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Madrid en Juan García Hortelano

Dolores Troncoso


Universidad de Vigo



Juan García Hortelano nació y murió en el madrileño barrio de Chamberí (nació en 1928 en la calle del Avemaría, y murió en 1992 en la calle de Gaztambide). En Madrid vivió la guerra, estudió Derecho, leyó todo lo que pudo en la biblioteca del Ateneo, vio por sus calles a Azorín, habló con don Pío Baroja, y con don Manuel Machado; en Madrid se hizo funcionario del Ministerio de Obras Públicas, participó en las tertulias del café Gijón, del café Pelayo, y de los bares de Vallecas; en Madrid, en el 56, entró en el partido comunista que abandonaría en el 65; los años 62-64 constituyen un paréntesis: vive en Barcelona, donde escribe guiones para el cine en colaboración con Juan Marsé1. Se le llamó «el hombre de Barral en Madrid» (Barral 201); colaboró con la Dirección General del Libro durante los primeros años socialistas y con la editorial Alfaguara, perteneció algún tiempo al Consejo Editorial de El país-, fue amigo de gentes tan dispares como Jesús Aguirre, primero jesuita y después duque de Alba, y Jesús López Pacheco el más «rojo» de los novelistas sociales, fue hincha del Atlético de Madrid... Si, según Ana M.ª Moix (García Hortelano, Invenciones 93), sus colegas le concedieron el título de «embajador de la novela madrileña en Barcelona» otro gran amigo, Jaime Salinas (hijo del poeta) le llamaba «la portera de Madrid» (Vázquez Montalbán, El escriba 164), aludiendo a su profundo conocimiento de la ciudad.

Tres libros, además de muchos de sus cuentos y artículos, remiten a Madrid: Nuevas amistades (1959), Gente de Madrid (1967) y El gran momento de Mary Tribune (1972).

Las dos novelas, Nuevas amistades y Mary Tribune, recrean Madrid con técnicas muy distintas; en Gente de Madrid, un libro de cuentos, Hortelano homenajea a James Joyce, cuya primera traducción de Dubliners al español se titulaba Gente de Dublín (Vázquez Montalbán, El escriba 164); aquí inaugura una tercera manera, histórico-biográfico-crítica, inspirada por sus vivencias infantiles durante la guerra, que prolongará a lo largo de su narrativa en varios cuentos y que, para algunos, constituye «el mejor Hortelano».

Pero hay que recordar que otros títulos suyos dejan Madrid a un lado: Tormenta de verano transcurre en la Costa Brava, Los vaqueros en el pozo en una ilocalizable finca, Gramática Parda en París y Muñeca y Macho en varias ciudades europeas.

Sin embargo, la relación de García Hortelano con Madrid ha sido destacada por Carlos Barral, Sanz Villanueva, Juan Marsé, Lluis Izquierdo, Vázquez Montalbán, Gonzalo Sobejano, Adolfo Sotelo... ¿en qué consiste esa identificación de Hortelano con Madrid?

«Soy un novelista urbano, [...] que no distingue el trigo de la cebada», decía Hortelano en 1981 (Nolens 12). La mayor parte de los personajes hortelanianos son, como él, burgueses tanto en el sentido social como etimológico del término. Los paisajes suelen contemplarse desde ventanas de pisos o ventanillas de coches, cuando salen de la ciudad viven en chalets o urbanizaciones, nunca abandonan objetos tan poco rurales como los zapatos de tacón o la botella de whisky. Y en 1979 explicaba, «siempre o casi siempre he situado a mis personajes en la burguesía, es el mundo que más comprendo y el único mundo de referencias que tengo» (Sylvester 39). Esa honestidad profesional, explica que sus novelas atestigüen los cambios de edad de sus personajes, acordes a los del autor (muy jóvenes en Nuevas amistades, algo mayores en Gente de Madrid, y adultos aunque se resistan a serlo en Mary Tribune) y también las transformaciones del espacio referencial, Madrid, a través de los años. En 1987, cuando su obra ha superado con creces ambos voluntarios límites, vuelve sobre el tema al responder a una pregunta de Julio Llamazares: «Madrid porque es lo que he vivido y lo que conozco. La burguesía -la burguesía media y no solo ella- porque es la clase social cuya lengua hablo; su lengua es la que transcribo, la única en la que sé expresarme» (García Hortelano, Invenciones, 181).

Me centraré en Nuevas amistades y Mary Tribune, contrastándolas con un relato del libro Mucho cuento (1987): «La capital del mundo». En este último, el autor explica mejor que nadie pueda hacerlo, en qué consistió su íntima relación con Madrid; allí ofrece algunas claves de los dos modos en que ha contado esta ciudad, la define según su personal visión, y justifica sus filias y sus fobias a los barrios que le sirvieron para crear ese Madrid suyo que no es un enclave geográfico, ni histórico, ni social; es, como cualquier espacio narrativo, una construcción literaria.

«La capital del mundo» evoca los discutidores paseos de dos apasionados madrileños por su ciudad, desde la guerra civil hasta el momento de la escritura. Un poco a la manera en que Cervantes exponía sus ideas sobre la España del XVI, repartiéndolas en discusiones entre don Quijote y Sancho mientras cabalgaban -discusiones que terminaron sanchificando a don Quijote-, a esa manera cervantina expresa Hortelano en el cuento su concepto de Madrid, repartido entre dos personajes: un yo-narrador descaradamente autobiográfico y un su amigo Silverio Abaitua que, literariamente hablando, no nos importa si es trasunto de uno, de varios o de ningún amigo del autor, y que, según el cuento, muere en 1973. Desde entonces, el narrador pasea solo y va admitiendo gradualmente las opiniones de Silverio. El cuento sintetiza también la evolución que de esta ciudad se produce en la narrativa de García Hortelano: desde Madrid como marco de la denuncia implícita objetivista a Madrid como motivo de auto-confesionalidad, pasando por Madrid como creación universal subjetiva.

En Nuevas amistades, un grupo de amigos colabora, durante trece días del verano madrileño a que aborte clandestinamente una de ellos. Terminarán descubriendo que han sido timados, porque no existía embarazo alguno. Algunas referencias implícitas permiten fechar esta trama argumental:

1) Gregorio escucha por radio el viaje de los príncipes de Mónaco a EEUU recién casados; se casaron el 19 de abril de 1956.

2) Isabel bromea «¡Por mí que dinamiten el canal de Suez!»; la nacionalización egipcia del Canal que provocó una grave crisis internacional se fecha el 26 de julio de 1956.

Mientras, en la España histórica recreada en la novela, en octubre de 1955 y aprovechando el entierro de Ortega y Gasset, se organiza la primera manifestación estudiantil antifranquista. A finales de año, España ingresa en la ONU. En febrero del 56, ante el anuncio del «Congreso Nacional de Estudiantes», el enfrentamiento de antifranquistas y falangistas provoca el cierre de la Universidad, se decreta el estado de excepción y son cesados el rector de la Complutense, Pedro Laín Entralgo y el ministro de Educación que lo había elegido: Joaquín Ruiz Jiménez. «El 56 fue nuestro mayo del 68», decía Hortelano (Invenciones 200).

Ninguno de estos sucesos figura en las conversaciones de los jóvenes protagonistas de Nuevas amistades a pesar de que todos son universitarios, leen el periódico y escuchan la radio, y a pesar de que muestran una constante preocupación por que suceda algo para escapar al hastío y alcanzar un tipo de felicidad que identifican con no aburrirse. Abundan en la novela frases como «estoy aburrido. Confiaba en que lo de Julia rompiese el tedio, pero nada más despertarme me ha cazado otra vez» (García Hortelano, Nuevas 115).

En cambio, sí encontramos numerosas muestras de su excelente posición económica, y algunas funcionan también como referentes de la realidad histórica:

1) Tanto Jacinto -un despacho en la plaza de España, un piso en la ciudad y un chalet en la sierra-, como el padre de Gregorio -que acaba de comprar un piso en la selecta zona de Rosales-, se dedican a importaciones, lo que fue floreciente negocio en la España saliente de la autarquía. Un negocio basado en parte en el tráfico de influencias, presente en la novela cuando Leopoldo y su madre consiguen, en pocos días y a través de un amigo, el ansiado permiso que habían calculado tardaría años para comprarse un Alfa Romeo.

2) Julia recibirá un piso, todavía en los cimientos, «de la Constructora esa que ha formado su padre. En la autopista de Barajas» (García Hortelano, Nuevas 48). También la construcción comenzaba a dispararse como negocio al terminarse la primera posguerra. El piso de la abuela de Leopoldo se ha revalorizado por estar situado en el «barrio de los americanos», es decir, la base de Torrejón de Ardoz. El primer acuerdo con EEUU, ayuda económica, política y militar a cambio de bases militares se firmó en 1953.

Los topónimos siempre actúan en literatura como argumento de autoridad, anclan la ficción en una objetividad externa a ella, asegurando efectos de realidad; pero además la toponimia urbana puede ir unida a su concreta circunstancia socioeconómica (el cronotopo)2. Como espacio de la historia, el Madrid de Nuevas amistades según el texto, es una ciudad de dos millones de habitantes, y el lector puede constatar que los enclaves citados en él tienen estricta correspondencia con el plano del Madrid real de 1956. Así, en una cafetería de la Gran Vía:

hasta la noche continuaría aquel público de parejas de novios humildes y viejas señoras. A la salida de los cines, estarían ya encendidos los anuncios luminosos, las conversaciones serían más vivaces y sonaría la coctelera. Ahora olía a café con leche, a serrín mojado.


(García Hortelano, Nuevas 167)                


Descendieron por Ayala hasta la Castellana. [...] a lo largo de la Avenida se encendieron los tubos fluorescentes [...] encontraron una mesa libre en la terraza de un kiosco de bebidas [...]. Los sillones de mimbre entrechocaban irregularmente, a causa del desnivel de la tierra sobre la que se asentaban [...] Detrás de Isabel resonaba de vez en cuando un tranvía.


(García Hortelano, Nuevas 119-12)                


Los cines de la Gran Vía, las calles de Ayala o Castellana permanecen, pero su iluminación, su transporte, sus bebidas, el desnivel y el serrín del suelo son signos de una época muy concreta, ya desaparecida. Esta precisión descriptiva es característica de la minuciosidad del objetivismo, también llamado «escuela de la mirada», por la íntima relación que presenta entre descripción y focalización; así, el siguiente paisaje se describe desde una ventana de la calle Rosales:

En el gran declive que formaba el parque del Oeste, los colores de la hierba, de los bancos de piedra y de los árboles destacaban con nitidez, despeñados. A partir de una línea gris de contornos indefinidos, la otra ladera del valle ascendía en una borrosa y cambiante tonalidad. La amplia calzada y las aceras continuaban casi desiertas. La luz espesa y crujiente, enceguecía o deslumbraba según las distancias.


(García Hortelano, Nuevas 147)                


Ese espacio de la historia se transforma en el discurso por medio de una operación de carácter metonímico. Este último, único existente en novela, es por tanto, un espacio fragmentado, que configura a un lector capaz de reconstruir ese Madrid ficticio a partir de informaciones discontinuas y muy parciales. Se trata de un espacio verbal, no físico y, por tanto, sujeto sólo a leyes internas de la propia obra y subordinado a sus propósitos significativos. Quiere esto decir que la autopista de Barajas, por ejemplo, no obedece aquí a necesidades de ningún viajero sino:

a) a leyes internas según las cuales se presenta como normal que un burgués acomodado regale a su hija un piso en el moderno ensanche de la ciudad.

b) a la intención autorial de sugerir al lector que a ciertos vencedores de la guerra se les permitió aprovecharse, a mediados de los 50, del brusco crecimiento de Madrid.

Con un escepticismo irónico y vitalista que es la voz del más auténtico Hortelano, recordaba el narrador de «La capital del mundo»:

Por aquellos años, gracias a un acelerado curso de marxismo recibido en una catacumba de la Plazuela de Santa Catalina de los Donados, estaba yo en condiciones de aclarar a mis contertulios del café Gijón o de los bares del Puente de Vallecas, el concepto de plusvalía. Silverio [...] negaba tajantemente que una ciudad fuese solo la consecuencia de unas determinadas fuerzas socioeconómicas. Una ciudad para él era la vida rodeada de la inevitable naturaleza.


(350)                


Y ambas definiciones son aplicables a Nuevas amistades. Hortelano selecciona un muy restringido número de topónimos en proporción a los recogidos por el callejero madrileño, y los organiza subordinándolos a la semántica del mundo creado para Nuevas amistades. En la novela, Madrid testimonia la percepción de un espacio ciudadano dividido en compartimentos que son, como defendía el narrador del cuento, «consecuencia de unas determinadas fuerzas socio-económicas»: las de la posguerra civil. Al mismo tiempo, ese Madrid es, sobre todo, la vida de sus ciudadanos que, «inevitablemente», como decía Silverio, tienen que relacionarse con la naturaleza que rodea a su ciudad.

Una muy limitada zona de esta, los barrios residenciales de amplios y luminosos pisos en Salamanca y Argüelles, las terrazas de verano de Serrano, Rosales o la Castellana, los bares de tapas de la cuesta de las Perdices, un chalet con piscina de la colonia del Viso, un despacho privado en la Plaza de España y otro público de un Ministerio... funcionan como núcleo metonímico de la burguesía acomodada que protagoniza la novela. Núcleo que limita al noroeste con la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria.

Recuerdo a un Silvestre sonriente -escribe el narrador de «La capital del mundo» hablando de su infancia en la guerra- satisfecho y convencido de habitar en la urbe excelsa, cuando lograba llevarme por la Casa de Campo y subíamos luego hacia la Universitaria, evitando obuses y sorteando parapetos.


(García Hortelano, «La capital» 351)                


En Nuevas amistades, lo placentero ha sustituido a lo bélico:

El sol iluminaba los prados y los caminos de arena. Entre los árboles vio el agua, en sombra, de un gran estanque. Numerosos niños gritaban jugando. Las mesas blancas y verdes formaban unas rectas a uno y otro lado del tenderete, flanqueado de llamativos anuncios de bebidas refrescantes. [...]

-Esto ¿qué es? [...]

-La Casa de Campo.


(García Hortelano, Nuevas 153)                


Pero la naturaleza que rodea al Madrid de la novela, no siempre se identifica con ese civilizado paisaje de asueto. «En contraposición a esos vientos serranos», como se denomina al límite norte en «La capital del mundo», el sur muestra la otra cara de la moneda:

Caminaron por calles desconocidas para Gregorio. Juan se detuvo al final de una de ellas, en un descampado.

-¿Qué es esto?

-Allí -la mano indicó unos desmontes parduscos, más allá de unas casuchas y un edificio de ladrillos rojos- están las vías del ferrocarril [...].

Llegaron hasta unos muros derruidos, por la tierra salpicada de inmundicias y Juan se sentó en unos cascotes. [...] Botes herrumbrosos, alambres de espino, maderas podridas, pedazos de pizarra, trapos, indefinibles manchas, alternaban sobre la tierra con las piedras.


(García Hortelano, Nuevas 127-28)                


Del núcleo central disfrutan solo los privilegiados protagonistas, aunque otros también lo habiten para proporcionar tal disfrute, como los porteros o las criadas que viven en la misma casa de los amos, o como la camarera Lupe quien, frente a las perspectivas luminosas y arboladas contempladas desde los pisos del grupo protagonista, vive «en una calle estrecha y oscura, en las cercanías de la Glorieta de Quevedo» (García Hortelano, Nuevas, 77). Por eso, cuando algún subordinado no ocupe su lugar, se sentirán molestos:

-Les he visto a ustedes en un bar de Serrano.

Ella iría allí con su novio o con algún amigo. En todo lugar de la ciudad en que uno trate de refugiarse, una secretaria cualquiera puede estar con su novio. Decididamente, convendría pasar unos días en el campo.


(García Hortelano, Nuevas 26)                


Texto como este y los siguientes, revelan hasta qué punto la burguesía protagonista se siente encerrada en un círculo, aunque este sea dorado y aunque el encierro haya sido voluntario:

-Creo que me gustará vivir en Madrid.

-Dichoso tú que aún no tienes agotada esta ciudad [...] todos estamos muy vistos y no sabemos salir de un número fijo de sitios.


(García Hortelano, Nuevas 25)                


Isabel explica que ha comenzado a beber en «bares repugnantes» porque «He descubierto [a los treinta y tantos años] que Madrid es muy grande. Hay algo más que la Gran Vía, Serrano, Recoletos y la calle de Goya» (García Hortelano, Nuevas 46).

Fuera pues de ese Madrid «agotado» por los protagonistas, y jerárquicamente subordinadas a él, se ubican de norte a sur las restantes capas sociales. Sus respectivos habitats surgen sólo en unos pocos capítulos estratégicamente situados (el 1, el 8, el 12, el 16); responden a leyes internas de la trama, cuyos protagonistas acuden allí cuando necesitan algún servicio; y obedecen a propósitos significativos del autor: contrastar, en el mismo lugar y tiempo, la dolce vita de los privilegiados con la de inferiores clases sociales; lo que los teóricos de la literatura llaman espacialización de la novela y contrapunto narrativo.

El capítulo 1 nos introduce en el ámbito de la pequeña burguesía: en un bar del paseo de Ronda, su dueño y el de una mercería esperan para cerrar a que alguien recoja a Isabel borracha:

-Y mañana a las nueve tengo que abrir la tienda.

Ventura asintió, solidarizándose en la fatal relación entre aquel hecho y el estar velando el sueño intranquilo, erizado en una modorra de pequeños sobresaltos respiratorios y mínimos movimientos, de la muchacha.


(García Hortelano, Nuevas 10)                


Mientras esperan contemplan: «A lo lejos, más allá de la oscuridad, brillaban las luces de Puente Vallecas [...]. Llegó una ráfaga de viento. Olieron a carbón y los dos miraron hacia el puente del ferrocarril» (García Hortelano, Nuevas, 12-13). Estamos en el límite sur de la ciudad y la vuelta a casa al noroeste, es reveladora: a pesar de su preocupación por la hora, Joaquín tendrá que conducir el coche de Isabel, y cuando lleguen a la Castellana, parará en dos cafeterías más; después, será abandonado en la Ciudad Universitaria. Así termina el capítulo «En el otro extremo de la ciudad, Ventura habría cerrado el bar. Los muchachos se rieron, cuando dijo que a las nueve tenía que abrir la tienda. Empezó a caminar» (García Hortelano, Nuevas 20).

El capítulo 16 nos traslada a una zona céntrico-popular, posiblemente trasunto de la del Rastro. Gregorio, mientras aguarda le practiquen el aborto a Julia, contempla desde el coche al Madrid trabajador, vigilado de cerca por la policía:

La casa contigua estaba en construcción y algunos albañiles trabajaban en los andamios. Los tranvías, al pasar en ambas direcciones, ocultaban el portal. A unos metros y en la misma acera -por tanto, en la de enfrente- empezaban los puestos del mercado. Allí se espesaba en una compacta coloración la individualidad de los transeúntes. En la calle era continuo el ruido de vehículos, principalmente el chirrido de los tranvías [...] La pendiente de la calle, llena de movimiento, descendía en ángulo con la alta luz del horizonte. Una cabria elevaba un serón de tierra; el hombre avanzó un pie fuera del andamio y atrajo la carga. Los gritos del mercado, a veces, se distinguían nítidos, agrios. Los dos policías armados caminaban cuesta arriba como hacia el automóvil [...] Los albañiles, con los pies en el vacío comían de sus tarteras.


(García Hortelano, Nuevas 154-55)                


No solo el ambiente, sino la propia calzada distingue esta zona del círculo habitual de los protagonistas: «los pequeños saltos de las ruedas sobre el pavimento le hicieron disminuir la velocidad» hasta que, al acercarse al centro de la ciudad, «la calzada amplia y sin baches le permitió aumentar la velocidad al atravesar el Retiro» (García Hortelano, Nuevas 157).

En el capítulo 8, el grupo busca contacto con quien practicará el aborto a Julia, más allá del límite sur, donde se extienden el submundo del chabolismo. «La capital del mundo» lo clasifica como «los barrios del sur y del sur oeste, aquellas infraciudades que surgían de la noche a la mañana en los bordes de un Madrid de principios de siglo» (García Hortelano, «La capital» 351).

El chabolismo eclosiona en los años 50: en la zona señalada en la novela, las treinta y seis chabolas de 1950, se convirtieron en mil setecientas catorce en 1956:

Aquello era el poblado, la chata superficie de manchas que, desde la carretera, había supuesto hornos de cal o ruinas. Más allá del alcance de sus ojos, permanecían las chabolas [...] No había dos edificaciones iguales, aun siendo todas de un solo piso. La mayoría, enjalbegadas reflejaban la luz despiadada del sol. Tres calles nacían o acababan en aquel embudo, junto a los terraplenes. La más amplia de ellas orientó a Gregorio en el complejo de chozas, cercas construidas con alambres y trozos de lata, arpilleras colgantes en los huecos de las puertas, ventanas claveteadas de maderas y tejados planos, en los que las tejas y las planchas de metal o cemento simultaneaban con otros hetereogéneos materiales.


(García Hortelano, Nuevas 92)                


Un trabajo de José Paulino expone las coincidencias entre ese barrio y el célebre Pozo del tío Raimundo de los años cincuenta: viven allí un jesuita, un universitario y varios artistas, lo cual precisa aún más la correspondencia historia-novela3.

Esta simbólica estructuración socio-crítica del espacio urbano, puede situarse en la mejor tradición narrativa española. Recordemos que, con las correspondientes diferencias temáticas -espacio de la historia- y técnicas -espacio del discurso-, también Galdós y Baroja presentaban respectivamente así el Madrid de Fortunata y Jacinta en 1887 y La busca en 19044, y Clarín la Vetusta de La regenta en 1884. No creo casual que Hortelano comentase en 1984: «Quizá en La regenta aprendí algunos de los rudimentos imprescindibles para contar una ciudad» (Encuesta, 8).

Pero «en la novela objetivista o conductista -escribe Carmen Bobes (201)- el narrador no interpreta como signos los objetos, no les da ni reconoce significado». Así lo hace técnicamente Hortelano en Nuevas amistades; aunque su propósito testimonial se transparente, cuando obliga al lector a confrontar esos espacios metafóricos del mundo de la abulia, del trabajo, y del suburbio. A su regreso del barrio de chabolas Gregorio asiste a una sesión de jazz en el elegante piso de Neca:

Un cómodo rincón aquel, desde el que inquietaba considerar que Juan hubiera podido también estar con ellos, sumergido en los aromas, las luces lenificantes, los sorbos lentos y la música. Juan y el cura cenarían ahora en las chabolas.


(García Hortelano, Nuevas 108)                


Julia, ya de vuelta en su casa, desde cuyo balcón «penetra un hálito de aire de agradable olor», describe el lugar donde cree se le ha provocado el aborto: «Olía a repollo cocido en la escalera; me dio una nausea» (García Hortelano, Nuevas 181-82).

A partir de descripciones fragmentarias y asépticas sí, pero intencionalmente minuciosas y selectas, se exige del lector una coparticipación activa no para reconstruir una ciudad, sino para interpretarla como símbolo de una sociedad estratificada, cuya compartimentación social es denuncia obvia de una situación injusta.

El Madrid de El gran momento de Mary Tribune, es ya otro. La presencia del turismo en sus calles, las dos cadenas de televisión, las noticias sobre la guerra del Vietnam o el concilio Vaticano II... nos trasladan a la época del desarrollismo.

Como «Una memorable captación -entre magnetofónica y alucinatoria- de la realidad» del Madrid de la década de los 60 y, simultáneamente como «un monumento a la debilidad humana» define Gonzalo Sobejano («Un monumento...», 1 y 24) a Mary Tribune. En esta novela García Hortelano parece haber encontrado «el camino de esa realidad que no pretende contar grandes cosas, y que de esa manera lo cuenta todo», como el autor dice admirar en Conversaciones en la catedral de Vargas Llosa (García Hortelano, Invenciones 75).

En «La capital del mundo», Silverio está convencido de que «la personalidad de Madrid está compuesta por la suma (no decía síntesis) de las variadas personalidades de sus barrios» (352). Tal creencia parece inspirar el diseño espacial de la ciudad en Mary Tribune: los episodios engarzados por el continuo deambular del yo-narrador nos ofrecen esa «suma de barrios». Es decir, una visión de la ciudad ya no estratificada, sino estructurada como un collage de espacios de diversa procedencia histórica y social. Un collage cuya esencia artística, está, a mi juicio, en el fundido de tales materiales a partir de un subjetivo yo-narrador con capacidad de observación, inteligente humor para interpretar lo observado, y notable cultura reflejada sobre todo en el dominio de una lengua versátil, en la que caben todos los registros.

Al contar su vida en la ciudad, este personaje la describe con la original mirada crítica de quien se siente simultáneamente integrado y desarraigado. Como habitante de una ciudad que ha crecido de golpe, la siente como propia allí donde se mueve con familiaridad, y ajena en cuanto visita las zonas transformadas o anexionadas por el desarrollo. Por eso no hay apenas descripción de su calle, su oficina, o el taller de su coche; en cambio, evoca con simpatía el viejo Madrid, y derrocha sarcasmo sobre las innovaciones urbanas proletarias o elitistas. En eso coincide con Silverio, quien «Al comenzar la década de los sesenta, solía afirmar que se sentía más contemporáneo del Madrid de Pedro Texeira [1656] o del de De Witt [1635] que de ese Madrid (si lo es, apostillaba) de la prolongación de la Castellana» (García Hortelano, «La capital» 350).

Ahora, cuando ya no me es posible mantener aquellas conversaciones peripatéticas, [...] mi universalismo marxista [...] concedía ya ante sus razonamientos que quizá una ciudad sea exclusivamente aquella aglomeración de edificios a la que con justo título llamamos mi ciudad.» (García Hortelano, «La capital» 353)


               


El narrador de Mary Tribune imagina

lo curioso que sería vivir en aquella linde, en aquella acongojante provincia alejada de mi barrio, porque [...] no podía superar una insolidaria compasión por los que allí habitaban privados de mis conocidas calles arboladas, a semejanza de esa dificultad para representarnos a nosotros mismos en la pobreza.


(García Hortelano, Mary Tribune 129)                


La ciudad se fue disolviendo en barrios inverosímiles, iglesias ecológicas, fábricas, barrancos, mesones, bares normativistas y estaciones de gasolina, hasta que atravesamos el primer pueblo -anexionado a la gran urbe- y encontramos, a uno y otro lado de la autopista, un campo horadado de tuberías y vías de ferrocarril, en venta las parcelas del lejano barbecho.


(García Hortelano, Mary Tribune 339)                


Y así describe la salida Noroeste, hacia el Guadarrama en domingo o «Fiesta del Universo Mundo»:

La maldita burguesía motorizada exigía bastante atención. Después de coronar la Cuesta, los montes mostraron su apariencia de cartón. En los restaurantes que orillaban la carretera, millares de niños, de padres de niños, de abuelos y de tíos de niños, rellenaban adecuadamente el decorado, donde lo más sólido eran los muslos que, a mujeriegas o a horcajadas, cabalgaban los asientos traseros de las motos. Atrás las villas de los papás de Bert y demás afortunados de la Tierra, el tráfico se aclaró y pude alcanzar los ochenta. Olía en ráfagas a estiércol, a hierba húmeda, a nitrato de Chile, quizá.


(García Hortelano, Mary Tribune 200)                


En cambio, la zona del Retiro, en el centro de la ciudad, provoca en Hortelano contradictorios sentimientos quizás porque, como explicaba en un artículo de 1986 «Como la vida misma este parque muda [...] con las edades del hombre» (García Hortelano, «En el retiro» 137). En «La capital del mundo» se alude a los efectos de tales mudanzas:

Me es suficiente que el diablo me permita aún volver a La Rosaleda de los años 30, a ese jardín de los Campos Elíseos de una infancia proustiana, que bruscamente se convirtió en infancia golfa [...] aquel hedor de animales en cautividad, que Silverio percibía en la zona del Paseo de Coches del Retiro donde estuvo la Casa de Fieras, cuando ya la Casa [Zoo en la actualidad] había sido trasladada a kilómetros de allí y allí recorríamos la Feria del Libro que vino de Recoletos.


(García Hortelano, «La capital» 354 y 356)                


En Mary Tribune, surge el Retiro, por la cuesta de Moyano, en una escena proustiana del único paseo que el protagonista logra dar con su amor de toda la vida, y el lugar despierta en la pareja idílicas y a la vez frustrantes sensaciones, basadas en su presente y pasado común:

Aun no han cerrado el parque. Y son más de las nueve. Contra el poyete de la verja, nos hemos pasado tú y yo horas y horas [...]. Espera, Huele, huele fuerte. Igual que entonces ¿verdad? -dejó de aspirar el húmedo aire, el olor de la hierba-.

Ya Tub se había separado de la verja [...] al final del sendero un guardia con bandolera nos veía pasar bajo la luz goteante de los tubos fluorescentes. [...] hacia la mitad de la cuesta llovía sobre los jardines de los anacrónicos chalets y las fachadas de los nuevos edificios [...] nos aplastamos contra las fachadas, al amparo de las cornisas y los balcones volados [...] Y nos quedamos quietos, con aquel murmullo del agua en los oídos, viendo las pequeñas luces en los hotelitos, las manchas de los árboles contra el cielo pizarroso.


(García Hortelano, Mary Tribune 121-23)                


El «extrañamiento» de madrileño céntrico que sufre el narrador cada vez que visita las afueras, desaparece en cuanto regresa a sus orígenes:

Quemaría galón y medio de gasolina para llegar a un paraje reconocible que, después de tanto chabolismo rascacielero, recordaba a los de Boticelli [...] Deseché los bares del importado Harlem [Torrejón de Ardoz] a favor de los clubs de nuestra mesetaria Calle 42 [Zona de Tirso de Molina dónde en la época estaba el más famoso teatro de musicales],


(García Hortelano, Mary Tribune 262)                


El narrador de «La capital del mundo» ubica en esta

plaza del Progreso (o del señor Tellez que se decía cuando una municipalidad franquista la motejó de Tirso de Molina) [...] los restos de un Madrid verbenero, sainetero y redicho, que por uno de esos fenómenos de trasvase del tópico a la realidad, era auténtico.»


(García Hortelano, «La capital» 351)                


En Mary Tribune, sin nombrarla, la plaza cobra vida:

Allí en la plaza, perduraban la estatua del monje comediógrafo, la sala de fiestas de mi bachillerato, los bancos de piedra, el pardusco césped, los alambres de púas que protegían el pardusco césped, y, aún más inalterables, casi eternos, hasta un poco más rozagantes, los grupos de busconas, tullidos, cerilleras, rameros, carteristas, momias, señoritos, borrachos y señoritos borrachos en diversa graduación, hermanos todos de la noche agonizante, plebe sabia y proterva. Corrí hacia ellos.

En minutos, como centro la señora anisera de los doce delantales, establecí sociedad.


(García Hortelano, Mary Tribune 274-75)                


Otro barrio popular, en el suroeste, despierta al mejor «observador de gestualidades [...] con dominio la trama-intriga» (Vázquez Montalbán, El escriba 163)5:

A lo largo de una de las orillas del Manzanares -confiesa el narrador de «La capital del mundo»- [...] no es raro que [...] me recite a mí mismo un poema de Carlos Barral que se titula Geografía e historia. ¿Qué significado esconden esa ermita [...] esa geografía convencional que la enmarca, sino lo que yo sé o creo saber, lo que yo he olvidado, la historia que viví o que me contaron?


(García Hortelano, «La capital» 354)                


Ignoro si Hortelano inventó, vivió o le contaron las aventuras del protagonista de Mary Tribune en «los barrios del río», pero su regocijante episodio de la búsqueda de dos mujeres que a su vez son buscadas por la policía, logra el mejor costumbrismo al fundir narración y descripción:

Había ido llegando a los barrios del sudoeste [...] Aparqué en la calle principal, que exhalaba el aroma de la barriada. Y no mataba, ya que si uno se habitúa al hedor de alcantarilla, tampoco es más letal que el de sudor o el de fritanga o el de chavala perfumada. Mezclados, olían a verano proletario como jamás consiguieron oler los textos que adoraba Bert. Los creadores de plusvalía abarrotaban los bares, las aceras, las salas de billar y de recreativas máquinas tintineantes, dotados de esa capacidad de mayor espacio que poseen los que vociferan

La empinada cuesta guijosa me sacudió la memoria [...] Inquirí por las señoritas Leticia y Mary Lola a un grupo de mujeronas, sentadas en sillas -al inexistente- fresco de la calle. [...] Como una plantación de girasoles, las comadres se cerraron fotofóbicamente en círculo [...] no dejaban de observarme una a una y de reojo. Reapareció la moñuda y, en camiseta, el que cabía sospechar cónyuge, cincuentón, retazo, ferroviario a sus horas, si se consideraba el combinado de grasa y carbón que enguantaba sus manos.

-[...] Precisiones, pocas le puedo proporcionar Ya el ser conocido de la Leticia y la Mary Lola por estos barrios del río mucho no le favorece.


(García Hortelano, Mary Tribune 505-06)                


Frente a su no disimulada simpatía por estos barrios populares, «esa acomodación al principio de la realidad que me entra a mí, nada más penetrar por la calle del Avemaría» (García Hortelano, «La capital» 351)6 describe con sarcástica idealización lo que probablemente sea trasunto de la elegante zona de Puerta de Hierro:

Me limité a conducir en tanto aparecían las primeras praderas residenciales, las gasolineras enceguecedoras y también la costumbre a setenta por hora, adivinaban las ruedas aquellas calles penumbrosas de otro país. Entre los jardines umbríos, los neumáticos rodaban sobre las hojas secas de un perenne otoño de aisladas voces mesuradas, verandas desiertas, camafeos.


(García Hortelano, Mary Tribune 163)                


Con el lugar que Hortelano consideraba en una entrevista de 1984 como «la única suerte que hemos tenido los que hemos vivido en esta ciudad», (Pereda, 22) termina «La capital del mundo» (357):

Para no salir al extranjero [...] guarda Madrid una reserva inagotable. Mientras pueda entrar por una de sus puertas, podré, a unos metros de la Cibeles, entrar en todos los reinos, pasar de Madrid al cielo y a los infiernos con solo empujar un torniquete. Porque Madrid es (no nos engañemos) el Museo del Prado.


Por tanto, el Prado no podría faltar como espacio novelesco de Mary Tribune (153):

Entumecido ante mi íntimo Ieronymus Bosch poco a poco los vientos calmosos que racheaban su jardín rizaron de espuma mi intemperancia. [...] Me trasladé al castrador «Triunfo de la muerte» de mi viejo conocido Peter Brueghel, y por aquellas lomas vagabundeaba, cuando una obra maestra, con pinta de nórdica, me arrastró en pos de su cuerpo, que una microtela desnudaba aún más. La monumental niñata, con una dislocada afición a la pintura sacristanesca, me ignoraba tan evidentemente que me hizo concebir ilusiones. Después de un recorrido espasmódico y de tenerme más tiempo del saludable entre las fotografías tomadas por diversos genios de la cámara a la corte algunos siglos antes del nacimiento de Daguerre, la suecaza dio una carrerita y, en el mismo portillón de salida se fusionó al tipo que la esperaba, especie de matón abrillantinado7.


En su presente de 1987, el narrador de «La capital del mundo» (355) nos ofrece otra definición obviamente confesional del autor: «Madrid ya no es más que un azaroso nudo de sugerencias que se disparan voluntaria o involuntariamente [...] esta ciudad se me ha convertido en un pretexto de la memoria».

Al recorrer los barrios de Madrid en Mary Tribune, el autor atiende menos a que el lector sienta ilusión de realidad, y más a sugerirle nuevas facetas de una ciudad que da por conocida. De ahí que se eliminen prácticamente las referencias a la toponimia urbana, sustituidas por alusiones entre conocedores: «La semana pasada nos encontramos en el Real» -el Teatro Real-, «a la salida la llevé a un bar de la Cuesta» -la Cuesta de las Perdices-, y en tales alusiones se utiliza, con más frecuencia que la elusión, una técnica metafórica no para distanciarnos de la realidad descrita, sino para hacer más ostensibles aquellas características que se desea críticamente destacar: «aquellas hectáreas disneyalizadas» designan al parque de atracciones, con «la carretera paralela al Ródano» alude a la que, paralela al Manzanares, lleva a las afrancesadas mansiones de Puerta de Hierro: «calles de otro país».

Casi siempre, estas metáforas se insertan en amplios pasajes que reflejan innovaciones sociales con un humor entre el sarcasmo y la tristeza:

aquellos intelectuales extramuros subsistían exentos de horarios fijos en aquel Finís Terrae, compensando las contrariedades geográficas con su permanente convivencia popular, porque allí vivía, desde allí partía para mi casa y a aquellas calles regresaba en los autobuses de vísperas, Petra, con su cansada carne (macerada como una estatua del referido Alberto, figura más que del Guernica del pop-art) en su vuelta al tinelo o al hogar, ya que siendo asistenta, tanto de uno como de otro tenía para Petra un bloque K, escalera tercera, planta baja, puerta 8, al que había accedido por herencia de unas tierras abandonadas en los años de piojo verde, al tergiversarse su familia de pegujaleros sorianos en albañiles de la gran urbe.


(García Hortelano, Mary Tribune 30-31)                


Este párrafo estilo Martín Santos, puede ser un ejemplo de «la nueva palabra» hortelaniana (recordemos la escueta referencia a la vivienda de la camarera de Nuevas amistades-, «en una calle estrecha y oscura, en la cercanía de la glorieta de Quevedo»). Con una gran economía de medios se simboliza este reciente espacio ciudadano, producto de más de un cambio histórico y social: El comedor de servicio (el «tinelo» en terminología de la civilización romana), se sitúa en los 60 en un lejano extrarradio («extramuros» según terminología medieval, «Finis Terrae» en la clásica), que habitan dos nuevas capas sociales: la intelectual nacida de la burguesía en el tardo franquismo, y el proletariado originado por sucesivas migraciones rurales a la ciudad, desde comienzos del siglo XX, que solo a partir de los 60 puede comprarse un piso.

En este espacio del discurso, permanece la función de caracterización social pero el novelista, liberado de pruritos técnico-literarios y políticos8, utilizará todos los recursos que configuran su rica personalidad literaria, para que su visión de la ciudad seduzca al lector.

En la nueva etapa que abre Mary Tribune, «la hora del lector», no es la de extraer conclusiones críticas; ya el narrador se encarga de subrayarlas. Es la de sentirse cómplice de reconocimientos tanto del espacio superficial y externo como del significado profundo que dicho espacio entraña, sin necesidad de que los nombres propios le guíen. Cuando leemos, por ejemplo, «llegamos a la autopista del aeropuerto y trescientos kilómetros más allá derivamos hacia un acantilado de rascacielos siniestros, de calles agujereadas, y jóvenes familias en torno a una sopa (de sobre)» (García Hortelano, Mary Tribune 125), no hace falta ser madrileño, ni haber vivido los años 60, para reconocer, sonreír y comprender que ese espacio simboliza cualquier gran ciudad que ha incorporado su extrarradio sin demasiado respeto hacia quien ha de habitarlo. Es decir nos identificamos, por encima del texto y de su narrador, con el autor y admiramos su capacidad poli-sémica de narrar: crónica de Madrid, caracterización social de una época, psicología del personaje, nostalgia autorial de una ideal sociedad no deshumanizada...

Y en ese aspecto, el de la universalidad de lo concreto, que es condición sine qua non del clásico literario, de nuevo «La capital del mundo» puede iluminarnos con una última definición de lo que significa Madrid para Hortelano:

A lo largo de los años, he ido desprendiéndome de teorías, de definiciones, de aquellas elucubraciones que a Silverio y a mí nos apasionaban durante nuestros paseos [...]. a veces creo contemplar un telón de fondo, un juego de decorados. La ciudad es un escenario. Apenas percibo la banal comedia que sobre él se representa.

Y sin embargo, una parte del decorado se ilumina, deja en tinieblas el resto, y comienza a representarse una apolillada comedia, cuya fidelidad al texto original imposibilita la arbitraria memoria del autor.


(355)                


La ciudad, todas las ciudades, pueden ser escenario de una comedia humana, la del vacío o la debilidad de todas sus burguesías; puede parecer una comedia «apolillada» porque tantas veces, a lo largo de siglos, la han escrito Lope y Moliere, Dickens y Balzac, Flaubert y Galdós, Proust y Joyce, Boris Vian y Dashiell Hammett... por citar unos pocos de los muchos que leyó y absorbió Juan García Hortelano; la seguirán escribiendo otros que lo reconocen a él como maestro: Manuel Vicent, Eduardo Mendoza, Juan José Millás o Luis Landero... pero tal comedia es fiel a la memoria de sus respectivos artífices que tergiversan la realidad en la que se inspiran para ofrecer al lector su personal (y por tanto arbitraria, y por tanto universal) memoria. Porque Whitman y Baudelaire abrieron el espacio urbano a posibilidades literarias inéditas; en el seno de la gran ciudad encontró Baudelaire la nueva poesía de la urbe o, como él decía, un «extraer lo eterno de lo transitorio»9. Y eso es quizás lo que da a las ciudades literarias, universalidad artística. Lo que Duvet, la niña que quería ser Flaubert en Gramática parda, admira extasiada ante el escaparate de a «Cartografía General de Geografía Literaria» que encuentra en una calle de París10.

Como escribió la autora de Memorias de África, la baronesa Blissen, «es imposible que una ciudad no desempeñe un papel en tu vida, no importa lo bueno o lo malo que puedas decir de ella»11. De Madrid, si hacemos recuento, Hortelano dice más cosas malas que buenas, pero con un conocimiento tan profundo, que es impensable no aceptar la profunda comprensión y la pasión escéptica que late en sus críticas. Para el último Hortelano, Madrid «Ya no es más que un azaroso nudo de sugerencias [...], se me ha convertido en un pretexto de la memoria» (García Hortelano, «La capital» 355). Pero en su obra, espero haberlo mostrado, la ciudad se plasma desde esas dos perspectivas que, según Cano Ballesta (11), utilizan los escritores modernos: «una basada en la realidad urbana, que suscita deslumbramiento o repulsa, y otra fundada en la imaginación, que es tendencia evasiva».






Obras citadas

  • Bajtín, Mijaíl. «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela» (1938). Recogido en Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus, 1989.
  • Barral, Carlos. Los años sin excusa. Barcelona: Barral, 1978.
  • Bobes, Carmen. Teoría general de la novela. Madrid: Gredos, 1993.
  • Cano Ballesta, Juan. Literatura y tecnología (las letras españolas ante la revolución industrial: 1900-1933). Madrid: Orígenes, 1981.
  • «Encuesta sobre La regenta». Insula 451 (1984): 7-8.
  • García Hortelano, Juan. Nuevas amistades. Madrid: Seix Barral, 1956.
  • —— El gran momento de Mary Tribune. Ed. D. Troncoso, Madrid: Cátedra, 1990.
  • —— «La capital del mundo». Cuentos completos. Madrid: Alfaguara, 1997. 348-57.
  • —— Gramática Parda. Ed. M. Sánchez Arnosi. Madrid: Cátedra, 1997.
  • —— «En el Retiro». Crónicas correspondidas. Madrid: Alfaguara, 1997. 137-47.
  • —— Invenciones urbanas. Madrid: Cuatro ediciones, 2001.
  • Marsé, Juan. «Juan García Hortelano en el recuerdo». Insula 562 (1993): 9-10.
  • Mendiola Oñate, Pedro J. «Oliverio Girondo. La ciudad animada». Escrituras de la ciudad. Ed. J.C. Rovira. Madrid: Palas Atenea Ediciones, 1999. 93-110.
  • Nolens, Ludovico. «Entrevista con Juan García Hortelano». Quimera 6 (1981): 9-12.
  • Paulino, José. «Del realismo a la realidad». Compás de Letras 2 (1993): 92-103.
  • Pereda, Rosa María. El gran momento de Juan García Hortelano. Madrid: Anjana, 1984.
  • Sobejano, Gonzalo. «Un monumento a la debilidad humana». Insula 562 (1993): 1 y 24.
  • Sylvester, Santiago E. «Juan García Hortelano. La novela goza de buena salud». La calle 61 (1979): 39-41.
  • Vázquez Montalbán, Manuel. El escriba sentado. Barcelona: Crítica, 1997.
  • —— Geometría y compasión. Barcelona: Mondadori, 2003.
  • Villanueva, Darío, «Teoría literaria de la ciudad». Homenaje a Benito Varela Jácome. Santiago de Compostela: Publicaciones de la Universidad, 2001. 602-12.


 
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