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Carácter de los valencianos.

     Los hijos de esta amenísima ciudad son festivos, decidores, satíricos, maliciosos, y poco apreciadores de estrañas celebridades. Huelgan poco o mucho todos los días; pláceles ocupar las horas posibles en conversaciones amenas; sus reuniones tienen frivolidad, pero son variadas y alegres; el menor incidente, la más risueña espresión derrama su alegría sobre la más grave conferencia. Se fijan poco en los negocios; y esplotan muchas veces su mal humor, que no es durable tampoco, murmurando y zahiriendo maliciosamente. Hablan de todo lo que está a su alcance con cierto tono magistral, que es preciso tolerar, porque sus observaciones tienen frecuentemente un fondo de exactitud y buen juicio; y son tolerantes mutuamente, sobre todo cuando se trata de cosas festivas. Aprecian poco a sus hombres distinguidos, así como desprecian a las grandes notabilidades; porque su viva y penetrante imaginación no les deja ver en otros las cualidades estraordinarias que ellos no distinguen en su altura. Sus pesadumbres tienen poca duración; su corazón es como su cielo; está siempre despejado, sereno y azul; son raras las tempestades, y éstas fugitivas. Trabajan sin maldecir; gozan sin temer; procuran pasar bien el día de hoy; mañana Dios proveerá a todos. Hacen grande aprecio de los forasteros, si éstos no muestran pedantería, ni pretensiones superiores; pero si les llegan a penetrar, y encuentran un flanco débil para herirles, ya no pueden contar con su admiración. Las más grandes reputaciones españolas no forman en Valencia jamás un círculo constante ni estenso de admiradores.

     Su generosidad es sin límites, su aborrecimiento se calma con la primera espresión humilde. Perdonan y olvidan a sus enemigos con facilidad. Todos se creen superiores. Sus reuniones populares son bulliciosas, porque no pueden esperar: su sangre se inflama con el contacto: aparece el objeto, lo ven, lo critican, lo aplauden, se cansan de él. ¡Que salga el toro! ¡más caballos! ¡que lo maten! ¡otro! Dejadles reír, gritar y arrojar sus cien mil pullas al pobre diablo, a quien pillan por su cuenta: bajad la cabeza, si os toca a vos, no os volváis contra ellos; presentaos humilde, y allá va sobre vos una nube de aplausos. Ya se han olvidado de vos. No son altivos sin embargo: lloran, cuando se trata a un pobre con amabilidad: las buenas palabras os traerán a los pies un río de lágrimas. Aman a los pobres, a los desvalidos y a los miserables, porque son humildes: de aquí su caridad sin límites y casi lujosa. La casa de más triste apariencia no cierra jamás la puerta a los mendigos; sobre todo a los niños, los ciegos y los ancianos. Fiados en la Providencia no guardan para mañana. Son religiosos, sin fanatismo: los templos no están vacíos jamás: amigos de la novedad y de la alegría; hasta en sus disputas son maliciosos y satíricos. La plaza del Mercado es un punto donde oiréis todos los días diálogos festivos y picarescos; dichos agudos y atrevidos; cuestiones graciosas para el espectador y que exasperan al interesado.

     Mañosos y dotados de penetración son aptos para las artes y las letras: no son muchos los que se dedican a los estudios profundos y filosóficos. Es, en fin, el pueblo ateniense: tiene el Miguelete por su olimpo; los valles del Tenaro o del Tempe son sus campos y las riberas del Turia. Como los hijos de Cecrops se ríen del estrangero; y como los romanos llamarían bárbaros a todos los que no supieran hablar la armoniosa lengua de Ausias March, de Pineda y Jaime Roig. Inspirados por su cielo, por su luz y por sus brisas, abundan los valencianos en poetas; y es que se rodean de bellezas. Los hombres son ágiles, esbeltos, de mediana estatura: buenos soldados fuera de su país: parcos sin esfuerzo, y alegres aun en las batallas. Son irascibles en la contradicción; dulces y afables con los inferiores; galantes sin chavacanería, y amables con las mugeres sin afectación. De niños son leves mariposas, precoces, habladores, bulliciosos y cariñosos, pero dóciles: de jóvenes, traviesos, enamoradizos, ligeros, y participan algo de las estrañas condiciones del amor: hombres son sentenciosos, burlones, y se cogen a la juventud, temerosos de perderla: son escelentes compañeros y amigos exigentes. Buenos literatos, escelentes pintores: de talento brillante: su plaza de letras debía ser el antiguo Ateneo. Viejos ya son religiosos, pero sin rarezas; en sus labios no cesa por eso la sonrisa; dogmáticos, y amigos de la crítica. La edad les concede la calma; pero sus ojos reemplazan a sus piernas y sus brazos; su lengua corre más que sus ojos; lo último que perece es su imaginación.

     Las mugeres participan del tipo napolitano, tienen algo del carácter de las venecianas, y no dejan de formar como una especie de raza griega oriental. Son de talle esbelto, de figura elegante y flexible, pie pequeño y ojos seductores. Su color algo pálido en general, como el de las estatuas antiguas; pero a la sombra de un jardín, y bajo las copas de los árboles en el último crepúsculo de la tarde, este color se hace mucho más bello, como el color de un niño. Son en Valencia frecuentes las mugeres hermosas, sobre todo en la clase media y entre las labradoras de los pueblos de esta huerta; y he aquí por qué celebró tanto Ariosto este país. Petrarca no hubiera dejado de encontrar en Valencia una bella a quien pudiera consagrar sus inspiraciones. Los adornos no aumentan su belleza; la gracia más seductora consiste en la sencillez de su tocado. Aman con delirio; y no es difícil hallar mugeres tan apasionadas como Corina. Vuelven sin odio a la reconciliación, y aprecian con fanatismo su hermosura. Son amables, cariñosas y ligeras en sus conversaciones: si las creéis coquetas, os lleváis chasco, y es que huscan la alegría, y son poco admiradoras de los hombres graves. La risa es su encanto; amadlas dándolas flores; pero no ofrezcáis lágrimas sólo en sus altares. Son inclinadas a la piedad; y aman en sus devociones a la Virgen nuestra Señora como se ama a una madre, como se puede amar. Caritativas, sensibles y delicadas protegen a los desvalidos: no tengáis que insultar delante de una valenciana a una muger pobre y anciana: siempre en su defensa se halla resuelta una hija de este país. Aquí no se ama a medias: la lengua lemosina en boca de una hermosa es graciosa, suelta, suave e italianizada, si se nos permite esta espresión. Cervantes admiraba y se recreaba en las armonías de esta lengua de los trovadores provenzales. Las reuniones de todas las clases de la sociedad valenciana son alegres; finas, elegantes y atractivas las de la elevada aristocracia; sencillas y amenas las de la clase media, y festivas y bulliciosas las de nuestros honrados artesanos y trabajadores. Se viene a Valencia con felices prevenciones; se echa de menos la corte; pero no hay uno solo que no sienta abandonar esta capital así que se conoce. Los valencianos no pueden vivir fuera de su país; tampoco el árabe deja su desierto, ni el escocés el clan donde nació. Son plantas que arraigan al pie del Miguelete; giran a su alrededor; pero si el huracán las lanza de allí, no prenden en otra parte, se marchitan y mueren. Esto no es debilidad, no es provincialismo: Chateaubriand ha hablado siempre de su Bretaña; un negro ama más su desierto y sus costas que el sol más brillante de la América.

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