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ArribaAbajoCapítulo XXIV

El San Juan


Desde su llegada a la parroquia había oído hablar el señor don Demóstenes del San Juan, como de una época muy singular; y en efecto mientras más se acercaba el suspirado día 24, más concurridos estaban los caminos y los mercados, más risueñas y amorosas se mostraban las hijas del pueblo y más alboroto se notaba en las tiendas.

Don Demóstenes se había ido al Botundo el día 23 por la mañana21, porque le había ofrecido Pía un chilaco vivo y unas mariposas raras. A la bajada oyó cohetes y música en muchas de la estancias, algunos gritos y tiros de escopeta, y al pasar por la estancia de Venancio, que estaba en la margen del camino, este sujeto se le puso por delante y le gritó dirigiéndole la palabra:

-¡San Juan!

Pero viendo que ni respondía ni se detenía don Demóstenes, le repetía la misma voz añadiendo:

-¡San Juan callado!

Otro sujeto dijo entonces:

-Tan callado como su perro, porque parece que son de una misma creyencia.

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-Con los masones no hay San Juan que valga -dijo otro.

Don Demóstenes entendió que aquella gente estaba achispada y que si se ponía a hacerles caso podría salir muy deslucido; siguió bajando, a tiempo que en la estancia se aumentaron los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! y la tambora y los cohetes hacían retumbar las tomas y la montaña.

Siguió su camino, y cuando pasaba por frente de la estancia de Chepe Moreno oía los mismos gritos, y vio un corrillo en el patio, en el cual se cantaba y se tocaba y al verlo repitieron la misma voz que le habían dirigido en la estancia de arriba. Un hombre se desprendió del pelotón y vino a salirle al frente, pero don Demóstenes no se afanó porque conoció que aquél era su camarada Dimas, quien lo saludó de esta manera:

-Grite San Juan, mi amo don Demóstenes, que hoy es el día más grande que hay en el mundo.

-¿Qué hay, taita Dimas? -le dijo el caballero.

-Que arrime su persona para allá dentro, para que nos ayude a celebrar a mi padre y señor San Juan.

A este tiempo se acercaron Paula y Rosa al cazador y lo comprometieron a ir al patio, donde estaba una multitud de personas conocidas suyas, como Simona Páez y sus dos hermanas, y toda la gente del partido de Manuela. Rosa sacó un vidrio con mistela de café, y un plato con mantecadas y lo comprometió a probar la mistela, y al punto se levantó una vocería general a los gritos22 de ¡San Juan! ¡San Juan!

Un estanciero llamado Faustino sacó a bailar a Rosa, y allí en el patio, al son de los tiples y guacharacas bailaron el torbellino; luego se siguió otra pareja, y mientras tanto Paula traía de la mano una muchacha   —89→   bonita, con todas las cualidades de una verdadera campesina, estanciera o aldeana, robusta, de buenos colores y vergonzosa, lo que era un verdadero prodigio. Ésta era Anita, hija de Narcisa, la cual, poseída de sentimientos religiosos, había conseguido con su patrón don Eloy un indulto para sus tres hijas, para que no fuesen obligadas por el mayordomo al trabajo del trapiche. Don Demóstenes, buen fisonomista y observador de costumbres, conoció de pronto el mérito de la estanciera. Paula estaba al frente, y tomando la palabra con franqueza y resolución, dijo a don Demóstenes:

-Aquí le traigo una muchacha nueva que usted no conocía: mi parienta Anita, que vive en la última estancia de las tierras de don Eloy.

-Tengo la honra de ofrecerme -contestó el bogotano.

-Diga, mil gracias, primita; no sea tan corta.

Se apareció ñor Dimas con un vaso de aguardiente puro, aromático y fragante como un estanquillo, y quitándose el sombrero con la mano izquierda, le dirigió a su compañero de cacerías esta perorata en voz alta y sonora:

-Hoy es el día de mi padre y señor San Juan, en que estamos obligados los fieles cristianos a alegrarnos para darle cumplimiento a mi padre y señor San Juan. Por eso me ha de hacer la satisfacción su persona honrada de aceitarme este traguito, a nombre de mi patriarca señor San Juan.

-Mil gracias, dijo don Demóstenes con una amable sonrisa.

Y levantando el vaso, tomó lo menos que pudo, nada más que por cumplimiento, porque a don Demóstenes no le gustaban estas bebidas demasiado populares.

-¡San Juan! ¡San Juan! -gritó todo el corrillo.

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Y pidiendo permiso, don Demóstenes continuó su viaje seguido de su fiel Ayacucho. En la estancia siguieron los gritos, los cohetes y los tragos.

Cuando el bogotano llegó a la parroquia la encontró casi desierta, porque todas las gentes23 hábiles se habían salido a las estancias. Se asomó a la plaza y no vio sino la mula y el cordero del señor cura, pastando la hermosa y levantada grama, y un polluelo que cogía los saltones o chapales que brincaban a lo que se adelantaban los cuadrúpedos. Ayacucho se arrimó, y abusando tal vez de la tolerancia, se excedió en caricias con el cordero, tirándolo de la lana; éste se metía por debajo de la mula, y ella cogía al perro del cuero del espinazo en ademán de levantarlo, cuya escena solitaria entretuvo al bogotano por unos momentos, hasta que levantó la vista al lado de la triste fachada de la iglesia y vio en el largo corredor de la casa cural al párroco, vestido con sotana, paseándose con el breviario en la mano, y luego se arrodilló, y poco a poco inclinó la cabeza hacia el suelo.

Se fue a su posada don Demóstenes y luego que se dejó caer en la hamaca, que ocupaba la mitad de la sala, llegó a sus oídos una voz de la alcoba, que decía:

-¡San Juan! don Demóstenes. ¡San Juan! ¿Y no responde?

-¿Qué quieres que responda? -le dijo el huésped a Manuela, que era la que le hablaba.

-Pues se responde ¡San Juan! ¿Luego usted no es cristiano?

-Ojalá que me hubieras instruido de antemano, porque te aseguro que los rústicos me lo han entripado al pasar por frente de la casa de Chepe Moreno, gritando ¡San Juan! y molestándome como no hay idea; y si yo   —91→   les hubiera dicho ¡San Juan! la cosa hubiera sido de otra manera. Te aseguro que todos ellos son unos salvajes.

-Unos bribones -dijo Manuela, sin salir de la alcoba-; porque ahí están metidas la Cecilia, la Víbora, la Nicolasa, con toda la camada de los tadeístas de la sociedad baratera; y si lo han tratado de burlar a usted es porque lo ven así con zapatos y con su levita larga, como inglés viejo. Los tadeístas no se dejan, aunque los tenemos por debajo con la derrota del rey de la parroquia.

Se dilataba en salir la casera, porque se estaba poniendo de punta en blanco para empezar la función de San Juan, en cuyas vísperas se andaba. Don Demóstenes había llegado cansado, y el movimiento de la hamaca lo tenía tan aletargado como los cojines y el opio a los turcos; pero cuando Manuela abrió las dos piezas de la cortina de su alcoba, y se quedó parada por un instante, don Demóstenes saltó lleno de vigor, e improvisó este discurso:

-¡Bienaventurado San Juan, que aumentas la belleza de tus siervas! ¡Yo también te saludo entre los tuyos! ¡Oh Manuela, te hallas hoy seductora como nunca! Tu sonrisa es celestial, tus ojos divinos, tu talle de cinturera es primoroso, tus pies descalzos tienen el mérito de representar la clase del pueblo. ¡San Juan, Manuela! ¡San Juan! ¡San Juan!

-¡San Juan! -respondió Manuela.

-¡Hoy es cuando Dámaso va a tener envidiosos! -le dijo el huésped.

-¡Naaada! -le contestó ella, tratando de pararse para seguir adonde la llamaban sus deberes, porque todas las compañeras se habían ido a casa de Marta y tenía que ponerle la comida al alojado.

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-¡No me hagas desgraciado, Manuela! ¡No te vayas de aquí nunca!

-¿Y la comida?

-Tu presencia quita el hambre y todas las necesidades humanas.

-¿Está loco?

-¿Porque no puedo resistir a los encantos de tu hermosura?... Sí, Manuela, estoy loco. Pero nada más te diré, porque para ti no hay elocuencia, no hay interés, no hay seducción; pero ni lástima...

-¿Lástima de qué? -dijo Manuela riéndose-; ¿de oírles decir lo que les dicen a todas? ¡No se afane!

-Ni violencia, ni estrategia -continuó don Demóstenes24-; porque el monarca tampoco ha podido hacerse escuchar de ti.

-¿Por qué no, cuando yo les oigo a todos?

Después que Manuela le sirvió la comida al alojado, se fue a una estancia donde había baile y estaba su prometido, no quedándole a don Demóstenes más compañía en toda la casa que su amigo Ayacucho.

Antes de acostarse, don Demóstenes se asomó a la esquina de la calle y desde allí oyó los cohetes, los gritos y los tambores de varias estancias de la loma; y viendo que la tormenta sonaba lejos se metió en su alcoba y se acostó muy seguro de poder dormir con toda tranquilidad, aunque es cierto que la constitución del 21 de mayo que garantiza la palabra, no garantiza el sueño, porque un enfermo no puede clamar contra los platillos y la tambora, que se le toca en sus linderos. Se durmió.

De repente se estremeció el bogotano por un grito de ¡San Juan! que le dieron en los oídos. Levantó los ojos y vio dos devotas de San Juan graciosamente   —93→   vestidas con camisas bordadas y enaguas de cintura, se refregó los ojos y conoció a Marta y a Manuela, que habían invadido los dominios de su catre.

-¿Qué hay? -les preguntó entre sorprendido y halagado por la visión nocturna, que al principio tuvo por un sueño de hadas.

-¡Que se levante! ¡No es otra cosa!

-¿Y para qué me necesitan ustedes a estas horas?

-Para que se vaya a bañar a la quebrada.

-¿Estoy inmundo, por mi desgracia?

-Es porque el agua corre bendita.

-¿Quién madrugó a bendecirla?

-No sea tan, tan, tan... ¿no ve usted que es el día de San Juan?

-¿Y qué?

-Que todos los cristianos, nos tenemos que lavar.

-¿Y si me excuso por enfermedad?

-No le admitimos excusa ninguna.

-¿Y si me resisto y me defiendo?

-Nos lo llevamos entre todas como gusanito que entierran las hormigas cargamuertos.

-¿Cuáles son todas?25

-Yo, Sinforosa y sus dos hermanas, Rosa de Malabrigo, Paula, Clemencia...

-¿Y Anita?

-También. Levántese a verla... Tome, póngase la corbata -le dijo Marta.

-Y aquí tiene las botas -dijo Manuela.

-¿Se pone chaqueta o levita?

-¿A qué tanto afán? Déjenme vestir a todo mi gusto.

-Pero no nos detenga, que ya quiere venir el día.

-Póngase esa bota, cristiano, que usted parece perico ligero en el modo de levantarse.

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Se salieron las camareras de don Demóstenes a decir que ya salía, y los aires, los edificios, las montañas y los bosques resonaron con los gritos heroicos de ¡San Juan! ¡San Juan! y luego que el caballero salió a la puerta de la calle, marchó entre todo el acompañamiento del partido de Manuela, en el cual iba Dámaso, el envidiado de don Demóstenes.

La procesión desfiló bajo los auspicios de dos faroles de papel y uno de vidrio, al mismo tiempo que se victoreaba a San Juan y se tocaba el torbellino en la banda de la parroquia. El camino era angosto y difícil por las angosturas y los obstáculos del bosque; pero el viaje era corto y en aquellos momentos feliz.

Era increíble la presteza con que caían al charco los devotos de San Juan, haciéndose notar por el ruido sobre las aguas, a la manera que caen a la laguna los patos que descienden del aire, siendo de advertir que las señoras Patrocinio y Visitación no fueron de las últimas.

Habiendo de pintar el drama completo del baño del San Juan, el orden exige que se describa la naturaleza del teatro. En lugar de las tablas se veía la tersa superficie del pozo del Guadual, de veinte varas de largo. Los costados eran figurados por los troncos de las palmas y guaduas, y algunas piedras medio cubiertas de helechos y palmicha; las trochas o sendas que llegaban a la orilla tenían toda la apariencia de las grutas por la obscuridad de la noche, que le daba una vista, mágica al bosque de los contornos. El techo estaba formado por la trabazón espesa de los cogollos de las guadas y por las hojas de las palmas de cuesco, enredadas por los bejucos de las nechas y gulupas, de las cuales colgaban las frutas y flores. Los faroles colgados   —95→   de las gruesas espinas de las guaduas iluminaban el charco, aunque la luz era defectuosa. El sonido de los tiples y bandolas armonizaba con el ruido de la quebrada; esta clase de música desempeñaba la orquesta, aun para el gusto delicado de don Demóstenes, que resumía las funciones de público, habiéndose quedado solo por olvido de la priosta de la función. No creemos que el arte haya superado nunca en los mejores teatros de París o Roma las decoraciones del que nos ocupa. Solamente la naturaleza silvestre de América puede ofrecer esta clase de adornos materiales.

Es tiempo de ver el drama. Manuela se distinguía entre media docena de actrices jóvenes y poseídas perfectamente de la situación; mujeres de poca nota y muchos hombres de la clase del pueblo figuraban en la escena, desempeñando el primer papel Dámaso por su historia y sus relaciones. El chapaleo, las consumidas, las travesías y las ráfagas de agua iluminadas por los tres faroles, daban a la función un mérito soberbio, y los rostros de las ninfas del charco, animados por la confianza y la alegría, daban a la escena todos los encantos de la magia. La risa, los gritos, los juegos, los dichos amorosos y las aclamaciones de ¡San Juan! ¡San Juan! completaban el placer de la ablución. Ayacucho figuraba también en el pozo, consumiendo, chapaleando y a veces latiendo: sólo un papel había desairado, el de José, quien por no saber nadar no podía gozar del placer del baño.

Don Demóstenes, único espectador inactivo, se divertía desde un barranco cubierto de palmichas, mirando los prodigios gimnásticos del baño y sintiendo no tener su binóculo, porque la media luz de los faroles no alumbraba todo lo necesario para poder ver los   —96→   bustos de las parroquianas reapareciendo sobre la superficie con su pelo, cejas y pestañas chorreando las gotas de agua iluminadas por reflejos de las luces artificiales que daban una ilusión enteramente mágica muy sorprendente para el que, por primera vez, veía esto. Anita Reyes no cedía en gracias ni hermosura a ninguna de las parroquianas, y cuando don Demóstenes la alcanzaba a ver, palmoteaba. Pero su goce de espectador no le duró sino pocos momentos.

Luego que Marta echó menos al bogotano, convidó a Rosa, a Paula y a Manuela, lo aprehendieron en su palco de piedras, y Marta le dijo:

-¡Hola, amigo! ¿conque usted no se baña?

-Me hace daño a estas horas.

-Es flojera la que tiene -dijo Manuela-; vamos, al agua; ¡arriba! ¡arriba!

-Me enojo -les contestó don Demóstenes.

-No importa, tendrá el trabajo de contentarse otra vez.

-¿Vestido? -preguntó don Demóstenes, conociendo que no había remedio contra la conspiración de las parroquianas.

-¡Yo le quito las bolas! -exclamó Paula.

-Y yo la chaqueta -dijo Marta; y lo comenzaron a desnudar.

-Llevémoslo así como está -propuso Manuela, lo que fue aceptado.

Don Demóstenes, cediendo al derecho del más fuerte, que es el que rige en la Nueva Granada, se dejó llevar en triunfo y se conformó con entrar al pozo acompañado de sus perseguidoras.

-¡San Juan! ¡San Juan! -gritaban todas las parroquianas, embriagadas de placer por el triunfo.

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Esta exclamación fue repetida por todos, y la música y los cohetes resonaban para hacer más completas la victoria y la alegría producidas por la entrada del prisionero al charco.

A este tiempo les repartió doña Patrocinio a los devotos de San Juan unas cuantas botellas de aguardiente, continuándose entre tanto el baño bajo los auspicios del contento y del buen humor.

De repente se oyeron muchos cohetes, gritos, sonido de atambores y una algazara salvaje que ahogaba el ruido de la quebrada y la música de la función. Pronto se comenzaron a salir las muchachas del pozo murmurando, y algunas maldiciendo, según parece. El silencio reemplazó al entusiasmo. Todos se vestían de prisa.

Manuela había tenido la precaución de mandar a José por ropa para su huésped; éste se estaba vistiendo cerca de doña Patrocinio, y aprovechando la circunstancia de la vecindad, le dirigió así la palabra:

-¿Qué novedad tenemos?

-¿No ve usted las infamias de los tadeístas?

-¿No las veo?, doña Patrocinio, le hablo a usted...

-¿No oye, pues, los cohetes, los relinchos de las trapicheras y los aullidos de los hermanos de la sociedad cuatrera?

-Oigo muchas risotadas y gritos; pero ¿eso por qué hace que se salgan las muchachas tan aprisa y a tiempo que me estaba gustando el baño de la madrugada? Y qué para mí ha sido un verdadero chasco, porque no hacía ni tres minutos que me habían echado al agua, y cuando yo estaba resignado, salimos con que se dio término a la función, lo cual equivale a lo que un autor célebre ha llamado «la pena de la esperanza burlada».

-¿Luego no sabe usted que las trapicheras no se   —98→   lavan el cuerpo sino por San Juan y por noche buena, y que la manada de tadeístas se compone de la gente más frondia del distrito?-Todo eso lo supongo; ¿pero qué sacamos?

-¿Cómo qué sacamos? ¿No ve usted que la quebrada trae poca agua por el verano?

-¿Y qué?

-Que el cochambre reunido de todas esas mugrientas es capaz de emborrachar a los pescados en lugar de barbasco, y ha venido toda la recogida de los tadeístas a lavarse en el pozo del Limonal, que está dos cuadras arriba, a tiempo que nosotros nos estábamos lavando aquí, por vengarse de que les hemos echado por tierra al monarca de la parroquia.

-Ahora lo comprendo perfectamente, y comprendo también lo que puede el espíritu de partido en los bandos miserables de las aldeas. Comprendo lo que es la Víbora y lo que es toda esa chusma. ¡Oh! ¡La venganza más inicua! ¡Tiene usted mucha razón, mi sia Patrocinio!

Se reunió toda la gente en un prado pequeñito, de espacio de veinte y cinco varas, alfombrado de grama, donde usaban tender la ropa las lavanderas, el cual estaba sombreado por un cámbulo y rodeado de bosque por todos lados. Allí sirvió el almuerzo doña Patrocinio, compuesto de una artesa llena de bollos de toda especie, una lechona muy bien asada, seis gallinas y muchos y buenos cocidos, a lo cual acompañaba la priosta las correspondientes jícaras de chocolate desde el brasero inmediato, que estaba junto de una palma, agregando el pan y queso de ordenanza. A cada paso se repartía mistela y aguardiente, y a cada momento se victoreaba a San Juan Bautista. La música no cesaba un solo momento,   —99→   y a veces se oía un armonioso dúo de bambuco cantado por Marta y Manuela; aquel almuerzo era digno de los convites de los ministros extranjeros. Los gracejos de las muchachas, los epigramas de los genios agudos, las efusiones tiernas de los amantes, y hasta las sandeces de los zopencos y necios, todo hacía reír, todo alegraba, todo coronaba de gloria aquel banquete misterioso, servido al aclarar el día entre los bosques.

No extrañemos que el licor hubiese exaltado las cabezas de los concurrentes, entre los cuales había hermosas y feas, y galanes de la clase descalza, pero que tienen sensibilidad como los dandys que dirigen sus ternuras y obsequios a la aristocracia de alto tono. Ñor Dimas estaba de un genio demasiado picante; Dámaso cortejaba a Manuela como novio, cosa que no había hecho nunca; el sacristán se daba una caída por cada diez pasos acertados; don Francisco, que llegó después del baño, mandaba a la carga, tocaba corneta y hacía estallidos con la boca hablando con don Demóstenes de la defensa de Bogotá el día 4 de diciembre de 1854, y éste arengaba a los de la Unión diciéndoles primores contra la dictadura. En seguida arengaba a la joven Anita para que aceptase con fe la senda del progreso. Marta no hacía más que jugar y reírse, a tiempo que Rosa lloraba sin descanso, y que doña Patrocinio le daba a la pandereta los más descompasados golpes. Anita Reyes había perdido la vergüenza a don Demóstenes y lo buscaba. Paula y Manuela cantaban en la tonada versos alegres, y el pequeño prado de las lavanderas era el recinto de una chispa general, en la cual se ardían los hombres y las mujeres. Algunos se habían dado por muertos, dejándose caer entre las matas,   —100→   como Simona, ñor Dimas y el sacristán. El día vino a sorprender aquella orgía de los bosques y se pensó en la vuelta a la parroquia.

La grande orquesta con que los toches, cardenales y guacharacas celebran la vuelta de un nuevo día, se estaba ejecutando a tiempo que la gente marchaba por el camino del bosque, y don Demóstenes, que iba junto a Manuela, le dijo:

-¿Sabes por qué lloraba Rosa?

-Porque la regañó Celestino y se fue al baño de la Víbora.

-¿Y sabes el motivo?

-Por celos con usted. Allá se las haya. Le hizo unos cuantos cargos, y entre ellos el de haberla visto conversar con usted y darle un abrazo en el monte del Retiro.

-No tiene motivo ese miserable: yo la trato con cariño porque le debo el servicio de haberme dado posada; y eso del monte se reduce a que me sirvió de guía en el camino del Retiro.

-Pues yo no sé, pero algo habrá.

-Nada, Manuela. Eso no es sino el espíritu de intolerancia, nada más.

Después que las gentes llegaron a la parroquia, muchas personas se fueron a las estancias y otras desaparecieron, yéndose a dormir a sus casas.

Don Demóstenes se acostó en la hamaca, y a las diez, hora en que despertó, extrañó el silencio que reinaba en la cocina y la calidad del aire que no le trasmitía los aromas del café y de la arepa, y se paró en la puerta para llamar:

-¡Caseras! ¡Pachita! ¡Ascensión! ¡Manuela! ¡Doña Patrocinio!

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Nadie le contestó, y esforzando la voz un poco más gritó:

-¡José! ¡Ayacucho!

Los pavos fueron los únicos que tuvieron a bien responder, porque estos animales responden a todo ruido. Fuese a la cocina, y su pena se aumentó al ver que la ceniza estaba fría. Volvió a la sala, y de allí se acercó a las camas de sus caseras y las encontró igualmente frías. Se trasladó a la casa de Marta a pedir chocolate y se quedó admirado de verla dormida en la mitad de la sala, sobre un cuero de novillo y sin más almohada que el brazo de Manuela, la cual parecía que soñaba con alguna imagen hermosa, porque sonreía. Contempló por un segundo aquel cuadro de la belleza entregada al descanso y al abandono, y se fue a ver si encontraba los católicos dando culto al santo de su mayor devoción en la iglesia: pero se quedó admirado de hallar cerrada la gran puerta verde. Estaba pensando si el pueblo entero habría desaparecido como desaparecían algunas veces las fundaciones de los salvajes del Orinoco o del Meta, o si se habrían ido todos a la montaña, cuando el criado del cura le dio un recado de parte de su amo convidándolo a almorzar en su casa.

Al momento de entrar don Demóstenes a la casa de señor cura sirvieron la sopa, y le dijo al caballero:

-Acérquese, don Demóstenes. Yo tengo mucho gusto de que usted me acompañe en un día grande como es hoy.

-Mil gracias, señor cura -dijo don Demóstenes con una venia.

-Siéntese usted, y dispense todas las faltas. Y usted sabe lo que es una parroquia de éstas. Todo se halla en el mayor atraso.

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-No tenga cuidado, señor doctor, usted debe tratarme con toda confianza.

-¿Y qué le parece a usted la celebración de Juan Bautista?

-He notado mucho entusiasmo; pero me parece que en esto hay algo de fanatismo y superstición.

-Fanatismo, no me parece, dijo el cura meneando la cabeza: nuestros pueblos no son fanáticos, sino indiferentes. Superstición sí, porque en medio de tanto fervor por el Bautista, ni misa han oído. Yo fui a decirla esta mañana, y no hubo un alma que me la oyera. El sacristán vino cruzando las piernas, y le hice cerrar pronto la iglesia. Pero vea usted, en Europa hay supersticiones sumamente ridículas: los montañeses de Escocia y los marineros de Inglaterra creen en más ridiculeces que mis parroquianos. Hoy está la gente durmiendo... Vaya una copita de Jerez, don Demóstenes, que esto no es de todos los días.

-Mil gracias, señor cura.

-Vea usted -dijo el cura cuando retiraron el plato, estos pastelitos, así con sus florecitas y sus ramas de perejil, son regalo de la Patrocinio; y este tamal es hecho en la casa por las manos de Juana.

-Está muy bueno el tamal, a pesar de que yo no soy afecto a ninguna de las especies del género bollos.

-Esta familia es dilatada: bollos insulsos, bollos comunes, bollos de quiche, bollos de mazorca y otros tantos -dijo el cura-, y parece que los distinguen por las hojas en que los envuelven. No hay como hablar con los naturalistas. Pero vaya esa otra copita, por el día grande que festejamos. ¡A una, señor don Demóstenes!

-¡Hurra!26 -dijo don Demóstenes-; yo también soy devoto de San Juan.

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-No me parecía -dijo el cura-, porque usted ni es católico ni es protestante.

-¿Por qué, señor cura?

-Católico no, porque usted me lo dijo con franqueza; protestante tampoco, porque ningún volteriano puede ser protestante; y yo no comprendo por qué los ilustrados del partido ultra-liberal quieren que seamos protestantes, porque ellos mismos no pueden serlo. Los que siguen al señor Voltaire y a los señores enciclopedistas, no admiten la Sagrada Escritura, y sin la Sagrada Escritura no hay protestantismo posible. ¿No ha visto usted que de ciento o doscientos ultra-liberales no se ha inscrito todavía ninguno en los libros del ministro protestante? La Biblia es el culto de los protestantes, leer la Biblia, entender la Biblia, deducir principios de la Biblia. Y como San Juan Bautista es un personaje de la Sagrada Escritura, no creo que usted sea devoto de San Juan.

-Sí, señor cura, prescindiendo de controversias, le aseguro a usted que yo también celebro el aniversario de San Juan Bautista.

-Nosotros celebramos a San Juan Bautista por haber sido el precursor de Jesucristo y por haber sido mártir de la fe. Su cabeza fue cortada por un tirano, de manera que también es uno de los mártires de la libertad. ¡Oh! de la libertad del mundo, que gemía bajo el cetro del paganismo, que daba espectáculos de sangre y que adoraba mujeres, bueyes y cebollas.

-Pero este culto de San Juan...

-Estas fiestas, dirá usted, estas fiestas son enteramente supersticiosas, inmorales muchas ocasiones, como me parece lo han sido los baños de Sinforiana y de Patrocinio. El pueblo recuerda la cortada de una   —104→   cabeza en la cortada de la cabeza de un gallo, pero tiene perdida la historia y se entrega a los actos más ridículos y poco decentes, como el baño de Patrocinio, del cual me han contado cosas bien tristes, si es que no se han equivocado.

-Y siendo esto así, ¿por qué la iglesia no corrige este abuso?

-Porque está arraigado en una costumbre de origen remoto, porque es una tradición popular, que se resiste a las amonestaciones. Yo he predicado sobre esto algunas veces, y pienso volver a predicar a propósito del baño de Patrocinio.

-Entonces el poder civil debería contener el abuso de un modo eficaz.

-Por la persuasión, es decir, por la imprenta; pero hay la desgracia de que los pueblos más decididos por la corrida de gallos son los que menos leen. Vamos, no me desaire usted los pastelitos, que son de las manos de sus caseras.

-Están excelentes, señor cura. ¿No le parece a usted que la autoridad suprema debería contener el uso tan supersticioso como cruel del patíbulo de los gallos y de esas diversiones que se le agregan?

-¿Como el baño de la madrugada, dirá usted?

-Todo. Mandar que no se corran gallos.

-Pues no se puede. En una república no se puede legislar ni contra los usos religiosos, ni contra los usos supersticiosos, porque los legisladores son el pueblo y no pueden legislar contra sí mismos, esto es, porque ninguno se quiere dar con una piedra en los dientes. Y un congreso que legisle contra la voluntad del pueblo soberano es un congreso de tiranos, y es peor la tiranía   —105→   de muchos que la de uno solo. Yo no comprendo por qué pretendería una milésima parte de hombres de ideas exageradas o no exageradas, dar leyes contrarias a la voluntad de dos millones de habitantes en una república, así como comprendo que un tirano sí puede quitar las ideas religiosas y supersticiosas de sus vasallos con la persuasión de las bayonetas, donde los vasallos son fáciles de arrear como las ovejas. Así es que las fiestas de San Juan tendrán que durar todavía por muchos años. La civilización, señor don Demóstenes, la civilización es la que disipa las malas ideas: moralicemos a los pueblos, no los mortifiquemos.

-¡Civilicemos, señor cura! Esta es la doctrina de un buen radical; nada bayonetas. Brindo por la pronta civilización de la república de la Nueva Granada.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! Siento que usted no haya profundizado un poco más las interioridades del tamal, pues habría visto que éste es el ómnibus de los bollos; aquí encuentra usted pollo, gallina, garbanzos, longaniza, cebolla, carne de cerdo, de cordero, etc., etc., y tiene el mérito de ser nacional, como el ajiaco. Yo le soporto a la pobre Juana muchas impertinencias porque se pinta para las arepas y los tamales, y los sesenta años no la arredran para servirme con voluntad. Tengo el gusto de servirle esas presitas de pollo sudado. ¡Oh! No hay quien haga un pollo sudado como la pobre Juana. Tengo mucho deseo de que la conozca usted. Y volviendo al baño de Patrocinio, yo siento tener indicios de que alguna persona civilizada...

-Quiero hablar con franqueza -dijo entonces don Demóstenes-; como yo escribo mis articulitos de costumbres...

-¡Santo Dios bendito! -exclamó el cura cogiéndose   —106→   las sienes con ambas manos, ¡adiós de Juana y los tamales, adiós de los pastelitos de Patrocinio!

-¿Por qué se asusta, señor cura?

-No me ha de asustar, cuando los escritores de costumbres no le dejan hueso sano al que cogen por delante? Porque si uno no los cuida, malo; y si uno los cuida, también malo: porque en este segundo caso van a llenar las escaseces de los periódicos con tres o cuatro columnas de un cuento que llaman costumbres, en donde van a figurar por todo el mundo de las miserias, los gustos o los caprichos de la víctima de sus jocosidades. Así va al conocimiento de todas las naciones que leen el vestido de la criada, la mayor o menor limpieza de los manteles, la abundancia o escasez de los potajes; y el mundo ha de saber si los huevos estaban fritos por el estilo del tiempo del señor Amar, o por el estilo de la Rosa Blanca; si las papas estaban asadas en el horno, o si estaban cocidas formando la base del totum de revultis que se llama puchero; o si la mesa se sirvió por el estilo colonial, o por el estilo moderno. ¡Ay de los pastelitos de Patrocinio! ¡Ay de Juana y de sus arepas! Y yo lo que siento es no poder escribir uno de esos artículos, porque cuando he estado en la capital, ha dado la casualidad de que ninguno de los escritores de costumbres me haya convidado a ver esas comidas, y esas despensas, y esa abundancia de la bodega, y el aseo de esas criadas que no salen del segundo patio. ¡Ay del cura de la parroquia27 y de su almuerzo del día de San Juan!

-Por mi palabra, señor cura, le ofrezco a usted que mi pluma no tocará con la casa de usted.

-Mucho se lo agradeceré, porque ya usted ve los inconvenientes que hay en los pueblos y las haciendas para poder asistir a cualquier bogatano que lo quiera   —107→   favorecer a uno con su presencia. Y bien, ¿qué era lo que usted me quería dar a entender con aquello de «como yo soy escritor de costumbres»?

-Que yo sí vi con alguna atención el baño de mis patronas, para criticarlo en uno de los periódicos.

-¿Usted? ¡Válgame Dios!

-¿Pero qué iba a hacer? Me han llevado por la fuerza.

-¿Lo han hecho levantar a las tres de la mañana?

-Y me han lavado por la fuerza.

-No lo creyera yo de Manuela, que nunca ha dado su brazo a torcer. ¡Y a nombre de San Juan! ¡Oh! Tiene usted mucha razón, señor don Demóstenes, para censurar estos abusos. ¿Conque han abusado de la bondad de usted, lavándolo por la fuerza? ¡Oh, y cómo lo siento! ¡Y cómo siento los escándalos que tienen lugar con estas extravagancias!

-Muy aromático me parece el café del señor cura -dijo don Demóstenes al tiempo que el criado lo servía.

-Y es de la huerta de casa -contestó el párroco.

A poco rato se levantaron de la mesa muy alegres y satisfechos los dos personajes.

Tal vez el lector se admirará de ver tanta armonía entre un cura piadoso y un radical despreocupado. y tal vez se revocará a duda la escena de las jocosidades del perro, la mula y el cordero, y la muy amable sociedad que mantenían en la plaza de la parroquia, no siendo ni de familias parecidas; se convencerá de que es muy filosófico el adagio que dice: necessitas caret lege, que un mal gramático tradujo: la necesidad tiene cara de hereje. Porque a la verdad que ni el cordero contaba con una manada cerca, ni la mula podía ir a buscar las recuas de las otras mulas.

  —108→  

Después del almuerzo se dirigió el bogotano a la posada, y viendo que en toda ella no había nadie con quien hablar, se acogió al asilo de su anchurosa hamaca y en ella se puso a leer; y estando muy engolfado en la lectura, se acercó Marta en puntillas, y rapándole de las manos el libro, le dijo:

-Hoy no se lee, hoy se canta, se grita, se baila.

-¿Y si uno está triste?

-Esto es lo que no puede ser, en día de San Juan.

-¡Qué delirios!

-Y vengo a que me dé mi San Juan.

-No entiendo.

-Cualquier cosa, un recuerdo para tenerlo presente.

-¿Recuerdo de qué?

-Usted sabrá. Lo que quiera.

-Un trago de Oporto, ¿te conformas?

-Cualquier cosa que venga de sus manos.

-Ve a traer una botella que está sobre la mesa de mi alcoba, la copa y el tirabuzón.

Marta obedeció, y ambos tomaron un trago; pero don Demóstenes se volvió a sacar de su baúl un alfiler con una rosita de oro, para dejarle un recuerdo de San Juan a la bondadosa prima de Manuela; y habiéndose dilatado un minuto, halló dormida entre la hamaca a su visitadora, y volviendo a tomar el libro, continuó la lectura, sentado en la puerta, después de haber recostado la silla jesuítica en forma de puente o cama, cosa que no aguantan los taburetes modernos.

Al cabo de un cuarto de hora llegó Manuela, y dijo a don Demóstenes que su tía Visitación le mandaba decir que le hiciera el honor de asistir a la corrida de un gallo y a la merienda de su San Juan en el platanal de la Quietud.

  —109→  

-Iré a la tarde. Dile que le agradezco mucho.

-Pero es ya. Y que no hay aquí que comer hoy.

-¿Y qué hacemos con Marta, que está dormida en mi hamaca?

-Si es ella, la despertamos.

Es imposible que el amable lector se figure todo el trabajo que costó despertar a Marta. Su prima la levantaba en los brazos, pero ella volvía a caer sobre la hamaca como privada, y aunque le gritaba, no respondía. El tiempo pasaba, y si Manuela no hubiera tenido la ocurrencia de hacerle cosquillas en los pies, ahí le hubiera amanecido. Marta tenía un sueño proverbial, porque ya había sucedido que la pasasen de una cama a otra sin que se despertase; y ahora había el triple motivo de la trasnochada, el baño y la copa de Oporto.

Al fin despertó la víctima de Morfeo, miró para todas partes y llamó a doña Visitación, creyendo que se estaba levantando de su cama; luego que estuvo completamente despierta, don Demóstenes le regaló el alfiler como recuerdo del San Juan de 1856. De allí salió éste con las dos primas y se dirigió al platanal de la Quietud. El cura iba para allá y se juntó con él y otros varios vecinos.

La llegada del señor cura fue anunciada con cohetes, música y los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! Don Demóstenes exclamó al llegar al pequeño patio de la choza rodeado de matas de plátano:

-¡Viva San Juan Bautista! ¡Viva la república! ¡Viva el cura!

La mesa era un planito circundado de matas de plátano, cuyas hojas undulaban sobre una choza de paredes y techo de palma, y de puerta de guadua picada. Las hojas del mismo platanal servían de mantel y sobre ellas   —110→   figuraban varios plátanos con papas cocidas, y otro con un cocido de yucas, plátanos y ahuyama. Una lechona ocupaba el primer lugar, luego seguían las gallinas y capones, algunas ensaladas de palmito, de cañabrava, y de palmichas, y una bandeja de arroz seco. Los licores eran guarapo y chicha. La alegría de la comida o merienda, estaba neutralizada por el respeto y la moderación. Al doctor Jiménez lo respetaban todos sus vecinos, porque no era de aquellos que mandan hacer una cosa en sus sermones, haciendo ellos lo contrario. Todos los convidados que formaban el primer círculo en rededor de la mesa y todos los que formaban el segundo eran gentes de la clase descalza; de la aristocracia de los zapatos no había sino don Demóstenes y el cura.

Después de la comida seguía la matanza de gallos pero a ésta no se quiso esperar el bogotano, y antes bien convidó al señor cura a dar un paseo al charco del Limonal, que deseaba conocer.

Los dos personajes se volvieron a la parroquia después de su paseo, mientras el pueblo se entretenía con el espectáculo de un inocente gallo sangriento.

Al frente del platanal de don Francisco, en un pequeño prado no muy bien nivelado ni limpio, se hallaba sepultado el supremo del gallinero de la señora Visitación; pero su cabeza sobresalía de la tierra, estando destinada a sufrir las iras del pueblo. Junto se hallaba ñor Dimas sosteniendo un palo de unas tres varas de largo28; a la espalda estaba tocando el torbellino toda la banda de tiples y guacharacas. El pueblo rodeaba de cerca el patíbulo; había también algunas madres con niños, y algunos inválidos y curiosos que miraban desde una altura la escena.

Dámaso Bernal, el estanquero Velásquez, el juez   —111→   segundo y el sordomudo esperaban junto al gallo la persona que quisiese cortarle la cabeza. Se presentó doña Patrocinio, ágil y risueña, a pesar de su gruesa mole, y le vendó su futuro yerno los ojos con un pañuelo. Le pusieron en la mano un palo en lugar de sable, y la música se fue retirando del sitio en que estaba el gallo; lo mismo hizo ñor Dimas llevando el palo y fijándolo en otra parte. La señora Patrocinio dio unos pasos y comenzó a dar golpes sobre la grama hasta que dio con el palo del ciudadano Dimas, y creyendo que había hecho pedazos el gallo, se destapó los ojos; pero fue sólo para conocer que sus pasos habían sido perdidos. Se llenó de rabia cuando se halló con un palo en lugar de sable. Siguió Marta, y no tuvo mejor suceso que su tía, aunque tuvo la precaución de coger el machete en la mano antes de que le tapasen sus hermosos ojos. Paula fue la tercera, y ésta hubiera acertado si el zorro de ñor Elías no le hubiera puesto el palo dos varas antes de llegar al lugar en que estaba el gallo. A la tímida Anita no la pudieron reducir Marta y Paula a que se dejase vendar, por la vergüenza que tenía del público; y siguieron otras más valerosas, pero tan poco diestras como las primeras. Siguió Manuela.

-Ésa sí acierta -gritó uno-, porque para ella no hay dificultades.

-Partió graciosa, bella, encantadora, y con paso firme fue a dar al palo y por él se siguió para dar tres golpes con los que voló la cabeza del gamonal del gallinero. Los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! hicieron retumbar los aires y las colinas.

Es de sospecharse que Dámaso, al vendar a su amada, no le hubiese apretado demasiado los ojos, y   —112→   que Manuela aprovechando la ocasión, se lució cortando una cabeza como Judit cortó la de Holofernes.

Los hombres desenterraron el cadáver, se empezaron a dar gallazos, a correr, a despedazar los cuartos, a untarse de sangre y untar a las muchachas, menos a Anita, a quien respetaron por su ceño escrupuloso y por su aspecto de dignidad. La dignidad siempre salva a las mujeres.

No hubo corrida de a caballo, porque en la parroquia, por lo común, no se andaba sino en mulas.

En la estancia de más arriba se hizo la corrida o matanza de gallos del partido tadeísta, con un ruido extraordinario. Se dijo que Cecilia había estado muy alegre, que había hecho gastos muy grandes, lo que pareció fuera del orden, por estar don Tadeo en trabajos; pues no todos sabían las sombras y los misterios que ocultaban los amoríos de la hija de la Víbora.

El baile correspondiente a la función de los manuelistas tuvo lugar en otra estancia, al cual fue don Demóstenes un poco tarde, y sólo por condescender con sus patronas. Marchó acompañado de José, quien había dormido mucho, y ya se había presentado a tomar servicio; y lo mismo Ayacucho, que no había acudido a los llamamientos de su amo. En el baile estaban algunos hacendados, que se habían ido al San Juan de los manuelistas, después de una gran comida que dio don Blas en obsequio de San Juan, sus comprofesores y de su futuro yerno, don Narciso Correa. Los que se hallaban en dicho baile eran don Eloy, don Leocadio, don Januario y don Lucinio, y con ellos andaba el doctor Ramírez, cura de una de las parroquias del cantón.

La vocería y el tumulto de la estancia no tienen comparación   —113→   con nada de esta vida. Música, cohetes, exclamaciones de alegría, algazara de todo un partido triunfante, locura, en fin, de hombres y niños, de viejas y muchachas, de casados y solteros, de negros y blancos. Don Demóstenes fue agasajado a su llegada por las patronas de la casa y obsequiado con mistela de azafrán y arepitas batidas. Manuela y Marta lo invitaron a bailar, y Paula le presentó a su primita en el puesto.

La sala estaba que apenas daba un hueco pequeño para las parejas, no obstante que en el patio también se bailaba. Anita fue despojada de su mantilla y entregada a don Demóstenes, quien le tomó la mano con su derecha, y al ponerle la izquierda en la cintura, sintió que se le deslizaba como un pescado vivo. No obstante, Manuela, que había concurrido, la sostuvo, y bien asegurada la tímida Anita por las manos de don Demóstenes, fue conducida a remolque, al ruido de la música, queriendo bailar strauss don Demóstenes y haciendo ella algo de su parte, más por condescender que por natural afición al baile. Una vuelta había alcanzado a dar, pero tratando el diestro galán de allegar su pareja hacia su cuerpo y cogerla como lo prescribían las reglas que estaban en boga, Anita dio un sacudimiento y un grito, y se fue corriendo a meter en la alcoba. Era que la estanciera tenía mucho más pronunciadas las cosquillas que la discípula de don Demóstenes.

Marta salió y bailó un strauss que dejó admirados a todos, porque ella se movía con soltura, llevaba el compás con esmero y daba al baile los visos de deleite y amor que le corresponden. Siempre los aldeanos de las estancias retiradas tienen algo malo que imitar y   —114→   que admirar de la civilización de los cortesanos ilustrados. Sin embargo, la madre de Anita y sus hermanas no quedaron gustosas: hay en el pudor innato de las verdaderas aldeanas una clase de resistencia que cuesta tiempo y esfuerzos para vencerla. Después de todo esto siguió el torbellino, la caña de los campesinos; las chanzas, los licores y los gritos sostenían la función cada vez más animada. Dámaso bailó con su amada un bambuco de lo más esmerado, y siguieron otras parejas que también parecían de novios. Rosa salió al puesto, pero triste, porque tenía motivos para ello.

La noche estaba calorosa, y salían a tomar fresco a los corredores bajo los alares o los árboles los que necesitaban de desahogo. Don Demóstenes se había salido y se estaba paseando sin sombrero en un trecho de pocas varas que había entre la línea de los bosques y los alares de la casa. Había reparado en una luz del lado del Botundo y figurándose que saldría de la cocina de ñuá Melchora, exclamó en voz alta:

-¡Oh Pía! ¡Con qué corazón estarás oyendo los golpes de la tambora y el ruido de los cohetes desde el retiro adonde te condujo la maldad de un señor dueño de tierras! ¡Tú gimes y suspiras en una choza en el corazón de la montaña, mientras que se grita ¡San Juan! y se baila en una estancia encantada por los placeres!

-¿Qué tiene, don Demóstenes? ¿Está loco? -le dijo Manuela acercándosele.

-¡Pobre Pía! -continuó diciendo don Demóstenes sin atender, o sin oír a su casera.

-Póngase el sombrero, mire que el sereno de aquí es malísimo, y les hace perder la chaveta a los enamorados.

  —115→  

-Deseo un poco de fresco.

-Venga allí a la sombra de los higuerones, que allá hay buenas muchachas, allá hay amor. Quítese de la luna, que eso no se queda sino para los jubilados. No piense más en Clotildita, que ella está enajenada.

Don Demóstenes siguió maquinalmente los pasos de la encantadora Manuela por una senda que la claridad de la luna no alumbraba, y dio de repente con unos grupos de gente que estaban debajo de la sombra de un higuerón, cuyas raíces levantadas de la tierra brindaban asientos, y cuyas ramas dobladas hacia la tierra daban anchurosa sombra.

Rosa, Paula y Anita eran las otras cintureras que gozaban allí del fresco, la quietud y el silencio, mientras que los cohetes y los gritos no descansaban en el patio y la sala de la estancia. Al cabo de media hora volvieron a la sala.

Todos los blancos se retiraron a las tres de la mañana, pero la gente descalza continuó en sus diversiones hasta las seis.

Don Demóstenes se fue para su posada, sin más compañía que la de su fiel amigo, el juicioso Ayacucho, y se acostó en su catre, sin volver a despertarse hasta que le dio Manuela los buenos días; ésta se bajó de la estancia con las buenas intenciones de hacerle de almorzar. El huésped se quedó pasmado de ver a su casera ojerosa, descolorida y macilenta, y le dijo:

-Bien venida seas, que se hallaba la casa triste y silenciosa como un cementerio.

-Por eso me vine a darle su almuerzo y a ver cómo anda todo.

-¡Pero ustedes se tiran a matar con esas trasnochadas tan crueles!

  —116→  

-Y todavía falta el San Eloy, San Pedro y mi Pablo, que son días de bailar.

-¡Cáspita! Lo que me admira es que ustedes no se caigan muertas bailando.

-¿No ve que para eso es San Juan?

-¿Y Marta?

-Firme todavía. Está ronca de cantar, tiene los ojos con sombras azules de no dormir; pero está firme, y a la hora que tocan, está lista.

-Caramba, que esto es mucho apurar. ¿Y Rosa?

-Está un poco tristona, ¿me lo cree?

-¡Vaya, vaya con las niñitas!

-Pero lo dejo, porque me voy a verle su almuercito.

Don Demóstenes se salió a leer en su hamaca; cuando vio que eran las once y que no tendían la mesa, se fue a la cocina con pretexto de encender su cigarro y se quedó yerto de asombro al ver a Manuela dormida, con la cabeza clavada sobre la piedra de moler y con la mano de la piedra cogida con sus dos manos, teniendo los brazos muy extendidos. Se acercó y le gritó en el oído:

-¡San Eloy! ¡Manuela! ¡San Eloy!

Manuela levantó la cabeza, se echó a reír y se dedicó con todo empeño a subsanar el tiempo perdido. Ascensión no parecía con el agua, y cogiendo Manuela unos calabazos, se fue a la quebrada, y allá encontró a la peona dormida junto del lavadero.



  —117→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

Resultados del San Juan


Las sombras de la noche empezaban a cobijar los matorrales que rodean la casa de Malabrigo, a tiempo que dos mujeres conversaban tristemente sentadas en el alar de la miserable casa que ya el lector conoce. Una de estas mujeres estaba peinando a la otra, y después de un largo silencio le dijo:

-¡Cuántas canas de estas mismas que le estoy peinando le habré hecho criar yo, mamá!

-Vos no: Matea fue la que me dio que hacer. La tengo perdonada para que Dios la perdone y la mire con misericordia, y a mí también. Dicen que está muy maja en Ambalema.

-¿Sabe una cosa? -dijo Rosa, a quien ya habrá conocido el lector-, ¿sabe que tengo ganas de que Antoñita aprenda a peinarla a su merced29?

-¿Quieres dejarme como tus hermanos? ¿Te quieres ir?

-Para el otro mundo... tal vez. ¿Le tiré el pelo?

-No cosa.

-Perdóneme su merced. ¡Hace días que estoy como insensata y tengo unos sueños que me dan miedo! Hace tres noches que me soñé que yendo a coger hojas de   —118→   payaca a la montaña, había visto esconderse detrás de un botundo a mi padrastro vestido con la mortaja blanca que le pusimos aquí; y que al pasar yo, me había echado los brazos y me había apretado.

-Por eso sería que te sentí gritar y estremecerte en30 tu cama. ¡Válgame Dios! Eso es que está penando seguramente; mañana me voy a buscar al señor cura para que me le cante un responso.

¿Y las pesetas?

-¡Como el señor cura no es ningún interesado con los pobres! ¿No te acuerdas que el entierro de Patricio lo hizo de balde, y antes ni me quería recibir un pollo que te llevé de regalo? En otras parroquias venden los curas o los alcaldes muy cara la tierra de la sepultura. ¡Muy cara es la tierra, hijita de mi corazón!

-¡Sí, señora! Lo mismo es la tierra en que trabajamos. Ocho pesos nos cuesta el arrendamiento de esta estancita.

-Eso no es tanto como las obligaciones, porque el arrendatario es un esclavo.

-¡Y tener nuestros amos un mundo de tierra, y mezquinarnos un tantico a los pobres! ¡Y no tener nosotros en propiedad ni aun los siete pies de tierra en que nos sepultan, porque tenemos que dar tres pesos a la policía, amén de lo que cobran los curas! ¡Suerte más negra! ¡Arrendatarios en vida y en muerte!

-¡Siempre esclavos de los ricos!

-De los ricos ni me hable, señora madre. ¿No ve su merced cuánto hemos tenido que sufrir por los caprichos de los patrones?

-¡Andar rodando como basura, de hacienda en hacienda! Por ahí se ven a orillas de los caminos los   —119→   rastros de las estancias de donde han echado a los arrendatarios.

-¡Ay, cómo lloré cuando me vine ayer de la parroquia, al ver el rastro de la estancia donde vivíamos hace un año! ¡Ya está todo cubierto de rastrojo y de bejucos. Me arrimé a la mata de guamo que nos daba sombra cuando la peinaba a su merced! ¡Vi la mata de higo que su merced sembró, después que se molió el brazo en el trapiche! ¡Vi la mata de café que cuidaba Matea! ¡Vi las piedras del fogón, y entre las cenizas estaba enroscada la culebra que nos asustaba por comerse los ratones! Lloré hasta que me cansé, señora madre! Allí nací, allí jugué, allí viví tranquila, sin pensar en los trabajos tan grandes que he pasado después. Cuando oigo hablar a don Tadeo y a don Matías de libertad lo que me da es impaciencia. La libertad de llorar es la que tenemos, y es la que yo he tenido. Pero mire su merced que estoy torpe esta tarde -agregó la muchacha deteniendo la mano que llevaba al peine-; ya la he tirado dos veces.

-No, hija de mi alma. Tu mano es muy suave, y es el cariño el que te hace creer que me tiras.

Siguió luego un rato de silencio, durante el cual acabó Rosa su tarea, dejando bien alisada la cabellera de su madre.

-Ya está su merced peinada, y me voy a dormir al trapiche, porque tengo que madrugar a coger trabajo. Mándeme su merced el puntal con Antoñita, porque la comida del trapiche no se puede pasar; pero que no olvide el ají.

En seguida hizo la joven estanciera sus preparativos para el odioso y obligatorio viaje al trapiche: se echó unos tabacos en el seno y puso una mano de plátanos   —120→   en una mochila para llevarla cargada. Hecho esto, se despidió de su madre.

Estefanía se quedó muy triste pensando en la aparición de su difunto esposo, y en la suerte que le tocaría a Antoñita, que estaba creciendo y era linda y de un genio tan dócil como una malva. Lloró, y sus lágrimas corrieron sin cesar hasta que se fue a asar unos plátanos para su preciosa Antoñita.

Cuando Rosa llegó al trapiche no se veía sino la31 máquina del molino a la luz de una hoguera de bagazo. Parose en el sardinel de la enramada y gritó con suave y lánguido acento:

-¡Bueeeenas noches!

-Buenas noches, antoja -le contestó una voz amistosa que no le era desconocida. Arrime por acá, antoja de mi corazón.

-¿Qué hace usted por aquí, Liberata?

-Siéntese aquí en el bagazo, que ahora le contaré todo.

La persona con quien hablaba Rosa era Liberata Sabogal, una de las emigradas de Cáqueza que van a buscar trabajo en los activos trapiches del rico departamento de Tequendama. Liberata era muy blanca y gorda, y su negro cabello le llegaba a las corvas. En su cara redonda había una eterna primavera de risa y de amabilidad. Sus negros ojos tenían la triste ventaja de seducir sin esfuerzo; y sus pies eran tan pequeños, que no se podía comprender cómo se sostenía tan rolliza estructura sobre tan diminuta base.

Vivía la hermosa peona en una barraca o troje, formada por largas estacas y paredes de guadua picada, protegida por el alar de una gran enramada que servía de cocina de los peones y de caballeriza de las mulas de silla. Así es que la cama de Liberata quedaba a tres   —121→   varas de distancia de la canoa en que las mulas comían el cogollo picado. El cuarto de la peona presentaba pocos muebles; de una de las toscas barandillas de la cama colgaba una mochila de mallas en que se veía una mantilla de bayeta obscura de Castilla con ribete de tafetán celeste; una camisa de tira labrada, unas finísimas alpargaticas con ataderos de seda y borla en las puntas; un peine de cuerno y una totumita. El colchón de la cama era una estera de calceta de plátano que, enrollada de día, estaba a la vista de todos los trapicheros. De una de las estacas que sostenían la pared colgaban unas quimbas, un tiple, un garrote y un pedazo de rejo de enlazar. Aquella estancia era la vivienda de la hermosa Liberata, la más garrida de todas las caqueceñas que han ido a buscar aventuras en los trapiches del sur.

-¿Y cómo es que usted está acostada en el bagazo, y no en su cama? -dijo Rosa a su amiga.

-Porque aquél me echó de la posada a patadas, y se fue al trapiche del Purgatorio. Mañana me voy a buscarlo y a rogarle que no me deje sola.

El aquel a quien se refería Liberata era, ya lo habrá comprendido el lector, su amante; pero lo que no puede haber comprendido es cómo era el amante de la hermosa caqueceña. Pedro Jurado, que así se llamaba, era un negro licenciado del escuadrón de húsares que regía el general Melo, y era natural de Ortega. Tenía el defecto, fuera de otros, de ser muy delicado de genio cuando se excedía en el licor, y tenía la costumbre de excederse siempre que tomaba, que era los domingos. Sobre Liberata recaían sus exaltaciones dominicales, y ella lo demostraba los lunes con las negras ojeras que le ceñían uno o ambos ojos, lo cual se hacía notar   —122→   desde muy lejos, porque tenía el cutis tan blanco como una imagen de las iglesias.

-¡Pobre mi antoja! -dijo Rosa-. ¡Y tan linda, y tan merecedora de ser atendida32 como una señora!

-¿Y usted no piensa ya en Celestino? -contestó Liberata33.

-¡Imposible! Me ha tratado malísimamente con el pretexto de unos celos sin fundamento con el caballero don Demóstenes, y hasta me ha puesto las manos. De manera que las resultas del San Juan han sido para mí de lo más horrendo. ¡Y todavía lo que faltará por ver, porque el corazón me avisa nuevas desgracias!

-Pues ya no le pegará más; porque se largó para Ambalema con la Chumacera.

-¿No me lo diga, antoja de mi alma! ¿Con la Chumacera se ha ido? ¿Con la mujer más despreciable de los trapiches? ¡Es decir que yo no valgo nada! ¡Dios poderoso!

-¡No llore, antojita de mi alma! Que usted vale mucho. Olvide a ese tunante, que no faltará quien la estime.

-Yo bien quisiera; pero eso no está en mi mano, ¡Ay! ¡Cómo he pasado de trabajos por el amor! ¡Y sin buscarlo, antoja, porque yo le he huido hasta donde he podido! ¡Y si no, que diga el amo a quien quise primero, si las amenazas, si el temor, si las astucias de la vieja Sinforiana no fue lo que me venció! ¡Que diga Celestino si sus ofertas de casamiento no fueron las que me hicieron quererlo! ¡Tener que pagar tan caro un amor que la mujer pobre no tiene medios de resistir! Esto no parece cosa de Dios; pero, en fin, ¡qué se va a hacer, si la mujer nació para padecer en el mundo, y mucho más la mujer esclava! Yo lloraré a Celestino todos los días de mi vida porque eso no consiste en mí.   —123→   Pero, antoja, la Chumacera, la bogotana, que vino a pedir trabajo al trapiche con camisón y corbatica como si estuviera en tienda, y, que tiene una hablita como de títere; ¡esa patoja! ¡Era la que yo menos temía! Yo sí vi que la echaron a cortar caña junto con Celestino; pero no me figuré tal cosa...

Hasta media noche se vino a dormir Rosa, y eso porque Liberata la convidó poniéndole de cabecera su brazo, que era tan grueso y tan blanco, que merecía sostener una cabeza que necesitaba de tanto alivio. Por la mañana se puso Rosa a desherbar una tarea sencilla que el capitán le había medido en la vara chica. No se la oyó cantar ese día y cuando volvió al trapiche, estaba muy sufocada por el sol; tampoco comió, aunque Liberata le instaba con su mismo plato. A la noche se acostó temprano, no obstante que los peones estuvieron jugando a la mariposa; a media noche despertó a su amiga con los sacudimientos de un calofrío de los más temibles, y luego le vino calentura. Liberata le alcanzó un poco de guarapo de los fondos, que pidió al hornero, y Rosa sudó porque lo tomó caliente, y porque su amiga la abrigó bien con bagazo. Hay que advertir que ni Rosa ni Liberata usaban de cobija para dormir.

Rosa conoció lo grave de su enfermedad, y por la mañana trató de ponerse en camino para su rancho. Fue a la casa de la hacienda, cobró su trabajo y se despidió llorando de su señorita Clotilde. El resultado líquido del real que ganó por la tarea no fue sino un cuartillo; porque pagó un cuartillo de una jícara de chocolate para desayunarse; otro valdría el puntal que le llevaron de su casa; y el viaje de Antoñita ¿qué menos podía valer que otro cuartillo?

  —124→  

Así que llegó a su casa, la desdichada estanciera se tendió en su barbacoa de guadua, sobre la cual había una estera de calceta de plátano que era todo lo que constituía su cama. Estefanía le dio zumo de carrasposa y se fue a la casa de ñuá Patricia, que vivía en la montaña y era la médica del sitio o partido. No pudo volver hasta el día siguiente con los remedios, y se pasaron dos días más sin que aquéllos produjeran efecto ni mejoría.

El mayordomo fue a llamar a Rosa para que volviera al trabajo, dándose el tono de un virrey y diciendo que si no iba le voltearía la casa y el platanar; pero habiendo entrado a la alcoba por instancias de Estefanía, vio que efectivamente Rosa no podía moverse, y dijo que ésos eran los resultos del San Juan.

Rosa se estaba agravando, y esto indicaba que la médica no le había acertado. Sufría a un mismo tiempo del corazón, de la cabeza y de un costado en que tenía una contusión; sobre todo, el estado de su espíritu la aniquilaba. Estefanía se fue a la hacienda a decir que su hija no podía asistir al trabajo, y a ver qué remedio le daban. Clotilde oyó la relación atentamente y quedó penetrada de lástima.

-Rosa se muere de descuido -dijo a la manca-. ¡Pobrecita! ¡Tan dócil, tan buena, tan hermosa! ¡Dios mío! ¿Qué haremos para salvarla?

-¡Pero qué más voy a hacer, mi señora! Será que ya le conviene, porque le hemos hecho todos los remedios de la médica y es como echarlos a la quebrada.

-¿Y qué le mandó hacer la médica, pues?

-El sudor del paraguay con tres botones de manzanilla, cinco granos de cacao y los tres cogollos de la lumbaga: plantillas de penca de higo y agua de cáscara   —125→   de guásimo con flor de la maravilla por agua ordinaria. Todo se le ha hecho; pero Rosa no escapa de ésta, mi señora, porque no come. El tasajo ni el plátano no hay para qué nombrárselos. Rosa se muere, mi señora; y por eso es que el trespiés no vagó de contar encima de la mata de guadua en toda la semana pasada; y dice Antoñita que lo vio volar y sentarse dos ocasiones sobre la casa.

Don Narciso estaba oyendo desde la hamaca toda la relación, y viendo tan compadecida a Clotilde también se compadeció, porque el amor hace queridas las impresiones que recibe el objeto amado. Don Narciso se había graduado en medicina, pero no practicaba porque se había dedicado al cuidado de su hacienda. En esta vez quiso ser útil a la humanidad y agradable a Clotilde, y así, después de repreguntar a Estefanía, le dijo gravemente las siguientes razones:

-La afección de su hija es sumamente grave. Es un dolor que principia debajo del apéndice sifoides, y se irradia en los hipocondrios siguiendo el trayecto de los plexos aplénico y hépatico: ¿lo oye usted? Del otro lado se traslada a la parte superior posterior del esternón: ¿está usted? y desciende por los lados de la columna vertebral, siguiendo el trayecto del gran simpático, y llegando a la región cervical superior, afecta el encéfalo y todos sus adherentes. La curación se hará por medio de los evacuantes y revulsivos, los sedativos y, últimamente, los tónicos. Empezaremos por una sangría del brazo derecho, que será repetida mañana. Mande usted a la cabecera del cantón para que el farmaceuta le despache la receta que le pondré: ¿me entiende usted? Y entre tanto aplíquele usted unos fomentos de cocimiento de escoba babosa, manzanilla,   —126→   bledos y llantén. Dele usted un baño de pies de cocimiento de alcaparro: ¿está usted? con tres dracmas de sal, una onza de mostaza y una jícara de ceniza. Póngale usted una lavativa de cocimiento de cualquiera de las malváceas con un poco de miel y sal compactada, y un poco de aceite de olivas con dos yemas de huevo ¿entiende usted? Dele frotaciones con aguardiente; alcanforado y un poco de mostaza.

Concluida esta incalificable exposición, se volvió a entrar don Narciso, y a breve rato salió trayendo escrita una receta que leyó en voz alta, y decía lo siguiente:

  • R. Aguardiente alemán.......... 32 gramos.
  • Jarabe de Nerprum................. 32 íd.
  • Aceite crotontilio................... 50 centigramos.
  • Aloes socotrino...................... 64 íd.
  • Aceite de palma christi.......... 16 íd.

M. S. A.

(Para tomar de una sola vez.) N. Correa, M. D.

  • R. Ipecacuana....................... 12 centigramos.
  • Tártaro de antimonio........... 1 íd.
  • Agua destilada..................... 40 gramos.

M. S. A.

(Para tomar de una vez.) N. Correa, M. D.

-Todo está bueno -dijo la estanciera-; pero ¿de dónde saco yo los jumentos, cuando los que hay en la hacienda los tienen ocupados; y de dónde consigo los dramas las malacias y la sal compautada?

-Fomentos es lo que su amo le dice. ¡Miren qué jumentos ni que dramas! ¡Esta mujer es una burra, y Rosa se muere en sus manos! ¡Fuera yo misma a   —127→   hacerle los remedios! ¡Lleve de aquí azúcar, mostaza, arroz, y sagú, y váyase pronto a dar forma de hacerle los remedios! Pero mande por el cura cuanto antes.

-¿Pero de dónde saco yo mula para el señor cura?

-Que le den una de las de papá.

-¿Y peón?

-Y Julián, su hijo, ¿por qué no va?

-¿No está de cortero de caña?

-Dígale al mayordomo que lo remude y lo dé libre.

-Él me dirá lo que otras veces, que primero está la miel que la salvación; y de veras que no queda quien entre a cortar caña en su lugar.

-Yo mandaré una de mis criadas; pero vuele a hacer todas las diligencias.

El cura había tenido noticia del estado de Rosa y se fue a pie con don Demóstenes a Malabrigo. Ya había dado un papelito homeopático a la enferma cuando llegó Estefanía; pero apenas supo que don Narciso había recetado, retiró sus medicamentos, porque él se abstenía de recetar siempre que había facultativo que lo hiciera. Leyó las recetas y apuró a la manca para que enviase por los remedios. Fue despachada en comisión con el carácter de «urgente» una mujer que llegó por casualidad a la choza; y don Demóstenes dio dos pesos en que calculó el cura el importe de los remedios. Entre el cura y don Demóstenes taparon con hojas de plátano las rendijas34 de la choza que daban sobre la cama de la pobre Rosa, y dispusieron que se le diese el baño en una horma de azúcar que hubo por buena fortuna. Estefanía puso junto de la enferma la mesita en que cenó don Demóstenes la noche que durmió en la estancia; luego se retiraron todos y   —128→   se sentó el cura a confesar a Rosa. Mientras tanto, don Demóstenes se entró al platanar, acompañada de Faustino, el sacristán, que los había seguido.

-Es bella la plantación -decía don Demóstenes-: es bella y pintoresca, pero lúgubre por la obscuridad que reina en ella; y porque entristece considerar que estas matas compradas por Rosa no son de ella; porque si al dueño de tierras se le antoja echar de la estancia a la familia, todo es perdido.

-Sí, señor -contestó el sacristán-. Por eso yo no quiero sembrar sino unas cuatro matas de maíz. Para quitarle la estancia a uno no falta pretexto: a Juan Antonio Gómez lo echó su patrón de la estancia porque no le dijo amo, un día, delante de unos señores. A mí me quitó don Leocadio una estancita porque no quise mandar a Paulita al trapiche.

-Y a Rosa le quitó un dueño de tierras la estancia porque dejo de quererlo. ¡Pobre criatura, tiranizada por los pobres y por los ricos!

-¡Y tan pobre que está! Ella y la manca se sostienen por milagro con Antoñita. Tiene Rosa tres hermanos grandes, pero andan separados de la casa.

-¿Casados?

-No, señor, solteros. Pero ya su merced ve, la madre no fue casada sino hasta las últimas (porque Antoñita sí es hija legítima), y el ejemplo de los padres corrompe a los hijos. El señor cura se cansa de predicar sobre esto del matrimonio y de la obligación que hay de dar crianza cristiana a la familia; pero otros que vienen de fuera dan consejos muy distintos, que como son más fáciles de seguir producen su efecto. Un señor doctor Alcibíades, que posó en casa de la niña Manuela, decía que no debía haber sino matrimonios   —129→   civiles; que en lugar de la doctrina cristiana, lo que se debía aprender de memoria era el código, y que no le creyéramos al señor cura lo que predicaba porque era un fanático. Hablando un día contra las monjas y los frailes, dijo que sus votos eran contrarios a la naturaleza, porque el hombre ha nacido para multiplicarse. Estas gentes que poco necesitan para vivir como viven, han seguido el consejo, y ya su merced ve cómo se multiplican y cómo abandonan luego las multiplicaciones.

Así hablaba el sacristán, y don Demóstenes lo escuchaba un poco mohíno, porque en sus discusiones filosóficas le había sucedido frecuentemente hablar con sabios que le respondían con palabras; pero en esta vez no estaba discutiendo, y además quien le hablaba era un ignorante que sólo le mostraba hechos.

Cuando volvieron del platanar a la casa, el señor cura había acabado de confesar a Rosa y la estaba exhortando en forma de una plática moral.

-Rosa -le decía-, las dichas del mundo son pasajeras. Eso que llaman felicidad es un ente ficticio que todos seguimos y ninguno alcanza. Yo he preguntado a una multitud de personas si son felices, y ninguna me ha contestado que sí. La suma de dolores es mayor que la de placeres; pero como el corazón ansía por la felicidad, es menester creer que esa felicidad está en alguna parte, porque Dios no había de poner ese deseo en nuestra alma para engañarnos cruel e inútilmente. Esa felicidad, es la eterna bienaventuranza de nuestro espíritu inmortal, que no es como el cuerpo, frágil, mortal y corruptible. ¡Rosa! ¡Piense en la bienaventuranza; recoja su alma, que se va a presentar a Dios; tenga esperanza en su misericordia infinita que la creó   —130→   de la nada, y abandone los pensamientos del mundo!

-Volviéronse a la parroquia el cura y sus dos compañeros, y en su lugar se vino Remigia, la mujer del sacristán, a cuidar a Rosa y a hacerle los remedios. Liberata quiso perder sus días de trabajo por acompañar a su amiga. Los remedios de la botica no llegaron hasta el día siguiente, y Remigia se encargó de aplicárselos, lo que hizo con mucha inteligencia y consultando con el médico.

Rosa seguía muy mala; la calentura avanzaba terriblemente, a pesar de los remedios. Remigio, Liberata y aun Clotilde, no descansaban, las dos primeras cuidando la enferma y la última enviando recursos para la familia y medicinas para la paciente. El cura había dejado un crucifijo y un poco de agua bendita, que Remigia colocó en una tabla frente de la cama de la enferma; al pie del crucifijo había puesto dos ramilletes de flores silvestres y una vela encendida. La enferma tenía los ojos clavados en el humilde altarcico, cuando entró Liberata, que le llevaba una totuma con agua fresca. Rosa, mostrándole el Cristo con el dedo, dijo con acento triste y pausado a su amiga:

-Vea, Liberata, lo único en que debemos pensar, porque el día de comparecer ante Él se llega tarde o temprano. Conozco que voy a morir de esta enfermedad; pero estoy conforme, ya no tengo temores por la otra vida, desde que el señor cura oyó mi confesión y me perdonó en nombre de su divina Majestad.

-¡Morirse tan joven! ¡Qué hago yo, Rosita de mi alma!

-No se aflija, Liberata. Lo que me tenía asustada era mi conciencia; pero ya estoy tranquila. ¡Ay, Liberata, muy separadas hemos estado usted y yo del buen   —131→   camino, tanto para con Dios como para con la gente honrada que nos ha mirado! ¡Hemos tenido una vida muy escandalosa, mucho, mucho! Pero el señor cura me ha dejado tranquila, porque recibió mis protestas de arrepentimiento. Se informó de todas mis faltas, me hizo restituir un crédito que yo había quitado, me hizo perdonar a las personas que odiaba, me hizo declarar un asunto que yo sabía sobre una finca mal habida y me encargó que le mandara a suplicar a mi señorita Clotilde que no echaran al trapiche a Antoñita. Yo le hablé al cura con toda la verdad y la confianza del que se va a un viaje tan largo como el de la otra vida, y le recomendé algunos encargos secretos y otros que no lo son. Liberata, yo le ruego que piense ahora en su muerte, que ha de llegar algún día; piense con tiempo en ella para que no muera con susto, ni en pecado mortal. Deje esa vida que lleva, esa vida desdichada del trapiche y vuélvase al lado de su madre a pedirle perdón de rodillas y a seguir viviendo como cristiana. ¡Mire que no hay como el cariño y los cuidados de una madre! Y, en fin, Liberata, mire allí al que nos espera, y que si juzga a los ricos, también juzga a las trapicheras...

Calló Rosa; mientras había estado hablando, Liberata lloraba en silencio. A un momento pidió la enferma que le trajeran un tarro de guadua muy grueso que le había servido de caja de costura desde niña; y metiendo su brazo enflaquecido dentro de él, sacó un peine de palo y un devanadorcito que regaló a Liberata; a la mujer del sacristán le dio su dedal de cobre, a Antoñita su sortija de oro que Matea le había enviado con Manuela de Ambalema; y a su madre le entregó tres reales en buena plata y dos en chimbos y el tarro   —132→   de guadua en que quedaba un espejito del tamaño de un peso fuerte, un agujetero con un alfiler y dos agujas y un cordón de su pelo. Se quitó del dedo una sortija de acero y se la puso en el dedo del corazón a Liberata. Además, dejó dispuesto que se vendiesen tres pollos que dejaba y que con su valor hiciesen rezar responsos por el descanso de su alma.

Al día siguiente comenzó a experimentar la enferma una agravación espantosa. Un quejido continuo y lastimoso sustituyó al habla; movía los brazos y tenía la mirada fija, la nariz aguda y los labios cenicientos. El pecho se le había alzado extraordinariamente, y la boca entreabierta, lejos de ostentar la antigua gracia que la adornaba, estaba espantosa. Estefanía no quitaba los ojos de su hija, y parecía que trataba de ahogar su pena para observar hasta el último movimiento de aquella niña que había llevado en sus entrañas. Se conocía que Rosa quería hablar; y al fin haciendo un esfuerzo sobrenatural dejó escapar con un postrer sollozo estas palabras que fueron las últimas de su vida:

-¡Madre! ¡La bendición!

Estefanía se la dio lentamente, le besó la frente repetidas veces y se arrodilló desmayada de dolor. Las mujeres que la acompañaban levantaron sus gemidos al cielo. Remigia alcanzó el Cristo y lo puso delante de los ojos de la enferma. La agonía se aumentaba, y Remigia decía en voz alta las oraciones de los agonizantes.

En seguida se puso a rociar con agua bendita el cuerpo de la moribunda. Un estremecimiento general y las últimas boqueadas de la enferma anunciaron el postrer esfuerzo del alma para separarse del cuerpo, y Remigia exclamó en voz compungida y suplicante:

  —133→  

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Recibid su alma en vuestra santa gloria!

¡Rosa al fin descansó! Su agonía había terminado con un suspiro. Las mujeres rezaban el Credo, que fue interrumpido por los gritos dolorosos de Estefanía y Antoñita, cuando vieron que había expirado la pobre mujer.

-¡Mi hija me ha dejado! -decía Estefanía-. ¡Mi Rosa! ¡Mi hija de mis entrañas! ¡Qué haré yo ahora! ¿Quién me consolará?

-¡Mi hermana se fue! -decía Antoñita-. ¡Se fue a la otra vida! ¡Dios mío de mi alma!

La esposa del sacristán no olvidó ciertos cuidados indispensables. Destapó un calabazo de vinagre, derramó un poco en la boca del cadáver, le limpió el rostro y la mudó. Luego entre ella y Liberata la bajaron y la pusieron en la mitad de la salita, poniéndole junto un cabo de vela encendido.

Eran las diez de la noche. Antoñita se fue a la hacienda por la mortaja y cuatro reales de velas, y a avisar a Julián y a los patrones. Remigia salió de la casa alumbrándose con una tea de bagazo, subió a la cumbre de una colina y desde allí gritó con todo el esfuerzo que le era posible:

-¡Hermaaaanos!... ¡Cristiaaaanos! ¡Por el amor de Dioooos! ¡A velaaaar a la difunta Roosa!...

El eco de estas palabras se repartió por todas las estancias, y a pocos instantes comenzaron a aparecer luces vacilantes entre las cañadas y el monte, que se dirigían a la casa del velorio, que así se llama la función de acompañar el cadáver rezando un rosario tras otro.

Luego que llegó la mortaja remitida por Clotilde,   —134→   Remigia acabó de vestir el cadáver, puso en el suelo cuatro velas sobre vástagos de plátano, de media vara de largo, que servían de candeleros, y empezó el primer rosario con los primeros estancieros que llegaron. La mortaja consistía en una túnica forjada a la ligera de una sábana de lino, y de una cofia de linón con arandela, que se llama toca. La cara de Rosa, que fue morena, estaba ahora amarilla y seca; pero sus facciones no se habían desfigurado. Un cadáver es siempre venerado por el instinto religioso, y el de Rosa, tan conocida y estimada, infundía a los asistentes no sólo veneración, sino piedad y lástima. La salita estaba llena de gente, y como no cabían todos en ella, se habían arrodillado en el patio a la sombra de los árboles. El murmullo del rezo oído a lo lejos infundía pavor religioso a los que iban llegando, y les hacía erizar los cabellos. Muchas personas saludaron con un torrente de lágrimas a la dulce y caritativa Rosa. El rezo no cesaba, y los que se remudaban iban a sentarse en los alares a conversar de las virtudes de Rosa, notando entre ellas la de haber sido muy buena hija. Remigia distribuía de vez en cuando algún licor a los acompañantes.

Julián tomó el machete antes de que amaneciera y se fue al monte a cortar unas chipas de bejuco y unas guaduas, y formó un rústico ataúd amarrando varios atravesaños sobre dos guaduas delgadas. Encima colocó el cadáver bien acomodado entre ramas de limón. Luego lo levantaron para llevarlo sobre los hombros dos peones que se iban turnando con otros, habiendo comenzado Julián y un camarada suyo. Estefanía no pudo seguir la comitiva fúnebre por sus enfermedades, y parada en la esquina de la casita, siguió con   —135→   los ojos el cadáver hasta donde lo ocultó un recoda del camino. Lloraba a grito entero y decía al verlo desaparecer:

-¡Adiós, Rosita mía, para siempre! ¡Adiós, hija de mis entrañas!

Así fue conducido el cadáver hasta la parroquia. Don Demóstenes estaba en su hamaca, y al sentir el silencioso tropel y el chirrido del guando, volvió a mirar y se encontró frente a frente con Rosa, a quien reconoció.

-¿Es posible? -exclamó, levantándose de prisa; ¿Es posible que hayan cedido a la muerte tanto vigor y tanta belleza?

-¿Vio a Rosa? -le preguntó Manuela, entrando a la alcoba a sacar su pañolón morado.

-¿Conque al fin sucumbió al peso de sus desgracias?

-Sí: ¿no vamos al entierro?

-Es muy justo, Manuela. Lo que siento es no haber traído ropa de luto, porque no me figuré en Bogotá que aquí había de asistir al entierro de una persona por quien he tenido tan fraternal afecto.

En la mitad de la calle oyó el primer doble de la campana, y se estremeció al oírlo porque le llegó al corazón y le arrancó un gemido. Al llegar a la iglesia vio el cadáver sobre una mesa enlutada, y oyó al cura que cantaba: Subvenite, Sancte, Spiritus, con fúnebre y pausada voz.

Don Demóstenes había asistido a varios entierros de tono en Bogotá, como que era uno de los más distinguidos miembros de la sociedad. Vestido elegantemente de negro y sentado en un escaño, devoraba con el pensamiento algún negocio o algunos amores, arrullado por la artística salmodia, y rodeado de obscuridad,   —136→   entre35 la cual llameaban por intervalos los cien blandones. ¡Estaba en presencia de un muerto bien encerrado dentro de lujosa caja, de un muerto que había sido su socio o su amigo tal vez! Y sin embargo, estaba sereno; mientras que en esta vez se turbaba y se entristecía. Es verdad que en la pobre iglesia de la parroquia no había cirios hasta la puerta en triple hilera, ni negras colgaduras, ni emblemas poéticos, ni ramos de sauce, ni coronas de ciprés; es verdad que no retumbaban los ecos con el ruido sordo de las trompetas y violones, ni con el son agudo de las flautas y violines; pero estaba viendo a su amiga, esa flor de las montañas que conoció de pasada y que acarició levemente porque era buena y hermosa, pero sin arrancarla de su tallo. Tenía clavados los ojos en Rosa y no se saciaba de dolor viendo aquellas manos enjutas que él había apretado entre las suyas, y que ahora apretaban una cruz de palo, última esperanza y único consuelo de la pobre difunta; ¡veía un bosque de pestañas cubriendo las pupilas de unos ojos que quince días antes encendían corazones, ahora apagados y opacos; veía una boca antes graciosa y ahora callada con el silencio de la eternidad! En torno del cadáver veía unos pocos amigos de la difunta, cuyos gemidos eran más tiernos que los acentos de las orquestas. Todo esto lo tenía conmovido. Manuela, que estaba arrodillada cerca del cadáver, tenía la cara oculta en su pañolón y lloraba, y don Demóstenos oía sus sollozos al través del pañolón, como se oye una fuentecita entre el monte al través de la enramada. Los dobles de las campanas no cesaban, acompañando las voces del cura y del sacristán, que dialogaban en el sublime oficio de difuntos clamando por el reposo eterno de la humilde estanciera de Malabrigo. El requiescat   —137→   in pace final, cantado por el cura en la forma de un lamento, dio el último golpe al corazón del conmovido bogotario.

De la iglesia salió un acompañamiento ya numeroso tras el cadáver, en dirección al cementerio. Se notó que no iba otra persona calzada, que don Demóstenes. De los tadeístas no iban sino Cecilia y ñor Elías que no estaba bien caracterizado. ¡Qué saña la de los partidos políticos! ¡Hasta para un cadáver hay odios y venganzas! Y sin embargo, Rosa era llorada por un pueblo entero.

En un momento que el cadáver estuvo en el suelo, mientras acababan de preparar la sepultura, don Demóstenes improvisó un discurso muy sentido sobre la muerte en general, y sobre las virtudes de Rosa, que había sido un modelo de amor filial.

Puesto el cadáver en el asiento de la sepultura, Julián y Antoñita le botaron la primera tierra, como sus más próximos parientes. En seguida el sepulturero echó el resto de la negra tierra que fue ocultando poco a poco, pero con demasiada rapidez para el dolor de sus amigos, el cuerpo y la hermosa cara de Rosa. El pueblo rezaba el Credo en voz alta, y era sublime oír aquel «creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable», pronunciado delante de los sepultureros que en ese momento apretaban la tierra para incorporar en su seno la carne y los huesos de Rosa. El sacristán clavó una cruz encima de la sepultura, y la gente se fue dispersando.

-¡Se acabó Rosa! -dijo Manuela a don Demóstenes.

-¡Que la tierra le sea ligera! -contestó éste con un suspiro.

-¡Que Dios tenga su alma en el cielo! Que por lo   —138→   que hace a la tierra siempre es pesada, aunque esto no importa a la carne muerta. Yo vi pasar a Rosa ayer, como a eso de la oración, por el patio de la casa.

-¡Ilusiones, Manuela!

Pues de esas ilusiones hay muchas, y entre gente que no es crédula. Hay muchos casos en que se han visto personas ausentes, o se han sentido ruidos sin causa, o se han tenido sueños a tiempo de la muerte de alguna persona. Yo le contaré algunas historias sobre esto.

-No creo en nada de eso.

-Pues si no cree tiene que reventar, según la persona que las cuente.

-Los muertos no vuelven, Manuela, y todas esas historias no son sino hijas del fanatismo y de la superstición de los católicos.

-Si los muertos no vuelven, ¿por qué es que sostiene usted eso que quería hacerme creer, y que llaman evocación, visión doble o espiritismo?

Don Demóstenes agachó la cabeza; pero como era un hombre de mucho talento, encontró pronto una respuesta.

-Y si no quieres creer que se puede evocar a los espíritus, ¿cómo crees que se aparecen? ¿No ves que hay una contradicción?

Aunque Manuela no tenía ilustración, acertó a darle esta respuesta con tal prontitud que se conocía que no la improvisaba.

-No sea duro, don Demóstenes. Yo no creo que los espíritus vuelvan a la tierra por voluntad del hombre; pero sí pueden venir por voluntad de Dios.

En esta vez se quedó muy callado don Demóstenes, a pesar de su grande ilustración, porque no pudo   —139→   recordar si esto tenía respuesta en los libros de los espiritistas, y se propuso examinar despacio esta cuestión para quitar a Manuela sus supersticiones.

Al cabo de un rato de silencio, dijo Manuela:

-¡Pobre Rosa! Ella conocía su muerte, según se notaba en sus conversaciones, que todas eran funestas de pocos días para acá. Y usted tuvo alguna parte en su muerte.

-¿Yo? ¡Qué disparate!

-¿No le dije que Celestino, su novio, la estropeó y la abandonó por resultas del San Juan?

-¿Y qué?

-Pues que tuvo celos con usted.

-¿Conmigo? ¡Vaya un zoquete!

-Eso es lo que se dice.

-Tendría ese miserable ganas de cortar relaciones con esa pobre y se valió de ese pretexto.

-Decía que lo vio a usted hablando con Rosa en los montes del Retiro.

-Eso no fue sino que la pobre Rosa, que era tan servicial, tuvo la condescendencia de ir a mostrarme las casas de la hacienda, que ese matroz de Juan Acero, miembro de la santa sociedad baratera, no quiso indicarme.

-Todo será; pero la madrugada de San Juan estuvo usted muy decidido por Rosa, ¡Dios la tenga en el cielo y mis palabras no la ofendan! También es que los bogotanos se ponen a florear a todas la muchachas sin saber en lo que para, de cuenta de majos.

En esto llegaron a la calle del Caucho. Manuela se entró a la casa y don Demóstenes se fue a buscar al maestro Pacho, el carpintero y herrero de la parroquia, a encargarle una tumba para Rosa.

  —140→  

A los tres días de la muerte de la pobre niña, se desapareció Liberata de la troje, y aunque el africano la buscó por todas partes, no la pudo encontrar. Se creyó que la muerte de Rosa y sus últimos consejos la habían convertido y que se había ido a buscar a su madre.



  —141→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI

La tumba de Rosa


La gratitud era la cualidad más sobresaliente en don Demóstenes. Tenía la ventaja de no ser desmemoriado para con los pobres que le servían, y era porque él no creía que valía más que todos. Don Demóstenes había quedado muy reconocido de Rosa desde que posó en su casa, y en prueba de ello, fue a visitarla cuando supo que estaba en cama, asistió a su entierro, y todavía quiso perpetuar su gratitud erigiéndole un sepulcro, según las escasas proporciones de la parroquia. Había hecho la contrata con el maestro Pacho para una tumba, y al día siguiente del entierro de Rosa fue al cementerio a recibir la obra. Allí encontró a Manuela, la familia de Marta y otras personas. La tumba consistía en una verja de astillas de guadua con puntas agudas, de las cuales se habían formando ángulos obtusos hacia la parte de arriba. Dos atravesaños amarrados con bejuco negro rijaban la balaustrada. Adentro36 se veía la tierra del sepulcro recientemente aplanada, y en la mitad estaba clavada una cruz de diomate, trabajada con esmero, en cuya base se leía: ROSA, VÍCTIMA DE DOS TIRANOS. Cerca de la cruz se veía un rosal, grande y   —142→   florido, que había sido transplantado de la huerta de Manuela.

Don Demóstenes dio por recibida la obra, y se quedó callado por algunos instantes. Del grupo de gente que lo rodeaba tampoco se oyó ni un acento, con excepción de un ¡ay! lastimoso de Manuela, que fue seguido de lágrimas y de suspiros de sus colaterales. Don Demóstenes se había quedado cogido de la verja y parecía que meditaba. Por cierto que la tumba ofrece puntos de meditación, cualquiera que sean las ideas religiosas que uno tiene, y más si la tumba encierra el cuerpo de una joven de diez y seis años, que pocos días antes no despertaba sino recuerdos de amor y dicha.

El grupo se fue disipando, y don Demóstenes convidó a Manuela a pasear el cementerio.

El área estaba cercada de guadua, y sobre su suelo, exuberante como el de todas las tierras calientes de Nueva Granada, se levantaban grupos de ambuque, michú, guásimo y algunos otros árboles, y también matorrales pequeños de venturosa y de tabaquillo que no es posible arrasar, porque la vegetación se burla de la mano del hombre en aquellos terrenos. Los árboles que se encontraban no eran cultivados como lo son los cipreses y sauces babilónicos de los cementerios de Bogotá. La grama, más espontánea todavía, ocupaba algunos lugares pequeños, en donde se notaban las sepulturas más recientes decoradas con una cruz de palo; las más antiguas con el mástil sin brazos; y las que ya pasaban de diez o veinte años no eran visibles sino por tres o cuatro piedras que se divisaban por entre las ramas de los arbustos y bejucales.

No había rosales, pero había narcisos de monte y   —143→   flores preciosas de algunas enredaderas. Las aves visitaban este paraje con toda libertad y hasta anidaban en las ramas. Un firigüelo, que es un ave negra sumamente perezosa en sus actitudes, estaba sobre la cúspide de una cruz, a tiempo que todas las flores eran revisadas por una diminuta tomineja. Los afanes de la vida y la inercia de la muerte estaban pintados en aquellos huéspedes y en aquel silencio, que era interrumpido solamente por un chillido lúgubre que sonaba al lado opuesto de los matorrales; el aire no movía las hojas de los árboles, y las pisadas no sonaban porque la grama servía de alfombra.

-¡Oh! -exclamó don Demóstenes, después de caminar muchos pasos en el más absoluto silencio-: en este cimenterio es en donde está precisamente verificada la igualdad de la tumba, porque todas las sepulturas son de una figura de palo que siempre es la misma. ¡Santa igualdad de los sepulcros, recibe los votos del más ferviente adorador de la república perfecta!

-Así dice usted -repuso Manuela, después de unos instantes de profunda meditación-; pero usted es el primero que ha venido a echar a perder la igualdad de nuestro cementerio, poniendo una mata de rosa y una cerquita de guadua, que no se usaban. Así son sus cosas.

-¿Te pesa?

-¡No, don Demóstenes! Por el contrario, yo le ofrezco que todas las noches de verano vendré a rociar la mata y a rezar por el alma de la difunta Rosa. Lo que me pesa es que usted no sea consecuente en lo que hace con lo que dice, porque usted nos relata siempre cosas muy nuevas y muy bonitas, y luego salimos con que usted es el primero que no las cumple. La gracia está en ser liberales de deveras como yo. Y estemos en   —144→   que usted es uno de los hombres de mejor corazón que yo conozco, porque usted no es ingrato ni déspota. El hombre de botas y espuelas de plata, que ha vivido agradecido a una pobre estanciera porque le dio de cenar y que después de su muerte todavía la quisiera servir, ése tiene mucho de liberal. ¡Dios le guarde su buen corazón!

-¡Gracias, Manuela, gracias!

-Aquí está el padrastro de Rosa -añadió Manuela, mostrándole una sepultura que no tenía grama por encima-. ¡Cuándo pensaría Rosa que no le había de llevar ni un mes completo! Bien nos dice el señor cura que sirvamos a Dios y que no hagamos mal a nuestros prójimos, porque ninguno sabe el día ni la hora.

-¡Cierto, Manuela!

-Mire aquí la sepultura de un peón socorrano que murió quemado en el trapiche del Retiro, habiendo caído una noche en uno de los fondos de la miel. ¡Pobre! Dios lo haya recibido en su santa gloria. Su familia no sabrá nunca en qué parte del mundo quedaron sus huesos. Vea otra sepultura más vieja; ya no tiene sino el palo principal de la cruz, porque se soltó el atravesaño, que estaba amarrado con un bejuco: ahí está enterrado don Bonifacio. Era un hombre que nunca tuvo que ver con los jueces, que sangraba y sacaba muelas de balde a todos los pobres, que enseñó a algunos muchachos a leer, que hacía lo que previenen los mandamientos de Dios y de la Iglesia y lo que ordenan las autoridades. ¿No le parece a usted que ese hombre era muy bueno? Pues ha de saber usted que murió muy pobre, y que el entierro se lo hizo el cura de balde.

-Allí veo unos montoncitos de piedras -dijo don Demóstenes-, en un sitio que me atrae por la triste hermosura   —145→   de un árbol que descuelga sus ramas hasta llegar a la tierra. ¿Quieres que nos arrimemos un poco?

Entró el caballero, guiado por Manuela, por un paraje que las matas tenían muy estrechado, no como callejón, porque los árboles y matorrales no guardaban simetría, pues sucedía con frecuencia que los parroquianos tuvieron que rozar con los machetes el trecho necesario de terreno para excavar la sepultura de uno de sus deudos; ¡tal es la exuberancia del terreno! Don Demóstenes se quedó observando unas semillas de la parásita llamada pajarito, que tenía invadido el árbol del guásimo, formando una enramada muy tupida y de un aspecto sumamente funerario; y cuando volvió a mirar a Manuela, la vio arrodillada rezando, con la cabeza inclinada a la tierra, con tal devoción, que se hubiera quitado inmediatamente el sombrero, y hasta se hubiera arrodillado, si no hubiera terminado la piadosa Manuela su oración.

-¿Qué rezaste? -le preguntó don Demóstenes a su casera.

-El Padre nuestro; ¿tendrá algo de malo?

-¿Por qué me lo preguntas?

-Porque los señores se ríen de que uno rece, bien es que usted me ha dicho que es tolerante.

-Te hablo con franqueza -dijo don Demóstenes a la piadosa Manuela-; no ha sido risa, sino ternura y piedad lo que me ha inspirado el acto verdaderamente religioso que acabas de ejecutar; y si yo escribiera tu historia, esta pintura figuraría en una lámina del capítulo37 que yo llamaría «el cementerio de la parroquia». Allí estaría Manuela triste, pero más hermosa que nunca, hincada sobre la grama bajo la sombra de un árbol   —146→   funerario, junto de un pequeño túmulo de piedras toscas y al lado se vería un viajero contemplándola. Por otra parte, esa oración es tan buena, que hasta me parece universal: un mahometano podría usar de ella sin escrúpulo ninguno.

-Es la mejor, dice la doctrina cristiana, porque la dijo Cristo por su boca a petición de los Apóstoles.

-Sea de ello lo que fuere, eso de perdonar a los deudores, es la fraternidad elevada hasta lo sublime.

-Siempre que vengo al cementerio rezo en este mismo lugar -le interrumpió Manuela, porque aquí está enterrado un hermanito mío, y allí debajo de aquellas piedras mi abuelita, que me quería tanto. Debajo de aquel otro piloncito de piedras me han dicho que están los huesos de mi bisabuela: ¡polvo será lo que hay! ¡Ojalá que yo no tenga que volver a huir de mi parroquia, no vaya a ser que me muera lejos, y no me entierren junto a los míos! Dicen que lo mismo sale que lo boten a uno al mar, o que lo entierren aquí o allí; pero yo no sé en qué consiste que todavía después de la muerte, quisiera yo estar en la misma parte donde están los de mi pueblo y los de mi familia. ¡Ojalá que hubieran enterrado a mi padre en este mismo lugar! Pero las revoluciones...

Y volviendo la cara para otro lado, quiso ocultar sus38 lágrimas de la vista de don Demóstenes, aunque inútilmente, porque los gemidos no pueden pasar inadvertidos; él tampoco pudo disimular una lágrima que rodó por su larga barba.

Después que enjugó Manuela sus lágrimas, volvió la cara hacia su huésped y le hizo esta sencilla pregunta:

  —147→  

-¿De qué les sirve a los liberales haber hecho la revolución de 1854, don Demóstenes?

-Ésa la combatí yo, y no con peroratas, sino a balazos, como lo hicimos casi todos los gólgotas.

-¿Y si hubiera triunfado?

-Te digo la verdad que estaríamos lo mismo

-¡Ay, don Demóstenes! -exclamó Manuela, con un grito como el que causa una punzada material sobre los miembros más delicados del cuerpo humano-; ¿conque la república ha quedado lo mismo después de perder yo mi apoyo y el de toda mi familia? ¿Y los huesos de mi padre se hallan botados, quién sabe donde, sin provecho para nadie?... ¿Y así tiene usted valor de santificar la revolución?

-Yo nunca estuve por la revolución de los draconianos, que querían ejército, nombramientos de gobernadores por el poder ejecutivo y una constitución que echase por tierra la de 21 de mayo, la más liberal de cuantas hay en el mundo.

-Pero estará por otra revolución y todo sale lo mismo. ¡Oh! ¡Si ustedes se compadecieran de las lágrimas que hacen derramar por llevar adelante sus calaveradas! Mire, don Demóstenes, esta piedra y esta tierra santa del cementerio han recibido encima los pozos de lágrimas que yo he derramado por causa de la revolución.

Manuela se volvió a limpiar los ojos, que de nuevo se habían humedecido, y convidó al viajero bogotano a terminar el paseo. Pasaron por junto de una tumba que yacía oculta debajo de los árboles y matorrales, y poseído el viajero de la más ansiosa curiosidad se puso a examinarla por los costados, y vio que era un sepulcro de calicanto medio arruinado, y a fuerza de   —148→   trabajo vio la inscripción que decía: «Aquí están depositados los restos humanos del señor Cura N. N. año de XXX».

Siguieron su camino, hasta detenerse al pie de un michú o jaboncillo, debajo del cual estaban algunas quinientas pepas negras y del tamaño de una bala de pistola, duras como una pieza de vidrio, de las cuales había muchas cubiertas con una cutícula carnosa, que se usan como jabón, por entre las cuales pasaba un convoy que llamó la atención al viajero, y éste puso una rodilla en tierra para observar.

Iban llevando unas cuantas hormigas negras y muy pequeñas un abejón muerto, y era admirable la prisa que se daban y las carreras que emprendían; las que no tiraban, cargaban, y eran de verse los esfuerzos de las que llevaban cogidas las patas y las alas del muerto.

-Un entierro -dijo Manuela a su huésped.

-¿Cómo un entierro?

-Se llaman entierra-muertos esas hormigas.

-¿Ejercen pues las obras de misericordia de los católicos?

-Por su propio interés. Siempre las verá usted ocupadas en recoger cuantas polillas y cucarachas encuentran muertas, y las llevan a enterrar a sus cuevas para comérselas.

-Entonces no es sino caridad con uñas. ¡Muy bien!

Al volver de un matorral, dieron los ojos de don Demóstenes con un espectáculo sumamente raro. Una mula de veinte años de edad, blanca como la nieve, llena de cicatrices como los inválidos de la guerra de la independencia, pues había perdido en el trapiche una oreja y el uso de uno de sus cascos, pues que no   —149→   caminaba sino con la muñeca de una de sus manos, se había entrado por un portillo de la cerca, atraída por las tentaciones de la crecida grama. y cuando sentía ruido se metía en un matón de michúes. Un ave descarnada, flaca y de apariencia lastimosa, caminaba lentamente por encima del espinazo de la mula, dando los sonidos de guir, guir, en su voz lamentable, la misma que don Demóstenes había oído desde lejos, y terminando su viaje en la nuca de la inválida, se puso a sacarle de la oreja alguna cosa existente allí.

-Es la tolerancia más calmada que yo he visto en mi vida -dijo don Demóstenes.

-Es porque le tiene cuenta -dijo Manuela-; ¡mire qué gracia!

-¿Y qué gana la mula con permitir esa libertad tan amplia a ese animal de rapiña?

-Porque ese animal le saca las garrapatas de la crin, de las orejas y del rabo. ¿No ha visto usted una bestia empedrada de garrapatas, las cuales se llenan de sangre hasta ponerse del tamaño de un grano de maíz? Pues bien, esa ave por tener ese destino, se llama el garrapatero.

-Es proteccionista. ¡Bien, bien!

-Con uñas; porque es gavilán y porque las garrapatas que quita se las come todas; por lo menos él no se queda sin pagarse con usura por el bien que hace.

-¡Oh! Es cosa admirable cómo se concilian los intereses mutuos -dijo don Demóstenes, sacando de aquel pasaje una meditación social.

-No se admire usted de esa mula que ya está para entregar el carapacho a los gallinazos; había de ver un potro de esos que el día que sienten encima el rejo   —150→   de enlazar, brincan como la ira mala, y cuando el garrapatero se les monta, aguantan como aguantamos en esta parroquia la protección de los gamonales.

Ayacucho, que se había ido por el rastro de su amo, le latió a la mula y espantó al proteccionista, de lo que se molestó el caballero, porque ese latido le pareció una profanación del santo silencio de los sepulcros, y lo llamó para castigarlo. Habían llegado al extremo del cementerio, y el viajero se volvió para la puerta.

Cuando pasaba don Demóstenes por junto del guásimo que prestaba su sombra a las cenizas de los deudos de Manuela, se sintió como detenido por una mano invisible; su corazón se agitaba, y la angustia de una emoción extraordinaria lo privó de la aptitud de caminar. Fue que se le vino la idea de que tal vez Manuela había de venir a buscar su puesto de familia, tan hermosa, tan joven como Rosa.

La tarde estaba muy avanzada, y don Demóstenes y Manuela caminaban lentamente hacia la puerta del cementerio. Era profunda la tristeza de sus corazones, según lo expresaban los ojos de entrambos, y hasta los pasos y las miradas de Ayacucho, que caminaba detrás, parecían ejecutados conforme a la situación. Al pasar por junto a la tumba de Rosa se volvieron a detener los dos visitadores de los sepulcros para tributarle nuevos recuerdos y para esparcir sobre ella las flores que Manuela había recogido durante su largo paseo en el cementerio. Don Demóstenes se dirigió a la puerta, mientras que Manuela se quedó inmóvil teniéndose de la reja de guaduas, seguramente meditando en lo que nunca deja de meditar quien dirige una despedida eterna; al separarse, se limpió las mejillas   —151→   y balbuceó estas palabras, con una expresión de verdadero dolor:

-¡Cuándo yo pensaba que no la había de volver a ver!

Al llegar Manuela a la puerta del cementerio, encontró a su huésped leyendo, recostado en la grama, y como tenía el libro abierto por una de las láminas, Manuela se sentó junto, por curiosidad, y se quedó mirando.

-Éste no es lugar de leer novelas -dijo Manuela a su huésped-. ¿Qué libro es ese que está leyendo?

-El Diablo en París.

-Eso será alguna cosa mala.

-¡Cosa muy buena! -le contestó distraído el caballero y siguió leyendo en una hoja que decía:

Dans l'avenir inconnu que nous ouvre la mort, il y a quelque chose de grand et de saint...

-¿Qué me suplo con oír inglés? No sea tan...

-¡Es francés, majadera!

-Las mismas yucas arranco.

-¡Cierto! -dijo don Demóstenes y le tradujo el pasaje así:

«En el porvenir ignoto que la muerte nos abre, hay algo de grande y de santo; por eso el culto de los antepasados es de todos los países y de todos los tiempos».

-Eso no es cosa del Diablo, don Demóstenes.

-El Diablo en París es un libro que trata de las costumbres de París y de muchos pueblos del mundo. Es una crítica muy ingeniosa, y por otra parte muy instructiva. ¿Quieres que te lea un capítulo entero?

-No, no me lea. Señáleme todas las láminas, que me gusta tanto ver las pinturas de los libros.

  —152→  

-Pues entonces -dijo don Demóstenes-, aquí tienes el cementerio del padre Lachaise, que fue edificado por un jesuita confesor del rey Luis XIV. Ahí tienes la capilla, y éstos son los sauces babilónicos que adornan las callejuelas.

-¡Qué lindo! Pero es polvo lo que encierran las tumbas de Francia, como el que encierran las sepulturas de la parroquia, ¿no es esto?

-Sin duda -dijo don Demóstenes.

-Y esta pintura, ¿qué es lo que representa? -dijo Manuela, mostrándole una lámina con el dedo.

-La tumba de Casimiro Perier.

-¿Y ésta que se parece a la tumba de Rosa?

-La de Molière, y de esa fue que tomé la idea de la que fabricó el maestro Pacho.

-¿Y aquélla era de guaduas?

-De verjas de hierro.

-¿Y de qué sirvió ese hombre en el mundo?

-De corregir las costumbres con su inmortales obras literarias. En Francia se premia a los que trabajan para la sociedad. Mira el cementerio de los israelitas, cubierto de sauces babilónicos, tilos y cipreses39.

-Y esta casita con cuatro estantillos por el frente ¿qué viene siendo? -preguntó Manuela, apuntando con su dedo sobre otra lámina.

-La tumba de Eloísa y Abelardo, que hoy tiene más de 608 años y todavía es visitada con veneración; y algunos días amanece adornada con ramilletes de flores. Los granadinos que han estado en París no se han venido sin ir a tributarle sus respetos.

-¿Son los huesos de algunos santos?

-¿De dos amantes muy desgraciados?

  —153→  

-¿Amantes? Cuénteme; que todo lo que es desgracia, tristeza y melancolía es lo que hoy recibe mi corazón con agrado. Rosa murió también por resultados del amor, según lo que me ha parecido: por la pena de verse desechada sin dar motivo ninguno, y Rosa tiene también un monumento sobre su sepultura. La señora Eloísa de allí de Francia sería desgraciada por la persecución, y Rosa porque fue primero burlada por un rico y después traicionada y abandonada por un pobre. Yo no sé cuál merezca más las flores y los recuerdos por 600 años. Ya se ve que Rosa no era sino una pobre peona del Retiro, y la igualdad no alcanza hasta la pobreza, ni aun siquiera en la tumba, porque los ricos no quieren que los entierren en el suelo; ni aun en los sufragios de la iglesia, porque para los pobres no hay canto, pero ni siquiera dobles de campanas, como usted lo sabe. Gracias a que usted se apersonó por la desdichada estanciera, y que hizo sembrar esa mata de rosa y poner unas letras, que si no, de aquí a tres años ya no habría quien se acordase de ella. Yo sí creo que no la olvidaré nunca, porque esas personas con las cuales una se cría, juega, llora, y padece, jamás se olvidan. Nunca iré al charco de Guadual, sin dar un suspiro por Rosa, ni vendré al cementerio sin rezarle un Padre nuestro. ¡Ah Rosa, que me parece que la estoy viendo venir y que me mira con esos ojos tan hermosos que tenía! ¡Ah miseria la de esta vida!

Diciendo esto Manuela, se puso la mano en la frente y se quedó con los ojos fijos en la alfombra de grama sobre que estaba sentada. Un rato después se volvió ella para su casa, y don Demóstenes prolongó su paseo por las inmediaciones, hasta cerca de la noche.



  —154→  

ArribaAbajoCapítulo XXVII

Cacería de cafuches


Don Demóstenes y ñor Dimas estaban citados para una cacería de cafuches en las tierras de la Hondura. A las cinco de la mañana partieron de la parroquia, el uno con la escopeta al hombro y el otro con una estupenda lanza. Ayacucho, Reloj y Sargento seguían fielmente los pasos de los dos cazadores.

Después de caminar legua y media por una senda sombreada y obstruida por las ramas y los bejucos, llegaron los cazadores a la estancia del ciudadano Juan de la Cruz, a cuya sementera se decía que estaban empicados los cafuches. La casa no se veía sino al llegar al patio, por las acacias misteriosas que la cubrían. Media docena de perros bravos salieron al encuentro de los viajeros; mas ñor Dimas los puso de su parte llamándolos a todos por su nombre; y todo el alboroto de los latidos vino a parar en un examen dilatado que hicieron del benemérito Ayacucho, oliéndole todos el rabo, ceremonia que se había ejecutado en otras estancias, con más o menos escrupulosidad.

El ciudadano Cruz estaba limpiando y poniendo al sol unas enjalmas; y en una tasajera brillaban cundidos   —155→   de moscas verdes, unos cuantos jirones de una especie de carne azul en la forma de tasajo.

-¡Ajá! -le dijo ñor Dimas a su compañero; mi ahijado ha venido de Bogotá, porque todos los que vamos al mercado compramos hígados y bofes, y a los cinco días los salamos, y es una comida que por aquí nos agrada en extremo, con plátano asado, ají y guarapo que no esté dulce.

En seguida le preguntó ñor Dimas al estanciero qué tal le había ido de viaje, y éste lo impuso de todo y le dijo que los plátanos los había regalado, y que el granito de la pierna se le había enconado. Era maravilloso el cariño con que el estanciero trataba a los forasteros. La risa no se apartaba de sus labios expresando el deseo de complacerlos. Don Demóstenes estaba encantado de tanta benevolencia, y sus simpatías correspondieron a los agasajos de un hombre tan excelente.

-¿Y mi ahijada? -le preguntó ñor Dimas al estanciero.

-Se fue a lavarse a la quebrada. Yo lo que quiero es que esté a todo su gusto la pobre de Magdalena.

-Le hablaremos al pasar -dijo ñor40 Dimas.

-O quién sabe si se fue a la casa de alguna de sus vecinas, porque yo no le estorbo su gusto.

Salió a ofrecerles trago y tabaco una especie de peona llamada Nicolasa, de buen porte y regulares facciones, la cual tenía tres o cuatro llaves prendidas en la cintura. Don Demóstenes no aceptó; porque no era muy decidido por el anisado popular; y los cigarros le parecieron de mala calidad seguramente, o la vista de la carne y de las enjalmas le ahuyentó el apetito.

Los cazadores fueron informados de que los cafuches   —156→   habían venido a la roza de maíz y que habían derribado un cuadro. Cruz les dio señas de la senda de la roza, y le juró a don Demóstenes que sentía en el alma no poderlo acompañar, por causa del grano que tenía en la pierna.

Cuando se acercaron a la roza, se metió don Demóstenes entre el maíz, y encontró a la guardiana recogiendo las cañas y las mazorcas que los cafuches habían derribado, como si hubiese entrado una tropa de mil bueyes a pastar en la labranza.

-¿Quién ha causado todo este daño? -dijo don Demóstenes a una negrita que cuidaba de la roza de maíz.

-Los cafuches -le contestó la guardiana.

-¿Por qué no los ahuyentan con maldiciones y piedras como a las guacamayas?

-Porque ellos vienen a la media noche, y mi mamá Magdalena les toca el cacho por aquí a la redonda; pero ni por ésas.

-¿Y por qué no los cogen a todos juntos?

-¿Cómo, señor?

-Muy fácilmente. Se rodea toda la roza con una cerca de palo, que para eso el bosque está metido en la labranza; se les deja abierta la puerta, y cuando hayan entrado todos, vienes tú corriendo y la cierras. ¿Cuántos serán los cafuches?

-Son dos veintes, fuera de nueve chiquitos.

-Son cuarenta y nueve, que dejándolos engordar y llevándolos al mercado de Bogotá, dan más de doscientos pesos, que es mejor ganancia que la que podía dar el maíz en grano, ¿no te parece, linda guardiana?

La chica soltó la risa y contestó:

-Mire, váyase por la senda que comienza debajo de aquel palosanto, y siga al salitre, que allá los encuentra   —157→   todos dormidos, eche unas cuatro manotadas de munición en la escopeta, y de un tiro los mata todos.

Ñor Dimas había oído la relación, y tomó sus medidas para la corrida de los cafuches, diciéndole a su segundo:

-Su persona se va derecho arriba por el camino, que cruza la senda de esta roza, antes de llegar a la orilla, y se va y se planta de parada en la angostura de dos cerritos que se topan en la quebrada; porque la manada pasa por ahí, al embarcar a la montaña grande, cuando yo la espante de para arriba. Su persona le tira al último que pase, y llego yo, y seguimos con los perros toda la manada, hasta cansarlos, y matamos una docena; y que es limpia esa montaña de arriba como un platanal. Pero eso sí, su persona honrada se ha de estar quieta como un estantillo, sin estornudar, ni cantar, ni silbar, ni cortar palitos con el cuchillo, ni conversar si pasa alguna estanciera, aunque sea la más bonita de todas las perillanas; y para no estornudar, no se meta el tabaco por las narices; más bien masque a dos cachetes como yo masco, y si gusta, aquí tengo, en la chuspa unos chicotes que me regaló Melchora.

-¡Muchas gracias, amigo Dimas! Es usted muy bondadoso; pero sírvase decirme: ¿con qué objeto quiere usted restringirme la libertad de cortar palitos, de moverme y de estornudar? ¡Si usted supiera que yo soy de una escuela que no admite trabas sociales!...

-Es porque así lo requieren las leyes de la parada.

-¿Conque yo, que no admito códigos draconianos, ni sesiones secretas, ni diplomacia, ni teocracia ¿he de sujetarme ahora a las ordenanzas de la parada?

-Pues «el que se obliga a querer, se obliga a padecer». Si usted quiere coger cafuches, es menester   —158→   que se sujete a las indormias que nosotros usamos para cogerlos.

-Pero sírvase usted decirme: ¿qué objeto ostensible tiene el precepto de convertirme en estatua, en la parada que usted me designe?

-Es porque los marranos tienen más de cinco sentidos, y si lo sienten a su merced por ahí, se vuelven abajo y entonces la cacería es perdida, porque esas tierras de la Hondura se componen de bovedales, de cañadas y picachos propios para esconder los cafuches, los ladrones y los desertores, y entonces nos hacen cansar a los perros y nos dejan con las narices más largas que el pico de un yátaro. Esto es lo que hay en el caso, y si su merced no se obliga, todavía tenemos tiempo de volvernos; y yo no sentiré sino lo que dirán las niñas de la parroquia, de vernos entrar con una mano sobre otra.

-Pues me obligo, taita Dimas -dijo don Demóstenes, armado de una resignación enteramente filosófica.

Ñor Dimas tomó la senda del Salitre y don Demóstenes el camino un poco trillado de la montaña de Santa Tecla; pero se detuvo a unas pocas cuadras de distancia, por unos lamentos que oyó en el monte, adonde se entró con la escopeta preparada; y al romper una trinchera vegetal de platanillo, vio un espectáculo propio de los tiempos de Torquemada, Atila, Nerón y Robespierre; vio una mujer colgada de las dos manos juntas tacando escamente el suelo con los dedos de los pies, y oyó que la mujer decía:

-De no ser la muerte ¿quién puede librarme a mí de mis sufrimientos tan grandes?

-¡Yo, mujer desdichada! -gritó don Demóstenes, y levantó su cuchillo para cortar las ataduras.

  —159→  

-Conténgase, caballero, porque me perjudica, exclamó la pobre mujer: ¡no me suelte por el amor de Dios!

Don Demóstenes tajó de una cuchillada los bejucos, y cayendo la mujer al suelo, le dijo a don Demóstenes llorando:

-Usted me ha causado un perjuicio muy grande caballero de mi alma.

-¿Cómo? Explíqueme usted este misterio.

-Es porque yo soy casada, señor caballero.

-Habrá un hombre que me quede eternamente agradecido, pues.

-Al contrario, señor caballero.

-¿Por qué?

-Porque me colgó él mismo y me anunció que si no me encontraba colgada cuando volviera, me daría doscientos azotes.

-¿Quién es ese bárbaro?

-Se llama Cruz, y vive por aquí cerca.

-¡Hipócrita! No hace ni media hora que nos hablaba de la manera dulce y afectuosa con que la trataba a usted. ¿Y qué motivos hay para esto?

-Que quiere más a Nicolasa que a mí. Así es que le ha entregado las llaves y me obliga a mí a que coma junto con ella, y cuando no me río, o cuando se le antoja decir que estoy brava, me castiga como a una esclava, y después me mide mi cuadro en el platanal para que lo desyerbe en un solo día. Este castigo de hoy ha sido porque no me he reído con Nicolasa después que volvieron juntos de Bogotá. Los cuatro años primeros de casados, no me trató mal mi marido; pero los últimos seis años han sido mi purgatorio en vida. Yo lo que más siento es la crianza que están recibiendo las pobres de mis hijitas.

  —160→  

-Esto consiste -dijo don Demóstenes muy contristado, en querer apretar demasiado el nudo del matrimonio. Es porque los señores católicos no saben que el que mucho abarca poco aprieta.

-Consiste en que mi marido se ha dejado de cumplir con los mandamientos de la ley de Dios, porque desde que se junta con don Tadeo, ni oye misa, ni reza, ni asiste a los sermones del señor cura, ni tiene ninguna de las insignias de los cristianos, y en la casa no se sabe ya qué religión es la que tenemos.

-¿Y de qué le podré yo servir a usted, mujer desdichada?

-Yo sé que usted es muy amigo de los pobres y creo que puede hacer el bien más grande que se le puede hacer a una parroquia, y es que se castigue a los delincuentes. Con esto y con que hagan volver a Nicolasa a su casa y se la entreguen a su marido, quedo contenta.

-Si el gobierno de la Iglesia católica permitiera que los matrimonios se apartaran, para casarse cada contrayente de nuevo con otra persona, usted saldría ganando.

-Ganaría mi marido, porque está mozo, y perdería yo, porque estoy muy acabada por la crianza de cuatro muchachos. Él se llevaría el hombrecito, que le puede servir de mucho, y a mí me dejaría las tres muchachas, que yo no sé cómo ni con qué las podría mantener. Él se quedaría con la estancia, en la cual está mi trabajo metido, porque él ha sido enfermo toda la vida, de una llaga que tiene en una espinilla, del tamaño de un peso fuerte. Y yo lo que extraño es que usted, siendo tan amigo de los que padecen, dé su parecer en contra de las pobres mujeres.

  —161→  

-Pierda usted cuidado, que yo tomaré todo interés desde que vuelva a la parroquia.

-Por ahora el favor que usted me ha de hacer es el de amarrarme.

-¿Amarrarla? ¿Cómo es eso de amarrarla?

-Dejándome del mismo modo que estaba, porque si viene ñor Cruz y me encuentra descolgada, me mata a rejo.

-Era menester que yo fuera un bárbaro, un terrorista.

-Pues tiene que hacerme ese favor, por lo que más quiera.

-¡Imposible!

-Entonces usted me va a causar el daño más grande del mundo.

-¡No, no! ¡Adiós, adiós! -dijo don Demóstenes, despidiéndose de la mujer con la mayor precipitación.

-Por Dios, no me deje usted sin amarrarme -dijo la mujer, poniéndose de rodillas y abrazándole las piernas a don Demóstenes.

Este se quedó callado por algunos instantes, sin saber a qué atenerse, y conmovido sumamente de ver que la mujer lloraba para comprometerlo a que la amarrase; por último le dijo:

-Vaya usted y diga a su marido, que yo fui el que la soltó, dándole por señas que me dijo que él lo que quería era que su señora estuviese a todo su gusto; y que si la sigue estropeando, le ofrezco por mi palabra de honor echarlo a un presidio.

Salió don Demóstenes al camino, y allí oyó a su compañero, que gritaba:

-¡Ah, peeeerro! ¡Ah, peeeerro!

Aceleró su paso el adjunto de ñor Dimas y al cabo de   —162→   media hora estuvo en el lugar de la parada, oyendo el murmullo de la quebrada indicada, y sin poder bajar hasta ella, porque se lo estorbaba una peña fragosa, a tiempo que se abrasaba de sed. Para don Demóstenes no había más horizonte que un retazo de la senda, que no alcanzaba a medir veinticinco varas, ni más cielo que el ramaje tupido de los higuerones, curos y guayabos, a tiempo que el zancudo, el jején y las abejas mantenían por debajo un ruido como de un aguacero. Don Demóstenes ignoraba que cada palo de guayabo tiene un camino en el corazón, por el cual suben y bajan las hormigas llamadas guayaberas, las cuales son venenosas, y se recostó contra uno de estos palos, sacando por de contado, una enseñanza que le hizo reconocer muy bien el maldecido palo, para no volvérsele a acercar jamás en toda su vida. Se acordó don Demóstenes que estaba comprometido a no estornudar, ni a causar ruido ninguno, y comprendió que la parada es una verdadera limitación de todas las libertades del hombre.

Se habrá oído hablar muy desfavorablemente a los escritores o conversadores de costumbres, acerca de las paradas en las cacerías que los sabaneros de Bogotá suelen ejecutar en los páramos de la cordillera oriental; pero aquéllas, con todos sus inconvenientes, son una delicia en comparación de las paradas de la cacería de la tierra caliente. Allá se coloca el sabanero, montado en su gran caballo, sobre el pico de una roca, desde donde ve los arroyos que corren a juntarse con el Meta por el oriente, y los que corren a juntarse con el Magdalena por el occidente, disfrutando de aires que jamás han sido infectados por ninguna epidemia; dominando con la vista una larga serie de parroquias, desde los alcázares del buitre, que es soberano de todas las aves   —163→   de la cordillera. Y si consideramos al centinela de una parada de tierra caliente, hundido entre los bosques, sufocado por el calor, y pegándose palmadas para espantar los mosquitos, la diferencia está en favor del sabanero con ventajas infinitas. Es fácil concebir todo lo que sufriría don Demóstenes.

Sintió éste un ruido sobre las hojas secas, montó la escopeta y se preparó para hacer fuego, casi maquinalmente, porque la orden de ñor Dimas era de matar el último de los cafuches y no el primero. El ruido continuaba, pero como era tortuosa la vía, y el monte estaba tupido, no veía el objeto. Ayacucho estaba sobrecogido de la misma manera y no separaba los ojos del lugar amenazado, hasta que apareció Cecilia, la cual no reparó en el cazador porque llevaba muy encubierta la cara con el sombrero y su distracción era profunda: pero luego que se vio a cuatro pasos de don Demóstenes, intentó correr por entre las ramas menos tejidas con los bejucos.

-¡No corras! -le dijo el bogotano-, porque te despedaza mi perro.

-¡No, por Dios! -gritó Cecilia, y se dejó caer sentada sobre una piedra.

Don Demóstenes se acercó con sumo cariño a la segunda hermosura de la parroquia, y trató de inspirarle confianza para que depusiese la vergüenza y el miedo que daba a conocer en sus facciones en cierto temblor que procuraba ocultar al principio.

-¿De dónde vienes? -lo preguntó el bogotano.

-De la montaña, de coger unas hojas; ¿no las ve? Son de payaca y las necesito para unos tamales.

-¿Y por qué tanto susto de verme a mí?

-Es porque yo soy miedosa.

-No me parece.

  —164→  

-Es que usted no puede saber lo que pasa en el interior de cada criatura.

-Sin embargo, el fisonomista conoce mucho de lo que pasa en el corazón y hasta en el pensamiento ajeno.

-¿Y qué me conoce usted, pues?

-La turbación que te domina.

-Nada, don Demóstenes, es miedo lo que yo tengo.

-¿De qué tienes miedo?

-Fue que me asusté con su perro.

-Ya comprendo -dijo don Demóstenes-; he reparado tu seno y...

-No es nada -dijo Cecilia, cubriéndose las finas arandelas de su camisa con ambos brazos y poniéndose descolorida.

-Está descubierto el secreto. Llevas comunicaciones en el seno.

Cecilia encogió el pecho encima de las rodillas y puso los ojos de una manera lastimosa sobre los ojos del bogotano.

-No tengas ningún cuidado, Cecilia. El que respeta las garantías de los hombres, guarda con mayor razón las de las mujeres. Nada más digno de respeto que las comunicaciones epistolares de los ciudadanos, y conducidas en una valija sagrada, no pueden ser violadas por ninguno que sea liberal.

-Mil gracias -contestó la tímida Cecilia, respirando con alguna confianza-. Yo sé que usted me tiene cariño a pesar de lo mucho que se habla de mí, y yo lo estimo a usted desde que lo vi, y no lo he tratado, porque yo no tengo libertad ni para saludar a las personas que son de mi gusto. Yo lo aprecio a usted y tengo confianza en usted como en un caballero completo. Mire: es verdad   —165→   que llevo cartas aquí en el seno, que las traigo de la estancia de Santa Tecla y son cartas contra usted, tómelas y haga el uso que quiera de ellas, y yo diré que se me perdieron.

-¡Oh, Cecilia! ¡Cuánto te agradezco la confianza que haces de mí! -exclamó don Demóstenes, y abrió una carta que decía:

Con la portadora le remito el borrador de las declaraciones que han de dar los testigos, y a éstos hay que decirles, que si no declaran lo mismo que habían declarado en las declaraciones que se robó don Eloy, irán todos de reclutas. Del cachaco Demóstenes tendremos que deshacernos, aunque sea quemándole la cara, a más no poder. Escríbale a don Pascual para que le apure al juez del circuito para que exija la sumaria de don Blas y de Manuela. Espero la contestación en el acto. Su afectísimo amigo.


EL ERMITAÑO.                


-¡Sombras y misterios por todas partes! -exclamó don Demóstenes. El gamonal está en el distrito cuando lo creíamos muy asegurado en la cárcel de Ambalema. Estoy comenzando a saber que de nada sirven las leyes contra los gamonales y sus agentes.

-Y usted ándese con cuidado y déjese de caminar por los montes.

-Esta palabra cuidado se la oí por primera vez a la profetisa de Malabrigo. ¡Oh Rosa! ¡Que la tierra te sea ligera!

A este tiempo se oyó la voz del cazador en jefe, que decía:

-¡Arriba, peeerro! ¡Arriba, peeeerro!

Don Demóstenes estaba muy descuidado de su misión, y sentado junto de Cecilia, le dirigió las siguientes palabras con el estilo más dulce que se pudiera emplear para convertir un alma extraviada:

  —166→  

-Lo que es para mí un misterio es que tú quieras a ese hombre.

-¿Yo, don Demóstenes?

-Pues tú. ¡Una muchacha de tanto mérito! Esto no pudiera creerse si todo el mundo no lo estuviera viendo.

-¿Pero qué es lo que ven?

-¡Oh! Pues tus amores.

-No hay tal amor, don Demóstenes.

-¿Qué es eso, pues?

-Un comprometimiento terrible, que se comenzó por...

-¿Por salvar de las prisiones a algún desgraciado? ¿Por condescender con los empeños de alguna amiga? ¿Por el interés de alguna cantidad? ¿O por qué cosa? Dime, ¿por qué cosa?

-Le voy a decir, con tal que me guarde el secreto.

-Por de contado, Cecilia.

-Mi madre fue la que se valió de la astucia y del rigor para que yo me entregara a ese bárbaro que aborrezco con toda mi alma.

-¡Pobre Cecilia! -exclamó don Demóstenes-; se necesitaba de toda la desmoralización que ha pasado por las grandes sociedades, para corromper la nobleza de corazón que indican tus facciones.

-¡Yo qué iba a hacer, don Demóstenes! -dijo Cecilia llorando-. Tenía mi madre un saque de aguardiente, en la montaña, y por hacerse a la protección de don Tadeo, me mandaba a visitarlo y llevarle regalos de frutas, lo citaba a la estancia las veces que me dejaba sola, y me miraba mal las veces que don Tadeo le daba quejas. Esto fue al principio, que lo último ha conseguido don Tadeo que yo no me separe de él, con las   —167→   amenazas de un cuchillo de cabo blanco que me señala siempre; y una vez que me huí, me volvió a reducir a su compañía buscándome como aguja y volviéndome a traer. Éste es el motivo de pasar yo por la querida de ese viejo criminal, que tiene su esposa legítima y quiere poner también a Manuela de su cuenta.

-¿Y no pudieras dejarlo?

-No puedo, porque me mata.

-¿Conque todo eso es un gamonal?

-Sí señor, y no sé qué camino coger. Me veo mal mirada de las señoras y de los caballeros, me veo insultada, aborrecida y expuesta a que me mate el viejo Tadeo, o su esposa, o alguna otra de sus queridas, y mi vida no es sino un puro tormento, porque ¿qué me suplo yo con tener baúles con ropa, zarcillos de oro y traje blanco para las fiestas, si la mala nota me condena y el menosprecio de las gentes buenas? ¿Qué hago, don Demóstenes?¿Qué camino cojo? ¿Qué me aconseja usted, que es tan enemigo de los tiranos conservadores? Porque ha de estar usted en que don Tadeo es liberal.

-¡Es draconiano! ¡Es fariseo liberal! Es sepulcro blanqueado, y de ésos encuentras varios, aunque no tan perversos como don Tadeo.

-Pero ¡qué hago, don Demóstenes, por Dios! ¿Qué hago en este caso? Sálveme usted mi vida y mi conciencia.

-Sí te resolvieras a dejar tu familia y tu parroquia...

-¡Todo, todo!

-Si te animaras a perder algo de tu libertad, aunque yo soy enemigo de la obediencia pasiva...

-Todo le sufriré, con tal que no sea querer a nadie contra mi gusto.

-¡Eso, ni pensarlo! La libertad del corazón es la   —168→   garantía más preciosa de una joven. Yo te buscaría una colocación en Bogotá.

-Entonces por allá iré. Adiós, don Demóstenes.

-¡Adiós, Cecilia! -dijo éste, dirigiéndole una mirada muy afectuosa.

Así que desapareció la víctima, sacó don Demóstenes su reloj y vio que llevaba tres horas de parada, pensó que su verdadera misión era la de cazador, y dirigió todos sus pensamientos hacia su cacería de cafuches. Puso el oído a la quebrada, y algún zumbido de las tominejas era lo único que oía. Se pasó una hora más en una lucha continua con las abejas, que buscaban su pelo y su barba para enredarse, por un instinto desgraciado que tienen, como las polillas, que buscan la vela para quemarse; esto lo tenía sumamente molesto, aunque entretenido a la verdad. Había adquirido el hábito de hablar solo, desde que traía entre manos los amoríos con Celia y Clotilde, y comenzó a decir estas palabras:

-¿Qué es estar de parada? Es estar sujeto a las órdenes de un miserable, órdenes que se reducen a privarme de la libertad de silbar, de estornudar, etc., etc. Es decir que mi libertad natural está restringida por una pasión vil, que me dará por resultado un par de cafuches. Es decir que he cambiado la libertad genuina, la aristocracia del yo, por un plato de lentejas, como Esaú. Porque, a decir verdad, yo me hallo sujeto en este momento con todas las trabas sociales que Dimas me ha querido imponer. Es decir, que las pasiones entraban la libertad, y si la entraban también las necesidades, que son las arterias del movimiento social, ¿en qué viene a parar la libertad genuina? Si por todas partes se le recorta una pluma a esta primorosa ave del paraíso, ¿cómo es posible que levante su vuelo majestuoso desde   —169→   el Huila hasta el Chimborazo? Y habiendo nacido el hombre con pasiones y necesidades...

Al decir esto le interrumpió un grito de Dimas:

-¡Abajo, don Demóstenes! ¡Abajo con todos los diablos, que los cafuches se regaron, y yo tengo tres casi cogidos! ¡Pero búllase, cristiano!

Don Demóstenes se fijó en el punto de donde habían partido los gritos, y con la escopeta en la izquierda y el cuchillo de monte en la derecha, emprendió la travesía de un largo trayecto de bosque; habría caminado dos cuadras, cuando se halló metido de golpe en un escondrijo de unas piedras y un enjambre de ramas y bejucos, en donde estaba escribiendo un ermitaño sobre una petaca de cuero, y a lo que éste levantó la cabeza, don Demóstenes le conoció y le dijo:

-¡Ríndete, malvado!

Con trabajo, le contestó don Tadeo (porque él era el escritor) cogiendo un puñal que estaba, sobre la petaca.

-Lo veremos -dijo don Demóstenes.

Y disparó la escopeta, sin intención de matarlo, pero aprovechándose de la sorpresa, se lanzó sobre su enemigo y le cogió la mano en que tenía el puñal.

Se quedaron luchando los atletas, y don Demóstenes gritó:

-¡Acá, compañeros todos!

Después de varios esfuerzos cayeron los dos mortales enemigos al suelo, logrando don Demóstenes la suerte de quedar encima, a tiempo que su compañero volaba como un pájaro por entre los árboles, aprovechándose de una huella que ya conocía, para acercarse al lugar donde había oído el tiro de la escopeta, pues hacía rato que caminaba en busca de su camarada y adjunto.

  —170→  

-¡Acá! -volvió a gritar don Demóstenes.

-¿Lo mató? -le contestó ñor Dimas, trotando por entre los árboles.

-Está vivo, pero lo tengo debajo.

-Póngale la rodilla en el pescuezo, para que no lo muerda, y amárrele las patas, aunque sea con el pañuelo del pescuezo.

No tardó mucho en llegar ñor Dimas al sitio de la pelea, al mismo tiempo que don Tadeo logró soltarse por medio de un sacudimiento, y corrió a botarse por un precipicio, donde se perdió de vista por entre las ramas que cubrían el fondo. Ayacucho se quedó latiendo en la orilla, después de una indecisión que se podía reputar por traición; don Demóstenes se había quedado sin fuerzas, y ñor Dimas no se resolvió a echarse, porque el que persigue no lleva la misma decisión del que huye, por un principio general de estrategia.

Juntos registraron el campo, y hallaron en la covachuela montuna del gamonal, plumas, tinta, papel sellado y común, la Recopilación granadina, una botella con un poco de aguardiente de anís, un puñal y, entre41 varios papeles sueltos, se hallaba uno que decía:

Señor don Tadeo Forero: mándeme usted un modelo de las declaraciones que han de dar los cinco testigos. Sabrá usted que la clase descalza de la sociedad está sufriendo la esclavitud; porque la mayoría del cabildo se compone de los oligarcas de botas. La tiranía de los hacendados es cada día más insoportable y están poniendo en ejecución el código penal. Sólo en usted tenemos la esperanza de que no fenecerán las conquistas de la libertad. No se fíe usted del viejo Elías, que es de los que mascan a dos carrillos, como se lo tengo advertido; y sin embargo hay cosas en que nos puede servir. Mande a su afectísimo,


PASCUAL ACUÑA.                


  —171→  

-Déjese de leyendas, ñor don Demóstenes -dijo el cazador en jefe-, escondamos esta petaca con todos los papelajos y vamos adelante con nuestra cacería, y endespués nos contaremos todo lo sucedido. Pero lo que sí me parece es que usted no ha cumplido con las obligaciones de la parada. Yo levanté la manada del salitre del Palmichal, y la iba siguiendo de para arriba, cuando me encontré los cafuches, que se volvían chasqueando las quijadas y con el espinazo erizado; y eso fue que usted se puso a conversar con alguna perillana, lo que menos, y se nos ha perdido el tiro principal de la cacería de los cafuches, que era matar una docena en la montaña de Santa Tecla. Con ser que le encargué que no fumara tabaco por las narices, ni se fuera a bullir de su puesto; ¡y así para qué diablos se mata uno bregando por todas estas honduras! Con que usted me hubiera dicho por lo claro que no era capaz de ser cazador, con eso había sido bastante para no dejar yo mis ocupaciones. Ya se me había puesto que usted no era capaz.

-¿Que no soy capaz? ¡Viejo miserable! ¿De qué no soy capaz? Soy capaz de pararlo a usted en la cabeza por insolente.

-¿Y yo no seré capaz de plantarle, ñor don Demóstenes? ¿Y para pararme en la cabeza fue que usted me convidó a los montes de la Hondura? ¡Cachaco majadero! Yo me quedaré solo, que para matar tres cafuches que tengo encerrados en los bovedales, yo no necesito de nadie; y uno chiquito, que me lo tiene encargado la niña Manuela, ése lo cojo a tientas.

-¿Chiquito? -preguntó don Demóstenes, instigado por la pasión ardorosa de la cacería.

-Aparente para criarlo -dijo ñor Dimas.

-¿Y dice usted que se puede coger?

  —172→  

-Conque los he dejado encerrados en una cueva y tapada la puerta con palos y piedras. Lo que tiene es que debemos irnos aprisa antes que busquen alguna otra salida.

Los cazadores son como los amantes, que pelean y se reconcilian sin saber cuándo ni a qué horas, y esto consiste en que los une el mismo interés. Partieron los dos camaradas, tan acordes como si nada hubiera pasado, en busca de los cafuches.

Cuando se acercaban a la cueva, dijo don Demóstenes:

-¿Qué hago, taita Dimas, que me muero de sed? ¿Dónde encontraremos una quebrada?

-Está muy lejos; pero hay un palo por el cual corre una cañería entera, y es muy saludable para varias enfermedades.

-¿Y en dónde lo hallaremos?

-Aquí, véalo su merced: este bejuco, que se llama agraz, está lleno de agua; pero hay que cortarlo por el lado del cogollo y por el pie a la vez, porque si no, el agua se esconde y el palo se queda seco. Y si no lo quiere creer, abra la boca que ahí va.

Dio Dimas dos cortes consecutivos, y salió de un grueso bejuco un chorro de agua, de la cual bebió toda la que quiso el bogotano, y con el resto se lavó las manos y la cara, y al terminar dijo al estanciero de la montaña:

-Usted es un Moisés, que hace salir agua de los palos al tocarlos con el filo de su cuchillo. Vamos ahora a coger los cafuches encantados.

Pronto estuvieron en la puerta de la cueva, y habiendo recogido palos de leña y hojas de palmicha seca, ñor Dimas sacó candela:

-Ahora sople con todas sus fuerzas, para formar una hoguera buena.

  —173→  

Don Demóstenes obedeció la orden, pero afectado por el humo hubo de retirar la cabeza muy pronto para limpiarse los ojos.

-Sople hasta que se reviente; ¡sople, sople, no sea tan flojo!

-Siento no haber sido cocinero, taita Dimas, para satisfacer las exigencias de usted.

-Ahora no hay diligencias que valgan, si no es soplar, y más soplar hasta que la llama se levante tan alta.

-Es que yo le puedo dispensar a usted el que me dé cafuche asado para mi almuerzo; Rosa me dio rostro de cafuche, la noche que posé en Malabrigo, y le confieso a usted que no me gustó.

-Luego qué, ¿está pensando en el almuerzo? ¡No se afane tanto! Hay que hacer una buena hoguera, luego pasar los tizones a la puerta y armar allí más candelada para llenarles la cueva de humo y obligarlos a salir; los esperamos en la puerta con nuestras armas y los matamos.

-¿Y el chiquito para Manuela?

-Ése se ataja y se coge en la puerta. Conque sople su persona, porque esa candela no adelanta nada.

Así que ñor Dimas hubo juntado la leña suficiente, y que la hoguera estuvo bien encendida, puso de centinela a don Demóstenes en la puerta de la cueva, con la escopeta preparada; comenzó a destapar dicha cueva y a formar en la puerta una hoguera mayor, de la cual entraba el humo a las concavidades del subterráneo. Algunos murciélagos salían de golpe, haciendo retirar la cara de los cazadores, y una culebra, quizá pisada por los cafuches, emprendió su salida, pero al llegar a la candela, retrocedió.

Las horas se pasaron en la operación de echar el   —174→   humo a la cueva, los cafuches no se daban por notificados. Ñor Dimas estaba sin camisa y se le veían correr del pecho ríos de sudor, y don Demóstenes tenía los ojos colorados de llorar, por causa del humo; ñor Dimas se trepó por unas piedras y barrancos y desapareció por unos pocos minutos, hasta que volvió echando pestes y reniegos.

-El diablo anda metido en la cacería, porque esta cueva tiene una chimenea, más grande que la puerta del infierno, y los condenados cafuches metidos por ahí en algún rincón no tienen para qué sentir el humo. Toda la culpa la tuvo la parada, porque si los marranos no hubieran sentido ruido, allá estarían corriendo en los montes de Santa Tecla, que es un corredero de lo más hermoso que puede darse y sin cuevas ni precipicios. Pero sabremos para otro día.

-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó don Demóstenes.

-Me meto con la lanza, y usted los espera, si es que todos no quedan muertos adentro.

Diciendo esto, ñor Dimas le recortó el palo a la lanza y se metió con los dos perros. Duró algún tiempo la cueva en silencio, porque era muy grande y tenía algunas divisiones de lajas, lo cual dificultaba la llegada del audaz cazador hasta el punto en que estaban los cafuches, a los cuales buscaba en las tinieblas por un ronquido especial que ellos tienen, y por los chasquidos que hacían con las quijadas de cuando en cuando. De golpe latió uno de los perros y el sonido se prolongó tanto, que don Demóstenes quedó espantado. Ñor Dimas gritó a ese tiempo:

-¡Ahí42 le van, don Demóstenes!

En efecto, salieron dos cafuches, uno herido y otro sano, pero el cazador de reserva mató uno y otro con   —175→   los dos tiros de su escopeta. Ñor Dimas salió ensangrentado y al ver los cafuches tendidos saltaba de gozo y colmaba de abrazos a su segundo, al cual informó de que adentro quedaba otro muerto.

-¿Y el cafuchito para Manuela? -preguntó el bogotano.

-Ése43 lo tengo por cogido.

-¡Viva el ciudadano Dimas! ¡Viva el bizarro! ¡Viva el denodado! ¡Viva el valiente Dimas!

Volvió a entrar ñor Dimas y sacó el cafuche arrastrando y el chiquito en los brazos con el hocico amarrado.

Desenvolvió un pequeño fiambre que llevaba en una mochila y comieron sentados sobre la hojarasca, tan contentos como si hubiesen echado abajo un gobierno constituido. Ñor Dimas colmaba de elogios a Sargento y a Reloj, sin que Ayacucho pudiese obtener este premio, porque no hizo sino latir. La educación es la que forma el carácter, y al pobre Ayacucho nadie lo había enseñado a cazar cafuches, sino a cargar los zapatones y el farol.

La noche se acercaba por instantes. Ñor Dimas dejó colgados en los árboles dos cafuches y se echó otro a las espaldas, y don Demóstenes cargó en sus brazos el cafuchito. Para dar con la senda principal debían pasar por la covachuela de don Tadeo, y en efecto dieron con ella, pero se quedaron sorprendidos44 de no hallar la petaca de los papeles, sino el hueco vacío donde la habían dejado.

-¡Cómo siento esos papeles! -exclamó don Demóstenes.

-Y yo la petaca, porque a Melchora se la tenía destinada.

  —176→  

-¡Qué lástima!

-Pierda cuidado su persona, que esa petaca la cojo yo, como ser José Dimas Camero.

-¡Oh, cuánto bien le hiciera usted a su parroquia!

Caminaron a buen paso los cazadores, pero cuando salieron a las cercanías de la parroquia, ya eran cerca de las ocho. En todo el camino no habló don Demóstenes ni una sola palabra, ni acerca del cafuchito, ni acerca de ninguna de las ocurrencias del día. Había una idea que lo ocupaba más que todas las cacerías y todos los conatos del mundo, y era la de saber si su amada ex-Celia lo amaba como en otro tiempo, o lo había aborrecido por el pecado social de intolerancia. Esa noche, aunque cansado, no pudo dormir, y se levantó temprano a dar cuenta del hallazgo del gamonal.

Todos los parroquianos se sobrecogieron de espanto, pero cuando se trató de ir a buscar a los montes al monstruo, nadie quiso comprometerse, lo cual indica que en aquella parroquia, y quién sabe en cuántas otras, el medio más aparente de gobernar al pueblo es el terror y no la justicia y la moderación. Por la fuerza logró don Demóstenes que fuesen los policías y los comisarios a buscar a don Tadeo, y ni aun el ciudadano Dimas quiso prestar sus servicios de baquiano, sino que se fue a recoger los dos cafuches que había dejado colgados y trató de no sacar la cara donde lo viesen. Las pesquisas fueron inútiles; don Tadeo se quedó oculto entre las haciendas de don Matías y don Atanasio, y desde entonces comenzó a decaer el entusiasmo por el partido manuelista, o sea el partido de los hacendados, a los cuales llamaba el patriota don Tadeo los oligarcas de la parroquia.



  —177→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

El nazareno


Nadie sabía que don Tadeo se hallaba en el distrito, hasta el día que lo encontró don Demóstenes de ermitaño en una gruta, entregado a sus meditaciones gamonalicias. Nuestro lector tampoco sabe cómo escapó de la cárcel de Ambalema, ni cómo vino a dar a las montañas de la Hondura, y de esto lo informaremos en el cuadro presente, y ante todo, exhibiremos aquí todo el panorama del trapiche de la Hondura, visto desde una altura proporcionada.

Se hallaba el trapiche de don Matías Urquijo junto a una pequeña quebrada salada y de unas lagunas cuyas aguas tenían algo de azufre, y esto producía una atmósfera pestilente, fuera de los montones de bagazo en estado de putrefacción y de los barrizales vitalicios de la redonda. Las casas de habitación eran de paja, y los suelos de tierra emparejada con los pisones. Dentro de la plazuela se hallaba el trapiche a menos de una cuadra de distancia. El único horizonte que se divisaba dentro de unos cerros cubiertos de bosque era la plantación de las cañas, y cuando sonaba alguna de las puertas de golpe, por la casual llegada de un forastero, los vigías se asomaban de pronto, y los perros   —178→   en número de diez o doce, salían a quererse comer al profano que se acercaba sin padrino; y se conocían los temores que causaba un empleado público, por lo mal recibido que era por los peones, patrones y mujeres.

Don Matías no era de la raza blanca, ni tenía muchas simpatías por los blancos, y gustaba de vestirse de un grueso calzón de manta cuando estaba en su hacienda. Su esposa, llamada Nicomedes Mora, se vestía como las peonas; lo mismo las dos hijas, las cuales ejercían el oficio de trapicheras siempre que los brazos se hallaban escasos.

Corría la fama de que en la Hondura se celebraban juntas secretas, a las cuales concurrían ciertos individuos de la cabecera del cantón, otros de Bogotá; y uno que otro de la provincia de Mariquita; se sabía que los viajes de la miel para el mercado, lo mismo que el regreso de las mulas, no se efectuaba sino entre la media noche y la madrugada. Se decía también que se solían ver espantos por cerca de la enramada del trapiche, y luces que volaban desde las orillas de la laguna, y se hablaba de violencias ejercidas sobre los proletarios. Todo esto hacía que la Hondura fuese mirada como una hacienda de mal agüero.

Se acababa de terminar la molienda del trapiche una noche a las once, cuando corrió la voz entre los peones de que una fantasma negra y de un cucurucho largo como de nazareno, había pasado por un costado de la plazuela, retirándose del trapiche todo lo que era posible. En efecto, se la vio llegar hasta la puerta de la casa grande, y los temores crecieron al ver que los perros se callaron después de haber latido a su entrada a la plazuela y al oír un silbido sumamente parecido al de la culebra cascabel.

  —179→  

Los pasos de la fantasma no pudieron ser observados, y los peones del trapiche se quedaron persuadidos de que el nazareno había seguido su camino; pero este dio una vuelta y regresó a la casa, en la que entró con mucha cautela, sin ser visto sino de don Matías y cuatro personas que en aquel momento le visitaban.

El nazareno era el famoso don Tadeo, vestido de mujer, y llevando un sombrero muy alto de copa, con funda de género blanco. Al punto lo abrazaron sus camaradas y lo colmaron de caricias, como era justo.

-¡Qué milagro! -te dijo don Matías-. Aquí nos habían dicho que usted estaba en la cárcel, y yo mandé un peón que todavía no ha vuelto de por allá.

-Fue cierto; pero de donde me vine fue de un caney; porque hacía unos siete días que me había libertado.

-¡Tanto me alegro de verlo! Siéntese, descanse un poco.

-¿Y qué tal por aquí? ¿Me han pensado mucho? -dijo don Tadeo.

-Muchísimo, compadre, y la falta que nos hacía era enorme.

-¿Y cómo están todos los de la casa?

-Buenos, compadre de mi alma.

-¿Y la señora Sinforiana? ¿Y Cecilia?

-Buenas. Cecilia ha estado muy divertida en las fiestas, lo que me ha dado algo en que pensar.

-Será que no me quiere. Mi mujer tampoco me quiere; pero la tengo sujeta, que es lo que importa.

Siguieron las manifestaciones particulares de los otros amigos de don Tadeo, y las caricias de doña María Nicomedes. Los otros sujetos eran don Pascual Acuña, don Estanislao Nieto, de Sogamoso, don Atanioso   —180→   de Santa Tecla y ñor Juan de la Cruz, vasallo de don Matías.

Después de algunas conversaciones demasiado privadas de los camaradas de la sociedad baratera, doña Nicomedes en persona trajo la cena y la puso sobre la pura tabla de la mesa, porque todos los convidados eran de suma confianza. Parece que nuestro cuadro quedaría muy imperfecto, sino hiciésemos la pintura de la sala principal de la casa grande de la Hondura, donde pasaba la escena y donde se reunían, cada ocho o quince días, los personajes de la afamada sociedad.

La sala era grande con dos puertaventanas, una en frente de otra, y una salida secreta por la alcoba, que también era grande. El mueble de mayor ostentación, era una mesa de nogal con cajón por debajo, asegurado con una buena chapa y en éste se depositaba temporalmente la plata de la semana y algunos papeles de suma importancia. Junto de la mesa estaban dos sillas de atléticos brazos, con muchas heridas hechas a navaja, como por vía de entretenimiento. Los demás asientos eran barbacoas de guadua picada que rodeaban toda la sala, y que las niñas y doña Nicomedes llamaban escaños. En un rincón había cueros de res, zurrones de este mismo material y costales de fique. En otro había azadones, palas y machetes. No había cuadros de santos en el salón principal de la Hondura, y esto se hallaba conforme con el destino del local y con las ideas de los concurrentes, que toda era gente más despreocupada de lo que se pudiera pensar. La sala de don Matías la iba con la reforma en cuanto a la ausencia de los santos. El candelero de la iluminación general de la sala estaba colocado en una tablita fijada   —181→   a la pared, y no obstante la elevación, era muy opaca la luz que daba.

La señora de don Matías era la que servía a la mesa y era la única persona iniciada en el secreto de la fantasma, fuera de los personajes de la sala. Los potajes se servían en platos vidriados, y constaban de tasajo asado y algunas arepas, que también eran asadas. Los licores eran aguardiente y guarapo, servidos en totumas y en una copa de cristal. Doña Nicomedes les puso tenedores a sus convidados, pero se olvidó de los cuchillos, defecto que fue corregido por don Tadeo, el cual sacó un cuchillo cabiblanco de figura de puñal, para dividir la sobrebarriga en secciones federales, según el número de los interesados, la cual había pasado en la forma central de las manos de doña Nicomedes a las de don Tadeo, y por cierto que los socios no se mostraron desdeñosos en presencia de un potaje tan afamado. El guarapo subsanaba la sequedad de los potajes asados; el ají y el aguardiente, la falta de la pimienta y de la mostaza. No eran alegres los dichos de los convidados; por el contrario, mientras más se apuraba la copa, los discursos eran más serios, y a lo último eran espantosos, terribles y exagerados.

-Así, y con este mismo puñal tengo esperanzas de ver cortada la sobrebarriga del cachaco Demóstenes -exclamó don Tadeo al cortar un pedazo de carne que sujetaba con los dientes y la mano izquierda.

-¡Así me beba yo la sangre de todos los oligarcas enemigos de la sociedad baratera! -dijo don Matías apurando una copa llena de aguardiente de anís.

-¡Así desaparezca la riqueza de todos los señores dueños de tierras! -dijo el arrendatario Juan de la Cruz, escurriendo hasta la zupia de una totuma de guarapo   —182→   fuerte, y añadió después: (con excepción de mi patrón don Matías).

Por este estilo brindaron todos los socios, y ya que la cena estuvo terminada, siguieron conversando de los negocios generales de la política y de los particulares de don Tadeo, con las cabezas un poco calientes.

-Dígame, compadre Matías, ¿qué hay de oligarcas de las haciendas, que me han dicho que están hechos el diablo?

-Se han conjurado contra el pueblo descalzo, han celebrado una junta secreta en el Retiro, y de allí dimanó la caída de usted y de todo nuestro partido, lo cual no sabía usted cuando se fue para Ambalema.

-¡Pobres de los descalzos! -exclamó don Tadeo.

-El cura también asistió.

-¿El cura? Pues ahora sabrá el cura Jiménez lo que es la persecución, pues antes no había querido yo meterme con él.

-Sin embargo, yo sé que no habló sino unas pocas palabras contra don Demóstenes, para defender su iglesia.

-Pero asistió a una junta política, y esto es lo bastante: que preste ahora paciencia el oligarca de la sacristía, que lo primero que voy a hacer es a decirles a los estancieros que no le paguen la primicia, ni las demás socaliñas que llaman derechos. Sí, mis caballeros, que preste paciencia el monigote Jiménez.

-Nos vendrá otro peor a sacarnos el sol del cuerpo con los derechos.

-Que no venga ninguno, que los plátanos, y las cañas se producen muy bien sin el abono de las bendiciones, y la gente vive y se muere lo mismo con responsos, misas cantadas y fiestas que sin nada de eso.

  —183→  

-Compadre, usted no estaba tan ilustrado cuando se fue para los pueblos del Magdalena.

-Pero ¿qué quiere usted? ¿Cepo, cárcel y matar gusanos es poca cosa?¡Todos me la van a pagar! Todos los que han contribuido para mis males. A fuego y sangre los voy a atacar a todos. ¿Le parece a usted mecha estar dos días en el cepo de Ambalema? ¿Y aguantando esa clase de condenados, que son peores que los esbirros, los jueces y todos los agentes de la policía? Es que usted todavía no sabe todo el fuego que arde aquí dentro de mis entrañas. Es que usted no sabe que yo he venido a meterme de ermitaño, sólo por el gusto de vengarme. Es que usted no sabe que me sueño viendo arder los trapiches, viendo patalear entre su misma sangre a los dueños de tierras, viendo morir envenenados sus ganados y sus mulas con barbasco y acuápar. Yo le explicaré todos mis planes a mi compadre Matías. Ahora, dígame, ¿qué más cosas nuevas hay por aquí? El cachaco ¿qué hace en la parroquia?

-Matando pajaritos y enamorando a las estancieras.

-Eso sí, porque es muy decidido por el bien de las proletarias. ¿Y Manuela?

-Engreída con la protección del cachaco. Lo llama su libertador.

-Y queriéndose casar con ese zoquete de Dámaso. Que la liberte el forajido de la venganza que le tengo jurada. ¿Y el camandulero de don Eloy?

-Haciendo plata por todos cuatro costados.

-¿Y para qué? ¡Para darse vida de peón! Para eso yo también tengo lo bastante. Ojalá que estalle aprisa la revolución, que lo hemos de quitar hasta las mulas viejas de la carguería y los fondos de cocinar la miel.

-¿Y el oligarca de la Minerva?

  —184→  

-Hablando de protección, de libertad, de tolerancia y haciendo plata con la sangre de los arrendatarios. Ya les aumentó los arrendamientos, y al que no asiste al trabajo, le manda dar una paliza o le manda arrancar de su tierra los estantillos de su choza, o las matas de maíz, que es lo único que el arrendatario siembra, porque la caña no la tolera don Leocadio.

-¿Y qué más ha habido por los castillos feudales, como llama don Demóstenes las casas de los trapiches?

-A don Cosme se le ardió un peón en un fondo, se fue a que lo curara de limosna una arrendataria.

-Cero y van tres. El otro murió a los siete días. Pero no se pone remedio ninguno. No se pone una reja para que no se arrimen todos; no se hace un piso sólido y seco, sino que se mantiene un lavadero pendiente y húmedo, por ahorrar unas pocas pesetas. Pero eso sí: se habla de la protección a los proletarios hasta enternecer a los oyentes. Y bien, ¿qué tal estuvieron las fiestas?

-No sirvieron para maldita la cosa. Ya usted ve, nuestro partido no puede respirar. Por ahí estuvieron los cachacos tratando de divertirse con las hijas del pueblo, porque las hijas de los oligarcas se estaban dando más tono que si hubieran sido las hijas de los duques de España. El viejo Eloy se emborrachó con todos sus escrúpulos de camandulero. Yo le contaré despacio. A Rosa de Malabrigo se la llevó el diablo, de resultas de las fiestas y del San Juan.

-¡Que perezcan todos los que han ayudado a quitarnos el mando de la parroquia! ¡Que se los lleve a todos el diablo!

-Ahora encuentra usted de empleados de la parroquia a los oligarcas de las haciendas.

  —185→  

-¡Así duren mis trabajos! Usted verá que ellos aflojan y reniegan de la patria y de los destinos, así que se perjudiquen en la venta de la miel. La vieja Patrocinio les dará la comida de balde, con tal que le echen flores a la hija. ¿Qué más se quieren los ricos que el tener auxilios de los pobres para hacer la guerra a los pobres? Porque la sociedad no es otra cosa que la guerra eterna de los ricos contra los pobres. En todas las transacciones el rico es el que le da la ley al pobre: en las compras y ventas, en los arriendos, en las obras de manos, en las demandas, en los jornales y hasta en los amores. La esclavitud rigurosa tuvo su origen en la torpeza, la debilidad o la miseria de los hombres. La deferencia actual de los descalzos a los calzados, o de los ignorantes a los que saben leer y escribir, no es otra cosa que la sumisión del vencido en la guerra general de ricos y pobres. La guerra de manuelistas y tadeístas no es otra cosa que la guerra de ricos y pobres, porque los hacendados me hacen la guerra a mí que soy el defensor de los derechos del pueblo descalzo. De manera que los pobres que regalan sus cosas a los ricos y que les sirven de balde, no hacen otra cosa que dar armas contra sí mismos, y por eso dice el dicho, que no hay peor cuña que la del mismo palo. La vieja Patrocinio cebándoles el rabo a los puercos gordos de las haciendas, no hace otra cosa que dar fuego contra los pobres.

-¡Corriente! -dijeron los amigos de don Tadeo.

-Es la pura verdad -añadió el arrendatario Cruz.

-Ahora diganos, mi compadre, ¿cómo pudo salirse de la cárcel? -preguntó don Matías Urquijo después de haberse tomado un trago.

  —186→  

-Primero les diré cómo entré, porque todas las cosas tienen su derecho -dijo don Tadeo.

-Bueno, compadre; díganos cómo entró.

-Han de saber ustedes -dijo don Tadeo-, que después que yo llegué a Ambalema, se presentó también Manuela con el querido, a pesar de su buena fama de honrada y, ardido como estaba yo de haberme visto en la cárcel de esta parroquia por ella y su abogado, y sabiendo que llevaba una buena mula, que era mejor bocado que la parroquiana, me puse en obra y compuse requisitorias y un poder y me presenté a los juzgados por medio de un apoderado, para que me entregasen la mula y me les pusieran la mano a los prófugos, los cuales no supieron las novedades de la parroquia hasta después de llegar a Ambalema, porque habían estado en la montaña seguramente; tampoco sabían que yo había llegado a la ciudad, porque me estuve escondido. Se siguió la demanda, y aunque Manuela tuvo defensores, porque nunca faltan protectores para la humanidad bella y encantadora, la demanda se hubiera sentenciado en mi favor, si no se hubiera entrometido una mano que me trastornó todo el negocio. ¿Quién les parece a ustedes que fue una persona que echó por tierra la sentencia y que me sepultó en la cárcel, a mí, que he jugado con la Recopilación granadina desde ahora cuatro años ha?

-Sería algún señor feudal, dueño de medio Mundo de tierras.

-¡No, señor! -dijo don Tadeo con sonrisa diabólica.

-Sería algún jesuita de casaca.

-¡Nada!

-Sería alguna perillana por celos -dijo don Atanasio-, porque don Tadeo no se deja de esas vagabunderías   —187→   a pesar de los cincuenta y cinco que tiene encima.

-¡Nada de eso! Y no sé cuál de los que me oyen se habrá dejado de la idea de introducírsele a las muchachas y de aprovechar la buena acogida que le brinden, y de satisfacer sus caprichos por alguno de los medios que aconsejen las circunstancias. Nada; ustedes no me adivinan quién me metió a la cárcel, y es una persona más conocida que el paraguay, que la malva y el chilinchile; una persona nativa de este distrito.

-Díganos pronto -dijo don Pascualito.

-La Angarilla, del Retiro.

-¿La Angarilla? -dijo don Matías-, ¡ese montón de mugre! ¡Ese descrédito de los trapiches!

-La Angarilla, compadre; pero han de saber ustedes que allá está de zapatos, panderetas y traje de muselina, y que no le faltan aduladores de menos de cincuenta y cinco años. Pero en fin, vamos al asunto, que ya cantan los gallos. Había probado yo completamente que era el apoderado, para hacerme cargo de Manuela y de la mula, y la sentencia, estaba redactada en mi favor, cuando se apareció la Angarilla a presentar la misma carta que usted me mandó con el viejo Elías, la cual cayó en manos de unos bandidos y pasó a las de esa grandísima vagabunda; como esto hubiese dilatado la sentencia, hubo tiempo para que llegasen las verdaderas requisitorias de los hacendados, con lo que hubo lo bastante para que me sembrasen en la cárcel y dos días en el cepo, porque les cité a los escribas y fariseos de Ambalema dos o tres artículos de la Recopilación granadina y les eché una que otra indirecta. ¡Es un infierno la cárcel en semejante temperamento! Creo que si llega a entrar un radical en la   —188→   cárcel de Ambalema, no vuelve a escribir ni a hablar de las cárceles de los siglos medios; y a todo esto sin tener otro amigo que Juan Acero, que cayó preso conmigo, el cual siquiera me consolaba con la historia de todas sus peleas. ¡Qué hambres y fatigas las que yo pasaba en esa maldita cárcel! ¡Pero a mí me la pagan todos los manuelistas, como saber que hay Dios en los cielos! ¡Qué buen amigo es Juan Acero! Yo se lo recomiendo a todos ustedes.

-¿Y él?

-No volví a saber más de él desde la noche que nos salimos de la cárcel. Tiene Juan Acero una voluntad incontrastable, una voluntad de hierro, un alma estoica y una rectitud de espíritu, que lo hacen el mejor de los caballeros. Dios quiera que no haya muerto, porque nos va a hacer mucha falta.

-Buen muchacho -dijo don Atanasio-; el mejor garrote que he conocido en toda mi vida.

-Pero ya es tiempo de que mi compadre nos diga cómo salió de la cárcel.

-Fue una de esas casualidades que suceden en Ambalema.

-¿Cuáles, compadre?

-Los incendios. Un incendio me libertó a mí y a otros muchos buenos cristianos que estaban sufriendo como yo las persecuciones de la justicia. Eran las nueve de la noche y sonó en la plaza un grito diciendo: «¡Que se quema Ambalema!» Más de la mitad de las casas de Ambalema son de paja y esa paja es la hoja de una palma llamada guayacana, la cual arde en los veranos como pólvora, si se le arrima una chispa. En otros pueblos son los empajes de palma de cuesco, y es tanta la rapidez con que arden estos techos, que ha   —189→   habido pueblo que en ocho minutos esté hecho cenizas. En Ambalema se sobrecoge la población de tal modo al oír la palabra ¡fuego! que no hay palabras cómo explicarlo. «¡Se quema la cárcel!» gritaba una peona de los caneyes. «¡Agua! ¡Escaleras! ¡Herramientas!» gritaban los comerciantes.

-¿Y qué hacía usted a todas esas? -preguntó don Pascualito.

-Maldecir y renegar, porque no podíamos cebar la puerta al suelo.

-¡Qué desesperación! -dijo don Atanasio, lleno de espanto.

-Por fin cayó la puerta -continuó don Tadeo-, y al salir nos dispersamos por entre la gente. - «¡Se salieron los presos!» gritó el alcaide. - «¡Los presos quemaron la cárcel!» decían en la mitad de la plaza. No tardaron en rodearnos a Juan Acero y a mí unos cuantos aduladores de los magnates; pero el denodado Juan se abrió campo con un palo de leña, y yo me escabullí por entre la gente, que no estaba, por cierto, para reparar en los presos. Tomé calle arriba, viendo las carreras y oyendo los lamentos; porque la hija buscaba a la madre, el padre de familia preguntaba por sus hijos, el marido llamaba a la esposa, la madre corría a retirar del peligro a una criatura de pechos; todo esto con lágrimas y carreras, y con una desesperación que ustedes no se pueden figurar. Yo me detuve en la mitad de la loma, un poco más abajo de una estancia que llaman el Castillo, y me senté sobre una piedra a ver en lo que paraba todo, porque desde allí se veía la ciudad. Estaba muy obscura la noche y las nubes mezcladas con el humo formaban un cielo colorado que se tocaba con las casas que ardían. Los   —190→   enmaderados y la paja traqueaban al arder como la quema de una roza a fines de septiembre; los lamentos de toda la población se unían al latido de los perros, para enloquecer más a los que pensaban en la salvación de la ciudad.

-¿No le daba miedo?

-Les digo a ustedes la verdad, que después de dos días de cepo y ocho de cárcel ha de ser un animal el que no se alegre de ver arder los calabozos en que estaba encerrado, hallándose a una buena distancia para no quemarse. Lo que tenía era que la candela estaba invadiendo de para arriba la manzana colateral de la plaza, donde estaban las principales tiendas, y ya sonaban las damezanas y los barriles de pólvora; pero esa no era la manzana en que vivían los pobres, sino el depósito de la riqueza ganada a los pobres en el comercio. Ya ardía toda la manzana, y la imaginación me hizo anticipar el gusto que yo debo tener al ver arder los trapiches de los hacendados que me han perseguido; porque ese cuento de «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» no es sino para las viejas camanduleras.

-Tiene mucha razón -exclamó don Pascual.

Ya se disminuía el fuego -continuó don Tadeo-, porque las peonas se atarearon a cargar agua del río y los peones a desempajar casas a toda carrera; los pobres, porque yo supe después que no hubo gente rica, cargando múcuras de agua y desempajando casas. ¡Cuándo los ricos se ensucian las manos habiendo pueblo que trabaje para ellos de balde! Por último, se apagó el incendio y se obscureció otra vez el lugar, y el Magdalena ya no reflejaba las llamaradas que subían hasta las nubes unos minutos antes. El alboroto   —191→   se había apaciguado, y pude oír con detención y claridad las voces de algunas gentes que clamaban porque se castigase a los presos. Yo, que sabía lo que es el cepo de Ambalema, cogí camino para el caney del Tachuelo, me disfracé de antioqueño, de acuerdo con el dueño, y admití el destino de matar gusanos, que es el alfabeto del cosechero.

-¡Pobre mí compadre! -dijo don Atanasio.

-«Matar gusanos al rayo del sol, porque yo no sabía ensartar hojas, ni coger, ni colgar, ni formar atados, que era lo que se practicaba en el caney, que estaba lleno de hojas ensartadas, colgadas en hilos de fique.

»La sección de despulgadores se componía de tres muchachos muy malcriados, dos mozas sumamente conversadoras y un cosechero burlón y muy engreído de su ciencia. Ninguno cabía que en mi tierra era yo el que movía las teclas por medio de la Recopilación granadina, ni yo podía revelar este secreto, y siendo mi destino el de A y B en el alfabeto del caney, aquella canalla me trataba como tratan en los trapiches a los chinos que barren las caballerizas. Una de las mozas no era maleja y ya me comenzaba a mirar; pero el cosechero me hizo su primera amonestación de esta manera:

»-Mire, ñor mosca, que los gusanos no están en la cara de Nicasia. Espulgue bien el tabaco o lárguese para los infiernos.

»Todos me hacían burla, hasta la Nicasia; por otra parte, el peto sin sal, el arroz y el cuchuco de maíz no era de lo más gustoso, y resolví volver a espulgar los bolsillos con la Recopilación granadina en lugar de las hojas del tabaco sirviéndoles de diversión a los   —192→   muchachos, a las mozas y al director de la sección. Me vine para este lado, cada día más persuadido de la verdad del adagio que dice: 'Cada gallo en su gallinero es rey'».

-Es la verdad, compadre; lo que tiene es que el gallinero tiene un gallo nuevo.

-Pronto lo verá usted pidiendo cacao.

Era muy tarde; don Matías convidó a su compadre a que entrase a la alcoba y se acostase en la cama de las dos hijas, que estaba desocupada, quedándose los otros señores en las barbacoas de la sala; pero don Matías y su compadre entablaron nueva conversación luego que doña Nicomedes estuvo dormida.

-Ha de saber mi compadre Matías, que yo vengo con el proyecto de meterme a ermitaño en las montañas de Santa Tecla y de la Hondura, para gobernar la parroquia por debajo de cuerda, y para vengarme de Manuela y de todos los oligarcas de las haciendas, porque lo que he sufrido no es cosa que se puede olvidar, aunque lo predique el cura Jiménez; y el cura tampoco me la va a penar. Un cura metido en la política de la parroquia es como si una mujer se metiese a leer la Recopilación granadina, y peor todavía. Si Jiménez quisiera seguir la política mía, la política de mi partido, la política que desecha a los curas, entonces se quedaría como estaba; pero como no ha de suceder esto, pronto lo haré salir de la parroquia, sumariado como un criminal, que también los hay de corona.

-Compadre, no vaya usted a caer en alguna trampa de que no lo pueda sacar ni el diablo. Mire que la suerte se nos ha puesto un poco de punta. Yo mandé unas mulitas por allá del otro lado de Río grande, y un alcalde me las ha embargado, porque no hicieron   —193→   los agentes lo que les mandé. Ahora seis días, le di una paliza al peón más entendido en los escondrijos de las mulas y en los negocios de mis corresponsales, y temo las diabluras que me haga.

-Mal hecho compadre, esa paliza nos puede costar muy caro.

-¿Pero qué quiere usted? Me tenía inquieta una de mis hijas, y yo no soy tan partidario de la igualdad para mirar con frialdad y calma que un miserable me estuviera igualando a una de mis hijas con la turba de peonas mugrientas, aunque yo le favorecí a él una hermana; pero eso es muy diferente, porque yo tengo plata con que responder en todo caso.

-Sin embargo de todo, yo vengo a gobernar la parroquia por debajo de cuerda, y a vengarme a fuego y sangre de todos los hacendados.

-Eso hay que pensarlo, compadre.

-Lo tengo muy pensado. En los cuatro días de mi viaje tuve tiempo para examinar mis proyectos, y veo que no hay obstáculo ni riesgo.

-Pues quién sabe, compadre.

-¿Pero qué? ¿Los hacendados, no hacen lo que se les da la gana? ¿Don Leocadio desde su castillo feudal, como dice don Demóstenes, no gobierna con sus leyes propias doscientos arrendatarios que no obedecen a las autoridades sin tomar su parecer? ¿No defiende a los criminales y reos prófugos, porque este servicio le cuesta menos que el servicio de los hombres libres? ¿No se excusa don Leocadio del servicio público que imponen las leyes, y de los servicios privados de caminos y puentes? ¿No les prohíbe a sus arrendatarios que cumplan con el servicio personal de los caminos, por tener el gusto de que los pobres de otros   —194→   sitios o partidos hagan camino para él y para sus mulas? ¿No sentencia y castiga como señor feudal? ¿Y qué le sucede a don Leocadio? ¿Qué les sucede a todos los que hacen su gusto atropellando leyes y autoridades? ¿Quién los acusa? ¿Quién los castiga? Los majaderos, los sumisos, los santos son los que la llevan perdida, o diremos más bien, los zoquetes. ¿Los intereses de los escrupulosos no van a dar a las manos de los hombres vivos y de empresa y que no se paran en pelillos? ¿Qué vamos a hacer, si esto no es sino el efecto de una constitución acomodaticia, de una legislación floja y de una política que santifica la impunidad de los delitos? ¿Qué se hace en este caso?, ¿ser víctima de los atrevidos, o ser atrevido con los atrevidos?

-Pero atienda, compadre, que las leyes de la Nueva Granada son de tira y afloja. ¿No se acuerda que a Simona y María las sembró usted en la reclusión por unas voces que tuvieron con la niña Cecilia, y que los huesos del viejo quedaron sembrados allá en el monte de Tena?

-¿Y qué?

-¿Y qué? Que usted se puede perder si los señores oligarcas toman la Recopilación granadina por el lado que no tiene espinas.

-¿Y qué? -volvió a decir don Tadeo con enfado.

-Que lo acusan a usted por cualquiera de sus chanzas y lo meten a la cárcel y lo echan al presidio.

-Es cierto que las cosas se deben pensar por todos sus cuatro costados. Tal vez me encuentran por querer imitar la quema de Ambalema; tal vez me pillan cosiendo a puñaladas al viejo Blas en el Retiro, y quizá no puedo deshacer los cargos de los testigos, que es lo   —195→   más arduo que me puede suceder. Pero todo esto ¿qué significa en un país dividido en partidos políticos, que arrancan a los reos de los patíbulos, o de los presidios o de las cárceles por hacerse a partidarios? ¿En un país que después de una revolución, abre las puertas de las cárceles y abriría las de las penitenciarias, si las hubiera? Y siendo así, como lo es afortunada mente, ¿qué es lo que me puede suceder?

-Pues usted lo vea, compadre; es usted malicioso y sabe caer de pies como los gatos; pero también dice el dicho que tanto va el cántaro al agua hasta que se lo lleva el diablo.

Lo tengo muy pensado. Me meto a ermitaño y gobierno la parroquia desde los montes. Cuento con el auxilio de usted y del hermano Anastasio, de la señora Sinforiana y de don Pascualito: eso sí, que nadie más lo sepa. Mañana va usted y me trae a Cecilia y la Recopilación granadina, y me le dice al juez 2.º que si no la va conmigo, le rebullo la causa que tiene pendiente, y que se lo llevan los diablos. Tráigame papel común y sellado, tinta, plumas y una navaja. Y no hay que andar con lástimas con nadie, ni hay que pararse en pelillos para nada; que arda una que otra ramada, que se marche al infierno uno que otro de los que nos hacen estorbo, que se largue el cura Jiménez a rezar novenas a Bogotá; nada nos detenga en nuestros proyectos. Aprovechemos la anarquía general de la República, mientras viene el día en que sea gobernada por leyes fuertes.

-De veras, compadre, que los escrupulosos son los que se friegan.

Lo que usted no nos dijo, fue quien le pegó fuego a la cárcel de Ambalema.

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-A ver que esto no ha de salir de nosotros, y mi comadre está dormida. Fue Juan Acero con una pajuela que yo tenía en mi cartera y subiéndose sobre mis hombros. Lástima de Juan Acero que se haya ido a Santana, o a Antioquía, o quien sabe adónde, y que vayan por allá y lo maten en alguna pelea; porque Juan Acero no es de los que repara en jueces, ni en Dios, ni en lágrimas de niñas inocentes, ni en tropa armada, ni en escrúpulos de ningún género: es un muchacho excelente.

A este tiempo latieron los perros, y asomándose don Matías por una ventanilla, dijo:

-¡Con todos los diablos, que nos han rodeado la casa!

Y saliendo por la puerta secreta, logró descender a la quebrada y escapar.

Era ciertamente una partida de tropa armada, que rodeó todas las casas y las ramadas; fueron apresados dos peones del trapiche, don Atanasio, ñor Cruz y el corresponsal de Sogamoso. Don Pascual hizo notar al jefe de la partida que él era una persona muy conocida por su honradez y fue puesto en libertad. Parte de la tropa entró a registrar toda la casa, y tomó todos los papeles que estaban en el cajón, mas no el dinero que había.

Don Tadeo salió con su traje de mujer al lado de la señora Nicomedes, y tomando una senda conocida, se internó en los bosques de la Hondura, en donde comenzó a poner en ejecución sus planes. Allí fue en donde lo halló don Demóstenes, con motivo de la cacería de cafuches.

La novedad era grande por cierto. Se consumaba la destrucción de la sociedad baratera.

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El peón que se fugó de la Hondura reveló a los hacendados varios secretos muy importantes; y ellos y don Demóstenes pusieron un posta al gobernador de Bogotá, y éste mandó a la cabecera del cantón tropa armada y un visitador fiscal, el cual se impuso de algunas causas que existían en los archivos, que versaban sobre la sociedad baratera, que otros llamaban sociedad cuatrera, y procedió a embargar las mulas de varias estancias y trapiches, y a prender a algunos individuos contra los cuales había quejas repetidas. De manera que en una misma noche cayó la fuerza armada sobre varias estancias, y en el día o noche de que hablamos se recogieron en la corraleja de la Hondura las mulas de sus potreros y las de varios otros parajes, y de allí fueron conducidas a la cabecera del cantón.

Varios individuos fueron reducidos a prisión y otros se ocultaron o se retiraron a otros distritos.

En consecuencia de estos hechos, se fijaron avisos, y concurrieron de provincias muy distantes y de las limítrofes a buscar mulas que se habían perdido en distintos lugares, y en efecto se hallaron algunas. De este modo terminó el susurro de treinta años que había contra varias estancias y trapiches del cantón de que estamos hablando.