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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Las puras aguas de limar gozando


Cuando el 25 de agosto de 1689, día de san Luis rey de Francia, llegó a la Ciudad de los Reyes don Andrés Espinosa de los Monteros y la Riva, miembro del protomedicato de Arequipa, la garúa caía con pausa, embarrando los techos planos de sus casonas. Cabe las murallas de la ciudad, las humildes higuerillas se esforzaban en su lucha por la supervivencia. Putillas y guardacaballos revoloteaban entre sus ramas y los gallinazos escondían sus cabezas bajo sus alas en la cima del arco de Luis Martínez para protegerse de las humedades de la mañana. Las carrozas pintadas de las beatas madrugadoras salpicaban las capas y los calzones de quienes se aventuraban a pie por las calles embarradas, y los perros callejeros, con las mataduras mojadas, arrimábanse a las paredes de las casonas por mor de encontrar en ellas el calor que bajo la garúa les faltaba. Traíase el facultativo una mula parda y empinada, de orejas gachas y mirar esquivo, la que comprara en la misma Arequipa cuando la abandonó, y un caballejo bayo sobre el que le soplaban los mismos aires que a un Carlomagno. Cargaba en la primera dos petacas ajustadas con una cincha, matalotaje más bien escaso que comprendía la muda de dos trajes, tres camisas, paños de tafetán colorado, pocos libros (los necesarios), pañuelos de hilo, sus lancetas y otros instrumentos de físico, muchos papeles, medias calzas para el uso de todos los días y unas bolsas preñadas de peluconas de las que no se habría apartado por nada de este mundo. En ellas tenía puestas sus esperanzas.

Decíase en Arequipa que era don Andrés un hombre rico y que en su casa guardaba, producto de muchas punzadas, jeringazos y lavativas, un verdadero tesoro en monedas de oro y plata. Sus propios amigos teníanlo por tal, y hasta don Alonso López de Verona, que pasaba a ojos de un pobre hidalgo norteño como don Íñigo Ortiz de Cellorigo por un Guzmán de Andalucía, reconocía tener motivos más que sobrados para envidiar su fortuna. Solterón empedernido y nada amigo de lances y de aventuras amorosas, don Andrés era, además, parco en el comer, ajustado en el beber y discreto en todo, que, aunque vestía con una elegancia más que mediada y hacía gasto diario de lanillas y terciopelos en sus jubones, hacíalos a estos durar tanto y de tal manera que su sastre más iba a verlo porque le recetara jarabes de hierbas para sus empachos de morcilla que por tomar las medidas a sus calzones. Y, así, con pocos gastos   —272→   y abundantes ingresos, medraba el galeno, que otros muchos de su oficio se veían en estos reinos cargados de hijos y obligaciones y forzados por sus mujeres a ocultar roturas y cuchilladas en sus ropas so capa de dignidad.

Acompañábalo un indiecillo joven que llevaba muchos años a su servicio y al que el médico había criado como a su hijo desde que lo recogiera de una colla del Titicaca que muriera en sus manos a los pocos días de parirlo. Llamábase Juan el indiecillo, que es en todas partes nombre socorrido, y durante los años de su infancia, hasta los quince bien cumplidos, no conoció más obligaciones para con su protector que comer a sus anchas y a dos carrillos, subir a los árboles cargados de frutas, jugar en los jardines y plazuelas, cazar pajarillos en los arcabucos y huertas del Chili, correr por los pasillos de la casa y, en la noche, a la luz de un candil, recitar de corrido a don Andrés las lecciones de doctrina cristiana a las que su edad le obligaba, aprendidas en un catecismo ajado del padre Astete. Don Andrés paladeaba entonces una copita de cordial, apuraba un cigarro y, observando cómo flotaban en la estancia las volutas de humo hasta perderse en los rincones oscuros, admiraba los avances de su pupilo y se regocijaba en su fuero interno por haberlo tomado bajo su protección. «Hay muchos como él que se perderán en las minas», se lamentaba. Algunos afirmaban que era su hijo y que, tras una crianza tan regalada, habíalo puesto a su servicio por acallar las voces de las damas mistianas, famosas por sus chismes y cotorreos. El muchacho sólo miraba por su amo y atendía sus menores deseos, que éste era otro de los motivos de envidia que, ante el galeno, podían exhibir no pocos de sus vecinos. Juanillo, puesto sobre el matalotaje que la mula cargaba, con los pies para afuera y clavándole sus calcañares en las ancas, andaba ya por los veinte años y tenía las carnes magras y bien dispuestas, la estatura mediana y unos ojos negros que, aunque rasgados, miraban siempre de frente y con nobleza. Guardaba el secreto deseo de ser médico y, como era de natural despierto y aprendía sin dificultad, jamás perdía la esperanza de alcanzarlo. Con una varita corta en sus manos enderezaba los pasos del animal entre los barros, pegándole quedo en las orejas. Hacían ambos una hermosa estampa de viajeros cuando, viniendo por la calle de Mantas, hicieron su ingreso en la plaza Mayor y se metieron de lleno en el Gato, junto a la fuente, entre cholas huertanas y negras mandingas, de las que iban a hacer las compras en la mañana. En las torres de la catedral daban las nueve.

Antes de entrar en Lima, habían pasado unos días en Lurín disfrutando de la frescura de sus huertas y de la compañía de un antiguo amigo de don Andrés que, metido a chacarero en los últimos años de su vida, habíase ya olvidado de que en otro tiempo fuera un cortesano de campanillas. «Entonces   —273→   Lima era», decía éste en sus ratos de nostalgia, que le venía por rachas y volvía a irse como la paraca de los arenales, «como la cantara Pedro de Oña, ciudad de soberbia, fausto y pompa, mas hoy, tan amenazada por piratas y terremotos, más vale que nos alejemos de sus cantos de sirena y que, en la soledad de estos campos, gocemos de la paz que el señor, tan generoso, nos entrega». Durante los tres días que anduvieron juntos no hablaron de las razones que don Andrés tuviera para alejarse de Arequipa, y sólo al tercero, cuando Juan, con otros chicos de su edad que vivían en la finca, anunció que quería irse hasta la playa de Conchán por ver si traía algún pescado para la cena, el chacarero arrastró de un brazo a su amigo hasta un cuartito de aperos anejo a la casa y le preguntó de frente, sin que mediaran motivos para ello, por las razones de su huida.

-¿Y quién te dice que estoy huyendo? -preguntó, a su vez, el facultativo.

-Tu mirada. Te conozco hace más de veinte años.

-Hace casi diez que no me ves.

-A nuestra edad, nadie cambia lo suficiente. Cuenta si quieres y, si no, no te preocupes, que no he de forzarte.

Don Andrés le contó a su amigo las razones que creía tener para alejarse de la ciudad del Misti. El chacarero escuchó su historia hasta el final sin interrumpirle y, al anochecer, cuando las criadas levantaron los manteles sobre los que, en compañía de doña Mencía, su mujer, y sus dos hijos solteros, dos mozallones robustos que gustaban más de las tareas del campo que de las exigencias académicas de la Universidad de San Marcos, habían despachado un cabrito asado, un azumbre de tinto y una canastilla de chirimoyas, pidió permiso a sus familiares y se llevó a su amigo por el pasillo de la casa hasta una puerta que, una vez abierta, daba paso a su oficina. Dos estantes largos y altos de madera rústica cubrían las paredes de libros en cuarto. Sobre una mesa grande forrada de cuero y tachonada de clavos descansaban otros y, junto al tintero, unos papeles emborronados denunciaban la afición de quien había huido de la corte por gozar a sus anchas de la paz que el campo le brindaba. El anfitrión encendió la vela que descansaba sobre la mesa. Don Andrés tomó asiento en una banqueta cabe la mesa de aquel despacho.

-Tú dirás, Álvaro.

-Ninguna tierra es mejor ni más engañosa que la que ahora pisamos -comenzó a decir éste-, y bien lo sabes tú, que eres médico y que conoces los   —274→   efectos del clima cálido y sin variaciones sobre el temple de los hombres y sus humores. La bondad del clima nos hace blandos, y, ya en los tiempos de don Felipe II, viose este rey obligado a prohibir el uso de coches y de carrozas en las Indias porque no olvidaran los españoles el ejercicio de la caballería, que tanto vale como el ejercicio de las armas, que todo es uno. Estas muy sabias medidas se olvidaron, y hoy van las cosas de tan mala manera que no hay ganapán crecido en estas tierras que no use de más boatos y protocolos que el emperador de la China, que, en tentando su bolsa repleta de peluconas, quien más, quien menos, dase de repente a presumir de linajudo y a levantar hasta las nubes la prosapia de sus abuelos. Tenemos más godos en media cuarta de tierra peruana que reyes pudieran criar las Asturias en los siglos pasados. De ello se deduce que en tierras como ésta nuestra soberbia española se acrecienta y que, como quienes créense grandes no habrán de hacer el trabajo de los chicos, que es el único que sustenta a las repúblicas, día ha de llegar en el que, pese a las riquezas de que disfrutan estas tierras por su naturaleza, todos abundemos en necesidades, carencias y hambres.

-Sigo atento tu discurso, pero no entiendo -le interrumpió don Andrés.

-Confieso que no es muy claro, pero a alguna parte quería llegar por este camino. ¡Ah! ¡Ya sé! Lo que quería decir es que el clima de Indias, especialmente el limeño, por no estar batido por tantos y tan encontrados vientos como el de España, cría humores malignos que afectan nuestro entendimiento y que, por esta causa, damos en tomar como verdadero todo aquello que, a ojos de los cuerdos, es notoriamente falso y que, así, vivimos las más de las veces de lo que imaginamos, que no es poca cosa, y que, dejándonos arrastrar por la fantasía...

-Pienso, Álvaro, que tu camino está torcido -volvió a cortar su discurso el médico, aludiendo esta vez a la confusión de ideas que lo zabucaba.

-Me olvidaré del clima. Sólo te diré que en mucho debe de haber obrado la fantasía en tu caso y que yo no me preocuparía demasiado de lo que viste, que don Martín hace muchos años que nos dejara y, aunque no faltan malsines que dicen haberlo visto por doquier y hasta hay quienes achacan a su fantasma cuantos crímenes se cometen en estas tierras, está muerto y bien muerto, que del lecho en el que duerme no hay quien pueda levantarse por su propio pie.

-Yo lo he visto en Arequipa, te lo aseguro.

-Conozco a quienes aseguran haberlo visto en Huánuco y hasta en Buenos Aires. En cierta ocasión me contaron que el mismo día en el que un   —275→   caballero principal de Lima lo veía en Cuzco, otro se topaba con él en el camino de Moche a escasas leguas de Trujillo.

-Uno de los dos podría estar equivocado.

-O los dos. Tú dices que lo viste una noche y que aquello te pareció producto de tu fantasía. Llevas razón. Me aseguras después que, al día siguiente, a plena luz del día, estando cuerdo y sin haber bebido, lo volviste a ver en una calle de Arequipa y que te siguió profiriendo amenazas y que, cuando le hiciste frente, se esfumó en el aire como una aparición. ¿No hubo testigos de este último hecho?

-Sí, los hubo.

-¿Y qué dijeron?

-Que ellos no habían visto a nadie y que les extrañaba que un hombre tan puesto en razón diera de gritos enmedio de la calle sin que le amenazara ningún peligro.

-De eso precisamente te estoy hablando. Reconoce que ambas apariciones fueron muy misteriosas, especialmente la primera, que más parece escena de teatro que de la vida real. Hay un auto sacramental... Mas no hablemos ahora de teatro. Debió de ser tu fantasía la que te jugó tan mala pasada después de tantos años.

-Pero no encuentro motivos para ello.

-Yo que tú me olvidaría y volvería sobre mis pasos.

-A Arequipa no vuelvo. Allí me espera -en el tono de voz de don Andrés apreciábase el terror.

-Pero, si es un fantasma, igual podrá esperarte en Lima.

-Tal vez no.

-¿Y por qué no habría de hacerlo?

-Lo ignoro. Te confieso que estoy confundido y que, aunque no he sido jamás cobarde, tengo ahora un miedo cerval...

-... que alimenta tu fantasía -le interrumpió su amigo.

-Es posible. He abandonado cuanto tenía: casa, hospital y una más que medrada posición...

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-Por nada, probablemente.

-No lo sé, pero te aseguro que ahora estoy más tranquilo. En Lima no habré de verlo.

-Pero si fue en Lima...

-Es una corazonada. Siguiendo esta corazonada, he abandonado a mis amigos sin despedirme de ellos. Ahora deben de imaginar que he enloquecido y se estarán preguntando por mi paradero. Lo mejor será que no sepan de mí en mucho tiempo. Confío en que nada les digas y espero que cumplas la palabra que me diste en la mañana.

-Soy un caballero, y no se ha de abrir mi boca para denunciar tu escondite.

-¿Escondite?

-¿De qué otro modo llamaré al lugar en el que vivas de ahora en adelante? ¿Crees que el fantasma de don Martín no habrá de dar con él? Lo llevas contigo. No te reconozco, amigo mío. Tú que siempre te habías reído de estas historias...

-Ya ves que no soy el mismo.

-Recobrarás la cordura.

-No estoy loco.

-Lo pareces.

-Bueno, dejémoslo en ese punto -dijo don Andrés y dio por concluida la entrevista.

-Como quieras. Tú sabes que, si alguna vez me necesitas, aquí me encontrarás. No has de caminar largo para encontrarme.

-Lo sé y te lo agradezco. ¡Oh Dios mío! -gritó el galeno, de pronto, sin poder contenerse- ¿Qué me ha ocurrido? ¿Por qué no puedo fijar mis ideas? ¿Por qué se agita mi pecho al pensar en estas cosas? -y se puso a llorar.

-Cálmate -su amigo se levantó y le pasó el brazo derecho por el hombro.

Mientras atravesaban el Gato, don Andrés rumiaba, arrepentido, las últimas palabras de la entrevista con su amigo. Pasando el portal de Botoneros, la mula en la que Juanito montaba con tanta galanura a punto estuvo de desbocarse   —277→   al verse azotada por un mataperro de pocos años que, como había aparecido de entre los tenderetes de las vendedoras de fruta, desapareció entre ellos, sin que ninguno de los dos acertara a tomar sus señas, que de éstas ninguna quedaba sino su pequeña estatura. Subieron por la calle de los Judíos y torcieron por la de la Carrera hacia la de Guadalupe, pues en la calle de la Buenaventura, frente a la ermita, encontrábase el destino final de los viajeros. En esta corta calle, que desembocaba en el campo, muy cerca de las murallas, abundaban los gallinazos, que, al amparo de una bien surtida chacarilla de frutales que se llegaba hasta los muros mismos del convento de monjas de Santa Catalina, iban y venían por sus acequias, empinábanse hasta las torres de las iglesias y estaban en todo atentos a que las criadas arrojaran en los corrales la sangraza y las vísceras de los carneros que sus amos apañaban en sus mesas de banquete. Al fin dieron con una casa de un solo piso, bien enjalbegada, con dos ventanas a la calle y un portalón de madera gruesa pintada de un verde sucio que dejaba descolgar una aldaba de bronce para que la tocaran las visitas. Juanito descabalgó de su acémila y se acercó a la puerta, golpeó tres veces la aldaba y esperó. La ermita de la Virgen de Guadalupe estaba abierta, y a ella acudían, trotando por la calle desde la de Huérfanos, algunas beatas viejas con sus libros de devoción y sus mantillas negras echadas en la cabeza. Una de ellas se los quedó mirando con curiosidad y, al cabo, moviendo con un gesto de desconcierto la cabeza, reanudó la marcha, que por su culpa había interrumpido, hacia la ermita. Juan no esperó mucho tiempo para que le abriera la puerta una negra grande y sucia que, con una vara sacudidora de colchones en la mano derecha, empuñándola a manera de rebenque, era la viva imagen de una carantamaula de procesión.

-¿Qué venís abuscando por esta casa, seor Quispejo? -le espetó de frente y sin preámbulos la tarasca.

-Dígale vuesa merced a su amo -respondió, con educación, el indiecillo- que en la puerta lo espera don Andrés Espinosa de los Monteros, amigo suyo, quien ha hecho un largo viaje desde Arequipa y está cansado.

La negra levantó la vista y, al ver a don Andrés, que aún se mantenía sobre su caballejo, entrose a la casa, cerrando la puerta y dejando a los viajeros como al principio. La garúa seguía cayendo y los gallinazos volaban hacia Cocharcas, planeando con elegancia sobre el noviciado y la huerta de los padres jesuitas. La puerta de Guadalupe estaba a esa hora todavía cerrada, y no pocos indios se amontonaban en ella esperando que la abrieran para salir a sus trabajos en las chacras que rodeaban la ciudad. Estaban algunos de ellos   —278→   acuclillados y los menos, de pie, con sus azadas descansando en el suelo. Los guardias de la suica portaban unas enormes partesanas con las que se hacían respetar por sus congéneres, que, en ese momento, ya empezaban a inquietarse y a murmurar por los bajines. Desde hacía más de una semana y por órdenes del cabildo, que así lo había dispuesto en ausencia del virrey, según les contó más tarde el amigo de don Andrés, esta puerta de Guadalupe, que daba al temido callejón de Matamandinga, sólo se abría cuando la mañana estaba ya bien entrada, aunque nadie acertaba con las razones de estas medidas, ya que no ocurría lo mismo con las demás puertas de la ciudad. La guardia nativa de la suica había sido reforzada con una compañía de alabarderos españoles. Al parecer, se temía el acoso de los piratas, y se esperaba por esta razón con impaciencia la llegada de don Melchor Portocarrero, conde de la Monclova, que sustituía como virrey al duque de la Palata.

-Hasta entonces, como siempre, reinará la inquietud y serán tantos los desórdenes que nadie podrá salir a la calle sin exponer su salud -contole a don Andrés su buen amigo, quien, tras haberlo recibido en la puerta, lo introdujo en su casa y lo llevó hasta la cocina, donde, en ese momento, borboteaba en la lumbre una cazuela-. ¿Me acompañarás en el almuerzo?

-Con gusto -le respondió el galeno.

Se volvieron a abrazar después de diez años de no verse, y Andrés Espinosa de los Monteros se sintió en aquella casa como en la suya.

-Ésta es la única pieza de la casa en la que se puede estar en este tiempo. Las habitaciones las abro en la noche, que, por no ocuparlas más que a esas horas, quedan mejor guardadas de la humedad.

La cocina daba a un patiecillo en cuyo centro se levantaban unos macizos de geranios rodeando el tronco de un jacarandá muy alto. El suelo estaba salpicado de florecillas moradas. Juanito y la negra estaban en la pieza que para sus huéspedes tenía dispuesta el anfitrión, pues, según dijera, no había mucho espacio en aquella casa, por lo que ambos se verían obligados a dormir en la misma alcoba. Los dos amigos conversaron de los tiempos que pasaran juntos en un mesón de la calle Matajudíos, cuando llegaron en el mismo velero desde España. Felipe Úbeda, talabartero de los buenos, habíase visto obligado a mudar su oficio por el de cerero, de cuyo gremio había sido alcalde y ahora era veedor, con fábrica y tienda en la calle de Olaortúa próximas al hospital para mareantes, entre los que siempre encontraba a sus mejores y más fieles compradores.

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-Yo ya soy casi un hombre de mar -le contaba con gracia a su amigo-, pues velas vendo y quienes con velas vienen velas me compran.

El médico y su criado pasaron con Felipe cerca de un mes y, a su término, don Andrés alquiló una casita de dos pisos en Pilitricas, frontera al mesón en el que pasara los primeros meses de su vida en Lima cuando llegó de España. Al mudarse, Felipe, que enviudara muchos años antes y cuyos hijos hacía ya varios que vivían lejos de él dedicados a sus asuntos y sus familias, veníase a diario a visitarlos y, como le cogía de paso hacia su casa, al decir del cerero, cerraba su tienda, se llegaba a la de un confitero de su calle, compraba bollitos de manteca, peladillas, confites, hojaldres, buñuelos u otras golosinas y se venía con ellas hasta Pilitricas, que siempre iban bien con el chocolate al que don Andrés, tan aficionado, lo invitaba. A veces, los acompañaba Juan, y, como el médico vivía como abandonado a su suerte y no ejercía su profesión, esperaba aquellas gratas veladas con impaciencia para matar de este modo el gusanillo del aburrimiento. La casita era limpia y bien dispuesta y, aunque pequeña y pobre, había sido decorada con tan buen gusto que Felipe sentíase en ella como en el palacio del virrey. Los amigos desgastaban su memoria en reconstruir los mejores momentos de su pasado. Algo, empero, venía dándole vueltas desde hacía tiempo a Felipe en su molondra. Hasta que, por fin, lo soltó.

-Quería preguntarte -le dijo una tarde, a casi diez meses de la mudanza- por qué te viniste de Arequipa, pues entiendo que en aquel lugar habías colmado tus ambiciones.

-Algún día te contaré -le respondió el facultativo.

Nunca más volvieron a hablar del asunto, pero Felipe notaba que en su amigo se producían a veces unos cambios de humor bastante curiosos. Unos días antes de la Navidad, las calles de la ciudad parecían hervir bajo los calores de diciembre. El cerero, que, pese al verano, veía cómo se incrementaban las ventas en esa temporada y hubo de quedarse más tiempo del calculado atendiendo el pedido de una señorona de la calle de la Amargura, pariente lejana de los condes de San Carlos, cerró tarde su establecimiento y, con los confites de siempre, llegose hasta la casa de su amigo. Cuando ingresó a la salita, lo vio paseándola de arriba abajo con ambas manos recogidas a la espalda, con la barbilla hundida en el pecho y dando tales zancadas y tan rápidas que Felipe, pese a no ser excesivamente perspicaz, dio en pensar que algo -y muy grave estaba pasando en ese momento por la cabeza del buen galeno. Juan habíalo hecho pasar al estrado sin dar primero aviso a su amo (tal vez lo hizo por   —280→   descuido, o por la confianza, que era mucha), y éste, al parecer, nada sabía de su visita. El cerero lo estuvo mirando con asombro durante cinco minutos, y lo que más le sorprendió fue que, aun cuando lo miraba al pasar a su lado, ninguna señal hacía de verlo y que sus ojos tenían el brillo de las ascuas de un brasero. Había en su rostro un rictus de dolor y desesperación que jamás antes le había visto, y las rápidas zancadas que daba de arriba abajo por el cuarto sin atender a su presencia más le parecieron los pasos feroces de un animal enjaulado que los de un hombre en sus cabales. Sólo se calmó cuando, vuelto el indiecillo sobre sus pasos, le tocó en el hombro y le anunció la presencia de su amigo. Tomaron, como cada tarde, chocolate y, como para desmentir las sospechas que se abrían paso en la cholla de su amigo, don Andrés estuvo aquella noche más ocurrente que nunca, que jamás antes lo había visto con mejor ánimo el buen cerero.

No habían aún pasado dos semanas de este incidente, cuando un día vínose don Andrés hasta su tienda muy agitado, se sentó en el banco reservado a los clientes de confianza y, más calmado, esperó a que su amigo despachara a una mestiza a la que atendía. Pese al calor, que era intenso, don Andrés tenía puesto un jubón muy viejo de paño negro y parecía temblar de frío de pies a cabeza. Salió la fámula con su recado de pabilos, llegaron más clientes, la tienda se llenó, y Felipe no pudo atender a su amigo como hubiese querido por hallarse en ese momento despachando solo, que el oficial y los dos ayudantes con los que contaba hallábanse en la trastienda preparando una mercadería urgente que el cerero esperaba despachar aquel mismo día con unos arrieros hacia Trujillo. En todo este tiempo, don Andrés tenía las vistas perdidas en el techo y, de vez en cuando, hacía tales muecas y visajes que movían a compasión a cuantos lo observaban. En más de una ocasión creyó Felipe que rompería a llorar y el buen hombre ya estaba pensando en adelantar el cierre de su tienda por atender con libertad los requerimientos de su amigo, cuando descubrió que había desaparecido sin despedirse. Salió a la puerta, examinó la calle de arriba abajo, llamó a uno de sus oficiales para que atendiera el establecimiento en su ausencia y se dispuso a buscarlo por la ciudad.

Celebrábanse entonces grandes festejos en honor del nuevo virrey, que, si bien habían pasado ya varios meses desde su llegada, aún quedaban, a costas del cabildo, unos juegos de cañas muy lucidos, una corrida de toros, los bailes de los negros chacareros y unas veladas en la universidad, donde los más adelantados entre los estudiantes habrían de demostrar ante el nuevo representante de su majestad don Carlos su habilidad de dialécticos y canonistas. Habían acudido de los pueblos cercanos muchos visitantes y no faltaban quienes, por   —281→   gozar de los festejos, habíanse desplazado hasta Lima desde Quito y hasta desde Buenos Aires. Un inmenso gentío cubría todas las calles y, hasta más allá de las murallas de la ciudad, en las chacras y en las alamedas que sombreaban las orillas del Rímac, podían verse caras nuevas deseosas de pasar los días «las puras aguas de Limar gozando», como lo escribiera (y describiera) el más grande de los mancos en su Canto de Caliope. Llevaban a estos lugares cazuelas llenas de las viandas más diversas y damajuanas de vino de lea y Surco que despachaban entre cantos y bailes, sonidos de chirimías y música de guitarrillas y de vihuelas. Unos negros libertos, pescadores de los Chorrillos y chacareros de los campos del Agustino, habíanse juntado entre sí y con un cajón a manera de tambor armaban en una pampilla cercana a la puerta de Barbones una trifulca de las de aúpa. Sumaban como cincuenta los hombres y mujeres de rompe y raja. Las cofrades jacarandinas meneaban con tales artes el coramvobis que, en levantándose las enaguas, no había coime al que no hubiera que pedirle a gritos «¡Vosted envaine!». El griterío era tremendo, y Felipe se alejó con prudencia del lugar, pues no estaba entonces la Magdalena para tafetanes.

Guiándose por su instinto, visitó todas las cuadrillas de malandrines y de viajeros (que en poco se diferenciaban, tal era el deseo que a todos arrastraba) y, al anochecer, con los ánimos en los pies y desesperando de hallar a su amigo, dio con su cuerpo en Pilitricas en los muros de una de cuyas casas, junto a la puerta de la suya, vio a don Andrés recostado y como sin vida. Hasta allí había llegado por sus propias fuerzas, y el cerero no sabía desde cuándo estaría en aquella condición de desmayado. Llamó dando de gritos a Juan, y el indio bajó las escaleras como un cohete para encontrarse de manos a boca con el espectáculo de su amo desmadejado en los brazos de su amigo. Subiéronle entre los dos (que harto trabajo tuvieron en hacerlo por las estrechas escaleras de aquella casa), lo acostaron y, tras una copita de cordial, que la bebió como entre sueños, volvió en sí el facultativo, miró a los dos y, sonriéndose con la cara beatífica de un arcángel agradecido, terminó por dormirse. Felipe, que, por buscar con sobresaltos, había desgastado sus genios, seguro ya de que su amigo se encontraba en las mejores manos, fuese a su casa a descansar y, al día siguiente muy de mañana, se acercó a la del médico a preguntar por su salud. Le abrió Juanillo y le hizo pasar, y, en la cocina, se encontró con un don Andrés totalmente repuesto, de excelente humor, que le invitó a que pasara con él unos momentos y tomaran juntos una colación de un caldo de choros que, en sus palabras, «podía resucitar a un muerto». Felipe se dio cuenta de que no recordaba lo del día anterior (así también se lo hizo saber Juan) y, como era prudente y más bien corto, decidió dejar el asunto para una ocasión más propicia. Se   —282→   despidió y, a la tarde, volvió con sus bollitos de manteca para agregarlos a la merienda de chocolate de don Andrés.

Así fueron pasando los días, y don Andrés parecía repuesto de sus achaques. A veces, sin embargo, cuando, tras una buena jícara de chocolate con bollos, pegaban la hebra o se echaban ambos una partida de naipes por apostar unas blancas a la polla, el médico quedábase como ensimismado y con la mirada perdida, trance del que salía apenas su amigo hacía el menor avance hacia el triunfo de las manos que se traía. Pasaron los meses y volvieron las garúas y con ellas también volvieron las mañanas neblinosas y sin colorido, las acequias azolvadas, los traspiés de las mulatas en las calles que suben hacia Maravillas, los barros y las frías humedades que calan hasta los huesos. Eran ya las vísperas de san Juan cuando el indiecillo, que hasta entonces había gozado de una salud envidiable y que, a sus veinte años, no había conocido jamás ni un estornudo, cayó en la cama con un romadizo y de ella nunca más volvió a levantarse por sus propios pies. No bastaron los pañitos de mostaza y las cataplasmas que don Andrés le recetara, ni los lancetazos que le aplicara en las partes más inflamadas, ni los rezos de la negra de Felipe, que, con el tiempo, había llegado a congeniar con el seor Quispejo, como ella lo llamaba, y que gastó una gran parte de su tiempo en llegarse hasta la iglesia de la Merced a poner velas encendidas en el altar de la Virgen. Tampoco bastaron las oraciones del Justo Juez, ni las de la Virgen de la Bola, tan eficaces en otros casos, y Juanillo se fue de esta vida contento de no sufrirla, pero triste por dejar en ella y sin remedio a su amo en las condiciones en que se hallaba. «Malos han de ser los días que se sucedan», decíale a Felipe cinco días antes de morir, vísperas de santa María Magdalena, «y no ha de haber sino vuesa merced para cuidarlo». Felipe le prometió que lo cuidaría, y, con esta promesa, el indiecillo se marchó de esta vida más contento que unas pascuas a las nueve de la mañana del día de santa Ana, madre de la Virgen.

La muerte de su Juan cambió todavía más el temperamento del galeno. Hízose más taciturno y, con frecuencia, caía en tales estados de melancolía que Felipe y su negraza se las veían y deseaban para arrancarlo de sus garras. Si hasta entonces había tenido sus puntas de descreído y escapaba de novenas y procesiones, hízose beato y no había triduo ni novena que se rezaran en las iglesias de Lima, ni aun en las ermitas de Guadalupe y Monserrate, a los que no acudiera. La negra de Felipe veníase a su casa cada mañana por atender sus necesidades y, ya en la tarde, después del chocolate, que nunca faltaba, volvíase a la de la calle Buenaventura en compañía de su amo. Cocinaba para ambos, pues el cerero, por mejor atender a su cuidado, hacía en casa de don Andrés sus   —283→   colaciones, que, además, veníale más cerca que la suya. Cierta noche de octubre, cuando ya habían pasado casi tres meses de la muerte de su criado, el médico le contó a Felipe la historia de Madre Sacramento y tanto y con tales palabras alabó las virtudes de la monja que al buen cerero, que, por su natural, era simple y de muy buenos sentimientos, le corrían las lágrimas por las mejillas como a un niño de la doctrina. En otra ocasión, unas semanas más tarde, le habló de don Martín, al que el cerero sí había conocido y al que tenía, como tantos por entonces lo tenían en Lima, por un demonio que, al anochecer y sediento de sangre, salía por calles y descampados a hacer de las suyas. Don Andrés le contó cómo aquel caballero había muerto en sus manos traspasado de cuchilladas y que, por no poder sufrir de él sus maldiciones y amenazas, lo dejó morir, que estaba más que seguro de que, de haberlo querido, aún estaría vivo.

-¿Te das cuenta -gritaba con los ojos desorbitados- de que fui yo quien lo mató? Ahora estoy pagando por el crimen que cometí. No pasa día sin que se me aparezca y me amenace, que bien sé que no podré escapar de sus garras y que no bastan a lograrlo las lágrimas que hasta ahora he derramado. Tampoco mis rezos, ni los favores que espero de Madre Sacramento, que, con ser muchos, aún más fuerte ha de ser la malignidad de este don Martín ayudado por todas las fuerzas del infierno. ¡Ay de mí!

Felipe trataba de consolarlo y, en su ingenuidad, citaba con libertad los evangelios, entresacando pasajes de los sermones por él escuchados en los púlpitos de las iglesias. «Las puertas del infierno no han de prevalecer contra ella», decía, por ejemplo, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo en ese momento. «Los santos», repetía también, «son más fuertes que los demonios, y, si la santa de la que me has hablado y que has conocido ha sido amiga tuya en esta vida, más ha de serlo en la otra, que en aquélla las virtudes se acentúan y se hacen, como quien dice, mejores y más claras, que en esto también existe mucha diferencia». No bastaban, empero, los consuelos de su amigo y, como al rato, volvía don Andrés a las andadas y se ponía a referir al buen cerero, como para convencerlo, la historia de don Martín.

-Era este caballero -decía aquella noche- de las mejores y más claras familias castellanas, emparentado con los Zúñiga y los Velasco y tan rico que pocos se han visto en el Perú que pudieran usar de mayores lujos, pues ni aun los mineros más ricos de Potosí podían comparársele. Dotado de una inteligencia poco frecuente, habíase formado con los mejores maestros y lumbreras y dominaba por igual las letras humanas y las divinas, que tanto podía disertar en   —284→   latín como en francés, y en nuestra lengua pocos le aventajaban en el uso elegante de la misma. A estas dotes extraordinarias añadía su bello porte, su estatura elevada, su fuerza hercúlea, la limpieza y proporciones de su rostro y un valor del que daba pruebas de continuo. Hase dicho de él que hombre tan perfecto jamás llegara a Indias desde que Gonzalo Pizarro pasara a estas tierras, mas, en tantas prendas no se solazan los dioses sin poner en ellas algo de maldad, que bien se ha dicho también que son las plantas más bellas las más ponzoñosas, y yo, después de conocer a don Martín, lo aseguro delante de quien quisiere contradecirme.

-Algún defecto físico tendría -interrumpió en este punto Felipe a su amigo-, pues, si mal no recuerdo, aunque estuve sólo dos veces en su presencia, su mirada, que, lo confieso, me impresionó, estorbaba los pensamientos ajenos y en sus ojos había como un torcimiento que lo hacía a los míos un poco bizco.

-Así es -continuó don Andrés-, que era su mirada atravesada y en ella se echaba de ver que escondía malas intenciones para todos. Tenía una palidez extrema y nunca nadie le vio salir de día de su casa, que hasta que caía el sol, él, como los murciélagos, se la pasaba encerrado. Algunos que conocí hace años aseguraban que era nictálope y que, en esto, se asemejaba a los gatos, de quienes se dice que pueden ver en la oscuridad mucho mejor que a la luz del día.

-Alguno he conocido yo que lo parecía.

-Yo, sólo a don Martín, para mi desgracia. Lo conocí cuando tú y yo nos separamos, conseguí el trabajo en el hospital de navegantes a cuyos pacientes tú surtes de velas para sus devociones y me enamoré, como recuerdas, de la hermosa hija de aquel escribano que terminó por deudas en los calabozos de la justicia y que, desesperado, dejó este mundo colgándose de un madero que a modo de viga cruzaba su celda. Yo era por entonces el hombre más feliz del mundo y, a no ser porque mi amante, tras lo ocurrido con su padre, diera en hundirse en la locura y terminara por perder por completo la razón, que no debía tener mucha cuando la perdió tan presto, seguiría siéndolo hasta la fecha.

-Casado y con muchos hijos, como yo los tuve.

-Así es, pero la divina providencia no lo quiso, y, por mis pecados, di aquellos días en tornarme taciturno y esquivo, en decir balandronadas y hasta en blasfemar, que a punto estuve de tener algún disgusto con los del Santo Oficio, que era ya fama en todo Lima que el doctor Espinosa se las daba de   —285→   ateo y descreído. Por aquel tiempo, del que hace casi veinte años, perdía mis noches en las tabernas y me entregaba frenético a los placeres del vino, en el que ahogaba, más que mi rabia, mi impotencia. Yo veía cómo mi amante adelgazaba ante mis ojos y enloquecía. Hubo un momento en que no me reconoció cuando fui a verla, y entonces puse fin al compromiso, pues teníale dada palabra de matrimonio, aunque bien sabe Dios que ni entonces ni ahora se extinguió por completo la llama de mi amor, que hasta hoy es su rescoldo el que me mantiene con vida.

-Me acuerdo de aquellos días. Eras tú tan desgraciado...

-Como hoy.

-Tal vez menos, querido amigo -se enterneció Felipe.

-Siempre he pensado, aun en los días felices de Arequipa, que alguna vez habría de pagar las locuras de entonces, que loco fui en embarcarme en aquellas aventuras por las que hoy pago con creces. En una de ellas me encontré con don Martín, y ese encuentro me marcó para siempre. Recuerdo el lugar y el día en el que sucedió. Era miércoles de corvillos, ya de noche, y estábamos en una venta de Malambo, donde ningún parroquiano lucía rastros del memento homo y todos seguían al filo de las carnestolendas. Don Martín hallábase solo en una mesa, y, aunque no pocos de los presentes mostraban por la Cuaresma menos respeto que un Arráez, sentíase en el ambiente cierta atmósfera de extraña piedad, que no otro era, por entonces, el que dominaba en la ciudad entera. Tenía el tal don Martín, colgada de su pecho, una gruesa cadena de oro con su crucifijo de lo mismo, que invitaba a los ladrones, mas podía echarse de ver entre los humos y juramentos de la taberna que todos (y en especial las mozas que atendían su mesa) lo respetaban y temían, pues en sus ojos, como tú has observado muy bien, brillaba una chispa de locura y de maldad que detenía al más valiente. Yo estaba ebrio, aunque ahora pienso que estaba loco, y sin medir las consecuencias, me fui hasta él, le hice una a manera de zalema y me senté sin esperar a que me invitara. Todos enmudecieron de repente, y, aunque salí bien librado de aquel trance, aún recuerdo la mirada de odio y de desprecio que me lanzara el caballero, que, al punto y sin decir palabra, tomó su capa y, con las mismas, desapareció de nuestra vista y se perdió en la noche.

-Pudo haberte agredido.

-Me dijeron que eso lo hacía con harta frecuencia y que, por tal razón, nadie se atrevía jamás a sentarse a su mesa. Era tan cruel en sus manifestaciones de violencia que, en cierta ocasión y sin mediar palabra, tomó del pescuezo   —286→   a un pobre sastre que atravesaba cerca de la mesa en la que se hallaba sentado y lo arrojó con todas sus fuerzas contra la pared, que, de no haber sido ésta de quincha y como fofa, quién sabe si no lo hubiese matado. Mi gesto no fue tomado por valiente, que, frente a él, los matasietes encogíanse como se encogen las gallinas cuando la raposa llega al corral. Había algo en este caballero que aterrorizaba, y se contaban tales cosas de su vida anterior que no cabe duda de que su fama de malvado estaba plenamente justificada.

-Ni la justicia osaba algo contra él, que tenía muy poderosos padrinos, además. ¿Cómo te atreviste a hacer semejante cosa? ¿No sabías lo que te podía ocurrir?

-Lo sabía; claro que lo sabía. En aquel tiempo, si no lo has olvidado, me gustaban las pruebas de valor y en ellas me ejercitaba. Sentía necesidad de hacerlo, quizá porque dudaba de mi valor. Provengo de una muy antigua familia castellana, y en las montañas de Burgos los Espinosa siempre fuimos tenidos por hombres de armas, profesión que, de no haber mediado mi cojera, habría abrazado con gusto, pues a ella se orientaba mi verdadera vocación. Lo hice conociendo el peligro al que me exponía, pero te confieso que no podía imaginar que un hombre pudiera esconder en su alma tanta maldad. Don Martín cultivaba su maldad con el mismo esmero que pone un santo al cultivar su virtud. Ejercía gran influencia en cuantos le rodeaban, y de él se desprendía un halo que a todos atraía. Era como un imán, y, aunque los más lo temían, no podían evitar acercarse a él, sentirlo cerca.

-Es la atracción del demonio -dijo Felipe, supersticioso.

-Creo que en él había una consciente voluntad del mal. ¿Te acuerdas de la vez en la que se asoció con unos bandoleros para asaltar los convoyes que se aventuraban hacia el puerto del Callao? De aquel tiempo se cuentan las más espantosas crueldades y los crímenes más horrendos. Recuerdo bien el de aquella dama llegada de Valparaíso a la que violó en presencia de sus familiares, obligando a su esposo y a sus hijos a presenciar tal infamia, para, más tarde, cortarle los senos con un cuchillo romo de cocina que, a tal propósito, llevaba consigo.

-¿Y no te acuerdas -preguntó Felipe- del fraile franciscano caído en sus garras y sometido a las artes de bujarrón de sus compañeros más perversos?

-Pero hasta estos le temían. En la venta de la que te hablo, sus compinches sentábanse en otra mesa y vigilaban sus ojos como el devoto vigila la   —287→   mirada del santo o de la virgen a los que se encomienda. De aquella aventura salí con bien y te confieso que no tuve miedo sino al final. De hecho, lo que yo estaba buscando era acercarme a él, pues sobre mí ejercía aún mayor influencia que sobre los demás y era, aunque esto te parezca una blasfemia, su más devoto adorador. Sospechaba que don Martín poseía un poder que a los demás nos estaba negado y yo pretendía participar de él.

-¡Qué locura! -exclamó el cerero, horrorizado.

Don Andrés enmudeció. La jícara de chocolate de Felipe habíase enfriado sobre la mesa. No acompañó a su amigo cuando éste, serenado por la confesión, se dispuso a despachar con buen apetito los bollitos de manteca que el cerero habíase traído para completar la merienda. Cuando Felipe salió con la mandinga hacia su casa, caminó en silencio y siguió paso a paso la senda conocida hasta la calle de la Buenaventura, olvidado de los perros callejeros que asomaban sus frías narices por las esquinas en busca de las basuras y desperdicios que flotaban en los arroyos. Su pensamiento estaba lejos. También el cerero había conocido a don Martín. Al llegar a la puerta de su casa, oyó un aullido lejano. La noche estaba oscura como boca de lobo, y Felipe, volviendo en sí, sintió un escalofrío.



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Campos de soledad


Sobre la mula, Escolástica Mi parecía congelada. Una amplia capa forrada de pieles cubríale el cuerpo y se descolgaba por sus piernas hasta casi tocar los cascos de su montura. El suelo seco ablandábase junto a los puquiales, donde patillos y yanavicos sumergían sus picos y emprendían cortos vuelos de charca en charca buscando alimento entre los totorales. Algunos riachuelos abríanse paso entre el ichu y las parvas sementeras de los indios. El viento mecía las cebadas, y las plantas de tarhui levantaban orgullosas su estatura vegetal. Los cerros lucían, festivos, los bellos colores de la quinua y la cañigua. En los bordes de los sembríos, algunos cactus se achaparraban hasta casi hundirse bajo la tierra, mostrando al ras del suelo los encendidos colores de sus florecillas. A lo lejos, una topilla de vicuñas levantaba en su trote el polvo de las alturas. Sobre la puna soplaba un viento helado que cortaba la respiración.

Volvían de Arequipa hacia los Collaguas. Escolástica Mi, arrebujada en sus pieles, no osaba asomar sus narices de la capucha que le cubría la cabeza. Endurecida por el hielo, la tierra parecía un cristal quebradizo. El sol de la mañana despertaba a las vizcachas, que mostraban, tímidas, sus bigotes entre las rocas por las que el camino se empinaba. Fermín Gorricho, con una varita de molle a manera de rebenque, fustigaba con rabia a las acémilas con juramentos de arriero. De vez en cuando, el navarro frenaba su cabalgadura y se lanzaba con furia sobre las mulas. Don Íñigo, con una sonrisa en los labios, observaba sus movimentos. «¡Dios!», gritaba, blasfemo, el mozallón, y una criada vieja que se traía consigo a Yanque el caballero se persignaba al escucharlo. Salvo las blasfemias del navarro, en la inmensidad de la puna no se escuchaba el menor sonido. Aun el viento helado que azotaba los rostros de los viajeros era silente en aquella soledad que amenazaba eternizarse. Sobre sus cabezas volaban halcones y gallinazos.

Cuando salieron de Yanque hacia Arequipa, la enorme meseta a la que ahora ascendían estaba nevada. Los apus tutelares de los indios habían extendido su manto helado sobre la puna, y los pastores de alpacas protegíanse con sus rebaños en las cuevas que, en la noche, habrían de servir también de refugio a los viajeros para evitar la muerte. Sobre el blanco sudario de la nieve apreciábanse al paso las huellas de los cuyes y las vizcachas, y en los puquiales congelados los yanavicos se esforzaban por quebrar con su largo y curvo pico la capa de hielo que los separaba de la vida. El mundo parecía muerto, y don   —289→   Íñigo hízole a su amante un comentario sobre lo feliz que fuera en su infancia jugando con la nieve. Entonces, aún deseaban pasar algunos días en la ciudad del Misti, olvidar el lento transcurrir del tiempo en las frías soledades de Yanque, disfrutar de la tibieza del clima arequipeño, del sol calentando las piedras de sus casas, pasear, aunque fuera de noche (era preciso mantener el secreto de sus amores), por sus calles, despertar desnudos en el enorme lecho que antes habíales servido de campo de batalla y reiniciar combates interrumpidos entre aquellas paredes de piedra que tan bien conocían sus cuchicheos. Habían soñado durante meses con el regreso, y a Íñigo movíalo sobre todo su deseo de volver a entrevistarse con fray Domingo de Silos de Santa Clara, en quien imaginaba que había algo escondido que el fraile se esforzaba en ocultar. Días antes de partir, había recibido una carta de fray Antonio que confirmaba sus sospechas, y su primo contábale en ella que recientemente había encontrado al franciscano por azar en casa de un comerciante de ambos conocido y que aquél, claramente turbado en su presencia, había forzado la despedida para librarse de un interrogatorio que debía, según le escribía el fraile de Azofra, juzgar desagradable. «Ignoro hasta qué punto es fray Domingo de Silos», seguía diciendo en su carta fray Antonio, «hombre de confianza de los Ubago, en especial de las dos profesas del convento de nuestra querida hermana, mas sospecho que algo muy oscuro oculta el fraile de Cirueña, que, de ser claro como la luz, ninguna razón tendría para esconderlo». Extendíase después la carta en consideraciones que el caballero juzgó, en aquel momento, extravagantes y que atribuyó al estado de ánimo tan perturbado por el que debía su primo de estar atravesando. «¡Se encuentra tan solo en celda tan estrecha!», pensaba para sí el señor de Cellorigo. «No es sana la vida del fraile, si no puede romper de una vez y para siempre con los lazos que lo atan a este mundo. Nuestra presencia en Arequipa sólo ha servido para poner de manifiesto su soledad».

Al día siguiente de su llegada a Arequipa mandó don Íñigo al navarro al convento de los dominicos con un billete para su primo. En él le decía que viniera a verlo cuanto antes y que dejara otros asuntos más urgentes por atenderlo. «Espero», le escribía, «que visitemos de nuevo a doña Encarnación de Ubago y que pongamos en claro las causas, tan oscuras para nosotros, que condujeron a nuestra hermana hasta su muerte. Sólo en ello pienso por ahora, que, habiendo perdido en tan pocos meses a mi querida Violante y a un tan apreciado amigo como Espinosa, no es mucho que pida a la Divina Providencia que arroje alguna luz sobre estos casos (cosa que espero que me conceda) y que me haga entender sus razones, si las tuviere». Leído el billete, fray Antonio de Tejada tomó el manteo y apuró su paso tras las largas zancadas del veterano.   —290→   Cuando llegaron a la casa, fue Escolástica quien abrió la puerta e hizo pasar al fraile hasta el estrado.

De regreso a Yanque, Escolástica recordaba muy bien aquel encuentro entre los primos. Don Íñigo esperaba impaciente a fray Antonio y, hasta unos pocos minutos antes de su llegada, habíalo visto pasear nervioso de un lado para otro con las manos recogidas a la espalda, como solía hacer cuando algún pensamiento molesto lo importunaba. Tenía una forma especial de levantar los pies del suelo en esos casos. En ocasiones, golpeaba con ellos los muebles sin darse cuenta y continuaba su carrera sin fin esquivando banquetas, alfombras, cortinas, mesas y sillas, como un niño que, jugando a la rayuela, tratara de alcanzar el cielo pisando tan sólo en los cuadrados del dibujo. Escolástica sabía que, cuando caminaba así, no veía a nadie y que se encontraba como encerrado en una burbuja de materia transparente y dura como el cristal que lo aislaba del mundo por completo. En esas ocasiones, ella se limitaba a observarlo, dejando que el caballero desgastara su furia y su energía en aquellos paseos interminables. Cuando vio entrar a fray Antonio, se detuvo, y ambos primos se confundieron en un abrazo. La esclava creyó ver (tal vez sólo imaginó) que, por las mejillas de su amante (tan curtidas), rodaba una lágrima. El cuerpecillo de fray Antonio se perdía en los brazos del caballero. Sin hacer ruido, Escolástica abandonó la habitación y pasó a la cocina. Jamás supo la angola lo que trataron los primos aquel día, pero podía imaginarlo.

Al día siguiente, muy de mañana, don Íñigo se levantó, tomó una ligera colación y salió a la calle sin avisar a nadie adónde iba. Hacia el mediodía regresó contrariado. Dejó su caballo al cuidado de Gorricho y se encerró por algunos minutos en su habitación. Después, más calmado, comió, como todos los días, en compañía del navarro y de la esclava, tomó una siesta muy ligera y volvió a salir. Era una tarde soleada y hermosa, y le dijo a Fermín que le encinchara el caballo, pues quería dar un paseo por la campiña. La angola observaba los afanes de su amo desde una ventana, sentada en una sillita de anea con la labor de ganchillo abandonada en sus faldas. Los pasos que don Íñigo daba por el empedrado del patio eran largos y apresurados, y Escolástica adivinó que el pensamiento del caballero estaba muy alejado de la casa. A la distancia, escuchábanse los gritos de unos rapazuelos que jugaban a la guerra con espaditas de palo. Cuando el navarro entró en el patio con el caballo ya enjaezado, trayéndolo de la brida, los chillidos infantiles alejábanse presurosos por la esquina de Mercaderes. Después, don Íñigo montó, el navarro le abrió el portón de la casa y el hidalgo y su montura se perdieron en la calle. Escolástica Mi volvió a sus labores con el corazón en vilo, esperando el retorno   —291→   de su amante. En su apuro, se pinchó un dedo, que se llevó a la boca con los ojos en blanco. En la calle sólo se escuchaban los cascos del animal golpeando con ritmo el empedrado. La guerra de los niños había terminado.

El corregidor de Collaguas tomó el camino del convento de San Francisco. El portero le informó de que fray Domingo de Silos no había vuelto todavía y de que, probablemente, no lo haría hasta la noche, «pues bien sabe vuesa merced que las cosas de nuestra santa religión no tienen horario y que son muchos los que precisan de nuestro consuelo a las horas más extrañas e inconvenientes». Viendo que poco o nada ganaría esperándolo en la portería del convento, don Íñigo decidió seguir su camino y pasearse por las riberas del Chili o por la campiña, como había dispuesto, para hacer tiempo hasta que el fraile de Cirueña volviera a recogerse en su celda. Hacer tiempo (o perderlo, como él prefería decir) era algo que le disgustaba, pero era evidente que no podía hacer otra cosa, y el caballero, pensándolo así, bajó por la calle de San Francisco hacia la de Santa Catalina con la intención de torcer por ella y, llegando a la de San Agustín, descender al río. Había muy poca gente en la calle, salvo algunos niños y unas cuantas mujeres que iban de un lado a otro, cargadas, como de costumbre, de enormes canastas de ropa para lavar, cántaros de agua sobre sus cabezas y cazuelas con viandas para los labradores de las chacras cercanas y los trabajadores de los obrajes que funcionaban en las afueras de Arequipa. Era el ir y venir de las mujeres hacendosas que a aquellas horas ocupaban la ciudad. El sol quemaba y hacía que brillaran los guijarros de las calles. Algunos pajarillos revoloteaban en los aleros, o se perdían, en raudo vuelo, en el azul del cielo abierto y limpio en el que algunas nubes algodonosas destacaban con su blancura de nieve. Entre aquellas mujeres hacendosas, no pocas se señalaban por su juventud y su belleza, por lo risueño de su gesto, por la garrida disposición de sus cuerpos, o por el cadencioso movimiento que sabían imprimir a sus caderas. El hidalgo las observaba desde lo alto de su montura. Al llegar a la plaza Mayor, se fijó en las lavanderas que bajaban por San Agustín hacia el río. Una de ellas cubríase la cabeza con una pañoleta de colores que ocultaba una cabellera rubia de la que sólo unas hebras de oro, libres y sueltas sobre su cara, brillaban al sol. Su caballo seguía el paso de la moza casi por instinto, y el señor de Cellorigo deleitábase en la contemplación de aquella belleza humilde y satisfecha de su condición.

Llegaron casi al mismo tiempo a la ribera. La moza dejó en el suelo la enorme canasta de ropa que hasta entonces había cargado sobre su cabeza, sacó de la misma la tabla de lavar, dispuso la ropa en pequeños montones y se inclinó sobre las aguas del Chili para iniciar su tarea. Formaba con otras un grupo bullicioso y alegre, y el señor corregidor se entretuvo en observar desde   —292→   su caballo la pantorrilla descubierta de la rubia lavandera. Eran sus carnes blancas y apretadas, como de marfil, y las curvas de su pantorrilla insinuaban goces de eternidad en sus partes más elevadas. Olía aquella tarde la ribera a espliego y azahares, y los chopos, dejándose mecer por un suave vientecillo llegado del sur, sugerían cantos de amor en los oídos del hidalgo. Las abejas revoloteaban entre los cercanos naranjos. Escuchábanse las risas cada vez más elevadas de las lavanderas, y don Íñigo supo que hablaban de él -y que de él se reían-, pues era el único hombre que, al parecer, había bajado aquella tarde a la ribera para gozar de tan maravillo so espectáculo. Su presencia allí no estaba justificada, y, como era evidente que no podría abordar a la rubia mientras permaneciera en el río con sus congéneres, el hidalgo decidió olvidarla y seguir su paseo por la campiña. El Chili abríase camino entre las chacras, y, siguiendo su curso, se fue alejando el hidalgo hacia una parte en la que el río se separaba de la ciudad y penetraba para siempre, zigzagueante, en la campiña. En ese lugar, a punto de alcanzar un puentecillo que cruzaba el Chili, columbró don Íñigo a un fraile que, jinete en su jumento, recorría la senda que, desde la calle de la Merced, desciende, por terreno pedregoso, hacia las chacras. Por el color de sus hábitos, pareciole de san Francisco. Si quería alcanzarlo, debía apresurarse.

Olvidándose de las lavanderas, espoleó su caballo. El fraile levantaba con su jumento nubes de polvo en el camino, y don Íñigo dedujo que el jinete tenía prisa por llegar a alguna parte, o por escapar de alguien, pues era claro que espoleaba su borrico con furia de fugitivo. El sendero abierto en la ribera se empinaba por los ribazos y cruzaba minúsculos bosquecillos de chopos y de sauces llorones, lo que ponía no pocas dificultades al paso de su caballo. Los cantos del río estorbábanle también su cabalgada. Antes de llegar al puente y tomar el camino por el que se perdía aquel franciscano, se vería obligado a trotar despacio, midiendo cuidadosamente cada paso y haciendo que su montura caracoleara allí donde él hubiese preferido que se lanzara al galope. Cuando llegó al puentecillo, la nube de polvo que levantaba el borrico se perdía a la distancia. Al atravesar el puente, miró hacia la parte alta del río, que acababa de abandonar. Las lavanderas se veían como pequeños puntos de color en el paisaje (ya no se escuchaban sus voces ni sus risas), y la ciudad levantaba las torres de sus iglesias bajo un cielo abierto cuyo sol hacía aún más blancas las albas paredes de sus casas enjalbegadas. Al fondo, entre los nevados de la cordillera, el Misti, majestuoso, arrojaba al viento sus fumarolas.

En las chacras, los campesinos atendían sus trabajos, mas don Íñigo no advertía su presencia, entregado, como se hallaba, al incesante galope de su caballo. Casi un cuarto de hora estuvo el caballero galopando tras el jumento.

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Al fin le dio alcance junto a un bosquecillo de molles, un arcabuco ruin con suelo de cascajo en el que crecían árboles y matorrales y bajo cuyas piedras hacían sus madrigueras las vizcachas. Había en el arcabuco un puquial de aguas limpísimas que nacía entre las rocas y al que el hidalgo había acudido con frecuencia con Violante antes de que su hermana ingresara en el convento. El manantial se hacía riachuelo e iba a descargar algunas varas más abajo, precipitándose por una pendiente desnuda, sus aguas en el Chili. Los campesinos lo llamaban Regajo Corto. Recordó estos paseos el hidalgo mientras descabalgaba ante el borrico del franciscano.

-¿Adónde va vuesa paternidad con tanta prisa?

Fray Domingo de Silos de Santa Clara observaba al caballero con un gesto de terror dibujado en su rostro.

-Supongo -continuó diciendo éste, aproximándose al jumento- que vuesa paternidad habrá recibido de los suyos noticia de mi visita y confieso que esperaba de su bondad que me la retribuyera.

En una chacra cercana, un campesino y dos mujeres arañaban la tierra con chaquitajllas. Llevaban unos a manera de sombreros puntiagudos para protegerse del sol, que declinaba. De vez en cuando, levantaban la vista del suelo y observaban los nubes, que ya empezaban a oscurecerse. El franciscano descabalgó de su jumento. Arequipa veíase a lo lejos blanca y brillante bajo los rayos del sol. El caballero hallábase de espaldas a la ciudad.

-Disculpará vuesa merced -comenzó diciendo fray Domingo de Silos que no haya atendido con presteza su reclamo, pero ha de saber el caballero que la vida del fraile encuéntrase con más frecuencia sometida a la voluntad de los otros que a la suya propia, pues es a los otros a quienes se debe y, entre ellos, a quienes más lo necesitan.

-Yo lo necesito -lo interrumpió en este punto el caballero, que adivinó adónde iría a parar tanta retórica.

-Pero no es el único, ni el más necesitado -le retrucó el fraile.

-Eso no podrá juzgarlo vuesa paternidad hasta que escuche lo que tengo que decirle.

-Sospecho de qué se trata.

-No lo dudo, y por ello, con más razón, aceptará que apremia mi necesidad.

  —294→  

-Paréceme el suyo un juicio apresurado.

-Tengo, lo confieso, muy poca paciencia, y no me gustaría que vuesa paternidad gastara lo que de ella me resta.

-¿Debo entender que me amenaza?

-Puede entenderlo como vuesa paternidad lo desee, que en estas soledades no he de cuidarme en desmentirlo.

-Expónese demasiado vuesa merced.

-También lo hace vuesa paternidad, que, de poder a poder, ha de poder más en estos campos la cruz de mi espada que la que descuelga del rosario de vuesa paternidad.

Diciendo esto, el caballero desenvainó. Fray Domingo de Silos dio un salto hacia atrás y, volteando las espaldas, se metió en el arcabuco. Fue un salto instintivo, de animal asustado, y el señor de Cellorigo adivinó en el gesto del franciscano que aquel mismo día habría de obtener su confesión. Tenía don Íñigo cierto reparo en perseguir al fraile con la espada desnuda y, viéndole emprender tan veloz carrera, guardó ésta y se lanzó en su persecución entre los molles y matorrales del bosquecillo. Fray Domingo de Silos parecía desesperado. Cuando don Íñigo lo alcanzó al fin, veíasele sudoroso y agitado, con el gesto del hombre que está a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Estaba despavorido. Habíase arrimado al tronco de un molle de regular tamaño y, deslizando por él sus espaldas, había terminado por dejar su cuerpo abandonado entre las piedras y los matojos. Hallábase ahora sentado en el suelo y respirando con dificultad.

-Y bien -dijo el caballero-, puede vuesa paternidad comenzar su relato.

-Pero ¿qué quiere saber vuesa merced?

-Todo.

-¿A qué se refiere con todo? -preguntó el fraile, tratando de levantarse. Tenía la voz quebrada por el miedo.

-Vuesa paternidad lo sabe.

-Ya le dije cuanto sabía cuando nos entrevistamos en el convento.

-Quiero saber más.

-¿Qué más?

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-Vuesa paternidad no me dijo -aquí hizo una estudiada pausa el caballero y sacó de su cinto una daga con la que se puso a repetir algunos juegos de manos de los que gustaba mucho hacer alarde- cómo entró por primera vez al convento, ni cuáles eran sus relaciones con las hermanas Ubago antes de ello. ¿No toma en cuenta vuesa paternidad la posibilidad de contarme su vida y sus aventuras para que nos conozcamos mejor?

-No tengo tiempo.

-Yo sí. Desde que murió mi hermana, tengo todo el tiempo del mundo para escucharlo. A nadie más que a vuesa paternidad quiero escuchar, y por el miedo que me demuestra creo que no estoy equivocado si pienso que son muchos y muy interesantes los asuntos que ambos nos traemos entre manos. Así que he de sentarme en esta piedra y, abriendo bien las orejas, oiré cuanto tenga que decirme.

El franciscano habíase ya levantado, y don Íñigo lo miraba desde la piedra en la que acababa de sentarse. Seguía con la daga en las manos, y su hoja relucía al sol como un espejo. Fray Domingo de Silos mantenía guardadas ambas manos en las anchas mangas de su hábito y movía nervioso el pie derecho como si tratara de escapar por última vez. En el bosquecillo se alargaban las sombras y un vientecillo suave refrescaba la tarde. Un gavilán planeó bajo, dio algunas vueltas sobre el arcabuco y se posó en la copa de un árbol cercano. Desde su altura, los observaba. Se estaba bien en aquellas soledades. El silencio cubríalo todo.

-Fuerza vuesa merced mi albedrío, y convendrá conmigo en lo falsa que puede ser una confesión en estas condiciones.

-La de vuesa paternidad no habrá de serlo, que no está bien que quien se dice padre y confesor use de malas artes en tal materia, pues pecaría doblemente. Dejémonos de prolegómenos y vayamos al grano, que es lo que interesa. Soy todo oídos.

-No sabría bien cómo iniciar lo que vuesa merced llama mi confesión, mas, viéndome forzado a hacerlo, quiero comenzar la misma diciéndole que, como ya habrá adivinado por mi nombre, soy de la tierra, que un nombre de pila como Domingo de Silos sólo en nuestra tierra podrá encontrarse. Nací en Cirueña, y mi madre, que era muy devota del santo de Cañas, quiso que llevara por siempre su nombre, por lo que, al profesar en la religión de san Francisco, no me lo cambié, como hacen otros, sino que lo retuve por mantener las ilusiones de mi santa madre.

  —296→  

-Corte vuesa paternidad, que la hace larga.

-Vuesa merced dijo que tendría tiempo para escucharme.

-Lo tengo para atender a cosas de más sustancia.

-Éstas habrán de serlo, se lo aseguro.

-Si nos olvidamos de nuestros nombres, que no hacen al caso ni a nadie importan.

-Olvidemos nombres que no vienen al caso. Contábale -continuó el franciscano- que nací en la tierra y añado ahora que me crié cerca de vuesa merced, en Cirueña, que es aldea que se encuentra entre Santo Domingo de la Calzada y San Millán de la Cogolla.

El fraile había recuperado su confianza.

-Conozco el pueblo. Abrevie vuesa paternidad.

-Un tío mío, al que vuesa merced no conoció, buen cazador y hermano de mi padre, entró en su juventud al servicio de don Gil, su abuelo de vuesa merced, quien, por un asunto del robo de un celemín de cebada que jamás se aclaró y del que lo culparon, lo echó de su casa de muy mala manera, viniendo a dar al servicio de don García de Ubago, a cuya familia fuele fiel hasta su muerte. Llamábase mi tío Nicolás, y recuerdo bien que era un hombre grande y fornido, callado y taciturno, tal vez por la humillación de que fuera objeto a causa de tan injusta acusación.

-Lo siento -se excusó el caballero.

-Más ha de sentirlo vuesa merced cuando conozca la historia con todos sus pelos y señales.

Murmuraban las aguas del Regajo Corto, y en las copas de los molles enfrentábase una bandada de cuculíes a picotazos. El campesino y las dos mujeres recogían sus chaquitajllas y, con ellas al hombro, iniciaban el camino de regreso hacia su casa. Escolástica imaginábase esta escena con el sol declinando. Don Íñigo habíasela contado entre las sábanas, y ahora, de regreso a Yanque, en la soledad de la fría puna, reconstruíala con la secreta esperanza de recuperar la tibieza del ambiente, el colorido de la campiña, el tono de los colores del ocaso y el murmullo de las aguas de los manantiales arequipeños. En sus ojos brillaban las aguas del Chili bajo los rayos del sol, y la angola imaginábase los álamos del río mecidos por el viento y las torres de las iglesias elevándose al cielo y hasta podía escuchar las risas de las lavanderas tendiendo   —297→   la ropa a secar junto a las piedras y matorrales y observar sus rostros reflejados en las aguas. Todo podía reconstruir en su imaginación de enamorada, pero se le escapaban las palabras. No acertaba con ellas. Carecían éstas de color y de forma, y jamás supo Escolástica qué cosas había tratado su amo aquella tarde con el franciscano de Cirueña. Volvíanse juntos a Yanque con el navarro y unos mitayos collaguas con las mantas echadas desde sus cabezas por amor al frío, y lo veía sobre su caballo, delante de la tropilla de mulas a las que el veterano arreaba con su tralla, erguido en aquellas soledades de ichu agostado y barrido por el viento. El sol se inclinaba hacia el ocaso. En unas pocas horas más, volverían a estar, juntos y confundidos en un abrazo, bajo las sábanas, y el tiempo caminaría a pasos lentos y medidos, silenciosos, para no importunar el dulce sueño de los enamorados. Hacia el poniente, una parvada de suris levantaba una polvareda que alcanzaba las nubes.



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ArribaAbajoCapítulo XXV

El sueño y la vigilia


Aquel rostro: los ojos, negros y profundos; la barba, crecida. En sus ojos, una chispa de vida. Estaba frente a él y le sonreía con malicia. El agua le mojaba las guedejas, le resbalaba por la cara y, penetrándole por el cuello, le empapaba la camisa. Veíalo inclinado, con la cara terrosa surcada por cientos de arrugas. El pelo, pajizo y sucio. Sentía que, en el pecho, un dolor profundo y puntiagudo, como el producido por una aguja que se le hubiese clavado entre los costillares, le impedía la respiración. No sentía las piernas. Ni los brazos. Tampoco podía pensar, pero sus ojos fijábanse ahora en el vuelo de una polilla diminuta que trataba de escapar del cerco de luz creado en torno a un pabilo encerado, un círculo fatal en el que el insecto habría finalmente de entregar su vida a las llamas. Empinábase el pabilo en una candileja de bronce y descansaba sobre una mesa grande y redonda de nogal. Oía las risas. Y los gritos. Una mujer, a la que no veía, llamaba con voz aguda a la justicia. Gritaba. Había un dejo de desesperación en su grito. Otra, lloraba. Entre gemidos y llantos, escuchó un disparo. Y otro. Y otro. Y otro. Después, hombres y mujeres que corrían hacia alguna parte, el ruido de las ventanas al cerrarse, el chapoteo de los pies en el agua y un trueno seco, retumbante. Junto a la candileja, la polilla seguía revoloteando de la oscuridad a la luz, mientras se dibujaban en la penumbra, en torno a la mesa, los rostros oscuros de quienes levantaban en medio del silencio sus carcajadas contemplando la aventura del pequeño animal alado incapaz de escapar a su destino. Las llamas se avivaban, y aparecían los escasos pelos rubios que quedaban sobre la calva de Andrés Sobrevilla, el comerciante de la calle de la Montera, la boca vacía de Henriquillo, oscura y profunda como una caverna de montaña, abierta ahora en un monstruoso bostezo que la deformaba aún más, la nariz roma de su criado Pedro, los ojos garzos de Timotea y la cascada de oro que ocultaba el rostro de Bibiana. Unos pocos dientes picados y negros bailaban en la boca abierta del soplaorejas al son de unas carcajadas que iban haciéndose cada vez más fuertes. Todos reían observando el vuelo de la polilla en el estrecho círculo de luz que se abría en la oscuridad de una estancia que él no podía reconocer, pero en la que adivinaba la otomana que Íñigo cubría con mantas indias en su casa de Arequipa y la mesa repleta hasta los bordes de copas y de botellas de cristal tallado sobre la que solía inclinarse reverente el hidalgo al hacer los preparativos de cada una de las sesiones de Nicéforos, y, en efecto, detrás del comerciante, con sus cuatro pelos rubios brillando en la penumbra, hallábase Hernán Vivanco, el boticario,   —299→   y, junto a él, don Andrés y don Íñigo, que también se inclinaban sobre las cabezas de los demás con los ojos bien abiertos para no perderse detalle de aquella aventura de la polilla que caía en el fuego entre alaridos de júbilo y maldiciones. Volvió los ojos en su torno y, sobre la otomana, descubrió ahora, en la misma estancia iluminada por el sol claro del mediodía, el cuerpo desnudo de una Bibiana sin rostro, con la cara cubierta por la cabellera rubia que le llegaba hasta el suelo y se extendía por el piso cubriendo los ladrillos rojos y las alfombras. Inclinado sobre él, de pie y con una casulla morada bordada en oro, encontrábase el teólogo de Salamanca con las manos extendidas en un Oremus que los asistentes a la misa susurraban piadosos, mientras se golpeaban el pecho y bajaban sus ojos al suelo, indignos de recibir aquel cuerpo que se levantaba con el sacerdote y llevaba su sexo hasta la boca de cada uno de sus devotos adoradores para que lo besaran con la unción eucarística de los comulgantes. Deseaba gritar, pero algo tenía en la garganta, pues no le salían los sonidos y no podía abrir la boca que le parecía como soldada en los dientes con argamasa. Todos se hallaban de rodillas, con las manos juntas en el pecho, la boca abierta y la lengua en disposición de recibir el pan de la vida, la vida hecha carne, la carne apretada y dura de Bibiana, que se abría paso entre ellos y que caminaba sola entre las bancas vacías de aquella iglesia iluminada por el sol, como una virgen recién bajada de los cielos, entre las nubes y el humo de los incensarios que, a su paso, movían con ritmo los monaguillos que, con sus sobrepellices almidonadas, esperábanla formados, como hombres de milicia, en los altares laterales en los que las beatas, con las cuentas de los rosarios entre sus dedos, seguían las avemarías y repetían con devoción las letanías que, de niño, habíase aprendido de memoria. Las imágenes de los retablos se reían. Un san Ignacio de Loyola bailaba al compás de una zarabanda escandalosa, y la Dolorosa, con el corazón sangrante transido de puñales, lo acompañaba con los brazos en alto y las manos extendidas para iniciar la zambra a la luz de la luna inexistente. Gritábanle sus adoradores obscenidades al paso, y los monaguillos, con palmas repetidas, las coreaban entre risas. Los más osados exhibían su rijo, y las beatas gritaban al ver los gestos de los sacerdotes que, con capas y báculos, como si fuesen obispos con sus mitras, acompañaban a la diosa rubia, a la Afrodita asturiana, y seguían sus rezos vespertinos entre carcajadas cada vez más fuertes, sonoras y retumbantes. Toda la iglesia se agrandaba, y en ella cabían ahora cientos y miles de personas, todas confundidas: alojeros de Madrid, rubicundos mozos de posta que conociera en Upsala, conductores de trineos, indios de las alturas de Arequipa, hombres y mujeres de caras sucias y planas, sin relieves, lavanderas y soldados, arrieros, curas, secretarios y matones, alcaldes de aldea y comediantes, niños y niñas de la   —300→   doctrina multiplicados, pícaros y robacapas, rabizas y putas de los más diversos pelajes conocidos y por conocer, cerdos y mulas arropadas con abrigos de piel de conejo y coronadas de margaritas: una multitud de personas de todas las clases, tamaños y naciones que se postraba ante la virgen desnuda que caminaba delante de todos mostrándoles las bondades de su cuerpo. La seguía y se elevaba con ella, atravesaba las nubes que, en el techo abierto de la iglesia, alcanzaban los cielos a los que ahora volvía a ascender la virgen, cubierta con la túnica de la pureza, inconfundible, y con el manto celeste de la bondad. No había nadie bajo sus pies. Estaban solos. Solos en el espacio infinito de un cielo deshabitado en el que el horizonte extendíase en todas las direcciones. La infinitud lo ahogaba y la sentía como una amenaza de eternidad. Quería gritar, pero seguía sin poder hacerlo. Algo se le pegaba en la garganta, y sus ojos sólo acertaban a ver ahora colores confusos que se mezclaban entre sí en el caos primigenio de una luz deslumbrante e impura, una luz preñada de colores, aterradora. Flotaba. Flotaba en el éter, sin fuerzas ni voluntad, dejándose llevar por un torbellino ventoso que lo arrastraba hacia algún lugar incógnito, quizá no menos terrible que el que abandonaba. Lo traicionaban sus sentidos, y el infinito preñado de colores tornábase blanco y se estrechaba. Podía ver ahora las paredes que se aproximaban a su cuerpo, como si tuvieran vida y quisieran aplastarlo. El techo y el suelo se juntaban, y él estaba solo, cercado entre los muros de aquel recinto que se movía como un animal asesino que despertara de un profundo letargo. Trataba, con todas sus fuerzas, de apartar de sí los muros que lo aprisionaban, pero sus manos se hundían en lo sólido y lo atravesaban como si las paredes estuvieran hechas de manteca de cerdo, de gelatina. Nadaba en una masa viscosa y sucia, y el barro de la alberca, negro y maloliente como el ciénago que se posa en el fondo de los pozos, se pegaba a sus carnes y le taponaba los poros. Estaba desnudo y se debatía con todas sus fuerzas en el fondo nigérrimo de aquel puteus, tratando de sacar su cabeza a la superficie para respirar, pero entre el ciénago de aquel pozo nadaban formas de vida tentaculares que él jamás había conocido y que abrazaban su cuerpo y lo retenían en el fondo, impidiéndole cualquier movimiento. De sus manos sólo podía mover los dedos, y cada vez con menos fuerza. Era prisionero de un monstruo que lo agarrotaba y retenía en el fondo de una ciénaga de la que no podía salir, y añoraba ahora el azul infinito de los horizontes que tanto habíanle aterrorizado cuando, con la diosa virgen, atravesaba los cielos. Deseaba que ella entrara en el tremedal y lo arrancara de aquella cárcel en la que yacían su cuerpo y su alma y trataba de gritar con el pensamiento, de dibujar un grito de socorro con los dedos que aún movía y que el cansancio o la muerte habrían, tarde o temprano, de inmovilizar para siempre. Un rayo de luz inundaba la   —301→   ciénaga e iluminaba el cenaco maloliente, en el que ahora se dibujaba un rostro humano y en el que aparecían a lo lejos, brillando con reflejos de malignidad infinita, dos ojos negros que se agrandaban y se acercaban hasta él, y, junto a los ojos, una nariz y una barba sin afeitar y una sonrisa y cientos y aun miles de arrugas surcando un rostro envilecido y turbio, una cara del color de la tierra que iba haciéndose cada vez más nítida y en la que podía descubrir las facciones de quien se había inclinado sobre él cuando el agua de la lluvia le mojaba sus guedejas y, resbalándole por su cuello, en el que sentía ahora frío, le empapaba la camisa. Pero era mucho más que un rostro vulgar. Había algo de raposo en su gesto, mucho de zorruno en su sonrisa congelada. Unas manos ásperas lo atenazaban y unos dedos de acero se aferraban a su cuello, y eran las manos y los dedos del hombre de los ojos negros y el rostro sin afeitar que le estaba sonriendo. ¿O no le sonreía? Aquel gesto era para él indescifrable, pero de algo sí estaba seguro: aquel hombre era su verdugo. Aquella sonrisa estaba cargada de crueldad, y sabía que era el demonio de la guarda que le había sido asignado desde el principio de los tiempos. Teníalo ahora en sus manos, pero tampoco el demonio podía salir del fondo de aquella ciénaga en la que el lodo se hacía agua clara para que él pudiera ver su vida entera en imágenes cristalinas que se sucedían a velocidad de vértigo ante sus ojos. Veía a su madre, a su padre y a sus hermanos, y se veía a sí mismo, sentado ante el dómine que, amenazándolo con una varilla de mimbre que vibraba ante sus ojos, le ordenaba que declinara el singular de felix, adjetivo de una terminación, y que no se equivocara, porque, si no... La varilla caía una y otra vez sobre su mano desnuda hasta sacarle sangre, y sus padres, sentados en torno a la mesa camilla, sin hacerle caso, devotos del penitente de Belén, escuchaban de labios de fray Sebastián Peláez, de los monjes de Guadalupe, los pasajes más interesantes y crudos de la vida de Agustín contada por sí mismo en un pequeño libro de confesiones, o recreaban su imaginación en la despedida del santo y de su madre santa Mónica en Ostia, cuando ya el de Tagaste, convertido a la verdadera fe y abandonada la senda de Manes, disponíase a cumplir el destino sublime al que el cielo teníale desde siempre destinado, como a él lo tenía destinado a aquellos tormentos infernales que estaba sufriendo en el fondo de la alberca de la que sólo podía escapar con la ayuda del hombre que aún lo atenazaba con sus dedos de acero, duros y endurecidos en el yunque de la maldad. Dolíale el cuerpo, y se revolvía furioso entre las aguas, tratando de aliviar con ello el dolor que sentía en su cabeza, de la que le manaba la sangre empapando las alburas de los almohadones sobre los que la recostaba sin poder sostenerla con su cuello, flaco y debilitado por el esfuerzo. Veía una mano blanca y alhajada, mano de mujer que se la sostenía mientras otras, olorosas y tibias, envolvíansela en vendas del mismo   —302→   color y de la misma textura de las sábanas en las que su cuerpo desnudo descansaba. Sentía frío, y todo el cuerpo le temblaba. Tenía los ojos bien abiertos, y le dolían. Habían pasado de la luz a la sombra y de la oscuridad más profunda a la más viva y cegadora claridad y, ahora, en la penumbra, esforzábanse en distinguir las facciones de quienes sobre él se inclinaban y trataban entre ellos asuntos abstrusos e incomprensibles y se expresaban con palabras que escuchaba sin entender, ayes lastimeros, lamentos y llantos de mujeres enlutadas, acuclilladas en una esquina apartada de la alcoba como si esperaran su muerte. Y, entonces, entendió. Fue cuando vio a su prima doña Timotea, la de los ojos garzos, que se inclinaba sobre él y besaba su frente. Supo que algo grave le había sucedido, que estaba en manos de los médicos y que, de no responder a la cura para él dispuesta, podría morir en los brazos de quien se titulaba putana por afición y gozaba la vida a cada instante, como si cada segundo mereciera la pena de ser atesorado. Allí estaba ella y, junto a ella, el tendero de la calle de la Montera y dos hombres más que, por sus pecados, parecían ambos ministros de la justicia. Apartado de todos, hallábase Henriquillo con su manta echada sobre los hombros y mirando las punteras de sus alpargatas, como si algo le avergonzara. Necesitaba que lo dejaran solo. Quería pensar, reconstruir cuanto le había ocurrido hasta llegar a la alcoba de su prima, cuyos ojos, tan risueños de costumbre, parecíanle enturbiados por una nube que los empañaba y que amenazaba con convertirse en las lágrimas que habrían de rodarle por las mejillas y dar color a su rostro níveo, llenándolo de puntitos bermejos, de manchitas que habrían de afearlo sin remedio. «Los ojos de las mujeres son como fuentes», pensó sin saber por qué. Pero ¿por qué estaba con él el soplaorejas? ¿Cómo había llegado hasta la casa de su prima? ¿Quién lo había traído? No quería pensarlo. En el techo enjalbegado, junto a una de las negras vigas que lo cruzaban, observó una mancha semejante al rostro malencarado de un rufián. Allí estaba otra vez quien se había asomado a sus ojos en medio de la lluvia. Lo miraba sonriente. Estaba sobre él, y parecía como si quisiera hablarle, decirle algo a la oreja, algún secreto bien guardado que sólo a él habría de interesar. Abría, en efecto, la boca, y la cerraba otra vez. No decía nada, o lo decía en voz tan baja que él no lo escuchaba. El rufián movía los labios dibujando vocales y articulando consonantes inaudibles. Cerró los ojos con la intención de oírlo, pero no pudo. Se había quedado sordo. Sordo como las paredes de la habitación en la que estaba. Sordo a todo, excepto a su pulso, al que ahora, precipitado en loca carrera, sentíalo en todo el cuerpo: en sus sienes, donde golpeaba con fuerza nunca antes tan sentida, en su pecho, en sus piernas, que comenzaban a temblarle como en algunas noches de invierno le temblaban de niño antes de protegerse entre las sábanas, en sus   —303→   brazos, en sus manos, en sus riñones, en sus ojos, en su estómago... Sordo a todo, y el rostro del hombre, del demonio sucio y sin afeitar que lo atenazaba en el fondo de la charca, estaba ahí todavía, sonriéndole, silencioso frente a él. Hacia donde volviera la mirada lo encontraba. Y ahora, cuando se pusiera de pie, cuando no le temblaran las piernas y caminara con los pulsos templados, querría encontrarlo, a solas, en la calle, o en su habitación, en lo profundo del bosque lluvioso, o en el campo, entre los cerros, y, ya solos, frente a frente, hablarle, descifrar su secreto, o, si no podía, si el demonio que lo atenazaba y no le daba reposo seguía sin hablar, sin abrir su boca, transpasarlo con su espada de parte a parte, cortarle la cabeza y colgarla al cinto, como se dice que hacían los antiguos con las cabezas de sus enemigos. Sentía un odio profundo e irracional, odio que sólo podría superar cuando bebiera su sangre, quebrara sus huesos y cuarteara sus carnes con un cuchillo, como se hace con los cerdos. Odiaba el rostro de aquel rufián que se llegaba hasta él y se asomaba a sus ojos para atormentarlo. No sabía quién era, pero lo sabría cuando estuviera bien, fuera de las sábanas entre las que ahora se debatía, como se debaten las fieras entre los colmillos afilados de los mastines. Como el montero del tapiz de su cuarto, se llegaría al calvero abierto en el bosque y pondría cerco a su enemigo. Caminaría por el bosque y por el desierto y por las selvas tropicales hasta encontrarlo, lo buscaría por el mar y se perdería en las calles de Madrid, en las calles y en las plazas de todas las villas y ciudades del mundo hasta encontrarlo, cercarlo y acabarlo. El maldito rufián moriría a sus manos, y él se vería libre para siempre del horrible demonio que lo atenazaba y perseguía sin darle descanso ni tregua. Ahora era él el que sonreía observando en el techo de la alcoba el rostro de su enemigo. «Estás ahí», decía, «pero no lo estarás por mucho tiempo. Tu hora ha llegado, y, cuando mueras, Bibiana volverá y nunca más habré de perderla. Tu destino ha sido trazado. En una noche de lluvia, oscura y silenciosa, caeré sobre ti. Tú caminarás con descuido hacia tu casa, y te estaré esperando en el portal, como a mí me esperaban las brujas cuando era niño y soñaba que entraban a mi casa por las tramperas de los gatos, se llegaban a mi cama y me raptaban, llevándome por el aire a su aquelarre. Así será, y nunca sabrás quién traspasó tu corazón de una certera cuchillada. Borraré tu sonrisa para siempre». Y se veía caminando por el Prado y a Putaparió -ahora sabía que era él y jamás olvidaría las facciones del viejo y remendado coime envuelto en su pañosa y soportando las lluvias debajo de un chambergo ajado con sus puntas de bonete. Lo seguía. Subía por la carrera de San Jerónimo y torcía a mano derecha, a la calle de los Gitanos. Reconocía la casa. Había pasado en su portal tardes enteras pelando la pava con las vecinas y sabía la vida y milagros de cada uno de sus habitantes. El rufián echaba la vista atrás a   —304→   cada paso, como si temiera el peligro. Las miradas no evitan los peligros. Putaparió echaba su cabeza hacia atrás sin detenerse, y el caballero se escondía entre los árboles. La oscuridad y la lluvia lo protegían. Era la noche como la boca de un lobo. A lo lejos, rechinaban las ruedas de una carreta, y los cascos de una mula chapoteaban en los barros. La humedad calaba hasta los huesos, y él, embozado y con el chambergo sobre los ojos, se protegía del frío, de las desconfiadas miradas de su víctima y de los pasos de la justicia que, en la noche y por cuadrillas, hacía la ronda. En la villa y corte los vientos fríos del Guadarrama cortaban la respiración aquella noche. En la candileja se chamuscaba la polilla.



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ArribaAbajoCapítulo XXVI

Aromas de maldad


En los primeros días de julio, Lima es la ciudad más triste de la Tierra. Van cayendo lentamente sobre ella las garúas que empapan los arenales, ensucian sus calles y transforman los techos planos de sus casas en basurales malolientes. En los techos de barro de las casuchas de Malambo anidan los cuyes acurrucados en cajitas de madera guarnecidas de clavos y de herrumbre. Desde su ventana, don Andrés Espinosa observa el ir y venir de una mujeruca sobre los techos. Es vieja y echa su cuerpo hacia adelante. Lleva un atadito de alfalfa en sus manos. La mujer, con un echarpe negro sobre sus hombros, mira hacia la calle desde las alturas de su casa y, una vez que ha dejado el atadito a sus animales, vuelve a bajar a sus habitaciones por una escalera de palo. Don Andrés toma a sorbos cortos y medidos una infusión de hierbas con melaza. Huele a polvo y a humedades centenarias. Bajo su ventana, caminan presurosos los viandantes. Hacia la plaza Mayor, la catedral y Santo Domingo levantan sus torres entre la niebla. En silencio, la ciudad se despereza de un largo sueño.

Hay algo de animal en las ciudades. Tienen pulso. Respiran. La de Lima es la respiración de un animal aletargado. Su cielo, plomizo y bajo, niega a los limeños el azul de las alturas, la alegría de las claridades. Horizontal y sin pasiones, Lima es una ciudad de olores tenues y persistentes, descolorida como un tapiz desgastado por el tiempo. La rodea el desierto. Desde la sierra, las aguas descienden al valle en el que se asienta la ciudad, riegan sus chacras y decoran sus horizontes, pero el polvo que se levanta de los arenales y que todo lo inunda mata el brillo de sus colores. En ocasiones, el sol del estío logra superar la muralla de sus nubes y, en otras, aún más raras, éstas se precipitan en forma de lluvia. Cuando sucede, el animal despierta, los limeños aligeran el paso, las mujeres colorean sus mejillas y los niños cantan. La vida vuelve por algunos días, o algunas horas. Lo usual, empero, es el sueño, la modorra que produce la garúa, la tristeza de los días sin color, el barrillo fino y negro de sus calles, o las nubes de polvo que se va depositando sobre los techos, los muros, los muebles, las personas. Todo envejece.

Garúa. Impalpables gotas de agua caen sobre la ciudad. Hacia el mar, en la villa de Miraflores que fundara el conde de Nieva, se levantan las nieblas, y la suave brisa que llega del océano las arrastra hacia Lima entre los huertos. De la cocina de don Andrés Espinosa, junto al fogón, cuelgan unas ristras de   —306→   ajos y, lejos de las llamas, unos atadillos de chancaca. La negra que tiene a su servicio es joven y fuerte y se afana entre las ollas y las cazuelas. Limpia los choclos y muele sus granos en un batán de piedra. Echa unas rajas de leña al fuego. Sobre una mesa grande de madera hay cebollas y unos ajíes cortados por la mitad. La negra es silenciosa. El médico mira desde su ventana el ir y venir pausado de las beatas que se aventuran por las calles mojadas y solitarias hacia las iglesias. Las campanas llaman a misa. Las de la catedral están doblando. Mors stupebit et natura, cum resurget creatura, iudicanti responsura. Un jaco avanza con su jinete hacia Santo Domingo. Cojea. Un indio arrastra entre el barrillo formado por el polvo y las garúas unos ataditos de mantas llenos de papas puestos en una plataforma de palos de la que hala con toda su fuerza ayudándose de una soga. Va hacia el Gato. El mercado volverá a abrirse en la mañana. El doctor Espinosa conoce la rutina. Vienen en primer lugar los indios de las chacras con papas, habas, cebollas, caiguas, ajos, zapallos y coliflores; después, las negras huertanas cargadas de frutas. Los olores se confunden. Al olor pastoso y denso de las coles lo sustituyen los olores más penetrantes de los nabos y los más volátiles y tibios de guanábanas, limones, naranjas y chirimoyas. Más tarde, los aromas soleados de los plátanos y las uvas de Surco y la pampa del Agustino. Indios y negros van y vienen con la carga de sus atadillos. Algunos los llevan sobre sus hombros, inclinándose hacia el suelo; otros, en asnos increíblemente pequeños; los menos, como el indio que arrastra su tablón sin ruedas entre los barros, en plataformas trabajadas para ello. En el Gato se mezclan todos los olores conocidos. También, todos los colores. El resultado es caótico y extraño, colorido y tibio, y, cuando las beatas pasean sus mantillas por la plaza al salir de la primera misa de la catedral, ya toda la ciudad huele a comida. Los humos de los sahumerios se confunden con los del carbón y la manteca de cerdo. Las chicharroneras se apuestan en la esquina de la calle de los Judíos; las vendedoras de humitas y de tamales, en la de Mantas; las que preparan natillas y turrones al aire libre, en las mismas escaleras de la catedral. La vainilla, el chocolate, el caramelo y la algarrobina mezclan sus dulzuras aromáticas con los olores de la cebolla cocida, los ajos, los rábanos y los chicharrones de chancho. De las caballerizas del virrey se levanta, como una nube, el vaho espeso y tibio del estiércol. Para don Andrés todo esto es insufrible. En los días de calor, cuando tantas frutas y verduras se corrompen, el olor acre de las mixturas le produce náuseas.

Mientras sigue mirando por la ventana, piensa que durante su vida los olores siempre le han acompañado. Rescata su memoria con precisión situaciones olfativas, momentos de los que lo mejor que recuerda es su olor. El del pescado cocido en jugo de limones y aderezado con pedacitos de ají le hace   —307→   pensar en algunos momentos dichosos de intenso placer, recuerdos de mujeres; el de las caiguas cocidas rellenas y los tamales, en su ingreso en el protomedicato de Lima; el de los ajos, en el accidente de su cojera. Estos olores forman hitos importantes en su vida, se encadenan como las cuentas de un rosario. Aquel triste día fue el aroma de las rosas... ¡No! Jamás hay rosas en su casa. Los búcaros están vacíos, y, en su jardín, junto a la fuente, jazmines y lirios saturan el aire con sus aromas inconfundibles. Un floripondio de flores enormes y blancas, en forma de campana, crece al pie de sus balcones, y sus efluvios nocturnos le permiten dormir sin pesadillas. Lo embriagan. Sus pétalos son carnosos. Podrían masticarse. Los de las rosas... La sensación táctil es diferente. A don Andrés le gusta que sus dedos se deslicen por los pétalos del floripondio. Cuando lo hace, imagina que está acariciando un terciopelo. A veces, hasta sueña con una ensalada de floripondios. Se trata de una idea loca, y la desecha. Su razón le indica que las flores no han sido creadas para ello. ¿O sí? No lo sabe. Su ciencia no es suficiente para acertar en este misterio de los olores y los sabores. Sólo sabe que el olor de las rosas...

Allí está otra vez la vieja de los conejillos. Hace su vida en los techos. La negra le dice algo de la carne de cerdo con maní, ají panca y choclo molido, y él le responde que bueno, que como quiera, que está bien, que le da lo mismo. Al médico le gustan los chicharrones. Y los tamales. Le gusta el cerdo. El chancho asado, cocido, adobado, de cualquier manera. Siempre le ha gustado. La puerta de su habitación está abierta y se comunica con su criada por la escalera. Ella es algo sorda, y los gritos de la negra llegan a escucharse, a veces, hasta en la calle. La negra no vuelve a hablar de comida. «Cualquier cosa», piensa él. «Un buen chupe con su choclito, su huevo y su puñadito de habas. Mejor, a ver si mañana compra camarones». La vieja va y viene entre las jaulas. Hay demasiados cachivaches amontonados en ese techo, y, si fuera más listo, él conocería la historia de la vieja leyéndola en los trastos que ha ido abandonando, una historia escrita en el polvo amontonando en ellos a lo largo de los años. Don Andrés da en pensar que el hombre tiene el polvo amontonado en su alma y que debajo de esa costra barrosa y dura nos ocultamos para que nadie pueda reconocernos. Ni nosotros mismos. Las almas son muebles rotos y arrinconados, trastos viejos que se apolillan, cuando las dejan abandonadas a su suerte. Para evitarlo, es necesario que todos los días las limpiemos y pulamos con el celo que ponemos en limpiar los objetos que deseamos conservar. Algunos lo hacen. Piensan que el alma es su bien más preciado, y la pulen y repulen como si de la mejor joya se tratara. Eso hacía Violante. Y, de una manera diferente, don Martín, el asesino. Los verdaderos santos y los malvados se parecen: en todos ellos domina el aroma de las rosas.

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Tienen el valor de enfrentarse a Dios. El amor y el odio son las únicas armas de que disponen para hacerlo. No es sólo una ilusión. En los santos y en los demonios es una certeza. Lo hacen sabiendo a lo que se exponen. Lo arriesgan todo. Los que son simplemente buenos no arriesgan. Los mediocres y perversos, tampoco. O no arriesgan casi nada. Para ellos existe el perdón, y confiesan, compungidos, sus pecados para recibir la penitencia de manos del sacerdote. La religión está hecha a la medida de los mediocres. Para los diablos y los santos el consuelo de la religión no es suficiente. Ellos persiguen lo imposible, lo que nadie osa siquiera imaginar. Al hacerlo, se asemejan a ese dios que tratan de poseer, o destruir. Los demonios y los santos son fríos o calientes, nunca los tibios a los que el ángel de la iglesia de Laocidea anuncia que vomitará de su boca. Son elegidos, y en todos ellos hay grandeza, una grandeza que los acerca a la divinidad. Lucifer odia a su creador, pero, ante todo, espera sustituirlo, ser dios él mismo. Los santos no persiguen un fin tan sublime: sólo, desean participar de su poder e integrarse a él: pretenden poseerlo. Son los seres más ambiciosos de la creación. Tienen una clara idea de su valor y del valor de sus almas y saben que sólo con ellas podrán enfrentar a Dios, para integrarse a él, o para matarlo. Por eso pulen sus almas y las ejercitan en el bien o en el mal, sin dejar de hacerlo un solo segundo de su existencia. Así era aquella dulce Violante, la Madre Sacramento que conociera en Arequipa. Nada la distraía de su objetivo. Estaba siempre en su pensamiento. Y así, también, don Martín. Éste reptaba por las calles de Lima con el sigilo de la culebra que busca a su víctima para atacarla. Después del incidente de la taberna, don Andrés volvió a encontrarlo una noche estrellada a la puerta del palacio del virrey. Paseaba, galano, con una de sus amantes. El médico temblaba. El hidalgo, que notó su arrobo, se acercó a él y lo saludó con afecto. Espinosa respondió a su saludo y, durante días, sintiose dichoso por el gesto de deferencia en el trato que tan famoso caballero habíale deparado.

Una tarde de diciembre, don Martín se presentó en su casa. Se acercaban las fiestas de Navidad, y hacía calor. Don Andrés estaba en el jardín, echado en su hamaca, sin jubón y abanicándose. Sudaba. Un picaflor libaba en los azahares del naranjo que florecía junto a la fuente. La sombra espesa de la ponciana no era suficiente para aliviar sus sofocos, y la brisa que minutos antes llegaba del mar se había detenido. En el plomizo firmamento de Lima podían apreciarse leves jirones teñidos de azul. Tres horas más tarde, cuando el sol estuviere a punto de hundirse en el mar, los cerros arenosos de la pampa del Agustino se elevarían recortados en grises siluetas bajo ese mismo cielo teñido de lilas. Al galeno le gustaba el espectáculo, y, en ocasiones, por mejor gozar de sus encantos, subíase al techo de su casa para observarlo. Era un momento   —309→   mágico, un instante de felicidad silenciosa e intransferible. Cuando el sol, al fin, se hundía en el océano y la noche caía sobre la ciudad, el médico bajaba al estrado en el que un criado indígena que por entonces se hallaba a su servicio teníale dispuesto un sorbete de leche, vainilla y azúcar que lo refrescaba.

Don Martín venía precedido de un criado de su casa, vestido con una librea bermeja. Traía al cinto una espada, y, asomando su cabeza entre las agujetas de su jubón, observó el galeno la amenaza de una pistola. El caballero caminaba despacio, mas no dejaba por ello de ser su paso tan firme y decidido como de costumbre. Era don Martín de los que pisan fuerte, y esta sensación de poder hacíala aún más notoria su gigantesca estatura. La de maldad, su barba espesa y negra, que enmarcaba una sonrisa cargada de malas intenciones, y lo penetrante de su mirada. Afirmaban quienes le temían que, al mirar con ira, podía matar a sus enemigos. Era, sin duda, una exageración, mas había en aquellos ojos una chispa de maldad que ponía espanto. Pocos podían sostenerle la mirada. El médico lo sabía. Sabía que, como Medusa, el caballero contaba con el extraño poder de petrificar, y en ello asemejábase también a las serpientes, que se sirven de semejantes artificios para disponer mejor de sus presas. Quiso el galeno ponerse de pie, mas con un simple gesto de su mano detuvo el caballero su conato. Estaba junto a él y sonreía.

-De buena siesta goce el caballero, jinete en su hamaca -dijo don Martín a guisa de saludo.

-Buenas tardes le dé Dios, don Martín -respondió el galeno.

-Con, o sin él, habré de tenerlas. Mas no vengo a hablar de las buenas tardes, amigo mío, sino de nosotros.

-Vuesa merced dirá.

-Vengo a tomar del sabio consejo.

-Favor que me hace el caballero al tomarme por tal. Mas vuesa merced disculpe la indiscreción... ¿consejo ha dicho?

-Sí, por cierto, que he oído decir que tan buen consejero es don Andrés Espinosa de los Monteros que hasta las buenas monjas nazarenas se lo disputan. Demasiados requerimientos para un médico, según algunos me han asegurado.

-Mis consejos siempre se refieren a la salud del cuerpo. Lima es, como vuesa merced no ignora, una ciudad chismosa.

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-Por cierto. Dígalo vuesa merced, que ha de saberlo mejor que otros, pues visita a las familias importantes y en todas sus casas encuentra asiento. Debo añadir que la salud del cuerpo es la que importa, pues de la salvación d el alma cada quien habrá de ocuparse por la cuenta que le tiene.

-Y no somos los médicos quiénes para meternos en semejantes dibujos.

-Y aunque lo fueran.

-Así es. Pero vuesa merced dirá, que soy todo oídos.

-Algo me ha ocurrido en estos días que me ha hecho pensar que habrá de llevarme la parca en cualquier momento y sin aviso.

-Motivos ha de tener vuesa merced para pensarlo.

-Así es, que no son pocos mis pecados y muchos los agravios de los que querrían vengarse mis enemigos.

-Algo de eso tengo oído.

-Mas eso no me preocupa mucho, que a la idea de la muerte me he venido acostumbrando desde la infancia.

-¿Qué preocupa, entonces, al caballero?

-La posibilidad de que no exista el infierno.

-¿No le teme?

-¿Y por qué habría de temerle?

-Por los horribles tormentos a los que en él son sometidas las almas pecadoras.

-¿No cree vuesa merced que es un contrasentido el que las almas sufran torturas tales?

-No lo sé. No soy teólogo.

-Pero, según me han dicho, éste es un tema del que muchos han escuchado hablar, y con harta frecuencia, a vuesa merced.

-Antaño. No me gustaría que lo repitieran por ahí, que, si de joven fui imprudente, cuídome muy mucho de no repetir lo que podría ponerme en manos de...

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-No hay peligro. No he venido a juzgar su fe, que no es asunto que me concierna. Al contrario. Lo que deseo fervientemente es que vuesa merced juzgue la mía y que escuche cuanto le diga en confesión, que no a otro, ni a un sacerdote, podría elegir para que lo hiciera.

-No soy quién para juzgarlo.

-Tampoco lo son tantos clérigos de sotana, beneficiados, curas y capellanes, que tanto valen para mí como cualquiera, y en vuesa merced he encontrado a alguien que, al parecer, no teme al demonio.

Don Andrés lo miraba de hito en hito. El hidalgo, liberado de su capa, habíase sentado en una piedra que, a manera de poyo, se afirmaba contra un ceibo junto a la hamaca en la que don Andrés permanecía medio echado. La capa habíala recogido un criado de don Andrés que ahora cargaba un azafate de madera pintada al estilo cajamarquino con sorbetes de vino azucarado y pastas de canela. El criado de librea bermeja permanecía de pie, retirado algunos pasos. Las espinas del ceibo sobresalían sobre su costra verdosa, amenazadoras, y, aunque pulida y plana, la piedra no parecía el mejor banco que podría haber encontrado el hidalgo para descansar en aquel huerto. Don Martín parecía cómodo y del mejor talante pese a la amenaza de las espinas, y el médico juzgó que se estaba divirtiendo a su costa. ¿A qué venía, si no, todo aquel asunto de la confesión y del consejo que le solicitaba?

-Digamos -continuó su perorata el caballero- que el menor de mis pecados es no creer en Dios y el mayor, imaginar que toda la creación, incluyendo al hombre, constituye un absurdo. Mis robos, estupros y asesinatos carecen de importancia. He matado con frecuencia por placer, pero confieso a vuesa merced que un placer semejante deja de serlo al tercer asesinato. Ocurre como con el amor: que termina aburriéndonos. Sólo los tontos encuentran placer en la reiteración de los gestos. No es el placer lo que persigo. Al menos, no ahora. Lo perseguía antes, lo confieso, cuando era más joven. Ahora, no. Todos me temen, y ese temor, que en otros tiempos llegara a ser para mí fuente de satisfacciones inacabables, también ha dejado de serlo. No existe quien pueda de mostrar ni uno solo de mis crímenes, y cada uno de ellos, sin embargo, ha sido cometido para desafiar a ese Dios ante cuyos símbolos tan imperfectos se postran todos, atemorizados por el enorme poder que le suponen. Pues bien, yo creo que Dios no existe y que, de existir, no puede ser menos pobre, indefenso, ni desgraciado que cualquiera de nosotros. ¿Me entiende vuesa merced?

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-Trato de seguir el hilo de sus pensamientos.

-Me place, como dicen los italianos. Pero no. No me gusta. No me gusta, en realidad, que nadie me entienda. Me desagrada que los hombres puedan entender... Le confesaré algo a vuesa merced: nada, absolutamente nada me es tan terriblemente desagradable como el saber que pertenezco a una de las especies más despreciables de cuantas un creador enloquecido podría haber colocado sobre la Tierra. Toda mi vida no ha sido sino un grito de rebelión contra mi destino de hombre. Por eso desafío a mi creador. No por maldad. Por naturaleza, me siento más inclinado al bien y a la piedad que a otra cosa. En mí habita un espíritu bueno y misericordioso que me asusta. No imagina vuesa merced cómo debo esforzar mi voluntad para evitar desbarrancarme por el camino del amor y el sentimentalismo, ni en cuántas ocasiones he estado a punto de socorrer al desvalido, vestir al desnudo y alimentar al hambriento; pero, de haberlo hecho, entonces... Siempre, por fortuna, he podido resistir la tentación del bien.

-Tiene vuesa merced miedo de ser como los demás.

-No es eso. O sí. No lo sé. Creo que no entiendo el mundo sin Dios, pero que aún lo entiendo menos con él. ¿Qué es Dios? Un invento. Alguien lo creó y nos lo puso en este laberinto sin salida, porque este mundo es tan absurdo que, sin Dios, nadie podría explicárselo. Dios es, por esa razón, necesario. Nos hallamos encerrados y no podemos volar sobre nuestro mundo para saber dónde estamos. No hemos fabricado todavía unas alas que nos remonten sobre la realidad. Necesitamos a Dédalo para ello, un Dédalo nuevo y más sutil que aquel del que se habla en las leyendas griegas. Yo creo que puedo serlo. Estoy seguro de que podré remontarme sobre todo y de que descubriré el misterio. Cuando lo haya hecho, Dios ya no tendrá sentido y el hombre dejará de pensar en él y será, al fin, libre.

-Parece una locura.

-Y probablemente lo es. Hace ya muchos años que le desafío abiertamente. He cometido toda suerte de sacrilegios. He hecho cuanto estaba en mi mano para que se descubriera ante mí. He violado monjas, torturado niños hasta la muerte, robado en las iglesias, mentido y envidiado. He hecho cuanto podía para que Dios, cansado de mis crímenes, me castigara, pero aquí estoy. La justicia sospecha de mí, pero nada o poco puede hacer. Soy demasiado rico y poderoso, y todos me temen. Si Dios existiera y fuera realmente justo, no toleraría mis crímenes. Creo que soy la prueba viviente de su inexistencia.

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-Mucha soberbia hay en sus palabras, caballero.

-De ninguna manera, querido amigo. Ya he dicho a vuesa merced que sólo trato de probar a Dios con mis actos. No es el amor el que puede demostrar la existencia de Dios, sino el triunfo indiscutible del amor y de la justicia, y, en este mundo, no es el amor el que triunfa sobre el odio, ni la justicia sobre la iniquidad. Al contrario. Nunca antes, que se recuerde, ha vivido el hombre tan confundido como ahora. Jamás ha habido tantos malvados, rufianes, bandidos, desorejados, pícaros ni asesinos en las cortes, y, sin embargo, los representantes de Dios en la tierra, quienes se titulan sus vicarios, bendicen a los asesinos. Las madres dan a sus hijas en almoneda al mejor postor, y los maridos entregan a sus mujeres. Si realmente Dios existiera, mostraría su poder ante los hombres, castigaría a los malvados y confundiría a los que, en su nombre, bendicen los actos de los inicuos. Yo no soy peor que quienes medran con la sangre y el sudor de los inocentes y los condenan a la tortura de una vida carente de esperanzas. ¿No ha visto vuesa merced a los oidores, frailes, escribanos y encomenderos engordar a costa de quienes mueren a diario de hambre entre nosotros?

-Es, si me lo permite el caballero, idea por demás peregrina la que oigo. Sospecho que también es demasiado elemental y hasta simplona. Confieso que esperaba de la fama que acompaña a vuesa merced algo más elaborado y terrible, más espantoso y demoniaco, algo más próximo a la idea que yo humildemente habíame formado del mal y de las diversas formas en las que se encarna.

-Tal vez ello constituya una limitación a mis proyectos. Nos hemos formado ideas muy precisas al respecto y hemos creído que, así como pensamos que existe el bien absoluto, también deberá existir el mal absoluto. Dios y el diablo. Mas el bien tiene sus limitaciones, y el mal absoluto tampoco existe. Dios y el diablo desaparecen, y el mal y el bien se confunden en una mezcolanza de la que, con frecuencia, nos resulta difícil separarlos. Yo soy malo, pero no puedo ser todo lo malo que he pretendido ser a lo largo de estos años. Tampoco el santo es siempre bueno, y Dios, la suprema bondad, no puede ser Dios, ya que, para serlo, es preciso que integre cuanto existe, pues él es todo, o no es nada. Si integrara todo en sí y fuera todo, sin que nada pudiera quedar fuera de él, ni la mota de polvo más pequeña, todos nos veríamos en él integrados, seríamos parte de él, y la imperfección que en todos nosotros existe contaminaría su esencia. La infinita bondad y la perfección suma que atribuimos a Dios no existen, pero tampoco existe el mal absoluto. Yo pretendo demostrar con mis actos, que, si Dios no existe, cualquiera de nosotros, sea cual sea el   —314→   camino que elija para lograrlo, podrá aproximarse a la idea misma de la divinidad, de proponérselo.

-Pero eso es una blasfemia.

-Yo soy un blasfemo.

-Una locura.

-Soy un loco.

-¿Y mi consejo?

-Ya me lo ha dado. Pensaba matarlo, mas, al escucharme como lo ha hecho, me ha permitido entender que no basta con ejecutar el mal para lograr lo que pretendo. Lo que más importa en este caso es la voluntad de ser. Por este simple hecho, le perdono la vida a vuesa merced. Tal vez la forma más sutil del mal sea el perdón. Pues bien, yo le perdono a vuesa merced el haberme escuchado y el que conozca mis secretos.

-No entiendo -dijo, entre atemorizado y sorprendido, el dueño de la casa. Estaba sentado en la hamaca, con los pies en el suelo y observando de reojo al criado de la librea bermeja que, con su silencio, acompañaba a don Martín. Apoyado en el muro que separaba la casa de la calle, permanecía inmóvil y atento a cuanto acontecía a su alrededor.

-Tampoco importa -remató el caballero-. Necesitaba que alguien me escuchara. En ocasiones, resulta muy difícil de soportar la carga que me he echado sobre las espaldas. ¡Abur!

Y se fue. Tras él, a corta distancia, caminaba su criado. Sobre el azafate quedáronse los sorbetes y las pastas sin tocar, y don Andrés permaneció inmóvil, contemplando los árboles y escuchando el trinar de algunos pajarillos que, a esas horas, revoloteaban entre sus ramas. El sol habíase ocultado en el cielo gris, y la neblina que llegaba del mar amenazaba con posarse sobre los techos y las torres de la ciudad. En el poyo de piedra en el que don Martín habíase sentado reposaba aquella rosa cuya fragancia habría de recordar durante toda su vida.

Ahora, observando la ciudad desde su cuarto, vuelve a sentir el aroma del mal que lo obligara a salir de Lima hacía ya tantos años, tras la muerte violenta de quien habíase sentido capaz de retar a Dios y desplazarlo. Por el oriente, sobre las montañas, el sol hace inútiles intentos por romper el cerco que las nubes opónenle a sus rayos. «Omnia sol temperat», piensa, «pero mi corazón permanece helado desde el día en el que conocí el secreto del hidalgo   —315→   asesino». Bajo sus ojos, Lima bulle y sus habitantes se desplazan entre el barrillo negro que la garúa va dejando bajo sus pies. El médico siente frío y se aleja de la ventana. «Dame, Dorila, el vaso lleno de dulce vino, que con sólo ver la nieve...», recuerda, pero no es la contemplación del paisaje helado lo que puede tranquilizar su espíritu, ni el saber, como sabe, que la vida continúa. El médico siente un desasosiego que le impide pensar, una presión en el pecho que lo obliga a respirar hondo, a palparse los flancos y, a ratos, a golpearse los hombros, o a frotarse las sienes con fuerza, pues imagina, con terror, que la sangre que ahora corre por sus venas habrá de detenerse, y él no sabe, como sabía Madre Sacramento, qué hay más allá de esta vida sin sentido, de este tiempo que huye de nosotros irremediabile y que nos borra para siempre, sin que nada, sino aire vano, éter intangible, quede finalmente de lo que fuimos. Se sienta sobre la cama y se echa una frazadita sobre los hombros. Piensa en el día en que murió Violante, en las terribles dudas que lo invadieron entonces, en la tristeza que inundó su alma, en la muerte del indiecillo Juan, a quien él consideraba y quería como a un hijo, en los trabajos que se toma Felipe para animarlo, en las amistades abandonadas y perdidas, en lo inútil de sus esfuerzos por conocer los secretos del mundo, en la eternidad en la que no puede creer y en el dios en el que se empeña en creer a pesar de todo, y, mientras sigue pensando en estas cosas y los puestos del Gato comienzan a ser visitados por las primeras compradoras de la mañana, el médico se va recostando lentamente y quedándose dormido en la misma cama en la que minutos antes se ha sentado y que ahora lo transporta, volando sobre las nubes grises que cubren la ciudad, hacia un mundo que no existe, un mundo mágico, imposible y luminoso, habitado por hombres puros y apasionados, por seres perfectos y transparentes como niños recién nacidos, justos y buenos, invisibles. Más allá de los blancos visillos de su ventana, entre las garúas de julio que siguen cayendo sobre la turbia ciudad, la vida continúa. Por las escaleras sube, presurosa, la voz de su criada negra, llega a la puerta y penetra en la habitación anunciando las suculencias del almuerzo que acaba de preparar, pero el médico ya no puede escucharla: se ha quedado solo con sus sueños, cercado por sus temores. Aunque lo ignora, don Andrés Espinosa de los Monteros, cuando duerme, sonríe como un niño que acabara de mamar de la teta de su madre.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII

Historia de Casca


Ha de saber vuesa merced que mi padre, por sus pecados, era de todos conocido en la comarca como Casca y que mi buena madre sufría en su orgullo, que le abultaba a la pobre, pues era lo único que poseía. Veníale el mote como pegado, y olvidaba a ratos su gracia, Lorenzo Morquecho de San Vicente, villa de la Sonsierra de donde procedemos los Garnachos, como nos apodan. Decíanle Casca por sus prontos, que lo condujeron ya desde mamón a los peores extremos y, de tal manera, que, cierta vez, no contando todavía la edad de quince años, a punto estuvo de abrirle la molondra con un como rejón a un amolador gabacho metido a romero que lo llamó perillán al echar en falta un cacho de tocino de su zurrón. Costole el intento sus buenos azotes y unos cinco días de vergüenza en la picota de Santo Domingo; y, si no por el francés, que meaba estangurria y que, por hacer el camino, se sintió en el deber de perdonarle el que tratara de apurar sus agonías, habríale sonado la hora de la horca sin que aún le asomaran los primeros pelos de la barba a mi buen padre. Dieron los jueces nueva ocasión de vivir a quien tan malas inclinaciones demostraba, y el sayón cumplió su tarea con harta indulgencia, que azotes tan bien ganados no marcaron por mucho tiempo sus espaldas. ¡Con qué suavidad hízose entonces la justicia de los hombres! Casca, caballero, decíanle porque cascaba a cuantos osaban ofenderle, y no se desnudó el sollastre de hábito tan descosido y roto hasta bien entrado en achaques, que todavía recuerdo a mi pobre madre corriendo tras él por el pueblo para evitarle malos pasos y tropiezos, rogando a voces que no los tuviera, y, a veces, más allá, que, por ser mi taita carretero y de los mejores, hacía frecuentes viajes a Belorado y a Briviesca llevando consigo hartos pellejos de clarete de Cordovín con los que se pudieran regar los secarrales de La Bureba. Y, así, juntos hacían los caminos de Castilla como si ninguna otra cosa hubieran hecho en toda su vida. Siendo niño, acompañábales yo en los periplos de Baco, que, de no haberme llamado a su servicio el poverello, bien podría haberme defendido en esta vida armado de cántaras, arrobas y medias azumbres, pues de todas entendía como si me hubiese amamantado con arrope.

Mi madre, Casilda, había nacido en Óllora, una aldea cercana a San Millán de la que había bajado por el valle hasta Villar de Torre, donde, a los catorce años y con una faldilla colorada por toda dote, púsose a servir en la casa de uno de los mejores hidalgos de la región, de donde la arrancaron mi   —317→   padre y su buen amo para llevarla al altar sin que ella hubiese llegado todavía a cumplir los dieciocho. Así es, señor caballero, la vida de los pobres, que todos deciden por nosotros lo que sólo nosotros deberíamos decidir. Hoy, mi buena madre vive en Nájera muy a sus anchas, que una de mis hermanas, variando de signo la suerte que desde siempre parecía perseguir a mi familia, casose con un mozo rico de Herramélluri, que la mantiene. Tantos trabajos como mi buena madre Casilda ha pasado han sido al fin recompensados en esta vida, que, a más del cielo, los buenos cristianos debemos esperar alguna recompensa en este mundo.

Contábale, señor, que, siendo yo muchacho, escuché algunas veces en Cirueña a los chicos de mi edad que a mi padre le decían Casca por la habilidad que tenía para imitar el canto de las codornices, pájaros de los que hacía un magnífico reclamo cuando salía de caza con sus hermanos, que todos eran aficionados. Sabrá vuela merced que en nuestra tierra se piensa que el canto de la codorniz lo entienden los galbanes, y hay traductores que vierten sus gorgoritos de esta suerte a lengua de cristianos viejos, que de los nuevos ninguno queda, si alguno hubo en los lejanos tiempos del rey Witiza, que es cuando, al decir de nuestros padres, pastoreábanse los marranos en nuestros montes: «Cáscale a trabajar, que si no, no mendarás». El labrador, que valora en mucho el esfuerzo al que le obliga la morisca, piensa que, al cantar, la codorniz le llama la atención por aflojar en su faena. De mi taita decíanse muchas cosas, y en Cirueña eran contados quienes lo apreciaban, pero nadie podía decir de él que fuese un vago. Violento y fornido sí que lo era, como le tengo dicho, y no sólo los chiguitos temblaban al ver a aquel hombrón que, con la cara y las manos renegridas por el sol y la grasa de carro, más parecía demonio que persona; pero, si se le necesitaba para levantar una viga, o para desatascar una carreta de los barros, nadie, ni el fraile de Nájera que atendía nuestra parroquia, dudaba un segundo en requerir sus servicios, que, para ellos, Casca se encontraba siempre listo y en disposición de demostrar el enorme poder de sus músculos enfrente de sus vecinos. Decíase que era capaz de levantar a pulso una barra de prensa, tomarla por un extremo y ponerla en su agujero. Yo nunca vi que lo hiciera, pero sí he visto a veces a mi taita levantar un carro cargado de trigo, agarrarlo de una de las ruedas y sacarlo a pulso de las aguas crecidas del Romalleda, que es riachuelo que a veces espanta. Era ésta su manera de sacudirse la galbana cuando la había, que, si le llegaba en el estío a la hora de la siesta, metía la cabeza en el río o en cualquier pozo y, de esta suerte, salía como nuevo. He de añadir, señor caballero, para completar su retrato, que, si bien bebía a grandes tragos de unos pellejos que tenía para el caso, no recuerdo   —318→   haberlo visto jamás borracho, que en mi pobre casa no conocí loba ni zorra y sólo un gato que tenía a raya a los ratones que cercaban los mendrugos de la despensa.

Habrá de preguntarse vuesa merced cómo un hombre tan falto de virtudes pudo casarse con una mujer tan piadosa, y de esto he de decirle que fue, ante todo, decisión ajena, pues en ella no tuvieron arte ni parte los interesados. Contábase que, en cierta ocasión, viajaba don Antón Fontecha, que éste era el nombre del hidalgo de Villar, hacia Zorraquín y que, subiendo por el monte Sarrote, en un recodo, le asaltó un bandolero al que apodaban Perrazo. Era éste de Turza y tan mal afamado que cuantos caían en sus manos dábanse por muertos, pues usaba una pistola grande de cañón oscuro cuya sola visión acababa con las esperanzas de los viajeros. En ello estaba el hidalgo, tan asustado como podrá imaginarse vuesa merced, cuando mi padre, que estaba cazando en los robledos con su hermano Nicolás, apareció entre los matojos y de una certera pedrada dio con el bandolero en el suelo, tirándolo de su caballo. Perrazo quedó tan mal como puede suponerse, y entre los tres lo llevaron del pescuezo hasta Ezcaray, donde la justicia lo puso en el calabozo que, desde hacía ya algún tiempo, le reservaba. Tan agradecido quedó el caballero por el servicio de mi padre que no pasaba semana sin invitarlo a su mesa, y muchos fueron los favores que, desde entonces, gozó a sus anchas, que la gente comenzó a mirarlo con otros ojos y muchos, a ver en él, más que al matón temido de negra fama, al justiciero de los caminos. Hasta hubo quien puso en romance la aventura, que yo todavía recuerdo unos versillos de aquellas canciones de mi infancia. El bandolero acabó en la horca, y mi taita, por eso de que hay cosas en la vida que la tornan otra, hízose más prudente y atemperó en algo su carácter, que, empero, siguió siendo violento y extremado, aunque más tolerable.

Este don Antón, que era rico, quiso casar a mi padre con su criada, a la que por su buen carácter habíase aficionado. El hidalgo creyó que, de este modo, saldaba su cuenta. Dotó a mi madre de una casita en Cirueña, un arcón lleno de ropas y de mantas para el invierno, algunas mudas y con todo ello y dos libros de devoción que salían sobrando porque ninguno de los dos tenía tratos con las letras y aun ignoraban el alfabeto, se la dio a Lorenzo, con el que Casilda se casó en la iglesia de San Andrés de Cirueña, una mañana de junio de muy buen sol. Después de la boda, fuéronse al bosque y, en un claro entre los robles, hicieron, según me contara mi madre, un gran banquete pagado por el hidalgo y con corderos de los rebaños del marqués de Cirueña. Vinieron invitados de Haro y hasta de Nájera, y no faltaron los de Santo Domingo de la Calzada, San Torcuato, Ollauri, Alesanco, Azofra, Hervías, Hormilla y Ezcaray,   —319→   que en todos los pueblos era bien conocido mi padre y, desde que salvara al hidalgo de Villar de Torre, también respetado. Hubo entre los invitados no pocos de calidad, que, según mi madre, contó hasta tres frailes, dos beneficiados, dos racioneros y un canónigo de la Calzada, sin los legos de San Millán y Valvanera, algunos hidalgos y unos monteros del conde de Hervías que habíanse traído consigo muy buenas provisiones de caza para completar la fiesta. Ésta duró cuanto duran las bodas en nuestra tierra y por muchos años fue mentada, que si Cervantes escribe de las de Camacho, en Cirueña nadie ha olvidado hasta hoy las de Morquecho.

Éstos fueron mis padres, señor caballero, y, si vuesa merced no supo de ellos mientras viviera en Ezcaray, entérese de que mi tío Nicolás teníanos a todos muy al tanto de los asuntos que a la familia interesaban. Es el caso que, en cierta ocasión, cuando todavía mi padre era joven, su hermano Nicolás, que por entonces estaba al servicio de aquel don Gil, abuelo de vuesa merced, fue por él muy mal tratado, que le puso el sambenito de caco en el rollo de Ezcaray por un celemín de cebada que, según sus cuentas, habíase fugado de sus hórreos. Mi tío enfermó de rabia y juró que habría de vengarse, como lo hizo. Ignoro la razón que movió a mi madre a sumarse a la venganza, mas asegúrole a vuesa merced que sus hijos crecimos mamando de sus tetas rencor a los de Cellorigo y fidelidad a los de Ubago, que éstos fueron para nosotros principios tan sagrados como artículos de nuestra fe. No había yo aún aprendido a decir taita, cuando supe que, por otra sospecha de su abuelo, mi padre había sido puesto en los calabozos de Nájera, donde los de Cellorigo tenían entrada franca al palacio del duque, acusado de haber incendiado un pajar que poseían en los campos de Zarratón, junto al Zamaca. Por entonces, hacía varios años que había muerto el hidalgo de Villar que nos protegía y, de no ser por don García de Ubago, que nos compadeció y tomó a mi madre a su servicio en Ezcaray, habríamos perecido de la necesidad en la que nos pusieron a los Garnachos, que fue tan grande que aún recuerdo con espanto a mi madre llorando con nosotros por las noches junto al fogón apagado, gritando que volviera presto su marido para vengarla. Bañada en lágrimas, poníase a rezar, y sus hijos respondíamos con devoción los padrenuestros en espera de que, al día siguiente, se produjera el milagro. Nunca he vuelto a sentirme tan desgraciado.

Ha de decir vuesa merced que cuantas desgracias soportara mi familia encuentran su causa primera en la venganza, y quiero, a fuer de lógico, de que me precio, darle en ello la razón; mas la venganza para el pobre no es sino una de las formas de la justicia, que no habrá de ser ésta nunca alcanzada por quien no puede ponerla en almoneda, como hacen los ministros de la cárcel, que más   —320→   padece un pobre por un adarme de mies que un mohatrero por los agios que carga en su conciencia. Y, así, ha de saber, señor caballero, que en las cárceles sólo quedan quienes no tienen grasa con la que untar las ruedas del carro de la justicia, que los otros hinchan las faltriqueras de los jueces y ministros con buenas peluconas y, en haciéndolo, salen a sus casas, como si en la cárcel sólo se hubiesen detenido a ejecutar su caridad, a la que se dicen aficionados. Nadie se ufana de haber sido preso, y yo menos, que soy francisco, mas he de decirle a vuesa merced, don Íñigo, que mi padre sí lo hacía y que tenía a mucha honra el haber pasado cuatro de sus mejores años en el calabozo de Nájera y el haber perdido en él la oreja izquierda, que todo lo daba por bien empleado, si ello redundaba en perjuicio de los de Cellorigo. Él fue quien quemara el pajar de Zarratón y otros pajares y casas de la comarca. Y todavía hizo más, que salía de noche con mis tíos y, embozados en sus tapabocas, buscaban en las calles de Ezcaray o de la Calzada la justicia que todos les negaban. Una de esas noches mataron a palos a uno de los criados de vuesa merced, un mozo de Urdanta del que quizá se acuerde. Era casi tan grande como mi padre y muy fuerte, y presentó tan gran resistencia a sus atacantes que Ulpiano, el más joven de mis tíos, salió del trance muy apurado y tan malo que, a los pocos meses, murió de las resultas. Su abuelo hacía años que era finado, y su padre de vuesa merced, que quería acabar de una vez por todas con la violencia, echole tierra al asunto, y nunca más volvió a hablarse en Ezcaray de la guerra entre las casas de Ubago y de Cellorigo, aunque puedo decirle que aquéllos todavía no han firmado las paces, ni habrán de hacerlo, que es cosa de honor, y éste no se cura de reparos ni santurronerías.

Mi madre fue, pues, soldado voluntario de aquella guerra. Cada uno de nosotros lo ha sido a su manera en estos años, aunque, cuando nacimos, llevaba ya más de medio siglo de cobrar su cuota en vidas y en haciendas. Nunca he podido entender cómo vuesa merced pudo permanecer al margen, pues yo, pese a tantas penitencias y mortificaciones como me he impuesto, jamás he podido olvidar el odio con el que creciera en mi cabaña de Cirueña. Al cerrar los ojos, veo a mi madre y a mis hermanas temblando de frío ante el fogón apagado, y por el pecho me sube un rencor sordo y caliente que me quema. Yo soy hijo de Casca y de Casilda y, por serlo, me siento honrado. Desconozco las causas que dieron inicio a la guerra entre los Ubago y los de Cellorigo, pero he de decirle, señor caballero, que sí conozco las razones de los Morquecho y las apoyo, que jamás he de favorecer a ninguno de los de su casa y que en mí ha de tener siempre vuesa merced un enemigo jurado. No sé si los de Cellorigo tuvieron, o no, parte en la muerte de Casca, mas sí sé que la tuvieron en todas las   —321→   desgracias de su vida y que jamás han pagado cuanto le deben en justicia. Vea vuesa merced que un celemín de cebada puede llegar a ser carga demasiado pesada para quienes, como su abuelo, no saben admimistrarla.

Casca murió de mala manera en Ezcaray, junto a la iglesia, de resultas de una cuchillada que le pasó los pechos. Jamás se supo de nadie que lo hiciera, pero todas las sospechas iban a cierta persona de calidad, hidalgo conocido de aquel pueblo, a quien mi padre había amenazado de malas maneras unos días antes en la taberna de Emerenciano, que es vinatero de Alesanco que puso tienda en Santo Domingo. Siempre se dijo que el tal don Martín de Ugarte, que éste era el nombre del hidalgo, había sido el matador, pero jamás pudo demostrarlo nadie, que hubo cuatro testigos que juraron ante el juez haber estado con él toda la noche disfrutando de sus encantos, que no eran pocos.

Este caballero de Ugarte tenía una estatura más que mediana, era garrido de cuerpo y asaz ingenioso y, pese a ello, más que amado, temido en toda la comarca. Contábanse de él terribles cosas, mas jamás pudo la justicia de mostrarle nada, que, además de astucia y mucha fuerza, de las que usaba contra todos, algunos decían que poseía el don de la ubicuidad. Al morir mi taita, dedicábase el caballero a las diabólicas artes de Arnaldo y Trimegisto, y yo, a mis disciplinas de novicio, que abusaba de ellas para alejar de mí las tentaciones de la venganza. Mucho hube de esforzarme para no caer en ellas, que siendo el tal hidalgo pariente en idéntico grado de los de Cellorigo y los Ubago, sentía que el pecho se me abría con sólo pensar en su persona. Decían los de Cirueña que la noche en la que mi padre murió vieron a don Martín cabalgando como alma que lleva el diablo hacia los campos de la Degollada, en dirección a Nájera, donde, en efecto, amaneció en la alcoba de una de sus amantes en el barrio de San Fernando, junto al convento de las clarisas. Los de Azofra aseguraban que en la noche de autos habían escuchado cabalgar a una legión de demonios por la calle Real y que tan fuerte hincaban las espuelas a sus monturas que, más que correr, volaban por los aires como por artes de encantamiento. A los pocos días, el asesino, que jamás fue molestado por la justicia, desapareció de la comarca y nadie ha vuelto a verlo por aquellos lugares, que mucho me he esforzado en seguir sus pasos y jamás he logrado progresar en mis intentos.

Ésta ha sido, señor, la historia de Casca, enemigo de la casa de los de Cellorigo y fiel hasta su muerte a la de los Ubago de Ezcaray, que nadie podrá acusarlo de haber sido desleal a su causa, al modo que no lo hemos sido ninguno de nosotros, pues, si pobres y de grandes necesidades, hemos sabido conservar   —322→   la riqueza de nuestra honra, que es la que importa. Al igual que todos -que en ello poco nos diferenciamos-, fue bueno y malo, generoso y mezquino, feliz y desgraciado y, con frecuencia, muy feliz por ser tan desgraciado. En Cirueña todavía lo recuerdan, y mi buena madre, que vive en Nájera, tiene ahora en la vejez el dulce consuelo de su memoria, que a él le dedicó su vida, y nadie podrá decir que no lo hiciera con la pasión de una amante siempre entregada. Cuéntame mi hermana Elvira en una de sus cartas que mi madre reza a diario por el eterno descanso de su alma y que a él dedica más oraciones que preces elevan al cielo los labradores cuando faltan las lluvias. Vea vuesa merced que también los pobres tenemos nuestro orgullo y que éste está tejido con pasiones similares a las de los ricos, que a la hora de pesar nuestras acciones en la balanza de aquel juicio que a todos nos espera poco han de importar si éstas estuvieron teñidas de razón de estado, o si tan sólo nos movió el humano deseo de seguir viviendo con dignidad. Y sepa que la razón del pobre es siempre más poderosa que la del rico, que más pesa en nosotros un celemín de cebada que en los arcones de vuesas mercedes las talegas de oro y plata con las que dan satisfacción a sus caprichos. Ya no deseo seguir por este camino, que vuesa merced, caballero, habrase formado en su cabeza el cuadro que más le conviniere y sacado de él las conclusiones más a su propósito, pues no ha habido otro en el relato que acabo de hacerle que abrirle los ojos a lo que algunos llaman la verdad y los menos tenemos por apariencia de la misma, que aquélla, al fin, a todos se nos escapa. Quedaré satisfecho si don Íñigo de Cellorigo así lo entiende, que no está bien que se mantenga ignorante de la enemiga que hacia su persona alimento con el recuerdo de las cosas que le he contado. Y despidámonos aquí, que ya es muy tarde y habrán de echar de menos en el convento a quien, habiendo salido a asistir a un moribundo, hase entretenido en conversaciones tan poco a propósito a su alto ministerio de sacerdote.

Prométole que no habré de huir de ahora en adelante de vuesa merced, pues, tras haber confesado mis más recónditos secretos, ya no me embarga temor alguno hacia vuesa persona y aun el odio que siempre he sentido por vuesa familia paréceme ahora mitigado. He descargado sobre vuesa merced un gran peso, como lo hiciera en otra ocasión sobre vuesa hermana, que conocía bien mis debilidades, mas ésta es harina de otro costal, que Madre Sacramento bien pudo morir por su causa, y yo quiero que se quede vuesa merced con la duda. Donde quiera que se encuentre, mi taita habrá de agradecérmelo. ¡Abur!



  —323→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Teniendo ya mi casa sosegada


Aquella tarde pensé que moriría. Dolíanme las piernas, y, en la boca del estómago, un peso duro, como si una piedra cayera en un pozo sin fondo, me desgarraba las entrañas. Me enroscaba como una serpiente sobre mí mismo. Me abrasaba por dentro. El dolor era tremendo, insoportable, mas temía ponerme de pie, pues sabía que mis piernas habrían de abandonarme. Solo en la rebotica, abandonado a mi suerte, tenía la cabeza pesada y fría y los ojos abiertos, perdidos en los albicantes del techo, amenazante y bajo. Las vigas que lo cruzaban, oscuras y siniestras, parecíanme sendas trazadas hacia el Orco, perdidas en un punto lejano al que todas confluían. Sobre mis hombros sentía el peso de la tierra toda y de sus montes, y heríanme las vistas los reflejos crepusculares que se filtraban por el ventanuco de la rebotica. Érame dolorosa cada bocanada de aire que, por seguir viviendo, hacía pasar a mis pulmones. Golpeábanme los pulsos y retumbábanme en las sienes cual tambores. Desde los portales de la plaza, de tiendas, tabernas, alcobas, estrados y salones, deslizándose por rendijas y salvando rejas, celosías y tramperas, en la soledad que me cercaba, llegábanme a ratos confusos ecos de un mundo exterior que me reclamaba para sus fastos, bullicio apagado y lejano de la vida asiéndome entre sus garras: gritos de niños, rasgueos de vihuela, rechinar de ejes de carretas, ayes desgarrados, cantos, risas, llantos de mujeres, secretos, blasfemias y maldiciones de borrachos que no veía y que eran, de seguro, tan pobres hombres como yo mismo en ese momento, ladridos de perros, relinchos y golpes. Eran cantos de unas sirenas que parecían querer decirme que debía seguir viviendo, bregando y sufriendo, orgulloso de ser lo que era, de vivir enfrentado a la certeza de la muerte sin pretender escapar a mi destino. El aire me pesaba como si fuera de plomo, y en los rincones más oscuros de la rebotica intuía la existencia de una vida minúscula y secreta cuya realidad hacíase ahora patente a mis sentidos.

Durante los últimos meses habíame dedicado a estudiar los efectos de las hierbas sobre las heridas y enfermedades, y en esos afanes habíame pasado las más de las noches aferrado a la esperanza de dar con remedios nuevos, raros y cada vez más eficaces. Bubas, granos, incordios, pústulas y otros males de la sangre curábanse como por ensalmo con polvos de tara y emplastos de quetoqueto y salca que, cada noche, guardaba en frascos con etiquetas entre las drogas más eficaces que iba atesorando. Veía los azules y ocres de los frascos   —324→   de cerámica en los que las guardaba y, cada mañana, acariciaba sus curvas como un amante que teme el olvido de su amada al despertar junto a ella. Si un enfermo se llegaba a mi botica con un récipe y me pedía la salud por el amor de Jesucristo, enseñábale a preparar infusiones de irusta con las que limpiar su sangre, hervidos de machua con targüi contra las lombrices, bebedizos de canchalagua para matar el tabardillo, macerados y hervidos de sambenito y chinchircuma, tisanas de aguaymanto, tilo, uña de gato, verbena, sangre de drago, canlli y capulí, agua de calaguala, ajipa, y otras hierbas de cuyo conocimiento me ocupaba en esas fechas, abandonados como tenía por entonces mis estudios anteriores sobre los efectos de las aguas en el adelgazamiento de los humores y a los que habíame dedicado durante años. Teníanme todos por menos cuerdo que antes, y mirábanme con no pocas suspicacias los médicos y cirujanos de la ciudad. Llegose a comentar en los más frecuentados salones de Arequipa que, por mis pecados, había yo dado en la insensata pretensión de cambiar el orden del mundo y que mis trabajos en nada habrían de favorecerme, pues los buenos consejos que a los pobres enfermos entregaba gratis et amore pro salute homininum no habrían de servirme para llenar de peluconas mis faltriqueras.

En su Libro que trata de la nieve y de las propiedades y del modo que se ha de tener en el beber enfriado con ella y de los otros modos de enfriar, publicado en Sevilla en 1571, que es el ejemplar que guardo entre mis libros más apreciados, escribe el doctor Monardes que la nieve asegura durante días y aun meses la conservación de los cadáveres y sus propiedades y que otro tanto ocurre con las plantas. Afírmase que una idea no menos entusiasta de las virtudes del frío túvola Francisco Bacon, ilustre filósofo de los ingleses, y que pagó con su vida el haber pretendido demostrarla, pues la madre Natura es crudelísima con quienes osamos arrancarle sus secretos, y así acabó su vida quien por tantos conceptos puede ser considerado benefactor de la humanidad, derrotado por un vulgar resfrío. No fueron, empero, mis intentos tan atrevidos, ni semejantes mis pretensiones, pues, como todos en estas tierras, tengo por bien comprobadas las virtudes de la nieve, que nuestros indios, careciendo como carecen de libros, de saberes y de tratados sapienciales, ignorantes de Dioscórides, Avicena, Laguna y Paracelso, las conocen tan bien y a un mejor que el doctor Cardoso, pues entierran papas en las cumbres y, de esta suerte, hacen lo que llaman chuño, que es comida, si no grata, suficiente para quienes pasan la mayor parte de su vida con tan magras raciones de alimento como poseen, que ni aun los anacoretas de la Tebaida en la antigüedad tuviéronlas tan cortas como ellos. Mas pensaba para mí que la nieve, a más de conservar   —325→   suspendidas las propiedades de la carne en los cadáveres y de preservar las virtudes alimenticias de las plantas, podría servir para mantener en su estado primero los precipitados y destilados que son de uso más frecuente entre médicos y enfermos y que hacen de mi trabajo una rutina. Y así comencé a utilizar la nieve y el hielo para estos fines y a enterrar en un depósito, que para tal propósito tenía en el sótano de mi botica lleno de nieve, frascos de ungüentos, extractos y bebedizos, cordiales, emolientes, elixires, cataplasmas y jeringas, libre, de esta suerte, para usar mejor mi tiempo en los trabajos que habíame propuesto culminar. Al cubrirlos, la nieve protegía mis hallazgos, y las horas que dedicaba a mis trabajos se deslizaban sin prisas ni precipitaciones.

En semejantes afanes me encontraba, cuando descubrí por un casual las propiedades del amachu, planta ruin que florece por igual en las quebradas más cálidas y en las punas más frías y de la que los indios, dejándose arrastrar por sus supersticiones, usan a menudo en sus brujerías. El principio activo de la planta limpia la sangre y quema la grasa, ablanda incordios, regula el flujo de los humores del cuerpo y protege a los infantes de los malos aires que llevan a los constipados. Usábanla los indios para abrir los poros de sus enfermos cuando la conocí y hacían con ella emplastos de enorme eficacia en el tratamiento de los bubones. Usela con no poca frecuencia en macerados y bebedizos y, dejándome llevar del entusiasmo, quise, al fin, extraer su espíritu y conservarlo con la intención de mejorar de este modo mis recetas. Reuní con este objeto una cantidad suficiente de estas plantas y, todavía verdes, por imaginarme que así conservaban mejor sus propiedades, corté sus flores y las tiré. Limpié los tallos y las hojas lo mejor que pude y dejé que durante varias horas se secaran al sol; luego, corté todo con un cuchillo, lo puse en el mortero y lo majé con la mano del almidez hasta que obtuve la cantidad de líquido que necesitaba. En ello estuve toda la mañana. Lo dejé cuando, ya bien entrada la tarde, exigió mi cuerpo la ración de alimento que a diario calmaba sus torturas. Comí rápido y volví a la rebotica a continuar con mi trabajo. Por suerte para mí, sólo dos clientes me visitaron e interrumpieron aquel día mis afanes. Si alguien me hubiese visto en trance de alquimista, habría pensado que era un poseso. Tenía los ojos fuera de las órbitas, los pelos revueltos, la barba hirsuta, las manos trémulas y el pensamiento extraviado. Veníanme a la mente las imágenes del día en que muriera Madre Sacramento y escuchaba a Espinosa contándonos sus temores de que nuestra amiga hubiera sido envenenada. «¿Quién lo habrá hecho?», preguntaba el buen galeno. Y yo repetía con él, sin pensar en lo que decía: «¿Quién lo habrá hecho?». Espinosa paseábase aquella noche con las manos a la espalda, y las preguntas se multiplicaban: ¿quién?, ¿cuándo?,   —326→   ¿dónde?, ¿cómo?, ¿por qué? El ruido de sus pasos contra el embaldosado acentuaba el tono quejoso de las preguntas. No existía motivo alguno y, sin embargo, la mejor de todos nosotros había muerto. Yo estaba obsesionado con esta idea. Mientras preparaba todo sobre mi mesa, volvía a ver a Espinosa con las manos en la espalda, paseando de un lado a otro de la habitación.

Mientras evaporaba el extracto en el matraz en una solución de alcohol y agua a partes iguales, continuaba preguntándome por las razones del asesinato sin encontrar respuesta. De lo que no tenía duda era de que los asesinos habían utilizado un veneno lento pero eficaz, pues, según el testimonio que el buen Espinosa recogiera entre las monjas, era tal la flacura, debilidad y decaimiento de nuestra amiga durante los días previos a su muerte que no pocas entre ellas habían dado en imaginar que vivir así era una especie de milagro que confirmaba su santidad. Los vapores del amachu impregnaban con su olor la rebotica. Días más tarde, algunos amigos me aseguraron que en toda la plaza Mayor y hasta en la catedral habíase sentido un fuerte olor a ruda durante todo el día, como si alguien hubiese pretendido con ello desviar de la ciudad la mala suerte, a la manera de los hechiceros de las alturas. En el fondo de aquel matraz hacía su aparición un líquido denso y pegajoso que burbujeaba en el fuego, y yo esperaba que en breve cristalizara. Sus vapores opacaban los vidrios de mis anteojos, y la penumbra comenzaba a posarse sobre los muebles como una fina gasa de Mosul que invitara al sueño.

Hubo un momento en el que sentí que el silencio rozaba mi piel como la caricia de una amante. Fue una sensación fría, como de muerte. Recuerdo que allende el ventanuco que daba a la plaza pude ver el suave rielar de la luna en los sillares de la catedral. «Marfil pálido, alas de mariposa», recuerdo que pensé, tratando de encontrar la palabra justa, poética, que describiera el fenómeno. Las sombras se deslizaban sobre la rugosa superficie de aquellas piedras empero tan etéreas. Recuerdo también que pensé en que no había escuchado las campanadas de la tarde y que quise reconstruir mentalmente su sonido. A mí me gustan las campanas. Me gustan. Me gustan mucho. Son, para decirlo de algún modo, el evangelio de los sonidos. Nos anuncian la redención y el fin de nuestras agonías en este valle de lágrimas.

Quizá me equivoque, pero recuerdo que, al descubrir en el fondo de aquel matraz las primeras formas sólidas del espíritu del amachu, sentí un desvanecimiento. La cabeza me daba vueltas, y, durante unos segundos, tuve la impresión de que me hundía en un pozo sin fondo. Nada de esto es seguro. Ni siquiera lo es para mí, pues en estos años he dado en pensar que cuanto ocurriera   —327→   aquella tarde jamás habré de conocerlo con certeza. Las sensaciones eran muy raras y, todavía hoy, cuando trato de recuperar algunos jirones perdidos de mi memoria, afufánseme los pensamientos de tal manera que me quedo in albis. A veces imagino que esa tarde jamás existió y que yo la pasé dormido, o embelesado.

Pero no. Fueron ciertos mis terrores, el dolor y la sensación de muerte que me invadía. Sentíame como han de sentirse los peces que, habiendo mordido el anzuelo que el pescador ha puesto para su captura, boquean en la orilla y se agitan. La penumbra inundaba la estancia, y sólo el alcohol que ardía bajo el matraz la iluminaba. Las sombras se proyectaban en la pared desnuda que me separaba de la botica. Sobre los oscuros almohadillados de la puerta hacíanse estas sombras tan densas y pesadas que, de no temer los excesos a los que puede conducir mi relato, juraría que eran cuerpos nigérrimos, monstruosos y atroces, seres infernales que me cercaban y de cuyas garras no tenía esperanza de escapar. Elemi, Astaroth, Belcebú, Asmodeo, Belfegor, Lucifer y Leviatán: los demonios danzaban en las sombras, gritaban sus blasfemias y se contorsionaban como lo hacen los simios en las copas de los árboles. Al terror, al ahogo y al dolor que presionaban sobre mi pecho sumose, al fin, la parálisis de mis piernas. Hundido en el sillón frailuno que ocupaba en mis trabajos, trataba de ponerme de pie sin conseguirlo. Las sombras hacíanse más densas, negras y pesadas, y yo veíalas transformarse en gigantescos animales de fauces abiertas y garras afiladas. Llegué a escuchar sus rugidos, tan profundos como si procedieran del averno. La llama de alcohol era cada vez más débil, y, en un esfuerzo supremo, pude encender con su candela la mecha de un candil que colgaba de la pared cerca de la mesa. Las sombras se agigantaron y cubrieron todos los espacios vacíos de la estancia. Traté de cerrar los ojos y de hundirme en el sillón, pero no pude. Algo más fuerte que yo mismo me obligaba a permanecer alerta, y, sin poder controlar mi miedo, apoyé mi mano derecha en el borde de la mesa, empujé ésta y caí al suelo cuan largo era, golpeándome la cabeza contra el macizo respaldo de mi sillón de trabajo.

Debí de permanecer sin sentido durante horas, pues, al volver en mí, observé que, más allá del ventanuco, ya no se escuchaban los pasos de quienes, aprovechando las primeras horas de la noche, serenas y cálidas en Arequipa, salen a pasear bajo las arcadas de la plaza con el paso cansino de quienes poseen el tiempo para dedicarlo a los ocios tranquilos que los pueblos más apartados nos regalan. Los suaves reflejos crepusculares habían acabado, y la negrura de la noche cubría la ciudad. Las sombras habían desaparecido, y el silencio perfumaba la atmósfera de la rebotica con un aroma de paz incitador   —328→   del sueño. Mis terrores habían cesado, y, con ellos, los fantasmas que me atormentaran. Sentía como un vacío, una sensación de inanidad y de ausencia que vaciaba mi mente de palabras y pensamientos. El aire era tibio, mas, aun cuando la nieve me cubriera, estoy seguro de que nada podría haber sentido, pues estaba fuera de mí, ajeno a mi cuerpo y a mi espíritu, como muerto, o rodeado de muerte. Ni siquiera intenté moverme, que mi voluntad yacía ausente y me había abandonado. Mis ojos veían sin ver y sin mirar, y mis oídos oían sin oír ni escuchar. Cerré los ojos y los oídos y, poco a poco, un nuevo sueño me invadió y quedé privado de todos mis sentidos. Era sin ser y estaba como si no estuviera donde estaba. Mi mente parecía una página en blanco. Aún imagino con frecuencia aquel momento, mas mi memoria no puede reconstruirlo, pues de él tan sólo ha retenido la sensación de no ser que muchas veces me atormenta todavía.

Desperté al escuchar unos aldabonazos en la puerta de la botica. Con los ojos todavía cerrados, sentíalos lejos. Una especie de niebla azul me envolvía. Los aldabonazos se repitieron una y otra vez y, al fin, abrí mis ojos, los restregué y estiré mis brazos con la pereza que, todas las mañanas, me invadía a la hora de despertarme. Aunque con dificultad, hice un esfuerzo supremo y me puse de pie. Sentía mis piernas adormecidas, pero, a medida que caminaba hacia la puerta de la calle, el dolor y el adormecimiento desaparecían. Observé el desorden de la rebotica con extrañeza: mi sillón frailuno en el suelo, el espíritu del amachu en el matraz, algunos libros abandonados sobre la mesa, papeles, polvos secantes, una pluma, hojas y flores y el candil todavía encendido en la estancia iluminada por el sol de la mañana. El visitante insistía, y, tras poner algún orden en aquel enorme caos, me dirigí a la puerta para atenderlo. El ruido de la llave al rodar sobre la cerradura me devolvió definitivamente a la realidad. Cuando abrí la puerta, una bocanada de aire fresco azotó mi cara. El sol blanqueaba los sillares de la catedral.

-Buenos días, seor licenciado -díjome a guisa de saludo una mujeruca que se cubría con un mantón negro de lana burda y maloliente.

-Buenos días le dé Dios, señora -le respondí.

Algún peligro debió intuir en el aire la mujeruca, pues, con el instinto de los cobardes, hizo rápidamente la señal de la cruz y musitó una plegaria. Tenía la vieja la cara comida por la viruela, la boca torcida y unos pocos dientes negros y careados que le colgaban de la boca a manera de plátanos ya maduros. Trató de sonreír, pero sus ojos denunciaban el miedo que sentía en mi presencia. Cuán importante podía ser lo que la trajo a la botica todavía lo   —329→   ignoro, pues, empujada por sus temores, prefirió darse la media vuelta y, con rapidez juvenil, desaparecer por la esquina de la calle de la Merced, por donde doblaba para hacer su entrada en la plaza un carro de paja en cuyo pescante iba un carretero, conocido mío, que me saludó como siempre.

Quedeme extrañado de la reacción de la vieja y entré en la rebotica para ordenar mis pensamientos, no sin antes atrancar de nuevo la puerta para no ser molestado por algún tiempo. La mañana transcurrió sin mayores percances, y, cuando volví a abrir la botica, acudieron con su récipe los enfermos como solían hacerlo cada día sin dar muestras de hallar en mí otros motivos para asustarse que los que normalmente suelen encontrar en quienes manipulan la naturaleza para convertir los venenos en principio de vida y de salud.

Y esto es todo lo que aquel día me sucedió, que, ya llegada la noche, decidí acostarme temprano y descansar como hacía demasiado tiempo que no descansaba, dejando que mi mente vagara por la campiña que rodea la Ciudad de los Reyes y en la que pasara, siendo niño, los mejores momentos de mi vida. Estando en ello, me llegó el sueño, y fue aquél de los mejores que jamás haya tenido, que a la mañana siguiente, al ponerme de pie, volví a sentirme renovado y olvidé para siempre mis pesadillas. La verdad es que ya no quería acordarme del espíritu del amachu. Temía que sólo el respirarlo pudiera ponerme, como me puso, al borde de la muerte.

¿Fue amachu lo que le dieron a Madre Sacramento? No podría decirlo. Tal vez. Quien la envenenó, sin embargo, conocía muy bien las propiedades de las plantas, y sospecho que no podía ser sino mujer. No podría decir por qué; sólo lo sospecho. Es una especie de intuición, una corazonada, pero puedo asegurar que en todo este misterio hay alguna mano femenina que mueve los hilos de todos nosotros. ¿De quién será esa mano? No lo sé. Averígüelo Vargas, en todo caso. Tal vez Íñigo lo sabía. ¿Se marchó por ello? No lo sé. Tal vez el buen Espinosa lo supo en su momento y decidió abandonarnos. ¿Por qué? Otro misterio. La vida es una especie de rosario, y cada cuenta es un misterio. Poderosas debieron de ser sus razones para irse de Arequipa. En todo esto hay un tufillo de azufre que no me gusta y que, lo confieso, me asusta mucho. Espero olvidarme algún día de esta historia para volver a dormir sin sobresaltos que me obliguen a levantarme a medianoche y a pasear por la habitación como un poseso. Ésta es una historia poco apropiada para entretener a los niños junto al fuego de la cocina en las noches de invierno. Nunca más he vuelto a experimentar con estas plantas y ahora, como todos saben, me limito a hacer los preparados que los galenos me piden para sus pacientes. El querer ir más allá   —330→   de lo que nuestras fuerzas nos aconsejan es locura, y yo aspiro a vivir los pocos años que me quedan en paz conmigo mismo y con los demás. No es pedir demasiado, según entiendo.



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ArribaAbajoCapítulo XXIX

Ser sin ser


«La noche ayuda a la oración. Es mi amiga y compañera. Cuando mi alma se prepara para recibir a Dios, la noche es callada, quieta, vacía y limpia. Los sonidos que en ella se escuchan son como murmullos de alabanza que se elevan a los cielos. En ella está mi alma sosegada. La noche es un estanque plácido batido por el viento, mas sólo en la superficie se levantan las olas. Queda su profundidad inalterable y limpia, como si de un cristal de roca se tratara. En su fondo, transparente y pacífico, nada cambia, y, cuando los peces exponen sus lomos a los rayos de la luna, resplandecen sus escamas todas como los diamantes de la corona de un rey. Cuanto hay en el exterior les es ajeno a estas bestezuelas del señor, y los truenos y rayos de la tormenta no cambian un ápice su derrotero. Aspiro como una enamorada a que mi alma sea como el fondo del estanque, como la noche oscura que calma las pasiones: limpia de culpas y de defectos; quieta de temores; vacía de afectos, pasiones, deseos y pensamientos y pacífica en las tentaciones y las tribulaciones. Así lo he aprendido de mis maestros, y éste es el discurso que sigo en el convento cuando, puesto el sol y dormida la ciudad, salgo de mi celda hacia la iglesia y corro por estas calles que de mi señor me apartan. Toledo, Sevilla, Ávila... nombres todos que me sugieren un mundo quizá soñado y, quizá, también inexistente. Sepa vuesa merced que mi vida toda se reduce a este lento caminar y a estarme queda, horas de horas, rezando siempre. Ésta es mi vida, y por ninguna otra la cambiaría».

El crucifijo que cuelga sobre su cabeza es de madera pintada y en el costado derecho del crucificado ábrese una herida enorme y sangrante que pone una nota de calor en la frialdad de la estancia. Doña Encarnación de Ubago tiene la cara tan blanca como si se la hubiese pintado de albayalde. De sus manos se escapan, como palillos de marfil, unos dedos sarmentosos que reposan quietos sobre la madera negra de la mesa en la que se apoya. Sus ojos, oscuros y profundos, han fijado sus rayos sobre el rostro del hidalgo. Del ventanuco que da a la calle llegan ruidos de pasos y sonidos de voces que son susurros. Se respira con el aire la paz de un convento de enclaustradas. Bajo la corona de espinas, los ojos de Cristo reposan en el fondo del estanque inalterable que Madre Encarnación acaba de comparar con la noche y con el alma. El hidalgo siente que por sus venas corre la sangre con pausa y que algo en él parece haberse detenido. El tiempo fluye con lentitud y puede contarse el paso largo de cada segundo.

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«No pretendo cansar a vuesa merced con relatos que no han de tener, según sospecho, mayor interés que el de venir de quien ha conocido a su hermana en el fondo del estanque y corrido con ella, que en semejantes derrotas era inalcanzable, el duro camino de esa santidad que, como el agua, se nos escapa entre los dedos. Durante años, meses, semanas, días, horas, minutos y segundos hemos las dos caminado juntas, recorrido estas callejuelas en la noche, nos hemos asustado con nuestras debilidades y hemos macerado nuestras débiles carnes en el vinagre de las disciplinas y los cilicios. Hemos sabido que muchas almas dejan de llegar a la quieta contemplación, como dice el maestro, porque no se entregan del todo a Dios con perfecta desnudez y desapego y hemos buscado juntas en la oración limpiar el corazón de cuanto lo hace prisionero e impuro. No ha sido nuestro camino el de la ciencia, como lo es el de su querido pariente fray Antonio de Tejada, y, en la búsqueda de la estrecha vereda que ha de conducirnos hasta el señor, hemos querido ser sin ser, desapegarnos y negarnos y aun desapegarnos de Dios para perdernos en él, que, como suele repetir hasta el cansancio nuestro querido guía espiritual, sólo el alma que así se llega a perder acierta a hallar. Su hermana Violante, señor caballero, estaba perdida en Dios, que a ninguna otra he conocido yo que tan perdida lo estuviera. No considere vuesa merced lo que digo como ofensa, que no la hay en mis palabras ni en mis intenciones, y sepa que, si perdida su hermana, yo jamás he logrado estarlo tan de cierto, pues siempre han pesado en mí las cosas temporales a las que en principio debía haber renunciado, que es grande el esfuerzo que el enemigo de los hombres hace por retenernos apegados a lo que menos importa a nuestra salvación eterna, y, a veces, gana, que en ello se esfuerza».

Los ojos de la mística brillan con una extraña intensidad, y el hidalgo percibe que existen sombras impenetrables en su corazón oscuro y apasionado. La toca le enmarca la frente y proyecta sutiles oscuridades sobre sus cejas. La monja cierra los ojos, y el caballero cae entonces en la cuenta de que los pasos han dejado de sonar en las callejas del convento. Mira a través del ventanuco y ve a lo lejos una nube blanca junto al sol que brilla en el cenit, indiferente a sus pensamientos e inquietudes. Hay también en la nube un fondo bruno que la oscurece y la hace sólida, pesada. «Sólo la luz es pura, pero las cosas son porque ponen límites a la luz», piensa para sí. «La realidad es aún más sólida y oscura que la nube. Quisiera saber qué realidad ocultan esas sombras proyectadas sobre su frente». De la superficie de la mesa, Madre Encarnación de Ubago levanta sus manos y las cruza sobre su pecho. Sus ojos no arrojan ya sobre el hidalgo los rayos del comienzo. Dulce es ahora su mirada; apacible, su   —333→   faz. Han desaparecido las sombras, y todo su rostro brilla con encarnaciones de fuego.

«He tratado de conseguirlo por todos los medios a mi alcance. Lo he tratado con todas mis fuerzas. Fray Domingo de Silos me ha confesado que también él lo ha intentado una y otra vez sin lograrlo jamás. El mundo es el peor enemigo del alma. La carne... la carne puede ser fácilmente dominada. Y el demonio... Bueno, el demonio nos pone trampas a cada paso; pero es el mundo el que jamás se va por completo de nosotros, el que jamás nos deja. Nos espera en cada esquina, y, entre estas paredes de piedra, los recuerdos se hacen dulces o amargos y se convierten en cosas tangibles, remueven nuestras almas y nos abaten dominando por completo nuestros pensamientos. Caemos bajo su peso. Todos los días recuerdo a mis padres y siento los besos de mi madre y de mis hermanos como si ellos estuvieran junto a mí. Están conmigo. Estoy segura. A veces me llaman de lejos, y yo me asomo a la ventana para ver a mi hermano Fernando pasear galano en su caballo por estas mismas calles por las que tan sólo les es permitido pasear a nuestras monjas. Me saluda y me habla, y yo le respondo como si realmente estuviera conmigo. ¡Pues mi madre...! ¡Cuántas veces no viene mi madre hasta mi cama y me consuela y acaricia, como si yo fuera todavía aquella que en Ezcaray trepaba de niña las tapias de los huertos, o me iba con mis hermanos hasta el río para lavarnos las piernas a escondidas en el invierno! Recuerdo en ocasiones las cosas más absurdas, hechos que tal vez en el mundo olvidaría. En cierta ocasión, mi padre vino de Nájera trayendo un alazán que habíase comprado en la feria de san Miguel. Trájonos también pasteles dulces de los llamados borrachos, y todavía conservo aquel dulce sabor entre mis labios. Todos comimos de ellos, pero yo... los sigo comiendo, sin comerlos, cada hora, cada día, cada minuto. Mil veces me he untado estos labios con el picante rocoto de Arequipa y los he lastimado de mil formas para que olvidaran el sabor de los borrachos que mi padre me trajera desde Nájera hace treinta y cinco años. No lo he conseguido. Peor aún: no renuncio a volverlos a comer. En ocasiones, sueño que he de volver a nuestra tierra y que he de caminar por la calle Real de Nájera en dirección al convento de Santa María la Real para buscar la tienda en la que mi padre comprara entonces los pasteles. ¿Existirá todavía? En mi fantasía, imagino a una señora entrada en años, con bucles canos, que atiende amablemente mi pedido y que, llevada de su bondad y buen talante, háceme el regalo de añadir algunos pastelillos más a mi paquete».

Las palabras de la monja suénanle al hidalgo a escamoteo. Da vueltas y más vueltas sobre el mismo asunto, y no encuentra don Íñigo en todo ello sentido alguno, ni razón. Calcula que lleva cerca de media hora escuchándola   —334→   y que, aunque en un primer momento pudo haberle interesado lo que dijera sobre su vida de religiosa y la búsqueda de la santidad, semejante asunto deja de tener sentido al repetirse, pues sobre la nada y el deshacimiento (el beato Juan de la Cruz lo repite mil veces) pueden ponerse centenares de ejemplos sin que lo esencial se modifique. El sol entibia ahora con sus rayos los ladrillos del cuartucho. Entra a plomo por el ventanuco. El aire se hace denso, y en los espacios por los que la luz del sol se abre camino y dora el éter flotan motas de polvo a la deriva. Son millones. Como peces en el mar. Las paredes, empero, permanecen frías. El hidalgo ya no siente aquellos pies helados con los que atravesara las calles de Arequipa en la mañana. Pisaba fuerte al venir, y sus pasos en el empedrado resonaban secos como golpes de rebenque sobre el lomo de una acémila. Por sus pantorrillas abrigadas con la lana de los calzones súbele ahora una sensación tibia que está a punto de alcanzarle la cintura. Comienza a sentirse a gusto en el desierto.

«Han de sonarle mis palabras a discurso necio y sin sentido, como de quien vienen, mas no podría explicar a vuesa merced de otra manera lo que he sentido en todos los años que aquí llevo encerrada, que son tantos a la fecha que ya habría yo perdido la cuenta de los mismos, si mi querida hermana no me recordara de vez en cuando el día dichoso del inicio de mi encierro. Pienso que son pocos los que pueden librarse de su pasado, que ni su hermana Violante, tan desasida, dejó jamás de recordar con cariño a quienes amara fuera del convento, y de todos era vuesa merced el que más la perturbaba. Decíame que eran muchos los peligros que asediaban su alma, y el más grave el de la pretensión de negar a Dios en sus obras. Nada fatiga tanto nuestras almas como luchar con nuestra memoria, pues ésta, fabricada de átomos sutilísimos, cuélase por las rendijas de nuestro espíritu y éntrase de tal modo a nuestros corazones que más de una vez la memoria ocupa el espacio todo y no deja rincón oscuro ni retrete desocupado para los pensamientos y cuidados de más sustancia. Poco o nada pueden a veces nuestras preces más sentidas contra la invasión de los recuerdos, y yo he de confesarle a vuesa merced, señor de Cellorigo, que entre todos el que más me ha atormentado en estos años ha sido el de la enemiga que nuestras familias han mantenido tan enconada por tanto tiempo, que ni aun las mortificaciones más feroces y crueles pudieron nunca evitar que me invadiera. Y es que, señor caballero, hemos crecido los dos en un mundo marcado por el orgullo, que éste ha sido, tal vez, el pecado más frecuente en todos los hombres y mujeres de nuestra condición, y aun, diría, de todos los españoles. Jamás termina el orgullo de apagar sus pavesas y, al menor soplo que encuentra a su favor, reaviva sus llamas y se hace incendio que todo lo consume. Ningún otro pecado es más nefando ni peor, y en ningún otro encuentra el justo tantas dificultades   —335→   para acercarse a su señor. El orgullo es pecado de necios y es, al tiempo, símbolo de la muerte, cuyas llamas prefiguran las que en el oreo habrán de consumir las almas de los condenados. Conozco esas llamas, señor caballero, y he de confesarle, a fuer de sincera, que en ellas me consumo con frecuencia y que en ellas hallo, al arder, satisfacciones que ni la oración puede ofrecerme. A diario lucho contra la vanidad, y me digo a mí misma que la honra es necedad y que nada es el hombre, si Dios nuestro señor no lo levanta desde el barro y las cenizas en los que se halla enterrado. Imagino al patriarca Abraham osando hablar con su señor y, como él, me estremezco, pues somos los hombres polvo y ceniza, lodo impuro que enturbia el fondo de la laguna cuando Dios con su poder agita sus aguas».

Vuelve el caballero a observar el rostro de la monja. Madre Encarnación de Ubago titubea en este punto. Está abriendo su alma a quien nadie es para escuchar sus confesiones. Ni al fraile de Cirueña le ha puesto nunca tan a la mano su corazón. Pueden ambos tocarlo en este momento, sentir sus latidos apresurados y retumbantes. El hidalgo percibe la tensión de la monja en sus entrañas. Le duele como si fuese propia. Imagina ahora que un fierro al rojo lo penetra y lo desgarra. Quiere respirar sin agitarse y contiene por algunos segundos el aire en sus pulmones. Vuelve la monja a poner sus manos sobre la mesa. El caballero observa sus dedos húmedos y temblorosos. La monja está sudando.

«No será preciso que añada más a lo que le tengo confesado, que, siendo vuesa merced despierto, bien sé que habrá de ver más allá de mis palabras, si es verdad, como me dice, que el buen padre de Cirueña le ha abierto los ojos en el camino de sus sospechas. Sepa, empero, vuesa merced que yo amaba a Madre Sacramento como a mí misma y que espero, por ello, que desde el cielo me perdone, pues mucho he de necesitar de sus mercedes, si aspiro a salvarme. También quiero pedir al caballero que nos tenga en cuenta en sus oraciones a mi hermana, a fray Domingo de Silos, que en todo se ajusta a nuestros deseos, y a mí, pobre pecadora que sólo aspira a hallar consuelo en la otra vida de los muchos pesares que en ésta le ha tocado padecer. Tal vez cuanto ha ocurrido sea para bien, que, en confesando mis culpas, he de hallar en el perdón, si lo obtengo, la paz que necesito y en la penitencia, la humildad a la que aspiro. De mí, barro maloliente y corrompido, cenaco inmundo, podrá hacer nuestro señor, si se lo propone, figura muy a su gusto, que en nada se deleita tanto su divina misericordia como en levantar a los caídos y en mostrar el verdadero camino de la salvación a quienes, como yo, se encuentran tan atrozmente descarriados. No sienta vuesa merced que le oculto mis faltas o que niego el crimen cometido, que es mi intención el que me tenga por la más perversa de las   —336→   mujeres y por la más impura de cuantas criaturas osan levantar su mirada hacia el rostro siempre terrible de su salvador. Recuerde que pauci ad eam recipiendam se disponunt, como dijera alguna vez Enrique Arphio al referirse a la ciencia mística, y yo puedo añadir que habré de esforzarme cada vez más en ser de esos pocos dispuestos a recibirla, que tal empeño habré igualmente de agradecérselo a su hermana, señor caballero, pues ninguna otra persona se ha esforzado más en mostrarme la conveniencia de seguir el único camino que al cielo nos conduce con certeza. No he de ser, como lo recomienda mi maestro, contada en el número de quienes hacen tan sólo gala de penitencia, que en sima y barranco tan peligrosos no pocos han caído, pareciéndoles a estos necios que si no se arrojan a tan rigurosa penitencias jamás llegarán a ser santos, como si en sólo ellas pudiera encontrarse la santidad. Mas, ¿cómo oso hablar de santidad yo, que acabo de confesarle a vuesa merced los más abominables crímenes cometidos por el nefando pecado de la soberbia? Y no sólo la soberbia, que al crimen también ha podido la envidia conducirme, pues su hermana era en punto de santidad de tanta perfección que paréceme imposible el que alguna de nosotras dejara de sentir envidia por su virtud. Ruégole, ahora, querido señor, que no deje de mentarme en sus oraciones y que cuando en ellas hable con su hermana le haga saber que en esta vida sufro por no verla, que el verla ha de ser en la otra el ver a Dios, pues sé que no habrá de separarse de su amado Jesús ni siquiera por una milésima de segundo».

En este punto levántase la monja de Ezcaray para despedirse. El caballero observa, tras los barrotes de hierro, cómo guarda sus manos en las amplísimas mangas de su hábito. La oscura madera de la mesa brilla en el cuartucho, dorada por los rayos del sol. Una campana de la catedral suena a lo lejos, y, desde los jardines del convento, llegan hasta el locutorio los trinos agudos de las avecillas. Siente calor el caballero y se desabrocha la valona que atenaza su pescuezo. Musitando avemarías en latín, piérdese la monja de Ezcaray en la penumbra de un pasillo cargado de silencio. El caballero observa por última vez el paso cansino de doña Encarnación de Ubago. Sigue a su figura la mala sombra de los fugitivos.

Se levanta. Mientras va hacia la portería, el hidalgo piensa que ni siquiera se han despedido. Siente calor, pero se tercia la capa como de costumbre. «Ser sin ser», piensa, y no sabe qué puedan significar ahora estas palabras. Las ha escuchado miles de veces a lo largo de su vida. Él mismo las ha repetido, sin saber, quizás, a qué se refería. ¡Qué extraño! Hace el camino de memoria, y, sin darse cuenta, ya ha salido del convento, poniendo sus pies en la acera. Hay pocas personas en la calle, y él toma, por la de Mercaderes, el camino más corto hacia su casa. El cielo de Arequipa está más azul que nunca.   —337→   La nubecilla blanca que distrajera su atención por algunos segundos ha desaparecido del horizonte. Los sillares de piedra parecen más leves bajo el implacable sol del mediodía. La ciudad brilla, flotando en un paisaje irreal e irrepetible. Al fondo, el Misti eleva sus fumarolas hacia el cielo.

Cuando lo recibe Gorricho al pie de la escalera, el caballero le entrega su capa sin darse cuenta de lo que hace. Huele a orégano y cebolla, y los efluvios del puchero invaden la casa y penetran en las habitaciones. «Ser sin ser», recuerda. No lo entiende. «¡Cuánto dolor en la mirada de esta monja!». Escucha el sonido de sus palabras, y se esfuerza por comprender a los amantes movidos por el odio, paradoja de paradojas. Tampoco le es dado penetrar en las razones de quien, siendo imperfecta, aspira, como la monja de Ezcaray, a alcanzar la perfección suma de la santidad. «Y lo hace. ¡Lo intenta con todas sus fuerzas, con todas las potencias de su alma! ¡No lo entiendo!», piensa mientras abre la puerta de su cuarto, se quita la boina y la arroja sobre la cama. Afloja las agujetas del jubón, quítase el tahalí, se sienta al borde de la cama y se descalza. Los dedos de sus pies se mueven sueltos, libres de las ataduras de los borceguíes. Se fija en sus medias calzas de algodón. Como el resto de sus vestidos, son negras. Le gusta el color. Piensa que ningún otro corresponde mejor a su condición de caballero, pues, para serlo, se ha de vestir con sobriedad, que en ella radica el buen gusto de quienes lo son.

«Mesura», piensa. «He ahí, quizás, el verdadero secreto de la sabiduría. In medio virtus». Alguien golpea la puerta de su cuarto cuando el caballero comienza a hundirse en sus recuerdos de infancia. Sale de ellos y da un grito que indica a quien le pide el permiso que está autorizado para penetrar en la estancia. «¡Pase quien lo desee!». La cabeza ensortijada de Escolástica se asoma a la habitación. El señor de Cellorigo se está calzando unas alpargatas de esparto. Cruza con arte las tiras de tela negra sobre sus calzas.

«No lo sé. Mi ama jamás se ocupó de pequeñeces. No entendía las cosas del mundo. Vivía dentro de sí, como si todo lo exterior le fuera ajeno. A veces, el viento, una nube, el canto de un pajarillo, o nada, pues nada precisaba para despertar, la arrancaban de su arrobo y obligábanla a decir cosas que no sabría explicarte. Recuerdo cierta vez en la pequeña celda que ocupaba. Era muy de mañana, y en el aire todavía vibraba esa luminosidad azul que anuncia la aurora. Ella tejía. Yo estaba ocupada en mis quehaceres de cocina. Sentía frío, y el sueño me dominaba. Añoraba, como nunca, la tibieza de las sábanas, y habría dado media vida por seguir durmiendo. Entre pucheros y sartenes, mi corazón volaba hasta los campos de mi niñez. La imaginación ha sido siempre la mejor amiga de los pobres y los desheredados. De vez en cuando, echaba la   —338→   mirada atrás y veía a tu hermana como si estuviera fuera de este mundo, con sólo sus dedos ocupados en el tejido. Los palillos se movían a gran velocidad. De pronto, todo se detuvo, y yo, en la cocina, también dejé abandonada a su suerte la candela del fogón. 'Hanse abierto las puertas del cielo', dijo entonces mi ama, 'y Dios nos ha mostrado su rostro, indescriptible'. No dijo más, pero yo, que ya estaba acostumbrada a estos prontos y a veces los memorizaba, miré entonces por la ventana y vi, en efecto, los primeros rayos de la aurora. Era un espectáculo bello, muy bello. No sabría encarecértelo con palabras. Cuando volví a mirar a tu hermana, me di cuenta de que ella había cerrado sus ojos y que estaba observando el espectáculo dentro de sí, como si el sol hubiese salido en su corazón. Era rara mi querida Madre Sacramento. Muy rara. Casi tanto como eres tú, querido. Hay algo en vosotros que está más allá de lo que una humilde esclava puede llegar a comprender».

Escolástica habla de una persona que el caballero no ha conocido jamás. Su hermana era dulce y tierna, pero jamás habría él dicho que fuera misteriosa, ni rara. Ésa no era la Violante que él tanto había amado. Mientras la esclava sigue hablando, le acaricia sus cabellos y coloca su cabeza negra y ensortijada en el pecho que él le abre para que se acurruque la avecilla temerosa. Ambos están sentados al borde de la cama. Sobre su mesa de trabajo, Íñigo ha dejado abandonadas sus espuelas. Su espada cuelga de un clavo con el tahalí. Escolástica ve brillar las espuelas como lámparas encendidas. Por las cortinas se cuela el sol.

«Un alma pura brilla en la oscuridad sin artificio. Así era tu hermana. Es lo que envidiaban en ella las hermanas Ubago. La amaban, pese a ello. Era su norte, y en sus almas torturadas veían en Madre Sacramento la estrella que habría de conducirlas a buen puerto. ¿Por qué, entonces, la mataron? Creo que lo sé. Disculparás mi torpe lengua de angola, pero, en los años que he vivido entre las monjas, te aseguro que he aprendido muchas cosas y que jamás son éstas como en principio nos parecen. El crimen es la manera más eficaz de descender a los infiernos. Si ellas lo cometieron, han de sentirse ahora polvo en el polvo, las más viles y despreciables criaturas del señor. Quizá no lo hayan hecho y quieran culparse, pero dudo de que así sea, pues la envidia y la soberbia han debido de contribuir en gran medida a prepararlo. Puestas en trance semejante, han de enfrentar el reto de elevarse hasta la santidad. Hay mucha soberbia en dicha pretensión, pero ellas lo ignoran, y en vez de ponerse en manos de Dios para que haga de ellas lo que quiera, sueñan, ingenuas, que Madre Sacramento habrá de guiarlas por el camino de la salvación. Nunca han estado más perdidas que lo que están ahora. Peligroso es el camino de la santidad.   —339→   Aspirar a la perfección puede llevar a quien no está preparado a los infiernos. Por eso se arrastran por los claustros del convento como culebras».

El caballero tiene a la esclava enlazada por la cintura, pero sus pensamientos están más allá, en el locutorio en el que acaba de entrevistarse con doña Encarnación de Ubago. Ya ha salido la monja y lo ha dejado solo. Los barrotes de hierro la hacen inalcanzable. El torno está inmóvil. La mesa negra está vacía. El hidalgo observa el techo y ve unas vigas de madera oscura que cruzan por encima de su cabeza. No piensa en Violante, sino en él. Ahora que sabe la verdad, se ha quedado vacío. Siempre habíase imaginado que la noticia habría de enfurecerlo. Dábale gran miedo su propia furia incontrolable. Pero no. Su alma es un estanque de aguas quedas en el que reposan recuerdos y pensamientos de otros tiempos. Y así es también ahora cuando abraza a su amante y esclava (amante esclava) y se deja acariciar, mimoso, los lacios cabellos que Escolástica adora. «Tú eres el rey con el que siempre he soñado. Sin ti, la vida y el mundo carecerían de sentido».

Íñigo siente que los ojos se le llenan de lágrimas. Estrecha aún más fuerte contra el suyo el cuerpo caliente de la esclava. Desde el zaguán llegan los gritos y maldiciones del navarro. Ninguno de los dos escucha nada. Sus cuerpos se confunden en un ardor de amorosa fragua. «Ser sin ser», repite una vez más el hidalgo de Ezcaray antes de perder sus pensamientos en los erectos pezones de su amante negra. Sus senos son pequeños y redondos, como naranjas. También son tibios. Abre Escolástica sus piernas, y el caballero penetra en silencio al paraíso. Ambos flotan, dichosos y plenos, en la eternidad del instante. «Hanse abierto las puertas del cielo y Dios nos ha mostrado su rostro, indescriptible». Un viento repentino golpea las ventanas. Todo en el mundo vibra. Con sus ojos cerrados, los dos amantes.



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ArribaAbajoCapítulo XXX

Caro terrea terraque carnea


A su vuelta de Lima, Hernán Vivanco esperábalo en la rebotica. Tenían que charlar. Mientras aguardaba, el boticario leía una y otra vez las cartas en las que don Alonso había ido transmitiéndole sus impresiones de la Ciudad de los Reyes. «Y hay, decía en una de ellas, tantos forasteros a la fecha en esta ciudad, que no habrá de serles difícil a los luteranos tomarla por asalto, si se lo proponen». Sin duda, exageraba don Alonso, pues, a continuación, citaba unos pocos nombres de los que él consideraba forasteros (genoveses, catalanes, griegos, valencianos, napolitanos, dos gabachos y un armenio, católicos todos confesos y practicantes) y pasaba a encarecer con toda clase de elogios desmedidos la fortaleza, belleza y excelente hechura de las murallas que rodean la ciudad. En otro pasaje deteníase en describir con lujo de detalles las fiestas y saraos que se acostumbran en la corte del virrey y en contar anécdotas sabrosas de sus encantadoras protagonistas. «Lima, querido amigo, es ciudad de chismosos y correveidiles, que en ella no hay quien ponga frenos a su lengua y a los más les encanta espolear la ajena». Decía cosas muy graciosas de sus casas y zaguanes y hasta describía un patio decorado con azulejos y un barandal de caoba tan bien torneado que jamás había él conocido otro que lo igualara. Si a algo estaba dispuesto el boticario era a reconocer en don Alonso dotes de observador que él no poseía y que hacían que su conversación y sus escritos fueran siempre amenos e interesantes.

Ahora estaba impaciente. Conocía por un propio, con quien el caballero habíale enviado una esquela en la mañana, hasta la hora exacta de su arribo a la ciudad. Había llegado la tarde del día anterior, agotado por los vaivenes de las acémilas y por lo interminable del viaje y la monotonía del paisaje de la costa. «Mar y desierto», pensaba Hernán. «¡Es un infierno!». El boticario suponía que, pese los inconvenientes, don Alonso habríaselas ingeniado para gozar de los placeres y lujos a los que estaba acostumbrado y que en ninguna de sus pascanas le habrían faltado su jícara de chocolate, sus sorbetes, ni sus azucarillos, que era el diplomático de esas personas que llevan consigo la civilización y los buenos modales hasta la misma Tartaria, si a tal viaje los fuerza la obligación. No existe inconveniente que los arredre. Desiertos y punas se suavizan a su paso, y la naturaleza hácese a ellos doméstica y familiar. Crean los de su condición vida de corte en todas partes, hasta con los caribes más feroces y temidos, siempre atendidos por hombres que, como el buen Pedro, disponen   —341→   de sus sartenes y confites aun en las selvas más ásperas, alejadas y salvajes. «Don Alonso de Verona sería capaz de convertir esta pequeña ciudad de Arequipa en un nuevo París, si se lo propusiera», díjose para sus adentros el boticario.

Cuando sonó el primer aldabonazo, Hernán Vivanco se puso de pie. Sobre la enorme mesa de la rebotica en la que trabajaba había dejado abandonadas las cartas de su amigo. Hasta ese día, el boticario jamás se había detenido a estudiar los rasgos de la letra del diplomático. Nada le decía a simple vista, y no era, como las de los doctores que escribían en el récipe sus recetas, enrevesada y turbia, sino clara y legible, firme y serena como pocas. Tenía, empero, algunos rasgos que, por su dureza, podían esconder, en ciertos casos, una tensión propia de los espíritus atormentados. Era especialmente notoria esta tensión en las pes y demás letras que se afirman en las verticales, y no era fácil deducir de ello si, levantando tanto las líneas de sus bes, aspiraba el hidalgo a elevarse hasta los cielos, o si, como lo sugerían las curvas y lazos que decoraban las ges en sus partes inferiores, trataba, más bien, de afirmarse en esta tierra y echar raíces en ella por los siglos de los siglos. Pensaba en ello Hernán Vivanco al atravesar el establecimiento. Los aldabonazos se repitieron y el boticario apresuró su paso. Quien aldaboneara tenía prisa.

Al abrir la puerta quedó el cuerpo de don Alonso recortado sobre un fondo de claridad intensa. En la plaza algunos indios de las chacras cercanas vendían, gritándolas, sus hortalizas. El apio y la zanahoria estaban baratos; las coles y las lechugas habían subido sus precios durante la semana. «¡Ajos! ¡Ajos! ¡Los mejores ajos de Arequipa!», repetía a voz en cuello una vendedora de mediana edad, de cuerpo garrido y trenzas largas y oscuras atadas a su espalda, pegadas a su lliclla. Los amigos se confundieron en un abrazo. Un asno paticojo, cargado hasta los topes de papas y carne de cordero, rebuznaba levantando al cielo su cabeza. Las moscas y los tábanos revoloteaban sobre su carga como sobre un manjar. Los tupus de las indias, que sujetaban sus llicllas y sus mantones, relucían al sol como monedas de plata recién salidas de la ceca de Potosí. Los ajos de Arequipa tenían justa fama en todo el Perú, y la buena vendedora de trenzas largas seguía gritando con orgullo su mercancía. «¡Ajos! ¡Ajos de Arequipa! ¡Los mejores del mundo!».

-Íñigo diría -habló el caballero- que en nuestra ciudad el ajo domina sobre el resto de las especias y que ello se debe al hecho de que sus habitantes proceden en su mayor parte de las provincias del norte de España, donde el ajo es rey y la cebolla, su servidora.

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-Pasemos a la rebotica -invitó Hernán Vivanco.

-En Lima ocurre todo lo contrario -continuó su peregrino discurso don Alonso, mientras seguía a su amigo entre estantes de pomos, frascos y medicinas ya etiquetadas-. Débese, naturalmente, a que sus habitantes, tan sutiles, graciosos e imaginativos, vienen de las tierras del sur, de Extremadura y Andalucía, donde el sol brilla todo el año y las mentes están siempre abiertas a los placeres y novedades. De ahí que los limeños gocen de los más variados y mejores dulces, postres, hojaldres y pasteles que en el mundo han sido hasta el presente. La dulzura de las limeñas es incomparable.

Se sentaron. Don Alonso López de Verona se acomodó en una silla de anea que encontró arrimada a un estante en el que reposaban las piezas sueltas de un alambique.

-Lo desarmé -se justificó Vivanco-, porque lo usaba cada vez menos, y ya sabes que abandoné casi por completo la búsqueda de mejores remedios para nuestros males. Con este pequeño que aquí ves me basta y me sobra para hacer lo que debo hacer. Pero, bueno, cuéntame cómo te ha ido durante todo este tiempo entre las bellas limeñas -Vivanco recogió las cartas de su amigo y las guardó en uno de los cajoncitos de su mesa.

Don Alonso carraspeó, aflojose un punto la valona, echó su capa hacia atrás y se dispuso a hablar de los once meses largos que había pasado buscando a Espinosa en los conventos de la capital.

-Entre las limeñas, muy bien. Son deliciosas, delicadas, dulces y picaronas. Lima es Babilonia, amigo mío, y los pecados de la carne ocúltanse con tanta gracia y de tal manera que jamás faltan en ninguna mesa y acechan las tentaciones hasta en la sacristía de San Francisco. Y en el catedral... ¡para qué te cuento!

-Estuviste, entonces, en tu salsa.

-Sí por cierto, que no otra cosa esperaba. Viejo soy, pero los que somos gallos de pelea no perdemos los espolones hasta la muerte. Ya sabes lo que se dice...

-Genio y figura hasta la sepultura.

-Acertaste. No tuve tanta suerte, sin embargo, como ya sabes, en la búsqueda de nuestro amigo, que sólo al final di con él y me tocó enterrarlo en el camposanto de una capillita alejada de la ciudad en la que había pasado sus últimos años entre oraciones y disciplinas. Nuestro Andrés vivía atormentado.   —343→   Por lo que he podido averiguar, sus problemas comenzaron en Arequipa, a los pocos meses de que enterráramos a nuestra querida Violante. Yo ya me había ido de la ciudad.

-Jamás pude explicarme el que escapara.

-Después de muchas averiguaciones, encontré al fin a un buen amigo suyo, un cerero establecido junto a un hospital. Es muy viejo, y cuando habla de Andrés, se emociona y llora. Me contó de un caballero, un don Martín de triste memoria, que, a lo que parece, fue la causa primera de sus desgracias.

-Fue un asesino, pero entiendo que murió hace muchos años.

-En brazos de Andrés, según me contara su buen amigo. Nuestro buen doctor estaba convencido de que lo había matado.

-Al tal don Martín sólo podía matarlo Pedro Botero.

-¿Lo conociste?

-Jamás, pero he escuchado algunas historias del hidalgo.

-Las que me contó Felipe Úbeda, que así se llama el cerero amigo de Andrés, me pusieron los pelos de punta. Me acordé del teólogo de Salamanca.

-Aún peor, te lo aseguro.

-Lo primero que hice al llegar a la ciudad fue llegarme hasta el convento de Santo Domingo, donde situábamos, si recuerdas, el paradero de nuestro amigo.

-¿Y?

-Había vivido en él, en efecto, de hermano lego, mas una noche fueron tales los gritos de Andrés y tan recias sus cabezadas contra las paredes que los buenos padres tomaron el consejo de internarlo en un hospital, del que a las pocas semanas se escapó sin dejar rastro. Durante varios años, nadie supo más de él y lo dieron por muerto.

-¿Y qué gritaba?

-Incoherencias, según parece. Hablaba de condenados, del tormento de los infiernos, de fuegos y de llagas sangrantes y mentaba como en aullidos al tal don Martín. Según me dijo el prior de los dominicos, tanto como enfermo, parecíales a todos un endemoniado.

  —344→  

-Los frailes ven al demonio en cualquier parte.

-Y los seglares también, amigo mío, que otro tanto me contó un caballero de Lurín, retirado en su chacra, que había sido buen amigo de Andrés en otros tiempos y que lo visitaba con cierta frecuencia en el convento.

-¿Qué te contó?

-Que, estando una mañana en uno de los claustros del convento charlando tan pacíficamente como te puedes imaginar, se le mudó el rostro y, yéndose contra una de las paredes, comenzó a gritar como un poseso y que, si él no hubiera estado para evitarlo, habríase partido en dos la cabeza por los golpes que se daba contra las piedras.

-¿No habrá exagerado el caballero?

-Pareciome discreto el tal don Álvaro, que así se llama.

-¿Y que más averiguaste?

-Ya te dije que nadie conocía a ciencia cierta su paradero desde que escapara del hospital y que hasta Felipe Úbeda, el cerero, dábalo ya por muerto, de lo que el buen hombre estaba contento, pues Andrés había sufrido, según me contaba, mucho más que cualquier otro hombre que él hubiese conocido.

-Buenos deseos eran los de su amigo.

-Y tanto.

-¿Y cómo lo encontraste?

-De casualidad. De hecho, ya desesperaba de poder hallarlo. Fue hace como dos meses. Yo había salido de casa muy de mañana y no pensaba regresar hasta muy tarde, pues un caballero de mi tierra al que conocí una mañana de domingo ajustando en unas sortijas que se celebraban en la plaza Mayor habíame invitado a su casa para comer y pasar un buen rato en mutua compañía. Tenía, además, el caballero una hermana que me gustaba y que, a mi parecer, podía sacarme el clavo de la de Asturias, aunque no era ésta ni tan lozana ni tan liberal.

-Pasa por alto tus liviandades y vete al grano.

-Todo se ha de contar, que en hacerlo radica en encanto de la historia.

-Cuenta, pues.

-Lo pasé bien, te lo confieso. Comí en abundancia y degusté una sopa   —345→   teóloga que, por sus suculencias dialécticas, sus ergos y su argumentum inaccesibile humana ratione, debería figurar entre las mejores obras de santo Tomás de Aquino. Pues ¡y los vinos...! ¿Cómo encarecerlos? Había un tintorro hecho de quebranta cuyos olores se me subían a la nariz al tiempo que la hermana de mi amigo encendía en mi pobre corazón otras pasiones. Pero sobre la sopa, los asados y los vinos debo poner, a fuer de justo, la calidad de los postres. De ellos no quiero decir nada para evitarte el pecado de la envidia.

-¿Y cuánto duró esa comida?

-Como dos horas, que se sirvieron más de diez platos sin que entre ellos debamos contar los postres que te menciono. Donde pude ver la generosidad de mi amigo, sin embargo, fue en los aguardientes. Su liberalidad hízose entonces manifiesta. Vino el aguardiente de Pisco hasta la mesa y ahí supe, como dice san Anselmo, quanti ponderis sit peccatum, que, bajo el peso de semejantes delicias, a punto estuve de rodar por los suelos. ¡Qué transparencia! ¡Qué fuerza! ¡Cuánta felicidad podemos, si sabemos hacerlo, encerrar en una sola botella! ¡Cuánto mejor si la encerramos en una damajuana!

-Muchos elogios son esos para un licor tan humilde.

-Y me quedo corto, que hay pocos aguardientes que en el mundo entero puedan comparársele. Pero continúo. Levantada la mesa, fuimos los tres a un estradillo en el que ya se hallaba dispuesta una mesa para jugar una partida a la baraja. La hermana de mi amigo seguía haciéndome carantoñas y hablando pamemas. Ya en la partida, noté más de una vez que su piececito tropezaba como de casualidad con mi pierna y que, cada vez que ella lo retiraba, se sonreía, mirándome a los ojos. Yo, que gracias al aguardiente habíame vuelto más osado de lo que acostumbro en estos casos, adelantaba mis piernas sin pensar en que su hermano bien podía advertir mis movimientos.

-Y así ocurrió.

-Así ocurrió, en efecto, y ésta fue la casualidad de la que te hablo. El caballero se sintió ofendido, y no bastaron para calmar su enojo el llanto de su hermana, ni las disculpas de un servidor, que Sebastián, pues así se llamaba, exigía que su honra se lavara con sangre. Yo estaba aterrorizado, pues en pocas ocasiones habíame hallado en un trance tan difícil. Fijamos lugar, día y hora, padrinos y armas, y yo abandoné la casa con un peso en el corazón que todavía, si lo recuerdo, me lo agarrota.

-¿Y hubiste de batirte?

  —346→  

-No, por suerte, que tengo para mí que fue todo aquello una cadena de casualidades que condujeron al hallazgo de nuestro amigo. Habíamos fijado la fecha de mi desgracia para el lunes, pues el caballero no quería disputar en sagrado y al día siguiente era domingo. Las horas se me hacían interminables y los minutos, eternos. Había visto a don Sebastián ajustar en la plaza Mayor, jugar a las cañas y hasta lidiar los toros a caballo y teníalo por uno de los más hábiles caballeros que jamás haya conocido. El duelo habría de ser a caballo, y nuestras armas, espadas y puñales. Te confieso que pasé toda la noche rezando a la beata Rita de Casia, patrona de los imposibles.

-¿Y cómo te libraste?

-Cuando amaneció el lunes, vínome a ver uno de los padrinos con urgencia para comunicarme que el caballero hallábase en muy grave estado en cierta parte de la ciudad que no podía decirme en ese momento. Pidiome que lo acompañara, y yo, libre ya de mis temores, quise borrar la ofensa del día sábado y ponerme a su servicio para lo que fuere menester. Seguí al caballero que me había venido a buscar y, al trote corto, como si paseáramos, fuimos saliendo juntos de la ciudad en dirección a Limatambo, donde, según me dijo mi acompañante, se hallaba mi amigo en su casa de campo. Fuera ya de las murallas, soltamos nuestros bridones al galope. Nos llevó como una hora dar con su casa, y a la puerta de la misma nos recibió Brígida, su hermana, causa primera de aquel enredo, con sus hermosos ojos anegados en lágrimas.

-¿Había muerto?

-Todavía no. Estaba a punto, pero aún respiraba. Tenía el pecho cruzado de vendajes y era evidente que lo habían traspasado a cuchilladas. «Fueron tres los que nos esperaban. Lo hicieron a traición», díjome la dama, quien, en su recato, no parecía la misma que hasta aquel trance habíame llevado. «Si no hubiera sido por un humilde ermitaño que vive en estos andurriales, habríase desangrado y muerto sin que nadie acertara a remediarlo. Ni yo, ni nuestros criados, y menos que ellos yo misma, que lloraba como babieca». Me contó que daba tales gritos de furia el ermitaño cuando defendía al caído con un garrote que los matadores dejaron su presa al punto y echaron a correr hacia Lima sin mirar ni una sola vez atrás desde sus caballos. Con sus criados quiso la dama mover al herido hacia la casa, pero él no dejó que así lo hiciera, pues le aseguró que, de hacerlo, al punto moriría y que lo más conveniente sería curar lo ahí mismo, para lo que él precisaba de algunos vendajes, de algunas hierbas que nombró y de abundante agua limpia de manantial. Ayudáronlo lo mejor que pudieron, y el ermitaño, que no otro era sino el buen doctor Espinosa, puso   —347→   en su cura tal empeño y habilidad que al caballero comenzaron a volverle los colores, abrió los ojos, dijo algunas palabras que nadie entendió y ayudó como pudo a que lo cargaran para moverlo hasta la casa.

-¿Llegaste a ver todavía vivo a Andrés?

-Déjame que te cuente y no interrumpas.

-Continúa.

-Lo haré, si me dejas.

-Está bien. No volveré a interrumpirte.

-El caballero aún no había vuelto en sí cuando yo llegué, y su hermana había tomado la decisión de llamarme, pues se sentía culpable de haber provocado, con sus indiscreciones, el duelo, por fortuna aplazado. Tenía la esperanza de que, una vez que el caballero despertara, bastaría una disculpa de mi parte para que él desistiera de llegar a tal extremo, y yo me conformaba en todo a su parecer, que nunca sentí atracción alguna por el oficio de duelista.

-Ni yo.

-Ambos somos en eso parecidos, que no eran los casos de Íñigo ni de Andrés.

-Así es, que siempre estaban dispuestos a echar mano de la espada.

-Aquella mañana el caballero no despertó. Había hecho venir Brígida a un médico desde Lima, y estaba a la cabecera de la cama observando atentamente cada uno de los gestos y visajes del herido. De vez en cuando, tomábale los pulsos y hacía un gesto con la cabeza que tanto podía valer por un «¡qué bueno!» como por un «temamos lo peor». Yo le dije a la dama que me gustaría ver al ermitaño y que si podía dejarme a uno de sus criados para que me acompañara a visitarlo. Me dijo que ella misma lo haría con mucho gusto, pues estaba visto que su hermano no despertaría en varias horas y deseaba agradecerle el favor que les había hecho. Fuímonos los dos con un negrito por el sendero que bordea un riachuelo y llegamos a una capillita de barro que tiene sobre su puerta una enorme cruz de palo pintada de verde. La capillita carecía de ventanas y sólo se iluminaba con la luz que penetraba por la puerta. Junto a ésta, había un rústico pilón con una fuente, una azada a su pie, el garrote con el que defendiera al hidalgo y un perrito que se había quedado junto a la puerta, de vigilante. Cuando nos vio, el perro estiró su hocico hacia nosotros, nos olió varias veces y volvió a echarse sobre sus cuatro patas, como si tal trámite   —348→   bastara para asegurarse de las intenciones amistosas con las que llegábamos. No ladró.

-Los perros son, a veces, más inteligentes que nosotros.

-Éste era muy pequeño, de esos que usualmente pasan sus días correteando detrás de todo cuanto se mueve.

-Y se quedó inmóvil.

-Parecía triste. Tenía esos ojos que solemos decir de perro apaleado.

-La mirada de los perros es, a veces, tan humana...

-El de éste lo sería, sin duda, pero no recuerdo en absoluto su mirada. No podría decirte si me pareció, o no, humana en ese momento. Tal vez. Lo recuerdo echado junto a la puerta. Eso es todo. Cuando entramos, mis ojos tardaron varios segundos en acostumbrarse a la oscuridad de la capilla. El piso era de tierra. Al fondo comencé a ver algo que parecía un altar y, en un rincón, a mano derecha según entramos, vi un bulto oscuro e inmóvil al que nos dirigimos. Era Andrés. Se cubría con una manera de hábito de estameña, muy burdo, y tenía una barba tan crecida que casi le llegaba a la cintura. Estaba echado a todo lo largo y parecía dormido. Nos acercamos. Yo me incliné y lo tomé de los hombros para despertarlo. No pude hacerlo. Su boca dibujaba una sonrisa, mas, pasados algunos minutos, me di cuenta de que, más que una sonrisa, era un rictus de muerte, ese que hace que pensemos con frecuencia en que sólo en el sepulcro hallaremos la paz que desde la cuna perseguimos.

-¡Cuánta verdad hay en ello!

-Andrés descansaba por fin y para siempre. ¡No sabes cuánto sentí no haberlo encontrado todavía con vida! El esfuerzo que hiciera por defender al hidalgo de sus agresores había acabado con sus fuerzas. Brígida se puso de rodillas junto a su cadáver, y los dos rezamos por su eterno descanso. Lux perpetua luceat ei, como cantan los frailes en estos casos. El doctor Espinosa había acabado su vida como un santo, que en pocos minutos se llenó la capilla de vecinos y chacareros, y no pocos de ellos traían velas encendidas para ponerlas a sus pies. Contaban y no acababan aquellas buenas personas de las virtudes de nuestro amigo, de sus ayunos y penitencias, de la vida tan áspera que hacía en aquellos andurriales y de los favores que con tanto desprendimiento prodigaba. Había, pese a su vida religiosa, continuado ejerciendo su profesión de médico, y en uno de los rincones de la capilla, en efecto, encontramos sus instrumentos de físico y unos pocos libros de consulta de los que   —349→   nunca había querido separarse. Junto al cadáver había unos cuantos mendrugos de pan, una jarra de agua y unos tronchos de lechuga, que, según parece, hacían la mayor parte de su condumio.

-Magro en verdad.

-Y tanto.

-Algo más sí comería.

-Supongo que ése debió de haber sido su almuerzo del lunes. La cena no quiero ni imaginarla.

-Bueno, Andrés jamás fue de mucho comer.

-Tampoco de privarse de los placeres de la mesa. Te confieso que se me llenaron de lágrimas los ojos al comprobar tanta pobreza. Parecía la cueva en la que los pintores representan a san Jerónimo, y no faltaba ni la Vulgata sobre un pequeño atril que, a propósito, habíase fabricado con unas ásperas maderillas nuestro amigo. También había unas a manera de disciplinas que colgaban de un clavo y que, como pude yo mismo comprobar, estaban manchadas de sangre todavía reciente.

-¡Qué locura!

-Todos nos hemos vuelto locos, querido Hernán. ¿No es, acaso, también una locura vivir como nosotros lo hacemos?

-No lo sé. Nosotros somos los últimos que quedamos sobre la tierra de una especie de hombres que se acaba. ¿Lo enterraste ese mismo día?

-No. Al día siguiente, al pie del altarcito de la capilla. Los hombres de las chacras vecinas lo prepararon todo. Hicieron un féretro grande con sus herramientas y palos, sus mujeres lavaron todo su cuerpo con ruda, le pusieron un hábito blanco y muy limpio, le cruzaron las manos sobre el pecho, le colocaron una bula entre ellas y lo metieron en la caja. Y así quedó durante varias horas. Lo velamos los chacareros y yo, que Brígida, ocupada en la salud de su hermano, volvió a su casa y no regresó a la capillita hasta la hora del entierro. A éste vinieron varios frailes de Santo Domingo, que tienen casa de campo en las inmediaciones. Andrés había levantado su capillita muy cerca, mas teníanlo por loco, y los frailes procuraban no tropezarse con él en su camino. De ahí que nada me dijeran de su paradero cuando los visité en Lima.

-Te habrían ahorrado no pocos inconvenientes.

  —350→  

-Así se lo hice saber al superior de la casa cuando, al fin, enterramos a nuestro amigo. Me contó éste que la locura del médico habíase acentuado en el convento y que algunas veces hasta interrumpió los oficios de la misa con los terribles gritos en los que prorrumpía cuando le venían los ataques. Todo cuanto en vida poseyó nuestro amigo, que no fue pobre, habíaselo dejado en testamento a los dominicos, y él se fue de esta vida tan desnudo y tan limpio como cuando lo parió su madre en las montañas burgalesas.

-¿Y la biblia que viste sobre un atril?

-Se quedó en la ermita, que ahora es lugar de peregrinación y de rezo de los más humildes. Los frailes han consagrado el altar, han puesto guardián para que la cuide, y a diario se llega un frailecillo casi imberbe que atiende los oficios y la misa.

-¿Y qué ocurrió con Brígida y su hermano?

-Éste sanó, que Brígida recortó un buen pedazo de estameña del hábito de Andrés, lo puso en las heridas de su hermano, y a los pocos días ya estaba de pie y con apetito, alegre y convencido de que con él y en él habíase obrado un milagro. Olvidó el duelo y los agravios, recobró el buen humor y el sentido y, con pena, se despidió de mí a los pocos días, pues yo tenía que volver a Lima y él se quedaba todavía un buen tiempo entre parras y chirimoyos hasta reponerse. Durante la semana larga que estuve en el campo de Limatambo, viví en su casa, y su hermana jamás volvió a tenderme redes amorosas con sus ojos ni a tentarme con sus encantos, pues su ánimo a tal punto habíase visto afectado en esos días que ya hablaba, la pobrecita, de meterse a monja en un convento de clarisas de la capital.

-¿Y lo ha hecho?

-No sé, ni me interesa. Nuestros tiempos son fértiles en locos, místicos y estrelleros, y los hombres más se inclinan a la santidad que al trabajo. En esto, poco o nada ha cambiado desde los tiempos de la Madre Teresa de Cepeda.

-Nada.

-En esto estamos todos tan hechizados como nuestro buen soberano e imaginamos que la grandeza de las Españas habrá de sostenerse en los pilares de la santidad y el heroísmo por los siglos de los siglos.

-No todos pensamos así -replicó el boticario, poniéndose de pie-. Somos muchos los que creemos que nuestra pobreza ha de terminar por abrir los ojos de los más ciegos.

  —351→  

-Lo dudo. ¿Adónde vamos? -preguntó el caballero, al ver que su amigo se echaba la capa sobre sus hombros.

-A dar una vuelta. Ya es hora de cerrar la botica. Vamos a echar al coleto unas tazas de aloquillo en la taberna de Aransay.

-¿Con aceitunas aliñadas?

-Con aceitunas y un más es menos de cecina cuzqueña.

-Me place. Después, comeremos en mi casa.

Caminaban bajo los portales. De la Merced torcía a buen paso hacia la Compañía fray Antonio de Tejada. Al verlos, se paró en seco.

-Tengo prisa, pero no quiero que ella me impida saludar a mis amigos -les dijo el fraile a guisa de saludo.

-¿Cómo andamos de salud? -preguntó el boticario- ¿Ha vuelto a tener su paternidad pesadillas?

-Ni una sola vez desde que tomo en las noches el cordial que me prepara el señor Vivanco.

-Mejor médico que boticario -bromeó el diplomático.

-Mejor aún como persona -respondió el dominico.

Ahí mismo se despidieron. El predicador continuó su marcha a un trote ligero que habría de hacerse más lento a medida que ascendiera hacia el convento de Santo Domingo. Bajando hacia San Agustín, los dos amigos tomaron el camino de la taberna.

-Tengo una salazón de pescado que ha de hacer las delicias de vuesas mercedes -les anunció el mesonero al atenderlos.

-¿Y cómo la aliña tu mujer? -preguntó don Alonso.

-Con cebollitas encurtidas y aceitunas.

-Debe de estar buena. Mándanos unas porciones para hacer boca.

-Y una buena jarra de ese tintorro de Vítor que siempre nos escondes, picarón -añadió el boticario.

-A vuesas mercedes no puedo esconderles ni el pensamiento.

Con su trapo sucio echado sobre el hombro, Aransay se perdió entre las barricas. A los pocos minutos reapareció frente a los amigos con sendos   —352→   platillos de lo prometido.

-Huelen bien -alabó el boticario.

-Y no tienen mal aspecto -añadió el caballero-. ¿Qué pescado es éste?

-Anchoas de nuestras costas.

-Parecen buenas -Hernán Vivanco separó con sus manos un buen pedazo y se lo llevó a la boca-. ¡Excelentes! -encareció.

-¡Y no han de serlo, si las sirve Aransay!

Se fue contento, riendo como un niño, el tabernero. Su mujer lo observaba desde las barricas, y los dos amigos se la quedaron mirando por unos segundos. Cuando Aransay regresó, escanció vino en las tazas, dejó la jarra sobre la mesa y se alejó, volvieron ambos a sus asuntos.

-¡Por tu regreso a Arequipa! -brindó Vivanco, levantando su taza.

-¡Por Arequipa, el último refugio!

Bebieron. En la taberna había muy pocos parroquianos. Algunos mozos trabajadores entraban, echaban un trago y, con las mismas, abandonaban aprisa el establecimiento. Unos alguaciles de la justicia se ocultaban en un rincón bebiendo en silencio. De vez en cuando cruzaban miradas de inteligencia con el bautista de las cubas. En la esquina de la justicia, las sombras se agrandaban.

-Esperan a alguien -observó don Alonso.

-A algún indio que habrá escapado de los obrajes.

-Quien escapa de la mita no viene a la taberna de Aransay.

-No lo sé. Puede que se haya disfrazado de arriero. Hasta aquí llegan no pocos de las alturas del Cuzco y de la parte de los Collaguas.

-¡Pobres indios!

-¡Pobres todos nosotros!

-Exageras. Nosotros aún tenemos un buen pasar, y tu botica te ha dado hasta ahora muy buenas peluconas.

-No me quejo, pero no basta. Estamos, amigo mío, a punto de que el siglo acabe y nuestro mundo se hunde. ¿Te acuerdas de hace unos doce años,   —353→   cuando nos reuníamos en nuestra academia y pasábamos las tardes en conversaciones amenas e inteligentes?

-Era una ficción que nosotros mismos habíamos creado.

-Tal vez, pero era nuestra ficción, nuestra fantasía. Hoy ya no existe.

-Éramos jóvenes. Ahora todos peinamos canas y hemos cruzado el medio siglo.

-Creo que la juventud no tiene que ver nada con todo esto, mi querido amigo. Mírate tú, inteligente, discreto e ingenioso. Y mírame a mí mismo. En cualquier nación podría haber continuado las investigaciones que aquí hube de abandonar. Tú serías un ingenio reconocido y tendrías razones para escribir. Andrés no habría muerto en una ermita, torturado por fantasmas, e Íñigo estaría entre nosotros. No, este mundo no nos acepta. Es un mundo que no nos pertenece, y en él estamos viviendo todos nosotros de prestado.

-España es la que se acaba. El olor de muerte se extiende a todo lo largo y lo ancho de la piel de toro. Por Madrid...

-Y por Lima y Arequipa.

-Tal vez, pero no de la misma manera. Aquí la tierra se abre generosa y todavía es posible soñar con el futuro.

-¿Con el futuro de quién? ¿Acaso alguien ha pensado jamás en el futuro entre nosotros? En el único futuro que nos permiten pensar es en el de la otra vida. Las Españas están saturadas de milagreros y santurrones.

-Ése es, para muchos, su encanto.

-Y, para los más prudentes, su freno.

-¿Y qué podemos hacer nosotros?

-Desesperar de que algún día despierten los pueblos de su hechizo, que no será posible en mucho tiempo.

-Quizás en estos indios que escapan esté nuestra esperanza.

-Puede ser.

-No te veo muy convencido.

-¿Y por qué habría de estarlo, amigo mío? ¿Lo estás tú?

-Te confieso que no. Los indios me asustan. Hay en ellos algo oscuro   —354→   que no entiendo, y pienso que, así como los españoles viven hechizados por sus postrimerías, los indios lo están a su modo por los encantos de su pasado. Todos nos encontramos presos de nuestras fantasías.

-Veo que lo entiendes. Huacas e iglesias. En los dos últimos siglos se ha desarrollado en el Perú una guerra sin cuartel por detener el tiempo. Lo terrible es que en ambos bandos los que caían morían por idénticos motivos sin saberlo.

-Si hemos desperdiciado el pasado y perdido la esperanza del futuro, lo único que nos queda es el presente.

-Ni siquiera podemos esperar, como esos alguaciles, a que por esa puerta entre un indio fugitivo. Así que, mi querido Alonso, comamos y bebamos, que mañana moriremos.

-No están malas estas anchoas.

-Sirven para abrirnos el apetito.

-En año del señor de 1700 deseemos a nuestro soberano larga vida y prosperidad.

-Y que nosotros lo veamos.

Levantaron las tazas y las chocaron. La mujer de Aransay los observaba desde el lado opuesto de las barricas. Ambos amigos hablaron de muchas cosas, y su conversación rodó entonces sobre los tópicos más usuales: política de la corte, vidas de putanas famosas, historias de conventos y milagreros. Todo el repertorio conocido. Estuvieron más de una hora hasta terminar las anchoas y el tintorro.

-Buenas, Aransay. Estas anchoas son una auténtica maravilla -exageró el boticario al despedirse.

Cuando llegaron a la casa del hidalgo, Pedro esperaba con la mesa puesta. Comieron con apetito y, tras la comida, echaron unas cabeceaditas en el estrado. Los licores, las pastas y el chocolate habían hecho más lenta su digestión, y el sueño los invadía. Don Alonso no podía abrir los ojos. Un viento que anunciaba lluvia oscureció con sus nubes el horizonte, y el estrado quedó en penumbra. Pedro entró sin hacer ruido y recogió el servicio. Ambos amigos dormitaban. El siglo estaba a punto de terminar.



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ArribaAbajoCapítulo XXXI

Tercera y última


A su eminencia don Joseph Saénz de Marmanillo y Aguirre, doctor en Artes y Teología, catedrático que fue de la muy ilustre Universidad de Salamanca, examinador sinodial de la arzobispal de Toledo, calificador de la Suprema, protector del Reino de Sicilia, cardenal de la santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, inquisidor general de Roma, Salomón de España e hijo devotísimo de san Benito en el monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla, remite humildemente la presente su servidor en Indias, predicador de la orden de santo Domingo, fray Antonio de Tejada, superior del convento de dominicos de Arequipa, en los reinos del Perú, su pariente y amigo, a veinte días del mes de mayo del año del Señor de mil seiscientos noventa.

Beatus vir, qui suffert tentationem: quoniam, cum probatus fuerit, accipiet coronam vitae. Alleluia. Amavit eum Dominus et ornavit eum: stolam gloriae induit eum. Alleluia.

Ha pasado medio año desde que remitiera a vuestra eminencia mi última carta, y aun sospecho que habrá de estar todavía por Panamá viajando a España, pues este año han sido malas las barcadas de la flota, y tanto que, a los riesgos en que la naturaleza pone a nuestros barcos por las enormes tormentas con que los azota, hanse sumado los intentos de los herejes luteranos por asaltarlos, que tales han sido las nuevas que desde Lima nos han llegado. Ruégole a Dios que ésta, junto a las cartas anteriores, llegue a las manos de vuestra eminencia y que yo viva lo suficiente para hallar contento en su respuesta.

No esperaré, empero, esta última, pues grande es mi anhelo de seguir dándole cumplida cuenta de mis noticias y las mismas han crecido en los últimos meses y hanse acrecentado de manera tal que forman como una montaña en la que el mejor escalador corre el peligro de precipitarse en los abismos de la duda. Y así debo comunicarle a vuestra eminencia que nuestro amado Íñigo ha desaparecido y que de él no queda rastro cierto en Arequipa, ni en Yanque, ni en Cabanaconde, ni en ninguno de los poblados del corregimiento de los Collaguas, que con tanto acierto gobernaba. He viajado yo hasta aquellos lugares, sufriendo lo que vuestra eminencia podrá imaginarse, que no hay en todo el mundo parajes más fríos, ásperos y desolados, pues más parecen propios del Tártaro que de esta tierra, y los indios que los habitan, de igual suerte. No obstante, si pobres, tales indios son de cristiana conformidad, que en tal virtud pueden servir de ejemplo para muchos españoles, especialmente de los que se   —356→   vienen hacia estas tierras, que sólo esperan su medro y dar algún lustre vano a su apellido. Vanitas vanitatum. En tal esperanza cometen no pocas maldades y muchas injusticias, que no hay autoridad humana ni divina que ataje sus apetitos de riqueza del hambre con que llegan, y, así, he visto yo en las minas de Orcopampa, cerca de Andagua, donde se sirven de aquellos indios como mitayos, los peores tratos que hombre alguno pudiera dar a otro de su condición, que ni los esclavos en Roma, en época de los paganos, pudieron haber sido peor y más cruelmente tratados que los que aquí trabajan y mueren bajo tierra. Los pocos días que en estos lugares pasé fueron, no obstante, si malos en lo material, por sufrir muchas carencias, buenos en lo que a cosas del espíritu interesa, que los indios llegábanse a mi capillita de Yanque desde muy lejos, postrábanse con mucha devoción y hacían en todo tan buenos y mejores cristianos que los que jamás encontrara yo en España.

No cansaré a vuestra eminencia con noticias del viaje, porque fue en vano, y los indios sólo supieron decirme que cierto día tomó el montante nuestro primo, aparejó el matalotaje y sus petacas y, con unas cuantas acémilas, dos indios a su servicio de los más fieles, el navarro Gorricho, que a todas partes lo sigue, y una esclavilla negra, de nombre Escolástica, huida unos meses antes del convento de nuestra Violante, acertó con el camino que conduce al Cuzco. Muchos aún lo esperan, que, no habiendo corregidor, están todas las cosas de su gobierno de cabeza. Tuvo nuestro primo la precaución de escapar de noche, y nadie se explica su decisión, pues el corregimiento dábale al cabo muy pingües beneficios y no había nada que pudiese temer de un juicio de residencia. Hanme dicho algunas personas que la muerte de nuestra querida Violante habíalo trastornado, pero tampoco es cierto, pues han sido muchos los días y no pocas las horas que, tras el óbito de Violante, hemos pasado juntos y conversando, y, en todo este tiempo, jamás vile yo indicios de locura. Inclínome, más bien, a imaginar que, al descubrir el crimen y conocer a sus autores, nuestro primo se ha visto, por vez primera, lleno de dudas y que ello lo ha conducido a una grave confusión, de la que espero que algún día salga con bien, que un espíritu tan sensible como el suyo no es bueno que se pierda en la desesperanza.

Habíale yo comunicado a vuestra eminencia mis sospechas de que la muerte de Madre Sacramento hubiese sido inducida por quienes, dentro del convento, la envidiaban. Ahora lo sé. Íñigo confirmó mis sospechas, tras conversar con fray Domingo de Silos de Santa Clara, un franciscano de Cirueña cuya familia ha estado de siempre al servicio de los Ubago de Ezcaray. La conversación la tuvieron a orillas del Chili, en la campiña, y, después de oír las razones del mendicante, se fue nuestro primo a conversar con Madre Encarnación   —357→   de Ubago, quien no pudo, o no quiso, negar los cargos que se le hacían. No soy yo quien deba juzgarla, mas puedo asegurarle que los móviles de este crimen sin nombre podemos hallarlos en la doctrina del herético Molinos que tan sabiamente han combatido en Roma el cardenal de Estrées y vuestra eminencia. Sígueme produciendo asombro el que ideas tan erradas y perversas hayan hallado en Arequipa un clima tan propicio a su crecimiento, que no sé ni he escuchado que algo semejante haya ocurrido en otras partes de las Indias. Tengo la certeza, sin embargo, de que por todos los reinos del Perú se extienden hoy como reguero de pólvora y que el foco de quietismo que aquí hemos hallado entre las monjas no es sino la punta de una madeja que puede conducirnos a las cámaras más secretas, a las celdas de los devotos más afamados y hasta a los estrados más elegantes de la corte del virrey.

Es gran pecado la soberbia, que ningún otro conduce a tales extravagancias, y lo es aún más en aquellas mujeres que, por su condición, deben servir de ejemplo a las demás. Guíanse estos herejes por aquellas palabras del filósofo pagano que dicen que «quid omnino sit Deus non esse quaerendum», y con esta certeza abandónanse a su ignorancia, negándose a usar de la razón para descubrir una realidad que, en sus aspectos más primarios y groseros, hácese a cada paso evidente a los ojos de cuantos no son ciegos ni los cierran. Y así rechazan hasta las más claras demostraciones del Doctor Angélico, que sólo confían en la oración para penetrar en todo aquello que ellos dicen desconocer por ser impenetrable.

No me extenderé más sobre un asunto que vuestra eminencia conoce mejor que yo. La constitución Coelis Pastor, que ha, recientemente, llegado hasta mis manos, señala con claridad meridiana que la doctrina del hereje al que nos referimos y cuyo nombre es nefando a mis orejas debe ser condenada como herética, sospechosa, errónea, escandalosa, blasfema, ofensiva, temeraria, rebajadora de la cristiana disciplina, subversiva y sediciosa. Nada hay en ella que sea grato a los ojos de Dios, y, en consecuencia, yo reclamo de la bondad de su eminencia y en salvaguarda de la salud espiritual del pueblo cristiano en estos reinos del Perú que haga cuanto estuviere en sus manos para que el rey nuestro señor ordene a sus ministros y a su virrey en Lima que se abra inquisición en Arequipa sobre la herejía molinosista y que autorice a tomar presas a las monjas que, inducidas por tales proposiciones, han llevado a la muerte a nuestra querida prima Violante de Cellorigo. Si así lo hiciere vuestra eminencia, sepa que habrá de tener siempre en mí al más humilde, fiel y agradecido de sus servidores. Ya no podemos esperar más los buenos cristianos y cuantos aspiramos a la salvación de nuestras almas, pues, si así lo hiciéramos,   —358→   estaríamos pecando contra la prudencia, virtud que mantiene la paz en los estados y que hace posible la vida en la república cristiana.

Dejo en este punto la carta, pues no deseo que vuestra eminencia me tenga por quien, aprovechándose del parentesco que nos une y de los recuerdos que conservamos de los buenos tiempos que pasáramos en mutua compañía, trata de influir más allá de lo conveniente en vuestro ánimo, que no es la intención que este humilde sacerdote persigue, pues conoce sus limitaciones y sabe de la gran sabiduría que adorna los actos todos del Salomón de las Españas. Tan sólo desearía añadir que sigo en Arequipa esperando las noticias de vuestra eminencia y, al cabo, que desespero de que vengan, que son muchos y muy graves los inconvenientes que se ve obligada a sortear la flota de las Indias y los mayores los que le ponen de propósito los piratas luteranos.

Despídome de vuestra eminencia hasta la próxima epístola que le remita solicitando de su bondad que ore siempre por quien queda aquí en Indias tan solo como se puede imaginar después de la muerte de nuestra querida Violante y de la que me atrevería a llamar la fuga de nuestro primo don Íñigo Ortiz de Cellorigo, que no desespero de encontrarlo y haré cuanto estuviere en mis manos por alcanzarlo. Confiando en la Divina Providencia y en sus designios, queda en Arequipa para cuanto de él deseare vuestra eminencia, quien, devoto y humilde, solicita su bendición.

Fray Antonio de Tejada de Santo Domingo O. P.

Post scriptum. Aunque el verano ha sido lluvioso en exceso y sus aires destemplados, con el favor de Dios tengo el cuerpo en mejores condiciones de salud, lo que me ha permitido hacer el viaje al corregimiento de los Collaguas y ha de permitirme el llegar al Cuzco para buscar a mi primo y tener certeza de su paradero.



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ArribaCapítulo XXXII

Los ríos del paraíso


-Pedro Sarmiento de Gamboa soñó que encontraría en Indias la Tierra de los Césares. Navegó por mares ignotos, se esforzó por hallarla y nos dejó por escrito sus aventuras. Léense como novela de los antiguos. Paisajes helados en los extremos del planeta: estrechos, islas, desiertos, montañas y bosques. Los españoles descubrieron un mundo nuevo con indios valientes y fieros, como el que espantara a los hombres de Sarmiento al meterse en su boca una saeta hasta las plumas sin una queja. Cuantos sueños tuvieran hallaban cabal cumplimiento en estos parajes, de Florida a la Tierra de los Patagones. Eran tierras puestas a posta para deleite de los osados y valentones. Juan Ponce de León buscó la fuente de la eterna juventud, cuyas aguas borran los pesares que el paso del tiempo señala en la frente de todos nosotros. Hubo quienes buscaron el Dorado, que la maravilla encontrábase al alcance de cuantos tuvieran el valor de conquistarla. Y, así, quienes desembarcaron en estas costas persiguieron siempre un ideal, pero el tiempo para que puedan cumplirse nuestros sueños se acabará con el siglo. Un nuevo tiempo amanece. Poco queda de aquel impulso primero que llevara a tantos buenos caballeros a la aventura. El Grial se esconde a nuestros ojos. No existe ya nada que podamos hallar en Indias. Se fueron para siempre los paladines. Las Indias se han llenado de escribanos, alguaciles, curas y mercachifles.

Íñigo disertaba junto al fogón de la cocina. Escolástica Mi cabeceaba. Al otro lado de las tapias que cercaban la casucha un grupo de indios silenciosos atendía a la riña de unos arrieros llegados de Tucumán. Escuchábanse gritos soeces, juramentos y amenazas. El sol se ocultaba al otro lado de los cerros. Desde Sacsayhuamán extendíanse las sombras sobre la ciudad toda. Las campanas de la Merced llamaban a los fieles. Gorricho se alistaba para salir. Hacia San Blas dirigían los indios sus pasos y se envolvían en sus mantas. Los gritos de los arrieros turbaban la paz del atardecer cuzqueño.

-Y no sólo Ponce de León. También de Soto, Orellana, Valdivia, Ursúa y otros tantos imaginaron que estas tierras podrían cumplir en ellos los sueños todos.

Cuando llegaron al Cuzco, la mula montada por Escolástica se quebró una pata y tuvieron que sacrificarla. Aún restaban unas leguas para llegar a la ciudad, y no pudieron hallar un solo albéitar en aquel desierto. Al pasar por Lagunillas, habíanse cruzado con grandes rebaños de alpacas pastando en la   —360→   puna. A Escolástica le emocionaron aquellos indiecitos tan pequeños que, con su guaraca aprestada y los guijarros listos, jugaban con las pastorcitas entre el ichu las inocentes bromas del amor. Recordó a los pastores de las alturas de Zúñiga. Las persecuciones podían durar un día entero. En las alturas, el tiempo se desliza sin prisas. Los indios tocan sus flautas, y las indias hilan. Sólo el amor agita su espíritu. Sobre las montañas, las nieves eternas y los hielos que se deslizan hacia las lagunas. Los yanavicos remojan sus alas en los puquiales. En el cielo abierto y azul planea el cóndor.

En el Cuzco estuvieron muy pocos días, y los más, encerrados entre las cuatro paredes de una casucha de alquiler. Fermín Gorricho en todo los atendía. De noche, escapaba a sus obligaciones y se iba a visitar las tabernas de la ciudad que, en otro tiempo, conociera mejor que la palma de su mano. Solía parar en una conocida como Chasca, que en la lengua de los indios es estrella, donde el navarro apagaba su sed con la mejor chicha de jora de la comarca. Gustábale acompañarla con adobos y papas serranas en salsas de ají, y el tabernero era de antiguo amigo suyo por ciertos servicios que el navarro habíale hecho recién llegado de soldado a la región. Apellidábase Navaridas el tabernero, y era menudo de cuerpo, magro de carnes, calvo con una a manera de tonsura de carmelita descalzo, pobre de espíritu y timorato. A más de ello, era tartamudo, faltábale casi toda la dentadura y de él podía decirse lo que la copla popular cantaba de Montalvo:


Montalvo casó en Segovia,
siendo tuerto, manco y calvo,
y engañaron a Montalvo.
¡¿Cómo sería la novia?!



«La chancaca busca su tapa», decían los mestizos del Perú por referirse a lo mismo. La mujer de Navaridas era, en efecto, una nonada arrebujada en trapos. Estaba siempre como pasmada tras el mostrador. Sus ojos se perdían con mucha frecuencia en el techo, sucio, grasiento y recubierto de telarañas, del que se descolgaban ristras de cebollas, pasas de uva y ajos de varios lustros de antigüedad. Si pequeños ambos, la mujeruca era, además, algo bizca y patizamba, de mirar esquivo y de hablar entrecortado y sin ilación, que en todo se acomodaba a su marido, y entre ambos se conformaban con su suerte. En esto eran muy buenos cristianos y tenían de antemano ganada la gloria. Fermín Gorricho se pasaba con ellos las horas muertas de la noche, acababa su condumio y, todavía con los vapores de la chicha dándole vueltas en la cabeza, volvíase a la casa con la tripa llena, el corazón contento y con más ínfulas que un rey de bastos.

  —361→  

-Estamos obligados a recuperar el sueño, forzados a hacerlo. Escolástica Mi no entendió entonces el discurso de su amante. Bajando por el Urubamba lo recordó. Llovía mucho cuando llegaron a Písac. Las ruinas de piedra le impresionaron. De los cerros bajaban unos nubarrones negros cargados de lluvia y de granizo. El río sagrado de los incas bramaba entre las piedras, y los pequeños molles que crecían a sus orillas inclinaban sus ramas como si desearan besar las aguas que humedecían sus raíces. Íñigo cabalgaba envuelto en su capa cuando alcanzaron las primeras casitas de Calca.

-¿Sabes que entre los breñales -preguntó a la esclava señalándole la maleza de los cerros- viven unos animalillos que siempre llevan cargadas a sus crías en la espalda?

Fueron tan sólo dos días los que pasaron en aquel pueblo, y, en ese tiempo, cesaron las lluvias, volvió a salir el sol y los caminos se hicieron transitables. Así llegaron a Paucartambo cuando faltaban unos pocos días para Semana Santa. Hicieron alto en este pueblo por casi una semana, y el tiempo lo pasaron en total abandono, pues no tenían prisa alguna por llegar a su destino. Dejaron la villa un Viernes de Dolores por ahorrarse los oficios, y, desde Tres Cruces, pudieron admirar la alfombra esmeralda que se extendía a sus pies. Desde aquellas alturas la selva presentaba un espectáculo maravilloso.

-Desde aquí he visto yo -pontificó Gorricho, imitando los gestos y la voz de un dómine de aldea- un sol doble, que es fenómeno asaz extraño y que nadie podría encarecer con sus palabras.

Las noches eran frías en aquella puna tan alta y batida por todos los vientos, y la sugerencia del navarro de volver al pueblo y esperar el tiempo propicio para observar los dos soles que aparecen en junio fue rechazada de plano por los viajeros. A medida que descendían hacia Xintuya, el calor crecía. El sol que durante el día quemaba en la puna hacíase sofocante en las quebradas, y la vegetación tornábase verde y colorida. Grandes helechos y encendidas orquídeas ponían la nota de color que en la puna habíales faltado. Un día, se tropezaron a boca de jarro con la espesura de la selva.

-Estamos ya cerca de nuestra meta, pero aún nos falta.

El final del viaje sólo lo conocían el hidalgo y Gorricho. Si la angola le preguntaba por el lugar al que se dirigían, el navarro le contaba el levantamiento de Chichima, el ataque de los rebeldes y el incendio de la casa del andaluz, cuando él tuvo ocasión de demostrar su valía y su coraje. Gorricho exageraba. Decíale que él solo y sin ayuda había pasado a más de veinte indios por los   —362→   pechos con su espada y que, enfrentado a un gigantesco negro que lo amenazaba con un garrote descomunal, con sólo la mirada lo desarmó, saltó sobre el esclavo como un león enfurecido y con sus manos lo dejó sin resuello. La negra lo miraba entre sorprendida e incrédula, y el hidalgo de Ezcaray se reía por los bajines al escuchar las fanfarronadas de su criado. Era ésta, según el navarro, la mayor hazaña de aquella jornada.

-La puna cansa. Las montañas agotan. El desierto es un infierno que quema. En la selva se encuentra el verdadero paraíso -sentenciaba el navarro.

-En ella vive nuestro amigo don Ferrán Carrasco, señor de Utrera, el último de los enamorados del amor -completó el hidalgo.

En Xintuya se detuvieron algunos días. Íñigo buscó una casa grande y ventilada, pagó por adelantado la suma solicitada a una mesticilla cuzqueña con la cara borrada y, como pudieron y sin apuros, en pocas horas se acomodaron en sus habitaciones. El Pensil /piso era de pona y se elevaba como cuatro pies del suelo sobre grandes maderos. Las aguas del río Madre de Dios lamían en las noches el maderamen de la casa, y Escolástica Mi se complacía en echarse sobre su hamaca abandonándose a sus sueños. Íñigo gustaba de quedarse las horas muertas observando las aguas en el ocaso. Sentábase sobre el emponado y balanceaba sus piernas en el vacío. A veces, llegábase Gorricho y, sin querer interrumpir sus pensamientos, poníase a hacer lo mismo por imitarlo. Las claras aguas del Madre de Dios besaban los guijarros, y a lo lejos, sobre las montañas, el sol se ponía, añadiendo rojos a la belleza del paisaje. Los indios a su servicio, tumbados en el suelo, dormitaban. Echábanse para ello sus mantas sobre la cabeza. No existía ruido que pudiera despertarlos.

-¡Qué enormes diferencias hallamos en tan corto espacio! ¡Tan abismales! ¡Tan profundas e insalvables! -decíale a Gorricho el caballero.

-De las cabañas de piedra y paja de los pastores de Paucartambo a esta casita tan bien dispuesta sí que hay diferencia. Allí hace tanto frío como en Castilla, y aquí el calor fríele los huevos al más bragado. ¡Dios y qué buenas serían nuestras jornadas, echados en las hamacas y abanicados! ¡Mi alma daría por gozar lo que me queda de vida en este paraíso! -respondíale el navarro. Durante el día, el hidalgo de Ezcaray hacíase acompañar de sus indios para hablar con los barqueros. Quedábanles todavía unas cuantas jornadas de viaje, e Íñigo decidió hacerlas surcando el río. El calor era agobiante. Gorricho quedábase a solas en la casa con la esclava y se ocupaba de su seguridad. En Xintuya paseábanse los matasietes con las camisas abiertas hasta los pechos   —363→   por mostrar las cicatrices que los adornaban. Pasaban silbando por delante de la casita, por no tener una mejor cosa en la que ocuparse. Gorricho teníale echado el ojo a un mozalbete con modales de bachiller complutense, cabeza ladeada a la izquierda y mirada de soñador. Paseábase por delante de la casa como un pavo real en época de celo y enderezaba su tizona por mostrar algunas puntas de espadachín.

Mientras el hidalgo acordaba con un cacereño entrado en años el precio de la barcada, dábale una parte de dinero como adelanto y fijaba la partida de la excursión, el mozalbete de marras decidió poner cerco a la vigilancia del navarro y, agarrando una rama pequeña de cuatro palmos del jardín que rodeaba la casita, desbastola con un cuchillo hasta dejarla tan aguzada y fina como un virote. Gorricho mirábalo hacer desde el emponado. El mozo lanzaba sus miradas de reojo al interior de la casita desde el árbol a cuya sombra habíase sentado y en cuyo grueso tronco apoyaba sus espaldas. Imaginábase ya en brazos de la angola, y le brillaban los ojos con reflejos en los que se anticipaban los gozos de los que esperaba disfrutar. Sentíase muy seguro. Era joven, fornido, alto y bien encarado, y los rizos rubios de su cabello caíanle sobre su frente sombreándole la mirada.

-Seor veterano -comenzó su discurso, yendo directo hacia Gorricho y acercándose a él con la varilla en la mano-, me gustaría que me diera vuesa merced su venia para cortejar a la bella dama que se esconde en la casa.

-Ya tiene dueño, mequetrefe -fue la respuesta del navarro, que siguió balanceando sus piernas en el vacío, como si el mocito no existiera.

-Pídoselo a las derechas -añadió amenazante el joven enamorado-, que también podría pedírselo a las torcidas.

-Y yo te las enderezaría, mamón. Ándate, guagua, a chuparle las tetas a la puta que te parió.

No quiso oír más el mozalbete y, en un santiamén, púsose de pie sobre el emponado, a pocos pasos del navarro. Gorricho ni se movió. Escolástica salió de la cocina. Traía el mozuelo la vara en la mano derecha y el cuchillo en la izquierda. La angola, al ver su rostro desencajado, no pudo evitar pegar un grito que detuvo, al punto, la acción del joven enamorado. En el árbol bajo cuya sombra habíase protegido el mozuelo se inició un concierto de guacamayos. Algunos micos hicieron piruetas saltando entre las ramas de los árboles y hasta un perezoso cantó su solfa entre gruñidos. Todo aconteció en pocos segundos. Gorricho, que, a pesar de las apariencias, estábase atento a todos los movimientos   —364→   del mozalbete, giró su cuerpo en redondo sin levantarse, lanzó una maldición de las que espantan a los valientes y con sus manos le atenazó las piernas. Al halar de ellas, el joven perdió el equilibrio y cayó del emponado al suelo, sobre el cenaco de una charca. Unas mestizas que pasaban delante de la casa no pudieron contener sus carcajadas ante el espectáculo que acababan de ofrecerles los valentones, y hasta la propia Escolástica, que en algún momento había temido una tragedia, se echó a reír a mandíbula batiente. No pasó más, porque el mozalbete, al verse en estado semejante, tuvo la prudencia de retirarse, y, cuando llegó el hidalgo con los indios que lo acompañaban, tuvo que pedir al navarro que le explicara por qué ni él ni la angola dejaban de reírse.

-Ha sido un incidente sin importancia -comenzó Escolástica-. Lo que pudo ser una tragedia...

-... terminó en comedia -remató el navarro, agarrándose la tripa con ambas manos.

A los tres días del incidente se embarcaron. Los indios iban en una barca grande con los caballos, las mulas y las petacas que hacían la mayor parte del matalotaje. El paisaje era en verdad espléndido. Enormes lupunas y cedros, palmeras gigantes y flores maravillosamente coloridas veíanse desde la barca. En las orillas, los lagartos dormitaban bajo el sol. Entre los guijarros movíanse despaciosas las taricayas. Sobre los troncos desnudos de las palmeras deslizábanse las grandes serpientes al acecho. Reflejábanse los gigantescos árboles en las aguas del Madre de Dios, y el breve oleaje de los remos turbaba con su ritmo las raras maravillas de su espejo.

Cuando llegaron a su destino, ya habían pasado seis meses de su partida de Arequipa. Tantas emociones y novedades habían dejado su mella en el ánimo de la esclava. A medida que iban acercándose a la hacienda de don Ferrán, sentíase invadida de una extraña sensación de mudanza, como si un vientecillo le recorriera todo el cuerpo y le dejara el pellejo en carne viva. Intuía lo que podía significar, pero no estaba segura de que el cambio de piel que experimentaba le fuera a traer la dicha con la que había soñado toda su vida, algunas de cuyas gotas había bebido de labios del hidalgo desde aquel dichoso día en que se escapara del convento. Sentía que le estorbaban sus vestidos y que, tanto como estos, estorbábanle aquellos cuerpos extraños y malolientes de los hombres que se movían en su entorno. Sólo cuando el caballero se acercaba a ella y, tomándola de los hombros, le susurraba ternezas y melindres, la amante angola volvía en sí y se tranquilizaba.

  —365→  

-Seremos todo lo felices que pueden ser dos enamorados -le aseguraba don Íñigo.

Ambos se quedaban entonces mirando las cristalinas aguas del Madre de Dios, o levantaban la vista a los cielos como si los dos esperaran ver descender de las nubes la dicha enorme que añoraban y cuyas delicias primeras habían paladeado en el secreto de la alcoba. De los arcabucos de la orilla llegaban los chillidos de monos y pajarillos y los rugidos profundos de los otorongos. A veces, estos últimos hacíanla estremecer. Escolástica alzaba, entonces, sus ojos hasta los de su amo, y éste apretábala contra su pecho por el placer de sentir el cuerpo de su amada temblando como una caña solitaria movida por los vientos que agitan las aguas de los puquiales. Jamás había escuchado el hidalgo de Ezcaray una música tan pura como los latidos del corazón de su Escolástica, desde la última vez que abrazara a Violante.

-Sólo quiero sentir tu cuerpo junto al mío -le decía-. Mi amigo el andaluz me ha de conseguir una tierra generosa para en ella construir una casita en la que vivamos aislados.

A Escolástica sonábanle estas palabras a música celestial y a promesa de dicha eterna. Sentíase, por ello, la más feliz de las mujeres. Pensaba que habría de guardar para entonces sus besos más ardientes, sus caricias más húmedas, sus más hermosas palabras, sus canciones más sentidas, y se esforzaba en la barcada por imaginar en qué forma habría de explorar con su lengua los más recónditos valles de su amado, regar con sus humores su cuerpo entero y cantarle aquellos cantos de amor que su madre le enseñara cuando, todavía niña, vivía con la inocente despreocupación de quien tan sólo sueña. De vez en cuando, se acordaba de aquellas fantasías que alimentaba en Lunahuaná, mas ahora las sentía lejanas y sin sentido. El caballero descubría a diario en sus ojos un misterio nuevo e insondable. «La felicidad debe de consistir en poder descifrarlo», decíase entonces la negra enamorada, dibujando una sonrisa.

Al fin llegaron al atracadero de Carrasco. Un indio embijado los saludó desde lejos. Levantando el único remo con el que movía su canoa y abandonándola a su suerte cabe la orilla, fuese a comunicar a su amo la llegada de los forasteros. Daba gritos que podían escucharse a muchas leguas a la redonda, y otros dos indios aproximáronse recelosos, escondiéndose detrás de una enorme ceiba que se orillaba en el sendero hacia la casa del andaluz, más allá de las palmeras reales que lo adornaban. Sólo cuando vieron al hidalgo de Utrera avanzar descuidado hacia el atracadero, salieron dando gritos de alegría y, como si fuesen micos, pusiéronse a saltar delante de los viajeros.

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Escolástica no pudo evitar echarse al cuello de su amante y demostrar de ese modo su contento.

-Llegamos al fin y con salud -dijo éste-. Por allí viene a darnos la bienvenida mi buen amigo don Ferrán.

Traía éste unos calzones muy gastados y la camisa suelta de fuera. Los amigos se confundieron en un abrazo silencioso. El de Utrera hízole señas con los ojos a don Íñigo para que le presentara a su dama. Díjole éste que doña Escolástica (que así la llamó) era su legítima mujer ante los ojos de Dios y de los hombres y que, por no poder sufrir ninguno de ellos las burlas ni las tiranías a las que la incomprensión del vulgo los condenaba, habían decidido recluirse en la selva y vivir desde ahora libres, sueltos y a su gusto, que no habría de ser otro que vivir en paz y dedicándose por entero a sus pasiones.

-Tengo -añadió don Íñigo- fortuna más que medrada, que bien lo sabe vuesa merced, y hemos llegado hasta aquí pensando en el amigo que habría de amparar nuestra dicha en esta selva. Tenga, pues, a bien don Ferrán el recibirnos.

-Aunque ello me costara mi vida, así lo haría, que estimo en mucho la amistad de don Íñigo y no ha de ser menor la que yo brinde a vuesa merced, doña Escolástica.

La esclava asombrose ante los términos de cortesía usados por los caballeros y pareciole raro que, en tales espesuras, dieran ambos amigos en tratarse con semejantes protocolos. Ferrán Carrasco echose hacia atrás e hizo ante la angola una graciosa caravana de cortesano. Enderezado su cuerpo, le ofreció su brazo derecho para que en él se apoyara, y, así, escoltada por ambos caballeros, caminó la dama hacia la casa en la que habría de vivir durante los próximos ocho meses, que fue éste el tiempo que se tardaron los servidores y los criados de don Ferrán en construir la cabaña que, a menos de una legua, mandara levantar para sus amigos entre castaños y lupunas el enamorado de Utrera.

Fueron estos para Escolástica ocho meses de felicidad. Íñigo salía de la casa en las mañanas acompañando a su amigo, y en todo lo ayudaba durante el día, pues de este modo pasaban la vida más fácil en aquellos andurriales. La angola esperaba siempre con ansias el regreso de los caballeros. Cuando no un arroz con leche, o unas mazamorritas dulces de cazabe, preparaba a los amigos un rico postre de coco o unas natillas, que siempre variaba sus golosinas por mantenerlos contentos. La verdadera golosina de don Íñigo era ella misma, sin   —367→   embargo, mas mostrábanse ambos discretos en presencia del andaluz, por no provocarle los ataques de añoranza a los que su melancolía lo condenaba. La cena transcurría a diario en buena conversación, amenizada, tras los postres, con las canciones de Escolástica. Muchas de ellas habíalas aprendido con las monjas, mas nada le decía de ello a su marido porque no recordara las desventuras de Violante y se entristeciera. Don Ferrán contábales sus desventuras con tales gestos apasionados que a diario encendía en la angola sus deseos y renovaba sus ardores.

Pasados los primeros ocho meses, trasladáronse a su cabañita. Durante casi seis años, nada interrumpió su felicidad, mas un día, al volver a casa después de una jornada de pesca junto al río, estábalos esperando Fermín Gorricho con novedades de Casa Grande, como llamaban a la casa hacienda del andaluz. Díjoles el navarro que el buen don Ferrán había muerto de resultas de un mal paso dado en una barcada cuando se dirigía con su capataz a una misión cercana de los dominicos. Contoles que éstos habíanle asistido en sus últimos momentos y que, en la hacienda, todos los estaban esperando para el entierro. Al navarro, que venía, como siempre, sin afeitar y que adornaba su camisa con unos lamparones de a puño en la curva que los años terminan por formar sobre el ombligo, no se le salían las lágrimas de puro milagro.

-¡Cagüental! -maldecía el energúmeno-. Este hombre merecía mejor muerte que la que ha tenido.

Contoles Gorricho que, yendo en una canoa con su capataz y dos indios, por mejor sortear unos troncos de los que arrastra el río en las temporadas de lluvias, púsose de pie sin medir el peligro, y que, así estando, golpeó uno de los troncos la barquichuela, con lo que don Ferrán vino a perder el equilibrio y a caer entre las aguas torrentosas, que arrastraron su cuerpo entre las piedras hasta dejarlo casi muerto en una playa sembrada de guijarros. Diéronse los indios a buscarlo, y, cuando por fin lo hallaron, hubieron de hacer muchos disparos de arcabuz con el objeto de alejar a los cocodrilos que ya se disponían a hacer del cuerpo del andaluz su colación. Rescatáronlo al fin y lleváronlo a la misión de los dominicos, de donde, con los indios y el capataz, viniéronse dos frailes para atender a los oficios y enterrarlo en el camposanto de la hacienda. Falleció en la misión y hasta pudo confesarse, aunque era tan sólo un hilo de vida lo que le quedaba. Tenía desgarrada la espalda, y era mucha la sangre que había perdido y no pocos los jirones de carne dejados entre los guijarros. Por fortuna, los lagartos no lograron hincar el diente en el cuerpo de don Ferrán, que los indios llegaron a tiempo para evitarlo y el capataz mandó al fondo del río a más de uno sin que pudieran saciar con carne humana su apetito.

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Tenía don Ferrán depositado su testamento en el misión, y a los frailes dejaba una tercera parte de lo que poseía, con el objeto de que atendieran con el esmero que se merecían a los indios de la catequesis. Otra tercera parte dejábasela a sus indios y a sus esclavos, a los que entregaba su libertad. Finalmente, la última parte dejábasela, como dote, a doña Escolástica para que no se sintiera frente a su marido con sus derechos disminuidos. A su amigo don Íñigo dejábale la casa, los muebles y la biblioteca, que, tal como escribiera de su puño y letra ante un escribano cuzqueño, «han de ser estos libros para vuesa merced buena compañía en las soledades de estas selvas y de igual modo para doña Escolástica, que, en aficionándose a ellos, no habrá de dejarlos nunca jamás».

Con los años, el recuerdo del amigo muerto agigantábase a los ojos de los enamorados. Fermín Gorricho, ya sin dientes y entregado a los vanos placeres del masato, pasaba la mayor parte de su tiempo en Casa Grande. En ella tenía cuarto limpio con su hamaca, comida segura y muy poco trabajo por hacer. Tenía también una mesticilla que lo adoraba y que veía en todo por su comodidad. Administraba en nombre de don Íñigo la casona y los frutos de las tierras de doña Escolástica, que unos negros libertos cosechaban. Daba el navarro cumplida cuenta de todo, y siempre llevaba consigo un cuaderno tan plagado de rayas y de guarismos que sólo él podía entenderlo. Un día a la semana llegábase a la cabaña de sus antiguos amos y pasaba con ellos las horas muertas de la canícula tirado sobre una manta en el emponado. Cuando el tiempo era turbio y amenazaba lluvia, llegábase con la misma manta sobre la cabeza, que era de verse la figura que hacían en aquellas espesuras su cabeza pequeña, sus miembros largos, sus greñas al aire y sin sombrero y su cintura ya redondeada por el abuso de la chicha y del masato. Llenábase de vientos y de agruras y amenizaba todas sus tertulias con conciertos de pedos que ponían admiración y espanto en sus oyentes. La angola pedíale siempre, para su solaz, que ejecutara de esa suerte aquellos boleros que habíanse puesto de moda en Arequipa durante los años que vivieron en la ciudad. Cierto día de marzo de 1699, ya no pudo complacerla.

-¿Has notado -le preguntó Escolástica a su amado cuando el navarro se hubo ido- que Fermín está envejeciendo y que su cabeza comienza a inclinarse hacia adelante?

-Algún día habrás de notar esos síntomas en mí, que pasa el tiempo sin que podamos remediarlo.

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Ellos no trataban de detenerlo, sino de apurarlo. No llegaron hasta aquellas selvas para encontrar la fuente de la eterna juventud, sino para hacer que su amor se eternizara entre las espesuras que descolgaban su sombra sobre los ríos.

-Son estos -habíale dicho don Íñigo a su amante, cuando llegaron a la cabaña por vez primera- los ríos del Paraíso, y algo de la dicha de nuestros primeros padres habrá de alcanzarnos, si vivimos en sus orillas. No hemos de afanarnos por tanto en conseguir riquezas, que ninguna es más grande ni mejor que el que podamos tenernos ambos y gozarnos mientras vivamos.

Hablole entonces de los hallazgos que Colón hiciera en su tercer viaje y del entusiasmo de don Antonio de León Pinelo ante las maravillas del Nuevo Mundo, que no en vano hay en él tanto de nuevo como de viejo, pues, según le explicara, todas las cosas son y no son a un mismo tiempo y hasta lo malo es bueno cuando el sabio aprende a aprovecharlo. Escolástica no entendía muy bien semejantes argumentos, pero, si no en ellos, deleitábase en las palabras de su amado y encontraba placer en el timbre de su voz y en las llamas que sus ojos despedían al explicarle las verdades que tales argumentos pudiéranle esconder bajo los mantos dorados de la retórica. Quedábase, por ello, como embobada al escucharlos, e Íñigo imaginaba que, de seguir por aquel camino, habría de hacer de su amante una académica, lo que, en el fondo, le disgustaba. Pese a ello, quiso entonces continuar con su discurso.

-Dícese que Colón -continuó el hidalgo-, habiendo navegado hasta la boca grande del Orinoco, notó que aquellos navíos alzábanse hacia el cielo suavemente, de lo que vino a dar en que el mundo no era redondo, sino de la forma de una pera o teta de mujer que tuviese un pezón alto y en que la grandeza de tantas aguas dulces podía venir de la fuente del Paraíso terrenal, de la que nacen los cuatro grandes ríos antiguos, que son el Nilo, el Tigris, el Éufrates y el Ganges. Todas estas cosas no eran sino fantasías del navegante, pero en las partes en las que nos hallamos hay tal cantidad de agua dulce, tantos ríos de grandes caudales y tanta copia de vegetación que no osará nadie negar que, de encontrarse en algún lugar, habríamos de situar en ellas el Edén en el que vivieron nuestros primeros padres. ¿No te parece?

La negra decíale a todo que sí. En las mañanas, al despertar desnudos sobre el anchísimo catre que ocupaban, Escolástica renovábale a su amante sus promesas de felicidad eterna. Don Íñigo dejaba que la negra besara los vellos de su pecho y le enderezara la virilidad. El tiempo, entonces, se detenía. Entre las humedades de la noche gobernaba el caballero su navío y penetraba en los   —370→   puertos que el amor disponía a su contento y satisfacción. Una mañana encontró entre los ensortijados cabellos de la negra una cana traviesa, la haló con toda su fuerza y, tomándola entre sus dedos, la llevó a sus labios y la besó.

-En unos años más, seré una viejecita -le aseguró la angola con un dejo de tristeza.

-Seguirás siendo hermosa y te querré por ello.

Desde la muerte de su amigo el andaluz, el caballero dedicaba sus mañanas a escribir en un cuaderno sus memorias. En ellas contaba de los viejos tiempos, de sus recuerdos de Ezcaray, de Violante, del viaje a Indias y de sus amigos de Arequipa. Éste era un cuaderno cosido a mano que habíase encontrado entre los libros que le dejara Ferrán Carrasco en su testamento. No escribió en él una sola línea sobre la muerte de Madre Sacramento y a su primo fray Antonio de Tejada solamente lo mencionaba dos veces como el muchacho tímido de Azofra que venía a su casa de Ezcaray a pasar los veranos.

-El paraíso -decíale a Escolástica- no debe sostenerse en los malos recuerdos del pasado. Su construcción nos exige el olvido de nuestros pesares.

Durante el primer año del nuevo siglo murió Gorricho. Había el navarro engordado de tal manera en los últimos años que ya casi no podía ni moverse. Su amante mestiza lo cuidaba, y, en las temporadas de lluvias, pasábase a veces hasta veinte noches en vela sin pegar ojo por cuidarlo y colmarlo de atenciones, que tantas le prodigaba. Era ella una mujer que estaba acostumbrada al sacrificio, y todo lo que esperaba de la vida era que, de vez en cuando, el anciano le sonriera. Los frailes dominicos que vinieron a atenderlo en sus últimas horas dijeron que había muerto como un santo, pero don Íñigo, que no había dejado de estar junto a él ni un segundo y que se había apartado tan sólo unos metros a ruegos del confesor, asegurábale a Escolástica que el buen Gorricho habíase ido hacia la otra como había vivido y que, mientras el fraile le ponía los óleos, él sonreía. Al acabar, le rogó al hidalgo que se acercara para hablarle al oído.

-Mejor habría sido -le dijo con sorna- que me dieran para viático de este viaje un buen cacho de tocino. ¿Se acuerda, don Íñigo, del sabor de las judías pochas de nuestra tierra?

Así murió aquel tarambana. Fue, a su manera, un hombre libre, digno y valiente. Los amantes mentábanlo en casi todas sus conversaciones. Cuando no hablaban de los conciertos con los que amenizaba en los últimos años sus   —371→   veladas, sacábanlo a colación por las grandes cantidades de ají con las que el navarro despachaba sus almuerzos. Cuando no hablaban de sus balandronas, lo recordaban por algún dicho disparatado, por alguna frase sin sentido, o por un solo gesto que los hiciera reír durante días. «Genio y figura hasta la sepultura». Íñigo repetía siempre estas palabras, emocionado ante el recuerdo de su criado fiel y amigo hasta la muerte.

Se habían quedado solos. Pocos eran los que se llegaban a su cabaña a visitarlos. La mesticilla que Gorricho dejara en el desamparo de la viudez habíase hecho en aquel tiempo ama y señora de Casa Grande y en la hacienda disponía de todo a su antojo y real gana. De vez en cuando, enviaba un propio a la cabaña con provisiones, porque no había olvidado que la casa, propiedades, animales y cultivos que con tanta astucia administraba pertenecían a los amantes. Cierta vez vínose a la cabaña un dominico por ver si precisaban de sus servicios de cura de almas. Hizo que se confesaran y comulgaran, pero no consiguió entonces convencerlos de que se unieran en santo matrimonio. Estaban muy viejos. La negra se encorvaba sobre un bastón, e Íñigo, aunque derecho como un chopo de las riberas del Oja, ya se meaba sin remedio en los calzones, y le llegaba la barba casi a la cintura. Empero, conservaban su lucidez y hallábanse convencidos de que Dios no podía, pese a lo que aseguraba el dominico, ver pecado alguno en su relación de amantes, que amor tan puro y entrega tan desinteresada como la suya eran harto difíciles de hallar en toda la redondez de la Tierra, a lo que el frailecillo no supo oponer más objeciones que las que se desprendían de la doctrina que predicaba. De sus labios conocieron que había un francés que reinaba en España y que muchas cosas habían cambiado ya desde entonces, pero ni Íñigo ni Escolástica se interesaron demasiado en las noticias y, con el tiempo, terminaron por olvidarlas. A las charlas interminables de antaño ahora preferían el quedarse solos, tomados de la mano, mirando en silencio las puestas de sol sobre las montañas, o el rielar misterioso de la luna sobre las aguas del Madre de Dios. Estábanse durante horas abrazados, escuchando el trinar de los pajarillos.

-¿Cómo se llama el nuevo rey de España? -preguntaba a veces Íñigo, como si quisiera recordar algo importante.

-Lo ignoro, querido -respondía la negra-. Se llamará Felipe o Carlos, que así he sabido que se llaman todos.

Envejecieron juntos, como los árboles añosos. Cierto día en el que el propio de la viuda de Gorricho vino hasta la cabaña con un cestaño lleno de comida y provisiones, la halló vacía y, por las apariencias, abandonada. Llegándose   —372→   hasta la alcoba en la que descansaban los amantes, los encontró quietecitos, mudos y abrazados, y no hubo ruido que el indio hiciera que pudiera despertarlos. Ambos estaban muertos y sonreían. Los enterraron en el huertecillo que rodeaba la cabaña y que Escolástica había cultivado con amor hasta el último día. Volvieron al seno de la madre tierra tan juntos como los hallaron en su alcoba, pues no hubo fuerza humana capaz de separarlos. Alguien grabó una plancha de madera con sus nombres, y los indios levantaron una enorme cruz de palo que, de tan alta y tan verde, parecía a lo lejos una palmera de rara especie.

Con el tiempo, la selva cubrió con sus marañas el paraje. La cruz se deshizo acabada por las lluvias y la maleza. En los primeros años después de su muerte, veníanse hasta su tumba los indios más jóvenes y los enamorados y llevaban orquídeas de las que crecían entre la maleza, depositándolas con unción, mas esta costumbre se olvidó muy pronto y, poco a poco, los ribereños fueron olvidándose de los amantes. Hoy ya nadie recuerda en Madre de Dios la historia de amor del caballero español y de su esclava negra. A una decena de leguas de Xintuya, bajando por el río, hay un afluente de aguas muy limpias y transparentes al que los colonos siguen llamando el Caño de los Amantes, pero es muy probable que este nombre haya sido puesto por algún explorador al que le contaran la historia muchos años más tarde, quizás en los tiempos en los que la ambición de la xiringa condujo hasta el corazón mismo de la selva a los aventureros más temidos del continente. Sólo en las noches de luna llena, cuando el río crece y la lluvia hace que sus aguas se desborden, hay quienes aseguran que escuchan en sus riberas los gemidos de amor de don Íñigo y Escolástica. Levantan, entonces, las aves su vuelo, y los monos enloquecen. La tierra se hincha. Algunos aseguran, sin embargo, que es Madre Sacramento, la santa monja arequipeña, la que busca el alma de su hermano para llevarla consigo al paraíso. En las selvas de Madre de Dios todavía se guardan secretos maravillosos que los indios callan. Íñigo y Escolástica viven su amor eternamente protegidos por el silencio.





Lima, 30 de marzo de 1991.