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Manía de citas y de epígrafes

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres, por el Bachiller don Juan Pérez de Munguía (seud. de Mariano José de Larra), n.º 6, noviembre de 1832, Madrid; paginación en color azul.]

Hombres conocemos para quienes sería cosa imposible empezar un escrito cualquiera sin echarle delante, a manera de peón caminero, un epígrafe que le vaya abriendo el camino, y salpicarlo todo después de citas latinas y francesas, las cuales, como suelen ir en letra bastardilla, tienen la triple ventaja de hacer muy variada la visualidad del impreso, de manifestar que el autor sabe latín, cosa rara en estos tiempos en que todo el mundo lo aprende, y de probar que ha leído los autores franceses, mérito particular en una época en que no hay español que no trueque toda su lengua por dos palabritas de por allá. Nosotros, como somos tan bobalicones, no sabemos a qué conducen los epígrafes, y quisiéramos que nos lo explicasen, porque en el ínterin que llega este caso, creemos que el pedantismo ha sido siempre en todas las naciones el precursor de las épocas de decadencia de las letras. Verdad es que estamos muy seguros de que no ha de ir a menos nuestra literatura; esto es en realidad caso tan imposible como caerse una cosa que está caída; pero por eso mismo no quisiéramos tener los síntomas de una enfermedad, cuyo único y verdadero antídoto acertamos a poseer.

Si el autor que escribe dice una verdad y sienta una idea luminosa, no sabemos qué más valor le han de dar los pocos sabios que en el mundo han sido, reunidos en su apoyo; y si su aserción es falsa, o sienta una idea despreciable, no consideramos que haya Horacio ni Aristóteles capaz de disculpar su tontería. Agrégase a esto, que por lo regular suele tergiversarse el sentido de los autores pasados, para acomodar su texto a nuestra idea, a veces en materias cuya posible existencia ni siquiera sospechó la docta antigüedad.

Verdad es que el vulgo, que ignora la lengua en que se le trae la cita, suele quedar deslumbrado. Éste es el origen del aplauso y de la algazara que se arma en el teatro siempre que un autor, conocedor del corazón humano, ingiere en su drama uno o muchos latines, o palabras técnicas y científicas que entienden pocos; cada cual se apresura a reírse, para que no piense el que tiene al lado que no ha entendido toda la picardía de aquella palabra. Tal es la condición de nuestra pueril vanidad. Sucede, también, que se lee con desprecio o indiferencia a un autor moderno, y sólo se le empieza a respetar desde que se ve la autoridad del antiguo, como si estos hombres con quienes se vive diariamente, ni fuesen capaces de decir por sí solos cosa alguna que valga la pena de ser leída, porque está probado que no hay cosa para ser tenido en mucho como morirse, a lo cual se agrega que el vulgo ignora cuán fácil es encontrar en el día textos para todo, y que es más difícil tener mucho saber que aparentarlo. Todo esto es verdad, y es lo único que en apoyo de las citas y epígrafes encontramos, pero el hombre verdaderamente superior desprecia estas vulgaridades.

Nosotros, que no somos hombres superiores, ni nos creemos vulgo, tomaremos de buena gana un medio igualmente apartado de ambos extremos, y desearíamos que, más celosos de nuestro orgullo nacional, no fuésemos por agua a los ríos extranjeros, teniéndolos caudalosos en nuestra casa. Cansados estamos ya del utile dulci tan repetido, del lectorem delectando, etc., del obscurus fio, etc., del parturiens montes, del on sera ridicule, etc., del c’est un droit qu’à la porte, etcétera, y de toda esa antigua retahíla de viejísimos proverbios literarios desgastados bajo la pluma de todos los pedantes, y que, por buenos que sean, han perdido ya para nuestro paladar, como manjar repetido, toda su antigua novedad y su picante sainete.

Creemos que casi todo está dicho y escrito en castellano. No atreviéndonos, pues, a desterrar del todo esta manía, porque el vulgo no crea que sabemos menos, o tenemos menos libros que nuestros hermanos en Apolo, traeremos siempre en nuestro apoyo autoridades españolas, que no nos han de faltar aunque tratásemos de poner a cada artículo siete epígrafes y cincuenta citas, como lo hacía cierto Duende Satírico de pícara recordación, que algunas veces se las hemos contado; de suerte que no había modo de entrar a sus cuadernos sino atropellando a una infinidad de varones respetables que le esperaban al pobre lector a la puerta, como para darle una cencerrada al ver donde se metía.

Sin embargo, por si el público curioso dudase de nuestra mucha latinidad y de nuestros adelantamientos en la lengua francesa, nos reservamos el derecho de darle al fin de la publicación de nuestros números, si lo creyésemos conducente para nuestra buena opinión, una listita de los epígrafes y citas más o menos oportunas, que hubiéramos podido usar en el discurso de nuestras habladurías, lo cual podremos hacer cómodamente, aun sin saber mucho latín ni francés, con sólo echarnos a copiarlos de los libros y papeles que andan impresos, que cada uno trae por lo menos en su frontis su epígrafe, que le viene bien, además de muchas citas en el discurso de la obra, que le vienen mal, y otras que de ninguna manera le vienen ni bien ni mal.

El Pobrecito Hablador, 6 de noviembre de 1832.

[Nota editorial: Otras eds.: Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 294-297.]