Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo V

Mendoza descansaba entre sus viñas, próspera y preocupada de las nuevas que alcanzan de la otra banda. En sus corrillos se sigue con todo interés lo relacionado con los sucesos de Chile.

Gobierna en Cuyo, en calidad de Gobernador, don José de San Martín.

Pocos hombres de la Independencia lo superan en profundidad de visión, en sólida energía y en astucia. Tan pronto está combatiendo contra los españoles como se ocupa del gobierno civil y de la rama administrativa del poder. Su estatura es más que regular, su color moreno, tostado por las intemperies; la nariz aguileña, abultada y curva; los ojos negros, grandes y con las pestañas largas; su mirada era vivísima, y al parecer simboliza la verdadera expresión de su alma y la electricidad de su naturaleza: ni un solo momento estaban quietos aquellos ojos; era una vibración continua la de aquella vista de águila: recorría cuanto le rodeaba con la velocidad del rayo, y hacía un rápido examen de las personas sin que se le escaparan aún los pormenores más menudos. Este conjunto era armonizado por cierto aire risueño, que le captaba muchas simpatías8.

San Martín seguía con ojo atento todo lo que traían los chasques y arrieros de Los Andes. Una inquietud grande lo preocupaba, pues sus íntimas ideas hacían estribar todo el porvenir de la libertad americana en el afianzamiento de la independencia en las ubérrimas tierras chilenas. En esos días se comentaban animadamente las disidencias entre Carrera y O'Higgins, cuyo rumbo amenazaba destruir las conquistas de las armas patriotas. Cuando arribaron a Mendoza Mackenna, Irisarri y los otros deportados por la Junta que tomó el poder en Santiago en julio de 1814, San Martín se apresuró a trabar conocimiento estrecho con todos los acontecimientos del país vecino.

Pronto se enteró del carácter de Carrera y de su apetito de mando, de su atrabiliario temperamento y de su ambición. Para San Martín sólo primaba la causa de la Independencia y los móviles personales, el lucro y el mando, debían subordinarse al buen rumbo de la autoridad. No había posibilidad de afianzar las conquistas de la causa patriota sin un gobierno sólido y apoyado en todas las ramas de la opinión.

Por eso su malicia de zorro matrero cuyano, su astucia aguzada en el mando civil, olfatea un peligro al otro lado de los Andes. Ese húsar voluntarioso y elegante tendría que chocar con su energía criolla.

Carrera significaba el arrebato espontáneo del instinto; San Martín la mesura destinada a fines más vastos. En Carrera prima lo inmediato, lo caudillesco; en San Martín lo perdurable, lo substantivo.

El 9 de octubre unos arrieros llevaron a la capital cuyana la nueva del desastre de Rancagua. Detrás de ellos arribaron algunos macilentos fugitivos que disponían de excelentes cabalgaduras.

San Martín acogió este descalabro con viva emoción y se puso rápidamente en movimiento. No había tiempo que perder. Era necesario asegurar la retirada de los patriotas.

En la frontera sucedían escenas luctuosas. Los milicianos se ocupaban en saquear las cargas rezagadas y sacaban de las petacas el dinero que hizo embalar Uribe. Un desconcierto profundo sacudía a esos hombres primitivos y ávidos. Con el pretexto de que la plata podía quedar en poder de las avanzadas españolas, rajaban rápidamente, con los filudos corvos, las envolturas de cuero. Después se abalanzaban rabiosos y se disputaban las monedas entre riñas y gritos desaforados. Muchos caían desgreñándose por el suelo y tenían que ser apartados entre maldiciones y juramentos.

Uspallata era un campo vasto de saqueo y de inmoralidad. Se inutilizaban los víveres, se queman las cargas y se repartía el dinero entre los soliviantados restos del ejército que peleó en Rancagua. Los inquilinos de Carrera no querían reconocer otra autoridad que la del «patroncito».

Mientras arriban los lamentables restos del ejército, San Martín se ha movido con celeridad en auxilio de los emigrados. Con diligencia extrema envía mil trescientas mulas, ciento ochenta cabezas de ganado, doscientos líos de charqui, frutas secas y grandes partidas de vino, aguardiente, ropas, frazadas y mantas para socorro de los extenuados fugitivos.

Una vez dispuestos los reparos, el general San Martín abandona la ciudad y pica espuelas hacia la frontera, donde encuentra a O'Higgins, con su madre y hermana y a otras señoras patriotas que montan mulas trotadoras y se hallan demacradas por la fatiga. Corre de un sitio a otro y da voces de aliento, ofrece hospitalidad a las gentes patricias y entona a los milicianos con breves y conceptuosas arengas.

Los carrerinos arriban con una petulancia que no ha hecho decaer el desastre padecido. Carrera se halla rodeado de los Benavente y de sus hermanos, entre los que se destaca doña Javiera. Varias señoras de compañía y un círculo de parentela acampan junto a la voluntariosa y bella dama, que tiene a su lado al Canónigo Tollo.

Los contemporáneos de doña Javiera la pintan poseyendo un perfil griego, una rara esbeltez y unos hermosos ojos, con un cierto velo de disimulo, aunque muy elocuentes por la tranquilidad poderosa de su mirada9.

El general Carrera pasa por delante de San Martín en un raudo galope y disimula, con astucia, que ha reconocido al Gobernador de Cuyo. Quiere conservar el aparato y el formulismo de un todopoderoso mandatario. Lo siguen, entre nubarradas de polvo, el clérigo Uribe, envuelto en un amplio poncho de vicuña, don Juan José, grandote y atrevido, don Luis, corajudo y sumiso al jefe de la familia, y don Manuel Muñoz Urzúa.

Los labios de doña Javiera se contraen en un pliegue irónico. Este «cuyano» no ha caído en gracia a la bellísima dama. San Martín no se ha vuelto a admirar su estampa seductora. Se ha quedado, entre un grupo de oficiales, dando órdenes con calma y altivez. Su rostro es la imagen firme de la seguridad y de la confianza en los propios recursos.

Carrera, al arribar a Uspallata saluda a San Martín en nombre del Supremo Gobierno de Chile. San Martín le contesta en una forma que es un modelo de contenida prudencia y de habilidad. Su tacto le indica que no debe reconocer a esta Junta alborotadora y, por el momento, cree arriesgado luchar contra el pequeño ejército de servidores y fieles del carrerismo.

Carrera organiza un aduar en el cuartel de la Caridad de Mendoza. Levanta tiendas abigarradas y aloja malamente a sus hombres. Ellos se desmandan por el contorno, roban animales y gallinas, asedian a las mujeres y se enzarzan en riñas con los policianos de Mendoza. No reconocen la autoridad de San Martín y siguen obrando como si estuvieran en Santiago bajo el amparo de las culebrinas tomadas a Lastra.

San Martín disimula su encono, pero prepara enérgicas medidas para acabar con los desórdenes. Se ha vuelto de la frontera muy preocupado y la única impresión que exterioriza es su propósito de luchar «por el exterminio de los godos».

El general San Martín viste por entonces una casaca de paño azul con faldas largas, con sólo el vivo rojo y dos granadas bordadas de oro al remate de cada faldón. Le ciñen las piernas unos pantalones de punto de lana azul, muy ajustados y que llevan encima la recia bota de montar. Es el uniforme glorioso de los Granaderos a caballo. Su cabalgadura es un alazán tostado, rabón, a la corva, con la crin de la cerviz atusada de arco. Otras veces cambió este animal por un zaino obscuro de cola larga y muy abundosa.

Todos los actos del general se dirigen a asegurar el orden de la asustada población. Los chilenos gozan de fama adversa en Mendoza: son pendencieros, bebedores y usan el corvo con facilidad. Desde entonces se extiende allí el dicho célebre más tarde: El Chileno es bueno; el que no se roba la montura se lleva el freno.

Acampan con Carrera setecientos ocho hombres, que esparcen el terror y la inquietud por los campos aledaños. Por la oración recorren las calles, lacean a los incautos y asaltan a muchos vecinos y gente pacífica en busca de licor. Una noche los incidentes asumen un carácter más complejo y la población entera resuena con las voces broncas y los pistoletazos de los carrerinos. Con tumulto de cabalgaduras se aproximan a una pulpería y golpean en sus puertas cerradas en demanda de aguardiente. El dueño se ha negado a abrir y muy pronto tiene que pagar las consecuencias de tan negativa.

Un caballazo ha dado por tierra con el portón y una veintena de hombres resueltos se meten por entre las pipas y cueros sacando vino y aguardiente para hacer ponche y remoler con las chinas allegadas y las cantoneras sanjuaninas que se arrimaron al ejército. La orgía es violenta y se disuelve entre canciones vinosas, gritos broncos, juramentos y maldiciones.

Ha corrido la noticia por todo el pueblo. Se cierran las casas, se aseguran las ventanas, se atrancan los recios portones con palos de algarrobo, se esconden las doncellas temiendo que las despucelen los tremendos hombronazos de la otra banda.

Pasa una patrulla de policianos y otra más. Pero no vuelven. Han silbado los lazos de los leales melipillanos y de los niños diablos de San Miguel. Los carrerinos se alejan hacia el aduar entre vivas y risas jubilosas. La «diablura» ha consistido en «alacear» y prender a todos los serenos de Mendoza. Estos van humillados y rabiosos entre una tropa ebria y satisfecha de su hombría. El aduar entero se anima. Altas fogatas se elevan en la tibia noche mendocina, mientras las guitarras brindan sus sones gratos y los cachos de vino circulan de mano en mano.

Rodríguez, con el cura Uribe, se pasean por entre medio de las carpas.

En el centro del aduar se alza una residencia más cuidada. La rodean unos palos a manera de rústica defensa y a su lado están firmes dos centinelas. Ahí descansa doña Javiera, esa animadora incansable de las empresas carrerinas.

*  *  *

San Martín ha dado un golpe violento sobre su mesa de trabajo. Una ordenanza le comunica las nuevas del campamento. Todo anda mal por ese contorno. No hay doncella que esté tranquila, ni vaquilla que no se pierda, ni dueño de pulpería que no viva desasosegado. El general está dispuesto a poner término a tales excesos.

-En Cuyo no mando más que yo. Se acabó la tolerancia; no es posible permitir que una Junta mal constituida se crea en terreno conquistado y mal pague los generosos socorros otorgados por el vecindario.

Las retretas marciales y los despliegues de fuerza animaban el sitio del aduar. Carrera se hace rendir homenaje a su paso y los milicianos le presentan armas mientras marciales músicas se difunden por los sitios donde avanza su elegante y provocadora silueta.

Entre los emigrados chilenos circulan rumores contrarios a Carrera. Este ha introducido cargas de plata labrada y se ha negado a permitir que los funcionarios de aduana le revisen los petates. Sus caballos colmados de objetos preciosos, de ricas vestiduras y de sacos con chafalonía se han colocado por entre las narices de los aduaneros, al amparo de los mocetones de sus fundos.

O'Higgins, Zenteno, Irisarri, Alcázar, Bueras, Freire y otros emigrados comentan tales excesos y echan a correr suposiciones temerarias. El tesoro público de Chile es usado por el general Carrera como si fuera propio. En el campamento hay mejor comida y las señoras gozan de comodidades que muchas damas principales no tienen. Todos reprochan el descaro de don José Miguel al hacer sonar sus onzas y patacones entre una muchedumbre fatigada por la fuga y que sólo ha dispuesto de lo necesario para cubrirse.

Los emigrados llevan una vida precaria. Algunos buscan empleos humildes, otros son alojados por San Martín y los vecinos pudientes. Irisarri se dedica a corredor de comercio y aprovecha su argucia para sacarles la plata a los «cuyanos». La noble madre de O'Higgins, con la hermana de éste, son prolijas en la fabricación de bellos tejidos que les compran las acomodadas señoras de la población.

Don Diego Antonio Barros, opulento comerciante y miembro del Cabildo de Buenos Aires, llama a su lado y proporciona trabajo a numerosos emigrados. Diego José Benavente recibe un crédito para poner una imprenta, donde se imprimen proclamas y partes con noticias de las armas patriotas en el Alto Perú, las inciertas nuevas continentales y gacetillas sobre el Plata y sus hechos.

Las señoras emigradas hacen dulces en competencia con las discretas matronas de Cuyo. Andrés del Alcázar, heroico militar destinado a tener un fin lastimoso, pone una primitiva curtiembre que prepara los cueros de las haciendas sanjuaninas y de San Rafael.

Don José Ignacio Zenteno, que tan importante papel va a desempeñar más tarde, se transforma en un modesto tabernero. La taberna de Zenteno constituye luego un sitio de rendez-vous de los emigrados y junto a sus botellones se enhebran charlas, se tejen comentarios y se siente la nostalgia de la tierra chilena.

San Martín se halla poderoso por fin. Selecciona las tropas más seguras y las dota de cañones y armamento para imponer con elocuencia su autoridad. En la tarea de estrechar a Carrera lo empuja O'Higgins, a cuya vera se había constituido una especie de activo comité político.

Los partidarios del general chillanejo no se cansaban de atizar el encono del Gobernador contra el audaz jefe de la Junta. Entretanto se cambian notas puntiagudas entre ambos poderes.

Por fin, San Martín se resuelve a disolver el aduar de Carrera.

El pretexto lo da una especie de acta de los emigrados, en que solicitan la expulsión del ex Presidente de la Junta por sus actividades sediciosas y por su actitud en Chile. Se le culpa de la ruina de las armas patriotas y de la retirada desastrosa a Cuyo.

Carrera recibió una visita de San Martín. Este paso del Gobernador de Cuyo fue maquiavélico y tuvo por objetivo sondear el ambiente del campamento. Nada hizo suponer a Carrera que pronto se le iba a rodear con tropas y artillería. San Martín se mostró cortés en esta entrevista. Aún dejó traslucir la posibilidad de que se daría facilidades a los miembros de la Junta para movilizarse en dirección a la capital de la Argentina.

Cuando el general cuyano se siente seguro no da permiso a don Juan José y a don José María Benavente para partir al litoral. Antes lo había negado a Uribe, quien llevaba pensado crear ambiente a Carrera en los círculos gubernativos porteños.

Un día San Martín hace rodear de milicias el aduar de Carrera. Contaba con las fieles tropas de Alcázar y Molina, que mandaban a los chilenos adversos a don José Miguel. Secundaban a estas tropas profusas patrullas de soldados auxiliares al mando de don José Gregorio Las Heras. Las salidas del cuartel carrerino estaban amagadas por amenazadoras bocas de bronce. Las culebrinas apuntaban al aduar como índices del autoritarismo inquebrantable de San Martín.

Se dio orden a don José Miguel de que su ejército reconociera por jefe al comandante don Marcos Balcarce. Fueron muy contados los carrerinos que desertaron. La mayoría prefirió dirigirse a San Luis, para ser allí colocada bajo la disciplina de diversos batallones.

Carrera estaba desarmado. El astuto zorro cuyano había limado las garras ávidas del cóndor chileno.

Pocos días más tarde, bajo la calcinación inmensa del sol pampero, se perdían en dirección a San Luis los cuatrocientos carrerinos que permanecían fieles al vibrante caudillo. Las lágrimas se asomaron a los penetrantes ojos de don José Miguel. Comprendía, con su instinto agudo de la realidad, que su sed de mando estaba detenida por la enérgica voluntad del Gobernador de Mendoza.

Había que intentar un último esfuerzo cerca de Alvear, su compañero de empresas militares en Europa y con el que se igualaba en ambición y deseo de preponderancia.

*  *  *

Estas incidencias no envuelven a Rodríguez. Cuyo le es grata mansión y sus ardientes mujeres, las pulperías abundantes en vinos generosos y la riqueza derramada por todos sitios, alegran los días del destierro. Algunas veces visita a Gandarillas, que se ingenia en la fabricación de naipes, y conversa con Zenteno, quien se ocupa en humildes menesteres en su bodegón pintoresco. En más de una ocasión se topa con O'Higgins, cuya mirada enérgica le mete cierto cosquilleo por el cuerpo. Este hombre obeso y de pocas palabras no fue nunca del agrado del guerrillero. Estaban destinados a no entenderse. Uno era fuerza libre de la Naturaleza, el desborde rico de los ímpetus espontáneos; el otro significaba la sumisión a las normas consagradas y a las razones de estado.

Cuyo era una región agradable y sedante. El calor arreciaba en las noches y el cielo pampero parecía un toldo de fuego. Las haciendas vecinas ofrecían un refugio encantador. En las tertulias camperas, comiéndose un churrasco regado con los vinos gruesos de la zona y completados por el mate amargo de los «paisanos» se distrae muchas veces el ex-secretario de la Junta carrerina.

En su interior lo socava una decidida idea. Es preciso recorrer Chile y preparar el terreno a la invasión proyectada por San Martín.

San Martín no se da tregua en el propósito de organizar el gobierno militar de la provincia. Acumula materiales de guerra, selecciona tropas y envía arrieros de confianza a Chile con el objeto de recoger nuevas de la Reconquista. Es un hombre que posee un don prodigioso de trabajo. Como poco y acompaña sus colaciones con un par de copas de vino dulce. Despacha personalmente sus asuntos y trabaja a toda hora, salvo en la noche y en la siesta que hace en un corredor, tendido sobre las lozas encima de un cuero vacuno y una almohada.

A toda hora arriban gentes a su oficina. En su pecho ha surgido la idea ambiciosa de libertar a Chile. La obra por realizar es inmensa, pero no lo desaniman ni la falta de dinero ni de soldados ni de pertrechos de guerra.

Mendoza está situada en una pródiga región y marca ochocientos cinco metros de altura sobre el nivel del mar. La circundaban entonces ricas haciendas, viñas feraces y minas de oro y plata que ocupaban centenares de hombres. Dominaba una zona vasta en ganados, en frutas, en dones naturales y donde el azote de la guerra no había destruido la entereza de los moradores. Sus calles estaban rodeadas de olmos y álamos. Grandes acequias de recio tajo pasaban por sus calles y las plazas estaban dominadas por coloniales conventos. En sus alrededores atraían las quintas y sitios de recreo, las cañadas deleitosas y los bosques acogedores.

La prosperidad y la abundancia llenaban sus graneros, colmaban sus bodegas y animaban los sabrosos sitios de esparcimiento, los mercados y pulperías, en que los productos comarcanos enriquecían a los profusos comerciantes. Las noches eran tibias y millares de luciérnagas fosforecían en las primeras tierras de regadío, lindantes con la inacabable y monótona pampa argentina.

En tal escenario, propicio a la actividad, San Martín vence todas las dificultades que se oponen a sus generosos proyectos. Comienza por desbaratar las intrigas de Carrera, quien, desde Buenos Aires, en compañía de su amigo Alvear, trata de substituirlo en el mando por don Gregorio Pedriel. Esta noticia causa emoción indecible a los mendocinos y el militar intruso es acogido en son de hostilidad por los partidarios de San Martín. Para los cuyanos de 1815 es irreemplazable el activo general y la autoridad de sus resoluciones se completa con el consenso popular.

Mitre compara, más tarde, su ubicuidad con la del Hermes Trimegisto de los antiguos.

Se mueve de un sitio a otro, alienta a los soldados, amaña la confianza de los jefes y lleva el optimismo a los desterrados chilenos. Desde entonces data su intimidad con O'Higgins. La mirada sagaz de San Martín ha caído sobre el pundonoroso y disciplinado milita chillanejo10.

O'Higgins no tiene la ambición ni la inquietud de Carrera. Es más disciplinado y pone por sobre todo el ideal de la libertad de Chile. Con San Martín revistan los batallones, oyen las retretas y dirigen las paradas de los milicianos. Otras veces presencian atrevidas lidias de toros a que son inclinados y en las que ponen a prueba el coraje de los oficiales haciéndolos avanzar sobre las fieras enfurecidas para sopesar el valor y la resolución de los futuros reconquistadores de Chile.

Pasa el tiempo y un movimiento de hormiguero transforma a Mendoza en un vasto cuartel y en una laboriosa maestranza. Llegan las tropillas del litoral cargadas de acero, conduciendo balas y balines, barricas de pólvora y pertrechos de guerra. Los molinos trabajan para el ejército y las mujeres tejen casacas y estandartes guerreros. El padre Beltrán cambia sus hábitos franciscanos por la mezclilla del ingeniero militar.

Manuel Rodríguez redacta proclamas pomposas y desborda su estilo agudo y mordiente en invectivas contra los invasores del terruño.

Más adelante San Martín aumenta su actividad que trastorna el rumbo de la hasta ayer apacible vida cuyana. El general se multiplica; pide monturas y caballos, haciendo seleccionar los más resistentes animales y probando personalmente la calidad de los arreos. Los arrieros y carreteros de la provincia son llamados a prestar ayuda y tienen que servir gratis a la Patria. La mayoría dona voluntariamente sus aptitudes y los que se resisten, escudados en la cazurrería o en el deseo de medro, son espantados por los policiales. Un día San Martín solicita diez barriles de agua; al siguiente pide una fanega de maíz para sembrar un campito y destinar la cosecha al servicio del ejército.

Se multa a los tibios e indiferentes y busca la cooperación de los vecinos. Adivina cucamente donde se emboscan los ricos y dónde están solapándose los cazurros que quieren rehuir la responsabilidad. Una chacarera que se halla envuelta en un proceso se ve obligada a transar previo el donativo de una docena de zapallos que necesitan los soldados.

Corren los «paisanos» por la pampa camino de Buenos Aires y otros se remontan hasta San Juan. Los correos cruzan los campos y llegan a San Luis, donde coopera a su política con acierto el comandante Luis Vicente Dupuy. Don José Ignacio de La Rosa es su agente en San Juan, cuyas gentes ricas son amenazadas por el peligro de una invasión de los españoles si no aportan con generosidad su plata a la causa restauradora.

Secuestra los bienes de los godos prófugos, de los traidores y de los que no han dejado descendientes. Pone en almoneda los bienes públicos y el oro y la plata brotan como por encanto ante su genialidad.

Encuentra a los hombres idóneos y con mirada comprensiva ve en Manuel Rodríguez al emisario ideal para meterse por los campos y ciudades de Chile a sonsacar informaciones. Otro día arranca de su obscura taberna a don José Ignacio Zenteno, quien está destinado a secretario de la expedición libertadora.

Los emigrados cooperan a esta labor y reorganizan por obra de una disciplina férrea a las huestes batidas en Rancagua. Los «rotos» cuchilleros, los abasteros y campesinos, los trasplantados habitantes de la Cañadilla y Guangalí se transforman en reclutas marciales, merced al orden y a la disciplina impuesta por O'Higgins, Alcázar y Molina. Brotal los militares y las señoras les aderezan los uniformes y les bordan las banderas.

Este inmenso colmenar se concentra en el Campamento de Plumerillo, donde por un año y medio se mueven los batallones y se hacen ejercicios de tiro y cargas simuladas. Se fabrican trincheras y los bisoños milicianos se entretienen en asaltarlas, mientras otros las defienden con denuedo juvenil.

Las contribuciones se multiplican sobre los cuyanos. Se establecen cuotas mensuales y se dan facilidades de pago como en los tiempos modernos.

Se recogen los capitales a censo de manos muertas y se organizan donaciones gratuitas en especies y dinero. Los curas que protestan y los reacios a cumplir las órdenes son apostrofados con violencia.

Mientras tanto, desde Chile, Osorio ha lanzado espías a investigar el estado de ánimo de los patriotas. En un fortín de la frontera, las patrullas sorprenden a un fraile franciscano, fray Bernardo García, que abusando de su ministerio lleva escondidas comunicaciones de Osorio. Los oficiales se las sacan del forro de la capilla, donde estaban habilidosamente prendidas. San Martín hace llevar a su presencia al sacerdote y lo increpa con dureza, amenazándolo de fusilamiento. El pobre franciscano tiembla y cree llegados sus últimos instantes.

Las comunicaciones firmadas por otros espías sirvieron para que se mandaran a Chile nuevas tendenciosas dirigidas a los realistas11.

Las especies y el dinero llueven sobre la avidez de este incansable organizador, que todo lo destina a la noble empresa libertadora.

Se realizan las propiedades de las temporalidades de la provincia; se aplican los diezmos al servicio civil; se grava con un peso cada barril de vino y con dos el de aguardiente. El producto de los alcoholes se aplica al servicio militar y los aficionados a beber tienen que contribuir, contra su voluntad, a la creación del gran ejército.

Las herencias de españoles sin sucesión se declaran de utilidad pública y la percepción de la renta, destinada al fondo común, se regulariza con los impuestos de papel sellado, de ramo de pulpería y con las multas y profusos arbitrios.

Los artesanos trabajan gratis en los talleres militares y las maestranzas se encienden animadamente. Por último, se crea un gravamen de cuatro reales por cada mil pesos de capital. Es el primer impuesto general y uniforme; pero lo aceptan todos pensando en el progreso de la libertad y en el éxito del futuro plan de guerra12.

Manuel Rodríguez trabaja con la pluma y conocemos dos proclamas suyas, una del 9 de julio y otra del 10 de septiembre de 1816.

En este año San Martín ha pensado resueltamente en la necesidad de que Rodríguez, aprovechando la primavera, se instale en Chile.

La idea suya es hacer una guerra de zapa y acrecentar el descontento en el ya revuelto ambiente santiaguino y en el sur del país.

A fines de 1815, San Martín había hecho creer que Rodríguez estaba indispuesto con él. Siguiendo su táctica astuta, con el mayor sigilo guardó sus verdaderos planes. Todos creyeron que Rodríguez iba a ser confinado en San Luis. Con este efecto se hizo circular la especie de que don Manuel Rodríguez quedaba relegado en esa provincia.

Ya lo habían precedido cuatro emisarios en la guerra de zapa. Todos hablaban en Santiago de una indisposición entre San Martín y el oficial chileno don Pedro Aldunate. Esto facilitó al militar su entrada a la capital chilena, donde fue detenido, pero luego se libertó en vista de que no se le considera sospechoso. El mayor chileno Pedro A. de la Fuente y posteriormente el mayor don Diego Guzmán y el teniente don Ramón Picarte desempeñan también el peligroso papel de espías. Pero nadie va a sobrepujar a Rodríguez, que transforma su existencia en una sucesión dramática de peripecias, astucias y aventuras, que abarcan los años 1816 y 1817.

Cuando los planes de San Martín alcanzan a verse maduros y las realidades efectivas de un ejército adiestrado y compacto y de una población vibrante y patriota reemplazan al vacilador cuadro de los primeros meses de 1815, llega la hora de usar al arriesgado emisario.

San Martín y Rodríguez intiman previamente y conservan con holgura sobre sus planes futuros. El guerrillero de 1817 sentía que su existencia debía transformarse en la de un Argos. Después de calcular varios disfraces, de proveerse de unas cien onzas y de obtener libranzas de crédito para ser pagadas en Cuyo y destinadas a los servidores que utilizaría en Chile, abandona el colmenar humano del Plumerillo.

El campamento se disuelve en la distancia. El hervor de vida de Mendoza ha sido reemplazado por la abrupta montaña andina. La mula trotona se pierde pronto en los primeros contrafuertes cordilleranos, cuyas cresterías nevadas animan la pesada modorra del paisaje. Es el medio día de las cumbres. El viento comienza a soplar en ráfagas huracanadas. La luz parece luchar con estas ráfagas bramadoras que levantan polvaredas y encumbran los pedruscos. Rodríguez se pierde camino de Chile con el corazón vibrante y la mirada hundida por el sendero que culebrea entre los riscos.

Lía su cigarrillo de hoja y examina después las pistolas. Lo desfigura un disfraz adecuado y en el forro de la vestidura lleva cosidos papeles de importancia. La vida está por medio; pero no importa. Tantas veces la jugó en riñas por la Chimba o complotándose contra los gobiernos de la Patria Vieja.

La mula pega un salto; un grueso guijarro le ha pegado en la cabeza.

El viento levanta remolinos y las chispas del cigarro saltan por todos lados. Por el camino se alza una polvareda y pasa un arriero. Cambia unas palabras con el emisario de San Martín:

-Buena suerte le dé Dios, hermano.

-Buena suerte le dé a usted.

Y ambas cabalgaduras se distancian en una zona abrupta, en medio de un paisaje espléndido y bajo el pálido sol de otoño.

Queda lejos el hervor de Cuyo con su vida poderosa y el épico aliento de San Martín. Del otro lado, pasando El Planchón, está Chile, donde una política atrabiliaria y despótica extrema las medidas de rigor contra los patriotas.

Rodríguez arriba a la provincia de Colchagua y burla la vigilancia de las patrullas españolas. Por la noche aloja en una cabaña campesina y dos días después lo aguarda el corazón del valle central con sus verdes haciendas y sus acogedores bosquecillos y lomajes.




ArribaAbajoCapítulo VI

Rodríguez respira con satisfacción al cruzar las vastas haciendas del valle central. El aire de la patria lo serena y con facilidad consigue una bestia para acercarse a San Fernando, centro de sus futuras empresas. Cabalga en un brioso alazán, vestido de huaso y cubriendo sus papeles y el dinero con un amplio poncho. El camino se hace ligero, las dificultades se le allanan, el paisaje lo reconforta.

Chile estaba convulsionado sordamente por los atropellos del español. Todas las capas populares, desde los inquilinos de los fundos hasta los servidores de la ciudad, miraban con odio y miedo a los godos. Las medidas de represión del nuevo gobierno reemplazaban a la relativa suavidad de Osorio.

Don Mariano de Osorio había entregado el mando a Marcó del Pont el 26 de diciembre de 1815 y se hallaba por esta época en Valparaíso esperando un navío que lo condujera al Perú. Osorio había sido un gobernante conciliador si se le compara con don Francisco Casimiro Marcó del Pont. Osorio era un hombre relativamente jovial, amigo de las bromas, que ponía notas en verso en los documentos donde extiende sus resoluciones y que se entretiene jugando a la pelota en un frontón vecino a su palacio. Osorio pasaba por la oración al convento de los dominicos donde se atiborra de rezos y novenas, en compañía de sus familiares. Lo seguía siempre un negro, especie de bufón áulico que llevaba los recados y chismorreos de los portales y tertulias, los regalos de las señoras beatas y los saludos floridos de los chapetones13.

Osorio por un año había gobernado al manso Chile, sometido por los rudos Talaveras y puesto en trance de guerra por la reconquista.

Don Francisco Casimiro era todo lo contrario a don Mariano. Bajo su exterior cortesano y almibarado se escondía un alma dura y un deseo de mando y ostentación que lo exhibía como un sátrapa. Lo precede el lujo y el boato, la elegancia y el señorío. A su paso se inclinan los oidores y los soldados sienten un escalofrío de respeto. La Gaceta del Rey lo llama «el girasol del monarca». Toda la tierra chilena está cruzada por los propios que llevan ordenes demandando tributos y solicitando ayuda para afianzar el poderío del rey de España. Los Talaveras cruzan el valle central y husmean por las haciendas sospechosas, las cabalgaduras son detenidas, los correos registrados, los pueblos tiemblan bajo el redoble de sus tambores.

Los curicanos han supuesto que los Talaveras son originarios de ignotas y lejanas regiones del globo y que llevan una cola de hueso enroscada al modo de la que tiene el quirquincho. Las gentes supersticiosas les atribuyen un origen diverso al de los demás mortales y se corre la conseja de que comen culebras, sapos y ranas.

Un contemporáneo los describe del modo siguiente:

«Montados a caballo, se encorvan hacia adelante, y estando de a pie, la rara vez que ocupan un asiento, guardan la misma posición inclinada, lo que ha corroborado la especie de tener el apéndice trasero e inflexible además. Son blancos, de larga y espesa barba de aire adusto y de tono imperioso en sus palabras, siempre incultas y groseras, habiendo no pocos de caras patibularias».



Muchos habían salido de los presidios de Ceuta y arrastraban a Chile odios y resentimientos tenebrosos. A su contacto con la gente primitiva y timorata de Santiago y de los pueblos del sur, abusaban de las mujeres y extendían con resolución su fama de energía con actos cerriles y atrabiliarios.

Por esta época se ordena que todos los ciudadanos realistas lleven una escarapela que signifique la adhesión al régimen. Ella consistía en un pedazo de paño encarnado en forma de estrellita o rodaja de espuela. Los pobres de los campos la pedían prestada a los vecinos pudientes cuando tenían que ir al pueblo.

Los Talaveras estaban capitaneados por un antiguo fraile, que botó las sotanas en Zaragoza y se metió a militar. Don Vicente San Bruno era pálido y de mirada penetrante. Su afeitado rostro tenía cierta expresión monacal. Sombrío y adusto, San Bruno trataba a los patriotas con mal disimulada furia. Toda su actuación se enderezaba al aplastamiento de estos «rotos rebeldes». Su paso resonaba en el silencio nocturno de Santiago como el de un carcelero familiar. En su presencia todos se achicaban y el miedo pintaba los rostros.

Los Talaveras seguían ciegamente a su jefe, cuyos retintos mechones semejaban colas de diablo en la imaginación de los criollos.

Las exacciones y los despojos abrumaban a los habitantes de la ciudad y del campo. Los pañuelitos mejores de las campesinas, las caravanas y los anillos eran robados por la soldadesca brutal.

El carpintero Adriano Corvalán relata más tarde, un diálogo trabado entre las curicanas niñas Leiva y uno de los Talaveras:

-¡Escuche, paisana! Tréigase una candela.

-¿Qué cosa, señor, una candela o un candelero?

-¡Caray! ¡Un demonio! ¡Candela!, ¡candela!

El soldado muestra un cigarrillo y lanza castizas interjecciones.

Una de las acoquinadas mujeres pasa el fuego con expresión despavorida, y el español le dice entonces:

-Agora, ¿tienen ostées gayinas a vendé?

-No se merecen, señor.

-¡Ah, jembras de caracho! ¿Cun que no merecimos comé gayinas?

-Por Dios, señor, no hablamos de eso. Aquí no se merece ni unita, ni para un remedio».

Los Talaveras se enfurecen al oír la negativa dada al jefe y prorrumpen en blasfemias.

-No estamos podridos ni enfermos, ¡voto a Cristo!, y dernos ostedes gayinas como buenos y sanos, se insorgentes!

Mientras tanto husmean en el huerto de las Leiva, de donde sale un perrillo que ladra con rabia a los tremendos soldadotes. En un segundo el animal es acallado a bayonetazos, mientras los maturrangos se convencen de la imposibilidad de encontrar las aves.

Escenas semejantes tienen abrumado al valle central, mientras Rodríguez trota camino de Los Rastrojos, a casa de su conocido José Eulogio Celis.

Marcó del Pont ha llenado de patrullas la provincia de Colchagua y en una de estas exploraciones se topan con el guerrillero. Rodríguez se halla con Celis concertando un plan de aprovisionamiento con el fin de armar a los posibles insurgentes de la provincia.

Un trote de cabalgaduras hace ladrar a los perros y desazona a las mujeres de la casa que están de escuchas. Rodríguez, con agilidad de gamo, se mete a un cepo que tiene Celis por su calidad de juez de subdelegación para castigo de los borrachos. En un instante ha adquirido su rostro la expresión de un curado que duerme la mona. Celis se da cuenta de la figura y los soldados ya amagan el campito del patriota:

-Buenos días le dé Dios a sus mercedes.

-Buenos días -contestan los españoles, mientras se desmontan entre ruido de espadas y tercerolas.

-¿No ha visto por aquí a un hombre de a caballo que llevaba cara de escapado?

-Por allasito pasó -contesta Celis señalando un sendero, mientras su rostro impenetrable de campesino disimula toda emoción.

Los soldados registran la casa y se detienen junto al cepo con cierta sorpresa.

-¿Qué hace aquí este hombre? -dice el jefe de la patrulla, mientras sus ojos examinan la cara de Rodríguez.

-Es un curao impenitente, señor, y además es un tenorio muy fregao, que no eja tranquilo a ninguna de las chinas de la hacienda.

Los soldados dan unos puntapiés a Rodríguez y el oficial, con una sonrisa, aconseja a Celis que no cargue mucho la mano a los enamorados.

Su rostro contempla a una de las «chinas» que le sirve un «gloriado» y pocos minutos después los soldados españoles se pierden hacia otro sitio, entre ladridos de perros y sonaja de sables.

Rodríguez expresa sus proyectos a Celis y le da recados para el patriota Juan Godomar, de San Fernando. En pocas horas ha escrito varias cartas y las onzas de San Martín tienen la virtud de multiplicar emisarios y chasques.

Por la noche, el guerrillero se dirige a la ciudad, donde sus conocidos tienen noticias de su arribo. En el pueblo hay muchos patriotas emboscados y el dinero ha hecho brotar las facilidades de correspondencia. Colchagua está amagada de noticias de la «otra banda» y la esperanza agita los corazones de los insurgentes. Godomar es hombre diablo y tiene conocidos arrieros en el paso del Planchón. Sus mulas son de primer orden y sus mensajeros se deslizan hacia Curicó, como relámpagos. Desde Rancagua llegan letritas con cifras que ha extendido San Martín cuidadosamente. Otros emisarios galopan hacia la capital, se esconden en las posadas y sonsacan nuevas a los soldados peninsulares. El alcohol suelta las lenguas. Entre sorbos de cazuela y copas de picante vinillo, los godos desembuchan las ocultas instrucciones de Marcó.

Por la noche, los cerros se animan con misteriosos emisarios. Una fogata lejana parece indicar algo con la telegrafía de sus señales flamígeras, y otra responde a la distancia. Sombras obscuras se deslizan por las sierras y los ríos no presentan obstáculo a los enviados. Rodríguez está con Colchagua y la red de sus emisarios se teje por todo el valle central. Ya se ha entrado en tratos con el famoso bandido Neira.

José Miguel Neira ha sido ovejero durante su juventud, en la hacienda de Cumpeo y desde muy temprana edad manifiesta afición por las correrías. El famoso bandido «El Cenizo» lo adoctrina en los salteos y juntos agazapados en los cerrillos de Teno, abalean a los viandantes, saltan sobre las caravanas que acompañan los carabineros reales y hacen temblar las haciendas de Curicó y de Colchagua. Toda la rica zona comprendida entre el poético río Maule y su puerto fluvial llamado Perales, en los aledaños de Talca, hasta el río Cachapoal son tierras que azotan los bandoleros. Los hacendados realistas padecen sus asaltos y los carabineros destacados por Marcó se ven en duros aprietos para contener tantos desmanes. El capitán Magallar les teme y cada vez que uno de los montoneros cae en su poder, el fusilamiento lo espera como recompensa única de sus osadías. Cuando cae Santos Tapia, uno de los leales de Neira, le cortan la cabeza, después de matarle a tiros, y los cerrillos de Teno, escenario de sus depredaciones, se animan con un espectáculo macabro. La cabeza de Tapia metida en una jaula de hierro y medio comida por los jotes que describen obscuros círculos en torno, servirá de escarmiento a los enemigos del rey.

Pero Neira no se amedrenta. Luego de intimar con Rodríguez obedece las instrucciones de éste y se abalanza sobre los correos, saca los dineros y amaga los estancos. Las viejas se santiguan a su paso y su caballo es ya familiar a todos los campesinos. Nadie se atreve a denunciarlo por miedo a su choco y a su corvo. Neira se bate por todos los caminos y se siente transformado y ufano con el uniforme de oficial galoneado y vistoso, que le mandó de regalo San Martín por intermedio de Manuel Rodríguez.

El propio general, desde Mendoza, se dirige al montonero en documentos llenos de simpatía. En una carta fechada el 3 de diciembre de 1816 le dice:

«Mi estimado Neira:

Sé con gusto que Ud. está trabajando bien. Siga así y Chile es libre de los maturrangos. Dentro de poco tendrá el gusto de verlo su paisano y amigo. -José de San Martín».



Neira galopa ufano con tales noticias, llena su bolsa de los pesos sacados a los españoles que solicitan óbolos para la apurada caja del rey.

Marcó lo califica de «indecente insurgente» y su cabeza se cotiza en mil pesos; pero nadie osa entregarlo. Los hacendados patriotas, inmunizados ahora, lo ayudan con plata y con remudas de caballos. Prefieren estar bien con él por lo que puede acontecer en el porvenir. «Es mejor hallarse bien con Neira. Es un 'niño' muy atrevido», dicen los astutos huasos de Colchagua, mientras los milicianos de Quintanilla revientan los caballos entre los bosques de quillayes, peumos y espinos de Los Rastrojos y en los quiebras de los montes amagados por las guerrillas.

Los hacendados don Manuel Palacios, don Feliciano Silva, el joven Villota, que frisa en los treinta años, y don Pedro José Maturana, dueño de la heredad de La Teja, en el valle de Talcatehue, secundan con generosidad a los insurgentes. Maturana, en su testamento, declara años después haber gastado cuarenta mil pesos de su bolsillo en afianzar a la Patria y «en servir al señor San Martín».

La impunidad rodea los actos de los montoneros; pero muchos van cayendo entre los balazos de los soldados españoles o entregados por un delator.

Las escarpias se levantan como índices sanguinolentos en los cerrillos y en las rutas que desembocan a Curicó y a San Fernando. Los asustados arrieros, al pasar, se quedan mirando esas cabezas picoteadas y escarmentadas, mientras se santiguan con supersticioso ademán.

Los buitres y los jotes coronan con sus violentos aletazos estas macabras aguas fuertes de la Patria Vieja. Pero el miedo no abate a Rodríguez ni a Neira, que llevan más al norte sus amenazas.

La actividad de Rodríguez entre los meses comprendidos desde marzo de 1816 hasta las vísperas de la batalla de Chacabuco, en el año siguiente, resulta imponderable. Amaga todas las provincias centrales con su audacia inextinguible en recursos y pulsa a los futuros montoneros que obedecen al huaso Neira14.

La entrevista con Neira decidió el porvenir de Rodríguez. Ya no sólo iba a ser un agente que se metía en los contrafuertes cordilleranos en busca de las cargas de armas y de los emisarios de San Martín, sino un capitán, fecundo en proyectos militares.

Toda la preocupación de Rodríguez es llegar a la capital, donde cuenta con recursos y amigos. Los cordones de las bolsas patriotas se aflojan y nadie se niega a desconocer las libranzas de San Martín. Brota el oro y se convierte en mulas, caballos, pistolas, sobornos y regalos a las mujeres. Estas lo ayudan mucho y reciben el elogio suyo en las cartas que envía, con fieles correos al otro lado de Los Andes.

El dinero es el nervio de su actividad. Sin éste no se puede mover un cabello y San Martín lo aprecia lo mismo que el guerrillero. En una carta dirigida a San Martín, Rodríguez dice:

«Ya que tratamos de gastos escribiré algo de los míos, no me haga odiosos mis trabajos y mis riesgos del único modo que puede desconfiando. Me pongo cotón de balde y también como las más veces, de balde me lavan las camisas, etc., etc. Sin embargo, de esta economía he dado al través con veinte onzas de mis recursos particulares y estoy empeñado en algunas pequeñeces. Pero aseguro a usted por mi honra que no hay un derrame personal y que sólo he botado tres onzas por aprontarme un encuentro agradable y 80 pesos que me costaron unas pistolas y un sable en el tiempo de mis apuros por armas»15.



Había que sonsacar muchas nuevas y bucear en los corrillos del gobernador.

En la capital se paseaba Marcó entre el estupor de los criollos por sus callejas descuidadas y mal olientes, que adereza del mejor modo posible para que pueda rodar por ellas su pomposísima carroza, luciendo sus capas bejaranas, sus encajes y uniformes bordados.

Marcó es recibido con muestras grandes de veneración por los adictos incondicionales al rey. Le hacen tertulia don Prudencio Lazcano, adusto partidario del rigor con los criollos no obstante su nacimiento americano, el obispo Rodríguez Zorrilla, inteligente colaborador de la Reconquista, el oidor José de Santiago Concha, y el militar Campillo, ascendido con rapidez por el Capitán General, el secretario de gobierno don Judas Tadeo Reyes y el asesor don Juan Francisco Meneses16.

Un día y otro transcurren en el pesado ambiente santiaguino y el rigor de la dominación española no se afloja. Se levanta una sombría horca en la Plaza de Armas y los oficiales chilenos que encumbró y sostuvo Osorio son botados por Marcó. Todas las plazas de confianza deben ocuparse por españoles seguros. A los criollos los llama el Gobernador hostias sin consagrar.

Sobre la tertulia de Marcó, Rodríguez expresa curiosas opiniones a San Martín:

«Intimidad de Marcó con su compadre Campillo, con Beltrán y Xavier Ríos. Éste ha sufrido algunos desaires. Su señoría maricona prefiere a todo negocio y a todo amigo una..., a no ser asuntos de... que lo bota enfermo».



Otras veces pinta el recelo de algunos tímidos:

«El mundo tiene miedo de verme y aún de haberme conocido».



No todos están seguros de la vida y los timoratos creen comprometerse cuando este fantasma, vestido de roto o de sacerdote, les hace señales y se da a reconocer. Más de algún cobarde vacila, pero nadie se atreve a delatarlo. El miedo acalla a algunos y el dinero corrompe a otros. Los espías de Marcó ni el propio San Bruno dan con el vagabundo impenitente, que tan pronto se ha metido en las narices del Gobernador como galopa por los campos colchagüinos en demanda de recursos y encendiendo el fuego de la insurrección.

Rodríguez es socarrón y se desalienta un poco de sus paisanos:

«Los chilenos son tan desconfiados como los tontos -dice en otra carta-, y para creer han de oír, ver, oler, gustar y palpar».



Por este tiempo algunos dan a entender que Villota, uno de los patriotas estimados seguros por Rodríguez, ha entrado en tratos con Marcó. Rodríguez, al momento se pone en campaña y obtiene la seguridad de que no es engañado. Las mujeres, sus permanentes aliadas, lo ayudan esta vez como en tantas ocasiones:

«Es falso el conducto por quien aseguré a Ud. (dice a San Martín) correspondencia de Villota con Marcó. Aquel y su compañero por quienes escribí en competencia de que he dado noticias están con nosotros, gracias al ron y a una excelente moza».



Los Talaveras se ejercitan bélicamente y Santiago es un campamento bullidor de actividad. Marcó teme la invasión de San Martín y sus consejeros le indican la conveniencia de fortificar la capital.

Manuel Rodríguez se pone al habla con un ingeniero, ve los planos de las fortalezas que se harán en el Santa Lucía; pero no puede obtener un ejemplar o copia de ellos. Sin embargo, noticia a San Martín con mucha prolijidad sobre el avance de los trabajos del cerro17.

Un día se desliza vestido de roto hasta el sitio por donde avanza el fachendoso Capitán General en su historiado carruaje. El coche rutila cubierto de vidrieras y sus asientos interiores se ablandan con ricos tapices y mullidos cojines cubiertos de seda y brocados. Marcó saluda a los funcionarios y se sume en el incienso de la adulación, mientras un artesano que se saca humildemente el bonete, le abre con aspecto sumiso y admirado la dorada y suntuosa portezuela.

El enjoyado magnate salta a tierra y lanza con desprendimiento una moneda de plata al obsequioso desharrapado. Rodríguez había visto con sus propios ojos a su señoría maricona. Marcó usaba perfume de benjuí, pañuelos bordados, casacas vistosas, espadines repujados, y trajo en la fragata «Javiera» veintitrés baúles forrados con esteras o felpudos de esparto. En febrero de 1816 recibió de España profusos objetos de lujo y sus ajuares ocupan cincuenta y nueve grandes cajones.

El desprestigio del régimen cundía. En las noches, Santiago era sobresaltado por riñas lejanas y los serenos caían aplastados por la turba soliviantada. Rodríguez se metía, vestido de roto cañadillano, en todas las chinganas y de ahí surgían las chispas encendedoras de los motines. Ningún Talavera podía transitar tranquilo por los barrios apartados y en varias ocasiones se enzarzaban en pendencias de que salen mal parados. Los corvos filudos y los garrotazos tumbaban a los orgullosos sustentadores de la opresión.

Pobladas de rostro bronceado, chusmas desarrapadas y encendidas con el alcohol, corren por los barrios gritando: «¡Viva la Panchita! ¡Abajo los godos!»

El miedo hacía huir a los serenos y al rato las patrullas dispersaban a los amotinados. Más de una vez, su señoría despertó nerviosa en la mullida cama, envuelto en sábanas de hilo y holandas, mientras a lo lejos los gritos de «¡Arriba la Patria!», subrayaban de inquietud las profundas noches de la sumisión18.

La horca era un símbolo cerca del palacio. Las mujeres del pueblo la miraban con terror al pasar para misa y los negritos del servicio cuchicheaban sobre las cosas raras que ocurrían. Todo 1816 es para Santiago un año cargado de emociones y de escenas tumultuosas que no aplasta el rigor ni la fuerza del realismo. Un espía expresa gráficamente tal impresión en una carta a San Martín, diciendo que en la capital «la plebe dice públicamente que la patria está preñada y que no tardará en parir».

El tribunal de vigilancia funciona activamente y se reciben los denuncios contra los desconsolados partidarios de la Independencia. San Bruno aguza su mirada aquilina y descubre procedimientos vejatorios que adentren la humillación en los pobres criollos. Marcó expresa su pensamiento de gobierno sobre los chilenos diciendo: «No he de dejarles siquiera lágrimas que llorar».

Una vez se le propone para un cargo al Marqués de Larraín. «Me comieran los españoles si nombrara un americano», contesta el rutilante sátrapa, cuyos títulos llenan una página por los largos y caracoleados: don Francisco Casimiro Marcó del Pont, Ángel Díaz y Méndez, Caballero de la Orden de Santiago, de la Real y Militar de San Hermenegildo, de la Flor de Lis, Maestrante de la Real de Ronda, Benemérito de la Patria en Grado Heroico y Eminente, Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos, Superior Gobernador General, Presidente de la Real Audiencia, Superintendente, Subdelegado del General de Real Hacienda y del de Correos, Postas y Estafetas, Vice Patrono en este Reino de Chile, etc., etc.

La vanidad y el engolamiento son sus características dominantes. Es femenino en su trato y el tibio ambiente de la cortesanía lo envuelve como oleosa muestra de la bajeza de sus familiares.

Don Juan Francisco Meneses, odiado por haber sido confidente de García Carrasco, es uno de sus inspiradores en competencia con el opulento comerciante Chopitea. Juntos comen en palacio, juntos se menequetean en la calesa con soniquete, juntos se distraen en las recepciones monótonas de la Universidad y en las fiestas religiosa que preocupan a la capital.

La arrogante insolencia de los opresores persigue a las criollas de ojos profundos y de trenzas negras. Una dama pasa un día frente al ferrado cuartel de los Talaveras y un andaluz atrevido le dice: «No te tragara el diablo y viniera a vomitarte a mi cama».

Los caballeros sospechosos, los jóvenes y hasta las señoras son abrumados con persecuciones y ofensas humilladoras.

Los presos eran paseados con una vela en la mano y los pantalones bajo los tobillos y allí se les ataba con una cuerda o pañuelo a modo de grillete. Así se evitaba que huyeran por las calles, sobre todo en las lóbregas noches santiaguinas que provocaron el famoso dicho: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo».

La Gaceta, entre tanto, fomenta el adulo sistemático. A Marcó lo estima un hombre afable y cortés «con semblante tan amable, con ojos tan soberanamente atractivos, que ningún corazón puede resistirse a los impulsos de amarle».

Nunca se vieron sombreros más bordados ni casacas más galoneadas que las del Gobernador. Los viejos recordaban los rumbosos días de Cano de Aponte en el coloniaje; pero muchos petimetres estiman que de la carroza de don Francisco Casimiro sale un perfume verbenero de Madrid sobre este obscuro arrabal del globo.

El corso de Brown inmovilizaba las naves españolas en los puertos y su señoría se enojaba por no recibir puntualmente su correspondencia y encargos de la villa del oso y el madroño. Tampoco llegaban tropas del Perú y sus lastimosas cartas se detenían largas semanas en las fragatas y los pataches de Su Majestad. Por otra parte, su digestión de célibe se turbaba con malas noticias. Hasta en los claustros se asaetea la delicada estampa como insurgente y en el escondite de su celda fabricaba copias de los papelones que le dejaba Manuel Rodríguez19.

*  *  *

Marcó trata de adormecer a los criollos con fiestas en que se propaga la bondad del sistema monárquico. Gran parte de los señorones de la capital se dan vuelta y abruman al gobernador con adulos y sumisiones. Marcó es propenso a estas muestras de cortesanía y trasciende satisfacción por toda su persona. Los saraos se suceden y los besamanos y las recepciones deslumbran a la nobleza y señorío de la capital. Rodríguez, entretanto, pega su oído a todas estas manifestaciones y padece ante la abyección de los compatriotas. La clase alta no es de su agrado y tiene menos esperanzas puestas en ella que en el bajo pueblo. Escribe a San Martín:

«Es muy despreciable el primer rango de Chile. Yo sólo lo trato por oír novedades y para calificar al individuo sus cualidades exclusivas para el gobierno. Cada caballero se considera el único capaz de mandar. No quiero junta por no dividir el trono. Pero lo célebre es que en medio de esta ansia tarasca se llevan con la boca abierta esperando del cielo el ángel de la unión. Muy melancólicamente informará de Chile cualquiera que lo observe por sus condes y marqueses. Más la plebe es de obra y está por la libertad con muchos empleados y militares».



No todos son fieles y a muchos hay que ganarlos por el dinero. En los círculos realistas causa mucho contento la abjuración de un patriota de las principales familias. La Gaceta del Rey del 26 de marzo de 1816 da cuenta de la palinodia de don José Antonio Valdés y Huidobro, capitán de milicias20.

En el teatro restaurado se representan tibias comedias e insulsas mojigangas moralizadoras. Marcó asiste con el oidor Lazcano, con el inseparable Pozo y con dos o tres familiares. Las piezas de la época, que representan Nicolás Brito y Josefa Morales, como primeras figuras, son La virtud triunfante de la más negra traición y Los locos de mayor marca.

Es probable que desde la cazuela o galería, un roto contemplase a don Casimiro con sonrisa astuta y madurando nuevos proyectos.

La desmoralización se introduce entre los españoles por milagro de las noticias falsas y el ánimo de los republicanos se enciende con los ejemplares de las gacetas patriotas de Buenos Aires, que esparce en copias el incansable Rodríguez.

Sus vastos recursos cada día se enriquecen con aportes sacados de la imaginación inagotable. Usa varios pseudónimos en las cartas a San Martín y debido a ello no se le descubre. El Alemán, Chancaca, Kipper, El Español y Chispa son sus nombres de guerra más conocidos; pero usa otros en sus relaciones directas con los chilenos. Un día se mete en la Recolección Franciscana de la capital y de ahí sale transformado en un piadoso y humilde lego, que es saludado por los Talaveras y se mezcla en los corrillos averiguando noticias del «corso» de Brown que inquieta a Marcó, o de la salud de su señoría el Gobernador. Tan pronto es un fraile como un borracho; tan presto es un peón, con el cigarro de hoja entre los labios, como se transforma en un hacendado de San Fernando que averigua el precio del trigo o charla con un oficial de Talaveras sobre temas de actualidad. Deja perder informaciones redactadas de un modo destinado a desorientar a los españoles y propaga rumores tendenciosos.

Su compañero de correrías, Juan Pablo Ramírez, usa el nombre de guerra de Astete. Entre Astete y El Chispa no hay secreto que no pierda su sigilo ni oculta noticia que no divulguen en alas de los arrieros que trotan hacia Cuyo. Rodríguez es el diablo cojuelo que se mete por los hogares santiaguinos y con su picardía natural sondea en los mentideros y tertulias. Su correspondencia con San Martín revela muchas de sus ideas y todas aparecen envueltas en un tono burlesco y sarcástico21.

La acumulación de soldados en Santiago ha hecho muy intensa la vida de los burdeles y existe una rabiosa demanda de mujeres. Las chinas y cantoneras suben de doscientas.

Esto favorece el cultivo de las enfermedades de carácter venéreo y es probable que de ese tiempo date la primera epidemia de sífilis, cuyo progreso es tremendo por el estado precario de la profilaxis.

Con tal motivo escribe a San Martín:

«El enemigo tiene tanta tropa enferma, que Grajales ha pedido se voten las putas para evitar una epidemia general en los soldados».



Pozo y Lazcano son saetados en otra misiva:

«Son los directores íntimos de Marcó -dice- y opinan como los peones demonios. Marcó... un cazoleta, a nadie visita por orden de su rey. Piden que lo vean aunque no puede corresponder. Pasea las calles movido en su coche».



Sus amigas lo informan de lo que pasa en las casonas de los godos.

Probablemente enamora a las criadas y obtiene así noticias de Casa Lazcano y de lo que piensan los canónigos realistas don Domingo Antonio Izquierdo, hombre falso, que se pasó a los españoles para disimular su anterior adhesión a la Patria, y don José Ignacio Infante, monárquico exaltado.

En el plan de San Martín había un aspecto muy interesante: hacer creer a los realistas que su expedición contra Chile iba a caer sobre las provincias del sur. Por esto, Marcó hizo enviar fuertes patrullas a los boquetes de esas regiones, lo que distrajo muchas tropas de la guarnición de Santiago.

Colchagua era foco de tumultos y de agresiones a los realistas. El guerrillero se mueve por sus campos y aloja en diversas partes. Llega hasta Teno y habla con Villota; despacha a Godomar desde Los Rastrojos; y se mete por las calles de San Fernando con modestas vestiduras de arriero, mientras la gendarmería realista empieza a buscarlo por lejanos sitios.

Rodríguez ha transformado su vida; pero llega también a pensar en el reposo.

En una carta a San Martín, escrita el 28 de noviembre de 1816, le dice:

«Reducido Chile necesito descanso y no quiero más vida pública».



Lo preocupa la suerte de su padre, que sirve un puesto fiscal y es objeto de persecuciones y de molestias. También piensa en su vida tan intranquila y en el porvenir incierto. Habla de su futuro y da a entender a San Martín que todos sus esfuerzos serían compensados con la secretaría del ejército u otro sitio en la burocracia.

También suele desazonarlo este constante peligro, en cuya provocación recibe extraña embriaguez; pero cuyas complicaciones suelen cansarlo. Dice en una de sus cartas al general San Martín:

«A costa de mi pellejo me mantengo a la vista y muy vendido».



Otras veces solicita con furor que se le remitan objetos para sus amigas y chucherías destinadas a ganarlas:

«Mándeme carabanitas, pañuelos de seda para cubrir pechos, y otras droguillas de esta clase, muy bonitas y muy binas».



Las mujeres son el leit motiv de toda su vida y en el inconstante juego de sus amores no las olvida. De ellas expresa lo siguiente en una de sus más elocuentes cartas:

«Aunque la generalidad de la gente es sin sistema, sin constancias ni resortes, cada mujer de las escogidas vale por todos los hombres juntos».



Un sello con que marca sus misivas al jefe del ejército de Los Andes es el regalo de una criolla:

«El de ese modelo que acompaño -dice- será mi sello. Me lo regaló la mejor chilena y de la casa más sacrificada. Así se halla tu patria -me dijo-, y así me hallo yo».



En sus métodos de correspondencia utiliza las más originales designaciones. Junto con otros corresponsales de los patriotas, emplea una clave misteriosa. Así lluvias, significaba expedición; nueces, soldados de infantería; pasas, soldados de caballería; uvas, soldados de artillería, higos, victorias peruanas; papas, pérdida de los españoles; tabaco, probable protección de los ingleses, etc.

Con estas claves y moviendo a todos en su empresa agitadora, el avance de la libertad es un hecho y la esperanza se oculta silenciosa en los corazones criollos.

Las armas entran por la cordillera y los dineros y pistolas están circulando ya. Mucho se dilata este momento que todos esperan; pero rápido y eficaz será el resultado de su próxima acción.

José Eulogio Celis y Godomar están en tratos con Paulino Salas, maulino viejo y cazurro, y con Bartolo Araos. Salas es llamado «El Cenizo» por la participación que tuvo en un crimen cometido en la calle de ese nombre en la capital. En sus brazos meció a Neira y sus comunes experiencias están salpicadas de crímenes y de latrocinios.

José Miguel Neira es uno de los salteadores más temibles del valle central. Su noviciado lo hizo junto al célebre Cenizo; pero con el tiempo lo sobrepuja en resolución y bravura.

Con toda esa gente tiene que entenderse Rodríguez. Más al sur hay un rico hacendado patriota, que acaudilla numerosos huasos ladinos y domina el estratégico sitio de Los Cerrillos de Teno, cuna de los salteadores más atrevidos del cuatrerismo tradicional.

Don Feliciano Silva, astuto agricultor de San Fernando, es otro de los patriotas que ayudan a Rodríguez. Un día es un caballo, al siguiente un mensajero fiel, en otra oportunidad el escondite adecuado.

El incendio de la libertad se extiende por los campos y villas de Chile. Marcó, entretanto, da tumbos en su carroza con vitrales y escribe a sus hermanos de España solicitando nuevas condecoraciones y la gran cruz de Isabel la Católica.

El estado de las clases sociales es muy decidor. La nobleza de la capital se está pasando al rey.

Manuel Rodríguez compendia su impresión sobre los estamentos del país en estas significativas líneas:

«La gente media es el peor de los cuatro enemigos que necesitamos combatir. Ella es torpe, vil, sin sistema, sin valor, sin educación y llena de la pillería más negra. De todo quieren hacer comercio, en todo han de encontrar un logro inmediato y sino adiós promesas, adiós fe; nada hay seguro en su poder; nada secreto. La borrachera y facilidad de lengua que tachan gradualmente la plebe y a las castas, nos impiden formar planes con ellos y aprovechar sus excelentes calidades en lo demás. Pero son de obra, están bastante resueltos y las castas principalmente tienen sistema por razón y echan menos la libertad; todos los artesanos desesperan, faltos de quehacer en sus oficios. La nobleza es tan inútil y mala como el estado medio, pero llena de buena fe y de reserva hacia el enemigo común; más tímida y falta de aquella indecente pillería, no le encuentro otro resorte que presentarle diez mil hombres a su favor, cuando no tengan tres en contra».



Y agrega aún:

«El español es nuestro menor y más débil enemigo. Está generalmente aborrecido en los pueblos; su oficialidad y tropa sin honor ni sistema. Sólo se envidian; sólo falta quien los compre. Los Talaveras y Chilotes (soldados) son los únicos que consideran su rey. Aquellos no pasan de cien y estos que por falta de ilustraciones adoran la fantasma más despreciable, son tan miserables y tan sin genio, que por dos reales atienden la lección más libre y la buscan al día siguiente porque se repita la limosna; son esclavos que harán lo que mande el amo que mande».



Y termina con esta sentencia elocuentísima:

«A Chile no le encuentro más remedio que el palo».



San Martín recibía así constantes noticias por los boquetes de la cordillera y Justo Estay, su fiel amigo aconcagüino, en más de una oportunidad saca las nuevas de Chile, disimulando la condición de espía bajo el impenetrable rostro cobrizo y el chupallón del arriero.

Las noticias que llegan del sur desazonan a Marcó y las ordenes salen de palacio con toda nerviosidad. Las patrullas confiscan caballos y los mandatos de requisamiento se reiteran con vehemencia.

Marcó cuenta con Morgado y San Bruno, que extreman la vigilancia.

Ya se conoce en todo Santiago la presencia del ex secretario de la Junta y su cabeza es puesta a precio. Un día, en plena primavera, se deja caer una lluvia sobre Santiago. Rodríguez toma el papel y anota estas reflexiones, que van destinadas a San Martín:

«El domingo 17 se traspuso aquí el temperamento de Mendoza. Pasó una nube que en varias partes del reino hizo llover tres horas bajo un sol luciente y con bastante calor. Yo la tuve por la embajada de usted, como la columna que precedía a los judíos».



Entre multas, prisiones y medidas draconianas se empieza a hundir el efímero período de la Reconquista. Los santiaguinos se la tienen jurada a San Bruno y Marcó se agita en medio de intranquilos sueños. Por los barrios estallan los tumultos y el roterío cada vez se alza más contra sus opresores.

En el sur, Neira tiene en un puño la provincia de Colchagua y Villota ha regresado de Mendoza, a donde tuvo que huir de los carabineros que lo perseguían por los cerrillos y por los bosques de quillayes. Los arrieros que pasan por Rancagua sin pasaporte son multados con dos patacones.

Las viejas cambian augurios y las comadres comentan los reiterados allanamientos hechos a los franciscanos. Todo el país trepida en una actividad febril, que asume caracteres variados y contradictorios desde la tiniebla de los conciliábulos nocturnos hasta el grito subversivo lanzado en las bocacalles de la Cañadilla o de Guangalí. Eran los signos que preceden a las tormentas.




ArribaAbajoCapítulo VII

Rodríguez, en los comienzos de 1817, se aproxima a Santiago. Comprende, con criterio muy acertado, que la guerra debe ser llevada hasta las puertas de la capital. Los españoles le dan para vivir y se transforma en un pintoresco salteador que come de lo que le produce sus audacia. Escribe a San Martín sobre tal aspecto de su vida:

«Empéñese usted por el efecto de mis insinuaciones sobre plata. Mire que de salteos y del muy escaso producido del limosnear más grosero, me mantengo apenas, y mire usted que la plata nos hace falta principal».



Con ojo de experto psicólogo piensa dar un golpe contra Melipilla. En el período llamado De las pascuas, que guardan escrupulosamente los católicos españoles, tal plan podía surtir un efecto seguro. Todos los hacendados suspendían las faenas en el tiempo comprendido entre el nacimiento del Señor y la Pascua de Reyes, que cae el 6 de enero.

Los trabajadores del campo se encandilaban con la perspectiva de «remoler» firme y tendido en los parrales de Talagante y en las chinganas de San Francisco del Monte. Todo el campo se anima con grupos de chacareros y de medieros, de rústicos comerciantes y de campesinos. Los rotos avanzan por los caminos y llevan sus bonetes ladeados por el alcohol que los embriaga. Las guitarras entregan sones alegres y un período de bienestar brutal reemplaza a las pesadas tareas de la agricultura.

Rodríguez se halla cerca de Paico. Un estero gorgoritea próximo y en sus cristalinas aguas sacia la sed. Se halla sudoroso e inquieto; sus pupilas arden y la nerviosidad subraya sus gestos. El paisaje es acogedor y los pájaros descontrolados se mueven de un árbol a otro, embriagándose con el verano. En el vado de Naltahua se le ha juntado su amigo José Antonio Guzmán y cinco rastreadores imponderables.

Hay que tener un gran coraje para lo que llevan entre manos, mientras se ocultan en Paico, indolente refugio de sus postreros preparativos.

Los «huasos» meditan en el saqueo que se avecina; en las parrandas aldeanas, con empanadas, corderos asados y capitosos vinillos. Rodríguez tiene el pensamiento ido. Su mente se distrae en el rumbo de todos sus últimos tiempos, galopando por caminos malos, comiendo a medias, sin que le baste el dinero para saciar a los huasos que venden sus gallinas a los señorones godos de la capital.

En Melipilla tiene amigos el guerrillero. Melipilla descansa confiada, mientras los curas activan los nacimientos, los rotos admiran al Niño Dios con sus animalitos y pastorcillos y los cirios iluminan las capillas donde resuenan cándidos villancicos:


Dulce Jesús mío
Mi niño adorado
Ven a nuestras almas
Ven, no tardes tanto.



Ya trota Rodríguez sobre Melipilla. En las fondas y tambos, en los despachos donde beben los campesinos, va enganchando a todo el mundo y con breves e inflamadas arengas anuncia que la Patria se va a librar. San Martín y su ejército, la opresión de los maturrangos y la necesidad de levantarse, son los tópicos que hacen incendiar de coraje a los oprimidos huasos.

Muchos se animan con la esperanza del saqueo; otros creen en la Patria con fe ciega y primitiva; algunos se mueven por el miedo del guerrillero que rubrica las actitudes con un sable y dos pistolas bien cebadas.

En el cinto lleva una daga filuda, y presta a enterrarse en el que resista. Ramón Paso y el vecino Galleguillos de la isla de Maipo lo secundan, al lado de un asistente y de Guzmán, que tiene un campito en Lo Chacón.

El asistente lleva daga y tercerola, Paso un par de pistolas, y Guzmán y Galleguillos sólo han conseguido unos sables.

En el horizonte se perfila una lenta carreta que avanza hacia la capital arrastrada por bueyes soñarrientos. Nadie se imagina el peligro que se acerca. La ocupa el comerciante español Damián con su familia. Se dirigen a Santiago a entregar una platita, a hacer unas compras en los baratillos y a ver a los amigos.

El guerrillero da un alto enérgico y les apunta las pistolas.

-¡Viva la Patria! ¡Abajo los godos!

Damián tiembla, mientras trata de disimular en un rincón el atadijo con el dinero.

-¡Dame la plata, godo de caracho!...

En un minuto la carreta está limpia de todo petate y los rotos delirantes gritan y echan vivas a la libertad. Damián tiene que tornar a Melipilla, junto con todos los viandantes.

El camino se anima con tal cortejo, mientras la ciudad dormita bajo el sol estival. Las diucas cantan entre los espinos y el silencio espeso del campo se sobresalta con gritos y manifestaciones de entusiasmo.

Rodríguez arma en un santiamén a sus parciales. Con picanas, con chuzos, con fierros, con piedras, con hachas incrementa el original arreo bélico de la turba. Un roto yergue una tranca de algarrobo; otro se ha conseguido un cuchillo carnicero; el de más allá un simple lazo.

Melipilla está a la vista. Sus pesados caserones y sus calles polvorosas tiemblan bajo el galope de los patriotas. La gente se esconde; pero mucha se asoma al resonar los retirados gritos de libertad.

El subdelegado don Julián Yécora, hombronazo bonachón y tímido, se demuda del espanto. Rodríguez está frente a él y lo hace amarrar mientras sus huasos, en número de ochenta, se abalanzan sobre el estanco. Los naipes y el tabaco son el premio de su actividad. Pintadas barajas y fardos de negro tabaco y papel de fumar circulan entre los saqueadores.

El guerrillero ha reconocido pronto a don José Santiago Aldunate y a doña Mercedes Rojas y Salas, sospechosos confinados por Marcó en este apacible poblacho. Todos tres se abrazan y el caudillo almuerza en la casa de doña Mercedes, mientras los patriotas del pueblo oyen glotonamente sus nuevas de San Martín y del próximo avance sobre Chile.

Afuera los rotos elevan al cielo un vocerío ensordecedor y el aguardiente estimula sus actividades. Por orden de Rodríguez se han apoderado de doscientas lanzas, cuyos palos se queman y cuyas moharras se arrojan al Maipo para que no las aproveche el español.

-¡Viva la Patria! ¡Abajo los godos!

-Que mueran los maturrangos!

-¡Que mueran! ¡Que mueran los sarracenos! ¡Viva la libertad!

Pero el griterío llega a lo indecible cuando Rodríguez se apodera de tres mil pesos guardados cuidadosamente por el subdelegado.

Forman la contribución de Melipilla a los fondos de guerra de Marcó del Pont y han sido reunidos después de empeñosa tarea.

Los sacos de calderilla se derraman entre escenas brutales. Muchos «huasos» se descalabran por disputarse los cuartillos y los reales de vellón, los patacones pesados y los nobles pesos de plata.

Rodríguez se apertrecha también por lo que puede acontecer. Sus compañeros han guardado algunas onzas. Doña Mercedes lo noticia de que por el contorno anda paseando un Talavera. Es el teniente don Manuel Tejeros, que se halla en las casas de Codegua tomando el descanso pascual de su labor de perseguir patriotas.

Rodríguez abandona el pueblo, después de repartir tres mil pesos del rey, camino de Codegua, que se halla a cuatro leguas de distancia en una pintoresca situación.

Antes de partir regala su mechero de plata al sastre del villorrio, que es un fogoso partidario de San Martín y entrega al saqueo la venta del Tambo, donde se juntan los realistas.

Su caballo se pierde por el ancho camino. Una nube inmóvil parece indicar el límite de los grises y rojos cerros comarcanos.

El silencio y la confianza envuelven a la hacienda cuando el guerrillero la acomete. Tejeros sale sin sable y no puede resistir a los insurgentes que lo desarman con rapidez, reduciéndolo a la impotencia.

Con el Talavera y su asistente amarrados, Rodríguez sigue raudo, camino de Huaulemu, en cuyas espaciosas casas arriba al atardecer.

Los guerrilleros comen copiosamente en la hacienda. Manuel Rodríguez ha hecho repartir profusas cantidades de alcohol. Los desgreñados rotos que lo secundaron en el asalto se reparten los trozos de cordero asado a la luz de toscos velones, mientras circulan los cachos colmados de vino y se distribuyen gruesos pedazos de pan de grasa.

Pesados vapores de alcohol nublan los cerebros de los campesinos. Una modorra bienhechora comienza a tumbarlos junto a las tinajas, al lado de los corredores sobre los pellones de las monturas o en las rústicas esteras de los ranchos vecinos.

El guerrillero se da cuenta de que pronto habrán salido patrullas en su persecución. Dando las nueve de la noche se dirige hacia el Maipo, seguido de los fieles y conduciendo prisionero al teniente de los Talaveras.

Después de una loca carrera, chapoteando entre los charcos y dejando frisas de los ponchos entre garras de zarzales y púas de cardos, los seis jinetes se lanzan hacia las serranías, de Chocalán, luego de cruzar el Maipo por un vado. Se pierden entre espesos matorrales de quilos, por medio de airosos canelos, maquis y tréboles que salpican los montes.

Los caballos van jadeantes y los prisioneros observan una actitud poco favorable. Rodríguez ha hecho sondeos a Tejeros para insinuarle que abandone las filas del rey. Tejeros es un maturrango fiel; se niega a traicionar su causa y pone obstáculos al avance de los fugitivos, fingiéndose fatigado y retardando el paso del caballo. Una idea sombría se apodera de los patriotas.

El avance es impracticable por lo enmarañado de las alturas y por las quebradas que las circundan. Ya se les persigue con precisión por obra de los informes dados a las tropas que manda don Antonio Carrero y que amagan la región, después de un rabioso galope desde Santiago, a donde llegaron avisos del asalto. La huida del asistente de Tejeros hace que sea más fácil el descubrimiento de los fugitivos.

Naltagua queda muy atrás y Rodríguez piensa alcanzar hasta Alhué, donde es casi imposible que lo descubran y cuyos cerros vecinos tienen rutas escondidas que desembocan a los montes de Yáquil, en la provincia de Colchagua.

Guzmán lo abandona, después de ponerse de acuerdo sobre unas comunicaciones que hay que apurar para Mendoza, pero queda el oficial español, quien dificulta toda rapidez y se niega a abandonar su bando.

Cuando ya siente Rodríguez la imposibilidad de que lo acompañe más Tejeros, le reitera su petición y llega a amenazarlo de muerte.

Tejeros se resiste otra vez y se tira por las laderas de una quebrada. Unos pistoletazos retumban en el silencio de los cerros. La serenidad profunda se perturba y un vuelo de zorzales asustados rasga el aire.

Tejeros está rematado. Sus labios echan una espuma sanguinolenta.

-No hay nada que hacer -dice el guerrillero, y se pierde entre los matorrales, mientras las estrellas apuntan en el cielo y un chuncho lanza su cho cho agorero.

Más allá está Colchagua y se encuentra el escondite de Celis. Ahí descansa la salvación y el porvenir de la libertad. El éxito del asalto había superado las más optimistas previsiones del montonero.

Dos días más tarde, siempre perseguido, arriba Rodríguez a Alhué.

Doña Carmen Lecaros, dueña de la hacienda Chocalán y realista empedernida, ha hecho apresar a Guzmán, a quien confunden jubilosos los Talaveras con el propio huaso Neira.

Una semana después el guerrillero respira el aire diáfano de Yáquil22.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Rodríguez se transforma en un modelo de actividad y de rapidez. Una de las partidas con armas que mandó San Martín fue ocultada desde el mes de septiembre en la propiedad de Los Rastrojos. En una gurupa o costal que hizo enviar con unos arrieros a la mujer de don Feliciano Silva, llamada doña Mercedes Hidalgo, se encerraban los pertrechos destinados a un nuevo plan militar.

El guerrillero medita admirablemente sus acciones y llega a la conclusión de que Marcó puede ser despistado. El fuego de las guerrillas debe mantener alterado el centro de Chile y hacer desviar la atención de los españoles de la región de Aconcagua.

En Santiago se ha registrado y sometido a largos interrogatorios a Guzmán; pero éste soporta estoicamente las molestias. Otros cómplices son flagelados; pero las caras pétreas de los campesinos no se contraen. Resisten con heroísmo sin par las torturas y los chicotazos. Están todos seguros de que sus sacrificios no serán estériles y que la liberación vendrá pronto de Cuyo.

Rodríguez se mueve por los fundos de Colchagua y burla, en las noches, la vigilancia de sus enemigos. Las patrullas peninsulares no logran darle alcance y, por el contrario, se ven azotadas con las fulminantes acometidas de los huasos de Neira.

Entre los compañeros de este tiempo hay dos curiosos y enigmáticos personajes, cuyo misterio apenas ha descorrido la historia. Uno es Magno Pérez, hombre arriesgado y temerario, y el otro obedecía al apodo del Enjergadito. Mezclas de bandidos y de contrabandistas, estos hombres se jugaban la vida con la misma tranquilidad con que movían los naipes o deslizaban sus veloces cabalgaduras a corta distancia de los dormidos centinelas maturrangos.

Al sur del cordón de cerros de la cuesta de Carén, vivía un patriota muy considerado entre los comarcanos por su riqueza y sus expansiones de carácter. Era don Pedro Cuevas, que se hace célebre más tarde por el prestigio de sus caballos y vacas. Son famosos los caballos «cuevanos» por lo sufridos para el trabajo y por la resistencia que ofrecen al ser ocupados en faenas penosas.

Mora el hacendado en su feudo rural llamado «Lo de Cuevas», situado al norte del río Cachapoal. Cuevas es un hombre campechano, dicharachero y típicamente criollo. Lo llamaban «el manco Cuevas», porque había perdido varios dedos de la mano derecha en la faena de enlazar. Su propiedad era rica en recursos y prestó siempre señalados servicios a los patriotas.

El manco Cuevas sentía admiración a Rodríguez, cuyo carácter muy chileno resultaba de su agrado y tenía matices carrerinos. El hacendado fue antes muy amigo de don Juan José Carrera, quien lo llevó a palacio cuando gobernaba su hermano don José Miguel. Entre el huaso colchagüino y el militar patriota se produjo una amistad en que la bizarría del húsar ganó la comprensión admirativa del personaje rural.

Un día llegó un propio al fundo de Cuevas y comunicó la secreta noticia: Rodríguez se hallaba escondido en Quilamuta y los españoles lo buscaban empeñosamente. Su cabeza se cotizaba ocultamente en cinco mil pesos y muchos sentían la tentación de traicionarlo si no mediara el miedo y el avance de la libertad, cuyos emisarios encendían todo el sur del país con voces de aliento y socorros en armas y dinero23.

Cuevas se inflama de entusiasmo y monta a caballo. Había que hablar con Rodríguez y prestarle ayuda. Pronto quedaba atrás su fundo y cruzaba los empinados cerros de Carén, en busca del guerrillero.

Rodríguez estaba disfrazado de campesino y descansaba en las casas de Quilamuta, de donde manda emisarios a San Fernando.

Cuando se encontraron los dos patriotas, hubo un instante de recelo por parte de Rodríguez; pero pronto lo gana la campechanía del manco Cuevas.

Juntos montaron a caballo y, volviendo a cruzar la cuesta de Carén, se descuelgan sobre el valle del Cachapoal. Cuevas había conseguido la ayuda de varios parciales muy seguros e hizo venir desde Los Rastrojos y otros sitios a distintos cooperadores campesinos.

Como la región se hallaba amagada por carabineros realistas, Cuevas cree más prudente ocultar a Rodríguez mientras se encuentran con un lote más numeroso de insurgentes. Por esta razón lo guió hasta la Quebrada del Calabozo, frontera al fundo Parral de la familia Vial.

En un rancho que ocupa por varios días el guerrillero, vestido humildemente, recibe la visita de los distintos emisarios junto con víveres frescos, charqui y algunas armas que le remite el Manco.

San Fernando, entretanto, descansaba sosegadamente en las manos del hacendado español don Manuel López de Parga. Era el subdelegado un realista frenético y se apoyaba para ejecutar sus ordenes en ochenta carabineros que obedecían al capitán Osores.

El pueblo estaba minado por los enviados de Rodríguez, y por las noches, burlando la vigilancia de los peninsulares, se escapaban las cabalgaduras con rumbo al escondite del arriesgado criollo.

Don Francisco Salas había logrado reclutar cien huasos y tenerlos listos en Roma, al oriente de San Fernando. Don Feliciano Silva, por su lado, consiguió convencer a cincuenta más de toda confianza para que lo secundaran en el asalto.

La idea de atacar a la población la tenía planeada Rodríguez desde el mes de septiembre y se conoce una carta suya a doña Mercedes Hidalgo, esposa de Silva, en que se adivina tal propósito.

Por muchas partes se deslizaron armas y había capachos que ocultaban municiones, puñales y otros elementos de combate.

Desde el sur arriban nuevas voces alentadoras y se decía que Pelarco, en la región de Talca, padeció un asalto de los chilenos sublevados.

Cuando todo estuvo calculado, sólo faltaban caballos para que montaran algunos de los asaltantes. En la noche se reúnen conciliábulos en que Rodríguez, Magno Pérez, El Enjergadito, Silva, Celis y otros disponen los postreros detalles. Desde luego Rodríguez estima mejor dar el impulso inicial del ataque, pero por una razón que no se ha conservado, prefirió no participar personalmente en él.

Una noche, adentrados en lo más monstruoso de la quebrada, discurren los últimos preparativos. Una fogata ilumina estos rostros bronceados por el sol de los cerros y por las penosas marchas entre matorrales, bosques y montañas.

Rodríguez está alegre y enciende los cigarros de hoja, mientras a su alrededor zumban los murmullos de sus compañeros. Un bulto familiar se aproxima y entrega el santo y seña. Es el propio Manco Cuevas.

-Todo está listo don Manuel y tengo aquí cerca los caballos.

-¿Qué dice, mi señor don Pedro? Parece un sueño lo que oigo.

Una tropilla de briosos caballos «cuevanos» descansa muy próxima, en un rincón impenetrable de la acogedora quebrada.

Rodríguez se entusiasma y abraza fuerte al manco.

-Quiera Dios, don Pedro, que Chile pague alguna vez estos sacrificios que hace por la santa causa que defendemos.

El guerrillero habla con nerviosa locuacidad. Su rostro curtido por las marchas y fugas se ilumina con los reflejos de la fogata. A su lado están conversando, bebiendo y jugando a las cartas unos cuantos campesinos.

Pasan unos instantes y se despide emocionado de Cuevas. Este hacendado tenaz y generoso ha puesto en mano del guerrillero los recursos más eficaces para llevar la ofensiva a la capital de Colchagua. Un tumulto de cabalgaduras avanza hacia allá conducida por un vaqueano de Lo Cuevas.

En los magníficos caballos chilenos fue fácil llegar luego al próximo vado del Cachapoal, situado un poco más abajo de Coinco. Conducidos por el experto guía, los insurgentes lo cruzaron de noche por temor a que hubiera en la región algún lote de carabineros.

Desde un cerrillo quedó Cuevas contemplando a la tropa que se desvanecía entre las tinieblas. Un ruido inmenso, como producido por profusas cabalgaduras, lo mantuvo en cierta inquietud, que se desvaneció pronto al volver el vaqueano, quien dijo a su patrón que Rodríguez y sus compañeros habían hecho dar corbetas y escaramucear a los caballos. Una vez dejado atrás el guía, los patriotas se lanzaron en su seguros animales por el Portezuelo de Chillehue, donde los abandonó el peón de Cuevas.

En la bajada del portezuelo se levantaba el rancho de un cabrero.

Magno Pérez sugirió una idea, que prendió entre sus compañeros.

-¿Porqué no mandar hacer una cazuela?

La ocurrencia ganó terreno y los expedicionarios se acomodaron por la choza y bajo una acogedora ramada que se erguía cerca.

Rodríguez se sienta en un tronco caído. Sus ojos están clavados con obstinación más allá del rancho, hacia el camino.

Mientras se prepara la cazuela, los acompañantes del guerrillero han echado el ojo a dos campesinas jóvenes que acompañan al cabrero. Les solicitan que canten. Hay que entretenerse mientras llega el momento de pelear.

Las muchachas se hacen del rogar un poco; pero pronto están animadas por el vino que ha sacado el viejo de un rincón.

Las cenceñas y nervudas «huasas» cantan con sus voces frescas y maliciosas. El jefe de los insurgentes recuerda los tiempos pasados y por su mente desfila un montón de imágenes familiares.

El punteo de las guitarras y las voces de las muchachas tienen una dulzura especial bajo este cielo de amable transparencia:



Amarillo es el oro
blanca la plata
morenito es mi negro
que a mí me mata.

Naranjo en el cerro
no da naranja,
pero da los azahares
de mi esperanza.

Revivan los caballeros,
torre que se desmorona
de perlas les tiendan la cama,
de flores una corona.



La hora avanzaba y los soldados habían devorado la cazuela y buenos pedazos de queso que les entregó graciosamente el cabrero.

Extraviando sendas, camino de San Fernando, echaba chispas la montonera y no descansa hasta los cerros del Tambo, desde donde fue a acampar al pie de la serranía de La Angostura de Malloa. Al día siguiente estaban los patriotas en la Cañadilla.

Una paz luminosa descendía sobre los picos rojizos, mientras los expedicionarios se aproximaban a la capital de Colchagua. Sentían una doble confianza: la de sus cabalgaduras magníficas y la del audaz plan trazado.

Una idea original y briosa asalta a Rodríguez. Hace buscar grandes piedras y meterlas en capachos de cuero, de esos que usan los campesinos para dar de comer a sus caballos. Los capachos fueron tapados con pedazos de cuero seco y atados a los lazos y éstos al pegual de las cinchas.

Rodríguez abandona a sus parciales en La Cañadilla y deja planeado todo el éxito de la montonera. La audacia de su concepción va a ser coronada por un resonante triunfo. El ruido de los capachos con piedras hará creer a los realistas que los asaltantes conducen artillería. Una nueva astucia se agregará a las muchas que enorgullecen al burlador de Marcó.

En las afueras de San Fernando los conjurados se toparon con otras partidas que esperaban su avance. Las armas de que disponían no eran muy considerables, pero se suplían con el ímpetu del asalto y con el estruendo que hacían las cuatro rastras de cuero tiradas por los «huasos» de Francisco Salas.

Salas era un hombre excelente, todo coraje y entusiasmo. Montaba un caballo chileno y estaba armado de un chuzo y de un garrote. Sus acompañantes llevaban puñales y machetes; otros más afortunados habían tenido ocasión de apertrecharse con sables y armas de fuego.

A medida que entraban por las calles se despertaban los patriotas que esperaban el asalto.

Era la noche del domingo 12 de enero de 1817.

El villorrio descansa confiadamente envuelto en el silencio profundo de la paz estival.

Ladridos de perros y voces violentas sobresaltan a la población.

Un estruendo de galopes y de pesadas interjecciones llevan pronto el desasosiego a las casas de los españoles. Los gritos de los montoneros y el arrastrar pesado de las cargas de piedras difunden pánico entre los defensores.

-¡Viva la Patria! ¡Mueran los sarracenos!

Otros dan órdenes, entre las cuales se destacan las enérgicas de Salas:

-¡Avance la artillería! ¡Que se muevan pronto los cañones!

Desde las casas se levantan algunos vecinos y espían con temor. Otros se esconden en los huertos. Muchos saltan pircas y se pierden entre los matorrales, mientras resuenan secamente las carreras y un pandemónium de ladridos y de maldiciones se oyen con nitidez en las calles de la población.

El capitán Osores había hecho defender el cuartel con prontitud. Sus carabineros se hallaron pronto parapetados encima del edificio; pero el desaliento más profundo los embarga cuando sospechan que hay artillería entre los atacantes.

Toda resistencia se estima inútil y no queda más recurso que la fuga.

Por los potreros, acortando caminos, lanzados por los atajos, con celeridad felina, se retiran los carabineros. El pueblo está dominado en pocos minutos y para ningún realista deja de ser realidad la invasión de tropas regulares, tal vez capitaneadas por el propio San Martín.

El subdelegado López de Parga y el jefe de las milicias del cantón, don Antonio Lavín, huyeron con prontitud. Otros realistas caracterizados se apresuran también a escapar, temerosos de la venganza de los patriotas.

En un momento, los montoneros se hallan dueños del pueblo y saquean el estanco y la casa de López. Muchos descamisados se aprovechan del pánico y se meten entre los guerrilleros con el propósito de robar.

Las especies que no pueden ser transportadas se destruyen. En todo hay un orden y una rapidez admirable. Tanto Silva como Salas habían disciplinado maravillosamente a sus resueltos campesinos.

Al amanecer, mientras las diucas cantaban rompiendo la bruma con su piadas agrestes, los montoneros galopaban rumbo a la cordillera.

Se temía que pasada la sorpresa se rehicieran los soldados de Osores.

Rodríguez se les junta por un trecho y todos se dirigen por medio de la penumbra del aclarar en dirección a las avanzadas de los patriotas, que ya desembocan por los pasos de la cordillera. Se han juntado Rodríguez, Ramírez, Silva y Salas.

Un soldado español ha logrado arribar a las nueve de la mañana del día 13 a Rancagua, donde se topa con el comandante Barañao y su batallón de húsares. También lo acompaña el coronel Morgado.

Cuando entran de nuevo los realistas en San Fernando ya es tarde. Los montoneros se habían internado hacia la cordillera por el cajón del Tinguiririca. Perseguidos por las patrullas de Quintanilla, se hallan libres algunos días más tarde y se unen cordialmente con las avanzadas que comanda don Ramón Freire.

Manuel Rodríguez no se resigna a acompañar a los colchagüinos hasta la cordillera. Con su resolución habitual piensa ocultarse de nuevo. Por más que cree inminente el arribo de Freire con su vanguardia, no está muy seguro del definitivo avance del ejército libertador.

Por eso proyecta armar nuevas guerrillas, menos audaces y numerosas; pero que pueden sembrar todavía mucho desconcierto entre los peninsulares.

Abandona emocionado a sus compañeros, después de desearles buena suerte y se mete entre los matorrales que bordean al Tinguiririca.

El Enjergadito, Bartolo Araos y otros fieles se mueven aún por las serranías sin que Quintanilla logre descubrirlos.

La última referencia que hallamos de Manuel Rodríguez entre la profusa documentación de San Martín es una petición de armas hecha desde San Fernando que ven los hacendados Ureta de Yayanguen, en febrero de 1817.

El guerrillero no se resignaba a huir y quería quedar con el oído pegado a los acontecimientos de su patria.

La dominación española tocaba ya a su fin. Las primeras avanzadas del gran ejército de Los Andes amagaban los boquetes de Aconcagua. Cuatro mil mulas en doscientas piaras conducían a las tropas libertadoras. Cada veinte soldados ocupaban una piara a cargo de un peón.

Todo el esfuerzo pacienzudo de San Martín se veía convertido en una fecunda realización. Rodríguez había contribuido a este éxito con su permanente riesgo y hasta el último permanecía en el territorio chileno, sin arredrarse por los obstáculos ni tener miedo a las delaciones.

Hacía un año entero que no descansaba, pero el desaliento no despunta jamás en su movediza silueta.



Anterior Indice Siguiente