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Maldonado

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas



A la excelentísima señora Marquesa de Molíns






ArribaAbajo- I -

La borrasca y el voto



Prestat componere flectus.


VIRGILIO.                




    Al puerto de la insigne Barcelona
dirígense triunfantes las galeras,
que de Aragón la gloria y poderío
de asegurar acaban en Bicerta,

    donde, tornando el mar lago de sangre,
y las líbicas playas en hogueras,
en las playas y el mar desbarataron
del sarraceno aterrador las fuerzas.

    Libre a Sicilia, a Nápoles, a Malta,
del yugo y de las bárbaras cadenas,
y seguros el Púnico y Tirreno
con la victoria de sus armas dejan.

   Y tornan a la patria. Ya descubren
del altivo Montjuich la frente excelsa,
y lo saludan con fervientes gritos
de flámulas ornando las entenas.

   Cuando, de pronto, el favorable viento,
que empujaba benéfico las velas,
dejando en ocio las cautivas chusmas
y en reposo las rojas palamentas,

   su favor les retira. Desmayando,
ni el ancho seno de las lonas llena,
ni silba entre los mástiles robustos,
ni aun con el fácil gallardete ondea.

   El mar, dormido en repentina calma,
laguna o claro espejo se dijera,
y como en la llanura están los pinos,
inmóviles en él las naves quedan.

   Lento el sol a Occidente descendía,
su faz velando en vaporosas nieblas,
que el remoto horizonte confundiendo,
borró a la vista las cercanas tierras.

   Después, entre enlutados nubarrones,
que desde el Sur a sepultarlo vuelan,
como cadáver que húndese en la tumba,
se hundió, dejando claridad siniestra.

   Y al trasmontar las cumbres del ocaso
en una faja lívida y sangrienta,
un instante mostróse enrojecido,
lanzando al orbe una mirada horrenda.

   Los pilotos y prácticos, temiendo
que aquella calma repentina fuera
presagio de durísima borrasca,
nuncio fatal de horrísona tormenta,

   las jarcias y los mástiles requieren,
el velamen solícitos aferran,
y despertando a las ociosas chusmas,
«¡Bogad, bogad!», con alto grito ordenan.

   Pues a fuerza de brazos y de remos
burlar el golfo engañador intentan,
y conseguir tal vez a la mañana
saludar de Barcino las almenas.

   Murió en breve un crepúsculo dudoso,
sin color y sin luz, y muerto apenas,
cielos y mares la espantable noche
envolvió en oscurísimas tinieblas.

   Nada, nada se ve. Y en el silencio,
tan hondo y pavoroso, cual si muerta
y hundida del Criador en el olvido
ya se encontrara la creación inmensa,

   sólo el compás de los movibles remos,
y el silbido del cómitre resuenan,
y el rumor sordo de la leve espuma,
y el agrio rechinar de las maderas.

   A poco nace el ábrego, y en breve
crece, y, gigante, los espacios llena,
y zumba entre las nubes, y sañudo
se arroja al mar y por sus llanos vuela.

   Y lo azota, y lo empuja, y lo entumece,
y revuelve y confunde sus arenas,
y en fantásticos montes lo levanta,
que se alzan y hunden, chocan y revientan.

   Roncos retumban formidables truenos,
rasgan rayos trisulcos las esferas,
y a la luz de relámpagos horrendos
del espantoso caos se ve la escena.

   ¡Oh naves de Aragón desventuradas!...
¿Por qué los cielos su favor os niegan
en las iras del mar, si tan propicios
os lo acordaron en las crudas guerras?...

   ¡Cuál las empuja el huracán violento!
Ora al profundo abismo las despeña,
ora a las altas nubes las levanta,
las arrastra, y empuja, y hunde, y vuelca.

   Ya las envuelven las bramantes olas,
ya en sus costados con fragor se estrellan,
de espuma levantando blanca nube,
que luego las inunda en lluvia espesa.

   Mas no desmaya el generoso aliento
de los valientes de Aragón. Pelean
con el viento y la mar, cual pelearon
con la indómita furia sarracena.

   Firmes en el timón los capitanes,
de pericia y valor dan larga muestra,
en roncas voces a la chusma animan,
con roncas voces lo que cumple ordenan.

   Y obedecidos son. Crujen los cables,
los mástiles se encorvan, las entenas
gimen, los remos címbranse, y las proras
la espuma encienden y resurten sesgas.

   Mas, ¡ay!..., cuando el Señor omnipotente
rompe con brazo airado las barreras,
cárcel de los furiosos elementos,
¿qué es el valor humano, qué es la ciencia?

   Cada momento furibundo crece
el temporal, el huracán arrecia,
la mar sube a las nubes rebramando,
las sombras de la noche son más densas.

   Ya resistir no pueden la constancia,
ni el valor, ni el saber. Rotas, dispersas
las naves, anegadas, sin gobierno,
sólo descanso en el abismo esperan,

   cuando Pérez de Aldana, el almirante,
que, mal herido en la batalla fiera
que acaba de ganar a los infieles,
yace en un lecho, donde vive apenas,

   en brazos de abatidos marineros,
que en él sus esperanzas tienen puestas,
sube al alcázar de su rota nave,
despreciando el turbión y la tormenta.

   De un fúlgido relámpago a la lumbre
ve el estado infeliz de sus galeras,
reconoce que no hay más esperanza
que del Omnipotente en la clemencia,

   y cayendo en la tabla de rodillas,
los mustios brazos trémulos eleva,
y en los golpes de mar todo empapado,
y dando al huracán la cabellera,

   dice, en fe viva ardiendo: «Virgen santa,
lucero de la mar, del Cielo reina,
madre del Redentor, salva a tu pueblo,
salva las naves de Aragón, que llevan

   »tu excelso nombre a los remotos mares,
tu santo culto a las remotas tierras,
y que la santa ley del Hijo tuyo
es el principio y fin de sus empresas.

   »Hago voto solemne, ¡oh Virgen pura!,
si nos concedes tu piedad inmensa,
de ir en humilde y santa romería
de Monserrate a la enriscada sierra.

   »Y colocar ante tu altar sagrado
y rendir a tu imagen como ofrenda,
de estas nuevas victorias los despojos,
del infiel debelado las banderas».

   Y esforzándose más la salve entona,
que repiten mil voces. Y resuenan
entre el bramar del huracán sañudo,
el hórrido fragor de la tormenta,

el ronco hervir de la agitada espuma,
el rugir de las olas que revientan,
de la Madre del Verbo los loores,
que al Cielo encantan y al infierno aterran.

   Y perdidas no fueron las plegarias.
Jamás se pierden, porque al Cielo llegan
las que a la santa Virgen se encaminan,
del afligido por la fe sincera.

   Pues de pronto, rompiéndose las nubes,
lucero bienhechor la faz demuestra,
que aunque al punto se eclipsa y se confunde,
los pechos todos de esperanza llena.

   Y no fue vana. El huracán violento
siente un mano firme, que encadena
sus negras alas, y la mar sañuda,
un poder superior que su ira enfrena.

   Y aunque soberbios braman y reluchan,
y en su despecho con furor forcejan,
el mar humilla sus movibles montes
y el huracán se esconde en sus cavernas.

   El negro manto de la noche horrible,
rasgado y roto por la mano excelsa,
que de Aragón ampara los bajeles,
deja a trechos brillar vagas estrellas.

   Al fin, marca en Oriente albor confuso
una línea ondulosa verdinegra,
tras la que empieza la anhelada aurora
a dar de vida y paz al mundo señas.

   Los negros fugitivos nubarrones,
que aún el espacio tormentoso llenan,
a su pesar se ven engalanados
de púrpura y de gualda con cenefas.

   Y, aunque el sol no descubre su semblante,
su benéfica luz los aires llena,
y da al revuelto mar variados visos,
y las espumas férvidas blanquea.

   Rota la inmensa bóveda de plomo,
ver la del cielo azul a trechos deja,
y todo anuncia próxima bonanza,
y que la ira de Dios se calma y templa.

   Mas, ¡ay, en cuál estado el nuevo día
ve de Aragón las míseras galeras!
Dos desaparecieron. Las restantes,
que perdidas andaban y dispersas,

   sin mástiles las unas, sin timones
otras, y todas a la mar abiertas,
por llegar donde ven la capitana
con los remos trabajan y forcejan.

   Al cabo lo consiguen; animosas,
siguen el rumbo a los costados de ella,
con constancia y con arte dirigidas
por los hombres de mar que las gobiernan.

   Y después de correr nuevos peligros
por el mísero estado en que navegan,
y porque el mar, aún crespo y borrascoso,
no ofrece a su anhelar segura senda,

   al esconderse el sol en el ocaso
al puerto ansiado de la patria llegan,
y bendiciendo al Dios omnipotente,
con las pesadas áncoras se aferran.




ArribaAbajo- II -

La romería.- El desafío



¡Ay de ti si al Carpio voy!
¡Ay de ti si al Carpio vas!


Antigua comedia.                




    Entre colosos de piedra,
que con las nubes combaten,
y desde lejos parecen
los fulminados Titanes,

   está un templo de María,
con su milagrosa imagen,
en las elevadas crestas
del fragoso Monserrate.

   Conságranse fervorosos
a su culto en los altares
cenobitas, que renuncian
del mundo a las vanidades.

   Y con duras penitencias
y con místicos cantares
la alta protección imploran
en favor de los mortales.

   Y no en vano. En la capilla
labrada de hermosos jaspes,
los votos de plata y cera
milagros afirman grandes.

   Veinte lámparas de azófar
tiene el retablo delante
y cien cándidos blandones,
que siempre fúlgidos arden.

   Allí humildes van los reyes
a pedir que los ampare
en sus bélicas empresas
del Verbo eterno la madre.

   Y allí tornan victoriosos
a rendirle el homenaje
de tesoros y cautivos,
de pendones y estandartes.

   De todo el orbe cristiano
acuden a Monserrate
los dolientes y afligidos,
y nunca acuden en balde.

   Pues parece que la Virgen
en derramar se complace
de sus gracias los tesoros
desde aquellos peñascales.

   Mas nunca la concurrencia
es tan bulliciosa y grande
como en el solemne día
de su fiesta memorable.

*  *  *

   Era, pues, llegado, y vense
(al esmaltar los celajes
del Oriente hermosa aurora,
que del mar vecino sale)

   por los senderos del monte
estrechos y desiguales
subir apiñadas turbas
de los pueblos más distantes.

   Y no sólo allí concurren
los devotos catalanes
y los fieles españoles
a venerar a la imagen,

   que vienen de todo el mundo
peregrinos a millares,
y hasta herejes y paganos,
buscando alivio a sus males.

Ya suben en sus literas
princesas de regia sangre,
y en poderosos corceles
príncipes de alto linaje.

   Señores de grande alcurnia
con escuderos y pajes,
y en sus mulas los prelados
seguidos de capellanes

   y valerosos guerreros
por los riscos y jarales
trepan, ostentando altivos
armaduras rutilantes.

   Y en gallardas hacaneas
doncellas de lindo talle
con repulgos y melindres
haciéndose interesantes.

   Y las siguen y custodian,
escabechadas las carnes,
sus dueñas, que medrosicas
van temiendo despeñarse.

   Y caballeros machuchos,
y perfilados galanes,
y un pueblo inmenso que hierve
y rebulle en todas partes.

   De condiciones distintas
personas chicas y grandes,
de todo sexo y estado,
de todas trazas y edades,

   suben la sierra anhelosas
juzgando que llegan tarde;
y se empujan y atropellan
por dar un paso adelante.

   Ricos, pobres, peregrinos,
marineros, mozas, frailes,
niños, viejos y mujeres,
soldados y capitanes,

   ciegos, mudos y tullidos,
leprosos, febricitantes,
endemoniados, convulsos,
paralíticos y orates;

   gentes de todas naciones
con diferencia de trajes,
con diversidad de idiomas,
con distintos ademanes.

   Y la confusión de lenguas,
que se difunde en los aires,
otra Babel la montaña
con extraño rumor hace.

   Como en jardín la convierten
de mil colores brillantes
los penachos, y las cintas,
y los vistosos ropajes.

   Contemplados desde lejos
los senderos ondulantes
atestados del gentío
que desde el profundo valle

   con movimiento conforme
sube a las cumbres distantes,
ser dijéranse serpientes
bigarradas, colosales,

   que girando entre los riscos
se encaramaban voraces
a devorar en las nubes
a las águilas caudales.

*  *  *

   En medio de aquellas turbas,
entre confusión tan grande,
en una humilde camilla
sube enfermo y anhelante

   a cumplimentar el voto
con que libertó sus naves,
el noble Pérez Aldana,
aragonés almirante.

   Mal curadas sus heridas,
escaso de vida y sangre,
y con la horrenda borrasca
acrecentados sus males,

   disfrazado de romero,
y tan otro su semblante
con la enfermedad prolija,
que no le conoce nadie,

va en hombros de marineros
sin séquito y sin bagaje,
como cumple a un penitente
y al voto que hizo en los mares.

   Llega a la puerta del templo,
donde le acogen los frailes,
y colocan la camilla,
de la que no puede alzarse,

   tras de un pilar del crucero,
desde do el enfermo alcance
a cubierto del bullicio
a ver las solemnidades.

   Pues tan postrado y doliente
está, que así sólo es dable
el que asista a los oficios
y a Dios pueda encomendarse.

*  *  *

   Ya un sol naciente de mayo
atravesaba brillante
de las altas vidrieras
los transparentes esmaltes.

   Y en el alto campanario
sonoras voces al aire
daban los cóncavos bronces,
nuncios de festividades;

   y ya el inmenso gentío
llenaba las anchas naves
del gran templo, do la misa
va solemne a celebrarse,

   cuando un francés caballero
de escuderos y de pajes
servido, arriba, y penetra
con desenfado notable

   la apiñada muchedumbre
hasta lograr colocarse
junto al pilar, do en su lecho
está el herido almirante.

   Comiénzanse los oficios,
con la cruz y los ciriales
y su séquito y su mitra
revestido el abad sale.

   Con torrentes de armonía,
con sonoras tempestades
el órgano estrepitoso
retumbar los cimbrios hace.

   Vuelan las nubes de incienso,
embalsamando los aires.
Y escondiendo del retablo
las molduras y follajes.

   Y el tal francés caballero,
sin que respeto le ataje,
y por ver más a su gusto,
cansado ya de empinarse,

   en pie atrevido se pone,
insultador y arrogante,
sobre la humilde camilla
do Pérez de Aldana yace.

   Este lo sufre un momento,
aunque le hierve la sangre;
mas cuando el otro le pisa
ya no tolera el ultraje.

   Y entre los dos, en voz baja,
descompuestos los semblantes,
pasó el diálogo siguiente,
sin que lo advirtiese nadie:

ALDANA
   Cuidad vos, el caballero,
lo que hacéis por distracción.
Guardad consideración
a un impedido romero.
FRANCÉS
    Basta, buen hombre; si vos
qué pie excelso os ha pisado
conocieseis, muy honrado
os creyerais, ¡vive Dios!
ALDANA
   Pues si a vos adivinar
os fuera dado quién es
éste en quien ponéis los pies,
¡por Dios!, que habíais de temblar.
FRANCÉS
   ¿Temblar yo?... ¡Temblar!... Insano,
soy duque de Normandía,
y a no estar aquí pondría
el pie en tu rostro villano.
ALDANA

   Yo desprecio tu blasón
y tu estirpe soberana,
porque soy Pérez de Aldana,
almirante de Aragón.


   Y porque fuera gran mengua
profanar el templo santo,
¡vive Dios!, no me levanto
para arrancaros la lengua.


   Mas juro de insulto tal,
si cobro mi muerto brío,
pediros en desafío
La reparación cabal.

FRANCÉS
   Os esperaré en París,
y dispuesto a todo estoy.
ALDANA
   ¡Ay de vos si a Francia voy!
FRANCÉS

   ¡Ay de vos si allá venís!


   No hablaron más, porque acaso
la gente empezó a alterarse,
y era forzoso mesura
en lugar tan respetable.


   El francés entre la turba
juzgó oportuno borrarse,
y al hacerlo, con enojo
le tiré a Aldana su guante.



ArribaAbajo- III -

Las charlas



Tot homines quot sententiae.





    La moderna Babilonia,
ese París turbulento,
que de espectáculos, farsas,
chistes, riñas y festejos,

   francachelas y bullicios,
novedades, burlas, juegos,
de caprichos veleidosos
y de arrebatos funestos,

   de virtudes las más altas,
de vicios los más horrendos,
fue siempre constante escena,
es, ha sido y será centro;

lo era ya el siglo remoto,
que hoy reproducen mis versos,
aunque reducido entonces
a límites harto estrechos,

   sin ni aun soñar la grandeza
que le destinaba el Cielo,
y la moral importancia
con que hoy rige al Universo.

   Y en agitación y pasmo,
y en confuso movimiento
lo tenía la llegada
de un español caballero,

   que a retar viene animoso,
por ultrajes que le ha hecho,
el duque de Normandía,
y a empeñar a muerte un duelo.

   En las calles y en las plazas,
en pórticos y en paseos,
en salones y talleres,
en las tabernas y templos,

   mezquinos, lóbregos, rudos,
que no daba más el tiempo,
formando un París distinto
del magnífico que hoy vemos,

   sólo se habla del combate
y se discurre del duelo,
circulando mil patrañas,
ponderaciones y cuentos.

    Varias son las conjeturas
sobre el motivo secreto,
y el ultraje que ha lanzado
a tal paso a un extranjero.

   Y se susurran amores
allá en muy remotos reinos
en que los dos personajes
rivales ardientes fueron.

   Y aún hay fementidas lenguas
que hacen correr sin respeto
de ciertas princesas moras
los nombres y devaneos.

   Quién se admira de que pueda
hombre haber de tal denuedo,
que medir quiera su lanza
con príncipe tan excelso.

   Quién lo juzga desacato
a toda la Francia hecho,
y para aquel orgulloso
pide cumplido escarmiento.

   Quién, que ofendido está acaso
por el duque o por sus deudos,
de modo distinto piensa,
y alégrase en sus adentros,

   celebrando que haya un hombre
destinado por el Cielo
a castigar los desmanes
de príncipe tan soberbio.

   Unos recuerdan del duque
las hazañas y el esfuerzo,
su valor en las batallas,
su destreza en los torneos;

   y miran como seguro
y cantan ya como cierto
su triunfo en aquel combate,
como lo ha logrado en ciento.

   Del duque exageran otros
juveniles desaciertos,
ponderando sus violencias,
abultando sus excesos.

   Y en agrandar se complacen
exagerando los riesgos,
las ventajas sobre el duque
con que cuenta el extranjero.

   Dicen que el recién llegado
es un hombre de provecho,
alto, robusto, fornido,
muy gallardo y muy resuelto.

   Que trae corceles de guerra
de gran belleza y gran precio,
armas de exquisito temple
y muchísimo dinero.

   Y los que dudan de todo,
por hacerse los discretos,
dicen, mostrando malicia,
que suele llamarse ingenio,

   que acaso sea el desafío
mera farsa y embeleco,
embrollo de cortesanos
y burlas de palaciegos.

   Que el tal retador pudiera
ser un francés embustero
que venga a buscar la vida
con patrañas y con cuentos.

   Los que quieren ver en todo
algún prodigio o portento,
dicen, arqueando las cejas
y con aire de misterio,

   que el lance estaba previsto,
y que debe ser funesto
según una profecía
de un gran astrólogo armenio.

   Que ha asegurado un obispo
que el retador extranjero
viene armado de indulgencia,
y ya por el Papa absuelto;

   que sus armas son morunas.
sospechosas en extremo,
como lo es también un paje
que trae vestido de negro.

*  *  *

    Los que siempre se divierten
con cuanto ocurre de nuevo,
importándoles un pito
que sea malo, que sea bueno;

   y que nunca indagan causas
ni predicen nunca efectos,
y en todo hallan ocasiones
de gresca, broma y bureo;

   gente feliz y beata,
o envidiable por lo menos,
para la cual es la vida
agradable pasatiempo,

   sólo del palenque hablan
que en San Dionís se ha dispuesto,
y de meriendas y bailes,
ceremonias y festejos;

   y de las damas gallardas,
y de los trajes diversos,
y de cómo procurarse
en la estacada un buen puesto;

   y alégranse, varios chistes
y equívocos repitiendo,
que recogen en corrillos
donde se trata del reto.

   Y cuentan, con risotadas
de un envidiable contento,
mil historietas picantes
que circulan por el pueblo,

   Todo es, pues, contradicciones,
ponderaciones, extremos,
y hasta se duda y discute
el origen del guerrero.

   Asegúrase en un corro
que no es español, que es griego;
mientras en otro se afirma
que es lombardo, o que es bohemio.

   Y sobre el nombre contienden,
aunque van todos de acuerdo
en pronunciarlo de modo
que nadie puede entenderlo.

   Se acaloraron disputas,
apuestas se propusieron,
y aún resultaron camorras
y otros desafíos nuevos,

   Mas para pintar al vivo
lo que el París de aquel tiempo
del tal combate pensaba,
y charlaba del suceso,

   referiré dos coloquios
de carácter muy diverso
que sobre estas ocurrencias
hubo casi al mismo tiempo:

   uno en un salón ilustre
entre gente de alto vuelo;
otro en una vil taberna
entre gentuza del pueblo.




ArribaAbajo- IV -

El salón



    -Buenas noches; ¿qué hay de nuevo?
   -Hay ocurrencias notables.


Versos de una comedia.                




En un salón no muy grande,
cuadrado y con alto techo,
do rudo ensamble mostraba
oscuro artesón de cedro,

   dos ojivas sobre el río,
adornadas de arabescos,
por sus turbias vidrieras,
hechas de vidrios pequeños,

   dejaban difícil paso
a los rayos postrimeros
de un sol poniente de otoño
con celajes encubierto.

   Por las extensas paredes
de guerra y caza trofeos
de altas escarpias pendían,
o de armaduras de ciervos.

   De mármol la chimenea
llenaba todo un testero,
timbres mostrando y follajes,
y bizantinos grutescos.

   Y a otro lado campeaba
un oratorio pequeño,
de nácar, de concha y bronce,
primoroso por extremo,

   do a la imagen de la Virgen,
de un arte perdido esfuerzo,
una lámpara de plata
daba amarillos reflejos.

   De nogal duros escaños,
muy pulidos y muy tersos,
y unos sitiales enormes
ornaban el aposento.

   Un gran bufete ochavado
estaba plantado en medio,
con un tapete de Persia
con borlones y con flecos.

   En el bufete jugaban
a las tablas con sosiego
dos maduros personajes
de muy diferente aspecto.

   Era el uno un conde ilustre,
de la casa amigo y deudo,
que en la Turena tenía
sus castillos y sus feudos.

   El otro, un abad notable
por su astucia y su talento;
predicador de gran nombre
y en la Corte de gran peso.

*  *  *

   Mientras estos dos jugaban,
allí cerca y en silencio,
en un gran sillón forrado
con un recamado cuero,

   la señora de la casa,
de rostro grave y sereno,
de edad dudosa, y de porte
aristocrático y serio,

   con las tocas de viuda
y monjil rico, aunque negro,
que daban mayor realce
a su distinguido aspecto,

   atentamente hojeaba
un librito muy pequeño,
con manecillas de oro
y tapas de mucho precio;

   manuscrito lindo y raro,
adornado con esmero
de brillantes miniaturas
y dorados arabescos,

   que a la devoción brindaba,
y facilitaba el rezo
de las horas de la Virgen
y los Santos Evangelios.

   Y si la dama apartaba
de él los ojos un momento,
o era para dar al conde
de una jugada el consejo,

   o para en las controversias
propias de lances de juego
irse siempre de su bando,
y con tesón defenderlo,

   lo que tal vez producía
de malicia un fino gesto
en el abad, que cortaba
de la fresca viuda el vuelo...

*  *  *

   En el hueco de una ojiva,
donde le daba de lleno
la última luz de la tarde,
que expiraba por momentos,

   ante un bastidor, sentada
sobre un cojín en el suelo,
estaba una linda niña
de veinte años no completos.

   Delicada, blanca, pura,
de oro acendrado el cabello,
que en bucles y en anchas trenzas
bajaba a adornar el seno,

   boca de perlas y rosas,
ojos del color del cielo,
y el total más expresivo,
y el conjunto más modesto.

   Era Matilde, la hija
de la casa, el embeleso
de su madre y el encanto
de los amigos y deudos.

   Bordando estaba un tapete
con emblemas y misterios
de la pasión, recamados
no sin destreza y acierto.

   Y viendo borrados casi
del sol los últimos dejos,
y que la luz le faltaba,
fue su labor recogiendo.

*  *  *

   A poco en la erguida torre
del contiguo monasterio
el Angelus anunciaron
de las campanas los ecos.

   Y aquellas cuatro personas
ante el oratorio fueron,
do hincándose de rodillas
entonaron breve rezo,

   de que dijo los latines
el noble abad, a quien luego
todos besaron la mano
con ceremonial respeto.

*  *  *

   Dos pajes, ambos vestidos
de jalde, de rojo y negro
entraron. Y mientras uno
puso del bufete en medio

   enorme velón de plata,
que iluminó el aposento,
cerró el otro las maderas,
los cortinajes corriendo.

   El conde, el abad, la dama
a sus sillones volvieron,
y ésta a su devocionario
y los otros dos al juego;

   y quedando en pie Matilde,
apoyó el cándido seno
de la madre en el respaldo
inclinado el rostro bello.

*  *  *

   De afuera de la mampara
anunció una voz en esto
al señor barón, que alzando
el tapiz entró resuelto.

   Era muy gallardo joven,
alto, delgado y bien hecho,
y quitándose la toca,
y el bigote retorciendo,

   y sonando las espuelas
contra las losas del suelo,
con finísima elegancia
y porte de caballero,

   a la señora vïuda
saludó con gran respeto,
besóle al abad la mano,
dio la suya al conde viejo;

   y con sonrisa graciosa
y particular afecto,
a la divina Matilde
hizo reverencia luego.

   Ella de púrpura ardiente
dio esmaltes al rostro y pecho,
correspondiendo al saludo
con ademán muy modesto.

   Mas tal vez un malicioso
pudiera haber descubierto
en las tímidas miradas
algún futuro himeneo.

   Después de las cortesías
y forzosos cumplimientos,
aquellas cinco personas
este coloquio emprendieron:

SEÑORA
    Decidme, noble sobrino:
   ¿cómo tan tarde venís?
BARÓN
   Vengo ahora de San Dionís,
   y está muy malo el camino.
CONDE
   ¿Va el palenque adelantado?
BARÓN
Lo está bastante.
ABAD
¿Y qué tal?
BARÓN
   No me ha parecido mal.
MATILDE
   ¿Y está con gusto adornado?
BARÓN
   Magnífico es el dosel,
   y los palcos y antepechos
   aunque parecen estrechos,
   no desdicen nada de él.
   Y pondrán, a lo que creo,
   en los ángulos banderas,
   tapetes en las barreras,
    y en cada entrada un trofeo.
MATILDE
¿Y es muy grande?
BARÓN
Grande asaz;
   no sé los pasos que cuenta...;
   pero, según aparenta,
   de media Francia es capaz.
ABAD
¡Y se llenará!
BARÓN
No hay duda.
   A ver un lance de honor,
    y de gloria y de valor,
   no habrá francés que no acuda.
ABAD
   Yo siempre deploraré
   tales lances; los cristianos
   tan sólo con los paganos
   deben lidiar por la fe.
SEÑORA
    ¿Conque sale a pelear
   un duque de Normandía?
CONDE
   ¿Y juzgáis, señora mía,
   que lo pudiera evitar?
SEÑORA
¡Un príncipe!
CONDE
Es caballero,
   y precisa obligación
   el darle satisfacción
   a un ofendido extranjero.
SEÑORA
Sí, a cualquiera...
CONDE
No a cualquiera.
   Ese español campeón
   almirante es de Aragón
   y de la sangre primera.
SEÑORA
   ¿Y será ese caballero
   de veras tal personaje,
   o mintiendo nombre y traje
   un vulgar aventurero?
CONDE
   Señora, trae de su rey
   cartas y autorización;
   es ricohome de Aragón,
   caballero de alta ley.
BARÓN
   Probarme con él quisiera,
   que al cabo es un extranjero
   que viene, insolente y fiero,
   insultar a Francia entera.
ABAD
   Pues yo no juzgo que Francia
   tenga aquí nada que ver.
BARÓN
   ¿No es insultar su poder
   esa extranjera arrogancia?
ABAD
   Es lance particular,
   que ya los cristianos reyes,
   aboliendo absurdas leyes,
   debieran no autorizar.
BARÓN
    Cuando se toca al honor
   ni el Papa mismo es capaz...
ABAD
   Yo soy ministro de paz;
   vos..., un joven lidiador.
SEÑORA
   ¡Válgame Dios, buen sobrino!
BARÓN
   Perdón pido si hubo exceso.
   En tal cuestión, lo confieso,
   me acaloro y pierdo el tino.
CONDE
   Yo aplaudo este honroso medio,
   y el que el español gallardo
    en él busque sin retardo
   de su honra herida el remedio.
BARÓN
   Pues no me gustara, a fe,
   encontrarme en su lugar.
   Temo que le ha de pesar.
CONDE
    Señor barón, ¿y por qué?
BARÓN
   Porque el duque es muy valiente,
   nadie en destreza le alcanza,
   y querer medir su lanza
   es pretensión de demente.
CONDE
   Yo de su valor no dudo;
   así más juicio tuviera,
   y así su comporte fuera
   más hidalgo y más sesudo.
BARÓN
   No deis crédito a rumores
   de sus viles adversarios.
ABAD
   ¿Vos sois de sus partidarios?
BARÓN
   Le debo muchos favores.
CONDE
   Bien, no niego su valor;
   mas también el almirante
   goza fama relevante
   de bravo y de justador.
BARÓN
   Le envidio sólo un corcel
   que ha traído de su tierra.
   ¡Qué gran caballo de guerra!
   No he visto otro mejor que él.
MATILDE
   ¿Es muy lindo?... ¿De qué pelo?...
BARÓN
   Es tordo rodado oscuro,
   y las crines, de seguro
   le descienden hasta el suelo.
MATILDE
   ¿Y viene al uso de España
   vestido ese personaje?
BARÓN
   No le he visto; mas su traje
   cosa debe ser extraña.
MATILDE
¿Trae mucho séquito?
BARÓN
Sí.
   Trae salvajes, y trae moros
y un paje negro.
SEÑORA
¡Qué horror!
MATILDE
   ¿Y es muy rico ese señor?...
BARÓN
   Cuenta que tiene tesoros
SEÑORA
   Vuelvo a mi tema: este lance
   me tiene en gran desconcierto,
   pues si es lo que afirman cierto,
   me recelo algún percance.
ABAD
¿Qué afirman?
CONDE
Un desatino.
SEÑORA
   Cuentan que estando en la cuna,
   le anunció escasa fortuna,
   en un duelo, un peregrino.
ABAD
¿A quién?...
SEÑORA
Al de Normandía.
   Y corre en todo París
   que le dijo: «En San Dionís
   veréis vuestro último día.»
ABAD
¿Es posible?...
SEÑORA
¿Por qué no?
CONDE
   Señora, eso es delirar,
   y enrodado debe estar
   quien tal patraña inventó.
SEÑORA
   ¿Pues qué? ¿Acaso no pudiera...?
   Dígalo el señor abad.
ABAD
   Don profético, en verdad,
   puede dar Dios a quien quiera.
SEÑORA

   Hay quien afirma también
   que ese español atrevido,
   con hierbas que ha recogido
   en el campo de Belén,


   logra hacerse invulnerable,
   y que grabó en su armadura
   palabra de la Escritura
   un rabino detestable.


   Y que ese negro bozal,
   que dicen que trae consigo,
   si no es el mismo enemigo,
   puede ser otro que tal.

ABAD
    Entre guerreros cristianos
   yo no admito tales cosas,
   porque son pecaminosas
   y propias de los paganos.
CONDE
   Ni un ricohome aragonés
   usara supercherías.
   Esas son habladurías
   del vulgacho descortés.
BARÓN
   Si son ciertas nada importa,
   porque del duque la espada,
   con su valor manejada,
   hasta los encantos corta.
SEÑORA
    ¿Y cuándo es el duelo?... Di.
BARÓN
    En la semana que viene.
   Ya el duque padrino tiene.
CONDE
¿Y quién es?
BARÓN
Montmorency.
MATILDE
¡Ay qué viejo!...
SEÑORA
Viejo es.
   Pero ha sido muy valiente,
   muy galán y muy prudente,
   y honra del nombre francés.
ABAD
   ¿Y del señor almirante?
BARÓN
   Según dicen, eligió,
   y nuestro rey lo aprobó,
   al buen duque de Brabante.
MATILDE
   Mamá, ¿nosotras iremos
   a ver ese desafío?
SEÑORA
    Sin duda, aunque a pesar mío,
    convidadas estaremos.
BARÓN
   Si Matilde allí faltara,
   faltara la mejor flor.
SEÑORA
   Que muriera de terror
   si sangre se derramara.
BARÓN
    Sangre, y mucha, debe haber,
   que el desafío es a muerte.
ABAD
   ¿Pero el agravio es tan fuerte
   que tal fin deba tener?
BARÓN
   Un pisotón..., bofetadas...,
   una señora... No sé.
ABAD
   Cuentan que en la iglesia fue
CONDE
   Se dicen mil badajadas.
MATILDE
    Ojalá sea hermoso el día,
   y esté despejado el sol.
   ¿Quién vencerá, el español,
   o el duque de Normandía?
BARÓN
   Pues qué, prima, ¿lo dudáis?
MATILDE
   Yo imagino que el francés.
BARÓN
   Eso lo seguro es.
CONDE
   ¿Y si acaso os engañáis?
BARÓN
   ¿Queréis, pues, de amigo a amigo,
   aquel arnés de Milán
   en contra de mi alazán
   apostar aquí conmigo?
ABAD
   Ociosas apuestas son;
   lo que cumple averiguar.
   para poder presagiar,
   es quién tiene la razón.

*  *  *



   Al llegar aquí el coloquio
los pajes lo interrumpieron
presentándose en la sala
seguidos de un escudero,

   y en sendas grandes salvillas
circularon y sirvieron,
lucientes tazas de plata,
dorados fondos y cercos,

   llenas de caliente vino
sabrosamente compuesto
con mil y finas especias,
que era el usado refresco.

   El barón alegre y joven,
y el conde sesudo y viejo,
continuando la disputa
sendas tazas se sorbieron.

   También el abad las suyas
se echó sin chistar a pechos,
y a la dama y a Matilde
agua sirvió el escudero.

   En tanto sonó la queda
y el toque de «cubrefuegos»,
y haciendo galán saludo
los tres tertulios se fueron.


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