pedía auxilio. En la calle tan sólo estaba él. O lo imaginaba, pues la lluvia era tan fuerte y tupida, tan densa y pertinaz, que no le permitía ver más allá de sus narices y tan sólo podía estar seguro de lo que veía y escuchaba en el estrecho círculo que, en cada momento, creaba su cuerpo al moverse entre las aguas, enmedio de la calle, chapoteando en ellas, navegando en ese mar en el que se estaba convirtiendo la villa. Atravesó casi a ciegas la plaza Mayor y, por la calle Nueva, salió al cobertizo de San Miguel, para torcer hacia la calle del mismo nombre y bajar hasta la plazuela del Cordón, que era donde su querida prima tenía puesta su casa desde hacía más de diez años, a pocos pasos de la plazuela de la Villa, «en el corazón mismo de Madrid, como quien dice», según repetía con su gracioso dejo de andaluza doña Timotea. Bajo la torre de la iglesia de San Miguel escuchó los pasos por primera vez; después, se hicieron más fuertes y, antes de que llegara a la de San Justo, sentíalos detrás de sí, pisándole los talones. No quiso voltear su cabeza por no presentar a quienes lo seguían visajes de acobardado y tampoco apresuró el paso por tres cuartos de lo mismo. Tal vez vinieran siguiéndolo desde mucho antes. El caballero confiaba en que no habrían de   —270→   atacarlo a la luz del día y con testigos, mas las calles estaban desiertas y la lluvia dejaba caer sobre la villa un denso velo de penumbra. Al torcer desde la iglesia de San Justo hacia la plazuela del Cordón apresuró el paso. Faltábale poco para llegar. Sólo necesitaba atravesar la plazuela, llegarse a la puerta de la casa de su prima, golpear con fuerza el aldabón y esperar que los criados bajaran a abrirle. Entonces se sentiría a salvo. Sólo entonces.

La distancia era corta, mas a don Alonso parecíale que nunca habría de cubrirla. Sentía que la respiración de los tres hombres (había ya adivinado, por sus pasos, el número de sus perseguidores) golpeaba, con su vaho caliente y húmedo, la parte de su cuello que quedaba al descubierto. En medio de la plazuela, se volvió de pronto. Los tres hombres se detuvieron también. Dos de ellos empuñaban ya las espadas desnudas y el tercero blandía un garrote de proporciones descomunales. Los tres se repecharon, y el diplomático aprovechó su sorpresa para desenvainar. En medio de la lluvia, se inició la riña. El caballero gritaba ayuda al tiempo que paraba, con fortuna, las feroces cuchilladas que los matones le enviaban. Desde una de las ventanas que se abrieron a la lluvia llegó la voz de un hombre que preguntaba a gritos qué estaba pasando abajo, en la plazuela. Le respondió una jovencita que estaban matando a un hombre y que llamara a la justicia. Todo lo escuchaba don Alonso como entre sueños, puestos sus cinco sentidos en la reyerta y tratando de detener garrotazos y cuchilladas. De pronto, todo se derrumbó. Sintió un fuerte dolor en la nuca, los gritos de las mujeres que, desde sus ventanas, llamaban a la justicia y unos pasos que corrían apresuradamente hacia alguna parte que él desconocía, tal vez hacia la plazuela de la villa. Cayó de espaldas al suelo el caballero y volvió a golpearse la cabeza. Bajo la lluvia, antes de cerrar sus ojos, don Alonso sintió por vez primera la mirada escrutadora y fría de Putaparió. Aquel rostro sucio y sin afeitar parecía hecho de tierra, y sólo en sus ojos, pozos oscuros como la noche, se adivinaba la vida. Don Alonso no conocía aún a quien se había asomado a su mirada. Nunca habría de olvidar aquel rostro, sin embargo.