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Manifiesto fijando los días en los que se ha de convocar y celebrar las Cortes generales

(28 de octubre de 1809)


España. Junta Suprema Central (1808-1810)





Españoles:

Por una combinación de sucesos tan singular como feliz, la Providencia ha querido que en esta crisis terrible no pudieseis dar un paso hacia la independencia, sin darle también hacia la libertad. La tiranía, inepta ya y decrépita para remachar vuestros grillos y agravar vuestras cadenas, dio lugar al despotismo francés que, con el terrible aparato de sus armas y de sus victorias, aspira a poneros encima su abominable yugo de acero. Mostrose en el principio como toda tiranía nueva bajo formas halagüeñas, y sus impostores políticos presumieron ganar vuestra voluntad, prometiéndoos reformas de administración y anunciándoos en una Constitución hecha a su antojo, el imperio de las leyes. ¡Contradicción bárbara y absurda, digna ciertamente de su insolencia! ¡Querer hacernos creer que se puede sentar el edificio moral de la libertad y fortuna de una Nación sobre cimientos amasados con usurpación, iniquidad y alevosía! Pero el pueblo español, en cuyo seno se habían conocido primero que en otro alguno de los modernos los verdaderos principios del equilibrio social; aquel pueblo que gozó antes que nadie las prerrogativas y ventajas de la libertad civil y supo oponer a la arbitrariedad la valía eterna que le ha señalado la justicia, no debía mendigar de otro ninguno máximas de prudencia y previsión política, y pudo contestar a estos impudentes legisladores que para él no eran leyes los artificios de los intrigantes ni los mandatos de los tiranos.

Animados de este instinto generoso, y exaltados por la indignación que os causó la perfidia sin ejemplo con que fuisteis invadidos, corristeis a las armas sin temer las terribles vicisitudes de un combate tan desigual, y la fortuna, subyugada por vuestro entusiasmo, os rindió tributo y os concedió la victoria en premio de vuestro arrojo. Efecto inmediato de estas primeras ventajas fue la recomposición del Estado, dividido a la sazón en tantas fracciones corno provincias. Pensaban nuestros enemigos haber sembrado entre nosotros el mortífero germen de la anarquía, y no advirtieron que el seso y la circunspección española eran todavía más poderosos que el maquiavelismo francés. Sin contradicción, sin violencia, se estableció una autoridad suprema, y el pueblo que acababa de asombrar al mundo con el espectáculo de su exaltación sublime y de sus victorias, le llenó de admiración y de respeto con su moderación y cordura.

La Junta Central se instaló, y su primer cuidado fue anunciaros que si la expulsión de los enemigos era su primera atención en tiempo, la felicidad interior y permanente del Estado era la principal en importancia. Porque dejarle anegado en el piélago de abusos agolpados para su ruina por el poder arbitrario, sería a los ojos de vuestro actual Gobierno un delito tan enorme como poneros en manos de Bonaparte. Así es que luego que el torbellino de los sucesos militares se lo permitió, hizo resonar en vuestros oídos el nombre de vuestras Cortes, que para nosotros ha sido siempre el antemural de la libertad civil y el trono de la majestad nacional. Nombre pronunciado antes con misterio por los eruditos, con recelo por los políticos, con horror por los tiranos; pero que desde ahora debe significar en España la base indestructible de la Monarquía, la columna más segura de los derechos de Fernando VII y de su familia, un derecho para el pueblo, y para el Gobierno una obligación.

No se recompensaría con menos esa resistencia moral, tan general como sublime, que desconcierta y desespera a nuestros enemigos en medio de sus victorias. Estas batallas que se pierden, estos ejércitos que se destruyen, estos pueblos que se incendian, sin que por eso dejen de presentarse nuevas batallas, crearse nuevos ejércitos y volverse a enarbolar el estandarte de la lealtad sobre las cenizas y escombros que los enemigos abandonan; estos soldados que se dispersan en una acción y vuelven a presentarse en otra; estas gentes que casi despojadas de cuanto tienen, vienen a sus hogares a partir los miserables restos de su haber con los defensores de la Patria; este concierto de gemidos tristes y desesperados y de cantos patrióticos; esta lucha, en fin, de ferocidad y barbarie de una parte, de resistencia y constancia indomable de la otra; todo presenta un conjunto tan terrible como magnífico, que la Europa contempla atónita, y que la historia escribirá con letras de oro algún día, para admiración y ejemplo de la posteridad.

Pueblo tan magnánimo y generoso, no debe ya ser gobernado sino por verdaderas leyes, aquéllas que llevan consigo el gran carácter del consentimiento público y de la utilidad común; carácter que sólo puede darles el ser dimanadas de la augusta asamblea que ya se os ha anunciado. La Junta se había propuesto que su celebración fuese en todo el año próximo, o antes, si las circunstancias lo permitían. Pero en el tiempo que ha mediado desde aquel anuncio, los sucesos públicos con su misma variedad han agitado los ánimos, y la divergencia de las opiniones sobre la organización del Gobierno y restablecimiento de nuestras leyes fundamentales, ha vuelto a llamar sobre estos objetos tan importantes la atención de la Junta, que se ha ocupado profundamente de ellos en estos quince días.

Pretendíase por una parte que el Gobierno presente se convirtiese en una Regencia de tres o cinco personas, y esta opinión se apoyaba en una de nuestras leyes antiguas aplicada a nuestra situación actual. Mas el caso en que se vio el Reino cuando los franceses se quitaron la máscara de la amistad para ejecutar su alevosa usurpación, es singular en nuestra historia y no pudo ser previsto en nuestras instituciones. Ni la infancia, ni la demencia del Príncipe, ni aun su cautiverio, en el modo común en que estos males suceden, podían compararse con lo que nos estaba sucediendo y con la situación deplorable en que nos cogía. Una posición política, nueva enteramente, inspiró formas y principios políticos absolutamente nuevos:

-Expeler a los franceses, restituir a su libertad y a su trono a nuestro adorado Rey; y,

-Establecer bases sólidas y permanentes de buen gobierno con las máximas que dieron impulso a nuestra revolución:

Son las que las sostienen y dirigen, y aquel Gobierno será mejor que más bien afiance y asegure estos tres votos de la Nación española.

La Regencia de que habla aquella ley, ¿nos promete esta seguridad? ¡Qué de inconvenientes, que de peligros, cuántas divisiones, cuántos partidos, cuántas pretensiones ambiciosas de dentro y fuera del Reino, cuánto descontento, y cuán justo, en nuestras Américas, llamadas ya a tomar parte en el gobierno actual! ¿Dónde irían a parar tal vez entonces nuestras Cortes, nuestra libertad, las dulces perspectivas de bien y gloria futura que se nos ponen delante? ¿Dónde el objeto más sagrado y precioso para el pueblo español, que es la conservación de los derechos de Fernando? Debiéronse estremecer los partidarios de esta institución del riesgo inmenso a que los exponían, y advertir que con ella presentaban al tirano una nueva ocasión de comprarlos o de venderlos. Inclinemos, pues, la frente con respeto a la ancianidad venerable de la ley; pero háganos cautos la experiencia de los siglos. Abramos los anales y recorramos la historia de nuestras Regencias; ¿qué hallaremos? El cuadro tan lastimoso como horrible de la devastación, de la guerra civil, de la depredación y de la degradación humana en la desventurada Castilla.

Sin duda el poder se ejerce por pocas manos más bien que por muchas, en los grandes Estados. El secreto en las deliberaciones, la unidad de los planes, la actividad de las medidas, la celeridad en la ejecución son calidades precisas para el buen éxito de los actos gubernativos, y sólo están afectas a una autoridad reconcentrada. Por eso la Junta Suprema acaba de reconcentrar también la suya con aquella circunspección prudente, que ni exponga al Estado a las oscilaciones consiguientes a toda mudanza de Gobierno, ni altere sensiblemente la unidad del Cuerpo que está encargado de él. Desde ahora en adelante una Sección compuesta de seis individuos amovibles, será revestida particularmente de la autoridad precisa para intervenir y dirigir aquellas gestiones del Poder Ejecutivo que exigen por su naturaleza celeridad, secreto y energía.

Otra opinión contraria a la Regencia contradice igualmente toda novedad que se intente establecer en la forma política que hoy día tiene el Estado; y se opone a las Cortes anunciadas como representación insuficiente si se celebran según las formalidades antiguas, como inoportunas, y tal vez arriesgadas, atendidas las actuales circunstancias; en fin, como inútiles, puesto que se supone que las Juntas superiores creadas inmediatamente por el pueblo son sus verdaderos representantes.

Mas la Junta había dicho expresamente a la Nación, que su atención primera en este grande objeto, sería ocuparse del número, modo y clase con que, según las circunstancias del tiempo presente, debería verificarse la concurrencia de los Diputados a esta augusta Asamblea, y después de esta declaración es bien superfluo, por no decir malicioso, recelar que las Cortes venideras hayan de estar reducidas a las formas estrechas y exclusivas de nuestras Cortes antiguas.

Sí, españoles, vais a tener vuestras Cortes, y la representación nacional en ellas será tan completa y suficiente cual deba y pueda ser en una Asamblea de tan alta importancia y tan eminente dignidad. Vais a tener Cortes, y las vais a tener inmediatamente, porque las circunstancias mismas apuradas en que la Nación se mira, imperiosamente las prescriben. ¿Y en qué tiempo, gran Dios, debe apelarse a este medio mejor que en el presente? Cuando una guerra obstinada tiene apurados todos los medios ordinarios; cuando el egoísmo de los unos y la ambición de los otros debilitan y entorpecen la acción del Gobierno, por su oposición o indiferencia; cuando se aspira a destruir por sus cimientos el principio esencial de la Monarquía, que es la unidad; cuando la hidra del federalismo, acallada tan felizmente en el año anterior con la creación del Poder central, osa otra vez levantar sus cabezas ponzoñosas, y pretende arrebatarnos a la disolución de la anarquía; cuando la astucia de nuestros enemigos está acechando el momento en que rompan nuestras divisiones para arrojarse a destruir el Estado, y sentar su solio sobre la cima de oprobio que le proporcionen nuestros debates; éste es el tiempo, éste, de reunir en un punto la fuerza y la majestad nacional, y de que el pueblo español, por medio de sus representantes vote y decrete los recursos extraordinarios que una Nación poderosa tiene siempre en su seno para salvarse:

-Él sólo puede encontrarlos y ponerlos en movimiento;

-Él alentar la timidez de los unos, contener la ambición de los otros;

-Él acabar con la vanidad importuna, con las pretensiones pueriles, con las pasiones insensatas, que van, si no se agitan, a despedazar el Estado;

-Él, en fin, dará a la Europa un nuevo ejemplo de su religión, de su circunspección y de su sensatez en el uso justo y moderado que va a hacer de esa hermosa libertad en que se le constituye.

Así es que la Junta Suprema, que reconoció, desde luego, esta representación nacional como un derecho, y la anunció como un premio, la invoca y la implora ahora como remedio el más eficaz y el más necesario, y por lo mismo ha resuelto, que las Cortes generales de la Monarquía, anunciadas en el Decreto de 22 de mayo, sean convocadas en 1 de enero del año próximo, para empezar sus augustas funciones desde el día 1 de marzo siguiente.

Llegado este fausto día, la Junta dirá a los representantes de la Nación:

«Ya estáis reunidos, ¡oh Padres de la Patria!, y reintegrados en toda la plenitud de vuestros derechos, al cabo de tres siglos que el despotismo y la arbitrariedad os disolvieron para derramar sobre esta Nación todos los raudales del infortunio y todas las plagas de la servidumbre. Fruto de la opresión más vergonzosa, y de la tiranía más injusta, son la agresión que hemos sufrido y la guerra que mantenemos. Las Juntas provinciales que supieron resistir y rechazar al enemigo en el primer ímpetu de su invasión, depositaron en la Junta Suprema la autoridad soberana, que momentáneamente ejercieron, para dar unidad al Estado y reconcentrar su fuerza. Llamados al ejercicio de este poder, no por ambición ni por intriga, sino por el voto unánime de las provincias del Reino, los individuos de la Junta Suprema han correspondido a tan alta confianza con los desvelos y afanes que han empleado exclusivamente en la conservación y en la prosperidad del Estado. Juzgad de la grandeza de nuestros esfuerzos por la enormidad de los males que los han precedido. Cuando el mando se puso en nuestras manos, nuestros ejércitos a medio formar, estaban desnudos y desprovistos de todo: el Erario sin fondos, los recursos inciertos y lejanos. El déspota de la Francia, valiéndose del reposo en que entonces se hallaba el Norte, precipitó sobre la Península el poder militar que le obedece, el mayor y el más fuerte que se ha conocido en el mundo. Sus legiones más aguerridas, mejor pertrechadas, y sobre todo más numerosas, arrollaron por todas partes, aunque bien a su costa, a nuestros ejércitos, faltos todavía de destreza y confianza. Una nueva inundación de bárbaros, que llevaron la desolación por todas las provincias que ocuparon, fue el resultado de aquellos reveses; y las llagas mal cerradas de nuestra desgraciada Patria volvieron a abrirse dolorosamente, y a verter sangre a raudales. Perdió el Estado con esta ocupación la mitad de sus fuerzas; y cuando la Junta, precisada a salvar el honor, la independencia y la unidad nacional de la impetuosa invasión del tirano, se refugió a Andalucía, una división de 30000 hombres se había ya dirigido a las murallas de la inmortal Zaragoza para sepultarse en sus ruinas. Privado así el ejército del Centro de una gran parte de su poder, no dio a sus operaciones aquella actividad y energía que hubieran tenido otros resultados que la batalla de Uclés. Las avenidas de Sierra Morena y las orillas del Tajo no estaban defendidas sino por un puñado de hombres mal armados, a quienes no se podía dar el nombre de ejércitos. La Junta, a fuerza de actividad y sacrificios, los hizo tales. Batidos y destruidos en las dos jornadas de Ciudad Real y Medellín, en vez de desesperar de la Patria, redobló sus esfuerzos y a pocos días los restablece, y opone al enemigo 70000 infantes y 12000 caballos. Estas fuerzas han combatido después con éxito ya infeliz, ya afortunado, pero siempre con bizarría y con gloria. La creación, la reparación y la subsistencia de estos ejércitos, han absorbido, y con exceso, los fondos considerables que nos han enviado nuestros hermanos de América. Hemos mantenido en las provincias libres la unión, el orden y la justicia; hemos dado la mano a las ocupadas para conservar en ellas, aunque ocultos, el fuego del patriotismo y los lazos de la lealtad. Hemos salvado el honor y la independencia nacional en las negociaciones diplomáticas, las más complicadas y espinosas, y hemos hecho frente a la adversidad, sin dejarnos abatir por ella, esperando siempre vencerla con nuestra constancia. Habremos, sin duda, cometido errores, y quisiéramos si fuese posible rescatarlos con nuestra sangre; pero en el torbellino de los sucesos y en los montes de dificultades que nos rodean ¿quién estaba seguro de poder acertar siempre? ¿Podríamos ser responsables de que en esta ocasión faltase a la tropa el valor, en aquélla la confianza, que un General tuviese aquí menos prudencia, el otro allá menos fortuna? Dese algo, Españoles, a nuestra inexperiencia, mucho a las circunstancias, nada a nuestra intención. Ésta ha sido siempre la de libertar a nuestro desgraciado Rey desgraciado Rey de la esclavitud, de conservarle un Trono por el cual ha hecho tantos sacrificios el pueblo español, y de que éste sea libre, independiente y feliz:

-Nosotros desde nuestra instalación le prometimos una Patria;

-Nosotros hemos decretado la abolición del poder arbitrario al anunciar el restablecimiento de nuestras Cortes;

-Nosotros, en fin, las hemos congregado en esta augusta Asamblea.

Tal es, ¡oh Españoles!, el uso que hemos hecho de la autoridad y poder ilimitado que se nos confió; y cuando vuestra sabiduría haya establecido las bases y forma del gobierno más a propósito para la independencia y el bien del Estado, nosotros resignaremos el mando en las manos que vuestra elección señale, contentos con la gloria de haber dado a los Españoles la dignidad de una Nación legalmente ¡Que de esta reunión solemne y magnífica salgan las grandes medidas, la energía y la fortuna! ¡Que sea como un volcán inmenso, inextinguible, de donde se dilate a torrentes el amor de la Patria a vivificar todos los ámbitos de esta vasta Monarquía, a abrasar los ánimos en aquella consagración, en aquel desprendimiento sublime, que son la salud y la gloria de los pueblos, y la desesperación de los tiranos! Elevaos, ¡oh Padres de la Patria!, a la altura de vuestro noble ministerio, y España, elevada con vosotros a sus brillantes destinos, verá volver a su seno para su felicidad a Fernando VII, y su desgraciada familia, verá a sus hijos entrar en la senda de prosperidad y de gloria que deben hollar en adelante, y recibir la corona de los sublimes y casi divinos esfuerzos que están haciendo».



Real Alcázar de Sevilla, 28 de octubre de 1809.

El MARQUÉS DE ASTORGA, Presidente.- PEDRO DE RIVERO, Vocal Secretario general.








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