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Manual del viajero y guía de los forasteros en Valencia

Vicente Boix



Mucho tiempo hace que se echaba de menos en nuestra capital una obra reducida en volumen, pero abundante de noticias, que fuera capaz de ilustrar a los viageros al penetrar por al recinto de nuestra vieja ciudad del Cid. Madrid, Barcelona y otras capitales de España tienen obras de esta clase, para proporcionar a los apasionados a las artes y a la historia monumental un medio seguro de hacer menos árida su estancia en unos pueblos grandes por sus recuerdos, y más grandes todavía por la importancia política de que gozan en el mundo. Así es que los viageros ingleses y alemanes, apelando a las muchas obras que sobre esto se publican en aquellos países, siquiera sean generalmente exactos estos trabajos literarios, carecen sin embargo de ciertos detalles y noticias que recoge con avidez un atento y curioso observador, y que no ofreciéndolos ningún escrito nuestro, deja a merced de las más estrañas interpretaciones el examen de ciertos objetos que, sin una guía imparcial, sufren las interpretaciones más ridículas. Esto, sin embargo, pudiera atribuirse a falta de datos; pero lo que es más sensible a un ilustrado valenciano es ver a muchos de nuestros compatriotas llenos de inquietud y de dudas, cuando, o por relaciones de comercio, o por recomendaciones de amistad, se hallan en el caso de conducir a un viagero a visitar nuestros cosas más notables, sin que sepan dónde están, quién las produjo, ni cuándo, ni en qué época. Ignóranse en general las riquezas artísticas que encierran la catedral, la casa de la ciudad, la audiencia, la lonja de la seda, la iglesia de S. Juan, la de los Reyes y S. Vicente en el convento de Sto. Domingo, S. Miguel de los Reyes, los subterráneos estensos de la ciudad y otros muchos monumentos, ante los cuales pasamos diariamente sin dignarnos fijar nuestra vista en sus piedras pardas o carcomidas tal vez.

Con el objeto, pues, de corregir las noticias que de las obras valencianas han publicado los estrangeros, y facilitar a las personas de todas categorías un medio de conocer mejor la valía que se merece nuestra antigua capital, he trazado este manual, recogiendo en un solo cuerpo los detalles esparcidos en los manuscritos de D. José Ortiz, Falcó, Orellana, el P. Teixidor, Prados, Antist, Dietari de los Dominicos, en los folletos de D. Luis Lamarca, en los artículos de D. J. M. Zacarés, y sobre todo en el precioso Manual de D. José Garulo. La obra no es completa; pero cediendo a la invitación del Sr. Gefe Superior Político de la provincia D. Martín de Foronda y Viedma y a las instancias de varias personas recomendables en estremo, he hecho cuanto he podido para formar este trabajo.

Obras de esta clase no se pueden improvisar; para darlas la importancia y estensión que se merecen, es necesario tiempo, conocimientos y buen gusto: yo me he atrevido, sin embargo, a ser el segundo que en Valencia ha dado este paso, y esta osadía contribuirá cuando menos a que otros más dignos e ilustrados la emprendan a su vez, ya que mi posición, mi nulidad y falta de espacio no me permiten hacer otra cosa mejor.






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ArribaAbajoValencia histórica

Desde su fundación hasta nuestros días


Situada Valencia en la longitud de c. h. 23 m. 40 s. al E., y en la latitud de 39º 32' Norte del observatorio astronómico de la ciudad de S. Fernando, presenta, vista desde lejos, un conjunto hermosamente variado de altas y ennegrecidas torres y elevados edificios que, ceñidos por esa estensa y verde alfombra de su huerta, se parece a un vasto castillo gótico cercado de jardines, de bosques y de estanques. Observada la ciudad desde alta mar tiene toda la semejanza de un edificio del tiempo de los árabes, apiñado, y apretujado contra la cintura de su torre mayor o Miguelete, que se diría ahogado entre la multitud de casas que a aquella distancia le oprimen y le escalan. Desde el punto indicado aparece Valencia mucho mas ceñida y ovalada de lo que se muestra, contemplada desde los silos de Burjasot, torre de Paterna, o torre de Espioca. Mirada desde estas alturas se le ve desplegada poéticamente sobre un campo verde, bajo un cielo azul, y entre las brisas del mar que lame la ribera en que se asienta. Sus innumerables torres esparcidas aquí y allá la dan un aspecto oriental de bellísimo efecto, que en nada disminuye a medida que el viagero va aproximándose a sus antiguos muros.

Valencia es de figura elíptica, cuyo diámetro mayor tiene 3,298 varas y el menor 1,654, y acerca de la naturaleza de su terreno y del de su huerta nos place citar lo que acaba de publicar un entendido profesor de esta universidad1. Dice este apreciable escritor, que según las escavaciones practicadas para la construcción del acueducto que debe surtir de aguas potables a la ciudad, y de cuyas obras nos ocuparemos en otro lugar, resulta que la superposición de las capas geológicas, principiando de abajo arriba, se verifica en el orden siguiente: TERRENO JURÁSICO -roca del mismo nombre. TERRENO CRETÁCEO -arcillas plásticas que se esplotan para la alfarería, en las cuales se hallan ostras fósiles y conchas de grandes dimensiones: arenisca verde con capas de caliza arenácea y otras de mariscos fósiles petrificados: capas de conglomerados más o menos tenaces: creta rojo-oscura arcillosa: creta blanca: roca compuesta de fósiles marinos con gluten cretáceo, que se esplota para construcción: creta arcillosa dura que se esplota para construcción y escollera; y creta blanca compacta de la que se estrae la cal. TERRENO DE ALUVIÓN: grandes capas de cantos rodados, conglomerados con gluten arcilloso: cantos calizos sueltos, entre los cuales se encuentran algunos de gneis, cuarzo y squisto: arenas y gravas: ligeros depósitos de tierras que se esplotan para la fabricación del ladrillo y para la alfarería: tierras vegetales: légamo arenáceo vegetal; y finalmente arena fina en la playa.

La ciudad descansa en gran parte sobre las bóvedas de un inmenso túnel o subterráneo que, dividido en diferentes brazos, corre de levante a poniente desde el convento que fue de Trinitarios descalzos a espaldas del Temple o aduana, hasta juntarse con otro que arranca desde la Bolsería, cruza la plaza del Mercado, atraviesa a lo largo la calle de S. Fernando, toma el que baja de Trinitarios en la calle de S. Martín, circula por la plaza de Cajeros, baja a la plaza de S. Francisco y va a terminar a lo alto de la calle de Ruzafa. Esta obra, a semejanza de las grandes cloacas romanas, consiste en una sólida bóveda de piedra, apoyada en los robustos muros, por donde pasa el couce o álveo, que deja a un lado y otro un andel de piedra, bastante para el paso desahogado de un hombre. A este gran subterráneo se le juntan una prodigiosa porción de ramales que son otros tantos conductos o alcantarillas por donde se infiltran las aguas inmundas que arrojan en todas las casas; y si a todo esto se añaden las grandes acequias que atraviesan la ciudad en varias direcciones, se diría que Valencia reposa, como sostenida por la mano de una maga, sobre una red caprichosa de subterráneos mas o menos profundos, como la urdiembre de un hormiguero.

El clima generalmente es benigno, su temperatura suave, el cielo risueño, despejado y sin nieblas. Son raros los vientos furiosos, los hielos asoladores, las escarchas, las nieves, las tempestades, ni los escesivos calores. Los vientos de levante entran con libertad y corren sin tropiezo hasta los montes y cerros opuestos. Reinan casi constantemente: son húmedos, y refrescan en verano, sin enfriar demasiado en el invierno. Soplan generalmente con suavidad y raras veces hacen oír sus violentos rugidos en las altas cúpulas de nuestros templos. Suele de un modo repentino presentarse, prosigue el profesor citado, el poniente y continuar uno o dos y a veces mas días, haciendo sentir su influjo, no solo a los vegetales, sino también a los hombres sanos y enfermos. Algunas veces es el precursor del viento norte que tanto temía Hipócrates. Es raro el viento de mediodía.

Grande es, sin embargo, la humedad que se esperimenta en Valencia por la proximidad del mar, por el abundante riego de su huerta, por los inmediatos arrozales, por el gran lago de la Albufera y por la dirección de los vientos que reinan con más frecuencia. Sangrado el Turia que baña sus murallas por ocho acequias admirablemente ramificadas, distribuye sus aguas en mil canales que por su poco declive riegan con lento curso los campos de cincuenta y cuatro pueblos de la huerta.

Tal es en globo la situación topográfica de esta ciudad, cuya fundación ha sido constante objeto de controversias entre los historiadores y anticuarios. Pedro Antonio Beuter, natural de esta ciudad, fue el primero, dice Ortiz, que ilustró nuestro país con su historia en el idioma patrio, con algún método, ornato y diligencia, pero como emprendió este trabajo a principios del siglo XVI, en que, si bien se cultivaban en España con sorprendente perfección otros ramos de la literatura, no era tampoco la crítica lo que más se estudiaba en materias históricas; de ahí es que no escribió con la concienzuda reflexión que exigen esta clase de estudios. Este fue el motivo que le indujo a dejarse llevar de las ficciones del Beroso; de haber adoptado como hechos muchas fábulas; de haber interpretado mal diferentes inscripciones Romanas, y de haber, en fin, apoyado con sus opiniones las menos aceptables teorías.

Martín de Viciana, natural de Burriana, aunque empleó en componer su historia cuarenta y ocho años y medio, no usó sin embargo de la prudencia que de suyo reclama esta delicada ocupación: dejó por lo mismo correr su pluma con demasiada libertad, y se concilió tal animadversión, que la antigua real audiencia impidió que se continuase la impresión del libro II de su historia, si bien mostró mayor inteligencia que Beuter, su antecesor. Gaspar Escolano, valenciano, hombre de claro entendimiento, de amena erudición, de un corazón escelente y de un carácter altamente religioso, siguió con frecuencia y buena fe los errores de Román de la Higuera, teniendo muchas veces por perjudiciales los textos que encontraba del Beroso, y de Juan Nanni o Annio. Más acertado el maestro Diago, natural de Vivel, se complacía en rebatir a Escolano, resentido, sin duda, de que el célebre cura de S. Esteban hubiese rebajado el mérito de Annio, individuo, como el mismo Diago, de la orden de predicadores. A pesar de esto siempre serán estos cuatro historiadores los más distinguidos entre nuestros escritores valencianos, pues solos ellos han escrito dignamente nuestros anales. Sensible es por lo mismo que muchos de ellos no concluyeran sus hermosos trabajos: Beuter no imprimió la tercera parte de su obra: Viciana dejó de proseguir su libro II: del primero nada se sabe; y Escolano sólo dio al público su primera Década, dividida en dos partes o volúmenes. Diago, en fin, únicamente publicó

el primer tomo de sus anales. No hacemos mérito de mossén Jaime Febrer que floreció en el Siglo XIII, porque sus trovas no son más que unas apreciables pero concisas noticias de los personages que concurrieron a la conquista, y de las armas o blasones de que hicieron uso.

A pesar de las respetables opiniones de los escritores citados y de la de Esclapés, Salas, Ortiz, Mayans, Antist, Falcó, Pradas, Teixidor, Villanueva, Cortés y otros muchos, queda todavía por fijar la verdadera época de la fundación de Valencia, nombre que tuvo en su origen, y pobladores primeros que vinieron a ella. Unos dicen que la poblaron los saguntinos (hoy villa de Murviedro) oriundos de la isla griega de Zante; otros la atribuyen a Romo, nombre apócrifo de que no se hallan recuerdos en parte alguna; y otros, en fin, asientan que la fundó el cónsul Decio Bruto por los años 236 antes de la venida de Jesucristo, señalando este terreno a los desgraciados soldados de Viriato, después de la muerte de este atrevido lusitano. Esta opinión ha parecido siempre la más probable.

Poblada Valencia poco antes de la espantosa guerra social que inundó de sangre la vasta república romana, llamó desde luego la atención de los egércitos beligerantes, por hallarse situada entre las ruinas siempre venerables de Sagunto, el fuerte pueblo de Laurona o Liria, y el caudaloso Júcar. Valencia, procedente de los restos de un egército que había peleado contra la usurpación de la altiva Roma, había trasmitido sin duda de generación en generación el odio contra la orgullosa metrópoli del mundo antiguo; y así se la vio tomar parte por la rebelión de Quinto Sertorio, contra quien vino el gran Pompeyo a disputar la dominación de la región edetana. Este esforzado rival de Julio César ocupó a Valencia y la destruyó casi por completo; pero debelado al poco tiempo por las huestes de Sertorio en la batalla del Júcar, junto a Alcira o Cullera, la reedificó este caudillo militar, dándola, sin duda, la forma que conservó hasta la invasión de los árabes. Durante el largo período de la dominación de los romanos, se comenzaron las vastas cloacas de que hemos hablado en otro lugar, y contentos los valencianos con la suerte que les era ya imposible esquivar, honraron más de una vez con sus inscripciones a los grandes y magnates de Roma o a los emperadores que profanaron el orgulloso capitolio. En otra ocasión indicaremos las inscripciones de todas clases que abundan en esta capital. Desde aquella época hasta su último ensanche, en tiempo del rey D. Pedro IV de Aragón en 1356, comprendía el circuito que abrazan las calles llamadas actualmente los Baños de Aben-Lupo o del Almirante a la plaza del Conde de Faura, calle del Barón de Petrés, plazuela de S. Esteban o del Marqués de Algorfa, las del Almodin y Yerba, calles de Cors y de Bailía, del Reloj Viejo, plazuela del Horno de los Apóstoles cruzando al portal de la Virgen de la Seo y Subida del Toledano a las de Zaragoza, de Cabilleros y de las Avellanas a la del Milagro y mencionada Baños del Almirante. Este pequeño recinto encerraba además de las cloacas el palacio llamado de la Justicia, ahora casas de la Almoina, de la dignidad de la chantría y el templo de Diana, sobre cuyas ruinas se levantó el vasto edificio de la catedral.

En el siglo III o principios del IV se había ya introducido el cristianismo en esta capital, y sin duda desde aquel tiempo data la fundación de la iglesia antigua de S. Bartolomé o del Santo Sepulcro; hasta que verificada la invasión de los septentrionales por los años 420, fue sucesivamente ocupada esta ciudad por los suevos, alanos y silingos, que a su vez fueron desalojados por los godos. Estas alternativas en aquellos tiempos de destrucción y de violencia ocasionaron nuevas ruinas, que se repararon en el reinado de Teodoredo. Pocos son los restos que nos quedan de la dominación goda, sino es la defensa tenaz con que los valencianos dieron acogida al santo príncipe Hermenegildo contra la persecución de su padre. Oscurecida en medio de sus riquezas agrícolas fue, como las demás poblaciones españolas, invadida y conquistada por los orientales en el año 718 de la era cristiana, después de una corta resistencia que hicieron los valencianos en el punto que hoy ocupa el pueblo de Catarroja. Sabida es la anarquía que devoró la nación árabe poco después de su conquista y al tiempo de establecer en Córdoba el califato. Valencia, recibiendo desde entonces las avenidas que arrojaba el África sobre este delicioso país, y lejos del centro del gobierno de los califas se erigió en región independiente en 739 bajo la influencia de Abdallah, casi al mismo tiempo que coronaba el pontífice León III al rey de los francos Carlo-Magno. Envidiosos más adelante algunos magnates del poder que parecía vinculado en la familia de Abdallah, se aliaron con Abenxasá o Abenjof para promover la confederación de los célebres almorávides, dueños hacía poco tiempo de Murcia, contra Hiaya, Jahia o Yahaya, rey que era de Valencia. Noticioso D. Rodrigo Díaz de Vivar, apellidado el Cid, que se hallaba por entonces en Morella preparándose contra las amenazas de Alfonso el Batallador, hizo paces con este príncipe, y aún apoyado por sus huestes intentó la conquista de Valencia. Aterrados los moros a la vista de los preparativos que hacía el campeador se apresuraron a poner a Valencia en estado de defensa; de modo que al presentarse el castellano delante de sus muros no le fue posible verificar el asalto, como había creído en su indómito valor. Diferentes veces tentó acometer escalando el muro que ceñía la ciudad por la parte de la Calderería, llamada antes la Villanueva, y otras tantas salió mal parado en su empresa y aun llegó a recibir algunas heridas aquel bravo caudillo; pero diezmados los defensores por el hambre y la peste que afligía a los moros valencianos, hubieron de capitular, haciendo el Cid su entrada en Valencia, el 1.º de Julio de 1094. Alojóse el castellano en el alcázar que habitaba Yahaya, o sea el antiguo teatro, hoy almacén de provisiones, junto a la puerta de la Trinidad, dedicándose desde luego a purificar la mezquita inmediata, o sea la iglesia de S. Esteban, a quien llamó Sta. María de las Virtudes según Escolano; pero según el M. Risco, seguido por Villanueva, la mezquita que hizo purificar y consagrar fue la iglesia catedral, como veremos en otro lugar. Avanzaba entre tanto la invasión de los almorávides sobre esta hermosa ciudad; y para mayor desconsuelo de los castellanos y aragoneses que seguían las banderas del Cid, falleció éste en medio de la mayor consternación, y es célebre la gran batalla que refieren nuestros cronicones y romanceros y que tuvo lugar en el llano de Cuarte, donde fue derrotado el rey, Bucar o Abu-Beckr, por sola la presencia del cadáver del campeador, atado sobre la silla de su caballo. Esto no impidió, sin embargo, que Yuzuf, ese célebre caudillo africano que era viejo como una encina, y parco como un camello, se apoderase de Valencia, donde dejó asegurada la dominación morisca y no pocos recuerdos de su poder e ilustración, según haremos ver en otra parte. Esta ciudad no floreció, empero, como Córdoba, como Granada y Sevilla en genios artísticos que la embellecieran como se embellecieron estas hermosas ciudades españolas, y era que dominada Valencia por el pueblo más grosero del África, enemigo de los ilustrados árabes, y disputándose el poder los wasires de Játiva, Denia, Liria y Murviedro inundaron el país en un lago de sangre, hasta el estremo de ponerse algunos secretamente de acuerdo con los cristianos por conducto del noble Don Blasco de Aragón que se hallaba accidentalmente en Valencia por ciertas diferencias que había tenido con el monarca aragonés. Zeit o Zeyan, último caudillo moro de Valencia, se aprovechó oportunamente de la venida de D. Blasco para desembarazarse de los parciales de Zaen, wasir de Denia, quien como hijo de Modofré y nieto de Lobo, reyes que habían sido de Valencia, pretendía revindicar su derecho, puesto que Zeit no era más que un intruso que, abusando del cargo que le había confiado el califa Mahomed Miramolin, se alzara con el reino; y lo alojó dentro de la ciudad junto a la iglesia mencionada del Santo Sepulcro, separada casi enteramente de la comunicación con los moros. D. Blasco contuvo efectivamente con su influencia a los partidarios de Zaen, y obligó a Zeit a que comutase la pena capital en que habían ocurrido los príncipes Zeit Abayabia y Zait Edriz, convencidos de adulterio; hasta que sintiendo que el pan del proscrito siempre sabe a arena, según un proverbio oriental, deseó volver a su patria, sobre todo después que su influencia y prestigio no pudieron evitar el martirio de los Stos. Juan de Perusia y Pedro de Saxoferrato, religiosos y discípulos de S. Francisco. Desde entonces comenzó D. Blasco a entrar en relaciones con D. Jaime, y reconciliado por fin, abandonó a Valencia, donde volvieron en seguida a ponerse en campo los diferentes partidos que dividían la morisca población. Estas desaveniencias prepararon la conquista de los aragoneses, y a ellas tal vez se debe el triunfo del célebre D. Jaime, que empezó sus operaciones militares sobre este reino, enviando a D. Blasco con cien caballos para que penetrasen en el reino por Morella. Este paladín se apoderó efectivamente de esta plaza fuerte por el mes de Enero de 1236, en tanto que dueño el rey de la villa de Burriana donde se vio en graves conflictos por el valor de los moros, y batidos los valencianos en la célebre batalla del Puig, ganada por D. Guillem de Entenza, tío del rey, se presentó el monarca delante de la capital, de la que se apoderó después de un penoso cerco el 28 de Setiembre de 1238. Lleno de gloria y rico en despojos prosiguió D. Jaime sus conquistas por Játiva, Cullera, Gandía y Denia y entonces fue cuando en unión con los obispos, barones y hombres honrados formó aquella célebre constitución foral que ha regido en Valencia con tanta ventura hasta el reinado de Felipe V de Borbón. Repartió, además, las tierras de los vencidos entre sus más ilustres paladines, procedentes casi todos de Aragón, de Cataluña y de la Provenza; echó los cimientos a los suntuosos monasterios de S. Francisco y de Sto. Domingo; reprimió con mano fuerte la rebelión de un moro, favorito suyo, llamado Azadrach; aprobó el retiro de su dama Doña Teresa Gil de Vidaura, y después de haber visto derrotados a los moros de Luchente, falleció en su travesía de Alcira a Valencia, y fue depositado en el gran monasterio de Poblet, en Cataluña, por los años 1276.

Confundidos desde entonces los cristianos vencedores con los moros que quedaron poblando los Pueblos y huerta de la capital, siguieron a Pedro I en la conquista de Montesa, y a Conrado Lanza en la jornada de Túnez, tan atrevida como la primera cruzada contra Jerusalén. En medio de estas victorias llegó a Valencia la nueva del terrible drama que se verificaba en la persona de Coradino, último vástago de la casa de Suavia, y alentado D. Pedro por las esperanzas de Juan de Prócida, rebelado contra Carlos de Anjou, emprendió la conquista de Sicilia en 1282, derrotó delante de Gerona a Felipe el Atrevido e hizo tremolar el estandarte de Aragón en todos los senos del Mediterráneo por mano del almirante Roger de Lauria, que a la cabeza de los valencianos y catalanes esparció el terror en todas las costas de la agitada Europa, semejante a los piratas del tiempo de Carlo-Magno y de Ludovico Pío.

Alfonso I, su sucesor, continuó la guerra en los países de Italia, y en su reinado comenzaron las turbulencias en Valencia que dieron nombre a la primera guerra de la Unión Independiente este reino en cuanto a sus fueros y privilegios del de Aragón, pretendían, sin embargo, muchos magnates aragoneses hacer valer sus prerrogativas en Valencia, cuyos fueros limitaban estraordinariamente el poder de los señores feudales. Para esto formaron sus juntas, armaron sus vasallos, y penetraron en nuestro reino a fuer de conquistadores; pero estrellándose sus esfuerzos coligados contra el valor y la decisión de los valencianos, tuvieron que ceder al fin por la energía de D. Jaime II, sucesor de Alfonso. Estas turbulencias de uno y otro reino abrieron las puertas a los castellanos para empeñar sus conquistas hasta Alicante; pero rechazados de este punto, de Játiva y de Murcia fue preciso señalar entonces los límites del reino que quedaron desde aquella época demarcados, por acuerdo de una y otra nación. Este suceso coincidió con otro mucho más ruidoso para la cristiandad. La orden de los templarios acababa de ver arrojar sus laureles, sus cruces y su porvenir en la hoguera que devoró la vida de Jacobo Molai, y cruzando la bula de esterminio por toda Europa, no fue Valencia donde menos estragos hizo el anatema de Clemente V. Jaime II, empero, no persiguió a los desgraciados caballeros, sino que transigiendo con ellos, aplicó sus rentas a la fundación de la orden militar de nuestra Sra. de Montesa, villa que había pertenecido a los templarios, en el año 1319.

A Jaime II sucedió Alfonso II, tan rendido a los halagos de la reina Doña Leonor de Castilla que, salvando los fueros del reino, hizo donación al infante D. Fernando de varios pueblos de este territorio. En vano procuró llevar secretamente a cabo esta donación, porque los valencianos llegaron a penetrar este paso que violaba la integridad de sus fueros, y presentándose en tumulto a la puerta del palacio llamado del Real, hizo ver al rey el jurado Guillén de Vinatea que el pueblo de Valencia no podía, ni debía, sufrir aquella manifiesta infracción de sus privilegios; y fue tanta la energía de este honrado plebeyo, que el rey hubo de revocar en el acto su donación, no sin humillar el amor propio de la altiva Doña Leonor.

El amor de los valencianos a sus fueros no tenía ya límites, y aferrados a ellos, como a la religión de sus padres, no dudaron en apelar a las armas para hacerlos valer contra el rey D. Pedro el Ceremonioso, sucesor de Alfonso II. Había quedado como gobernadora del reino la infanta Doña Constanza, durante la ausencia del rey, pero los valencianos se quejaron de que se violaban los derechos del país; pues según ellos sólo debía gobernarle el inmediato sucesor a la corona. Don Pedro insistió, sin embargo, y haciendo avanzar a D. Pedro de Jérica para que redujese a los valencianos, provocó con esta medida aquella memorable coalición apellidada la Unión, en 1341. Juramentáronse los valencianos para atender a su defensa; asesinaron horriblemente a los que no acudían a la casa de la ciudad al sonido de una campana, colocada al intento en uno de sus salones, y sufrieron el largo y penoso sitio que puso el rey a Valencia. La necesidad les obligó, sin embargo, a capitular, y si bien el monarca revocó las disposiciones que habían dado motivo a esta guerra civil, hizo matar horrorosamente a los más criminales, mandando que se les diera a beber a cucharadas el metal fundido de la campana, de que se ha hecho mérito. El monarca no dejó por eso de apreciar el valor de este pueblo que, poco después, rechazó por dos veces la invasión de Pedro el Cruel de Castilla, dando a Valencia un noble testimonio de su admiración en la corona que mandó añadir al escudo de armas de esta capital. A él se le debe también el ensanche que se dio a la ciudad, y tal como existe en el día.

En el reinado de su sucesor D. Juan se verificó en Valencia en 1391 el famoso robo de la Judería, situada en lo que es ahora convento de monjas de S. Cristóbal; datando desde aquella época al establecimiento de un libro secreto denominado del Bien y del Mal, que se custodiaba cuidadosamente en poder del consejo, y en el que constaban las buenas y malas acciones de los ciudadanos. Acaso darían origen a este, misterioso registro de la policía secreta los bandos que se suscitaron en Valencia por la rivalidad de dos poderosas familias llamadas Centelles y Soler, a cuyos odios debió esta ciudad verse en una espantosa anarquía, y de la que fue resultado el asesinato del gobernador D. Ramón Boil. Estas turbulencias no concluyeron con el reinado del pacífico D. Martín; antes por el contrario se inflamaron mucho más con la muerte de este príncipe que bajó al sepulcro sin sucesión. Volvieron con este motivo los valencianos a las armas; unos apoyaban al rey D. Juan de Castilla, otros al infante D. Fernando de Antequera, estos al duque de Gandía, y aquellos, en fin, al conde de Urgel, por los años 1411. Afortunadamente vivía en aquellos tiempos nuestro célebre santo Vicente Ferrer, cuyo egemplo, exhortaciones y política triunfaron por fin, y se verificó por su mediación la célebre elección en Caspe de D. Fernando de Antequera. Todavía resonaban en Aragón los gritos alegres con que había saludado al nuevo monarca, cuando la venida del antipapa Benedicto de Luna y su deposición en el concilio de Constanza, llenó a Valencia de agitación y de duda. Por fortuna falleció este prelado de allí a poco en la ciudad de Peñíscola, y dejó su muerte en paz las conciencias de estos moradores, sin que volviera a turbarse hasta la persecución, prisión y muerte del príncipe D. Carlos de Viana, cuyas prendas personales y desgracias habían escitado numerosas simpatías en Valencia.

Durante los reinados de Alfonso V y de Fernando V reposó nuestra capital, se embelleció estraordinariamente, y sus pendones se hallaron en todas las campañas de Italia y en la jornada de Granada. Esta larga paz y las riquezas e importancia adquiridas por los nobles en sus continuas espediciones militares habían dado a esta clase tal influjo que, creyéndose poco favorecidos por los fueros, trataron de obtener una mayoría en el consejo de la ciudad nombrando por sí los dos síndicos forales. En vano los plebeyos hicieron ver lo contrario en los mismos fueros y en la costumbre de cuatro siglos: los nobles insistieron con porfía, y de aquí tuvo origen la guerra civil que, con el nombre de Germania o hermandad asoló el país desde 1519 a 1521. Esta guerra, con todos los horrores, los odios y las venganzas de las más desenfrenadas pasiones arruinó a los nobles, empobreció a los plebeyos y concluyó con el poder de este reino, que desde entonces hasta la espulsión de los moriscos en 1609 fue decayendo de una manera harto rápida y lamentable. Esta espulsión despobló el país, amenguó su agricultura, y le redujo a la impotencia: y así se encontraba cuando un siglo después, esto es, en 1707, se apoderó Carlos de Austria de esta ciudad y reinó Felipe V, su rival, se vengó cruelmente en los desgraciados valencianos; arrasó a Játiva, anuló los fueros, atizó los bandos de los Maulets y Botiflets, o sea partidarios de Austria y de Borbón, y precipitó la decadencia del reino, que sólo volvió a respirar bajo el cetro de Carlos III. Breve fue, sin embargo, este período de prosperidad y bienandanza. Valencia, así como los demás pueblos de Europa y en particular de nuestra península, debía estremecerse, agitarse y sufrir al empuje de la mano sangrienta de la revolución francesa, que, derribando con su soplo el trono de S. Luis, preparaba el solio de Napoleón sobre el cadalso de Luis XVI. Sus huestes penetraron en España, y Valencia, respondiendo al grito que lanzaron en Madrid cien mil víctimas el día 2 de Mayo de 1808, inauguró también el principio de la guerra por medio de un instrumento tan humilde, como ineficaz al parecer: un hombre que vendía pajuelas (el palleter). Puesto éste a la cabeza de una muchedumbre entusiasta por la religión y por su rey, quemó el papel sellado que contenía la autorización del gran duque de Berg, se presentó delante de la audiencia donde se hallaban los magistrados, autoridades y personas notables de la capital, pidiendo un armamento general, oyó con entusiasmo al P. Rico, orador de la época, llevó en triunfo al conde de Cervellón, magnate querido de la multitud en aquellos días, y empezó con fe y religiosidad el alistamiento militar bajo la influencia de los Bertran de Lis, familia idolatrada por los numerosos labradores de los cuatro cuarteles. Valencia, animada, exaltada y decidida a sostener también la lucha contra del gigante del siglo, arrojaba a los pies de la junta creada en estas circunstancias sus antiguos tesoros, sus particulares intereses y la sangre de sus hijos. ¡Ay del que se presentara en tan terribles momentos como indiferente, como enemigo o como traidor! La política era entonces tan ruda como el fanatismo de un oriental. La malicia, la ambición y el egoísmo, reducidos a círculo estrecho, pero socavando con mano segura y poco a poco este gran levantamiento, derribó por de pronto la cabeza del desgraciado D. Miguel Saavedra, barón de Albalat, acusado de conivencia con los franceses; pero en realidad inocente, como un hombre que si entonces aparecía indiferente, se debía esta apatía política al encanto secreto con que no lejos de la capital rendía sus misteriosas adoraciones a una dama. Sus amigos le avisaron de los calumniosos rumores que propalaban contra él, obligáronle a que se presentara en Valencia y acompañáronle los hombres más decididos de aquella revolución. Seguro de la amistad del conde de Cervellón, buscó su palacio para asilo; pero resuelto a refugiarse a la ciudadela, mal aconsejado por una estraña previsión, sucumbió a los puñales de los asesinos; clavaron su cabeza en una pica, y al punto un furioso huracán, levantando nubes de polvo y oscureciendo el cielo, dejó solitaria la plaza de Sto. Domingo, donde se acababa de representar este drama sangriento. Su destrozado cadáver fue depositado en la vecina iglesia de Predicadores. Esto no era, sin embargo, más que el primer acto de otro drama mucho más horrible. El espíritu verdaderamente patriótico, cedió, por fin, en varias masas al espíritu de secretos planes y de un exagerado puritanismo nacional. Una multitud, seducida y embriagada, lanzándose sobre las casas de los pacíficos franceses, que habitaban de largo tiempo en esta ciudad, les arrebató de sus hogares, y so pretesto de asegurar sus vidas, fueron encerrados en la ciudadela. Pocas horas después, cerca de doscientos individuos, eran asesinados confusamente en las cuadras del fuerte, entre los alaridos de los criminales, y las inútiles exhortaciones de los sacerdotes que con el Sacramento en las manos no pudieron contener aquel torrente de sangre que iba a salpicar las vestiduras sagradas de los ministros del Señor. Los que pudieron salvarse de aquella noche de horrible memoria fueron despedazados al día siguiente en medio de la plaza de toros, situada entonces fuera de la puerta de Ruzafa. El genio tremendo que dirigía esta espantosa matanza era un canónigo llamado Calvo, que pocos días después subía arrepentido al cadalso, sin que se levantara una sola voz intercediendo por él. Un tribunal de tres jueces juzgó después los asesinatos cometidos en aquellos días de luto, y cayeron bajo su fallo precipitado, no solo muchos culpables, sino inocentes muchos también en el silencio de la noche y entre los sombríos muros de los calabozos de las torres de Serranos.

En tal estado apareció el primer egército francés a la vista de la capital, mandado por el mariscal Moncey: callaron al sonido de sus clarines los gritos de las pasiones; y Valencia, armada en masa, rechazó al general de Napoleón, admirado de que una plaza, débil en fortificaciones, le opusiera tan briosa resistencia. Mas en pos de él se dejó ver el mariscal Suchet; capituló el castillo de Sagunto, y después del terrible combate del Puig, puso sitio a la capital. La resistencia fue prolongada mientras fue posible ésta a los valencianos, transidos de hambre, de miseria y de fatiga; pero por fin, capituló la ciudad del Cid. La dominación francesa se inauguró con el fusilamiento de varios religiosos, inhumanamente destrozados en Murviedro; mas conteniéndose la venganza del vencedor dentro del Círculo de la sangre vertida de estos mártires, hizo hermosear la ciudad, y aseguró Suchet la paz del reino con medidas tan hábiles como ilustradas.

Evacuada la España por el egército francés, y poco después del combate de Castalla, dejó Suchet nuestra capital y encargado del mando militar del reino el general D. Francisco Javier Elío, recibió Valencia dentro de sus muros al rey Fernando VII, vuelto al amor de aquellos viejos españoles. Las ideas políticas habían reaparecido después de la lucha con la Francia; creáronse los partidos; empezóse otra nueva pugna doméstica y las primeras víctimas fueron conducidas al cadalso, bajo el mando del mismo Elío. Incansable este general en la persecución de los malhechores y de los enemigos políticos, prestó sin duda grandes servicios al país, mejoró la población en su parte material, y el año 1820, con sus consecuencias y sucesos, cayó de lleno sobre él. Tres años de luchas domésticas, de desórdenes y de patriotismo le arrojaron al cadalso, y poco después volvía Valencia al régimen antiguo. Su milicia ciudadana fue la última que en Alicante sostuvo la bandera constitucional y diez años no fueron bastantes a hacer olvidar los pasados enconos y los muertos recuerdos, cuando sobre la tumba de Fernando VII se comenzó en 1833 la guerra civil y dinástica. Seis años de combates, de revueltas y de fatigas, dieron inmensa celebridad al caudillo de D. Carlos D. Ramón Cabrera: seis años de calamidades ensangrentaron los espíritus, y dieron el egemplo espantoso de las represalias, que comenzadas sobre el cadáver del malogrado general D. Froilán Méndez Vigo atizaron todavía más el fuego de la discordia civil. La abdicación de la reina regente Doña Cristina de Borbón fue el término donde concluía esta guerra civil; y desde su última huella, marcada sobre el muelle de Valencia al dirigirse al estrangero en busca de un asilo, comenzó en 1840 otra serie de desgracias. La pugna fue entonces somera, pero continua e incansable, y tres años después se declaró abierta, apoyándose sobre el cadáver del valiente gefe político D. Miguel Antonio Camacho. Valencia, que tres años antes recibía al general Espartero con el delirio del entusiasmo, se rebeló después contra el regente duque de la Victoria, y aliados los partidos estremos en aquella época, rompieron su alianza en Alicante y Cartagena, alzada por la junta central. Aisladas estas plazas no pudieron resistir al gobierno y el general D. Federico de Roncali, a quien se debe el desarme de la milicia de Valencia, recibía en recompensa el título de conde de Alcoy. El matrimonio de la reina que con tanta solemnidad y lujo se celebró en las orillas del Turia, parecía poner término a la encontrada pugna de las pasiones; y esto era, sin embargo, lo que sirvió de pretesto para que en las ásperas breñas del Maestrazgo ondeasen otra vez los pendones por Don Carlos. Pero vencidos los enemigos por el entendido general D. Juan de Villalonga, dejaron, sin embargo, desembarazado el camino, para que apareciendo aquí y allá otras partidas con el nombre de republicanos, se pusiese el reino en conflicto. De aquí las lágrimas, de aquí las tempestades del porvenir. Tercera vez quisieron aprovecharse de estas desgracias los infatigables partidarios de D. Carlos y alzaron de nuevo pendón contra pendón. Villalonga les venció también; se hizo amar de los pueblos; cambió los horrores de la guerra en himnos de bendición a su nombre y el país ha vuelto a la calma bajo su mando y el del gefe político D. Martín de Foronda.

En medio de unas épocas tan calamitosas se formaron el Liceo y los Casinos, se han propagado en Valencia los periódicos literarios, se han emprendido mejoras de consideración, se han multiplicado los escritores, y esta ciudad ha adquirido un aumento de vida, que ya no será difícil contener. La sociedad del Cid; la de Fomento, la de Socorros Mutuos contra incendios y la Cajabanco han hecho circular los intereses, les han hecho productivos. Se ha aumentado la industria y ha recobrado de nuevo Valencia aquel gran renombre que le dio en otros tiempos la escelente fabricación de la seda. La introducción de las aguas potables, a que ha dado principio la munificencia del apreciable valenciano D. Mariano Liñán, será dentro de poco una mejora de las más importantes para la población. Los paseos se han hermoseado considerablemente; se ha dispuesto con lujo y reconocida utilidad la plaza del Mercado, una acaso de las más abundantes de España; se han abierto tres magníficas calles que han tomado nombres históricos y distinguidos; se prepara la conclusión de la fachada de nuestro suntuoso teatro; se han hermoseado las fronteras de innumerables casas; se sigue un plan regular de alineación en nuestras calles, ensanchándolas lo más posible; se ha introducido el alumbrado de gas; se ha construido un magnífico Lazareto; y Valencia, en fin, parece que se renueva cada mes, de modo que no sería conocida del observador que hace diez no hubiera visitado nuestra capital. El establecimiento de Beneficencia, bajo la dirección del Excmo. Sr. barón de Santa Bárbara, recoge diariamente a infinitos desgraciados que carecen de asilo y que ahora encuentran en aquella santa casa los productos de una lujosa caridad, como decía un distinguido escritor y viagero francés; la casa de Misericordia se hace ya mas útil cada día; y la Casa-Galera ha tenido diferentes reformas, siguiendo el egemplo del presidio, tan célebre en España y fuera de ella por el celo de su comandante D. Manuel Montesinos. Se han multiplicado las escuelas de instrucción primaria, y la escuela normal está dando los mejores resultados. El colegio de S. Pablo ha adquirido nueva vida, la Universidad literaria enriqueciendo sus gabinetes y su biblioteca atrae una inmensa concurrencia de jóvenes, no sólo de la capital y su provincia, sino también de otras más distantes. En una palabra, Valencia de hoy no es la ciudad de hace cuarenta años: ha crecido en población, y no parece sino que apretujada y estrecha reclama salvar el muro que la ciñe para derramarse por la otra parte del Turia, y respirar mejor; y esto lo exigen su aumento de población, sus intereses materiales, y la belleza, trato, buen gusto y cultura de su sociedad, que atrae con encanto a nuestro seno a nuevos y numerosos admiradores.




ArribaAbajoArmas y blasones de Valencia.

El antiguo escudo de armas de Valencia era una bella ciudad sobre agua corriente en campo de plata, según una trova de mossén Jaime Febrer; pero varió después de la conquista por el rey D. Jaime, según afirman Blancas, Beuter y Escolano, y consta en un documento del consejo de Valencia, su fecha 10 de Marzo de 1377. Desde entonces, y aun antes quizás, se usaban en los sellos los bastones o barras amarillas y rojas, puestas también en sus pendones y banderas; escudo dado y confirmado por los reyes de Aragón, pero añadiendo en la parte superior una corona o para demostrar que la ciudad era la cabeza del reino, o para conservar el recuerdo de la alta distinción con que se dignó agraciarla el rey D. Pedro IV el Ceremonioso, trazando con su propia mano una corona encima de la L, que forma parte de la palabra Valencia, costumbre o gracia que continuó en los despachos posteriores, en premio del valor con que se defendieron sus vecinos las dos veces que les puso sitio el célebre rey de Castilla D. Pedro el Cruel.

Según mossén Febrer, parece que el rey D. Jaime había ya puesto una corona de oro sobre el nuevo escudo que concedió a la ciudad; pero en el documento citado del consejo, ni se hace mención de esta circunstancia, a pesar de que habla estensamente de la forma que tenía entonces el escudo, ni tampoco hace mérito del murciélago o ratpenat, designado también por el conquistador. A pesar de textos tan respetables no se encuentran las LL ni el murciélago, ni en la antiquísima inscripción de la torre de Sta. Catalina, fabricada en 1390; ni en las barandillas de la escalera principal de la casa de la ciudad; ni en la hermosa antesala del salón grande del consejo, construida en 1512. Tampoco se encuentran estos recuerdos en la crónica del rey D. Jaime impresa en 1557 ni en las obras de Beuter, dadas a luz en 1604; ni en las de Escolano en 1610; ni el Siglo IV de la conquista; ni en las memorias de la peste, publicadas por Gabaldá en 1651. El primer escudo que se encuentra en la forma que ha tenido hasta 1843, es el que se halla en la portada de la obra de Llop, titulada Fábrica de murs y valls, impresa en 1674. Pero en el citado año 1843 se concedió al ayuntamiento de Valencia, con fecha 19 de Agosto, que se pusieran al rededor del escudo de armas de la ciudad diez y seis banderas, añadiendo el dictado de Magnánima, a los de muy noble, insigne, coronada, y dos veces leal, que usaba ya desde tiempos antiguos: el tratamiento de Escelencia que se da a su ayuntamiento, es del tiempo del Sr. D. Fernando VII. En otros siglos, y durante el gobierno foral, usaban los jurados o individuos del consejo, un trage que les distinguía de los demás, y que consistía en una gran malla o túnica de terciopelo carmesí, que variaba de color en días de luto o de graves calamidades. En el día no llevan distintivo alguno.




ArribaAbajoFueros y privilegios.

El pueblo valenciano tributa con razón una especie de culto a su ilustre legislador el célebre rey D. Jaime I de Aragón, no solo por las nobles leyes orgánicas que publicó, sino también por la sabia y bien entendida libertad que le concedió por medio de esa hermosa colección de fueros, a quienes debe Valencia su crecimiento, su progreso y su mayor prosperidad. El monarca conquistador organizó y reglamentó el tribunal de acequieros, llamado vulgarmente tribunal del agua, disponiendo el sistema de riego que rige todavía con pequeñas modificaciones; estableció una casa de moneda; repartió los terrenos abandonados por los moros entre sus caballeros y servidores; basó las reglas para los oficios o gremios de artesanos, y no contento con multiplicarse, digámoslo así, en todas partes, propuso y sancionó después su célebre constitución foral. Al efecto reunió siete obispos, once ricos-hombres intitulados barones, y mas de veinte pro-hombres o personas notables del pueblo, a cuya deliberación sujetó un código legal que se publicó en 1239; y esta asamblea puede ya llevar el nombre de cortes, pues desde aquella fecha hasta el último congreso de 1645, concurrieron a estos actos, así como en el primer período, las tres clases en que desde luego tomaron parte los representantes del país, divididas en tres estamentos, a saber: el eclesiástico, militar y real. En el primero tenían voto el arzobispo de Valencia, los obispos de Segorbe y Tortosa, el maestre de Montesa, los abades de Poblet, Benifasar y Valldigna, y el de S. Bernardo de la orden del Cister, el cabildo de la seo de Valencia, el general de la orden de la Merced, el prior de Valdecristo, el comendador de Torrente, de la orden de S. Juan, el comendador de Museros, de la orden de S. Jaime de Uclés, y el prior de Calatrava. El brazo o estamento militar no tenía número determinado de diputados, pero eran todos nobles, generosos y caballeros, y debían ser naturales del reino. Entre éstos figuraban los duques de Gandía y de Segorbe, los condes de Concentaina y Buñol, marqués de Denia y otros muchos de conocida hidalguía y limpia sangre. Presidía, convocaba y resolvía la sesión uno del mismo brazo que se llamaba síndico, y era elegido por suerte de diez y ocho inseculados que se matriculaban al fin de unas cortes y duraban hasta el principio de las siguientes. Las resoluciones de este brazo debían hacerse nemine discrepante, y esto no dejaba de producir graves y perjudiciales consecuencias. El brazo real estaba formado de los procuradores o síndicos que elegían los consejos de los pueblos o villas reales; así como estas corporaciones eran elegidas por los oficios, cuya numeración se halla también en nuestros fueros. Valencia enviaba a las cortes, como representantes en el brazo real, cinco diputados que, unidos a los veintiséis de las demás poblaciones que tenían voto, formaban un total de treinta y un diputados que representaban la parte industrial, comercial y agrícola. El rey D. Jaime juró la observancia de los primeros fueros, y mandó que sus sucesores los jurasen en adelante, dentro del primer mes de su elevación al trono, sin que pudieran revocar aquellos privilegios, pues aquellas eran leyes paccionadas, según es de ver en las oblaciones que ofrecieron los tres estamentos al tiempo de pedir éstos alguna corrección de varios privilegios en 1283. Pedro I confirmó en este año el código, sancionado por su padre: Jaime II revocó en 1290 algunas innovaciones introducidas por malos medios; y así los observaron y juraron Alfonso II, en 1329; Pedro II, en 1348; D. Martín, en 1403; Alfonso III, en 1417; Fernando II, en 1488, y Carlos I y los cuatro Felipes desde 1525 hasta 1645; sin que ninguno de estos soberanos se atreviera a hacer la menor alteración en el código ni añadir otro, o revocar alguno sino a instancia y petición de los mismos estamentos. Ni los fueros de Sobrarbe, ni los usages de Cataluña, comunicaban a las cortes este poder legislativo que distingue la constitución de Valencia de las de Cataluña y Aragón. El rey no podía exigir contribución de ninguna clase sin la anuencia de las cortes; y para aliviar el rey en gran parte las cargas que pesaban sobre los pueblos, se reservó para gastos ordinarios del estado el tercio-diezmo, las salinas, hornos, molinos, la Albufera, y otras diferentes cosas, logrando por este medio establecer unos impuestos moderados que, por un admirable sistema de imposición, producían los más felices resultados. En tiempos estraordinarios se recurría a las cortes, cuya autorización no solo era indispensable para estos casos, sino también para llevar a cabo las guerras o sucesos importantes. Pedro I, que quiso faltar a esta medida foral, hubo de apelar a la generosidad de los estamentos, a quienes juró no quebrantarla en adelante esta antigua prerogativa de las asambleas valencianas. Entonces se le concedían al rey, por vía de donativo, las cantidades voluntarias con que querían contribuir para los gastos de la guerra; así lo verificó Valencia en tiempo de Jaime II y de Alfonso III, pero manifestando que estos actos no eran obligatorios. Las dudas que pudieran ocurrir acerca de la inteligencia de un fuero, quedaban reservadas el juicio del justicia y hombres buenos de la ciudad.

El rey no podía declarar la guerra ni aceptar un tratado de paz o treguas sin el consejo de doce ricos-hombres o doce de los más ancianos o sabios del país.

La administración estaba sujeta a varios empleados, entre los cuales sólo eran de nombramiento real, algunos como el baile general y otros de menos significancia; pero los demás eran elegidos a propuesta de los mismos pueblos. Tres eran los principales tribunales, a saber: el del baile, el del justiazgo, del almotacén (mustazaf) y el de acequieros. El justicia conocía de todas las causas así criminales como civiles, y de éstas aun de las que se intentaban contra los cuerpos eclesiásticos y clérigos sobre bienes de realengo, asesorado por el consejo, elegido por la ciudad. Este funcionario, llamado el justicia, era nombrado por el rey a propuesta en tema del consejo indicado. El almotacén o mustazaf, atendía no solo a la observancia de las leyes en los pesos, medidas y fraudes que suelen cometerse en los mercados, sino también al mejor orden de las cosas sujetas a la policía urbana. La elección de uno y otro cargo se verificaba la víspera de la Natividad de nuestra Señora. El tribunal de los acequieros hasta nuestro días entiende en la conservación de las acequias y de sus azudes, repartimiento y debido uso de las aguas, conociendo verbalmente de todas las cuestiones que ocurran en esta materia. Su nombramiento es de los regantes de cada acequia, y procede sin figura de juicio, oídas las partes, y en caso de duda, con arreglo al juicio de peritos, no dando lugar a más dilaciones y costas. Todos los jueves, no feriados, celebra sus juicios a la puerta de la catedral, llamada de los Apóstoles, a la hora de las doce.

El rey nombraba al baile general, encargado especialmente de cobrar los censos y otras rentas patrimoniales, y de recibir el juramento a los que estaban obligados a prestarlo al monarca por razón de sus oficios; pero de ninguna manera intervenía en el cobro de aquellas cantidades que pedían los reyes para las urgencias del estado. Para este caso se formó en 1373 una diputación, compuesta de seis diputados, otros tantos contadores, dos de cada estamento, tres clavarios o receptores, y tres administradores, encargándose esta corporación de la recaudación de los donativos estraordinarios. Este cuerpo celebraba sus juntas, y tenía sus oficinas en el edificio que hoy ocupa la audiencia territorial. De los tres sugetos, propuestos al rey, para que eligiese al justicia, debían ser dos plebeyos y otro caballero; hasta que tratando algunos de introducir en varios pueblos el mero imperio y un poder casi absoluto, se acordó en 1329 que hubiese dos justicias, civil uno y criminal otro, alternando nobles y plebeyos en este cargo; de modo que el año en que un plebeyo era justicia civil, era noble el justicia criminal y vice-versa: un año era almotacén un caballero, y al otro un plebeyo.

El consejo general de la ciudad se componía de varios individuos, divididos en esta forma: seis caballeros, cuatro ciudadanos, dos notarios, dos comerciantes, sesenta y seis de oficios mecánicos, por haber treinta y tres de estos aprobados y nombrarse dos de cada uno y cuarenta y ocho de las doce parroquias, cuatro de cada una de ellas.

Para que un fuero tuviera en cortes fuerza de ley, era preciso el asentimiento de los tres estamentos y el consentimiento del monarca. Los nobles no podían egercer en sus pueblos el mero imperio o facultad de imponer las penas de muerte civil o natural y mutilación de miembros. Los diputados no podían pedir ni obtener gracia alguna para sí o para sus parientes durante el tiempo de su cargo, ni tres años después: para esto recibían una asignación de parte de sus comitentes, los cuales les exigían a su vez una severa y estricta responsabilidad, si traslimitaban o faltaban a sus poderes.

Los fueros, en fin, señalaban las cantidades que podían invertirse para un gran trage, la libertad individual, los deberes de los ciudadanos y soldados, el sistema monetario, etc., y otras particularidades que sería difícil enumerar. Esta inolvidable constitución desapareció bajo el cetro de hierro de Felipe V, a quien debió Valencia injustamente la rápida decadencia que la condujo a su ruina, y Valencia no olvidará por lo mismo el funesto año de 1708, mientras existan celosos patricios que recuerden a sus paisanos las glorias de su venerable sistema foral.




ArribaAbajoValencianos célebres.

Ardua empresa sería y agena por lo mismo a los estrechos límites de un Manual, la enumeración cronológica de los ilustres personages que por su santidad, letras y armas florecieron en este respetado país. No tomo en cuenta, por consiguiente, a los varones distinguidos que, como Calixto III, Alejandro VI, Viciana y otros, eran hijos de esta provincia; y por tanto me limitaré a estractar las biografías de algunos de los más insignes, nacidos en la misma capital.


ArribaAbajoSantos.

SAN LORENZO: arcediano del papa S. Sixto II, y fue martirizado en Roma, donde descansan sus reliquias en la iglesia que lleva su nombre.

SAN JUSTINIANO, fue religioso del convento servitano, fundado en el campo de Játiva, obispo luego de Valencia: floreció como un esclarecido escritor eclesiástico en el reinado del rey godo Theudis.

SAN JUSTO, hermano del anterior, fue obispo de Urgel; escribió también algunas obras y murió en 640.

SAN NEBRIDIO, hermano también de los anteriores, obispo de Jaca.

SAN EUTROPIO, discípulo de S. Donato, fundador del convento servitano de Játiva, obispo de Valencia después de Celsino, sostuvo la fe católica contra los heresiarcas, y sufrió graves contratiempos hasta el año 610 en el reinado de Focas, emperador de Constantinopla.

SAN PEDRO PASCUAL, concluyó en París sus estudios mayores, y fue despues canónigo de Valencia, pero renunciando este honor tomó el hábito de la órden de la Merced, y se encargó de la educación del infante D. Sancho, hijo de Jaime el Conquistador, que más adelante fue arzobispo de Toledo. S. Pedro Pascual fue nombrado legado a latere con misión para los reyes de España y Francia, y hallándose en París defendió el misterio de la Concepción por medio de sabias y profundas conferencias. Vuelto a España le nombraron obispo de Jaen, y hecho cautivo por los moros de Granada, escribió en su prisión algunas obras contra los mahometanos, lo cual escitó el odio de los árabes y fue por ello martirizado en 6 de Diciembre del año 1300.

SAN LUIS BERTRÁN, religioso dominico y prior del convento de Albaida. Murió en Valencia en 9 de Octubre de 1586. Su cuerpo se conserva en la iglesia parroquial de S. Esteban.

SAN VICENTE FERRER, religioso dominico, célebre por sus milagros, respetado en su patria por los importantes servicios prestados durante su vida, y diputado a la junta de Calpe para la elección de Fernando de Antequera: murió en Francia en el reinado de D. Martín.

BEATO NICOLÁS FACTOR, hijo de Valencia, donde nació en 1520, durante las guerras de la Germanía, y en la misma calle donde vivió Luis Vives. Tomó el hábito de S. Francisco en 1537, y con el tiempo fue confesor de las descalzas reales de Madrid. Fue poeta, pintor, músico y escelente profesor de órgano. Murió en 23 de Diciembre de 1583: le beatificó Pío VI.

BEATO GASPAR BONO, nació en Valencia en 5 de Enero de 1530, fue soldado a las órdenes del gran Carlos I, y tomó el hábito de S. Francisco de Paula a la edad de treinta años, y murió a los setenta y tres en 1604. Pío VI lo beatificó en 1786.




ArribaAbajoPersonages políticos, eclesiásticos y militares.

D. FRAY BERNARDO OLIVER, de la orden de S. Agustín, doctor en sagrada teología, en la universidad de París, catedrático de la misma facultad en la de Valencia, predicador y legado del rey de Aragón D. Pedro IV, obispo de Huesca, de Barcelona y de Tortosa, y cardenal creado por Clemente VI en 1343.

D. JOFRE BOIL, de la ilustre familia de este nombre, creado cardenal por el papa Benedicto de Luna en 1397, y murió en Avignon en 1399, donde yace enterrado en la capilla de S. Juan de Letran de aquella ciudad.

D. PEDRO DE BLANES, creado cardenal por Benedicto XIII; pero habiéndose separado de su obediencia, se halló en el concilio de Pisa, celebrado en 1408, y murió en Roma en 1414. Sin duda, éste es el célebre filósofo de aquella época, conocido con el nombre de Pedro Hispano.

D. AUSIAS (Agustín) DESPUIG, arzobispo de Monreal, y cardenal creado en 1473 por el papa Sixto IV. Fue su embajador en la corte de Federico III, emperador de Alemania, y como tal concurrió a la dieta de Francfort. Murió en Roma y yace sepultado en un magnífico sepulcro de mármol en la iglesia de Sta. Sabina.

D. JUAN LÓPEZ, obispo de Perusa, arzobispo de Capua y cardenal de Sta. María, creado por Alejandro VI en 1496: yace sepultado en el Vaticano.

D. JUAN DE CASTRO, gobernador del castillo de S. Angelo en Roma, obispo de Agrigento y cardenal de Sta. Prisca, creado por Alejandro VI en 1501: yace en la iglesia de Sta. María la Mayor.

D. FRANCISCO FLOS, vice-secretario y tesorero de Alejandro VI, obispo de Elna, patriarca de Constantinopla, legado en Francia y cardenal diácono creado por el citado papa en 1503, fue enterrado en la Basílica de S. Pedro.

D. JUAN VERA, arzobispo de Salerno, obispo de Lieza, legado a latere a la Marca de Ancona, Inglaterra y Francia, y cardenal de Sta. Balbina por el mismo pontífice en 1500.

D. JUAN MARGARIT, obispo de Gerona y cardenal de Sta. Balbina.

D, JAIME SERRA, obispo de Calahorra, gobernador de Roma, proto-notario apostólico, tesorero del papa Alejandro VI y cardenal por el mismo pontífice: murió en 1517.

D. JUAN DE BORJA, LLANSOL DE ROMANI, arzobispo de Valencia, después de Monreal y últimamente cardenal con el título de Sta. Susana.

D. LUIS DE BORJA, hermano del anterior, arzobispo de Valencia y cardenal creado por su tío Alejandro VI, e hijo de D. Jofré de Borja y Doña Juana Moncada.

D. JUAN DEL CASTELLAR, arzobispo trenense y presbítero cardenal creado en 1503: murió en Valencia elegido arzobispo de Monreal.

D. GUILLÉN RAMÓN DE VICH, proto-notario apostólico, obispo de Barcelona y cardenal creado por León X: murió en 1525.

D. RAMÓN DE PERELLÓS, caballero de la orden de S. Juan, bailío de Negroponto y gran maestre de su religión, electo en 1697.

D. JUAN VICH, MANRIQUE DE LARA, hijo de la noble casa de los condes de Paredes, y nieto del célebre D. Gerónimo Vich, embajador del rey D. Fernando el Católico al concilio Lateranense. Fue obispo de Mallorca a petición del rey Felipe II, y arzobispo luego de Tarragona: yacía enterrado en el monasterio de la Murta.

D. FRANCISCO DE ROJAS Y BORJA, auditor de la rota por la corona de Aragón, cuyo cargo desempeñó en Roma por espacio de veintidós años, fue obispo de Cartagena y Murcia, arzobispo de Tarragona, y murió en 1663.

D. FRAY JUAN ENGUERA, religioso dominico, confesor del rey D. Fernando el Católico, inquisidor general de la corona de Aragón y obispo de Vich, Lérida y Tortosa.

D, ANDRÉS CAPILLA, cartujo, notable por los servicios eclesiásticos prestados a Felipe II, obispo de Urgel, donde nombró por su provisor a S. José de Calasana, y murió en 1610.

D. HONORATO JUAN, discípulo de Luis Vives, hizo grandes estudios en Flandes, y luego entró al servicio del emperador Carlos V. Fue maestro del príncipe D. Carlos, hijo de Felipe II, y consagrado después obispo de Osma.

D. LUIS VIVES, uno de los literatos más ilustres de España, y cuya biografía es conocida en toda la Europa culta: floreció en el siglo XVI.

D. OLFO DE PROCIDA O PROXITA, virey de Cerdeña durante el reinado de Pedro IV de Aragón, en cuyo tiempo prestó grandes servicios al estado.

D. NICOLÁS DE PROCIDA, mayordomo de Alonso V, su virey y capitán general en la conquista de Nápoles, por cuyos servicios obtuvo el título de conde de Aversa, con la ciudad de este nombre y la isla de Próxita.

D. PEDRO BOIL, célebre por sus campañas contra el juez de Arborea, en tiempo de Pedro IV, fue capitán general de Valencia y su baile general, gobernador de Mallorca y general de la armada en las espediciones a Cerdeña.

D. FRANCISCO DE MONCADA, marqués de Aitona y conde de Ossona, célebre en las guerras de Flandes: murió en Goch en 1635.

D. JUAN CERVELLÓN, insigne capitán, que se hizo notable en la famosa batalla de Pavía.

D. MIGUEL DE MONCADA: ganó mucha prez en la jornada contra los moriscos rebeldes de Granada, y se halló en la batalla de Lepanto, como maese de campo: en recompensa fue nombrado virey de Cerdeña.

MOSSÉN JORDI, insigne poeta valenciano, émulo de Petrarca: floreció en el siglo XIII.

PEDRO JUAN MARTORELL, autor del famoso libro de caballería, titulado Tirant lo Blanch, o Tirante el Blanco: floreció por los años 1440.

MOSSÉN AUSIAS MARCH, insigne trovador y célebre por su adhesión al desgraciado príncipe Carlos de Viana: floreció en tiempo de Alonso V.

GASPAR GIL POLO, distinguido poeta y célebre por su Diana enamorada.

D. FRANCISCO PÉREZ BAYER, natural de la parroquia de los Santos Juanes, nacido en la calle del Palomar en 11 de Noviembre de 1711, de padres muy humildes, artesanos. Fue grande humanista, preceptor de los infantes, hijos de Carlos III, canónigo y arcediano mayor de esta Sta. iglesia; y obtuvo otros honores. Costeó la estatua de Sto. Tomás que se halla en el patio del palacio arzobispal, la estatua de plata de S. Vicente mártir, regaló en vida su magnífica biblioteca a la universidad: y su mayor elogio es haber fallecido sin dejar recursos para poder celebrar sus funerales. Murió en 27 de Enero de 1794, y yace sepultado en la capilla de Sto. Tomás de la iglesia metropolitana. Sus numerosas limosnas, su desprendimiento todavía cuenta admiradores, y su memoria es aún grata a los valencianos.

D. FRANCISCO JAVIER BORRULL, sabio jurisconsulto y anticuario, diputado a cortes en 1812, y notable por sus numerosas memorias y rica biblioteca.

D. RAFAEL ESTEVE, grabador de cámara del rey D. Fernando VII, autor de la grande estampa de las aguas de Moisés.

D. VICENTE LÓPEZ, actual primer pintor de cámara, recomendado en el mundo artístico por la multitud de sus obras.

D. MIGUEL PARRA, gran pintor de flores, y cuyas obras se buscan con eficacia: murió en 1846.

He indicado únicamente algunos de los nombres más distinguidos de nuestros más notables valencianos, porque las bibliotecas de Rodríguez y de Fusterdan estensas noticias de nuestros mejores escritores; y Pons y Villanueva han hablado de nuestros artistas, cuyas biografías existen manuscritas en la universidad de Valencia, debidas al celo y estudio del Sr. Orellana.







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