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Manuel Machado: Los efectos de la intertextualidad creativa. A propósito de «Apolo Teatro Pictórico» (1910)

Antonio Mendoza Fillola


Universidad de Barcelona



Quien no ama la pintura es injusto con la verdad, es injusto con toda la sabiduría que les ha sido dada a los poetas -pues tanto éstos como los pintores contribuyen por igual al conocimiento de los hechos y apariencia de los héroes- y desprecia las proporciones por las que el arte se vincula a la razón.


Filostrato el Viejo, Imágenes.                



ArribaAbajoI. Manuel Machado: un olvido

La variedad de la obra de Manuel Machado, la dificultad de su catalogación y, en parte, la evolución y la tendencia de su trayectoria final han hecho de él una figura controvertida. Su obra, en conjunto, ha provocado encontrados pareceres y valoraciones críticas contrarias, no siempre debidas a la calidad de su producción. «¡Lástima que no sean más los que se aprestan a oírle!», exclamaba Unamuno en su prólogo a Alma. Museo. Los Cantares (1907).

Es posible que en la actualidad se quiera aceptar su poesía, por sí misma, al margen de los diversos condicionantes -como las circunstancias sociales, las razones políticas, las comparaciones con su hermano Antonio y la ya lejana superación de los tendencias y moldes poéticos que utilizara-, que durante lustros han sido motivo, más que de definitivo olvido, de un parcial desplazamiento de la figura y la obra de Manuel Machado en nuestra historia y tradición literaria. Con intención revalorizadora y para destacar la personal creatividad de alguna de sus obras, dedicamos el presente trabajo.

Desde los años 70 diversos estudios (Diego, Carballo, Brotherson, López Estrada...) han señalado la necesidad de prestar una atención más objetiva a su obra. Recientemente la edición de A. Fernández Ferrer (1993) de las Poesías Completas, viene a complementar el proceso de su reconsideración.

En un momento inicial de su trayectoria, Antonio fue aludido como el hermano de Manuel Machado; ambos compartieron la claridad y la sencillez en el verbo poético. Luego, la hondura, la profundidad, el arraigo entre un amplio público de la obra de Antonio consiguió tornar las designaciones: Manuel fue ya para el resto del siglo el hermano, también poeta, como dicen algunos manuales, de Antonio Machado. Y la proyección de la obra de éste, indudablemente sin pretenderlo, ensombreció la obra del hermano, por la ineludible proximidad comparativa. Al parecer, la necesidad de establecer comparaciones entre la evolución de ambos ha sido una tentación demasiado insoslayable, aunque no siempre necesariamente significativa, puesto que la obra de Antonio no precisa de contrastes para afirmarse en su propio valor. Paralelamente, la obra de Manuel Machado, considerada en su especificidad y en su personal aceptación, tampoco requiere el contraste con la obra de Antonio.

Dejaré, pues, de lado tales paralelismos, citando unas palabras de fraternal alabanza de Antonio, escritas en sus Complementarios. En ellas se pone de manifiesto la apreciación singular de positivos valores de la obra de Manuel: «Después del soneto de Góngora y alguno de Calderón, no hay más sonetos en castellano que los de Manuel Machado». No hace falta comentar la hipérbole laudatoria de esta opinión más fraternal que rigurosamente crítica. Por otra parte, la amistad que le unía a don Miguel de Unamuno, no impidió que éste emitiera, en el prólogo citado, una apreciación más objetiva:

Esta cosa ligera, alada y sagrada que es, a las veces, Manuel Machado resulta ser un verdadero clásico. Clásico en su sentido más extenso y universal, y clásico en su sentido más restricto y nacional, es decir, castizo.



No deja de señalar Unamuno en ese «a las veces», la mención a la desigual intensidad poética y expresiva de la obra de Manuel. Es obvio que no podemos afirmar que toda su producción sea de primera línea, aunque sí excelente en su primera y más genuina etapa; por la misma razón dice G. G. Brown (1974:115) que «la principal injusticia de esta idea sobre Manuel Machado consiste en que ignora la alta, aunque desigual, versatilidad de su producción poética y de su talento».

En nuestro actual final de siglo, la crítica ha vuelto a prestar atención y a recordar la obra de Manuel Machado, al parecer en un intento de atribuirle un renovado juicio de valor, surgido de la reconsideración de su obra con una mayor perspectiva; como si se quisiera dar cierta positiva satisfacción al sentir expresado en un verso de Adelfos,

Gloria..., ¡la que me deben!


Reparar, si es posible, la «injusticia de un olvido», como dice M. Alvar1, es un acto de reconocimiento hacia un interesante y sincero poeta de la compleja encrucijada artística correspondiente a los años 1890-1920. Y más si ese ocasional descuido es resultado de dicotomías de la crítica y de la alternancia de gustos estéticos y prejuicios valorativos ajenos en algunos aspectos a las características mismas de sus versos, porque su obra esencial es finisecular, hasta el Ars Moriendi, de 1921. La prolongada languidez de su producción desde los años veinte hasta su muerte, en 1947, ciertamente motivó creaciones menos afortunadas.

Han coincidido muchos críticos en la dificultad para ubicar a nuestro poeta claramente en una escuela o tendencia; su obra es demasiado diversificada, variada, sin una evolución lineal hacia las tendencias generales seguidas por gran parte de sus contemporáneos. Dice G. Brotherson, (1976:77) «Los escritos de Manuel Machado, y en especial su poesía, se entienden mejor como producto de un Modernista; y si bien es difícil considerarle modernista, la dificultad no reside en mostrar que, de hecho, era uno de ellos».

Es una cuestión que el mismo autor sabe dificultosa; en Unos versos, un alma..., (1940:71) confiesa:

Si yo había aprovechado para mi obra lo mejor del simbolismo y del parnasianismo por entonces en boga (desde las noticias rápidas y epigráficas, sin nexos articulados, hasta el color de las vocales del famoso soneto de Rimbaud) es cosa que no sabría afirmar, ni menos explicar satisfactoriamente.



Ciertamente, ha sido además un poeta incómodo de ubicar en las parcelas que la crítica establece para sistematizar los estudios literarios. Por su parte, su angustia metafísica y los síntomas de cierta común enfermedad del ideal permiten caracterizarlo como modernista con ribetes de noventayochista y populista, como lo definen Blanco Aguinaga, R. Puértolas y Zabala. O como, matizadamente, señalara G. Diego (1974:174): «Manuel Machado, poeta del momento modernista, decadente, impresionista y, aunque no lo diga él, ni se lo digan sus amigos, un tanto simbolista», portador además del secreto del verso leve y del cante andaluz.

Por otra parte, acaso cierto despegue personal que se traslumbra en tantos de sus versos,


¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir...!,



así como la propia aparente auto-desvaloración manifestada hacia las satisfacciones pasajeras de la gloria, muy en la línea de Verlaine, equivale a lo que Pedro Salinas definiera como «derrotismo espiritual enmarcado en la exquisitez literaria». Esta actitud, junto a cierta apatía, le condujo hacia un prolongado escapismo estético, mientras otros poetas contemporáneos buscaban nuevas orientaciones y otro tipo de transcendentalidad en sus obras.

Su insistencia en subrayar el contraste entre prosaismo y lirismo en la misma obra, si bien ha sido captado por algunos críticos como una interesante peculiaridad (Dámaso Alonso dice de él que «expresó la gravedad por medio de la ligereza»), no ha sido visto como un valor literario propio por otros. J. M. Valverde señala la «vaguedad calculadamente descuidada», propuesta estética de Verlaine, que bien podría serle aplicada a Manuel Machado. Él mismo era bien consciente de la peculiar ambigüedad de su obra, como lo dice en el poema Yo poeta decadente:


[...] una cosa es la Poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...
   Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.



Sin que, en nuestra opinión, sea totalmente adecuado considerar que la obra de Manuel Machado responde a «una estética menor que huye de toda transcendencia» (Díaz-Plaja, 1951:262), sí es cierto que tres adjetivos «indolente, negligente, desigual», aplicados por G. Diego a su persona y a su obra -que el mismo Manuel Machado había asumido «una pésima vida de Arlequín para la que encontraba no sé cómo toda clase de facilidades» (Unos versos, un alma y una época, 1940) e incluso también en El mal poema (1909)- pueden aclarar la suerte crítica de su creación. Quizá esta suma de factores y opiniones propias hayan condicionado la posterior valoración de la crítica.

En el conjunto de su obra poética, una quincena de libros entre 1900 y 19212, es fácilmente perceptible su evolución desde el conglomerado estético francés de fin de siglo (Verlaine, Leconte de Lisie, Héredia, Moréas), desarrollado en los primeros veinte años del siglo dentro de los moldes genéricos del modernismo literario español, hasta su implicación en el andalucismo y el compromiso ideológico de su última década. Es de destacar que la edición de 1907 de Alma. Museo y Cantares es ya una síntesis de las claves que constituirían su mejor obra.

Es por ello un poeta en cuya obra se aprecian diversos ejemplos de las tendencias más paradigmáticas y de la evolución de los gustos estéticos europeos predominantes entre 1890 y 1920; seguidor particularmente de las letras francesas, su obra es enlace entre algunas de las figuras más relevantes del final de siglo de las letras hispanoamericanas.

En su obra permanece su parnasianismo inicial, en la proximidad de Verlaine, aceptado por Rubén Darío y después asumido por Manuel Machado. Como bien ha precisado, López Estrada (1977:142) «aunque cronológicamente quedaran más cerca los simbolistas y sus consecuencias que los parnasianos, éstos últimos tuvieron un gran atractivo para los jóvenes españoles e hispanoamericanos». Cierta posible satisfacción en el reencuentro con la veta hispana de muchas obras de Laconte de Lisie o de Heredia atrajo a los poetas en lengua española.

Su estética y su poética, ecléctica dentro del conglomerado finisecular; le permitió la aproximación al simbolismo -del que, en opinión de J. R. Jiménez, tuvo conocimiento antes que el propio Darío-. Las evidentes asociaciones impresionistas, como la "tarde impresionista", que comenta G. Diego, señalando el ambiente violeta del poema Mimí, la modelo, del que dice: «Más que un lienzo de pintura impresionista lo que le sale a Manolo Machado es un preludio debussista» (G. Diego (1974:175), justificaría esa versatilidad acomodaticia de su producción; pero también podría relacionarse con el supuesto de suggestion, de Isidore Ducasse (Lautréamont), quien preconizara la intención de expresar lo entrevisto en la connotación de una atmósfera anímica. Por lo que respecta a su obra Apolo, en particular cabría mencionar, cierta relación con las Fêtes galantes (1869), de Verlaine y con algunas de las composiciones de Les Trophées (1893) de Héredia, sonetos decorativos y estampas históricas.

Su revalorización, su puesta de actualidad por varios poetas españoles contemporáneos (L. A. de Villena, 1990), es síntoma de cierta tendencia que, casi como tópico, aparece en la denominación de fin de siglo.




ArribaAbajoII. Apolo, Teatro Pictórico

Como suele suceder en los poetas que buscan la renovación en cada acto de expresión creativa, cada uno de los libros de Manuel Machado tiene un interés específico para el lector o para el crítico. Nuestra elección para comentar algunos poemas del libro Apolo, Teatro Pictórico (1910) -muchos de cuyos poemas fueron publicados en Blanco y Negro y en Los Lunes del Imparcial, durante 1910- se debe a que esta obra presenta una específica modalidad de relación entre poesía y pintura, que puede ser valorada como exponente y síntesis de las estéticas modernistas, así como de la creación artística motivada desde el contexto del Arte mismo.

Apolo es una obra que nos permite destacar un enfoque novedoso en la creación poética de la época. Es un libro en el que se ponen de manifiesto algunos preceptos de la tendencia simbolista, como, por ejemplo, que «la experiencia cultural era tan importante para su arte como sus propias vivencias personales» (Brown, 1974:32). Personalizando ya en nuestro autor, puede decirse que es una obra en la que se plasma la «alegría polícroma de una retina enamorada de cuanto ve», capaz de reelaborar verbalmente la plasticidad del arte pictórico, con el fin de «evocar el pasado más allá de lo sensorial», como señalara G. Díaz-Plaja (1951: 239).

Sus poemas, en parte, están en la línea de la idea sugerida por Rubén Darío (a quien P. Salinas llamara en algún momento soñador de museo) de escribir poesía «que evoque los sentimientos que, en un determinado instante, en una fugaz y ocasional percepción, inspiran o producen las cosas». Así, entre otros ejemplos de Verlaine, el poema «César Borja» sería un antecedente o un modelo más para nuestro autor. Del propio Rubén Darío, la composición «Leda», de Cantos de Vida y Esperanza, también está en esa línea de transcodificación artística surgida de la estimulación plástica, tal como sucede en todos los poemas del Apolo de Manuel Machado.

Este libro es el resultado de un ejercicio estético de elaboración «poética de la historia a través de las obras de arte más famosas», como bien ha captado Carballo Picazo (1967). La intencionalidad de esta obra se corresponde con dos ideas contrastadas que destaca M. Praz (1976:18,22) en su trabajo, ya clásico, sobre las correlaciones entre literatura y Artes:

El hecho de que un poeta pensara en determinado pintor al componer su poema no entraña necesariamente una similitud en cuanto a la poética y el estilo. Sólo cabe hablar de correspondencias cuando las intenciones expresivas y las poéticas son comparables y cuando hay similitud en los medios técnicos utilizados.



Machado parte del soporte de la libre y personal interpretación, sin intención de buscar otro tipo de ajustes estéticos que los propios de su momento; no hay, por tanto intención de establecer correspondencias estéticas.

Sobre esta obra disponemos de diversas referencias, comentarios y autocríticas, desde la justificación del título -negando la posible similitud con la obra de Salomón Reinach3-, hasta el comentario detallado de la obra, surgidas de la propia explicación del autor sobre la intención y motivación creadora del libro que nos ocupa.

Mi libro se llama así porque, no siendo ninguna de las nueve Musas la deidad inspiradora de la pintura y siendo Apolo, en la mitología, el padre de todas ellas, me pareció que el título cuadraba perfectamente en la índole de mi producción. Por eso se llama Apolo. No porque lo haya copiado de Reinach.



En «La Génesis de un libro» (1913), conferencia recogida en La guerra Literaria (1899-1914) nos explica la intencionalidad y planteamiento de la obra:

Lo informan [...] sentimientos reflejos de arte, doblemente tamizados por el pincel y la pluma. Es flor de estudio y de cultura, grata quizá únicamente a los que saben conocer bien y saben amar las grandes obras de mundial renombre a que se refiere.

Si no me retrata ni me descubre a mí, salvo lo que hay de personal en toda transcripción artística, tienen, en cambio, la ventaja de representar esa transfusión del color a la palabra, tan perseguida por los modernos escritores, esa indelimitación entre las dos artes distintas, que ha sido, a mi entender, tan saludable a los poetas como peligrosa para los pintores. Estas pinturas a pluma, o poesías a pincel, se presentan, sobre manera, a disquisiciones de técnica literaria.



En la composición de los poemas de este libro (y en algunos de otras de sus obras, a los que aludiremos) Manuel Machado deja constancia de su bien definida intención de hacer una reelaboración artística. Le motiva la atractiva sugestión de volver a re-crear una producción de valor cultural de signo plástico o visual, porque ese proceso le permite incorporar sus subjetivismos receptivos a las técnicas de transposiciones artísticas difundidas a partir del impresionismo. Sagazmente López Estrada (1977) ha dedicado unas páginas brillantes a las peculiaridades de este tipo de producción, que analiza desde la perspectiva del movimiento esteticista de los primitivos y los prerrafaelistas4. Para Machado este nuevo ensayo de creación es un reto de técnica literaria mediatizado por un diálogo perceptivo de signo cultural y personal.

En nuestra cultura occidental, ha sido un hecho muy frecuente que la pintura tomara de las fuentes literarias sus temas y motivos, como lo justifican los estudios de iconología de Panofsky, por ejemplo; a la inversa han sido menos los casos de motivación creadora. Por su parte, Manuel Machado, en sus propios poemas y en sus alusiones críticas, se manifiesta consciente de la compleja interacción que esta modalidad creadora desencadena: primero entre la obra pictórica y el autor, después, en acumulación de exponentes artísticos, la estimulación receptivo-asociativa que en el lector desencadena la lectura del soneto y la imagen mental del referente pictórico originario, común a autor y lector. De todo ello surge una lectura necesariamente personalizada, sensible y de honda tradicionalidad cultural.

No hay duda de tal intención al releer sus palabras (1913:44), referidas a estos poemas, como ejemplos de pintura en verso:

Yo he procurado la síntesis de los sentimientos de la época y del pintor, la significación y el estado del arte de cada momento, la evocación del espíritu de los tiempos. Y algo más, la sensación producida hoy en nosotros, insospechable para el autor. En una palabra, yo pinto esos cuadros tal como se dan y con todo lo que evocan en mi espíritu; no como están en el Museo, teniendo muy buen cuidado de cometer ciertas inexactitudes, que son del todo necesarias a mi intento.



El último párrafo, que nosotros subrayamos, nos muestra que los veinticinco poemas de este libro no pretenden la descripción (intento que, en prosa o en verso obviamente hubiera fracasado en su absurdo): por la misma razón cuidó igualmente el riesgo de transmitir valoraciones y juicios críticos o técnicos sobre las cualidades pictóricas de las obras de referencia, puesto que su objeto es dar forma verbal a sus sensaciones o apreciaciones.

Por ello, los poemas que componen el Apolo son el resultado de una lectura personal que motiva una nueva producción artística. Esta capacidad genésica de la lectura profunda y personal es la más sutil derivación que puede producirse de la percepción lectora o espectadora en un receptor sensible. No se trata, pues, de creaciones anecdóticas, ni de alusiones gratuitas propias de cierta actitud limitadamente esteticista (lo que efectivamente sucede, por ejemplo, en Figulinas); como dice M. Alvar, «Manuel Machado ve cuadros y los traduce a sus hermosos versos, o siente fragmentos de literatura, ni más ni menos que los parnasianos franceses».

La selección de las obras que motivan el conjunto de poemas de Apolo es una muestra de su personal y cultural esteticismo ecléctico, es decir una producción un tanto dispar y variada. Su atención deambula, como en un museo, en un proceso creador que se detiene en La Anunciación de Fra Angélico, o ante una obra tan particular y especial como es la Lección de Anatomía, de Rembrandt; y recoge, entre otros ejemplos, la diversidad estilística de El Greco o las inevitables alusiones a Watteau (L'indiférent, Pierrot) y la referencia a pintores impresionistas.

Es difícil determinar si esta recopilación tiene el valor de una selección o muestra de sus obras pictóricas preferidas; posiblemente su sensibilidad hacia la creación pictórica hiciera más extensa la lista, y las obras aquí re-creadas sean sólo un exponente de su atracción personal hacia aquellas pinturas que le permitieran exaltar más sus cualidades lírico-interpretativas. En cualquier caso, el conjunto seleccionado confiere unidad total al libro. Como puntualiza Carballo Picazo (1967:108), «se trata -como haría d'Ors- de pintura vista con criterio subjetivo, poéticamente, es decir, creada de nuevo».

En obras anteriores al Apolo ya hay muestras y referencias a obras y rasgos pictóricos. Desde su primer libro, Alma (1900), está presente esa clara tendencia a utilizar como recurso lírico las referencias a la pintura y reaparece en Museo (1907) para esencializarse en Apolo. Así, «La alcoba» es un poema en el que la reutilización del color, la codificación verbal de matices y gamas visual y lingüísticamente destacadas es la clave del recurso empleado para su expresión poética5. De igual forma, ya desde el verso inicial de Mimí, la modelo, «Una tarde impresionista...» se enmarca la escena y la descripción colorista y bohemia, casi como un reflejo costumbrista de la época; lo mismo sucede en una serie de alusiones a los personajes de Watteau, que, al igual que en Verlaine, aparecen más superficialmente incluidos en sus versos. Su gusto por la plasticidad verbal nos permite ver otra forma de empleo de los recursos pictóricos como referentes, a la búsqueda de lo que podría denominarse sinestesia visual de la poesía. Es lo que sucede en «Madrid viejo», de su libro Museo; en el penúltimo verso de este poema se cita «... un viejo de Ribera...». Con tal mención se fija una pertinente referencia extralinguística y extraliteraria, clave para entender la función sensorial e interpretativa de sus conexiones pictóricas. La descripción del mendigo se completa con la alusión a uno, indeterminado, entre muchos de los personajes trazados por el pintor. Para Machado, con la indicación de esa referencia a la iconología de Ribera, sobran otros recursos descriptivos; remitiendo a «un viejo de Ribera» el lector sabrá (deberá imaginar, interpretar) el estímulo sensorial que se pretende aludir para que se establezcan las conexiones (receptivas, sensoriales, culturales) necesarias entre las diversas producciones artísticas de distinto signo semiótico que permitan crear su lectura personal.

Ya en esta línea de reinterpretación creativa, es inevitable la mención del soneto a «Felipe IV» (de Alma, 1900), el primero y más famoso de los intentos de Machado de recoger en un poema la impresión producida por una pintura y uno de los más conocidos y comentados del autor. En él capta la técnica y la profundidad de la pintura velazqueña: los versos de Manuel Machado aportan las palabras a la inefable expresión de la pintura:




FelipeIV


   Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro rey Felipe, que Dios guarde,
siempre de negro hasta los pies vestido.
   Es pálida su tez como la tarde,
cansado el oro de su pelo undoso,
y de sus ojos, el azul, cobarde.
   Sobre su augusto pecho generoso
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.
   Y, en vez de cetro real, sostiene apenas,
con desmayo galán, un guante de ante
la blanca mano de azuladas venas.



Incluso la inexactitud del detalle del guante -recordemos que, entre los retratos velazqueños, sólo el del Infante don Carlos, hermano de Felipe IV, sostiene desmayadamente el guante- es indicativo de la recreación mental que en su creación asocia diferentes alusiones y percepciones de la Obra velazqueña. La similitud de rasgos y posturas de algunos retratos de personajes de la familia real y el estilo del pintor se funden en el recuerdo perceptivo. Probablemente, en una lectura espontánea el detalle podría pasar desapercibido para el lector, que, si es conocedor de Velázquez, también es posible que recuerde asociados varios retratos. Manuel Machado no pretendía pues hacer una descripción, sino crear a partir de sus reminiscencias personales.




ArribaAbajoIII. Dos casos de intertextualidad creativa. Imagen, poesía, lectura

La intertextualidad entre las creaciones artísticas -de igual o de distinto código expresivo- es inevitable y omnipresente, a pesar de que en algunos casos sus apreciaciones puedan resultar poco evidentes. Algunas orientaciones actuales sobre cuestiones de intertextualidad parecen mostrar que ésta puede ser adecuadamente tratada desde ciertos enfoques de la metodología comparatista, que específicamente atiende a las relaciones entre diversas formas de expresión. H. Remak (1961), precisaba que «la Literatura comparada es el estudio de las relaciones entre la literatura, por un lado y las otras zonas del saber y la creencia, como las artes, la filosofía, la historia, las ciencias sociales, la religión, etc. por otro».

El efecto de intertextualidad -copresencia de un texto en otro, o interconexión de textos y significaciones- no puede ser entendida en muchos ejemplos como el efecto resultante de una supuesta y simple influencia (concepto por lo demás bastante ambiguo e impreciso). Genette (1982) ha destacado el carácter universal de la hipertextualidad: «cualquier tipo de relación que uniera un texto B (hipertexto) con otro texto A anterior (hipotexto), sobre el que se injerta una forma de relación distinta a la del comentario». En el caso de las obras que vamos a comentar esta intertextualidad, como variante de transformación, está presente con un generoso grado de evidencia. Los sonetos de Apolo ofrecen la «presencia efectiva de un texto en otro», como señalara G. Genette, (1982:7).

Por otra parte, U. Eco (1970) también ha señalado la proximidad de los procesos de interpretación y contemplación de las producciones artísticas6; lo que de alguna manera nos mostraría sin lugar a dudas que en la recepción se recombinan los distintos conocimientos del lector/espectador7.

. Muy diversos autores (Mujica Laínez, M. Puig, V. Aleixandre, Buero Vallejo y un muy largo etcétera.), con vanadas intenciones expresivas, han utilizado la presencia evocada de producciones de distinto código o de diferente signo semiótico en sus textos. Las páginas finales de The Buenos Aires Affaire, de Manuel Puig podrían ser un exponente de cómo describir sensaciones recurriendo a la evocación de obras escultóricas, pictóricas o musicales.

Para nuestro intento es pertinente hacer alusión también a lo que sucede en un paradigmático texto de C. J. Cela, «El discurso de Ascanio, hijo de Eneas», incluido en su obra Gavilla de fábulas sin amor (1962), ilustrado, además, por P. Picasso; en él Cela introduce como indicios de su momento creador y como operadores indicativos de recepción escuetas referencias pictóricas y creaciones literarias, refuncionalizadas en el acto de creación (re-elaboración intertextual) de la personal interpretación del relato mitológico que nos narra8. Aunque las obras pictóricas citadas por Cela no son tan conocidas como las que sirven a Manuel Machado, su mención pone en evidencia las conexiones entre el arte literario y otras artes. Y, a la vez, muestra que la ineludible contigüidad, cultural y expresiva, de las artes requiere que en toda recepción artística se activen conocimientos culturales, mitológicos o de iconología, etc. que nos permitan comprender, interpretar y valorar la nueva obra resultante de los complejos procesos de intertextualidad (Genette, Kristeva...).

Casi en un proceso que podríamos entender como simétrico y que complementara la intencionalidad de nuestro autor, Rafael Alberti, no en balde poeta y pintor, en un poema de Fustigada Luz (1980) dedicado a Mariano Villalta, alude al logro de los efectos poético-pictóricos de Manuel Machado en una recreación intertextual en la que funde lo sensorial y lo textual:


Este que veis alzarse aquí de cuerpo entero
-hubiera en un soneto dicho Manuel Machado-
es el gentil, valiente y noble caballero
Villalta, por don Diego Velázquez retratado...



En los poemas de Apolo. Teatro Pictórico se produce una forma de intertextualidad diluida, difuminada y, a la vez, evidente, surgida de una archilectura del autor (es decir, referencias a percepciones supuestamente compartidas con el lector), que a su vez busca las evocaciones coincidentes entre obra pictórica > texto > lector.

Manuel Machado es consciente de que si bien el elemento desencadenante de la actividad creadora del poema es una creación pictórica, el motivo del poema no debe ser la descripción. Las conexiones artísticas entre literatura y poesía o entre pintura y literatura exigen un cambio de código (del visual al verbal o viceversa), que no posibilitan la copia descriptiva. Por ello Machado se limita al intento de transmitir la sensación, la emoción del autor-perceptor. De ahí que la originalidad y el acierto del libro se centre en el comentario poético de las sensaciones percibidas y en el logro de la transcripción verbal de su sensorial lectura personal. Manuel Machado no pretende más que plasmar una poética autorreflexión sobre su sensibilidad receptivo-interpretativa, surgida de la contemplación estética, no crítica, de unas creaciones culturales que en un momento determinado le han fascinado.

En la concepción de los sonetos de Apolo su autor, muy posiblemente, debió tener presente el condicionante que implicaba para el receptor de su poesía el conocimiento de las obras de referencia. Y paralelamente, imaginamos, intuyó la doble funcionalidad de lo que actualmente se denomina el intertexto, es decir la potencial capacidad para establecer posibles asociaciones personales y culturales a través de la percepción y la sensibilidad, evidentes para él como autor y necesarias para estimular la participación del lector.

Es obvio, por tanto que los sonetos de Apolo (igual que sucede ante toda producción literaria, por otra parte), son estímulos cuyos efectos desencadenados dependen esencialmente del intertexto artístico del lector. La comunión archilectora que permita identificar, valorar y apreciar la apostilla poética que nos ofrecen estos poemas requiere el conocimiento detallado y a priori de las obras pictóricas de referencia.

En su lectura se produce una múltiple interconexión de sensibilidades: la del autor ante la pintura y su capacidad e intención para re-interpretarla en versos; la doble habilidad decodificadora del receptor de éstos, que se amplia hasta establecer conexiones entre el objeto verbal inmediato y la obra pictórica aludida. Son por tanto poemas concebidos para que la actividad del lector parta de un referente sensorial supuestamente conocido ya, por lo que se le sugiere una novedosa forma de leer, que le exige establecer paralelismos mentales entre la memoria sensorial y la concreción verbal.

La lectura de este tipo de poesía tiene su especificidad, porque constituye un tipo de mensaje poético que, trasgrediendo la funcionalidad poética que propusiera Jakobson de centrar la atención en el mensaje mismo, en el texto, tiene la facultad de transcenderlo para remitirnos, en una imaginativa y reminiscente visión/lectura paralela, a otro referente también artístico (aunque de distinto signo y de distinto autor) y, por ello a su vez susceptible de interpretación o valoración personal.

Efectivamente, esta dualidad de creación/reinterpretación en la que se concreta una particular forma de intertextualidad también se produce, por otra parte, en algún otro poema de Manuel Machado. Menciono ejemplos en los que el referente es otra creación literaria (Castilla, y de manera muy especial en Cerineldo, el paje y en Lirio (Alma, 1900), en los que retoma el Romancero); en ellos su personal recreación nos sirve para comprobar que la intención de nuestro autor es la de dar forma poética a su interpretación.

Una breve observación a propósito de sus dos versiones sobre el romance de Gerineldo nos mostrará que las recreaciones sobrepasan la glosa o la paráfrasis. En sus versos se da por sabida, conocida y rememorada, la referencia (de otra forma, el poema tendría distinto sentido). Las creaciones de Machado quieren ser un comentario poético provocado por la directa sugestión del romance tradicional.

Gerineldos, el paje Lirio
Del color del lirio tiene Gerineldos Casi todo el alma
dos grandes ojeras; vaga Gerineldos
del color del lirio, que dicen locuras por esos jardines
de amor de la reina. del rey, a lo lejos,
Al llegar la tarde junto a los macizos
pobre pajecillo, de los arrayanes...
con labios de rosa, Besos
con ojos de idilio; de la reina dicen
al llegar la noche, los morados cercos
junto a los macizos de sus ojos mustios,
de arrayanes vaga dos idilios muertos.
cerca del castillo. Casi todo alma
Cerca del castillo se pierde en silencio
vagar vagamente por el laberinto
la reina lo ha visto. de arrayanes... ¡Besos!
De sedas cubierto, Solo, solo, solo.
sin armas al cinto, Lejos, lejos, lejos...
con alma de nardo, como una humareda,
con talle de lirio. como un pensamiento...
como esa persona
extraña, que vemos
cruzar por las calles
oscuras de un sueño.

Su estrategia para elaborar un poema a partir de su interpretación personal ha sido conectar y distanciar, a la vez, su producción con un referente de la tradición literaria. Aunque mantiene ciertas reminiscencias textuales del romance («¿Dónde vienes Gerineldo,/ tan mustio y descolorido?/ -Vengo del jardín, buen rey,/ por ver cómo ha florecido;/ la fragancia de una rosa/ la color me ha desvaído. [...] Vete por ese jardín/ cogiendo rosas y lirios»), en su interpretación, Machado se centra en los celos de la reina (?) y deja entrever la causa de una inconfesable pasión...; necesariamente debemos entender que estamos ante una producción nueva.




ArribaAbajoIV. Dos sonetos como ejemplo de correlación pictórico-poética

La variedad de los temas tratados, en los sonetos pictóricos de Apolo, todos ellos atractivos y sugerentes, hacía dudosa, más que difícil la elección. Finalmente he optado por ocuparme de los sonetos basados en dos obras bien conocidas de todos: El Caballero de la Mano en el Pecho, de El Greco y el retrato de La Infanta Margarita, de Velázquez. Ambas obras se conservan en el Museo del Prado, y ambas son muestra paradigmática de nuestra pintura del Siglo de Oro, de la sobriedad y elegancia, en contrastes y coloridos, en el género del retrato.

La referencia a fuentes no literarias, en este caso, nos ofrece un sugestivo análisis sobre la contigüidad de las Artes, sobre la correlación entre poesía y pintura, en un ejemplo claro de la funcionalidad del cuadro como referente paratextual, no extratextual; a la vez apreciamos el carácter fundamentalmente ecléctico de la intertextualidad. Y, sobre todo, nos permite observar cómo la Identificación imaginaria se convierte en transformación; es decir, cómo Manuel Machado ha combinado elementos de otro código artístico para obtener nuevos valores literarios, a partir de la estimulación sensorial y de la complicidad interpretativa.

La creación surgida de la contemplación del retrato de El Caballero de la mano en el pecho, de El Greco, se organiza en el empleo de los efectos de contraste, luz y sombra, oscuridad de las ropas y palidez del rostro y en la interpretación del simbolismo del gesto de la mano.

La estructura del soneto es muy similar a la del soneto a Felipe IV y, con sutiles variaciones, a la composición sobre La Infanta Margarita, como puede comprobarse en el esquema comparativo que presentamos.




Greco, El Caballero de la mano en el pecho


   Este desconocido es un cristiano
de serio porte y negra vestidura,
donde brilla no más la empuñadura
de su admirable estoque toledano.
   Severa faz de palidez de lirio
surge de la golilla escarolada,
por la luz interior iluminada
de un macilento y religioso cirio.
   Aunque sólo de Dios temores sabe,
porque el vitando hervor no le apasione,
del mundano placer perecedero,
   en un gesto piadoso, y noble, y grave,
la mano abierta sobre el pecho pone,
como una disciplina, el caballero.






Velázquez, La Infanta Margarita


   Como una flor clorótica el semblante,
que hábil pincel tiñó de leche y fresa,
emerge del pomposo guardainfante,
entre sus galas cortesanas presa.
   La mano -ámbar de ensueño- entre los tules
de la falda desmáyase y sostiene
el pañuelo riquísimo, que viene
de los ojos atónitos y azules.
    Italia, Flandes, Portugal... Poniente
sol de la gloria el último destello
en sus mejillas infantiles posa...
    Y corona no más su augusta frente
la dorada, ceniza del cabello,
que apenas prende el leve lazo rosa.



La lectura del cuadro nos remite a una introspección muy personal del retratado, «desconocido cristiano», que se completa más conceptualmente en el primer terceto («Aunque sólo de Dios temores sabe...»). Con la interpretación del gesto de la mano («un gesto piadoso, y noble y grave»), al que atribuye una humildad religiosa («como una disciplina»), marca la diferente personalidad atribuida al individuo, por ejemplo frente al «desmayo galán», de la «blanca mano de azuladas venas», de Felipe IV. En todo ello hay una clara intención de transmitir la percepción moral, psicológica que le evoca la contemplación del cuadro, contextualizando la figura en rememoraciones, más o menos tópicas, de carácter socio-histórico. Muy similar es lo que sucede en el retrato de la Infanta Margarita, al hacer alusión a la decadencia política y física de los Austrias.

Para el comentario de ambos sonetos contamos con su interpretación detallada, expuesta en su conferencia La génesis de un libro (1913) (La Guerra Literaria, pp. 54-55). Permítasenos transcribir el comentario en prosa para luego centrarnos en la comparación de ambas composiciones.

El Greco es, sin duda alguna, el más genuino y expresivo pintor de la España de su tiempo, de aquella España reconcentrada, furiosamente idealista, conquistadora en nombre de la fe, harapienta y grave, con los ojos puestos siempre en el cielo y tropezando a cada instante en la tierra, sin rendirse nunca. En este sentido y no en el de su técnica discutidísima, he considerado yo al gran Teoctocopuli y he escogido para mi museo uno de sus retratos anónimos, el de El Caballero de la mano al pecho. Y he procurado como el artista al pintarlo, simplificar los colores de la paleta. Nada brillante en la indumentaria, sino el pomo de la espada. De la cabeza, en cambio, digo que surge de la golilla, porque, en efecto, nadie como El Greco para dar a los rostros la expresión de la vida interior del espíritu [...] Lo que yo he tratado de sintetizar a través del cuadro, es el espíritu español de entonces...

(Velázquez) Para mí es algo más que el pintor de la Verdad. Es la propia Verdad pintando. Para mí no tiene antecedentes ni consecuentes, es único y aparte. Veo en los demás artistas la técnica, el arte, la paleta. En Velázquez veo la vida... y entonces ya no sé nada, como pasa con nuestra vida misma. Por eso en mi transcripción poética de este maravilloso retrato de la infanta de Austria doña María Teresa (?) no miento para nada el Arte. Al referirme a la coloración del rostro, aludo a los afeites con que estucaban sus mejillas nuestras damas del XVII, no a la pintura del artista. Lo que he procurado es rendir en mis versos toda la elegancia, toda la decadencia, toda la infinita amargura de la deliciosa infanta, tan viva en el cuadro y aún más que lo estuvo nunca en la realidad.



Creo que podemos hablar de las tres composiciones como de tres ejemplos de etopeya, es decir un retrato moral, sobrepuesto, como en un palimpsesto, al retrato pictórico que lo motiva.

Podríamos hablar de un doble nivel de intertextualidad: por una parte de la presencia de la obra pictórica, pero por otra, de la presencia de los moldes y de los recursos que el ejemplo del Soneto a Felipe IV (1900) que condicionan en forma y contenido las composiciones que comentamos.

Si observamos la distribución de rasgos, de efectos pictóricos, de atribuciones morales, etc. en las tres obras, percibiremos un claro paralelismo de elementos y funciones.

Entre los «elementos destacan tres bloques:

  • a) Un primer conjunto que englobaría las referencias a la palidez del rostro con la función de subrayar la nota de luz central del retrato; la atención al cabello que nimba el rostro entre tonalidades de debilidad dorada; y las tonalidades oscuras del ropaje (brillantes galas, en el caso de la Infanta), de las que emerge la figura.
  • b) Una segunda referencia común es la atención a la mano (blanca mano de azuladas venas, mano -ámbar de ensueño- mano abierta... como una disciplina) que cumple una doble función, para indicar la postura (apostura) del retratado, pero que además Machado utiliza para presentar atribuciones caracterológicas (desmayo galán, para Felipe IV, como una disciplina de severa muestra de religiosidad para El Caballero, o de sensible languidez, entre los tules desmáyase, en el caso de la Infanta).
  • c) Y, un conjunto de rasgos pictóricos y conceptuales que caracterizan la contextualización histórica: ausencia de atributos reales para los personajes (ni joyeles, ni cetro, ni corona, sustituidos por negro terciopelo, guante, leve lazo) que subraya cierta sobriedad cortesana; por otra parte, destaca el brillo de la empuñadura de la espada, como atributo representativo de la función social del caballero.

En este mismo apartado creo que debiera incluirse las referencias históricas que por una parte son explícitas en la referencia a los conflictos de Italia, Flandes, Portugal, que señalan ya el poniente sol de la gloria, cuyo último destello utiliza el autor para colorear poética y verbalmente el rostro de la infanta. La religiosidad de ciertos sectores de la sociedad española se concentra en la luz interior y en la severa faz de palidez de lirio de El Caballero de El Greco.

Felipe IV Caballero de la mano en el pecho Infanta Margarita
1 cortesano, pulido serio porte pomposo guardainfante
de negro hasta los pies negra vestidura galas cortesanas
vestido
de sus ojos, el azul, cobarde brilla... empuñadura flor clorótica... el semblante
emerge
2 pálida su tez severa faz de palidez de lirio mano... ámbar de ensueño
cansado el oro de su pelo luz interior, macilento lirio desmáyase
surge ojos atónitos y azules
3 augusto pecho sólo de Dios temores sabe poniente sol de la gloria
ni joyeles no el mundano placer
negro terciopelo perecedero
4 ... en vez de cetro gesto piadoso Y corona no más...
con desmayo galán mano abierta como una dorada ceniza del cabello
blanca mano disciplina augusta frente.

En síntesis, respecto a los ejemplo comentados, conviene destacar que la reinterpretación verbal de la creación plástica, en su fluidez y sobriedad del verso, ha permitido mostrar la intención del conjunto figurativo que corresponde a cada cuadro; para ello, el autor ha utilizado paralelos recursos plásticos (efectos de luz, contraste) y estructurales en diversas obras.

El interés de esta técnica y de esta proyección estética merecen, por sí mismos, una atención especial a la obra de Manuel Machado.






ArribaAbajoReferencias bibliográficas

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ArribaResumen

Tras una introducción a Manuel Machado, poeta a la sombra de su hermano, y a su obra, de una «versatilidad acomodaticia» entre modernista, decadente, impresionista y simbolista, Mendoza nos presenta su libro Apolo. Teatro pictórico. Esta colección de poemas ofrece una «específica modalidad de relación entre poesía y pintura», una lectura sensorial y personal de 25 cuadros famosos de pintores de diversas épocas y estilos. Recurriendo a la teoría de la intertextualidad, Mendoza analiza los efectos de estos poemas, no descriptivos, sino re-creativos. Se produce una forma de intertextualidad diluida entre el texto del autor como re-creación subjetiva de otro referente artístico -el cuadro- y, por otro lado, la memoria sensorial del lector y su entendimiento del poema. Finalmente, Mendoza ofrece a modo de ejemplo un análisis de dos de los poemas que tienen como hipotexto cuadros de Goya y Velázquez.



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