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ArribaAbajoCapítulo IX

Lecciones de baile


Cierto día había vuelto don Demóstenes a su posada muy aburrido, porque no traía más caza que una tomineja del tamaño de una avellana, que se hubiera podido confundir con una mosca de las mayores, a pesar de que estaba en la plenitud de su desarrollo. La hamaca era en estos casos el único recurso del caballero, y se dejó caer en ella de la misma manera que cae la palma de cuesco sobre las ramas de los árboles en los desmontes   —95→   que llaman rocería en las tierras calientes de la Nueva Granada; y, afianzando su bastón en el suelo, como los bogas afirman la palanca, hacía que la hamaca se meciera constantemente. Convertido en un bajá de Constantinopla, recibía la poca brisa que cruzaba por las dos puertas de la sala, y tal vez se imaginaba huríes, como los hijos del profeta de la Turquía, pues en la tierra caliente la hamaca equivale a los cojines mullidos, a la dulce embriaguez de la pipa y a las ilusiones suscitadas por el opio de los orientales.

Una hora entera llevaba don Demóstenes de estarse meciendo en su grande hamaca corozaleña, sin leer, sin hablar, sin mirar a los que pasaban por la mitad de la sala, a tiempo que Manuela estaba aplanchando encima de la gran mesa central, que ella había cubierto previamente con sábana, frazada y sobrecama; viendo triste a su huésped quiso usar de su lenguaje blando y elocuente para sacarlo del estado de inacción en que se hallaba. La voz de Manuela era dulce y sus frases tenían la fuerza y los adornos de locución de las hijas de los llanos del Magdalena, que expresan mejor una idea que los estudiantes de retórica de los colegios, y se le dirigió en los términos siguientes:

-Señor don Demóstenes, ¿en cuál se quedó pensando, en la catira de Bogotá, o en la pelinegra del trapiche del Retiro?

-¿Por qué me lo preguntas?, contestó el caballero como sorprendido.

-Porque ya va para media hora que ni los mosquitos lo hacen mover; y que hoy es cuando se les ha metido picar sin lástima.

-No es sino que la hamaca me tiene encantado.

-Y ahí verá que no debía quererla, porque usted es liberal.

-¿Y qué pitos toca la libertad con la hamaca?

-¿Luego, no sabe usted que la hamaca es el puro   —96→   centralismo, estando en la mitad de la sala como la suya, haciendo estorbo a los que pasan?

-¡Vaya una ocurrencia!, dijo don Demóstenes, mirando a Manuela y riéndose de su sencillez.

-Pero como no es eso sólo, dijo la casera, sin cesar de mover la plancha por encima de una levita blanca de su huésped.

-¿Y qué otra cosa es?

-Que usted echa a pasear la igualdad cuando se apodera de la hamaca en esta casa o en la de mi prima.

-¿La igualdad?

-Sí, señor, la igualdad; porque todos los demás estamos fregados en los poyos o los escaños, mientras que usted se está meciendo en la visita, acostado muchas ocasiones, y ya usted ve que eso no se puede llamar igualdad. Y si entran las señoras a ese tiempo, yo no sé cómo se entienda usted con ellas.

-¡Oh! pues entonces me levantaría.

Eso tampoco se conviene muy bien con la igualdad de que usted nos habla; pues querría decir que a nosotras se nos debe tratar poco más o menos, y usted nos ha dicho que todos somos iguales.

-¡Ah!, pero era porque estábamos hablando de la igualdad de derechos, me parece.

-¿Entonces no hay más igualdad que esa igualdad de derechos que usted dice?

-Pues sí hay: la igualdad social; pero tiene sus. excepciones.

-¿Igualdad y excepciones? ¡Está muy bueno!

-Es que una cosa es con guitarra...

-Entonces diga usted que una cosa es cacarear y otra poner el huevo; una cosa es hablar de igualdad y otra sujetarse a ella.

A este tiempo hubo una novedad muy grande en el puesto central de don Demóstenes. La marrana sintió por la calle algún ruido que le convenía, y sin acordarse   —97→   del gran estorbo de la horqueta a que estaba condenada por la ley del supremo Cabildo del 18 de mayo, se salió por la sala y metiéndose por debajo de la hamaca, le causó fuertes molestias al centralista en las espaldas con los palos y con el espinazo; pero en eso no paró todo, sino que viendo el burro carguero el buen éxito de la marrana, se alegró y emprendió la carrera, a la voz de un rebuzno, y al pasar por debajo de uno de los lazos, dio un empellón tan recio al tranquilo huésped, que si no se coge con viveza del costado de la manta va a dar al duro suelo.

Manuela se asustó: pero luego que pasó la sorpresa, y que se enteró de que a don Demóstenes no le había sucedido nada, no pudo menos de reírse como era natural, y cerró la puerta del lado de la calle, para evitar la segunda pasada.

-¡Oh, Manuela!, le dijo don Demóstenes a su casera, que estaba tocando la plancha con el dedo mojado en la saliva de su linda boca para examinar los grados de calor que tuviera; tú has visto cuál ha sido mi castigo por un solo pecado de centralismo; pero te intereso muy seriamente para que cesen todos estos desórdenes, pues el derecho de colgar mi hamaca...

-Pierda cuidado, que no volverá a suceder nada, contestó Manuela.

Volvió a quedarse callado don Demóstenes y con mayores trazas de melancolía, y viendo Manuela que no volvía la cara para donde ella estaba, a pesar de sus golpes repetidos con la plancha, ensayando por segunda vez el modo de hacerlo entrar en conversación, le dijo estas palabras:

-¡Hola!, se me pone que la carta que le entregaron hoy le trajo alguna mala noticia de la familia, según está usted de afligido.

-¡Ah, no! Era sobre negocios.

-¿De alguna rueda de agua, o sobre el cuido de las   —98→   avecitas, o sobre qué cosa?, dijo Manuela, saliendo a remudar plancha en el corredor en donde tenía su brasero.

-Manuela sabe algo sobre la carta de Clotilde, dijo don Demóstenes a sus solas, y éste también es un mal precedente.

-¿Qué es lo que le está pasando, que ya conversa solo, como los jubilados?, preguntó Manuela al caballero, entrando con la otra plancha.

-Es que quiero morirme.

-¿No le da susto?

-¿Pero de qué? La muerte es un hecho común, es el último sueño, y nada más.

-¿Y la cuenta de nuestras buenas o malas obras?

-A mí no me tocan esas cuentas; y te encargo que me hagas llevar a la estancia de Dimas, al pie del botundo que corona una colina desde donde se ve la parroquia, y que allí me entierren, al lado del arroyo que corre por debajo de los pabellones del batatillo y ojo de buey, formando una música con su eterno susurro, de lo más aparente para los sepulcros; y dejo dispuesto que me siembre Pía una mata de siempreviva al lado del mío.

-Y dormido con el último sueño ¿qué se suple con la música del arroyo, ni con la vista de la colina? ¿no será mucho mejor que lo entierren en el cementerio bendito, con su cruz encima, igual a la que se pone sobre las sepulturas de todos los cristianos? ¿No se ha de volver tierra como todos los hijos de Eva?

-Así es, Manuela, dijo don Demóstenes, con un suspiro; pero no sé si es por un sentimiento de orgullo, o por algún presentimiento de inmortalidad, o qué sé yo; pero lo cierto es que todos deseamos que duren nuestras reliquias entre los vivos, y que se noten con epitafios, o con mausoleos, y con árboles funerarios como el ciprés.

-Pero al fin, ya verá que ricos y pobres se vuelven tierra, y que las señales que dejan los ricos también se   —99→   acaban algún día para que haya igualdad, porque esa sí que es la igualdad legítima. Y lo mejor es que, siendo usted tan alentado, y tan buen mozo, y tan formal, no se desee la muerte.

-¡Gracias, Manuela! Pero has de saber que la tumba con sus adornos; tiene una poesía que me encanta.

-¡Ojalá vaya a hacer la tontera de matarse usted mismo! Ni mucho menos por alguna que cuando lo sepa, se encoja de hombros y nada más. Ya usted ve que las mujeres aguantamos calladas cuando hay alguno que no nos quiera querer. Conque déjese de suspiros y de pesares por la niña que le mandó esa carta, y no se deje morir hasta después de san Juan, con eso bailamos los dos un buen bambuco, o un buen torbellino, o una caña aunque sea.

-Todo eso es colonial y muy retrógrado, según vi la noche de la pelea de José, El bambuco me pareció el juego de las escondidas, sin el buen resultado de coger a la persona escondida; el torbellino me pareció baile de piscos o pavos, todo con algunos amagos de ataque, pero con mucha distancia de las fuerzas beligerantes, que, si se llegan a arrimar, es a media vara de distancia, lo cual es un oprobio para los adelantos del siglo XIX, en que la palabra distancia no figura ya en los diccionarios, desde que Roma se ha ido a rendir a las puertas de París y Londres en fuerza de la invención del telégrafo eléctrico. Por manera que el retrógrado bambuco y el torbellino vetusto no hacen otra cosa que oponerse al espíritu del baile, que consiste en avanzar y estrechar la distancia de los corazones, y por consiguiente de los cuerpos, y me admira que tú, siendo joven y linda...

-¡Muchas gracias!

-Sí, Manuela, continuó don Demóstenes con algo de entusiasmo; la hermosura no debe estar en oposición con las luces del siglo.

  —100→  

Verdaderamente que Manuela estaba seductora ese día. Su brazo, no muy blanco a la verdad, pero carnudo y sombreado por el vello, se desplegaba con elegancia hasta la mitad de la mesa, llevando y trayendo la pesada plancha, de cuyos movimientos se resentía su delgada cintura; su pecho se avanzaba en ocasiones sobre la mesa, sin más adornos que su fina camisa de tira sencilla, y es sabido el influjo favorable de la naturaleza en todos los climas calientes para la conservación de la lozanía, aun en las mujeres de alguna edad; bien es que nuestra heroína no pasaba todavía, de los 17. El rostro de color aperlado de la parroquiana estaba sonrosado ese día por el ejercicio y sobre todo por el brasero y la plancha, y la sonrisa habitual de sus labios brillaba en aquellos sus facciones, por el interés de consolar a su huésped.

Don Demóstenes se había vuelto a quedar serio y se estaba meciendo en su hamaca con ese grado de pereza que es el opio del estanciero del Magdalena y sus llanuras cuando se mece en su propia hamaca, muy seguro de que el pescado solicita la carnada del anzuelo, que el venado busca la trampa de lazo y sus vástagos de plátano paren según la metáfora de que usan los calentanos para expresar la fecundidad con que se multiplican.

Viendo Manuela que los golpes de la plancha eran insuficientes para llamar la atención de su alojado, le volvió a decir:

-¡Olé! ¿por fin se muere?

-Tal vez, le contestó don Demóstenes, sin volverla a mirar.

-Déjelo para después de san Juan, con eso bailamos bambuco hasta que nos sepa a feo.

-¿Qué cuento es eso de san Juan, que todo lo que hablan es de san Juan, y lo que hacen es para san Juan, y vuelta san Juan, y torna san Juan?

  —101→  

-¿Luego usted no sabe que ese día, nos volvemos locas de gusto?

-¿Y por qué ese día y no el 20 de julio, que es el aniversario de nuestra independencia?

-Porque ese día se recuerda a san Juan, que fue el que bautizó a Nuestro Señor Jesucristo.

-Yo creo que en esta parroquia mezclarán mucha dosis de superstición y de fanatismo con ese recuerdo.

-Ya verá cómo usted también se vuelve loco de gusto ese día y grita con nosotras, y baila con nosotras, y se lava el cuerpo como todas nosotras.

-¿Pero bailar bambuco? ¡Imposible!, ni mucho menos servir de estatua, o de pedazo de alcornoque para que te hagas los entes de que estás bailando con tu novio.

-¿Pero cuál?

-Yo te diré, fijamente; no te endulzaré los oídos, porque no lo conozco de nombre; pero un sujeto que te espiaba todos los pasos y movimientos la noche de la pelea de José y que vi yo retirarse en otra ocasión de tu tienda, ése es tu amante; y desearía conocerlo, porque lo vi disfrazado y no tengo de él sino una idea confusa.

-¿Y no es lo mismo bailar con cualquiera persona?

-¿Entonces cuando te saca un viejo barrigón como una tinaja, o lino seco y largo como un estoque, bailas con todo tu gusto?

-¿Por qué no?

-¿Y de dos jóvenes de los cuales el uno sea feo y el otro buen mozo?

-Cualquiera.

-¿Y si te saca una mujer?

-¡Quién sabe!

-No hay quién sabe que valga. Yo por mi le digo, que si bailo contigo en el san Juan será movido por tu belleza, de tus encantos, de ese conjunto de cualidades   —102→   que te hacen la más linda de todas las muchachas de tu parroquia.

-¡Naaada!

-Sin lisonja, Manuela.

-Bueno, pero levántese de esa cama de pereza y salga a la mitad de la sala ahora mismo, y le explico el bambuco a la carrera para que lo vaya aprendiendo y en el san Juan lo bailemos juntos.

-Voy porque no digas que te desairo, dijo don Demóstenes poniéndose de pie y amarrando la cama por encima para que no estorbase.

-Mire, le dijo Manuela a su huésped: después de dar una vuelta en la mitad de la sala alrededor de la pareja, se va usted bailando por un lado y su pareja por el otro.

-¿Apartarnos? ¡Oh qué disparate!

-¿Cómo, pues?

-¡Unirnos, estrecharnos, confundirnos como la enredadera y el árbol que la sostiene!

-¿Pero cómo se baila?, si en el bambuco los que bailan han de ir separados.

-Entonces el bambuco se debe desterrar de la sociedad actual, como el bolero y como todo lo que se oponga a las luces del siglo.

-Entonces no bailaremos los dos en el san Juan.

-Bailaremos strauss o varsoviana, que son los bailes que están más en moda en la capital.

-¡Pero como yo no sé!

-Te lo enseño.

-¿Cuándo?

-Cuando se pueda; comenzando hoy: con medio cuarto de hora de lección será suficiente.

-¿Y su ropa a qué horas se la acabo de planchar?

-Otro día.

-¿Y música?

-José silba cuanto le manden, y sabe los toques de corneta.

  —103→  

Llamó don Demóstenes a su criado, que estaba limpiando la mula de silla en el corral y le mandó entonar el strauss, imitando los golpes de la tambora sobre la mesa grande, condujo a su discípula de la mano y comenzó la primera lección.

-Ten cuenta, le dijo, de llevar el paso de la manera que yo lo haga; pero brincando con aire, con elegancia y con mucha soltura sobre todo; porque es necesario comprender lo que es el espíritu del baile. Déjate de vergüenza por ahora, porque con ella no hay baile posible.

Manuela ejecutó la primera lección, y su maestro se quedó muy admirado de sus buenas disposiciones. Ella había bailado valse dos o tres veces.

-Ahora te dejas rodear la cintura con uno de mis brazos y me entregas una mano a todo mi albedrío.

Don Demóstenes rompió el baile por la orilla de la sala, pero la discípula se resistía.

-No temas, le dijo el maestro.

-No ve que me quedo sin libertad.

-Es indispensable.

-¡No se arrime tanto, por Dios!

-Es la naturaleza del strauss.

-¿Qué hago yo?, dijo Manuela, algún tanto sobrecogida de temor.

-Hay que tener fe en la doctrina, le dijo el maestro.

-¡Huy!, dijo Manuela y salió corriendo a coger la plancha.

-¿Eso qué es?,dijo el maestro, tan serio como admirado de una defección tan a destiempo.

-¿Qué ha de ser?, dijo Manuela, que yo soy la madre de las cosquillas, y así no puede ser; y menos tan de mañana. ¡Ave María!

-¿Y eso qué quiere decir?

-Que música, miel y ventana no pegan por la mañana, como usted lo sabe; y yo le agrego que ni amor, supuesto   —104→   que el baile es amor como usted lo decía no sé cuando.

-La adición del adagio es muy filosófica; se echa de ver que tienes talento; pero da lástima que no abjures de una vez de todas las ideas teocráticas y monacales de que está infestada la nueva Granada.

-Yo digo que es cierto el adagio, porque cuando me levanto por la mañana, veo la cocina y la huerta, y me entrego a mis oficios tan sosegada, tan tranquila y tan inocente como para comulgar; en el día es que me asomo a la puerta de la calle, y tomo dulce, la música es hasta la noche que me agrada con más veras, habiendo la ventaja de que la noche es tiempo desocupado.

-¿Y el amor?

-Pues es cuando hay más tiempo de conversar de esas cosas; pero yo lo que hago es suspirar y estar triste por mis desgracias y cavilar: hay noches que se me pasan en blanco.

-¡La ausencia del disfrazado!

-Ya dio usted en embromar con el disfrazado.

-Esa cuestión es separada y la dejaremos para después; ahora me permito hacer algunas observaciones sobre el adagio popular y sobre la nota tan filosófica que tú le has agregado. Es verdad que la mujer no es tan hermosa en misa ni en el estrado como lo es en el teatro o en el baile, aumentada su belleza con la iluminación; es evidente que el corazón palpita con mayor vehemencia tocado por las armonías de una serenata de media noche que por la música de los toros o de la parada; que el cachaco bogotano espera las horas de la noche para hacer oír a su amada los trinos de su bandola como lo hiciera con su laúd el castellano de la edad media; que la obscuridad misteriosa de la noche favorece más las citas de amor, que la luminosa carrera del sol; que en los desvelos de la noche se medita con más sosiego y más profundamente sobre la ausencia del   —105→   esposo prometido; que las comunicaciones amorosas de las flores se verifican en el espacio de la noche: todo esto continúa, tu aserción, pero eso no quita que bailemos media hora de día por vía de aprendizaje. ¡Aplícate, Manuela! Una muchacha linda como tú, redobla sus atractivos, con ser la primera pareja del lugar.

-¡Ven a bailar, Manuela!, repetía don Demóstenes, queriendo llevar cogida de la mano a su discípula, de las cercanías de la mesa grande hasta la mitad de la sala.

De repente lo encontró en estos empeños doña Patrocinio, que venía de la calle, y luego que fue informada de todo el asunto, dirigió la siguiente reconvención a Manuela:

-¡Malhaya la chiquitica, que la pueden ojear por la gracia! ¿Conque ahora dije pudiera aprovecharse de la ocasión se hace la remilgada?

-Entonces ¿cuándo se aprende todo lo bueno de la capital, para ir saliendo de las vejeces de la parroquia? ¡Lástima que Pachita se hubiera ido a lavar que buenas ganas tengo de que don Demóstenes me la vaya enseñando!

-¡Pero si no me gusta! ¿yo por qué gracia?

-A fe que si fuera un ruanón entonces si no decías nada; pero como es un caballero noble el que te quiere enseñar, por eso sales ahora con tus fullerías. No seas tonta: déjate enseñar, con eso les echas cacho en las fiestas a la Cecilia y a la Liboria, que se han figurado que ya no hay otras mejores.

-Es lo que te digo, Manuela, agregó don Demóstenes; lo que se debe aprender es la varsoviana, el strauss y la polka, que son los bailes de alto tono, y dejarse de los usos retrógrado de los pueblos semisalvajes. No hay que poner estorbo a los adelantos del siglo.

-Para que lo veas, añadió doña Patrocinio; y al caballero no debemos desairarlo siendo un señor tan amigo de nuestro bien. Sal a bailar y déjate de fullerías, que ya no eres tan chiquita.

No había palabras con qué resistir unas razones   —106→   de tanto peso, y Manuela salió a recibir las lecciones gratuitas de su maestro.

-Ya tenemos mucho adelantado, dijo don Demóstenes, sobre el paso, los movimientos y el oído, no queda nada que desear. Ahora lo que falta es que Manuela salte con propiedad.

Cogió don Demóstenes a su discípula como debía; José silbaba, doña Patrocinio daba palmaditas, y la pareja partió como un relámpago recorriendo un lado de la sala.

-¡Más aprisa!, exclamó don Demóstenes, y ¡adelante! ¡adelante!

-Pero no me apriete, dijo Manuela en un tono muy deprecativo.

-¡Más adelante ese brinco, y ¡adelante! ¡adelante!

-¿Más?

-¡Más, más, más!

-¡Pero cuándo más, don Demóstenes!

-¡Sí! ¡más! ¡con entusiasmo, con fe, con energía!

Don Demóstenes estaba lleno de contento por los buenos resultados de su enseñanza; a más de eso se estaba inspirando con los placeres del baile; se hallaba tan cerca de su casera como no lo había estado nunca; sus manos estrechaban con dulzura los miembros palpitantes de una beldad y cuando inclinaba la cabeza al sonido de los compases, su barba se mecía por encima de la frente de su pareja, como las hojas de una palma sobre las hojas y flores de los árboles de su contorno; los ojos de Manuela brillaban sobre los suyos de una manera prodigiosa, la lección era una gloria; pero Manuela se retiró del puesto y la lección quedó suspensa.

¡Qué lástima que no hubiese allí otros espectadores que doña Patrocinio, José y Ascensión, que estaba parada en la puerta con el cuchillo cocinero en la mano derecha, y una papa en la izquierda, de la cual colgaba hasta el suelo un hollejo hábilmente sacado en forma de espiral!

  —107→  

Era de sentirse que pasase desapercibida una escena de baile europeo en una pequeña parroquia de las caídas de la cordillera oriental de los Andes, cuando el profesor había tomado sus lecciones del arte en París y Nueva York, y las utilizaba civilizando una belleza del pueblo descalzo.

-¡Caramba con el baile!, dijo Manuela. Lo que hay que admirar es que bailen así en las ciudades en que hay tanta sabiduría, a fe que las indias bailan la manta sin alzar casi los pies de la tierra. Como que las pobres son más recogidas en eso del baile, ¿no le parece?

-Vamos a repasar la primera lección, porque san Juan se acerca, y será lo único que bailaré contigo.

-Sólo por eso, dijo Manuela, y salió al puesto.

Una vuelta por toda la sala habían ejecutado los bailadores, cuando Manuela se desprendió otra vez de las manos de don Demóstenes y se fue corriendo a meterse en la alcoba.

-¡Oh malditas cosquillas!, gritó don Demóstenes, dando un zapatazo contra la tierra.

Don Demóstenes no había visto al señor cura, que había asomado a la puerta, y fue la causa de la carrera de la discípula.

-Entre el señor cura, dijo doña Patrocinio.

Mil gracias, le contestó el cura; y después de todos los saludos y de tomar asiento en la hamaca a instancias de don Demóstenes, empezó la conversación diciendo:

-Parece que estamos de fiesta

-Fue que se empeñó el señor don Demóstenes en enseñar a Manuelita algo de lo que bailan en Bogotá, dijo doña Patrocinio.

-Sí, señor, contestó don Demóstenes, enseñar al que no sabe.

-¡Pero el baile!..., dijo el cura.

-La Escritura nos presenta el caso de haber bailado el santo rey David delante del Arca.

  —108→  

-Pero bailó solo, no por sensualidad sino por alegría de hallarse en la presencia del Señor. ¡Y lo que padecen las señoritas con estos bailes de ahora!

-¿Y si no padecen, señor cura?

-Tanto peor para las señoritas; pero yo sé que hay muchas que sufren, y lo digo en honor de las señoritas en general.

-¿Es decir que el señor cura no baila nunca?

-Yo no sé la idea que el señor don Demóstenes tendría del baile; pero yo creo que es impropio de un sacerdote.

-Esto va en los genios, dijo doña Patrocinio, porque el señor doctor Ramírez no se queda atrás de ninguno para un bambuco, ni para un valse, ni para un torbellino, y canta y toca que es una maravilla, y ha quedado de venir para el san Juan.

-Es en lo único que no me parece tolerante el señor cura, dijo don Demóstenes.

-Yo tolero, señor don Demóstenes, pero expongo mis razones. ¡Ojalá que los reformadores y novadores actuales y venideros me toleren a mí de la misma manera!

-Sin embargo, señor cura; al sacerdote que exhorta a que no se tome un manjar por dañoso, cuando el mismo se abstiene, no solamente le tolero, sino que le respeto sus ideas; usted tiene un pleno derecho a mis respetos. Un hombre virtuoso, instruido y humano tiene que ser apreciado en todas partes, mucho más en un desierto como éste.

Después de esto, conversaron los dos personajes acerca de las excursiones a los montes, de las plantas curiosas y útiles y de las aplicaciones que se podían hacer en bien de la humanidad, Don Demóstenes era patriota y realmente humanitario; era un buen liberal y no perdía la menor ocasión de ser útil a la causa, de la civilización humana.

Luego que salió el cura, preguntó don Demóstenes   —109→   por su discípula, y doña Patrocinio le señaló el escondite con los ojos y la boca, y entrando el caballero en la alcoba, encontró a Manuela con la cabeza debajo de la almohada, y retirándosela con sumo respeto, le dijo:

-¿Por qué te escondiste, majadera?

-Por la vergüenza que me dio de que me hubiera visto el señor cura dando brincos como loca.

-¿Y vergüenza por qué?

-¿Luego no sabe que es él quien nos dirige?

Don Demóstenes salió a la calle con dirección a la casa del cura a recibir unas plantas de curare y de pionía para su colección de curiosidades, y Manuela siguió cantando y aplanchando.




ArribaAbajoCapítulo X

Dos visitas


Don Demóstenes había dado en la idea de que estaba enamorado de Clotilde, y bajo este supuesto procedía en todas sus acciones. La contestación de su carta no le agradó, y resolvió hacerle una visita. Se proveyó de municiones, y sin olvidar la peinilla ni el espejo, emprendió la marcha en dirección al Retiro, acompañado de su fiel Ayacucho, siguiendo por gran trecho el mismo camino que había llevado de Bogotá a la parroquia; pero no muy confiado en las señas que le había dado la señora Patrocinio, porque no siempre se retienen en la memoria instrucciones de esta clase. Una legua había caminado cuando vio venir por el mismo camino que él llevaba, un estanciero con mi garrote en la mano, seguido de una mujer agobiada, según parecía, por una maleta que llevaba a la compuesta   —110→   de hojas de plátano entre una mochila de mallas. Don Demóstenes seguramente se dolió de ver la suerte de la pobre estanciera, porque exclamó en palabras bien claras y retumbantes:

-¡Que se revistan ellas de sus derechos políticos y lo veremos! ¡Agobiada ella con una carga enorme, y el muy fresco con su garrote en la mano!

Ayacucho se había adelantado unos pasos y tratando de examinar el contenido de la mochila de la estanciera se fue a encontrarla, lo cual visto por el estanciero, le sacudió un latigazo con el rejo del garrote.

-¡Amigo!, le gritó don Demóstenes, mi perro no hace más que asustar a la gente, pero es inofensivo.

-Esta niña no está para que la asuste nadie, dijo el caminante, y los caminos deben ser libres para andar sin estorbo de ninguna clase.

Don Demóstenes dio unos silbidos, que tal vez corresponderían a uno y diez y ocho de la corneta, porque Ayacucho volvió atrás en el acto. Cuando fue tiempo de cruzarse los viajeros en el camino, se hicieron a un lado de la senda estrecha los estancieros, para dar campo a don Demóstenes, y el hombre dijo a su compañera:

-¡Que salga derecha la revolución de que nos habla don Tadeo todas las semanas, a ver si por tener botas y casaca han de ser preferidos hasta en los caminos provinciales!

Luego que los viajeros se saludaron, dijo don Demóstenes al pasajero:

-Mi amigo, ¿voy bien para el Retiro?

-Sí, señor, le contestó.

-¿No me perderé?

-¡Pues quién sabe; porque como de eso sucede en esta vida!

-¿No pudiera usted darme las señas del camino   —111→   del Retiro?... Deseo visitar a don Blas, el dueño de la hacienda.

-No se moleste su persona; porque él no está ahí, y no viene hasta mañana en la tarde.

-Yo podré dejarle un recado con el capitán y los criados.

-Mándeselo usted conmigo, que tengo que ir con la tardecita por una totuma de miel.

-No obstante, quisiera yo conocer la hacienda, si usted tuviera la condescendencia de darme las señas.

-Pues mire: siga así como va, que el camino lo lleva derecho, y Dios lo lleve con bien.

Don Demóstenes llevaba mucha sed, y le dijo a la mujer:

-Usted llevará frutas en esa maleta, véndame algunas.

-No son frutas, dijo la estanciera.

-¿Cómo no, dijo don Demóstenes, pulsando la mochila, no es un mamey éste que toco aquí?

El llanto de un chiquillo, le dio la contestación, y la mujer añadió: es mi hijito, y éste es el modo de cargar los chiquitos en estos lugares; así dobladitos entre las hojas de plátano.

-¡Pobres madres!, exclamó don Demóstenes.

Por fin cruzaron el camino los viajeros, y don Demóstenes oyó por algunos instantes la conversación que llevaban.

-Se hacen los caritativos con los pobres, decía el hombre, pero lo cierto es que los calzados nos quieren tener por debajo a los descalzos, siendo los descalzos los que componemos la mayor parte de la República. Este cachaco está siempre hablando de la igualdad y de la protección a los pobres; pero en lo que menos piensa él es en la igualdad.

-Pero la niña Rosa me ha dicho que es muy generoso con los pobres.

  —112→  

-Eso lo hacen en donde ellos creen que hay hueso que roer; y yo de lo que me admiro es de que haya bobos que lo crean. ¡Qué igualdades ni qué pan caliente! No hay más igualdad que el garrote y no dejarse uno chicotear ni de los ricos, ni de las autoridades, ni de nadie, como lo hago yo; esa es la verdadera igualdad. Yo lo oí hablar contra mí la noche que le rompí las quijadas a Elías Pérez, porque yo estaba escondido en el monte; unas veces quiere que se castigue y otras que no se castigue; pero a mí no se me da nada porque yo sé que don Tadeo me saca con bien de todos mis afanes. ¿Qué le parece a usted la igualdad? Don Demóstenes les echa taba a las calzadas y a las descalzas, y yo no les digo mis penas sino a las descalzas. Ayer bajaba don Demóstenes de las estancias de Paula y Pía, y hoy va a la casa de la niña Clotilde. Los calzados se divierten con todas a un mismo tiempo; pero don Demóstenes dice que la igualdad está reinando en la Nueva Granada. Yo no sé cómo será la igualdad, mientras que los ciudadanos estemos repartidos en la clase de los descalzos y la clase de los calzados. Don Tadeo dice que no puede haber igualdad hasta que no acabemos con todos los cachacos de botas y de zapatos.

No sabemos qué tanto alcanzaría a oír de este discurso el señor don Demóstenes, el cual iba demasiado inquieto por no tener seguridad acerca del camino que debía seguir. De tiempo en tiempo se detenía con el oído fijo al lado de la espesura del bosque, deseando algún animal precioso para presentárselo como trofeo de su expedición a Clotilde; pero de los grupos no salía sino el ruido de cien chicharras que lo desesperaban, tanto como los ardores del sol. No había fuente, pantano ni quebrada en donde apagar la sed que lo tenía casi muerto, y lleno de pena y de fatiga se acercó a la sombra de un iguá muy coposo, y se sentó encima de una piedra que estaba embebida entre la hojarasca,   —113→   y mientras registraba el muelle de la escopeta, Ayacucho le puso la mandíbula sobre la pierna, perseguido de los tábanos y devorado de tanta sed, que tenía una cuarta de lengua afuera; así que lo advirtió el compasivo caballero, le dirigió estas palabras en la forma de un discurso:

-¡Oh Ayacucho, mi noble y generoso amigo! ¿De qué te servirán tus sacrificios, al fin de una carrera obscura y deslucida? ¡Te privas voluntariamente de tus afectos especiales, por seguir aventuras infructuosas!

Ayacucho meneó la cola y exhaló una especie de aullido, con el cual parecía que contestaba los razonamientos de su amo, y éste mucho más compadecido por la expresión de ternura, continuó diciendo:

-Pero no hay que afligirse, que la historia es el premio de los sacrificios y de las virtudes. Tu nombre vivirá con mayor razón que el nombre de los Ganelón y de los Matalegría.

Dijo, lo acarició y lo convidó con un silbido a continuar adelante.

Desde allí se fue Ayacucho mucho menos abatido que antes, y rebuscaba las sendas de un solo costado como inspirado por el conocimiento de alguna novedad favorable. De golpe dio un aullido al oler las ramas de una senda muy estrecha, y se volvió para atrás y luego para adelante; esperó a su amo en la boca de una trocha que apenas era andadera; luego que el amo llegó, se internó con la confianza de un baquiano. Don Demóstenes lo siguió con fe, y a media cuadra de distancia dio con el pequeño desmonte que componía todo el horizonte de la estancia de Mal-Abrigo.

No pudo acordarse don Demóstenes de una sola pintura que se pareciese a Mal-Abrigo, en donde no sonaba voz alguna de persona viviente. Las ruinas presentan la vista de alguna zorra o lechuza; los cementerios la imagen luctuosa de algún huérfano o   —114→   de alguna viuda que atraviesa por medio de los sauces, con el semblante abatido; pero en Mal-Abrigo no había sino avispas, abejas y algunos insectos que diesen testimonio de la vida. Una guadua del tamaño de los cedros más corpulentos, sacudía sobre el patio su dilatada ramazón elevándose sobre los otros árboles no menos sombríos. La idea del guardián de que habló Rosa la noche que don Demóstenes posó en Mal-Abrigo, le sugirió a este señor la esperanza de averiguar la existencia de las estancieras. Fuese al el fogón de la enramada y halló para su consuelo un tronco grueso de zapote, que guardaba candela oculta, y esto lo animó a gritar, aunque no como gritan los campesinos.

Sentose don Demóstenes a descansar, bajo el alar de la choza, lo que también ejecutó su compañero Ayacucho; al poco rato apareció Bagazo por entre las ramas tupidas que cubrían la senda de la quebrada, y al ver a Ayacucho, corrió latiendo a atacarlo con denuedo; pero Ayacucho, después de levantarse, no hizo sino dar unos pasos y quedarse callado. Conducta muy rara por cierto, porque el raquítico defensor de la estancia de Mal-Abrigo habría perecido de una sola tarascada del mestizo gordo y atrevido, acostumbrado a no sufrir insultos de ninguna clase; pero habiendo visto Bagazo que Ayacucho no entraba en pelea, se contentó con adelantarse y olerlo en señal de fraternidad canina, lo que también hizo Ayacucho, y en el acto quedaron muy amigos.

No dilató Antoñita en asomar por la misma senda que Bagazo, trayendo un calabazo de agua, de la cual, aunque salada, tomó el caballero porque se hallaba devorado de sed, después de un cortísimo saludo, y se ocupó en hacer el siguiente interrogatorio.

-¿Tu madre?, le dijo a la bella estancierita.

-Mi mamá está por la montaña y no vuelve hasta mañana en la tarde.

  —115→  

-¿Tu hermana?

-Mana Rosa no está por aquí.

-¿Qué hago para verla?

-Ella no se deja ver esta semana.

-¿Está muy lejos?

-No; pero usted no da con ella.

-¿Qué hiciera yo?

-Pues, quién sabe.

-¿No me la pudieras llamar?

-¿Y si se pone brava?

-Dile que soy yo. Dale por seña que te regalé esta peseta: toma y muéstrasela allá.

Cogió Antonia la moneda, y corrió con el mayor gusto a llamar a su hermana, y cuando ya estuvo en lo más espeso del bosque, se puso a cantar en el tono triste pero fuerte con que las estancieras hacen retumbar los bosques que ciñen las sementeras, quebradas y lavaderos de tierra caliente, comenzando por esta copla:


A los montes me retiro,
a hablar con los pajaritos;
porque ellos sí me contestan,
aunque son animalitos.

En menos de un cuarto de hora se puso Rosa a la vista de don Demóstenes, por debajo de los floridos bejucos de adorote, y de las ramas aromáticas de los guayabos ulandas, puso al frente de la cocina unos palos que parecían tizones apagados, y se acercó limpiándose el sudor del pecho y de la frente con un pañuelo colorado que llevaba prendido de la copa del sombrero de trenza de palma.

El traje de Rosa no tenía las ventajas de la riqueza, sino todas las apariencias de la naturaleza selvática, porque sus enaguas eran muy altas de los tobillos y su camisa era de mangas sumamente cortas y de tira muy escotada.

  —116→  

Este golpe de vista pasó como una exhalación mientras que Rosa se trasladó de la mitad del patio al corredorcito donde se hallaba su huésped, al cual le dio la mano, sin reparar que la tenía llena de los rezagos de los palos quemados de la roza.

-¡Qué milagro que se hubiera acordado de la senda!, le dijo la estanciera a su antiguo huésped.

-Te hablo la verdad: fue Ayacucho quien se acordó, porque él fue el primero que dio con la entrada; pero yo no te he olvidado nunca.

-¿Por qué no había venido a pasearse por estos lados?

-He tenido poco tiempo.

-¿Mírenlo; y cómo para ir a ver a Pía sí ha habido tiempo?

-¿Quién te ha dicho?

-¿No sabe que en los lugares chicos y retirados no se da un paso que no se sepa? ¿Y qué tal de posada? ¿Cómo le ha ido con la niña Manuela?¿Lo cuida y lo quiere mucho?

-Cuidarme, lo que es posible en un pueblo miserable; quererme muy poco, y te aseguro que no sabe lo que se hace.

-Ella no quiere a ningún rico, y le alabo el gusto, porque aquí donde usted ve, yo soy enemiga de la clase de botas, con toda mi alma y mi corazón y mi vida.

-Yo me alegro de que tú seas socialista, porque esta doctrina es la única que puede perfeccionar todos los gobiernos; pero me recelo que te vayas muy adelante. ¿De dónde has tomado lecciones de tanto progreso?

-¿Acaso le entiendo nada?

-Más claro. ¿Quién te ha enseñado que la riqueza acumulada en ciertas clases privilegiadas, o en ciertos hombres más usureros, más sagaces, más afortunados, es contraria al espíritu de la democracia?

  —117→  

-Ahora sí que me dejó a oscuras.

-Entonces explícame la causa de aborrecer tanto a los ricos, o si es alguna chanza de las tuyas.

-Es tan de veras, que si llegara a querer a un rico tendría que irme derecho a los infiernos.

-¡Boba! ¿qué tiene que ver el infierno con los amores?

-Que hice un juramento, puesta de rodillas delante del buitrón de las hornillas de la Soledad, con la cruz formada con el dedo pulgar de la mano derecha, de no querer a ningún rico, bajo ningún pretexto.

-Esos son votos temerarios, que no obligan en ninguna de las religiones existentes. Se me pone que algún rico se portaría mal contigo, y que la rabia de un desengaño te ha llevado a los extremos; pero la lógica debe estar primero que todo. Hay ricos que son muy dignos de quererse.

-Es porque usted no sabe que un rico me acarició para reírse de mí y para desechame luego, quitarme la estancia y arruinar a mi familia.

-¡Imposible! Yo no puedo creer que haya visires entre los republicanos de la Nueva Granada.

-Óigame y verá.

-Bueno, pero no me hables de amores, dijo el bogotano, que para todo hay tiempo a pesar de que la vida es tan corta.

-Es decir que yo me quedo en el concepto de embustera para con usted, ¿no es eso lo que pretende? Pues no, señor; me tiene que oír; lo contaré una historia y verá que no soy ninguna embustera.

-Otro día, Rosa, porque hoy tengo que ir al Retiro y se me hace tarde.

-Después no hay tiempo, o no estamos los dos a solas, como hoy, que mi mamá está en casa de mi madrina Patrocinio y la chinita está despalizando en mi lugar.

-Te oiré, pues, si tanto lo deseas.

  —118→  

-Pues fue de esta laya: como se fue, Matea para Ambalema con el novio de Pía, y como mi señora madre perdió su brazo en el trapiche, y Antonia no tenía sino diez años a lo sumo, yo tuve que ir al trabajo del trapiche y desde el mismo día me echó el ojo el amo de la hacienda, por mi desgracia. Yo andaba en los catorce años y medio, y mi viveza y mi genio les agradaba a todos. El amo no excusaba el decirme algo de mis ojos y mis pestañas siempre que me hallaba sola.

-Y con razón, porque te aseguro con toda verdad que en ninguna parte del mundo he visto unos ojos más hermosos, decorados con cejas y pestañas de tal esplendor...

-A mí lo que me daba era vergüenza y miedo al mismo tiempo, de hablar con el amo, y hacía todo lo posible por evitarlo; pero usted ha de saber que los amos, dueños de tierras, tienen el poder en sus manos para todo lo que quieren. Todos les ayudan para cumplir sus antojos. El mayordomo me mandaba a la casa grande con pretexto de llevar las raciones, o de llevar velas para el trapiche; y para que no me pudiera ir a dormir a la estancia, me puso de trapichera, que es oficio en que muchas veces se trabaja hasta las once de la noche, comenzando a la madrugada. ¿Cómo estaría yo de molesta durmiendo entre la basura, a la vista de una docena de peones y algunas peonas sin ley ni rey, a distancia de tres cuadras de la casa grande de los amos y a cinco de la del capitán y el mayordomo? El amo se solía quedar una que otra ocasión en un cuarto que tenía en el trapiche para apurar la molienda, cuando había partidas de bestias detenidas en la plazuela esperando la miel, y llamaba los peones y peonas que necesitaba. A mí me llamaba algunas veces, pero como yo era tan vergonzosa, no iba sino acompañada de Liberata, una amiga que tengo, que vive allá en el trapiche desde que vino de su tierra, y es la caqueceña más bonita que ha venido   —119→   a los trapiches. ¡Si usted la viera se quedaría tuturuto!

Por este tiempo se hallaba en el trapiche una mujer llamada Sinforiana, arrendataria de la misma hacienda; tenía a su cargo un destajo de siembra de un almud de caña, y había llevado a sus hijas Cecilia y Francisca, para que le ayudaran; y esta buena mujer se me metió de amiga, y me llenaba de cariños y de regalos para tenerme grata, y dio en convidarme a las visitas del cuarto del amo por la noche.

Antes de los dos meses comenzó el amo a tratarme con mucha dureza, haciendo creer que sobre mí tenía mayor mando que sobre todas las otras peonas; me quiso privar de ir a los gastos y a la parroquia, me mandó que no me chanceara con Celestino, un muchacho muy parcial que me cogió cariño. Entonces me dejé de ir al cuarto; pero el amo se puso en candela y regañó a mi mamá. Viendo esto, lo que hice fue decirle llena de miedo, que a trabajar en su hacienda me obligaría, porque yo era su esclava, en el techo de ser su arrendataria, pero que a quererlo no me podría obligar. No tardó cinco días el comisario en ir al trapiche y amarrar a Celestino y llevarlo de recluta. Yo no quise volver al trabajo; pero el amo, por ver si yo me sujetaba por medio del temor, me mandó decir que si no lo iba a ver, me echaría de la hacienda. Tampoco hice caso de sus amenazas; pero le di la orden a su mayordomo (que es un tigre cebado, a propósito para aterrar a los arrendatarios) de que nos echara de la estancia, con el plazo de veinticuatro horas para buscar casa y trastear.

Entonces fue cuando compramos esta estancia de Mal-Abrigo por veinte pesos al fiado, y de pronto nos pasamos, perdiendo las matas de maíz, que estaba rodillero, y unas cien matas de plátano hartón que teníamos en las orillas de la quebrada, y nos derribó los ranchos, dejando algunos arbolitos, que aunque   —120→   no valgan nada, pero se les coge cariño. Usted ve que el amo me causó los mayores daños, de cuenta de mis hermosos ojos, y sin el recurso de darle mis quejas a ningún tribunal de la tierra. ¡Gracias a que el pobre Celestino se pudo fugar del cuartel!

-¡Oh! ¡los señores feudales!, exclamó don Demóstenes, ¡y en el siglo XIX y bajo un gobierno más democrático que el de los Estados Unidos! ¡Me horrorizo, me espanto de ver que así se desprecie la Constitución!

-Para que vea que tengo mucha razón en aborrecer a los ricos, dijo Rosa, y se limpió las lágrimas con disimulo.

-Jesucristo y Proudhon tampoco los quisieron; pero hay excepciones en todas las reglas, y yo tengo derecho para que las hijas del pueblo no me aborrezcan, porque soy defensor del pobre, aunque gozo de regular fortuna.

Se quedaron callados los interlocutores por algunos, momentos, los ultrajes, que la ciudadana había sufrido en sus más preciosos derechos habían contristado el corazón humanitario de don Demóstenes; había visto correr las lágrimas de los ojos más hermosos de toda la comarca, y sus ojos también se humedecieron. Era solemne aquella visita. Las decoraciones de la sala de Mal-Abrigo tenían un aspecto grave por la humildad de la pobreza, el exterior era lúgubre por el silencio y por la sombra del curo y de la caña gigantesca que se mecía por encima del patio. Demóstenes, que había viajado y visto toda la grandeza de los hoteles y de las casas más ricas de los Estados Unidos, era el socialista más a propósito para apreciar en aquella situación todo el mérito de la humildad y pobreza neogranadinas, conversando en tal salón con una estanciera descalza y vestida con el traje más inmediato que puede haber al de los aborígenes de la tierra. ¡Oh, cuánta desigualdad delante del cuadro general de la   —121→   civilización humana! ¡Cuánta distancia entre Rosa de Mal-Abrigo y la hija de don Blas, el dueño de la hacienda! ¡Y cuánta distancia entre la señorita Clotilde y la hija de un grande de los reinos unidos de Inglaterra!

Después de unos momentos de triste meditación dijo don Demóstenes a la estanciera:

-Ahora necesito que tú me hagas un favor.

-Siendo cosa que se pueda, dijo ella, cuente usted conmigo, patrón don Demóstenes.

-Muy posible. Yo no exijo lo que no es racional y justo.

-¿Y qué es lo que necesita?

-Que me vayas a llevar hasta las puertas del Retiro, porque en la geografía práctica de los caminos, te hablo la pura verdad, entiende más Ayacucho que yo, y hasta mi mula tal vez; por lo menos las señas que me dio la patrona no las comprendo, aunque las tengo escritas aquí en la cartera, y son de este modo: «Coge usted todo el camino que va para Bogotá; más adelante de Mal-Abrigo tuerce a la izquierda por una senda donde sobresale un guayabo de monte; más abajo hay una división de caminos, coge usted por el que tiene en la orilla una mata de payandé, muy llena de horquetas, y de allí como a veinte largos de tarea, llega al dinde que está cerca de la hacienda, y pasando una quebradita de agua muy clara, llega a la puerta de la plazuela por debajo de unas ramas de iguá y del espino corono, abre la puerta de golpe, y ya está usted en la casa grande del Retiro.» Las señas que me dio un pasajero que iba con una mujer que llevaba un muchacho en la mochila, fueron éstas: «Siga usted como va, que el camino lo lleva.» Y te aseguro que me hallo tan a obscuras como si no me hubieran dado ningunas señas.

-Pues ahí verá que en otra cosa le puedo servir,   —122→   pero en eso no; porque mandé a avisar a la hacienda que no iba al trabajo por hallarme muy mala, sólo con el fin de despalizar una rocita para sembrar unas cuatro maticas de maíz, y si me cogen en la mentira, me friegan.

-¿Qué hago, Rosa de mi vida?

-¿Y qué afán tiene?

-Te voy a decir la verdad: es que estoy apasionado de Clotilde. ¡Oh, tan bella y tan amable!

-¿Y no pudiera dejar la visita para otro día?

-¿Entonces no sabes tú lo que es amor?

-¡Ojalá que nunca lo hubiera sabido!

-Anímate, que yo te seré agradecido; una vez me quitaste la sed y el hambre, y ahora me abrirás las puertas de la gloria.

-Pues estoy animada; pero tengo miedo de que me suceda algo: espérese, le doy un piquete de una trocha de carne asada y un poquito de guarapo.

-Allá me obsequiarán inmediatamente. Siendo la casa de un hacendado que gana diez mil pesos por año...

-No le hace. Dice el adagio que «aunque fueres a la casa de tu hermanito, sorbe primero tu caldito.»

-¡Mil gracias!, escucha el reloj y verás que es sumamente tarde, y no me puedo detener, dijo don Demóstenes; y tocando el resorte, contó Rosa los doce pequeños campanazos que la dejaron admirada, se aplicaba el reloj a los oídos, empeñándose con don Demóstenes para que le mostrase lo que tenía por dentro la pequeña caja de metal.

Rosa dejó las gallinas encerradas, les puso nudo a las cabuyas que suplían la chapa de la puerta de guadua picada, y agarrando una varita en la mano, tomó camino, andando dos o tres pasos adelante de don Demóstenes.

Cuando se entraron los viajeros al monte más obscuro,   —123→   después de separarse del camino provincial, por el lado de la mata de guayabo, le dijo don Demóstenes su baquiana:

-¿No cantas como tu hermanita?

-¿Para que me conozcan y me frieguen?

-¿Conque la libertad de cantar también la quitan los señores dueños de tierras? El poder de los gavilanes, no alcanza a tanto con las avecitas del monte.

-¡Ojalá que eso no más fuera!

Rosa volvió a quedarse callada, y miraba con susto para todas partes, lleno su corazón de temores, como las esclavas de cuya sangre tenía la honra de haber descendido, cuando estaban escondidas de sus feroces amos. Llevaba sus enaguas arregazadas y saltaba las piedras y los pequeños barriales del camino del Retiro con mucha más agilidad que el bogotano, y como era conocedora de los sitios, se aprovechaba de las sendas de a pie que se apartaban de los fangales y palizadas. Rosa tenía que esperar cada rato a su pupilo, y en una de esas ocasiones se había parado sobre una piedra cubierta de helechos y musgo, a la sombra de una bejucada obscura de pasifloras, detrás de las cuales se levantaba un pedrón estupendo. Habían tomado las cejas y pestañas de Rosa proporciones infinitas, por la obscuridad del bosque, y todo su cuerpo se mostraba imponente como las estatuas de las jóvenes romanas, por la misma pobreza de los vestidos. El espectáculo era solemne, y don Demóstenes, que tributaba su culto a la naturaleza, tal vez hubiera doblado la rodilla si la famosa Clotilde no estuviera tan inmediata.

-¿En qué piensas?, le dijo el socialista a la triste proletaria del Retiro.

-En mi desdicha, y en que me he de morir muy pronto.

Y saltó de encima de la piedra para seguir su camino.

  —124→  

Al cabo de un cuarto de hora se paró la estanciera, y le dijo:

-Mire la copa del dinde grande: desde ahí verá la puerta de la plazuela del Retiro, cubierta de las ramas del monte. Yo me aparto de aquí antes de que me vean de la hacienda. Adiós, don Demóstenes. Dios quiera que le vaya bien en su visita.

-¡Pues adiós, bella Rosa! Mil gracias por tus favores.

No pudo abstenerse don Demóstenes de darle la mano a su baquiana, sin reparar en la mugre del carbón, como se da a las señoritas de alto tono, apretándola y sacudiéndola muchas veces, y hasta iba a darle un abrazo, mas en aquel momento se oyó un silbido que partió de lo más espeso de las bejucadas.

Rosa corrió como una venada, y don Demóstenes se aproximó al dinde grande; y reparando en una guacharaca que comía las pepas del árbol, le apuntó, disparó, la mató y la tomó en las manos. Colgó el espejo en un tachuelo y se compuso de ligero las barbas y el pelo, y pasó triunfante por la puerta de la plazuela de la hacienda del Retiro.

Cuando sonó la puerta de la plazuela, latieron todos los gozques de las chozas, y gorjearon los pericos, y se asomaron algunas personas a las puertas de sus asilos domésticos, entre ellas Clotilde, quien se asustó de ver un cazador de botas y de saco de dril, como si hubiera visto una partida armada de expropiadores de mulas y de ganado. Mandó quitar unas lías de zurrones que el mayordomo había dejado en el corredor, y unos costales viejos; guardó la costura, que era de los últimos remiendos que se pueden hacer a las camisas; entró a componerse el pelo en frente de su tocador, y salió a colocarse en su asiento, algo trémula y descolorida, sacando un bastidor de bordar que estaba colgado de una estaca de palo. Otra joven, que cosía   —125→   junto a Clotilde, también cambió su costura por algo más nuevo, se compuso sus bucles, enderezó las puntas de su pañoleta y se cubrió muy bien los pies, a tiempo que se presentó el cazador en frente de la puerta y saludó con la mayor cortesía.

-A los pies de ustedes, mis señoras.

-Siga usted, caballero, le dijo Clotilde, un poco asustada.

-Mil gracias, mi señora.

-Tome usted asiento.

-Mil gracias. Yo creía que no llegaba. Colón no sufriría tanto buscando el Nuevo Mundo, como lo que yo he sufrido por hallar esta casa.

El golpe de un tizón que cayó en la puerta de la sala, por el lado del patio interior, regando chispas para todos lados, sorprendió a las tres personas de la visita, las cuales oyeron en seguida estas palabras de rabia:

-¡Echen ese demonio! ¡Que se largue para su casa!

La señorita Clotilde se levantó y vio al denodado Ayacucho, que se bajaba de la mesa del comedor después de engullirse cinco libras de mantequilla que la misma señorita había dejado allí tapadas con una coyabra. El visitador se levantó de su asiento y amenazando a su perro con un puntapié, le dijo:

-¿Qué es eso? ¡Malcriado!

-¿Yo ven?, dijo la cocinera; se las ha sorbido como quien se come un huevo.

La señorita salió entonces en la defensa del mestizo, diciendo con mucha dulzura:

-No tenga usted cuidado, señor; eso no vale la pena.

Ayacucho se entró en la sala lamiéndose los bigotes, y causando sumo respeto con su grave fisonomía y su talla gigantesca, de las mayores que se conocían en su clase, lo que observado por el amo fue causa de que les hiciese una explicación a las dos personas que no lo conocían de vista.

  —126→  

-¡No teman ustedes, mis señoras! Es el animal más galante y fino que se conoce. No muerde a nadie, y fuera de eso sabe tales gracias, que ya lo reputan por sabio en la parroquia y hasta creen que sabe magnetizar.

-¿Éste es el perro que dicen que saca escuditos del fondo del charco del Guadual?, dijo la compañera de la señorita Clotilde.

-Es muy capaz de todo eso, mi señora, pero estas anécdotas del bajo pueblo suelen adornarse con circunstancias que los ociosos añaden a su arbitrio, como la señorita debe saberlo, dijo don Demóstenes.

-Es que las noticias corren así, dijo Sildana, que así se llamaba la segunda hermosura del Retiro.

-¡Oh, mi señora!, exclamó el bogotano, yo suplico a usted, sin embargo, que tenga la dignación de suspender el juicio.

Clotilde dio sus órdenes para dar tabaco al visitador bogotano, y habiendo ido su compañera a traer la candela, conoció aquel que no era señora sino criada la hermosa costurera, así que le vio los pies enteramente descalzos, bien que él no tuviese la culpa de que la criada de la señorita no hubiera tenido un letrero que la distinguiese, porque en cuanto al traje y al peinado, estaba muy parecida a su señora; y esta clase de chascos se repiten en Bogotá con alguna frecuencia, en donde hay criadas blancas y bonitas, parecidas a las señoras. Pero la salida de la criada estuvo muy a tiempo, para que don Demóstenes continuase con el objeto de su viaje, y dijo lo siguiente:

-Por saber de sus propios labios la explicación de la carta que usted tuvo la bondad de contestarme, me decidí a atravesar dos leguas de bosque seguido, en guisa de cazador, como usted me ve.

-¿Y no mató algunas aves?

-¡Oh sí! Una guacharaca que tengo la honra   —127→   regalar a usted, como fruto de mi excursión.

-¡Miren la guacharaquita de mi señora!, exclamó la criada, al volver de la cocina con la candela.

-Yo he matado esa ave en las selvas, en un dinde muy grande.

-Hasta allí salía a comer las pepas maduras, y luego se volvía, y sino, que vean si le falta o no el dedo más chiquito de una pata.

-¡Es la mía!, dijo la señorita, y de sus ojos rodó una lágrima que no pudo contener.

-Lo siento en el alma, mi señora, y voy a solicitar un par de estas preciosas aves, para reponer la que usted acaba de perder.

-No se moleste, señor, esto no quiere decir nada.

La entrada del joven Lucinio, hermano mayor de la señorita, hizo terminar la fúnebre escena de la guacharaca, y el asunto de la conversación se cambió por asuntos áridos de cañas, miel, arrendatarios y peones; pero queriendo amenizar un poco la conversación don Demóstenes, se dirigió a la señorita en los términos siguientes:

-Tiene muy buen gusto la señorita en no ocuparse sino de la pintura o dibujo de sedas, así como el de colores sobre el papel, es un oficio muy digno de las finas manos de una señorita.

-Son parches que no valen nada, dijo la señorita con suma modestia.

-Por el contrario, dijo el bogotano con decisión yo veo flores sombreadas corno por la mano de un hábil dibujante, y líneas de mucho primor.

-Seda enredada, dijo la señorita.

-Lo que no comprendo es la serie de líneas pardas con que se hallan atravesados los espacios, a manera de la ruta de los viajeros o conquistadores que se nota en algunos mapas de América.

El bogotano se acercó un poco al bastidor, y queriendo   —128→   examinar de cerca las líneas, ya que se le presentaba la ocasión de lucirse como artista, rompió la ruta del comején, que es una línea parda en forma de tubo, especie de camino cubierto por el cual se pasean los individuos del hormiguero llamado comején, que se establece en todos los lugares de tierra caliente en los muebles que son abandonados por algunos meses, y que tienen algunos principios de corrupción.

Viendo la señorita que era un recurso perdido la estrategia de haber bajado el bastidor de la estaca, se quedo petrificada de vergüenza; pero el bogotano no sufrió menor pesadumbre al reparar que el carbón y la mugre de las manos de Rosa se conservaba de una manera visible en sus manos, y que había tenido la imprecaución de contaminar las blancas y primorosas manos de la señorita, por apretárselas al tiempo del saludo de costumbre, y salió a pedir agua para lavarse.

A poco rato llamó la cocinera que le había tirado al perro con el tizón, para que la señorita le fuese a oír sus consultas a la despensa, y no podemos prescindir de obsequiar a nuestro lector, con una copia del diálogo que tuvo lugar:

-¿Qué hacemos, Mauricia de mi alma?, le decía la señorita a la cocinera, ni tenemos patas, ni tenemos menudos, ni tenemos lenguas, ni tenemos sesos, ni tenemos nada para un principio, y el mercado no viene hasta la noche.

-Y apostar a venir en último día de la semana, como si fuera Bogotá para correr a la plaza, y comprar de todo en cualquier día y a cualquier hora. ¿No lo ve su merced?

-Y no haber sino plátanos, batatas, ahuyamas, frijoles y tasajo.

-Y no saber si es bogotano, neivano, socorrano o antioqueño para darle por su sazón.

  —129→  

-Bogotano, ¿no lo ves? Los bogotanos se conocen de a legua.

-Pues entonces le hacernos batatas y plátanos asados al horno y plátanos en almíbar, una torta de ahuyama, otra de batata y otra de plátano hartón; se le dice que es a la italiana, a la francesa y a la inglesa que es del modo que se usa en la casa de monseñor, y ya está la cosa.

-¿Pero qué hacemos de mantequilla?

-Que se coma el poquito que dejó su perro; ¿no ve su merced?, andar con sus perros a la pata para que se los mantengan de balde.

-¿Y sopa?

-Le hago a la jardinera, de caña menudita, los hígados y el pico de la guacharaca; que se la coma ya que nos hizo el daño.

-¡Ay, mi guacharaquita!

-¿Y a qué vino el bogotano?

-A un negocio con papá.

-Sí, papá, dijo la criada, y salió de la despensa casi tan desaviada como había entrado.

Don Lucinio se llevó al bogotano a pasear el trapiche; mientras que salían de los afanes en la casa, lo entretuvo tres horas mortales en las cuales exhaló algunos bostezos de colegial acordándose de la carta de Rosa y del adagio profético de las estancias: «aun cuando fueres a la casa de tu hermanito, sorbe primero tu caldito.»

Al fin fue al trapiche la plausible noticia de que la comida estaba en la mesa; pero como hay tantas cosas que al hacendado le importan más que comer a tiempo, dejó correr don Lucinio dos y tres avisos, de suerte que Clotilde hubo de comer sola, y cuando los dos hombres fueron, tuvieron que comer solos. Tal vez la señorita no se detuvo en esperarlos sino un cuarto de hora, por no verse de frente con el bogotano que había visto el   —130→   comején de su bastidor; y tal vez el caballero se alegró de no comer en la mesa con una señora inofensiva a quien había causado los males de untarle las manos de carbón, de matarle su guacharaquita, de ensalzarle a su criada con el título de señora y ponerla en afanes el último día de la semana. La presumida Sildana era la única que estaba de buen humor, y cuando iba a la cocina a llevar los platos se reía de una manera muy ostensible.

A poco rato después de la comida, trató don Demóstenes de viaje. Se puso en pie, abrió por las hojas en blanco un libro muy grande que estaba junto del tintero, en una mesa esquinera y escribió:

«¡Hermosísima Clotilde, feliz el viajero que ha conseguido llegar a la mansión que esconde tantos hechizos a los ojos de todo el mundo!»

-¿Qué ha hecho usted?, le preguntó la señorita cuando vio que el caballero soltaba la pluma.

-Escribir cualquier cosa en el álbum de usted, mi señora.

-Es el cuaderno de los apuntes de la sal, los plátanos y el tasajo.

-¿No es el álbum, pues?

-Yo no tengo álbum, porque yo no pido limosna con escopeta, como la que piden los salteadores de los caminos.

Cuando se acabó de despedir don Demóstenes de Lucinio y de Clotilde era cerca de la oración, de manera que pasó casi a obscuras toda la selva, desde la plazuela hasta el camino provincial, embarrándose y tropezándose a cada momento por la falta de su amada baquiana; pero al llegar a la entrada de Mal-Abrigo se encontró con Rosa y ella lo acompañó hasta la parroquia, a donde llegó mucho después de las ocho. Fue para don Demóstenes un día muy aciago el de las visitas, porque lejos de adelantar en sus amores, parecía que había retrocedido   —131→   por las ocurrencias que tuvieron lugar en el Retiro y esto lo llenó de amargura. Don Demóstenes dijo a Rosa entre muchas cosas que conversaron sobre feudalismo, sobre política y sobre el arte de amar, que un rechazo en amor era lo mismo que en cacería, una pérdida de mucho tiempo y de mucha paciencia. En la casa estaba esperando una desgracia muy grande a nuestro bogotano.

Manuela era la mujer más oficiosa de cuantas hay en el mundo; tenía el puntillo de que ninguna sabía mejor que ella componer y barrer los cuartos de los hombres, y sabiendo que su huésped no volvería hasta la noche, acometió la obra del arreglo del cuarto con una clase de esmero que cualquiera hubiera dicho que era un rasgo de coquetería; barrió suelo, paredes y techo, desarmó el catre para limpiarlo, sacudió la ropa y limpió y cepilló las botas y los zapatos; ventiló y ordenó de nuevo la ropa que estaba en los baúles; limpió y bruñó las tablas de la mesa de alcoba, y en todo lo que había encima de la mesa estableció un nuevo orden de cosas, reduciendo las existencias a cinco clases por el método siguiente:

1º. Todos los libros, cuadernos y papeles públicos colocados horizontalmente y con los rótulos vueltos para el lado de la pared.

2º. Las navajas de afeitarse, tijeras, despabiladeras, anteojos, pinzas, revólver, puñal y cortaplumas.

3º. Candelero, tintero, salbadera, obleas, botellas, frasquitos y termómetro; y

4º. Pájaros disecados, cucarachas, dibujos, mariposas, pepas de árboles, conchas, fósiles y flores.

Cuando entró don Demóstenes en su cuarto y vio el arreglo, se agarró la cabeza con las dos manos, guardó silencio por un minuto y luego prorrumpió en la exclamación siguiente:

-¡Oh, qué mano fatal ha pasado por sobre todas   —132→   mis cosas! ¿Quién me ha trastornado las citas de mis libros? ¿Quién ha revuelto todas las clases y órdenes en los insectos y las plantas cuya clasificación me había costado tantos días de trabajo? ¡Oh! ¡cuánta pérdida mientras que yo perdía la cabeza en una visita, que tal vez me sale adversa! ¡Ésta ha sido Manuela! ¡El gusto que les da componer mesas como los muchachos, cuando componen tiendas o altares para jugar! Le compusiera yo a Manuela la despensa, o la caja de costura, a ver a qué le sabía. Ésta ha sido Manuela sin que me quede duda.

La joven casera de don Demóstenes estaba oyendo desde la puerta de la cocina, estas quejas al aire, y acercándose a la puerta de la sala, se expresó en estos términos:

-¿A ver qué le hizo Manuela, qué es lo que se le ha perdido?

-¡Oh! ¡las clasificaciones íntegras!

-Una peseta que estaba sobre la mesa, ¿no la topó sobre los libros?

-¿Y las flores disecadas?

-¿Eso tan seco? ¡Ave María! Allá fueron a dar al muladar con los chicotes y las cáscaras de las frutas.

-¿Y los borradores?

-¿Esos papeles tan negros y tan sucios y tan borroneados? ¿No los rasgué, y los emburujé y los eché a la candela?

-¿Y quién te metió a ti en esos cuidados?

-Por componerle su cuarto, que ya parecía cuarto de locos. ¿Cómo don Alcibíades no se ponía bravo cuando le componía yo sus baúles y su mesa?, pero con no volver a entrar jamás a su cuarto está todo acabado.

-Esto es lo que llaman tras de cuernos palos, dijo don Demóstenes; sátiras y gritos después de un perjuicio que no se puede subsanar con nada de esta vida.

Pasó muy mala noche el bogotano, pensando en sus   —133→   discursos sociales y en la fatal visita del Retiro, y recordando la muy triste aunque agradable visita de Mal-Abrigo. Se acordó de que había dejado su espejo olvidado en la horqueta de un palo de las inmediaciones de las casas del Retiro, y esto lo llenó de molestia porque dentro de un secreto del espejo tenía guardada una carta de cuyo contenido no le convenía en manera alguna que Clotilde u otra persona se enterase.




ArribaAbajoCapítulo XI

El mercado


El huésped de la señora Patrocinio se despertó muy afanado, a causa de un tropel que sintió en los corredores, y a pocos instantes vio por entre las cortinas una luz que vagaba, y oyó los pasos de una persona que cruzaba la sala. Quedose esperando los resultados de una invasión, atrincherado entre sus cobijas y sus almohadas, a tiempo que se le apareció Manuela, saludándolo con estas palabras:

-Vengo a ver qué se le ofrece, porque me voy.

-No sé; siéntate y me dices qué novedad tenemos.

-¿Cómo qué novedad?

-¿No eran ladrones?

-¿Luego usted los teme?

-No me gustaría que cargasen con la escopeta, el reloj y los baúles.

-¿Luego usted no dice que lo superfluo es para el que más lo necesite? ¿Para qué quiere reloj, si has alguno que no tenga cuatro camisas para mudarse?

-El principio es corriente; pero que comiencen a practicarlo otros, porque una cosa es con guitarra y otra es con violín.

  —134→  

-Sí, señor, una cosa es cacarear y otra poner el huevo; por eso es que no les creo a los que hacen mucho alboroto. ¿Conque no sabe que me voy?

-¿Adónde, Manuela?

-Al mercado; ¿no me dijo que le avisara?

-Pues espérate, que te voy a encargar algunas cosas.

-¡Qué descansos los suyos! ¿No ve usted que ya quiere amanecer, y si uno va tarde en estos mercados del san Juan, ya halla todo caro?

-¡Pero si no me acuerdo!

-Pues entonces hasta luego.

-No te vayas: ¡mira!

-Es el susto que no le deja acordar; diga pronto porque me voy.

-¡Ah! Ya me voy acordando: un frasquito de tinta para escribir.

-¿No más?

-No sé qué otra cosa...

-Pues diga, pero no me detenga.

-¡Ah! Los papeles del correo.

-Hasta luego, don Demóstenes, que ya me amanece.

-Que te vaya m u y bien; que no te dejes engañar ¿eh?

-No es tan fácil tragar entero.

-Verás cómo me sales con tinta blanca, o semiblanca, después que te haya jurado el mercader que es la tinta más negra, con la que escribe el emperador Napoleón.

-¡Hasta luego, que me piense mucho!

Se persignó Manuela, y montó en enjalma en un macho que don Eloy le había prestado, y al fresco delicioso de la mañana emprendió su marcha al mercado de la cabecera del cantón.

Pachita corrió ese día con el cuidado del alojado; pero éste, que no se acomodaba en casa cuando estaba ausente la festiva y servicial Manuela, se contentó con hacerle de paso algunos cariños a Pachita, y se fue   —135→   después de almorzar a casa de Marta, pasó allá la mayor parte del día, conversando, leyendo, señalándole a Marta las láminas de los Misterios de París, y recitándole versos de algunos autores selectos como Espronceda y Zorrilla. De manera que gastó un poco menos de siete horas en dos visitas, una antes de la comida y otra después, recostado en los juncos de la cama del pan, cuando se cansaba de estar en la hamaca, siendo de advertir que en la casa de Marta estaban ese día de amasijo, y que el dueño de casa se había ido al mercado a comprar hierro, acero y algunos preparativos para el san Juan.

Marta era la tercera notabilidad de la parroquia, después de Manuela, y Cecilia. Era blanca y tenía el pelo rubio, hermosos ojos negros y admirable cuerpo. Tenía genio alegre y se reía de todo porque jamás estaba triste. Nadaba muy bien, bailaba con perfección y era afamada para el canto de las canciones populares. Su traje era el mismo de su prima Manuela: camisa bordada, enaguas de cintura y pie descalzo. Visitación, su madre, era hermana de la señora Patrocinio. Marta sabía leer y aunque era más verbosa y locuaz que Manuela, no tenía la gracia de locución de ésta, que había adquirido por herencia y algún tanto por trato el estilo de las hijas de Llano-grande, que se expresan por medio de imágenes y figuras rápidas y bellas, y con frases de una naturalidad y sencillez que les ha hecho gozar de bien merecida fama. Sin embargo, la conversación de Marta era entretenida y aun solicitada de los hacendados, de los forasteros y de los estancieros, entre los cuales había uno que, según decían, la quería con buenos fines, y tenía bestias y buena estancia.

Marta había leído «El compadre Mateo», que le prestó don Alcibíades, cuando estuvo en la parroquia, «El Hijo del Carnaval» y «La Lechera», que le había dado don Leocadio; sabía retazos de las cartas de   —136→   Eloísa y Abelardo, que le regaló don Cosme, había conversado con gente despreocupada y poco escrupulosa, y era por consiguiente la ilustrada de la parroquia. Se le escapaban algunas burlitas acerca de las velas que llevaban los estancieros a la iglesia, de la bendición de las semillas el día de la Candelaria, y de las pesetas de los responsos; y es seguro que de aquí, tenía que pasar Marta a la crítica sobre la prisión de Jonás dentro del vientre de la ballena, sobre el agua que salió de la piedra tocada por la vara de Moisés y de aquí a la vergüenza de someter el entendimiento a las decisiones de un papa que vive tan lejos de la Nueva Granada. Sus lecturas y la conversación con personas interesadas en ilustrar la parroquia, todo tendía a irla desprendiendo de creencias que le hacían mirar como supersticiosas, mediante la docilidad con que oía hablar sobre estos asuntos; lo difícil era saber a donde iría a parar la despreocupación iniciada por los buenos apóstoles de la civilización. Don Demóstenes pasaba ratos muy agradables a su lado. Para comer y para almorzar hubo que llamarlo repetidas veces el día en que le hizo la visita de que se ha hablado.

Eran las ocho y doña Patrocinio estaba muy inquieta por la tardanza de Manuela, esto es, por los riesgos de una caída, o de la mordedura de una culebra, que por lo que era su honor, ella no temía, porque su hija era como las señoritas yankees, que cuidan de su yo por sus propios esfuerzos sin necesidad de guardias de corps ni de muros, cerrojos o llaves. De golpe oyó un canto lejano la señora y conoció que era la voz de Manuela, como la clueca conoce los chillidos de sus pollitos. La nueva se divulgó por toda la casa y pronto estuvieron en la sala todos los interesados inclusive don Demóstenes, que deseaba ver los periódicos de la capital.

Cuando estuvo Manuela en la puerta, trató don Demóstenes de auxiliarla galantemente; pero no teniendo   —137→   las nociones comunes de la encomienda, la reata y el lazo jurado o de petacas, tuvo que ceder el puesto a Fitatá, que se portó mucho mejor. Después del saludo general, Manuela comenzó a abrir los costales; se sentó junto a doña Patrocinio en la mitad de la sala, y tras de un corto preámbulo comenzó a hacer sus cuentas, entre tanto que doña Patrocinio pasaba granos de maíz de un pozuelo a su regazo.

-¡Ah cosa chinche que es hacer mercado!, dijo Manuela desatando unos talegos; ¡y el sol que estaba como candela! Estoy cansada como si viniera de España. Aquí está la carne, que me costó a diez y ocho, pero es sabanera legítima y de aújas que es la que más le gusta a don Demóstenes; arracachas unas cuatrico por dos reales, y los cominos a dos cartuchitos por un cuartillo. La sal a catorce, cada día más cara y en la Gaceta dijeron que la iban a dar barata para favorecer al pueblo: ¡lo que defienden al pueblo! En otro tiempo dicen que tenían hornadas los indios de Nemocón y los pobres le Cipaquirá, y don Tadeo dice que si hay por fin federación, la salina no ha de ser para el gobierno general, sino para la provincia de Bogotá, para que la federación sea completa. Ya no había lechugas ni coliflores porque llegué tardísimo; que aguante don Demóstenes, a ver para que me detuvo esta mañana. Ese repollo me costó tres cuartillos, pero le encimaron dos alcachofas. Tome, don Demóstenes, sus papeles que me dieron en el correo, y la tinta, que la compré en la tienda de don Florencio: esa fue otra tardanza, porque, ah hombre conversador, ¡Ave maría!

Don Demóstenes se puso a leer «El Tiempo» y el «Neo-granadino», meciéndose con lentitud en la hanaca, entretanto que la entrega seguía adelante.

-Traje media arroba de arroz y por aínas me lo derraman, porque se armó una pelea de lo más grande, por un medio de chivera, que les querían meter a los   —138→   calentanos, y ¿qué será cuando se publique la ley que está componiendo don Demóstenes para que todos hagamos nuestra plata en la casa, con las marcas que más nos agraden?¿Qué harán las indias para no dejarse engañar de los bribones?

-El pueblo tiene un instinto para conocer sus intereses que nunca lo deja equivocar, refunfuñó el huésped desde la hamaca.

-Los huevos a tres al cuartillo y las cucharas de palo para la tienda también a cuatro. ¿Qué les quedará a los indios de Guasca y Guatavita que las hacen y que las traen y después de haber vendido sus tierras por chicha, o por plata para beber chicha? Don Eloy alegó por sacar un colador en medio real, hasta que me cansé de esperar y yo saqué el compañero por tres cuartillos; ¡pobres indios! y la mujer de don Matías compró el otro, y está muy sonado por allá que en la Hondura hay sesenta mulas robadas. El sombrero de Pachita me costó tres pesos y medio, y gracias a que mi prima Marcela me ayudó a alegar, y está tan hermosa que hoy tuvieron que hacer todos con ella, y viene también a las fiestas.

-¿A posar aquí?, preguntó don Demóstenes, sin quitar los ojos de la lectura.

-Ella posa en la casa de mi tía. Se vienen don Florencio y don Pascualito y todos los músicos.

-Pero esos no posarán aquí, dijo don Demóstenes y siguió con su lectura.

-Muy sonadas están las fiestas. El doctor Ramírez estaba comprando manzanas, me regaló una y le mandó esta otra a mi prima Marta, y él también viene a las fiestas; ¡tan bueno que es el cleriguito! ¡Conque me dio la mano en toda la mitad de la plaza! A dos al cuartillo compré las manzanas, porque le gustan a don Demóstenes, al horno y con almíbar. Éstas son aparte, que les traje a todos. Alcáncemele esa a don Demóstenes; pero   —139→   no es para que la regale. Quién sabe si los encargos no les habrán gustado, porque es una cosa difícil comprar al gusto de cada uno, y como dice el dicho: «cada uno para sí y Dios para todos.»

-¿Y los fósforos?, preguntó doña Patrocinio como asustada.

-En la última tienda los vine a comprar, porque ya se me habían olvidado. Aquí en el seno los traigo, con una carta que me dio el administrador, al pasar, para nuestro alojado.

-¿Y si se hubieran prendido?, dijo doña Patrocinio, en tono regañón.

-Lo habría sentido por la carta.

-¿No más?, dijo don Demóstenes.

-¿Luego qué más?, dijo Manuela.

-¿Las famosas arandelas de la camisa bordada?

-¿Luego yo venía dormida? ¡Miren qué cosas! Al señor Ayacucho también le traje un bizcocho para que vea que no lo olvido.

-Eso es porque el que quiere a san Roque quiere a su perro, dijo Pachita y se fue a guardar su sombrero, y don Demóstenes también se fue a guardar sus encargo, después de repetirle sus agradecimientos a la recomendada y parecía que todos habían quedado contentos.

Después que se terminó la cuenta y recibió Manuela la aprobación, se fue con su adjunta a poner en orden todas las cosas en la despensa, donde se hallaban las otras provisiones que eran del distrito, como los plátanos y las batatas, y habiendo llegado cansada se fue a acostar primero que las demás.

Pasada la media noche sintió doña Patrocinio en la alcoba de su alojado, ruido del catre y algunos suspiros y despertó a su hija mayor para que fuese a ver que era lo que había. Manuela se acercó sin que la sintiese   —140→   don Demóstenes hasta muy cerca de su cabecera, y le preguntó:

-¿Está desvelado? ¿Lo han picado los chiribicos? ¿Le sacudo la cama?

-No tengo nada, le contestó el bogotano y volvió la cara para el lado de la pared.

-¿Tiene calentura o dolor de cabeza?

-¡Nada! ¡no tengo nada!

¿Cómo estaba delirando?

-Estaría soñando.

-¿Tiene alguna pesadumbre?¿La carta le ha traído malas noticias? Se me pone que esa carta es de su catira y que le dice que ya no lo quiere porque habrá sabido algo de por aquí, o porque otro cachaco lo habrá rivalizado.

-¿A mí? Esa señora ha nacido para quererme a mí, y solamente a mí. Fue que le dejé tina prohibición liara venirme y ahora sale conque no la ha cumplido.

-¿Le mandó que no callejeara, que no se pusiera maja, que no bailara mientras que usted estaba por aquí pasando trabajos, y no le ha obedecido?

-¿Ella? No pienses que es una casquivana. En cuanto a dignidad no tengo que tacharle lo más mínimo, es de una educación y de una hermosura que no hay igual desde Nueva York hasta Bogotá. Es el conjunto de todas las perfecciones; pero ¡ay! ¡que la sotana todo lo mancha, todo lo corrompe!

-¿Celos, don Demóstenes?

-¡No, Manuela! Porque no hay otro mortal que la merezca, sino yo. No es nada de eso.

-Léame la carta, que me están dando ganas de oírla.

-¡Qué pretensiones las tuyas! ¡No sabes lo sagrada que es una carta entre amantes?

-Yo lo que sé es que usted se apoderó de una carta de mi amante, y la leyó, y como sé lo que usted respeta   —141→   la igualdad, creo que usted se halla obligado a leerme la carta de su querida de Bogotá.

-¡Qué despropósitos los tuyos! No hables de esta carta escrita con el veneno más activo del fanatismo, y que a un mismo tiempo me enternece y me llena de ira.

-¿Y me la lee?

-¡Vaya que eres impertinente!

-¿Ni aun me dice qué noticias son las que le pone la señorita?

-Es esto. Ahora verás que tengo razón de delirar, de maldecir y de volverme loco, porque la verdad te digo que arde un infierno en mi pecho.

-¡Jesús María! No diga eso, cristiano de mi corazón.

-Yo estaba persuadido de que ese dechado de virtudes no tenía otro defecto que la gazmoñería de que adolece toda la familia, y la antevíspera de venirme estando en la Esmeralda, que así se llama la hacienda de su padre, le expliqué mis ideas sobre la teocracia, sobre el matrimonio católico, sobre la autoridad del Papa, sobre la manía del rezo y los sermones y las confesiones de las bogotanas y le dejé prohibiciones expresas sobre estos puntos; y ahora me sale diciendo en su carta que oye misa, que se confiesa y que se quitó el bello nombre de Celia, para ponerse un nombre de calendario, que es la lista de los más famosos ilusos que se han conocido en el mundo.

-¡Vea usted!

-Y para colmo de la mengua que me cubre a mí, se ha echado de beata.

-¡Una santa!, exclamó Manuela.

-¡Ahora me dirás si no tengo razón en abjurar de su amor, si no se arrepiente, si no me da satisfacciones!

-¿Y por qué no quiere usted que sea santa? ¿Le daría menos que hacer si fuera una incrédula que no pensara más que en el lujo, y en el baile, y en la ventana, y en la vagamundería? ¿No es usted tolerante? ¿Por qué no   —142→   la deja que se vaya al cielo después de haberlo querido a usted, y que se vaya al cielo del modo que mejor le parezca? Si a Dámaso le diera por rezar y confesarse, yo me lo alegraría infinito, porque sé que el cura no le había de mandar que quisiera a otra, ni que malbaratara la plata, ni que me tratara mal después que nos casemos. Conque no se eche a la muerte, don Demóstenes, porque su novia sea santa y se haya vestido de beata. Duerma y déjese de cavilar.

-¿Dormir? ¡Imposible! Trato de aquietarme, y se me aparece una fantasma que me llena de espanto.

-¡Aquí nunca han asustado!

-Es la sotana, Manuela, es el confesor, es la potencia interventora, y tú sabes que donde hay intervención extranjera ya no hay soberanía. ¿Qué sería del yo con los preceptos de un confesor? ¿Qué sería del amor mismo donde el ascetismo religioso imperase por unos días? ¿Infierno y amor? ¿Placeres y penitencia?¿Esperanzas de un edén y temores de un infierno? ¡Oh, que todo esto no cabe en un solo corazón ni con todas las argucias de los teólogos y canonistas, y un corazón tan tímido, tan inocente, tan puro como el de Celia!... Que escoja: o el confesor o yo; porque el fuego y el agua no pueden estar juntos...

-Pues si le parece tan mala, tal vez sí sería bueno que usted la dejara.

-¡Pero tan linda!, dijo don Demóstenes mirando el retrato de la señorita, que estaba sobre la carta. ¿No ves, Manuela? ¡qué facciones, qué pelo, qué garganta! ¡qué boca! ¡qué ojos! ¡Oh! ¡es para volverse uno loco!

-Pues mire, entonces lo que ha de hacer es escribirle una buena carta, muy cariñosa.

-¿Y mi dignidad?

-Pero ya ve: santa y linda, ¿qué más se quiere? Y que ha de estar usted en que mi sia Clotilde está medio enajenada; y por lo que hace a Marta, no le aconsejo   —143→   que siga entretenido con ella, porque cuando deja usted de estar conversando con ella en la tienda, le sigue uno de alpargatas, que vale menos que usted; pero es la verdad, que él tiene el mismo derecho que usted para estarse en la tienda, y más, porque se pone a tocar el tiple.

-¡Ah sí!, los tiples que los aborrezco como a un medio de oposición contra mí, y lo peores que aquí no hay policía, porque...

-Sí, señor, porque la libertad de dormir debe respetarse tanto como la libertad de tunar, como decía don Alcibíades cuando estuvo posado aquí y lo molestaban con los tiples de mi tienda.

Don Demóstenes estaba recostado contra la pequeña baranda de su catre que yacía apegado a la pared, tenía la cara levantada y el pelo todo erizado, la camisa la tenía caída hacia atrás y se le veía palpitar el pecho con suma agitación. Manuela estaba sentada cerca del catre, y le decía:

-Procure aquietarse, don Demóstenes, que está como acalenturado, no cavile más en la carta ni en la sotana, mientras que le voy a traer una agüita.

Salió Manuela con su cabo encendido, rodeado de un pedazo de papel, se fue a la huerta a coger unas hierbas, y luego que echó agua en una vasija, la puso en donde prendió carbones con la misma vela, y presto resonaron las piezas vacías, las de los sanos y la alcoba del enfermo con el ruido melancólico del fuelle, que se oye con angustia y pena en algunas de las horas más silenciosas de la noche en todas las casas donde hay enfermo. Manuela había puesto el cabo en un candelero de barro, y aquella luz pálida que se regaba por los corredores y el patio, le daba a ella el aspecto de una pintura lastimosa. Ella era compasiva en las desgracias, así como era burlona en las horas en que se trataba de chanzas y palabras ociosas.

  —144→  

Cuando sonó el agua agitada por el primer hervor, la echó en una taza, la enfrió un poco, le puso dulce, la probó y se la llevó al enfermo, al cual dijo con dulce y agradable voz:

-Tome, don Demóstenes, bébase esta agüita, pero bébasela con fe y no deje nada en el vaso.

-¡Mil gracias! Siento que te hayas molestado.

-No me molesté, don Demóstenes; la cocí con mucho gusto: lo que deseo es que le haga provecho.

-Se tomó don Demóstenes el agua; le preguntó después de qué era, y la caritativa joven le contestó:

-Es agua de una ramita de toronjil de la huerta, y de dos clavelitos de los que traen los indios al mercado, que me los encimaron hoy en donde compré las cucharas de palo. Arrópese y estese quieto, y verá cómo se alienta.

Don Demóstenes se sonrió, y éste fue el primer síntoma de su mejoría. Una sonrisa en los tiempos comunes no tiene mérito; pero una sonrisa recabada de los labios que han pronunciado la maldición de los celos y que han protestado contra el amor, es una conquista de un mérito infinito.

-Dios quiera que amanezca bueno y que no vuelva a enfermarse, dijo Manuela a su huésped, y se fue a acostar.

Don Demóstenes se alivió muy pronto, bien fuese por virtud del agua o por los consejos de su casera; logró dormir las últimas dos horas de la madrugada, y cuando se levantó, pensó en estrechar su amistad con la familia del Retiro, se fortificó hasta donde pudo en la idea de que Clotilde lo tenía cautivado, y se dedicó a pensar en sus ojos negros, y cuando venían a rivalizarlos en su imaginación los azules de Celia, desechaba la imagen como un bello fantasma que lo venía a atormentar. Ayudábanle a conjurar este recuerdo los pasatiempos de la escopeta, los viajes a las estancias   —145→   de las bellas hijas del pueblo, y el ajedrez y las damas en la casa del cura; hizo una segunda visita sin baquiana a la hacienda del Retiro, y aunque se perdió en el camino, y aunque no pudo hablar a solas con la señorita, sus miradas le parecieron consoladoras, y su misma dignidad le pareció un buen presagio para sus amores.




ArribaAbajoCapítulo XII

La Esmeralda


Después de exhibir el cuadro del mercado, en que figura una carta de Celia, ahora se nos hace preciso variar de teatro, para presentar al lector la hacienda de don Alfonso Jiménez, en la sabana de Bogotá, y así mismo dar noticia de toda su familia que más tarde ha de figurar en los cuadros de la parroquia.

Don Alfonso Jiménez era vecino de Bogotá donde tenía su tienda de comercio, y en la sabana poseía una bonita hacienda. Don Alfonso era conservador; pero nunca se dejaba meter en los comprometimientos de la política, porque para evitarlos, montaba en su caballo y se iba a la hacienda, cuando sus copartidarios lo necesitaban, aunque no fuese sino para dar su voto en las elecciones; y por lo que hace a comprometimientos pecuniarios, todos los excusaba para que no lo persiguieran los enemigos de su partido. Sin embargo, nada le valió para librarse de que le expropiasen setenta novillos gordos, diez caballos de silla y dos arrendatarios en la revolución del general Melo.

La casa que tenía en Bogotá el señor Jiménez era suntuosa, y estaba construida de una manera acomodada al buen gobierno de la familia. Las casas de Bogotá no tienen más que una sola entrada, que no se   —146→   abre sino después de unos cuantos golpes en el portón y no son registradas por las ventanas porque éstas son muy altas por el lado de la calle. Esto contribuye en gran parte a la educación moral de la familia. Tal costumbre pertenece a los usos retrógrados de la colonia; pero en ello no hicieron nuestros antecesores más que seguir la naturaleza, porque las golondrinas y los gorriones también precaven la familia menuda de la visita de los gatos y de los hombres, buscando lugares ocultos para sus nidos.

En la casa de don Alfonso, que era un verdadero convento, se criaban tres hermosas niñas, que fueron educadas según los usos del alto tono y con toda la modestia de unas vestales: llamábanse Celia, Felisa y Virginia. La madre que tuvo la dicha de conducir tales hermosuras al punto céntrico de la virtud, por en medio de los peligros de la sociedad, fue la señora Natalia Moreno, muy digna esposa de don Alfonso. El tema de su enseñanza era la piedad y el recato. Ella les recomendaba que se portasen con dignidad, y para esto les tenía escrito de su propia mano un manual cuyos principales capítulos eran los contenidos en este catálogo:

I. No exhibirse demasiado.

II. No abusar de los privilegios de la coquetería.

III. No dejarse tratar de sus apasionados, como ellos tratarían a las mujeres de mala nota.

IV. No reírse sino de lo que es risible.

V. No quererse distinguir demasiado por el lujo de los trajes.

Don Alfonso tenía la costumbre de llevar la familia a su hacienda de la Esmeralda en junio y julio y en enero y diciembre, épocas de cosechas. En 1856 se fueron desde el 18 de mayo, porque se hablaba de la conveniencia de derrocar el gobierno existente por una revolución a mano armada.

  —147→  

Las señoras encontraron la Esmeralda convertida en una joya del mayor precio, después del invierno de abril. Los potreros de cría estaban verdes completamente, merced a la exuberancia y a la frescura de las gramas, y había uno de color amarillo anaranjado, por estar cubierto de las flores de la pacunga, a causa de haberse barbechado dos años antes. Las cercas de piedra y de cepos demarcaban las líneas de los solares. El trigal era un horizonte de verdura, pues constaba de cien cargas de semilla, y la undulación de los vientos lo hacía figurar como un mar cuyas olas se mecen con poca fuerza. Los potros retozaban en un potrero por la noble causa de la juventud y de la gordura. Los ganados mugían, satisfechos del alimento diario.

El orden brillaba en todas las cosas. Los peones efectuaban las operaciones del campo con gusto, con activad y con acierto.

Como la casa estaba situada en la parte menos llana de toda la hacienda, dominaba los potreros, los caninos y las estancias, lo cual era una verdadera ventaja para las señorita Jiménez, las cuales tenían un anteojo de muy larga vista para reemplazar la ventana de Bogotá, y aunque con alguna distancia, ellas suplían la vista de la calle con la del camino provincial, que pasaba a treinta cuadras de la casa por entre un callejón de cercas de piedra y tapia. La casa no era de balcón, lo cual no la privaba de las comodidades ni de a belleza de una verdadera casa de campo, estando como estaba, sobre un terraplén artificial de dos varas de altura. El ancho corredor del frontispicio daba sobre las corralejas de ordeñar vacas y apartar animales y uncir los bueyes para el trabajo. En los costados había corredores que daban sobre los alfalfales; y las hortalizas estaban sombreadas por nogales, manzanos, duraznos y algunos sauces en las orillas de los arroyos.

El patio estaba sembrado de ciruelos y rosales, y los   —148→   corredores que servían de salón de las harneadoras estaban vestidos con las ricas enredaderas de las huertas del país.

El comedor ocupaba todo el tramo que separaba dos patios muy hermosos, y en lugar de estar cerrado por tabiques, lo estaba por unos bastidores de vidrios adornados exteriormente con enredaderas. El centro del primer patio lo ocupaba un alcaparro eternamente amarillo por estar siempre floreado. A las señoras las visitaban hacendados estancieros, parroquianos y todos estaban contentos de su trato, que por cierto era amable sin dar margen a excesiva familiaridad. Algunas personas de Bogotá las solía visitar; y entonces tenían la precaución de no dejarse mezclar en las cuestiones miserables de la política, ni en las rivalidades del lujo y de otras miserias de la sociedad. Sus trajes eran sencillos, porque ellas no se proponían deslumbrar a los lugareños. Cuando salían a las estancias o a las haciendas vecinas, iban con sombreros de palma, los que usaban las arrendatarias. Parecía que las señoras Jiménez no salían de Bogotá, sino por librarse de la tiranía del alto tono, como los colegiales que se libertan en el asueto de los reglamento y los bedeles.

Un día vio Virginia que se había desviado un jinete del camino provincial para dirigirse a las casas de la Esmeralda; puso el anteojo con la presteza con que lo hiciera un ayudante de campo, y vio que iba sin ruana, y después de largas observaciones, alcanzó a ver un perro, y dio el aviso, que a la verdad no produjo inquietud ni afanes, porque la escoba había hecho sus oficios a las horas debidas, y las criadas no estaban mugrientas, ni los trastos en revolución. Solamente una persona habló alarmada, cuando se conoció el personaje: Celia, que amaba, y cuando se ama no hay orden en el corazón, porque todos los pensamientos se ponen en anarquía. El que llegaba era don Demóstenes.

  —149→  

Don Demóstenes estaba admitido como novio en la casa, y un novio nunca es mal recibido en estos tiempos. Se quitó el caballero los zamarros y las espuelas en el corredor, subió las seis gradas del terraplén, y saludó con finura y cortesanía. Dio todas las memorias de que se había encargado y les dio a las señoras las principales noticias de la ciudad con relación a la política de la Nueva Granada, que ya es indispensable en todas las reuniones.

Cuando don Demóstenes preguntó por don Alfonso, dijeron las señoras que estaba en la sementera de papas, y lo convidaron a ir hasta allá.

Don Demóstenes llevaba de brazo a Felisa y Celia; en pos de ellos iba la señora Natalia con Virginia, y más atrás la criada Crisanta con un canasto engarzado en el brazo. Los salones, palcos y alamedas no habrían tenido para don Demóstenes todo el atractivo de aquel retazo de sabana que pisaba, matizado con las flores de la achicoria y de la moradita, sin testigos, sin las importunidades de la etiqueta, sin ruidos de atambores, carros o martillos, oyendo solamente algún mugido de la vaca que llamaba su ternero, o el silbido de algún llanero o chirlobirlo; el aire estaba perfumado con las exhalaciones de las flores de borrachero, que venían desde media milla de distancia, y el cielo estaba enteramente despejado.

Después que los dos amantes hablaron de las desgracias de una separación de dos meses, teniendo don Demóstenes que marchar a una parroquia de occidente, Celia le dio su retrato con un rizo de pelo, al detenerla don Demóstenes para entregarle un ramilletito que acababa de formar.

Crisanta se había quedado muy atrás, a tiempo que acercaban algunas reses corriendo en dirección a la familia, bramando terriblemente, sacando la lengua y despidiendo hebras de babaza que brillaban como los   —150→   hilos reventados de las arañas. El susto de don Demóstenes fue sin igual, no viendo por allí cerca una trinchera, donde librar a las señoras del mal que las amenazaba, sino una zanja profunda llena de agua, que separaba el llano por donde se caminaba, del potrero donde estaba la sementera. Hasta la orilla corrieron las señoras y el caballero sin mirar para atrás; entre tanto que los bramidos crecían y que todas las vacas del potrero se estaban viniendo desde sus comederos con el objeto de auxiliar a las primeras.

-No hay más remedio que arrojarnos al agua, le decía don Demóstenes a las señoras que llevaba de brazo.

-¿En esta agua tan fría?, le contestó Felisa, llena de espanto.

-Es seguro que no nos cubrirá del todo.

-¡No las bote su merced!, gritaba Crisanta, que llegaba corriendo a libertar a las señoras del peligro verdadero.

-¿Y los toros?, observó Virginia, mirando hacia atrás.

-Qué toros, ni qué pan caliente; ¿no ve su merced que todas son vacas?

-¡Cómo!, dijo Felisa.

-¿No conoce su merced la Petaca, la Toronja y la Sobrecama, que son las que ordeña su merced algunas veces?

-¡De veras!, dijo Celia.

-¡Y por qué nos vienen persiguiendo?, dijo don Demóstenes.

-No es a su merced, ni tampoco a mis señoritas; es al perro Ayacucho. Eso lo saben hasta los bobos, que cuando hay vacas paridas de ternero chiquito en el potrero, se vienen encima del perro que las amenaza, y como el señor Ayacucho, hecho el buenazo, se fue corriendo detrás del becerrito de la Paloma, por eso se ha ofrecido esta revolución. ¿No ve su merced que no nos tiran a nosotras?

-¡Ave María! ¡cuando nosotras ordeñamos a la Petaca y la Sobrecama casi todos los días!

  —151→  

Sin embargo, las vacas no deponían la rabia y parecía que trataban de sacar ensartado en los cuernos al cobarde Ayacucho que estaba asido a la sombra del traje de su señorita Celia; pero Crisanta las espantó tirándoles pedazos de boñiga seca.

Siguieron las señoras en busca del puente y la puerta de golpe, y pronto llegaron a la parte del potrero donde se estaban cosechando papas. Eran mujeres las que trabajaban, pero había tres o cuatro peones para hacer las cargas, y echarlas sobre los carros. Entre las peonas había unas pocas arrendatarias de «La Esmeralda»; y la mayor parte eran de los sitios vecinos. El traje general de las peonas era de bayeta de frisa azul y de sombreros de trenza de palma; pero había algunas de mantilla de Castilla y de sombreros finos de los que usan las estancieras del Magdalena. Las peonas eran sesenta; cogían de dos en dos en cada surco, arrancando los palos secos, y luego juntando a manotadas las papas que aparecían y botándolas a los canastos de chusque, y al estar recogidas las que la tierra brotaba por encima, escarbaban el surco con palos de tuno o encenillo, que tenían mucho más de dos cuartas de largo, y volvían a recoger de nuevo, hasta dejar la parte del surco allanada, y pasaban a las matas que se seguían. Casi todas las peonas tenían mangas de tela blanca hasta la muñeca.

Cuando estaban llenos los canastos, se levantaban las dos compañeras de un surco a trasladar las papas de éstos a los costales que se hallaban al pie de los carros.

Entre los trajes de las peonas, algunos sobresalían por el mejor gusto y aseo, y eran infaliblemente los trajes de las peonas bonitas, porque la hermosura se hace distinguir tanto en la capital como en las aldeas. Había muchas personas blancas, y de un blanco perfecto; y había una que otra india, pero ni una sola que   —152→   tuviese trazas de pertenecer a la raza africana. Un mayordomo vigilaba los trabajos; pero tenía orden de don Alfonso de dejar algo para el rastrojeo, y así era que al terminarse la operación, venían los pobres de las estancias y de la parroquia, y llevaban papas por cargas; de manera que hubo año en que se sacaron de los rastrojos ciento cincuenta cargas de papas.

Don Alfonso estaba a caballo cuando llegó don Demóstenes con la familia. Saludáronse los dos caballeros, y desmontándose de su famoso alazán el hacendado, mandó que lo amarrasen de un palo de la cerca.

Las señoras se dividieron y fueron, unas a coger amapolas silvestres en las orillas de la labranza, y otras a ver coger papas más de cerca. Don Demóstenes y el dueño de la hacienda miraban las operaciones desde alguna distancia.

Después de la vista general de todo el cuadro, presentaremos a nuestro lector la escena de un solo surco. Se habían adelantado dos cogedoras algo más que toda la cuadrilla, y éstas eran muy amigas, según la igualdad con que cogían las matas y según los ademanes con que acompañaban sus conferencias.

Hablaremos de cada una por separado. La una era blanca, de la raza española más pura y la otra india muy bien caracterizada; la blanca tendría 18 años, y siendo de un cuerpo regular, tenía un pie tan chico, tan pulido y tan rosado, que llamaba la atención a Celia y a Felisa, quienes la observaban a diez pasos de distancia. La cara de la peona era muy perfecta, y estaba sonrosada como si llevase colores postizos; el traje era el común de las peonas sabaneras, pero más fino, porque tenía un sombrero bastante grande que parecía nuevo, y cuando se levantaba toda la mantilla de bayeta fina sobre la espalda y se ponía de pie, se descubría su limpia camisa con regulares adornos y un buen pañuelo cobijado, y en estas operaciones se conocían o se calculaban   —153→   todas las perfecciones de un cuerpo esbelto, muy común, sin embargo, en esas sabaneras robustas que a los cuarenta años de edad se pueden confundir con las muchachas de veinte. Era perteneciente a una de tantas familias que hay en los pueblos del norte y nordeste, en donde se encuentra la belleza del tipo latino tan a la vista como si se caminase por una de las provincias de España. Sin embargo, las gentes que llaman indios a los de estos sitios, sin detenerse a contemplar las facciones y el pelo, y en los hombres la barba; pero nosotros sí nos detendremos a considerar por algunos momentos que algunas de las personas que así clasifican, tienen mucho más determinadas las señales de ser indios o mulatos, a pesar del esmero con que se conserva el cutis en la ociosidad de la corte o de los grandes pueblos. La peona de que hablamos se llamaba Francisca Rubiano, y su compañera Dolores Gacha.

Dolores Gacha era india pura, y cualquiera la hubiera conocido como tal, por su color bronceado, su pelo liso y corto, sus ojos pequeños y tristes y por un rezago de la pronunciación nacional de los muiscas, que todavía se nota en los pueblos de la Sabana. Estas dos amigas conversaban y se reían sin desatender su trabajo; pero Dolores reía menos, porque no era tan bulliciosa como su compañera. Juntas se levantaron a llevar sus canastos, habiéndose dilatado un poco más Francisca en volver, porque Dionisio el carretero parece que la detenía con galanteos. Francisca llegó riéndose al lado de su compañera de surco, y junto con ella redoblaron sus esfuerzos, pronto llegaron al extremo, y cuando el mayordomo estaba lejos, aprovecharon unos minutos para conversar lo que sigue:

-¿Qué tal le parece el cachaco?, dijo Francisca a Dolores.

-¡Bueno!, pero se me pone que está queriendo a una de las señoritas y que ella también lo quiere.

  —154→  

-¡Horaaa!

-¿Y qué hay para que no?

-Pero de mi sia Celia no saca astilla el cachaco.

-¿Se casarán?

-¿Luego yo que le digo?

-¿Y por qué dice usted que la señorita también lo quiere?

-Porque el amor de las señoras se conoce como el amor de nosotras las pobres.

-Y más, algunas veces; pero los cachacos están muy resabiados para casarse.

Llamaron a comer; todas las peonas sacudiéndose el polvo, y arreglándose los sombreros y mantillas, se salieron a una orilla que estaba tupida de grama, al lado de los cepos de la cerca que guarnecía toda la sementera. Allí estaba un costal con mogollas, la totuma y un zurrón de cuero con chicha; entre el carretero y Francisca repartieron el licor muisca, y el mayordomo repartió las mogollas. Las peonas se habían sentado formando corrillos, girando en contorno sin que dejasen las sabaneras de hacer sus críticas y sus burletas con risa general del amable círculo; además les repartieron unos platos de papas, pues don Alfonso no era hombre que temiese quedar pobre por darles a sus peonas un palito de papas de las mismas que la tierra le brindaba con tanta abundancia.

Las señoras habían visto con atención a Francisca y a Dolores, porque eran las más notables de la peonada y Celia dijo a Felisa:

-¿Qué te parece la indiecita?

-Graciosa, pero muy triste.

-Y más triste se pusiera si llegara a entender que esa tierra que revuelve con las manos era de sus mayores, y que por la conquista de los reyes y la usurpación de los republicanos ha pasado a manos de los blancos.

-¡Pobres indios!

  —155→  

-Y a ti ¿qué te parece la blanca?

-Hermosa y coqueta como ninguna de sus compañeras.

-¿Coqueta?

-¿Y por qué no?, las pobres también coquetean a su modo.

Crisanta había extendido un mantel sobre la plegadera y el paleo de la orilla de un arroyo que bajaba por todos los potreros, en dirección a la casa de la Esmeralda, y también reunió las gentes del corrillo aristocrático para darles las once, aunque era más de la una.

Consistía la refacción en unos bocadillos, algunos dulces de Bogotá, queso muy bueno de la misma hacienda y mi botellón de leche, que no se sirvió en copas sino en totumas. Fue muy alegre la tertulia de los calzados, porque la relación de lo sucedido con la aventura de las vacas, fue muy fecunda en chistes y carcajadas. Sin embargo, el autor de todo el mal, tenía la mandíbula pues a sobre los brazos extendidos, y puede decirse que comía con los amos en una misma mesa, aunque no con todo el gusto de Crisanta, que creía firmemente que aquello no era sino un acto de mala crianza de Ayacucho, habiendo señoritas en la mesa.

Francisca ofreció a las señoras un plato de papas cocidas y en reciprocidad se le dieron bizcochos, que ella repartió en porciones infinitesimales entre todos los peones, según la cumbre de la Sabana, que es un bello principio de fraternidad.

El ciudadano mayordomo dio la voz de «¡arriba, mujeres!» y todos los corrillos se fueron a colocar en los surcos que les correspondían.

El birlocho había venido por orden de don Alfonso, y las cuatro señoras y don Demóstenes volaron pronto por el llano sin ruido ninguno, dejando escasamente una huella sobre las gramas de que se hallaban alfombrados   —156→   los potreros. Las vacas fueron ahora las de la sorpresa, porque huían de la carroza, como si hubiesen visto las huellas de un tigre. Ayacucho tuvo que seguir a pie, tal vez por modestia, según lo contemplado que lo tenía su amo; si hubiera hecho alguna manifestación a tiempo, es seguro que lo habría subido al coche para colocarlo de peana de las señoras. Don Alfonso se fue a caballo en su famoso alazán, cuyo movimiento era tan blando como el de la carroza. Crisanta se constituyó en apéndice de las cargas del carro, con poca resistencia del carretero, que era tan comedido con las señoras de su clase, como don Demóstenes con las de la suya.

Así que se desmontaron las señoras, don Demóstenes fue convidado por el patrón de «La esmeralda» a ver lo más curioso de la hacienda y de los contornos de la casa, viendo de paso una docena de peones que harneaban por el método de Dulcinea en el siglo XVI, cuando don Quijote reconvino a Sancho porque había creído que las perlas eran trigo, lo cual hace entender los adelantos de la maquinaria en los países que marchan a la vanguardia; aunque también es cierto que si hubiera máquinas de trillar, los peones no ganarían lo que ganan subsanando los daños del trilladero, apartando del trigo los terrones, los fragmentos del estiércol y las basuras y el polvo; ni tendrían los hacendados carne fresca de yegua para los perros de cacería en cada una de las parvas.

Después vio don Demóstenes en la caballeriza media docena de caballos de lo más hermoso y le dijo don Alfonso cuál era el que montaba cada una de las señoritas.

De allí pasaron a la era, en donde mató don Demóstenes una docena de tórtolas que recogían el trigo segado, como lo hacen las infelices indias de los pueblos de la Sabana.

-Vea usted, le decía don Alfonso al joven bogotano: este trilladero me ha costado más de trescientos pesos,   —157→   porque los materiales se han trasportado en los carros desde muy lejos y he tenido que renovarlos.

-¿En dónde está el trilladero?, dijo don Demóstenes, mirando para todos partes.

-Éste sobre que estamos parados.

-Yo creía que era un patio cualquiera.

-No señor, es mi trilladero; con ochenta yeguas y nueve peones echo un montón en un día, que me da veinte cargas de trigo, que es todo de harina de torta y de bizcochuelos; no tiene más inconveniente sino el de que, cuando llueve por alguna casualidad, se moja todo el trigo, y el estiércol de las yeguas lo suele dañar, lo que es más común al tiempo de remoler, porque parece que éstas también tienen sus caprichos que no abandonan aun cuando se les ande con la zurriaga.

-¿Y cómo es que no han puesto aquí tantas máquinas como las que yo vi en los Estados Unidos?

-Porque de allí no quieren nuestros prohombres sino las instituciones, que para nosotros no pueden pasar de teoría, pues nuestros pueblos no son de republicanos. Ya usted lo habrá notado que no se dejan gobernar de los hombres de casaca negra.

-Pues yo vi en los Estados Unidos diez máquinas de trillar, en un distrito pequeño.

-Aquí en Bogotá hay diez imprentas, mientras que no hay una sola máquina de trillar en todo el cantón ni en parte ninguna de la Sabana.

-¿Y qué dicen los hacendados que han ido a pasear a Inglaterra, a los Estados Unidos y a París?

-Ellos de lo que nos hablan es del hotel, del teatro y de otros lugares más curiosos pero secretos.

-Me admiro de que ni uno solo de los que han ido haya montado un buen trilladero en que se veinte cargas en un día.

-Pero en los graneros les llevamos ventaja los granadinos. Y si no, ¿dígame ustedes cuanta extensión   —158→   de enramadas hubieran cabido en los Estados Unidos esos sesenta montones que me darán cerca de mil cargas de trigo?

-Habría necesitado usted de un convento entero.

-Pues vea todo ese trigo al aire libre y sin riesgo de mohosearse; allí se puede estar por tres o cuatro años. Vea usted esos conos de manojos de trigo: tienen diez y seis varas de circunferencia y trece de altura, y las espigas están más libres de mojarse que la caja de la hacienda.

-¿Y no piensa usted en poner una máquina de trillar para no lidiar más con las yeguas y las harneadoras?

-Sí pienso; pero así que otro haya puesto la suya.

A este tiempo se apareció Crisanta por entre los montones a llamar a los dos señores para que fueran a comer, y don Demóstenes le dio las tórtolas que había matado.

La mesa de don Alfonso era selecta en gusto y en abundancia, y no hubo más variación en la comida, que la de un principio nuevo y de un postre, que ordenó la señorita Celia desde antes de irse a la sementera. Don Alfonso tenía buenos vinos, y en este día quiso escoger del mejor para su huésped. La comida estuvo silenciosa: en toda ella no hubo más plática que la de Celia con don Demóstenes, y esta fue en un idioma que no todos entienden; esto es, el de las miradas, que son el lenguaje ordinario del amor.

Como las señoras de la Esmeralda no escondían cuando tenían huéspedes lo que comían en los días comunes de la semana, figuró en la mesa la sustanciosa mazamorra de piste, con todos sus adherentes, y unos bollos de mazorca, hechos de mano de doña Natalia, de los que no quedó disgustado el huésped.

Después de la comida se fueron apartando poco a poco las gentes y ya no quedaban en el comedor sino don Demóstenes y su amada, seguramente por distracción.   —159→   Hablaban un poco bajo; al principio riéndose, y después mirándose con seriedad, y a lo último como aterrados por alguna idea espantosa. Celia se quedó llorando, con el codo en la mesa y la mano en la frente cuando don Demóstenes se levantó a despedirse de la familia, pidiendo órdenes para una parroquia de tierra caliente. Después se pasó la señorita a la baranda de uno de los corredores de flanco que daban vista a una de las huertas, y que tenía una hilera de sauces muy elevados; allí la encontró Felisa y le dijo:

-¿Por qué lloras, Celia?

-Por nada: ¿por qué me lo preguntas?

-Porque te veo los ojos mojados.

-Mira, Felisa, es que he divisado un porvenir horroroso.

-¿Los dos meses de ausencia de Demóstenes? ¡Eso es mucho apurar!

-¡Qué ausencia, ni qué nada! Voy a decirte, pero muy en secreto.

-Ya sabes que yo jamás digo nada, sino a mamá, que es la que debe saberlo todo, porque es nuestra mejor amiga.

-Pero yo deseo que ella no sepa nada hasta que vayamos a Bogotá, que me parece será muy pronto.

-Bueno, mi querida hermana.

-Pues te diré que Demóstenes me ha prohibido una cosa que nunca esperaba.

-¿Qué te ha prohibido?

-Ser católica.

-¿Él?¿Siendo tolerante por escuela y por opiniones políticas?

-Él, mi querida hermana; me ha vituperado mi sumisión al gobierno teocrático del Pontífice de Roma, explicándose de una manera que no me ha gustado con respecto al matrimonio católico; en fin, me ha prohibido que me confiese.

  —160→  

-No te asustes, mi querida Celia, dijo Felisa, con una prudencia admirable. Estas palabras te han causado impresión por la franqueza con que te ha hablado Demóstenes. Al fin el amor ha de venir a decidir de todo, y también la prudencia, como dice mamá, conservas dignidad para con él; si sigues siendo amada, él cederá de su intolerancia. Y aún te digo más, que cambiará en muchas de sus opiniones.

-¡Pero prohibirme que me confiese!

-¿Y tú no le hiciste alguna prohibición a tu vez?

-No, niña, ¿yo qué le iba a decir?

-¿Cómo no?, cualquier cosa; que no pertenezca a una sociedad, hasta que tú sepas los fundamentos de ella. ¿No sabes que él quiere que se sancione la soberanía de la mujer y que es el radical más decidido que yo conozco por la igualdad social?

-Algunas luces me das con tus palabras; pero el hecho es que mi corazón se halla despedazado. Pienso escribirle una carta muy larga, que te mostraré luego que la tenga en borrador.

Ya casi eran las seis: los sauces gigantescos remedaban figuras de espectros y toda la naturaleza parecía que lloraba la pérdida de la luz, del calor y del movimiento. Celia se había quedado recostada en la baranda y, enjugándose los ojos, dijo a su hermana estas palabras:

¡Qué triste es el campo a esta hora, Felisa!

-Lo mismo que la ciudad, me parece.

-¿No oyes las ranas de la laguna? ¿no sientes los berridos de los terneros? ¿no han herido tus oídos los chillidos de los gansos que venían a buscar la cuadra? ¿no ves todas esas aves que se levantan del pantano por bandadas, en busca del río, lanzando ese fúnebre lamento de guac, guac? ¿No es todo eso para desgarrar el corazón menos sensible?

-¿Y los toques de la oración en Bogotá? ¿y el golpe   —161→   de las ventanas que se cierran? ¿y la vela atravesando los dilatados corredores? ¿y el lamento de los mendigos que se retiran a botarse en un rincón pestilente? ¿todo esto no es triste, muy triste, cuando estamos en la ciudad?

Las señoritas se retiraron de la baranda del corredor y a poco rato llamó a rezar doña Natalia.

El oratario era una pieza pequeña, con especie de mesa de estuco, sobre la cual había una imagen de la Virgen de los Dolores en medio de dos grandes candeleros de plata.

Don Alfonso se había quedado sentado en su poltrona en el corredor, porque estaba enfermo, estropeado de los trabajos del día. Entre el murmullo del rosario que se esparcía por los corredores y pasadizos, oía con dulce emoción las voces de sus hijas, que sobresalían entre las demás.

A los dos días se sintió más quebrantado don Alfonso y la familia tuvo que volver a la ciudad. En el mismo día llegaba don Demóstenes a la parroquia, después de pasar una mala noche en Mal-Abrigo, como lo hemos visto en el capítulo primero de esta verídica historia.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Revolución


Era lunes, día muy aciago en las parroquias de tierra caliente. La gente de la casa de Manuela se había trasnochado en el baile, y habiendo quedado el portillo abierto por causa de Ascensión, que fue la última que entró a la madrugada, la marrana grande se había salido sin la horqueta legal, y sabiendo don Tadeo que andaba en el ejido, se aprestó para terminar de una vez   —162→   una trama que tenía preparada, y dio todas las órdenes del caso.

No tardó mucho tiempo en aparecer corriendo por la mitad de la calle del Caucho, la marrana de seguida por el alcaide y un policía, que le tiraba lazos inútilmente. Resurrección, la entenada de don Tadeo, que estaba echándoles de comer a unos pollitos en la puerta de la calle, azuzó a Tintero y a Papel, los perros de su padrastro, para que acometiesen a la marrana y la acosaran contra la pared. Ayacucho se puso en movimiento excitado por el alboroto y les acometió a los otros dos perros; pero salió Resurrección a pegar a Ayacucho con el palo de la escoba, y Manuela, que se había levantado del quicio de la puerta de la casa, donde estaba cosiendo, llegó con las tijeras en la mano y quitó el palo a Resurrección, a tiempo que se acercó el policía a tirar lazos para coger a la marrana. José intervino a ese tiempo y echó mano al rejo de enlazar que el policía defendía con todas sus fuerzas, de manera que en un instante se armó un grupo de racionales e irracionales que se batían unos en favor de la marrana y otros en contra de ella.

A todo esto los gruñidos de la marrana y los gritos de Resurrección y los latidos de los perros, y las maldiciones y juramentos de los policías se levantaban en una confusión infernal, y Resurrección y Manuela se habían dado sus cachetadas; Ayacucho y Tintero, sus mordiscos; y José y los dos policías, sus pescozones y patadas. No tardó en aparecer luego la terrible Sinforiana seguida de Cecilia, para aumentar el número de los enemigos de Manuela, que la hubieran vuelto polvo si no se hubieran aparecido Simona y sus dos hermanas; el combate vino a ser tan encarnizado como el encuentro de una galera de argelinos y otra de cristianos.

-Manuela le ha pegado a Tintero y me ha quitado la escoba, gritaba Resurrección llorando.

  —163→  

-Por defender mi marrana, que nada les estaba comiendo, respondió Manuela muy enojada.

-¡Por defender el perro del alojado, que te parece que te ha de durar para siempre!, le contestó Sinforiana.

-¡Vieja bruja!, gritó la valiente Simona, podías irte a dar crianza a tus dos hijas, que la niña Manuela no es ninguna...

-¡Anda, demonio de rea!, que no por buena te tuvieron en la reclusión de Guaduas. ¡Rea! ¡rea!

-Vieja consentidora, le gritó Soledad, la hermana de Simona; ¿quién te mete a defender los perros de don Tadeo? ¡Ladrona! ¡sonsacadora!

Simona y Sinforiana estaban agarradas, la última le había mordido un carrillo a su enemiga, y ambas estaban de sangre que no se conocían. Marta había llegado a tiempo que Resurrección le iba a tirar a traición a Manuela, y la derribó por tierra. Doña Patrocinio, estaba horneando unas almojábanas y cuando sintió el alboroto, y conoció la voz de Manuela, salió corriendo con el delantal puesto, y con un pañuelo blanco prendido en la cabeza, que le cubría toda la espalda; se presentó acezando y con la pala de hornear en la mano, y al ver que Sinforiana le iba a tirar a Manuela, le enristró la pala, y la hubiera partido por el pecho si Cecilia no lo hubiera cogido el palo; pero Manuela por rescatar la pala le dió un ligero piquete a Cecilia en un dedo de una mano, lo que hizo poner furiosa a Sinforiana; la bulla iba siendo mayor a cada momento, y los gritos y las injurias menudeaban más a proporción que iba creciendo el número de actores y de espectadores.

El sacristán estaba durmiendo, y luego que oyó los gritos y vio que se levantaba el humo de un poco de paja que habían prendido en el solar de don Tadeo, corrió al altozano, cogió los rejos de las tres campanas y se puso a tocar a fuego.

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-¡Fuego en la calle del Caucho!, gritaban los que veían el humo.

-¡Corran a apagar, corran a apagar!, decía el sacristán, convidando a los que pasaban.

Todos los que iban llegando al sitio de la novedad se encontraban con el alboroto de una riña general, en la que los combatientes no tenían divisa, aunque se conocían los partidos. Los del partido de don Tadeo, peleaban en favor de Papel y Tintero, los del partido de Manuela comenzaron por defender a la marrana: manuelistas y tadeístas eran griegos y troyanos un aquel día. La calle se obstruyó completamente, llena de partidarios decididos. A lo último llegó el afamado Juan Acero, y entendiendo bien la causa que sostenían los dos policías y la denodada Sinforiana, empezó a distribuir garrotazos entre los manuelistas, hasta dar con el sabanero, que cogió a un descuido el arma fatal; y en esta brega caían y levantaban, no queriendo soltar su garrote el Hércules de la parroquia, y resistiendo lo mejor que podía la arremetida del sabanero, al mismo tiempo que los pescozones de los otros combatientes eran bien nutridos y los garrotazos bien dirigidos, de manera que ni el uno ni el otro partido daba señales de ceder; y al mismo tiempo los gritos eran espantosos, pero no se distinguía bien sino la interjección favorita de los que hablan el español, y las injurias de marca mayor.

-¡Vieja langaruta!, gritaba Simona a la valiente Sinforiana, ¡vieja bruja, vieja consentidora, vieja ladrona!

-¡Tinaja con patas!, gritaba Sinforiana a la señora Patrocinio... ¡Vieja estafadora! y daca de rezandera y de amiga de ir a la iglesia a rezar estaciones en cruz.

El señor alcalde no se apareció sino hasta lo último, acompañado del juez primero, del ciudadano Dimas y de unos cuatro tadeístas; y agregado a Juan Acero y a   —165→   otros de la misma parcialidad, empezó a coger prisioneros para llevarlos a la cárcel. Sin embargo, a José no pudo rendirlo con cuatro, porque éste había quitado el garrote a Juan Acero y les hacía frente teniendo la retaguardia cubierta por la pared de la casa: José estaba enseñado a contrarrestar a número infinitamente mayor. Fue una temeridad que los tadeístas no se atrevieron a ejecutar, la de matar a José para prenderlo, y le propusieron que entregara el garrote y quedase arrestado mientras parecía su patrón, prometiéndole no amarrarlo ni insultarlo.

De este modo quedó triunfante la señora Sinforiana y todo el partido tadeísta. El juez y el alcalde prendieron a Simona y sus hermanas, a José, a Paula, a la manca Estefanía, a ñor Dimas, a doña Patrocinio, a su hija y al perro Ayacucho; pero Manuela salió corriendo y a favor de la confusión logró introducirse, sin que la viesen, por el portillo oculto del corral de su casa. En la puerta de la cárcel soltaron a doña Patrocinio con tal de que entregase a Manuela, condenándola en treinta pesos de multa si no la entregaba dentro de cuarenta y ocho horas. A la marrana la llevaron al coso, y a Ayacucho lo destinaron a la cárcel con José Fitatá.

Hubo muchos heridos en esta pelea; a Resurrección la dejaron sin camisa las hermanas de Simona. Ñor Dimas salió herido en una oreja, Paula quedó con los ojos negros, Marta perdió mucha parte de su pelo castaño y un rosario de coquito con cruz de oro; pero logró escapar con varias personas de las menos comprometidas. Resurrección decía que había también muertos, alegaba porque Manuela le pagase ocho pollos que habían muerto a pisotones, y cobraba a dos reales por cada uno, cuando no tenían sino cuatro días de nacidos; mas ya tenía testigos para probar que tenían un mes, y que eran ocho, siendo así que no habían sido sino dos.

  —166→  

En la calle tomó el alcalde, antes de enviar los presos, dos garrotes de chicalá y uno de guayacán, una pala de hornear, unas tijeras de costura, dos palos de escoba y una zurriaga, como armas ofensivas, que debían servir de cuerpo de delito. Se perdieron varias fincas en el conflicto, tales como una sortija de tumbaga de Manuela y las cuentas de su rosario, y una cajetica de lata con siete reales en medios y cuartillos, que doña Patrocinio había llevado en el seno, y eran los trueques de la tienda.

Don Tadeo, autor de todo este trastorno y aun director de él, porque desde su alcoba había estado dando órdenes a los de su cuadrilla, se había contentado con mirar la pelea por la rendija de la ventana, apuntando fielmente las circunstancias en su cartera, porque de aquella pelea se prometía sacar grandísimas ventajas.

No estaban todavía las caras lavadas ni se habían mudado los que había salido rasgados o sucios de la pelea, cuando las causas estaban andando, a tiempo que se rodeaban algunas casas para buscar a los comprometidos. La manzana de la casa de Marta estaba rodeada con el fin de coger a esta íntima amiga de Manuela, que por pelear a su lado le había despedazado la camisa bordada a Resurrección.

El cura y don Demóstenes se habían ido al Botundo ese día; el primero a llevar unos medicamentos a ñuá Melchora, y el segundo a buscar pavas. El cura convidaba casi siempre a don Demóstenes a sus paseos, porque gustaba mucho de su compañía. Llegaron a la parroquia, y después de dejar en su casa don Demóstenes a su amable compañero, se fue a su posada muy contento porque había traído muchas aves, plantas y una mariposa de una variedad muy rara, y entró llamando a Manuela para mostrarle una flor.

-Escuche, don Demóstenes, le dijo doña Patrocinio, y sin hablarle otra cosa se puso el dedo sobre la boca.

  —167→  

-¿Manuela?, preguntó el alojado.

-¿No le digo?, le contestó la señora.

-No me ha dicho usted nada, y yo necesito a Manuela.

-Ni la nombre, señor, si no la quiere perjudicar.

-¿Perjudicar?

-¡Sí, señor! ¿Luego usted no ha tenido noticias, de la revolución?

-¿Estalló ya?

-¡Ave María! Una cosa estupenda.

-Esperando estaba yo esa novedad ¿Quiénes habrán muerto?

-Dos pollos de poca importancia ¡Pero señor, qué desgracias las que ha habido, y todo por ese demonio de embozado, que es el autor de todo! La cárcel está llena de presos.

-Explíquese usted. ¿Han venido tropas?

-¡Qué tropas, ni qué diablos!

-¿Entonces...?

-¡No hable recio, por Dios! Sea usted un poco discreto, porque los tiranos están triunfantes.

-¿Cuáles vencieron, pues?

-Los tadeístas; pero porque el juez y el alcalde los auxiliaron, porque, ¡ah gente para ser sostenida! Simona se ha portado como el mejor de los hombres, y José triunfaba de mayor número siempre que lo atacaban.

-Por cada explicación de usted me quedo más confuso: dígame claramente lo que ha habido aquí o en Bogotá, o en ambas partes, y sáqueme de dudas, que ya usted me tiene loco.

-Pero éntrese en la alcoba, porque si nos oyen conversar nos apresan.

-¿Por conversar? ¿Luego el pensamiento y la pluma y la lengua no tienen garantías en todos los   —168→   países libres, y mucho más en el nuestro desde que se publicó la Constitución de 21 de mayo?

-Aténgase, y diga usted algo contra la ley de la horqueta, o contra don Tadeo, y verá si también va a templar a la cárcel, en donde se hallan presos actualmente su criado y su perro...

-¿Mi perro? ¿Preso mi perro?

-Sí, señor, yo para que le voy a mentir; y a Manuela la tengo escondida porque la quieren meter al cepo, y si me la cogen, ya sabe que hasta Guaduas va a parar, porque todas éstas son tramas de este judío de don Tadeo, que ahora acaba de salir de aquí. Ñuá Remigia la mujer del sacristán, me ha impuesto de muchas cosas que yo no sabía, y me ha dicho que la revolución ha sido una trama para coger a Manuela. A mí se me estaba poniendo; pero no creía que este encuevado fuese tan afortunado que todo le saliera tan bien.

-¿Conque la revolución ha sido aquí?

-Sí, señor, en la calle del Caucho; pero eso daba miedo.

-¿Y por qué se comenzó?

-Por la marrana, señor, por la ley de la horqueta y para eso que usted mismo fue el que publicó esa ley.

-¡Pícaros!

-Y ya le digo que su criado y su perro están en la cárcel.

-Pues venga, dígame lo que hay; pero con orden y con claridad.

Cerró la puerta de la sala doña Patrocinio; miró para el patio, luego se entró en la alcoba y, sentada en la cama, comenzó a decir a su alojado todo lo que hubo en la pelea de por la mañana, sin omitir las desvergüenzas y los oprobios que se habían dicho; pero todo en voz baja y temblando, y atisbando no la fueran a oír. Y después que hubo acabado, le dijo don Demóstenes:

  —169→  

-¿Y ese don Tadeo qué casta de pájaro es?

-Es una buena pava, señor don Demóstenes.

-¿Es liberal o conservador?

-Casi no lo puedo decir. Él echa contra los ricos, contra los curas, contra los monopolios, y todos los lunes predica en la calle y en el cabildo en favor de los derechos del pueblo.

-¡Liberal legítimo!

Y cuando estuvieron las tropas del general Melo en la cabecera del cantón, él les mandó a avisar en que haciendas habían de coger bueyes, y mulas, y pailas de cobre.

-¡Draconiano! ¡Partidario del ejército permanente, de la pena de muerte, de las facultades omnímodas del Poder Ejecutivo, del centralismo, de la teocracia a medias y de los códigos fuertes! ¿De dónde salió ese sujeto que ustedes tanto veneran?

-Vino en clase de peón, de los cantones de más allá de la sabana. Al principio trabajó en la hacienda de don Blas, después se vino a vivir a la parroquia y se ocupaba en hacer boletas de compariendo.

-¿De comparendo?

-Eso es, de comparendo; y luego comenzó a escribir documentos; y luego a sacar las listas del trabajo personal y de las elecciones, mordiéndoles a los jueces y alcaides más de lo que valían; y luego se hizo director de los jueces y en este oficio empezó a ganar más plata enredando a los vecinos con alegatos y pleitos; luego se hizo director del cabildo y quedó mandando en todos los asuntos de la parroquia. Pero no paró en eso, sino que se los fue ganando a todos poco a poco, a unos porque lo necesitaban para que los sacase con bien de sus empeños, a otros para que les ayudase a hacer sus picardías, y otros se iban con él por el miedo; de modo que vino a lograr tenerlos a todos bajo de su dominio. Y lo peor es que es el único que entiende y   —170→   registra la Recopilación Granadina. De modo que hoy el señor don Tadeo entiende en elecciones, cabildos, pleitos, contribuciones y demandas; pero sacando de todo su tajada, y haciendo que le sirvan de balde los que le necesitan; y todavía no es eso sólo, sino que don Tadeo interviene en los testamentos, y en los casamientos, y en las peleas de las familias, y en los bailes, y en las fiestas y en todo. Todo esto se le pudiera aguantar; pero ha de saber el señor don Demóstenes que el mismo partido que tiene entre los hombres, quiere tenerlo entre las muchachas del pueblo; y su empeño es que todas ellas, mayormente las más bonitas, estén sujetas a sus antojo. De unas consigue todo lo que quiere, como de la Cecilia, la hija de la vieja Sinforiana, y lo consigue con su poder y con sus intrigas. A las que lo aborrecen las persigue y las tiraniza para salirse con sus intentos. Y esto último es lo que está sucediendo con Manuela, que ya la tiene aburrida con leyes del cabildo para perseguirle sus animales, y armando peleas en los bailes, desterrándole al novio, poniéndonos sobrenombres a todos los de la casa, y haciendo que nos insulten y nos inquieten las mujeres de su partido. Para todo esto tiene él testigos falsos, y espías, y brazos secretos, y sabe falsificar todas las letras y las firmas, y sabe hacer y desbaratar los sumarios del modo que le tiene más cuenta, y está al partir de un confite con don Matías Urquijo, que según dicen es el que gobierna la junta cuatrera que ha hecho tanto ruido en este cantón.

-¡Un Rodín de parroquia!, exclamó don Demóstenes, un Rodín liberal, porque hay Rodines liberales y conservadores. ¡No está la parroquia mal encabada!

-Un gamonal, es como lo llaman; y para esto que se le metió de suegra la vieja Sinforiana, y ella le ayuda en todo lo que puede, con las dos hijas, que son el puro Patas, porque como dice el dicho: «de tal palo, tal   —171→   astilla.» Como la vieja Injuriana no hay un demonio igual ni en los infiernos. ¡La llaman la Víbora porque tiene unos dientes, y una lengua, y unos artificios!... Tiene un salvaje de marido, que lo tiene embobado, pues dicen que de noche lo arropa con su mantilla así que se duerme, y por eso no hace sino lo que ella le manda. Ella contrata destajos de deshierbas o siembras en las haciendas, y los hace trabajar como esclavos, a él y a los hijos y a la hija Pacha, porque la Cecilia corre de cuenta del gamonal. Siempre verá usted que la Víbora se junta con muchachas bonitas, y con ellas se va a visitar a los dueños de tierras a sus trapiches.

-¡La señora Rodín!, dijo don Demóstenes, ¡no está mala la pareja!

-Para que usted vea lo que es la Víbora y lo que es el señor gamonal, le contaré lo que ambos hicieron con la niña Simona.

-Me tiene usted con cuidado con esta gente.

-Pues ha de saber usted que la Víbora saca aguardiente de contrabando en la estancia que tiene en la orilla de la montaña, en tierras de don Leocadio, y que Simona tiene su estancita en la loma de enfrente. Las hermanas de Simona son la niña Soledad y la niña María. Soledad es casada con Juan Aguilera, y como Juan Aguilera toca tiple y lo toca por veinticuatro horas sin descansar, lo tiene catequizado la Víbora para que toque en los gastos, para que se le venda mejor su aguardiente de contrabando, y para más asegurar a Juan Aguilera, le hace campo para que tenga amistad con la hija, y por esto Simona y Soledad y toda la familia se hallan mal con la Víbora, y con mucha razón. El motivo para hacerle campo a don Tadeo la Injuriana fue para que le librara de los guardas de la cabecera del cantón su contrabando; pero en un cambio de guardas fueron éstos y dieron con el saque de aguardiente   —172→   de la Víbora, y le llevaron su paila, sus botellas, vasos, platos y pozuelos. La Víbora creyó que había sido denuncio de Simona y sus hermana, y juró que las había de echar a la reclusión de Guaduas. Ella confiaba en sus dos hijas bonitas, en don Tadeo y en su crédito para con los hacendados, por los destajos que tenía contratados.

-¿Y las leyes y la constitución del 21 de mayo?, le preguntó don Demóstenes a su interlocutora.

-Ahora verá usted para lo que sirven las leyes y la Constitución, le dijo la señora Patrocinio. Juan le metió cincuenta azotes a su esposa Soledad, amarrada de un palo de la montaña: y para vengarse de Simona y su hermana, la Víbora armó una pelea de lunes en un gasto a la salida de una estancia. Las provocó hasta que le tiró Simona un puñetazo, y luego armó el alboroto la Víbora y acudieron las hijas, y el bruto de ñor Pascasio con sus hijos, y a la defensa de Simona salieron su padre y su hermana menor, llamada María. La Víbora se hizo echar sangre, les untó las camisas a todas las mujeres beligerantes y formó un depósito en el camino, de unas cuatro pulgadas de ancho. Simona y María salieron con los ojos negros y muy aporreadas. Puso su queja la Víbora. Les siguieron la causa a las Paeces, la elevaron al juez del circuito, y en menos de dos meses marcharon con una escolta las Paeces para Guaduas y ñor Daniel, el padre, para el presidio.

-¿Y por qué a las Paeces?, exclamó don Demóstenes.

-Porque así lo quiso la Víbora, y así lo permitieron las leyes y la Constitución, señor don Demóstenes. Cinco meses duraron las Paeces aprendiendo a hacer tabacos tapados, encerradas entre rejas de hierro y portones terribles, llorando y gimiendo, y sufriendo azotes y baño a la madrugada, y comiendo mal y a deshoras, hasta que volvieron a los seis meses, hechas una miseria, a encontrar la casa caída y envueltos los escombros en   —173→   los bejucos de batatillo, que se apoderan de todo. El viejito Daniel murió en el presidio de Tena, y éste fue el resultado de la persecución de la Víbora. Ahora, dígame usted, qué le ha parecido el señor don Tadeo.

-Sólo por decirlo usted puedo creer que una parroquia esté gobernada de esta suerte, en una república verdadera como la nuestra.

-Ya lo irá conociendo usted por la experiencia. ¡Pobre de Manuelita, que si la cogen va a dar al cepo, y a poquitos días a la reclusión!

-No lo crea usted; que yo la libraré de la persecución de ese tirano vil y depravado; pero es menester que yo me vea con Manuela.

-Ella no se deja ver, señor don Demóstenes.

-Es preciso.

-No sé cómo hagamos; porque me dijo que a nadie le dijera su paradero.

-¿Y qué hacemos?

-Hagamos una. Váyase usted al cabildo a ver cómo anda la causa que están escribiendo, y mientras eso yo voy a donde se halla escondida, y le tomo su parecer.

-Me parece muy acertado, dijo don Demóstenes, y se fue al cabildo, en donde encontró al juez 1º y saludándole con la debida atención, le dijo:

-Señor Juez, vengo a ver porque está preso mi criado en esta cárcel.

-Porque se opuso al cumplimiento de la ley.

-¿Y mi perro?

-Por la misma causa.

-¿Conque se han opuesto al cumplimiento de la ley?

-Sí, mi caballero: iban hoy los policías a llevar la marrana al coso, porque no tenía la horqueta de la ley, y han salido a defenderla su criado José, su perro y sus caseras, han armado una revolución, han estropeado a la señora Sinforiana y a la niña Cecilia, y han   —174→   cometido muchos crímenes contra todos los amigos de la ley y del gobierno de la parroquia. Y si no, ahí está la sumaria que lo reza.

-¿Y pudiera yo ver la sumaria?

-La ley no deja, señor caballero.

-Lo siento, porque como tengo ganas de comprar una hacienda aquí, me gustaría saber cómo son las sumarias de esta parroquia.

-¿Y a cuál le tiene echada el ojo, mi caballero?

-Todavía no sé; pero será a la que tenga menos arrendatarios, a causa de que pienso rebajarles las obligaciones y la paga; porque yo soy muy amigo de proteger a los pobres.

-Compre su merced el Purgatorio.

-Tal vez.

-Es la tierra más legítima que hay para las cañas; tanto, que una mula no alcanza a llevar al trapiche todas las cañas que se cortan de una mata, porque parecen guaduas, y por lo que es las yucas, con una hay para la comida de una familia, y todavía sobra. Y yo el empeño que tengo es de agrandarle a mi estancita, porque el agüelo don Elo me la tiene enteramente recortada y yo me contentaré conque me la deslinden del guamo de micos al guamo cansa-muela, y de la mata de fique a la mata de chitato, y de allí a la mata de payandé.

-Sería muy justo.

-¿Y es de veras que su merced quiere divertirse con a sumaria de la revolución?

-Si la ley me permitiera...

-Pero habla de ser pronto, pues el señor director, el alcalde y el mozo que le ayuda a escribir se fueron a comer, porque desde las nueve no han descansado de escribir; y ya no falta sino que venga a oír su declaración uno de los testigos que se había ido a la cabecera del cantón desde ayer, y no parece.

  —175→  

La sumaria está guardada en el archivo, mientras que vuelven. Bien puede su merced mirarla, que por eso no tendremos novedad; pero que no lo sepa mi director porque eso sería mi perdición.

-¿Cuál es la pieza del archivo, señor juez?

-Esa caja de cedro, y la llave la tengo yo.

Abrió el señor juez una caja muy grande que estaba llena de legajos de papeles atados con cintas de calceta de plátano, y comenzó a buscar don Demóstenes, haciendo de pasada algunas observaciones.

-¿Por qué están sin romper todavía los sellos de los Repertorios y las Gacetas que vienen de la gobernación?

-Porque hay veces que no hay aquí ningún juez ni alcalde que pueda leer los papeles del gubernamiento sino mi director, y él dice que esas cosas las sabe de memoria.

-¿Por qué se halla en este archivo el cuaderno sobre el cólera? Esto pertenece a la junta de salubridad. Ni tampoco es aquí el lugar de esta pastoral del reverendo Arzobispo Mosquera. Bastante hemos trabajado los liberales Para que no haya patronato ni concordatos, y para que la Iglesia y el Estado queden separados para siempre. Que la Iglesia se avenga como pueda. Entréguele usted ese documento al señor cura. ¿Y qué significan estos terrones aquí metidos?

-Es el comején, mi amo, que toma posesión de todo lo que está quieto.

-¿Dónde le parece a usted que esté la sumaria de la revolución?

-En la otra esquina, me parece.

-«Remedios eficaces para el coto», dijo don Demóstenes, y continuó con sus observaciones a la ligera. Este remedio no sirve, o se ha quedado sin leer como las gacetas, porque la mitad de los parroquianos son   —176→   cotudos sin exceptuar al señor juez. ¡Un ratón! ¡Señor juez, échele mano!

-Se fue por un uraco, dijo el juez. Ya los ratones no dejan aquí cosa que no roan. Los presos se quejan de que no los dejan dormir. El cabildo ha aprobado una contrata en que don Tadeo se obliga a mantener un gato aquí, pagándole doce reales semanales.

-Así son todas las contratas con el Gobierno, es decir, con el pueblo, porque el pueblo es el Gobierno. Aquí hay papeles frescos, agregó don Demóstenes y leyó: «Causa criminal contra Blas Jiménez por hurto y estropeos y violencias ejecutadas en personas de su hacienda.» «Causa seguida a Manuela Valdivia por vivir en mal estado con José Fitatá.»

-¿Topó, mi amo don Demóstenes?, le preguntó el señor juez, parado en la puerta, con cuidado de que el director no viniese a sorprender las operaciones.

-No, señor juez; pero estoy viendo cosas muy curiosas por aquí, más curiosas que la pastoral y los remedios para el coto. Aquí estaba la sumaria escondida en el asiento.

-Pues léala su merced; pero aprisita, no vaya el diablo a traernos al director antes de tiempo. Don Demóstenes leyó:

«Causa general seguida a los reos de conspiración contra la ley del 18 de mayo, y contra las autoridades de la parroquia.»

Se puso a revisar el interesado, y vio el encabezamiento de toda la sumaria, las confesiones de los acusados, los reconocimientos de las heridas, y deteniéndose en una foja del expediente, leyó una de las cinco declaraciones, que decía así:

«En esta parroquia de... a 11 del mes de junio del año de 1856, yo el jaez 1º parroquial, hice comparecer a... ante mi despacho, y después de haberle leído el artículo..., de la ley de la Recopilación Granadina,   —177→   dijo ser mayor de 25 años, casado según la Iglesia, arrendatario de las tierras del señor don Matías Urquijo, y cazador de profesión; y habiéndole preguntado:

1º Si le consta que en la mañana de este mismo día 11 hubo una revolución en la calle del Caucho, hecha por los manuelistas, por defenderla marrana de Manuela Valdivia, de que no fuese apresada, y por resistirse al cumplimiento de la ley del 18 de mayo, y a todo el Gobierno de la Parroquia y de la República; y dijo que le consta.

2º Si le consta que Manuela Valdivia le cortó un dedo a Cecilia; y dijo que le consta.

3º Si le consta que Manuela Valdivia peleó contra los policía y los comisarios en la calle del Caucho, en el motín que se levantó contra las autoridades y contra la ley de 18 de mayo; y dijo que le consta.

4º Si le consta que en uno de los bailes hubo una pelea entre los comisarios y un sabanero llamado José Fitatá, criado de un señor Demóstenes Bermúdez, originada por querer bailar el expresado sabanero únicamente con Manuela Valdivia; si no es cierto que José y Manuela viven bajo un mismo techo, y que en ausencia de don Demóstenes se la pasan conversando juntos en la cocina, y en ocasiones cuando la moza Marta va a la casa de Manuela y don Demóstenes Bermúdez está ausente, José Fitatá las mece en la hamaca del expresado don Demóstenes hasta hacerles tocar las vigas con los pies; y dijo que le consta.

Y leída que le fue su declaración se ratifica en el juramento que tiene hecho, por ser verdad todo lo que tiene expuesto, y no firma por no saber, y lo hace a ruego por él el señor Matías Urquijo.»

Vio don Demóstenes que había cinco declaraciones por este tenor, tan iguales todas que no discrepaban ni en una coma; vio que en la causa general estaban   —178→   acusadas todas las personas del partido de Manuela que habían funcionado en la gran pelea, y volviendo a poner todo como estaba en la caja del archivo, pidió licencia para ver a los presos, y el señor juez le abrió la cárcel de hombres, en cuyo lóbrego recinto alcanzó a ver que relumbraban los ojos de Ayacucho, el cual saludó a su amo con un triste lamento.

-¡Oh mi fiel compañero!, le contestó don Demóstenes, ¿usted también de conspirador contra la ley del 18 de mayo? ¡No me lo hubiera yo figurado!

-Y yo también, mi patrón, dijo José, por la marrana de la niña Manuela y por defender a mi compañero Ayacucho. Pero tengo esperanzas de que su merced no me ha de dejar pasar la noche en esta prisión de Satanás. Las pulgas y los chiribicos me tienen ya casi seco, y colgado de una pata en este cepo tan alto; y una sed que ya no puedo más.

-Quién sabe cómo será la salida, porque estás encausado por andar en malos pasos con Manuela.

-¿Yo, mi amo?

-¡Ni me lo he soñado!

-Los testigos declaran que te la pasas jugando y conversando con Manuela cuando yo no estoy en la casa.

-Eso es porque la niña Manuela me mira con cariño por atención a su merced, y lo mismo hace con Ayacucho.

-La salida es de un muisca; sin embargo, yo querría que te portases un poco mejor cuando yo estoy ausente. Haré todo la posible porque salgas hoy.

-¿Y yo, mi amo don Demóstenes?, dijo el ciudadano Dimas, que estaba en el mismo cepo.

-Todos saldrán muy pronto, me parece. ¿Conque usted también?.....

-Y lo que siento son las maticas; porque esa atolondrada de Pía, cuando yo no estoy por ahí cerca, ni grita, ni apedrea como debe ser, y les hace alto a las   —179→   guacamayas por atender a lo que no le importa, y si ha caído venado en la trampa, ahí se lo comerán las gualas, porque Melchora no puede ir hasta allá; o quien sabe si mi compadre le suelta la gata. Haga su merced todo empeño a ver si nos aflojan, que yo por lo que es mi parte les puedo dar mi juramento de no volverme a meter en otra.

Don Demóstenes logró sacar a su perro de la cárcel de hombres y pasó a la de las mujeres. Estaba un poco más obscura la pieza, porque no entraba sino muy poca luz por la reja de gruesos travesaños de diomate. El piso era de polvo y basura, y las paredes tenían el color negro de la mezcla y de mil rayas hechas con carbón por algunas de las víctimas del poder. En la pieza estaba el cepo, un poco más pequeño que el de los varones, y por cierto que no estaba desocupado. El olor de aquel calabozo era detestable, porque la falta de aseo y de ventilación conservaban los miasmas de la putrefacción para mayor tormento del sexo débil. Don Demóstenes se quedó aterrado, casi ahogado, y cuando se le aclaró un poco la prisión, vio a la manca Estefanía sentada en uno de los extremos del cepo.

-¿Es posible?, exclamó don Demóstenes. ¡La madre de la hermosa y hospitalaria Rosa! ¿Y porqué la han puesto presa a usted?

-Porque me metí a espantar los perros de don Tadeo, para que no mordieran la marrana de la niña Manuela.

-¿Sólo por eso?¡Oh constitución! ¡Oh leyes de mi patria! ¡Oh libertad, oh principios!

-El que nos ha conversado de libertad en esta parroquia es el autor de todo esto.

-¿Y tú también, Paula, encantadora Paula? ¡En un calabozo más detestable que los de la inquisición de Sevilla! ¡Esto es insoportables, esto es increíble! Aquello era en los siglos medios, y dirigido por las inspiraciones   —180→   de los fanáticos más inicuos y detestables; ¡pero que haya hoy cárceles hediondas y obscuras para sepultar en ellas a las señoras del pueblo, por una pelea de la calle! ¡Seguir hoy una causa, por la que irá una docena de víctimas a gemir a la reclusión de Guaduas! ¡esto es inaudito! ¡Y todo esto a doce o catorce leguas de la capital de la República; y todo esto cuando los pueblos han comprado con su dinero y su sangre una constitución para vivir sosegados y respetados!

-¡Oh! ¡quién creyera que en el siglo XIX habíamos de ver Torquemadas y...

-Yo también estoy aquí, dijo Paula llorando y estoy solamente porque no hago caso de los cariños de don Tadeo.

-¡No más, Paula!, no me digas más, que bastante horrorizado me tienen los crímenes y las tenebrosas maquinaciones de un intrigante que se titula liberal y es el monstruo más detestable de todos los tiranos del mundo.

-Pero vea como me libra de ir a Guaduas, que yo le serviré y le quedaré agradecida.

-¡Eso no, Paula! Yo no soy de los que se valen de la ocasión para obtener servicios obligados. Yo no soy de los jesuitas de casaca o de sotana, conservadores o liberales, que dejan la estaca proverbial por un ligero servicio en las circunstancias apuradas de la vida. Eso se queda para los intrigantes de alcoba, de mostrador o de oficina, que adquieren derecho a los servicios ajenos por precios que no son los corrientes en todas las transacciones comerciales de la sociedad decente. Yo voy a trabajar para libertar la parroquia del monarca que la oprime, y no exigiré recompensa alguna.

-¡Ojalá!, dijo Simona, que estaba tendida en el suelo y con un pie metido en el cepo; porque ir a aprender a hacer tabacos tapados en la ciudad de Guaduas no es cualquier cosa, y maldito lo que sirven las tales tapas,   —181→   que es lo primero que truezan con los dientes los que se fuman los tabacos.

-Pues, ¡adiós!, dijo don Demóstenes, y fe en el porvenir, que mañana serán todas libres.

Cuando salió don Demóstenes, se encontró con el alcalde en el corredor del cabildo y le suplicó que soltase a todos esos infelices, prometiéndole que luego que la causa estuviese terminada, ellos volverían si los llamaban.

-Todos se van a soltar, dijo el ciudadano alcalde, menos el viejo Dimas; porque ese es un zorro que, cogiendo la montaña, no vuelve a caer en mis manos, ni aunque le pongamos trampa de lazo.

-Yo le buscaré un fiador a satisfacción del señor alcalde. No hay para qué tiranizar el pueblo con las leyes hechas por el pueblo. Las leyes lo único que deben hacer es prevenir los delitos.

-Sí señor, dijo el alcalde: y la igualdad y la libertad para todos los ciudadanos.

Al decir esto, apareció un piquete armado de tres lanzas, dos garrotes y una carabina sin llave, trayendo dos jóvenes amarrados con lazos de fique. El uno era negro, pero bien configurado y bastante robusto; el otro era moreno, como de veinte años de edad, y de semblante humilde. Eran desconocidos ambos para don Demóstenes; pero su corazón humanitario se movió a compasión y preguntó al alcalde:

-¿Qué crimen han cometido esos jóvenes?

-Son reclutas, señor.

-¿Y por qué los llevan así amarrados contra todo el sentido de la Constitución de 21 de mayo, que garantiza la libertad de los brazos?

-Porque si se les afloja, se van al monte; el gobierno ha pedido los reemplazos y estos dos perillanes son los más aparentes.

El alcalde le dijo a un hombre que había llegado,   —182→   que le pusiese el oficio de remisión, y cuando la manca Estefanía oyó el nombre de Julián, dio un grito desde el fondo del calabozo, diciendo:

-¡Mi hijo! ¡mi Julián!

-Yo soy, señora madre, que me llevan para soldado, porque me hallé en la pelea de esta mañana; pusieron guardias en el camino y me cogieron a traición.

-¡A traición! ¡con alevosía! ¡con infamia!, don Demóstenes; ¡pobres ciudadanos los de esta parroquia!

-¡Pobre de mi hijo, que me lo quitan para que vaya a morir en las guerras de los hermanos contra los hermanos! ¡pobre de mi hija Rosa cuando lo sepa! ¡Señor don Demóstenes, por el amor de Dios, empéñese para que no se lleven a mi hijo!

-No hay empeños que valgan, dijo el alcalde.

-Sáquenme de esta cárcel para decirle adiós, para verlo por la última vez de mi vida.

El alcalde concedió la licencia, a tiempo que los conductores tiraban de los lazos a los ciudadanos granadinos para que marchasen.

-¡Hijo querido, le dijo Estefanía al servidor de la patria, quién sabe si no volveremos a vernos! Lleve mi bendición y no vaya a valerse de las armas para ultrajar a sus iguales. ¡Adiós, querido Julián!

Julián no contestó, sino que recibió la bendición arrodillado y le dio la mano a su querida madre, pero no el abrazo, porque lo llevaban atado de los lagartos con los codos atrás; las lágrimas y gemidos no lo dejaron articular ni una sola palabra. Don Demóstenes también lloró, lamentándose de la suerte de una madre tan desdichada como Estefanía y la de una patria no menos infeliz; pero los esbirros se reían de la escena como de un sainete. Un pezo fuerte dio de limosna el caballero al hermano de Rosa. Luego se fue a comer y a dar cuenta de su comisión.

  —183→  

-¿Qué vio, don Demóstenes?, le preguntó la señora Patrocinio a su huésped.

-¡Horrores, doña Patrocinio! ¡prisiones, calabozos, intrigas y maldades! No me figuraba yo que en la parroquia hubiese misterios tan temibles y tan horrorosos.

-Pues así hay muchas parroquias, don Demóstenes; porque no falta un gamonal desapiadado, que se aproveche de la ignorancia y de la indiferencia y tal vez de las divisiones de pueblo, para apoderarse de todo el gobierno y de todos los intereses.

-La causa de Manuela está endemoniada, y tan bien hecha, que me costará mucho trabajo echarla por tierra; pero voy a acusar al monarca.

-Pues ándese con cuidado, porque él juega con usted como con un trompo.

-Ríase de eso, doña Patrocinio.

-Pues ya verá.

Pachita y Ascensión sirvieron la comida a don Demóstenes. Doña Patrocinio comunicó al defensor de Manuela, que hasta el día siguiente no podría verla porque había muchos espías alrededor de la casa, y era seguro que cualquier paso que diera sería visto y contado por ellos.