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Los partidos políticos durante el Gobierno de Salvador Allende: un intento introductorio de historización

Luis Corvalán Márquez



     En este trabajo procuro sintetizar un esfuerzo introductorio de historización del comportamiento de algunos partidos políticos durante el gobierno de Salvador Allende.

     Sociólogos y cientistas políticos se han referido a las falencias del sistema de partidos existente hasta 1973, viendo en ellos una de las causas del derrumbe institucional de este año. Han hecho también diversas apreciaciones sobre las diferencias de estrategia existentes entre unos y otros y su relación con dicho derrumbe (102). Pero una historización propiamente dicha del comportamiento de cada colectividad es algo que, en rigor, está todavía pendiente. Tal es el ámbito en el que, en forma preliminar, este artículo incursiona.

     El esfuerzo por reconstruir el comportamiento de los partidos políticos para el lapso señalado lo abordo, sin embargo, paralelamente a una tesis determinada, que podría resumirse así. En los dos bloques antagónicos en que terminó dividiéndose el campo político durante el gobierno de la UP (oposición y gobierno) hubo partidos que se caracterizaron por una concepción y una práctica política gradualista e institucional y otros evidenciaron una concepción y una práctica rupturista.

     Entenderé por concepciones gradualistas e institucionales a aquellas que buscaban mantener el marco institucional de los conflictos respetando, por tanto, sus normas, aunque fuese con el fin de modificar dicho marco desde su interior y llevar a cabo un cambio social general. Entenderé por concepciones rupturistas a aquellas que tendían a deslegitimar el marco institucional de los crecientes conflictos políticos y sociales y que buscaban imponer sus proyectos mediante desenlaces integrales, lo que, en fin, suponía de una u otra forma, la ruptura del orden institucional, sea por la vía de un golpe de Estado, una revolución armada y otros medios análogos.

     Postularé que los partidos gradualistas e institucionales eran esencialmente el PDC, con su tesis sobre el orden institucional como el único marco legítimo para operar cambios estructurales; y el comunista, con su concepción sobre la vía pacífica y electoral para acceder gradualmente al socialismo a través de una serie de fases intermedias (103). [146]

     Sostendré que entre las colectividades rupturistas figuraban el Partido Socialista y el MIR, quienes desde los sesenta explícitamente pasaron a reivindicar la luchar armada y la ruptura de la «institucionalidad burguesa» como medio para avanzar hacia el socialismo. También el Partido Nacional el que, entre 1970 y 1973 buscó por todos los medios crear condiciones de ingobernabilidad en el país que obligaran a una intervención de las FFAA.

     Para argumentar esta tesis procederé a historizar el comportamiento de los dos partidos ejes de cada bloque, es decir, el Nacional y el Democratacristiano, por un lado, y el Socialista y el Comunista por el otro.

     Como corolario, visualizaré el derrumbe institucional del 11 de septiembre desde este esquema de comportamiento de los partidos.

     En relación a dicho derrumbe existe cierto consenso en que fue el resultado de una polarización inédita de los conflictos políticos en el país. Sin embargo, al momento de definir los factores de dicha polarización emergen los matices y discrepancias. Alejandro Foxley sostiene que dicha polarización, y el subsecuente derrumbe institucional, fue el producto de la existencia de proyectos globales cerrados y excluyentes, incapaces de dialogar y llegar a acuerdos (104). Tomás Moulian, entre otros factores, subraya que la crisis estatal fue el producto de la imposibilidad de construir una alianza entre la izquierda y el centro, que sumara a las clases medias. La imposibilidad de tal alianza entre 1970 y 1973, según Moulian se debió, en lo esencial a que «la estrategia de cambio utilizada por la Unidad Popular significaba quebrar la forma tradicional de la política de compromiso, cuyo principal espacio de negociación era el parlamento» (105). Contra ello habrían reaccionado las clases medias, en torno a las cuales, por lo demás, se habían verificado hasta entonces las alianzas que daban estabilidad al sistema político (106). Arturo Valenzuela afirma que la extrema polarización que dio lugar al quiebre de la democracia se debió al «fracaso en estructurar un centro político viable en una sociedad altamente polarizada con fuertes tendencias centrífugas» (107). Otras hermenéuticas, como las de Mario Góngora (108) y Gonzalo Vial (109), visualizan el derrumbe del 11 de septiembre como la culminación de un largo proceso de decadencia de la nacionalidad cuya única forma de reversión habría consistido en una inevitable intervención militar.

     Por mi parte, la historización del comportamiento de los partidos durante 1970-1973, me lleva a pensar que la inédita polarización de los conflictos políticos que abrió paso al derrumbe institucional fue sobre todo el resultado de: 1) la gran habilidad táctica del sector rupturista de la oposición, es decir, del PN, el que, por razones [147] que escapan a los alcances de este artículo, persistentemente orientó a las fuerzas sociales en las que tenía influencia en una perspectiva desestabilizadora, intentado, a la par, sumar para ella, no sin éxito, al conjunto de la oposición (110); 2) el considerable peso que, a su vez, las fuerzas rupturistas alcanzaron en la izquierda (en el llamado «polo revolucionario»), las que, al igual que la derecha, impulsaban una política que contribuía a deslegitimar el marco institucional de los conflictos, negándose, a la par, a toda solución de compromiso, con lo cual, por lo demás, se impedía toda expansión de la UP hacia el centro; y 3) la inexistencia, -en el marco de un sistema de partidos de «pluralismo polarizado»- de un centro pragmático capaz de dar, a través de un acuerdo moderado con el gobierno, una contribución significativa a la despolarización del escenario político. En su lugar existía un centro ideologizado y con fuerte vocación de poder: el PDC. Este, pese a que aspiraba a conseguir sus metas sin romper el marco institucional, en razón de sus características, terminó más bien contribuyendo a la polarización del escenario nacional (111).

     A mi juicio, al terminar teniendo más peso la lógica de los partidos rupturistas en el cuadro político, y al no existir un centro pragmático capaz de materializar un acuerdo estabilizador con el gobierno -cuestión que permanentemente persiguió el presidente Allende y la izquierda gradualista- se dio paso a la deslegitimación del marco institucional de los conflictos. Se generaron así las condiciones para un desenlace catastrófico, con victorias y derrotas totales, con la consiguiente liquidación no sólo del régimen democrático, sino también del llamado «estado de compromiso» instaurado en los treinta. Eso fue lo que finalmente vino a significar el 11 de septiembre.

     Tales son las tesis que, por tanto, presiden este intento, preliminar y esquemático, de historización del comportamiento de los partidos para el lapso 1970-1973. Para dichos efectos procederemos a distinguir para cada uno de los cuatro partidos elegidos, ciertas fases a través de las cuales se materializaron sus prácticas y racionalizaciones.



     GRADUALISMO Y RUPTURISMO EN LOS PARTIDOS DEL BLOQUE OPOSITOR

     El Rupturismo del PN

     Durante el gobierno de Salvador Allende, el PN se caracterizó por transitar rápidamente desde ciertas concepciones proto-rupturistas insinuadas durante los sesenta hacia un rupturismo abierto. Dicho rupturismo se materializó a través de las siguientes fases.

     Primera fase: 4 de septiembre - 4 de noviembre de 1970. Durante este lapso la derecha se esforzó por evitar el ascenso de Salvador Allende a la presidencia. Al [148] respecto intentó una alianza con la DC para que se eligiera a Jorge Alessandri en el Congreso Pleno, quien renunciaría y daría paso a nuevos comicios donde la derecha apoyaría a la DC. Esta opción fracasó. Paralelamente grupos de extrema derecha intentaron un golpe de Estado, para lo cual trataron de raptar al Comandante en Jefe del Ejército, quien, al resistir fue muerto por sus raptores. Por tanto, la maniobra se frustró. Salvador Allende asumió la presidencia.

     Segunda fase; desde el 4 de noviembre de 1970 al 6 de junio de 1971. Esta fase se caracteriza por los esfuerzos del PN en orden a mantenerse como actor relevante del cuadro político, evitar su aislamiento y levantar una iniciativa permanente contra el gobierno. En relación a esto último el PN inauguró una táctica orientada a impedir que el Ejecutivo funcionara normalmente, cuestión que debía lograrse mediante sistemáticas acusaciones constitucionales contra los ministros. Se esforzó también por introducir ciertos temores entre la clase media, lo que al final conducirá a que determinados sectores de la sociedad desarrollen respuestas reflejas frente al gobierno. Al mismo tiempo, el PN intentó sellar ciertas alianzas con el PDC, que por el momento fracasaron sucesivamente. De otra parte, se jugó por obtener buenos resultados en las elecciones municipales de abril de 1971.

     Cuando perfilándose como un oposición «firme» el PN logró un 18.5% en los comicios municipales, había conseguido su meta de consagrarse como un actor relevante que, en consecuencia, podía diseñar acciones de perspectiva mayor. A ello se abocó el Consejo General de Osorno, celebrado los días 6 y 7 de junio de 1971.

     Tercera fase: desde el 6 de junio de 1971 a marzo de 1972. El Consejo General de Osorno de hecho constituyó un paso sistemático y deliberado del PN desde el proto rupturismo de los sesenta hacia un rupturismo claro. En función de ello llevó a cabo una importante redefinición ideológica. La colectividad, en efecto, en dicho evento resolvió «afirmar una concepción nacionalista» (112), apta para agrupar a los más amplios estratos medios y del pequeño empresariado en una lucha frontal y desestabilizante contra el gobierno. Una definición nacionalista como la asumida era funcional a ese propósito en virtud de que permitía polarizaciones mayores («la patria versus el comunismo internacional») y, por tanto, deslegitimaciones totales del adversario, además de un enardecimiento considerable de los estratos sociales a movilizar. El Consejo General de Osorno resolvió que el PN llevaría a cabo una «oposición integral», es decir, en todos los planos, tanto dentro del aparato estatal como en la sociedad civil. Este planteamiento suponía conseguir: a) la unidad de la oposición y estructurar el cuadro político en dos bloques que no negocian entre sí; b) establecer una vinculación orgánica entre el bloque opositor y los gremios movilizados en una perspectiva desestabilizadora, y; c) la hegemonía del PN sobre el PDC.

     Desde junio de 1971 en adelante el PN logró impulsar movilizaciones gremiales contra el gobierno y desarrollar acciones tácticas con la DC, impactada por el asesinato de Pérez Zujovic. Incluso apoyó a este partido en distintos eventos electorales. Luego dio pasos más radicales orientados a la deslegitimación del gobierno. Así, a comienzos de septiembre el PN acusó al Ejecutivo de «abrir camino a la penetración soviética en América Latina (113). [149]

     La DC, sin embargo, no se dejaba cooptar para una política tan confrontacional. El PN, en esos casos, respondía intentando hacerle pagar por ello un creciente costo político ante la base social opositora, presentándola como un partido débil, ingenuo y sucesivamente engañado por el «marxismo».

     Bajo la política descrita, en noviembre el PN apoyó la convocatoria a una marcha de mujeres a propósito del desabastecimiento que ya empezaba a insinuarse. La marcha, llamada luego de las «cacerolas vacías», dio lugar a acciones de grupos paramilitares, los que durante dos días atentaron contra locales de partidos de gobierno y coparon una serie de calles en los barrios acomodados. Luego de realizada la marcha, el PN explicitó su voluntad de apoyar otras (114). En diciembre, pues, se empezaba a evidenciar con claridad las metas desestabilizadoras de esta colectividad. El paso político desde proto--rupturismo al rupturismo tenía ahora claramente su traducción al terreno práctico.

     En enero de 1972, mediante pactos de omisión, los opositores unidos derrotaron al gobierno en dos elecciones complementarias. En febrero la oposición unida logró que el Congreso aprobara el proyecto de Hamilton Fuentealba, que impedía al gobierno pasar empresas al Área de Propiedad Social sin el acuerdo previo del Parlamento. La Unidad Popular retrocedía claramente. Así se llegó a marzo de 1972.

     Cuarta fase: marzo-octubre de 1972. Habiendo logrado ya pasar a la ofensiva y arrastrar a la DC a algunas acciones importantes, el PN, en esta fase, empezó a reflexionar sobre el desenlace definitivo del conflicto. En virtud de ello su rupturismo se hará cada vez más evidente. En marzo de 1972 planteó de un modo elíptico el problema del desenlace del conflicto político cuando postuló que «el comunismo internacional y sus aliados habían iniciado el asalto al poder» (115). Frente a ello, a juicio del PN, sólo cabía encarar con más energía al gobierno. En virtud de lo mismo fue que -aparte de impulsar movilizaciones sociales cada vez más fuertes- rechazó los diálogos que, a fin de distensionar el cuadro político, en junio llevó a cabo la DC con el Ejecutivo. El PN consecuente con su política rupturista y con su perspectiva de reflexionar sobre el desenlace definitivo del conflicto, se manifestó contrario a cualquier solución negociada: «no compartimos la teoría de que es necesario negociar ante la amenaza de un enfrentamiento...» pues «por este camino se llega a las peores concesiones y transacciones» (116), señaló.

     Esta tesis de una u otra forma fue ratificada el 24 de junio, cuando en su Consejo de La Serena, el PN explicitó la necesidad de resolver a la brevedad el conflicto político: «el tiempo corre en favor del marxismo», se dijo, por lo que «los demócratas debemos buscar un desenlace rápido antes de que el Congreso sea sólo un edificio decorativo» (117). El 16 de julio, el General (R) Labbé, a nombre del PN, pronunció un discurso por cadena parcial de emisoras, el que giró en torno a dos cuestiones: a) la ilegitimidad del gobierno y el derecho a no prestarle obediencia; y b) los factores del desenlace de la lucha en curso. En relación a esta última cuestión en [150] el discurso se ponderaron tres variables: 1) el apoyo de la sociedad civil a una política rupturista; 2) la posición de las FFAA, y 3) la situación geopolítica del país. La conclusión del análisis fue categórica: «están dados todos los factores para superar la crisis que vivimos e iniciar después de esta experiencia, una nueva etapa de unidad nacional, de progreso y de expansión de la nacionalidad (118).

     En agosto, -luego de que el movimiento de los pequeños y medianos empresarios y comerciantes había generado nuevas expresiones orgánicas, como los comandos multigremiales-, y con posterioridad al fracaso del diálogo entre el gobierno y la DC, el PN logró ensamblar un bloque con este partido en la perspectiva de una ofensiva general. El 21 de dicho mes se produjo el primer paro nacional del comercio contra el gobierno, recibiendo el apoyo activo de todos los gremios empresariales y de muchos profesionales. Apoyado en esa base social movilizada y crecientemente enardecida, al mes siguiente, el 25 de septiembre de 1972, en su Consejo Panimávida, el PN insistió: «el tiempo está corriendo en contra nuestra», «no hay Ejército Rojo que nos pueda invadir y nuestras Fuerzas Armadas jamás se prestarán para ningún tipo de dictadura» (119). Tres días después, en plena consonancia con la temática del desenlace del conflicto colocada en el tapete desde marzo en adelante, el PN planteó el concepto de «Resistencia Civil».

     En consecuencia, a la altura de septiembre de 1972, luego que desde el año anterior se había logrado levantar un fuerte movimiento de un sector de la sociedad civil en contra del gobierno; después que se hubo evidenciado la posibilidad de arrastrar a la DC a determinadas acciones cada vez más radicales, y, en fin; luego de que el PN hubo reflexionado detenidamente sobre un desenlace no negociado del conflicto y ponderado sus variables sociales, políticas, militares y geopolítica, concluyendo en que el cuadro le era favorable, el próximo paso consistirá en lanzar iniciativas conducentes a operar tal desenlace arrastrando a la DC de hecho. Eso fue precisamente lo que se jugó durante el paro de octubre de 1972.

     Quinta fase: octubre de 1972, marzo de 1973. El paro de los gremios opositores, que estalló a comienzos de octubre tenía ciertamente como meta poner fin al gobierno. Y esta meta por primera vez fue explicitada por el PN. En su diseño político, a la acción de la sociedad civil, en particular de los gremios, debía seguir la deposición de Allende por el Congreso, la que debía ser hecha valer por las FFAA. El 28 de ese mes el PN dio a conocer un documento titulado «La Responsabilidad del Congreso en la encrucijada de Chile» donde se explicitaba el señalado diseño político. Allí se interpeló a los militares instándoselos a que no siguieran sosteniendo al gobierno. Al mismo tiempo se afirmó que la definición del conflicto político tendría que venir «en plazo breve, mucho antes de la elección parlamentaria» de marzo de 1973. Polemizando implícitamente con la DC, el documento postuló una solución no meramente «electoralista»: Finalmente pidió al Congreso que depusiera a Allende (120). [151]

     El gabinete con participación de las FFAA que luego formó el Primer Mandatario desarmó la estrategia del PN el que, entonces, se vio obligado a replantear su meta de poner fin al gobierno postergándola para luego de las elecciones parlamentarias de marzo, en las que se esperaba obtener los 2/3 que debían hacer posible la aprobación de una acusación constitucional contra Salvador Allende.

     Sexta fase: marzo septiembre de 1973. En los comicios parlamentarios de marzo la UP obtuvo el 44% de los votos, con lo cual la estrategia de deponer al Presidente mediante una acusación constitucional se desmoronó. Entonces el PN explicitó su convicción de que era necesaria una pronta salida no electoral. «Mientras algunos dirigentes políticos opositores proyectan acciones electorales a largo plazo, los comunistas trabajan con el objetivo inmediato de acumular todo el poder en sus manos» (121), declaró el PN. Al tiempo que volvía a pedir al Congreso que declarara la inhabilidad de Allende.

     En medio de la huelga de El Teniente, las movilizaciones en contra de la ENU y sobre el APS, el 12 de mayo la JN insistió en la necesidad de una estrategia no electoral y que se abocara a «escoger, programar, de inmediato, una estrategia clara y coherente para enfrentar conjuntamente, de una vez por todas, el problema de fondo planteado: la lucha por el poder real». Ello en virtud de que el conflicto había entrado «en la etapa de la definición final» (122). Así el PN nuevamente explicitaba su estrategia rupturista.

     El 17 de junio el PN declaró: «el señor Allende ha dejado de ser el Presidente constitucional de Chile» (123). Ello en virtud de que su mandato estaría viciado por ilegitimidad de ejercicio. El 28 de junio, en inserción pública, declaró que no podía negarse que «la acción de las FFAA ha sido eficaz al impulsar el desarrollo de las naciones en que se han hecho cargo del gobierno» (124). Al día siguiente advino el fallido intento de golpe de Estado conocido como el «Tanquetazo» impulsado por Patria y Libertad.

     Luego del «Tanquetazo» el PN llevó a cabo una ofensiva que resultó siendo la final, la que evidenció los siguientes aspectos: a) permanente, y más o menos velados o explícitos llamados a las FFAA para que intervinieran; b) intentos por caotizar la situación para demostrar que el gobierno no controlaba el país y c) aumento de la presión de los otros poderes del Estado sobre el Ejecutivo. En este marco, ante la solicitud de la Iglesia, la DC entró en el último diálogo con el gobierno, fijado para el 30 de julio. Sin embargo, el día anterior estalló una fuerte ola de atentados terroristas, aparentemente llevados a cabo por Patria y libertad, que incluyeron el asesinato del edecán naval del Presidente Allende, atentados que continuaron hasta septiembre.

     Ante ese cuadro la conclusión del PN fue categórica. En declaración pública señaló: «el gobierno ha sido definitivamente sobrepasado y ya no es capaz de garantizar el orden interno ni los derechos, la seguridad o la vida de las personas». [152] Y en referencia al diálogo que la DC se aprestaba a iniciar, sostuvo que las soluciones requeridas por el país se lograrían «sólo (mediante) la intervención de quienes representan los valores permanentes de la nacionalidad, por encima de las banderías políticas...» (125) lo cual haría «posible crear una nueva institucionalidad...» (126).

     Cuando el Presidente Allende, a comienzo de agosto, logró formar un gabinete con participación de los mandos constitucionalistas de las FFAA, el PN intentó hacer un distingo entre los ministros uniformados y las instituciones armadas. Sostuvo que si los ministros no consultaron a sus respectivas instituciones, ello «significaría un distanciamiento entre los altos mandos y las instituciones mismas» (127).

     En los siguientes diez días se lanzó una ofensiva que se implementó simultáneamente en tres planos: a) a través de distintas acciones, se aisló a los altos mandos constitucionalistas del Ejército, que de hecho estaban siendo uno de los obstáculos principales para un desenlace rupturista (22 de agosto), lo que culminó con la renuncia de los generales Prats, Pickering y Sepúlveda y con la asunción del General Pinochet como Comandante en Jefe de la institución; b) se lanzó un paro nacional de los gremios (21 de agosto), que luego se hizo indefinido y c) se verificó el pronunciamiento del Congreso, que tanto venía solicitando el PN, pidiendo de hecho a las FFAA que removieran al Presidente (22 de agosto). Todo simultáneamente. El marco institucional de los conflictos terminaba así de ser demolido.

     El 6 de septiembre el PN llamó a impulsar los paros hasta que el Presidente Allende renunciara (128). El 7 se presentó un proyecto de reforma constitucional para que no se pudiera remover los mandos militares (ya renovados) sin acuerdo del Senado, intentando así bloquear la última medida que Salvador Allende podría tomar para impedir el golpe (129). El 11 se produjo el golpe. Entonces, el 13 el PN se autodisolvió luego de abdicar en las FFAA el rol de refundar el Estado sobre las ruinas del estado de compromiso. El rupturismo del PN había culminado con pleno éxito.



     El Partido Demócrata Cristiano

     En la política gradualista del PDC es posible distinguir las siguientes fases.

     Primera fase: 4 de septiembre - 4 de noviembre de 1970. Esta fase se caracteriza por el apoyo que decidió prestar el PDC a Salvador Allende en el Congreso Pleno a condición de que este se comprometiera a respetar el sistema institucional y las libertades democráticas. El marco institucional fue visto por la DC como la premisa para reacceder al gobierno en 1976, de allí que se interesara en lograr un acuerdo con la UP a los efectos de mantenerlo plenamente vigente. En este contexto el PDC proclamó que sería alternativa a la izquierda, pero ahora desde la oposición.

     Segunda fase: 4 de noviembre de 1970 - 9 de junio de 1971. Para el PDC esta fue una fase caracterizada por una pugna interna que giró en torno a la posición a [153] adoptar frente al Ejecutivo. Por el momento triunfó el sector progresista del partido, que se propuso apoyar al gobierno en lo que coincidiera con la propuesta DC y oponerse en lo referente al tipo centralizado de socialismo que se le atribuía. La DC se perfiló así como una alternativa de socialismo democrático, pluralista y descentralizado, compitiendo con el proyecto de la UP en la liza institucional. El asesinato de Edmundo, Pérez Zujovic el 7 de junio terminó esta fase, cuando el sector conservador del partido quedó en mejores condiciones para presionar por un distanciamiento entre el PDC y el gobierno, cuyo correlato tenía que ser un acercamiento a la derecha.

     Tercera fase: 9 de junio - agosto de 1971. Esta es una fase de crisis dentro de la DC. El acercamiento a la derecha que advino luego del asesinato de Pérez Zujovic encontró fuerte oposición en los sectores filoizquierdistas del partido, los que, luego de las elecciones complementarias de Valparaíso, ante la imposibilidad de impedir las alianzas tácticas con aquel sector resolvieron marginarse de la colectividad, dando lugar a la Izquierda Cristiana. Ello, a la larga, facilitará la vinculación de la DC con el PN en virtud de que tal relación dejará de encontrar suficientes resistencias dentro de la colectividad.

     Cuarta fase: agosto - 1 de diciembre de 1971. Durante esta fase se produjeron una serie de oscilaciones tácticas en la DC. El énfasis inicial de la colectividad estuvo puesto en una fuerte acción opositora en torno a la crítica al gobierno en razón de que este impulsaba los cambios estructurales, en particular la constitución del APS, mediante una vía administrativa, por tanto, sin discutirlos en el Congreso. La DC pretendió detener al Ejecutivo en este propósito y llevar a cabo, con tales fines, movilizaciones sociales cooptando a la derecha, bajo el supuesto de que esta no representaba alternativa alguna.

     Un segundo momento advino la segunda semana de septiembre, cuando la DC fuera advertida por el propio Ejecutivo, de la existencia de planes tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda, dirigidos a desestabilizar el sistema institucional. Entonces la DC distensionó las relaciones con el gobierno, al que reconoció como legítimo, conviniendo con él que a la brevedad el Ejecutivo enviaría un proyecto de ley destinado a dar una nueva normativa a la constitución del APS para así encausar institucionalmente el proceso de cambios. Al mismo tiempo, el PDC se alejó de la derecha y se abstuvo de apoyar en el Parlamento la acusación constitucional que el PN presentara contra el ministro Sergio Vuskovic. Así, el marco institucional de los conflictos, y del propio proceso de cambios, debía resultar fortalecido.

     Un tercer momento advino la tercera semana de septiembre cuando el PDC reendureció su posición frente al gobierno en virtud de los ataques que Eduardo Frei recibiera de parte del PS. Esta cuestión constituía un punto muy sensible para la DC en vistas de que se lo vinculaba a las posibilidades electorales del partido en 1976. La imagen de Eduardo Frei, en efecto, era considerada como la carta de la victoria en esos comicios. En tal cuadro, la directiva progresista de la colectividad acusó a la UP de querer impedir «toda probabilidad de acercamiento entre el Presidente de la República y la DC» (130). Se puso así fin al apaciguamiento entre este [154] partido y el Ejecutivo. A comienzos de octubre el PDC presentó su propio proyecto sobre la Constitución del APS, -conocido como Hamilton-Fuentealba- el que estableció que cada empresa pasada al APS debía ser objeto de una ley en el Congreso. Paralelamente el PDC se embarcó junto con la derecha en una serie de movilizaciones sociales, que culminaron a comienzos de diciembre con la llamada «marcha de las cacerolas vacías»:

     Quinta fase: desde la marcha de las «cacerolas vacías» a los comienzos del paro de octubre de 1972. Luego de la «marcha de las cacerolas vacías» la DC percibió que estaba en ejecución un diseño político desestabilizador en función del cual ella podía ser cooptada. Ante tal situación reaccionó sosteniendo que la DC enfrentaría «al gobierno en el ring democrático». «Nuestros esfuerzos -sostuvo Renán Fuentealba, presidente del partido- estarán dirigidos a impedir las extralimitaciones y a mantener el libre juego de nuestras instituciones» (131).

     El 18 de marzo, el Consejo Nacional del PDC sostuvo que «sectores de la derecha están presionando fuertemente para acelerar la caída del gobierno y estimular también el enfrentamiento» (132). La respuesta del PDC ante dicha situación consistió en «crear una zona de estabilidad democrática que conduzca a soluciones constitucionales y legales» (133). Es decir, frente al diseño desestabilizador de la derecha, ahora percibido como viable, la DC opuso un intento por fortalecer el marco institucional de los conflictos.

     Pero la dificultad política de esta opción consistía en que la derecha ya había logrado crear un clima tal de enardecimiento en la base opositora, que condicionaba a los propios militantes y sectores que apoyaban al PDC: «nuestra propia base nos presiona exigiendo cada vez más agresividad», reconoció Renán Fuentealba en el Consejo Nacional de marzo» (134).

     Los esfuerzos estabilizadores y antipolarizadores de la DC se materializaron en un diálogo informal de este partido con el ministro de Justicia, a propósito de la cuestión de los vetos que el Ejecutivo pensaba interponer ante la aprobación, en febrero de 1972, del Proyecto Hamilton-Fuentealba en el Congreso. Este diálogo terminó fracasando y dio pábulo para el retiro del PIR del gobierno (abril).

     Luego de ello la DC osciló nuevamente hacia la derecha. Se lanzó en conjunto con el PN en una serie de movilizaciones en Santiago y en provincias, que polarizaron el cuadro político, lo que dio lugar a una situación de permanentes enfrentamientos callejeros con los partidarios de la UP. Para evitar la polarización en curso, que ciertamente materializaba el diseño desestabilizador del PN, el PDC pese a los costos políticos que le implicaba, aceptó en junio la invitación a dialogar que le hiciera Salvador Allende luego de terminado el Cónclave de Lo Curro celebrado por la UP.

     Durante las conversaciones se obtuvo un pre-acuerdo respecto a casi todas las cuestiones fundamentales. Se estipuló que pasarían alrededor de ochenta empresas estratégicas al Área Social; que a partir de allí todo eventual traspaso de una empresa [155] de un área a otra supondría una ley aprobada por el Congreso; se crearían empresas de trabajadores; se elaboraría una normativa que permitiera la participación laboral en las empresas del APS y mixta; se asignaría un fondo proveniente del sector fiscal destinado a financiar publicidad en medios de comunicación no estatales, etcétera. Subsistieron sin embargo, puntos no resueltos, como el de la nacionalización del sistema bancario y de la Papelera (135). La DC no aceptó prolongar las conversaciones con el fin de despejar los temas pendientes. Había fijado 15 días para llegar a un acuerdo. Cumplido el plazo rechazó la propuesta del Ejecutivo en orden a fijar un tiempo adicional para dirimir las diferencias pendientes. Esta actitud, según Arturo Valenzuela, habría sido el resultado de una imposición del sector conservador del partido sobre la directiva progresista (136).

     Con ello se frustró la oportunidad de implementar un proceso de cambios apoyado en un consenso nacional mayoritario, operante por la vía institucional. Al mismo tiempo se incentivó la polarización ulterior de todo el cuadro político.

     Luego del fracaso de las conversaciones la DC se orientó a inferirle al gobierno costos políticos que le obligaran a negociar su programa. Dos vías se visualizan al respecto: la movilización social y las elecciones parlamentarias de marzo de 1973. «La elección de 1973 -señaló un editorial del diario La Prensa- será un mecanismo de consolidación democrática, en la medida que el gobierno derrotado tenga que buscar, obligadamente, el mínimo consenso parlamentario que le permita gobernar este país...» (137). De este modo, más que un acuerdo moderado con el Ejecutivo, el PDC perseguía su rendición incondicional, aunque sin romper el marco institucional.

     El conjunto de movilizaciones sociales en los que se embarcó la DC junto a la derecha desde julio en adelante, culminó a comienzos de octubre, cuando estalló el paro general de los sectores empresariales y gremiales.

     Sexta fase: desde el paro de octubre al 8 de mayo de 1973. Dos objetivos principales se planteó la DC durante el paro de octubre. Primero, se esforzó por que éste no fuera funcional al diseño político de la derecha. Al respecto Renán Fuentealba señaló: «no estamos buscando el derrocamiento del gobierno»; «hemos actuado democráticamente y nuestra presencia ha sido prenda de seguridad para no desvirtuar el conflicto, ni desviarlo de sus legítimas finalidades. Tenemos convicciones y principios que nos apartan de toda desviación golpista o totalitaria» (138). El segundo objetivo que se propuso la DC consistió en que las FFAA se involucraron como garantes de la limpieza de los comicios parlamentarios de marzo, después de lo cual el gobierno debía capitular y transar su programa al salir derrotado. De tal modo, la DC persistía en su esfuerzo por mantener el marco institucional de los conflictos.

     Los resultados electorales de marzo de 1973 fueron interpretados por la DC como una advertencia al gobierno «en el sentido de que el proceso de cambios debe llevarse a efecto con sujeción al régimen de derecho» (139). En abril reiteró «su [156] permanente condición de movimiento revolucionario que lucha por la sustitución de los regímenes de injusticia...» (140). Al mismo tiempo se propuso levantar una alternativa de cambios en torno al eje DC-PIR en vistas a las elecciones presidenciales de 1976.

     La línea del sector progresista del PDC que hasta entonces lidereaba al Partido terminó, no obstante, fracasando rotundamente, cuestión que se hizo patente en mayo de 1973. Dicha línea llegó a carecer de una base social en razón de la radicalización anti-UP del conjunto de la base opositora, incluyendo la de la propia DC, cuestión que de alguna manera reflejaba el éxito de la estrategia rupturista del PN. Tal radicalización se expresó en la relación interna de fuerzas al interior del PDC. En efecto, entonces, a comienzos de mayo de 1973, el sector conservador del partido emergió con fuerza pidiendo a Patricio Aylwin que asumiera la dirección de la colectividad. El sector progresista renunció a competir internamente consciente (141) de que no tenía viabilidad alguna.

     Séptima fase: desde el 8 de mayo al 11 de septiembre. En esta fase el PDC dejó de pedir rectificaciones al Presidente Allende y se orientó hacia «una posición categórica y decisiva de no dejar pasar una al gobierno» (142). Aún así, todavía no propugnaba ponerle fin antes de 1976. Sin embargo, la situación cambió luego del «Tanquetazo» del 29 de junio. Entonces se evidenció que la solución armada estaba muy avanzada. La DC consideró que la ruptura institucional y la cuestión del poder total podía ser resuelta muy pronto en favor de alguno de los bandos polares, ante lo cual ella quedaría eventualmente marginada. El problema que se le planteó entonces fue el de cómo resituarse en tanto opción de poder.

     En su evaluación la DC consideró que el peligro principal venía de la izquierda y que, por tanto, no cabía contribuir a la estabilización del gobierno, menos aún con el desarrollo que estaba alcanzado el Poder Popular y la toma de industrias. La solución por la que optó en esas condiciones consistió en una operación en que los militares entrarían al gobierno con atribuciones suficientes para cambiar a los mandos medios. Así, la UP resultaría desplazada del Ejecutivo y Salvador Allende debería gobernar con los uniformados, manteniéndose a la vez el marco institucional. Cuando a fines de junio el PDC a solicitud de la Iglesia aceptó la invitación del Presidente Allende para entrar en un nuevo diálogo, no lo hizo sino para imponerle al Presidente esta solución (143).

     Luego de fracasadas las conversaciones, durante agosto de 1973, la DC apoyó a los transportistas y a todo el movimiento de los gremios que intentaban paralizar al país. En ese contexto, el 8 de agosto, rechazó la solución ministerial implementada por el Presidente Allende por considerar que no llenaba los requerimientos de real participación de las FFAA en todos los niveles del Ejecutivo.

     Al llevarse a cabo la ofensiva final de la derecha, la DC se sumó a ella, pero creyendo que las acciones en curso podrían servir a su propia salida. Así, participó [157]y promovió el acuerdo del Congreso del 22 de agosto. Luego los objetivos políticos de la DC asumieron una variante nueva: forzar la renuncia de Salvador Allende para que a la brevedad pudieran ser convocadas nuevas elecciones en las que presentaría su candidato. Formalmente esta opción suponía la mantención del marco institucional. Para abrir paso a esa solución, el 9 de septiembre acordó que todos sus parlamentarios renunciaran a sus cargos para así forzar una actitud similar de los restantes y del propio Presidente (144). Pero el golpe, según el diseño rupturista de la derecha, ya venía en camino.

     El 13 de septiembre, consumado ya el golpe, la DC creía aún que la Junta de Gobierno podría ser funcional a su diseño político. Por eso llamó al país a colaborar con ella bajo el supuesto de que pronto llamaría a elecciones y restablecería el orden constitucional (145). Sólo en 1974 comprobará que era la derecha la que había triunfado, y que el gradualismo institucional de la DC, en algún grado roto a última hora, había fracasado frente al rupturismo del PN.



     GRADUALISMO Y RUPTURISMO EN LOS PARTIDOS DE LA UP

     El Partido Socialista

     La línea rupturista del PS podría periodificarse así.

     1era fase; desde el 4 de septiembre al 4 de noviembre de 1970. Durante esta fase el PS se opuso enérgicamente al establecimiento de algún tipo de acuerdo con la DC en torno a la cuestión de la firma de las garantías constitucionales. El proceso revolucionario, a juicio del PS, debía apoyarse no en acuerdos con «sectores burgueses», sino en la base popular. Sin embargo, ante las presiones de la mayoría de la UP, debió ceder en esta coyuntura.

     2da fase: desde el 4 de septiembre de 1970 a julio de 1971. Durante este lapso el PS reiteró, en su Congreso de La Serena (enero de 1971), sus concepciones rupturistas. El Congreso, en efecto, caracterizó la etapa política que vivía el país como «esencialmente transitoria»; conducente hacia un «enfrentamiento decisivo con la burguesía y el imperialismo». Además, el Congreso sostuvo que la burguesía se agrupaba esencialmente no tras la derecha, sino tras la DC, por lo que no cabía acuerdo alguno con ella; sostuvo también que el proceso revolucionario estaba entrabado por la «institucionalidad burguesa»; y, en fim, que el desenlace definitivo del conflicto político y el paso al socialismo debía producirse durante el gobierno de la UP (146).

     Estos planteamientos implicaban que, para el PS, la política era la esfera decisiva, y no la economía, como lo será para el PC.

     Coherente con esa visión, luego de las elecciones municipales de abril de 1971 donde la UP obtuviera el 50% de los votos, el PS postuló que para avanzar a la resolución del conflicto político, más que seguir acumulando fuerzas, como planteaba [158] el PC, se requería llevar a cabo un plebiscito que contribuyera a dirimir el problema del poder.

     En junio el énfasis rupturista del PS se profundizó cuando, luego del asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, sostuvo que había que «prepararse para el enfrentamiento definitivo que habrá de sobrevenir, porque la burguesía está acumulando fuerzas para intensificar su contraofensiva (147). No había, pues, que hacerse ilusiones sobre un proceso gradual.

     En plena correspondencia con sus concepciones generales, la derrota de la UP en las elecciones complementarias de Valparaíso, en julio de 1971, fue interpretada por el PS como una manifestación del fracaso de la vía gradualista. «Una batalla de desgaste no nos favorece» (148), declaró su Comisión Política. La colectividad se empeñará entonces en una ofensiva orientada a romper lo que calificara como «empate político».

     3era fase: desde julio de 1971 a marzo de 1972. Buscando implementar una ofensiva dirigida a romper el empate político, durante esta fase el PS se orientó a enfrentar a la DC, concebida como el «enemigo principal». Tal concepción hacía que el PS viera con muy malos ojos todo acercamiento a dicha colectividad, como el que en septiembre de 1971 llevara a cabo el gobierno. Ese mes, el PS lanzó fuertes ataques a Eduardo Frei, acusándolo de sedición. En esa misma línea, en octubre definió a la DC como «los más decididos defensores del sistema de explotación que estamos reemplazando» (149).

     Por otro lado, la marcha de las cacerolas vacías reforzó la concepción del PS respecto a que en la perspectiva figuraba un enfrentamiento decisivo. Bajo ese supuesto durante la campaña electoral de enero de 1972 a celebrarse en las circunscripciones de Linares y O'Higgins y Colchagua, el PS enfatizó su radicalismo confluyendo con la del MIR y la IC en la llamada «Declaración de Linares», que preconizaba expropiar todos los predios de más de 40 Hectáreas de riego básico y sin reserva. De tal modo, en la práctica se postulaba sobrepasar la Ley de Reforma Agraria. De otra parte, la «Declaración de Linares» representó un primer antecedente de la formación del llamado «Polo Revolucionario», que, en torno al eje factual PS-MIR, enfrentará dentro de la izquierda al «polo reformista» -de lógica gradualista e institucional- encabezado por el PC y Salvador Allende.

     4ta fase: desde marzo a comienzos de junio de 1972. Durante este lapso la dualidad entre gradualismo y rupturismo en el seno de la UP se hizo aún más patente. En marzo el PS una vez más explicitó del todo sus concepciones rupturistas. El Pleno de su C.C. sostuvo que «el Estado burgués no sirve para construir el socialismo y es necesaria su destrucción» (150).

     Al mismo tiempo el PS rechazó las concepciones gradualistas del PC. Criticó «la concepción reformista, revisionista, (que) considera que... (el) traspaso paulatino de empresas del Área de propiedad privada a la social, desembocará en un proceso evolutivo permanente, en el socialismo» (151). El PS sostuvo entonces que para asegurar [159] el éxito del proceso de cambios sólo cabía avanzar, rechazando así la tesis del PC que postulaba más bien la necesidad de consolidar.

     La visión rupturista del PS en marzo quedó expresada en los siguientes términos: «para nosotros socialistas, cada pequeño triunfo eleva el nivel del próximo choque, hasta que lleguemos al momento inevitable de definir quién se queda con el poder en Chile, el momento de dilucidar violentamente entre el poder de las masas y el de las fuerzas reaccionarias...» (152).

     El problema para el PS era, sin embargo, el de encontrar la forma específica de materializar sus concepciones rupturistas. Desde esa óptica en mayo propuso la celebración de un plebiscito que decidiera sobre a) la nacionalización de todas las empresas cuyo capital al 31 de diciembre de 1970 alcanzara a los 14 millones de Escudos; b) la expropiabilidad de los fundos sobre 40 hectáreas de riego básico; y c) la participación de los trabajadores mediante Consejos de Producción y Consejos comunales campesinos, que implicaban una especie de control obrero en la producción. El PC rechazó estos planteamientos por considerarlos que iban más allá del programa de la UP. Entonces la crisis de la coalición de gobierno se hizo evidente, encontrando múltiples manifestaciones en diversos planos.

     Ante la mencionada crisis, expresada en buena parte en la disyuntiva sobre avanzar o consolidar, Salvador Allende convocó a la UP a un cónclave, a celebrarse en «Lo Curro», a fines de mayo. Allí el presidente, con apoyo del PC, rechazó el llamado a plebiscito propuesto por el PS, y se inclinó por la tesis sobre la necesidad de consolidar, reiterando a la vez sus concepciones sobre la vía institucional al socialismo. Acorde con ello, el Primer Mandatario convocó a la DC a entrar en un diálogo con el gobierno. No obstante, el PS, aunque temporalmente derrotado, no claudicará.

     5ta fase: desde junio a octubre de 1972. Esta fase se caracteriza por un relanzamiento de la posición rupturista del PS a la luz del fracaso de las conversaciones del gobierno con la DC. Este fracaso fue interpretado por el PS como expresión de la imposibilidad de la estrategia gradualista. En virtud de lo mismo, en su pleno de julio el PS resolvió rechazar cualquiera negociación futura con el PDC. De otra parte, para contribuir a la resolución del problema del poder, el PS consideró necesario ir creando un poder popular de base, opuesto al «Estado Burgués», aunque no al gobierno.

     Bajo esta orientación fue que el Regional de Concepción del PS apoyó a la Asamblea Popular que en el mes de julio se instaló en esa ciudad, y que Allende y el PC rechazaron vehementemente. La dirección del PS resolvió entonces desautorizar a su regional penquista. Luego de estos acontecimientos Salvador Allende exigió a la UP definirse en torno a la vía que debía seguir el proceso de cambios. El PS retardó la respuesta, y cuando llegó a emitirla, evadió el punto y, en su lugar, propuso lanzar una ofensiva general, que contemplaba una acusación constitucional a la Corte Suprema. En esa línea, las disensiones con el PC continuaron agravándose, y sólo debieron postergarse debido a la fuerte ofensiva opositora que culminará en el paro de octubre de 1972. [160]

     6ta fase: paro de octubre. El PS vio al paro de octubre como una coyuntura que generaría mejores condiciones para avanzar hacia un desenlace definitivo. En función de ello fue que propugnó expropiar todas las empresas que paralizaban, propendiendo así a liquidar la «base material» del poder de la burguesía. El 20 de octubre emitió una declaración titulada «Demos un gran salto adelante... ahora» (153). En la perspectiva del desenlace postuló desarrollar el poder popular en torno a los Comandos Comunales. La consigna que entonces asumió el PS fue: «Trabajadores al poder, Patria, Revolución-socialismo» (154).

     En virtud de las señaladas concepciones y expectativas el PS no fue partidario de la salida al conflicto implementada por el Presidente Allende, consistente en incorporar a los militares al gabinete para, a través de esa vía, poner fin al paro.

     7ma fase: desde noviembre de 1972 a marzo de 1973. El rasgo principal de este período radica en que el PS reflexionó más intensamente aún sobre las variables del desenlace del conflicto. Al tiempo que esto ocurría, se extremaba la lucha ideológica al interior de la UP, entre gradualismo y rupturismo. En esa situación, el PS expuso la tesis según la cual la alternativa de la izquierda giraba entre «reformismo y revolución». Ante la ofensiva opositora, a juicio del PS «el contenido revolucionario del proceso» era «la única garantía de la estabilidad del gobierno popular». La toma de todo el poder, según el PS, seguía siendo la clave de todos los problemas, de donde, en función de ello, la gran tarea de «los revolucionarios de dentro y fuera de la UP», era crear un poder popular alternativo al Estado burgués e independiente del gobierno, aunque no opuesto a él. En esa perspectiva, las elecciones de marzo -para las cuales los candidatas del PS recibieron el apoyo formal del MIR- eran importantes, aunque no decisivas (155).

     8va fase: marzo-junio de 1973. Luego de las elecciones parlamentarias de marzo, que demostraron que la UP poseía una considerable base social de apoyo, el PS explicitó aún más su tesis rupturista y extrainstitucional. Postuló, en efecto, que lo que estaba planteado no era otra cosa que «enfrentar con éxito la batalla decisiva de la superación de la institucionalidad burguesa por el nuevo Estado Popular» (156). En este sentido, el PS, en su pleno de abril conceptualizó a la institucionalidad vigente como una «fortaleza enemiga», a la que había que someter a un «asedio» (157). Dicho asedio debía efectuarse en gran medida desde el Poder Popular, el que, por lo demás, debía ser apoyado por el gobierno. Dicho poder debía, adicionalmente, asumir el control de la economía, incluyendo la distribución.

     La dicotomía entre «Estado Burgués» y su institucionalidad por un lado, y el Poder Popular por el otro, implicaba ciertamente deslegitimar el marco institucional de los conflictos. En ese contexto el PS puso su vista en las FFAA: el futuro de la patria, sostuvo en declaración emitida en junio, sería «más grande» al ser forjado [161] por «la unidad revolucionaria de obreros, campesinos y soldados» (158). En los días siguientes se produjo el «tanquetazo».

     9na fase: julio-septiembre de 1973. El «tanquetazo» demostró que el desenlace del conflicto político estaba cercano. La CUT y los trabajadores industriales, en respuesta a la intentona militar, mantenían tomadas gran cantidad de empresas, haciéndolas funcionar por sí mismos. Las organizaciones de Poder Popular se expandían notoriamente. Ante los avances de la implementación de la estrategia de la oposición rupturista, en el gobierno y la UP se planteó el problema sobre la salida política a adoptar frente a la gravedad de la situación. En ese debate el PS rechazó aquella solución que suponía un acuerdo político con la DC y la celebración de un plebiscito, tesis propugnada por el Presidente Allende y el Polo gradualista. El PS también se había opuesto, en las semanas anteriores, a la incorporación de los militares al gabinete, cuestión que Salvador Allende había llevado a la práctica a comienzos de agosto con el fim de impedir el golpe. En las reuniones del Comité Político de la UP, celebradas a comienzos de septiembre, no hubo acuerdo en torno a la salida a adoptar. Para el PS la solución era el enfrentamiento decisivo. Este planteamiento se explicitó con mucha claridad en el discurso que pronunciara Carlos Altamirano en el Estadio Chile, el 9 de septiembre. Allí dijo: «El Partido Socialista piensa que la derecha puede ser aplastada sólo con la fuerza incontenible del pueblo unido, oficiales y suboficiales leales»; «el golpe reaccionario se aplasta con la fuerza de los trabajadores, con las organizaciones de nuestros obreros, con los Comandos Comunales, con los cordones industriales» (159).

     En virtud de que el Polo Reformista y el propio Salvador Allende no aceptaban el tipo de salida rupturista del PS, y en razón de que tampoco pudieron imponer la suya, la UP se quebró de hecho durante los días anteriores al golpe. La salida rupturista del PS no pudo materializarse, pero tampoco la gradualista e institucional del «Polo Reformista». En virtud de su dualidad interna, la UP se había neutralizado a sí misma.



     El Partido Comunista

     Para la línea gradualista del PC es posible hacer la siguiente periodificación.

     1era fase: 4 de septiembre al 4 de noviembre. Durante este lapso el objetivo principal del PC fue hacer posible el acceso de Salvador Allende a la presidencia de la República. La argumentación que asumió sobre el punto giraba en torno al respeto a la voluntad popular mayoritaria y a los mecanismos constitucionales en vigencia. Para tales fines el PC intentó formar una correlación política favorable a la continuidad institucional, en función de lo cual se mostró partidario del diálogo con la DC y de la firma del Pacto de Garantías Constitucionales.

     2da fase: desde noviembre de 1970 a julio de 1971. Producido el ascenso de Salvador Allende a la presidencia, el PC adecuó sus concepciones gradualista e institucionales a las nuevas condiciones. En este sentido, el pleno del C.C. de noviembre [162] de 1970 reafirmó la perspectiva de abordar los cambios políticos que propugnaba el PC usando la vía plebiscitaria contemplada en la propia Carta Fundamental: la Constitución -señaló el informe del Pleno- «le confiere al Presidente de la República el derecho a convocar un plebiscito para disolver el Parlamento en caso de conflicto entre ambos poderes. En un momento determinado habrá que hacer uso de esa facultad y abrir paso a una nueva constitución y a una nueva institucionalidad, a un Estado Popular» (160). A juicio del PC, en función de ello había que formar una «sólida mayoría nacional», para lo cual se requería impulsar rápidamente los cambios estructurales contemplados en el programa de la UP.

     Bajo tales supuestos, el PC evaluó muy positivamente los resultados de los comicios municipales de abril de 1971, donde la UP obtuviera el 50% de los votos. Sin embargo, consideró que todavía no debía llamarse a plebiscito pues antes era necesario constituir mayorías más considerables aún. Dentro de esa línea el PC estimó que el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, producido a comienzos de junio de 1971, constituía una «acción de origen foráneo» destinada a oponer a la UP y a la DC, pretendiendo impedir así la conformación de las mayorías nacionales a las que el PC aspiraba (161).

     Y cuando al mes siguiente, el 18 de julio de 1971, la UP fuera derrotada por un muy estrecho margen por la oposición unida en los comicios complementarios por Valparaíso, el PC concluyó que el proceso de acumulación de fuerzas que perseguía, se había detenido. Entonces, esta colectividad inaugurará la temática sobre la necesidad de llevar a cabo rectificaciones.

     3era fase: desde julio de 1971 a marzo de 1972. En esta fase el PC planteó la necesidad de «enderezar el timón» como condición para reimpulsar el proceso de acumulación de fuerzas. En septiembre de 1971, en inserción pública, planteó el imperativo de impulsar la lucha contra «el despilfarro en las empresas estatales y en los servicios públicos... y... el combate por la eficiencia en toda la labor del gobierno... (162). Éstas, según el PC, constituían las «tareas principales» del momento. De tal modo, la esfera fundamental de la lucha, para el PC, se situaba en la economía (la «batalla de la producción»), cuyo buen funcionamiento era visto como la condición para formar las mayorías sociales y políticas requeridas por la vía institucional.

     El otro gran énfasis del PC decía relación con la necesidad de hacer diferenciaciones entre la oposición democrática (el PDC) y la «golpista» (el PN). Respecto a la primera postuló la necesidad de entrar en diálogos y encontrar puntos de acuerdo. En relación a la segunda, postuló la necesidad de aislarla y evitar que cooptara a la DC (163). La marcha de las cacerolas vacías de comienzos de diciembre de 1971, confirmó los peores temores del PC, es decir, la eventualidad de que el PN utilizara a la base social del PDC para una política de desestabilización.

     En enero de 1972, con la derrota en las elecciones complementarias de Linares y O'Higgins y Colchagua en manos de la oposición unida, la situación siguió deteriorándose [163] para la UP. El PC atribuyó la derrota al sectarismo izquierdista que ahuyentaría a las capas medias y a la pequeña burguesía. Así lo planteó en el Cónclave que, a las semanas siguientes, la UP realizara en El Arrayán. Pero las cosas no mejorarían.

     4ta fase: desde marzo a junio de 1972. La preocupación central para el PC pasó entonces a ser la problemática de la consolidación y de las rectificaciones en aras de frenar el proceso de deslizamiento de sectores medios y de la pequeña burguesía hacia la oposición. En ese énfasis el PC chocará con el PS y el MIR, quienes consideraban que el proceso de cambios sólo culminaría exitosamente si se lo radicalizaba.

     Avanzar o consolidar, esta disyuntiva explicitada en marzo de 1972 llevó a la UP a una verdadera crisis en los meses siguientes. Ello se manifestó, entre otros casos, durante el mes de mayo en Concepción cuando el PS, el MIR y la mayoría de la UP, llamaron a una manifestación de su partidarios con el fin de enfrentar y frustrar una marcha convocada por la oposición que, a su juicio, estaba planificada por la extrema derecha para introducir actos de violencia. El PC se opuso a este rumbo considerando que impedir la expresión opositora en las calles suponía avanzar por una vía de solución rápida y no institucional del conflicto. «El Partido Comunista rechaza toda tendencia y acto dirigido a un enfrentamiento armado para resolver los conflictos de clase», señaló una declaración de su Comisión Política (164). El 26 de mayo el PC reconoció que «la Unidad Popular estaba sufriendo una crisis muy seria de orientación, conducción y dirección política, que estaba afectando a la misma marcha del gobierno» (165). Ello, ciertamente, en el fondo era la expresión de la dualidad entre gradualismo y rupturismo.

     La dualidad entre avanzar o consolidar, vía rupturista o institucional, debía resolverse en el cónclave de Lo Curro, convocado por Salvador Allende a fines de mayo. El Primer Mandatario allí defendió las posiciones gradualistas e institucionales. El predominio que entonces alcanzaron las tesis gradualistas sobre la necesidad de consolidar se reflejó también en el reemplazo de Sergio Vuskovic por Orlando Millas en el Ministerio de Hacienda, quién asumió con la misión de hacer funcionar al APS bajo una lógica más bien económica, de eficiencia y rectificación. El PC, de otra parte, apoyó la decisión de Salvador Allende en orden a invitar a la DC a dialogar sobre la crisis institucional que se cernía a propósito de la cuestión de los vetos del Ejecutivo al Proyecto Hamilton-Fuentealba. Y cuando, a comienzos de junio, el diálogo fracasó, el PC consideró que ello por una parte respondía a «una mano extranjera» y, por el otro, que dicho fracaso «no significaba que el diálogo no tuviera una 'validez de fondo'» (166). Por tanto, periódicamente insistirá en él.

     5ta fase: julio-octubre de 1972. Al comenzar esta fase, el PC vislumbró indicadores de reversión de la tendencia al deterioro de la UP, tales como los resultados de las elecciones complementarias por Coquimbo, ciertos triunfos electorales en organizaciones sociales y estudiantiles, etc. Entonces el PC intentó enfrentar a la [164] ultraizquierda con el fin de consolidar esa reversión. Pero no obtuvo éxito: el rupturismo no cejaba. En julio se constituyó la Asamblea Popular de Concepción, donde el Comité Regional del PC no participó. Luego, en agosto, vinieron los sucesos de Lo Hermida, donde el PC culpó al MIR y apoyó incondicionalmente al gobierno, etcétera. Y cuando Allende exigió a la UP un pronunciamiento categórico sobre la vía a asumir, el PC le respondió prontamente apoyando la vía institucional.

     La crisis de la UP, de lo cual todo lo anterior era expresivo, no continuó profundizándose debido a la magnitud de la ofensiva opositora. En esa situación, el PC denunció el «plan septiembre» y procuró estrechar filas con el PS para evitar cualquiera intentona de golpe. A la par se conoció de la deliberación del general Canales, el que fue prontamente llamado a retiro. La mencionada ofensiva opositora culminó con el paro de octubre.

     6ta fase: el paro de octubre. El esfuerzo principal del PC estuvo entonces dirigido a levantar un movimiento nacional que hiciera funcionar el país, en aras de lo cual hizo un llamado «a todos los trabajadores (y a) la clase media» con el fin de derrotar el paro. Al mismo tiempo el PC se propuso «evitar al país el enfrentamiento y la guerra civil»; defender «firmemente, con todas su fuerzas... la preservación del régimen legal... y el estado de Derecho» (167), que era la premisa de su vía institucional.

     7ma fase: noviembre de 1972 - marzo de 1973. En esta fase, cuando el paro de octubre ya había cesado, el esfuerzo principal del PC se dirigió a ganar una mayoría institucional que permitiera llevar a cabo los cambios jurídico-políticos que postulaba y, a la par, estabilizar al gobierno. Las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 se las concebía en esa perspectiva. De otra parte, la entrada de los militares al gabinete fue vista por el PC como «una garantía firme en la defensa del Estado de Derecho y para el normal funcionamiento de la vida política institucional del país» (168).

     Los propósitos de cambio por la vía institucional obligaban al PC a mantener en alto la bandera de las rectificaciones, cuestión que le parecía indispensable si se quería ganar a las clases medias y a la pequeña burguesía. El PC siguió viendo en el MIR un obstáculo para ese propósito, y en virtud de ello siguió atancándolo. Al mismo tiempo el PC se embarcó en febrero de 1973 en una polémica con el PS. En ella se pronunció en contra de la concepción del poder popular independiente u opuesto al gobierno; reiteró que los éxitos económicos abrirían paso a los políticos y sostuvo que era posible suscitar el apoyo del «noventa por ciento» de la población para los cambios (169). Con esos supuestos enfrentó las elecciones parlamentarias de marzo.

     8va fase: marzo-junio de 1973. Los resultados de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 llevaron al PC a acentuar sus perspectivas gradualistas e institucionalistas. Ello se expresó en dos cuestiones principales: 1) en el esfuerzo por «aislar y derrotar a los sediciosos, atar las manos a los que buscan la guerra civil...»; y 2) «asegurar lo que hemos llamado más de alguna vez el desarrollo normal de los acontecimientos, con vistas a generar en las elecciones presidenciales de 1976 un nuevo gobierno popular...» (170). [165]

     Esto último respondía a la constatación de que el 44% obtenido por la UP no permitía introducir las transformaciones institucionales del Estado que el PC pretendía, debiendo entonces postergárselas para el próximo gobierno, que había que ganar en 1976, lo que, a su vez, suponía la estabilidad institucional y, nuevamente, el buen funcionamiento de la economía.

     Cuando la oposición desató su gran ofensiva de fines de marzo, todo abril y mayo, el PC vio en ello la mano de la oposición extrema orientada a desencadenar «el enfrentamiento entre los chilenos». A partir de entonces levantó la consigna contra la guerra civil, que ciertamente era ya defensiva. Aparte de intentar diálogos con la DC, el PC estimó que el gobierno debía aplicar medidas firmes contra la oposición extrema en tanto ésta se salía del marco legal.

     A la altura del «tanquetazo» se evidenció, sin embargo, que los objetivos apaciguadores del PC no se estaban cumpliendo: la estabilización del gobierno distaba mucho de estarse produciendo y se avanzaba más bien hacia un enfrentamiento decisivo no electoral con mucha antelación a 1976, contrariamente a lo que esta colectividad buscaba.

     9na fase: julio-septiembre de 1973. Desde el «tanquetazo» en adelante el objetivo principal del PC será evitar, mediante la vía política, el golpe, que se perfilaba con toda claridad. Ese propósito significaba materializar acuerdos con la DC. Los énfasis, por lo tanto, se hacían aún más defensivos. El diálogo de fines de julio entre dicho partido y el gobierno parecía materializar esta línea. Su fracaso puso a la política del PC en una muy difícil situación.

     Entonces se produjo el último debate dentro de la UP. Ante la decisión del PDC en orden a exigir el ingreso de los militares al gobierno, desplazando a la UP de él, el PC terminó apoyando la propuesta de Salvador Allende de llamar a plebiscito. En todo caso, la finalidad del referéndum no sería ya hacer posible un triunfo político, sino más bien evitar el golpe y salvar pervivencia del marco institucional. Y cuando en la UP no hubo acuerdo en torno a ello en virtud de que el Polo Revolucionario se mostraba partidario de avanzar hacia un «enfrentamiento decisivo», el PC presionó a Salvador Allende para que llamara al plebiscito aun ante la falta de acuerdo en el Comité Político de la UP, lo que ciertamente implicaba romper el conglomerado. El Primer Mandatario decidió, entonces, anunciar su decisión el martes 11 de septiembre (171).

     La salida desesperada por la que optaron finalmente el PC y Salvador Allende se verificó cuando la simetría política entre rupturismo y gradualismo se había desbalanceado definitivamente en beneficio del primero, lo que inviabilizaba las soluciones institucionales que impulsaba el Primer Mandatario y el Polo Reformista. La vía del PC había fracasado.

     El análisis anterior probablemente nos permita sostener, a modo de conclusión provisional, que los diseños gradualistas e institucionales de PDC y el del PC fracasaron rotundamente. En cambio, el diseño rupturista del PN alcanzó un éxito pleno. [166] El desenlace del 11 de septiembre obedeció del todo a su lógica. Obviamente que el rupturismo del PS también fracasó, con la particularidad de que, al contribuir a deslegitimar el marco institucional de los conflictos y obstaculizar (172) el diálogo entre el gobierno y el centro democratacristiano, facilitó y legitimó el despliegue del triunfante rupturismo opositor, cuestión a lo que también contribuyó el PDC al no estar en condiciones de jugar un rol pragmático y llegar a un acuerdo moderado con el gobierno, en los términos planteados por Arturo Valenzuela (173).

     En virtud de los antecedentes expuestos, es que nuestro punto de vista se separa claramente de la tesis que consideraba que la crisis estatal de 1973 se produjo, en gran medida, en razón de que «la estrategia de cambio utilizada por la Unidad Popular significaba quebrar la forma tradicional de la política de compromiso», impidiendo con ello la alianza entre el centro y la izquierda. Nuestra historización nos lleva más bien a concluir que no existió propiamente una estrategia de la Unidad Popular. Nos evidencia que al interior de este conglomerado se dio una constante pugna entre dos estrategias muy distintas: la gradualista institucional y la rupturista. Esa historización adicionalmente nos pone de manifiesto que la estrategia gradualista institucional -cuyo principal exponente era en realidad el propio Presidente de la República- tenía uno de sus pilares principales en la búsqueda permanente de un compromiso con el centro, que pudiera tener su expresión en el Parlamento. Por eso, a mi juicio, la temática del diálogo entre el gobierno y la DC cruzó persistentemente los tres años del gobierno de Salvador Allende. De la consideración de estos hechos fluye que la fuerza que se opuso a una política de compromiso no fue la UP como tal, sino su sector rupturista.

     Pero, por otra parte, la historización del comportamiento de los partidos políticos entre 1970 y 1973 también pone en evidencia que «la forma tradicional que la política de compromiso», adicionalmente, fue explícitamente rechazada por actores diversos de la izquierda radical. Tal fue el caso del rupturismo opositor, es decir, del PN. El comportamiento rupturista de este sector fue clave en el derrumbe institucional.

     Una segunda tesis que desde la historización del comportamieno de los partidos entre 1970 y 1973 no podemos compartir es la de Gonzalo Vial, que sostiene que ese año Chile «no tuvo sino la salida tomada: la militar» (174). Me parece que un análisis histórico muestra que hubo otras salidas posibles, y que si no se produjeron fue porque determinados actores no las deseaban. Más aún, tales actores sistemáticamente se orientaron hacia «soluciones totales». Fue precisamente el caso de los rupturismos de ambos bandos. [167]





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Althusser y el marxismo latinoamericano. Notas para una genealogía del (post)marxismo en América Latina

Miguel Valderrama

(175)

     SOBRE ALTHUSSER Y LA FUNDACIÓN DEL (POST)MARXISMO LATINOAMERICANO

     La importancia política originaria de la lectura de Althusser en América Latina, está dada, en forma primera, por el hecho de que ella viene a representar una condición de posibilidad para otro tipo de lecturas de Marx y del marxismo en el continente. En este sentido, Althusser no sólo simboliza la entrada del marxismo en las universidades latinoamericanas, sino que también, y esto es lo importante, simboliza la emergencia de un nuevo tipo de textualidad teórica que intenta articular un particular discurso científico sobre la historia y las sociedades latinoamericanas.

     Esta nueva lectura de los textos y discursos cognitivos del marxismo en América, adquiere las características de un «proceso de fundación» (176), en el cual un tejido extremadamente complejo de conjuntos discursivos múltiples conforma una red intertextual capaz de producir efectos de «ruptura» tanto en el horizonte particular del marxismo clásico de la III Internacional, como en el horizonte general de las ciencias sociales del período.

     Cabe advertir, sin embargo, que estas «rupturas» no constituyen en modo alguno transformaciones superficiales dadas al interior de una tradición teórica ya constituida y delimitada, sino que, al contrario, constituyen desplazamientos y enlazamientos discursivos nuevos que articulan preocupaciones clásicas a contextos emergentes y originalmente extraños al marxismo, como los formados por la lingüística, la naciente semiología, el estructuralismo económico latinoamericano, el psicoanálisis y la filosofía del lenguaje.

     El marxismo, colocado en esta nueva red intertextual, sufre efectivamente los efectos de un acto de fundación, de un (re)comienzo como lo afirmara Badiou a fines de los años sesenta. El reubicamiento de la literalidad marxista al interior de esta nueva formación discursiva obliga paulatinamente a desplazar los límites del horizonte teórico de formación originaria. En cierto sentido, puede afirmarse que las tres fuentes fundadoras del marxismo del siglo XIX (la economía política clásica, la historiografía francesa y la filosofía alemana), son objeto de un desplazamiento, en esta segunda fundación teórica iniciada por Althusser, hacia «fuentes» de complementariedad discursiva. [168]

     Cierto es, sin embargo, que estas operaciones discursivas que trastocan los cimientos formativos del marxismo no son percibidas como fundadoras de una nueva práctica de producción de conocimientos (el postmarxismo). Pues, no tienen ni la unidad de un acontecimiento, ni la unidad de un acto único, ni la unidad de un lugar, ni de un espacio (aun textual). La afirmación de una nueva fundación en la textualidad marxista cobra materialidad sólo en el momento en que el conjunto textual original que da soporte al «régimen de circulación» del marxismo clásico, sufre los efectos de una ruptura en la cadena de producción y recepción de los discursos iniciales del doctrinal de la ciencia y la política de clase.

     La genealogía del postmarxismo que aquí se propone tiene, en ese sentido, el objetivo de establecer las distintas lecturas de recepción y producción que constituyen a los discursos althusseristas latinoamericanos en los textos de fundación del postmarxismo. La posible lógica del antecedente que aquí podría encontrarse, no es más que una ilusión necesaria a una intertextualidad nueva que establece su «lugar» de fundación en una literalidad marxista del corte (la escritura althusseriana), capaz de alterar y dislocar las gramáticas de reconocimiento del clasicismo marxista, como de fundar, a su vez, en ese desfasaje, nuevos puntos de articulación de una gramática de producción del discurso (post)marxista.



     EL CONTEXTO DE RECEPCIÓN ORIGINAL DEL DISCURSO ALTHUSSERIANO EN AMÉRICA LATINA

     El inicio de la década de los sesenta está marcado en América Latina, desde el punto de vista de una sensibilidad de izquierda, por la emergencia de tres hechos históricos que ponen en cuestión la normalidad comunicativa del discurso estaliniano en el continente. Nos referimos a la disolución final de la Internacional Comunista en 1956, a las tesis del XX Congreso del PCUS del mismo año, y al triunfo de la revolución cubana en 1959.

     Pese a los múltiples esfuerzos por replantear la unidad y cohesión del mundo comunista, comienza, tras Babel, la era de la diversificación, con su estela de polémicas ideológicas, alianzas provisionales, rivalidades nacionales y modelos superpuestos.

     Las revueltas de Polonia y Hungría en octubre de 1956 desatan los primeros efectos disruptivos de una larga serie de fragmentaciones en el movimiento comunista internacional.

     La palabra disidencia pasa a ser moneda común del léxico habitual de los dialectos y lenguas en formación.

     En las sociedades periféricas latinoamericanas, la crisis de la racionalidad revolucionaria por excelencia no se muestra sólo en el impase histórico de ésta con los movimientos revolucionarios en escena, sino que se expresa también en el mutismo de la teoría frente a los nuevos requerimientos de un debate marcado por las problemáticas del desarrollo nacional, las teorías de la revolución y las vías de transición al socialismo. [169]



     LA LECTURA DE ALTHUSSER EN LOS SESENTA: LA CLAUSURA REVOLUCIONARIA

     Se podría afirmar, frente a esta crisis de representación de la racionalidad política revolucionaria, que la influencia de Althusser en América Latina está determinada, en primera instancia, desde el punto de vista histórico y teórico, por la emergencia significativa de la revolución cubana como acontecimiento disruptor de la normalidad comunicativa impuesta a la izquierda continental por la hegemonía estalinista. En este sentido, la experiencia cubana no marca sólo con su emergencia la apertura histórica al «giro revolucionario» (177) en nuestras sociedades, también constituye, en lo teórico, el punto de articulación de un nuevo espacio discursivo crítico al interior del campo de significados del marxismo latinoamericano.

     Es por ello que en Cuba, a pocos años de la revolución, surge la necesidad de vitalizar un encuentro entre las posiciones de los revolucionarios y las obras teóricas del althusserianismo del momento. Con este ánimo, y guiados por la urgencia de abrir la discusión sobre el socialismo y el período de transición, la obra de Althusser es recepcionada apasionadamente por la intelectualidad política cubana. Tempranamente se traducen y publican trabajos como «Contradicción y sobredeterminación» (178) (1964), «Sobre la dialéctica materialista» (1964), «Por Marx, Leer el Capital parte I» (1966) y parte II (1967), además de la divulgación en revistas locales de numerosos artículos acerca del nuevo marxismo y las polémicas por él desatadas (179). Esta introducción de Althusser en el debate teórico cubano, contribuye tanto al desarrollo de una actitud crítica frente a las antiguas formas de discusión teórica ejercitadas por la «manualística» soviética, como al desarrollo de una lectura renovadora del marxismo latinoamericano que busca sostén en la propia experiencia de la revolución isleña.

     Para Cuba, esta intervención primera en el debate del marxismo occidental, vía Althusser, permite establecer las condiciones intelectuales necesarias para desarrollar una problemática teórica propia vinculada a las teorías de la revolución y el socialismo (180). En esa perspectiva, la recepción de la problemática althusseriana constituye [170] para los cubanos «el punto de partida obligado de los estudios marxistas en un país en revolución por el comunismo (181).

     Más tardíamente, y cruzada por el reconocimiento cubano, en la América Latina continental la recepción ampliada de Louis Althusser comienza con la publicación de La revolución teórica de Marx en 1967, a la cual sigue una edición reducida del Lire le Capital, publicada bajo el título de Para leer el Capital en 1969 (la edición castellana de Siglo XXI contiene únicamente las investigaciones de Althusser y Balibar). Sólo posteriormente en Colombia, en el año 1971, se publican por la Editorial Oveja Negra y Zeta Ltda, en coedición, los trabajos faltantes de la edición francesa del Lire (182). Por otra parte, la edición brasileña de Pour Marx es llevada a cabo por Zahar Ediciones a fines de los años sesenta.

     Tras la publicación castellana de obras principales como Pour Marx y Lire le Capital, se expande en el continente una particular sensibilidad althusseriana que tiende a copar predominantemente las universidades y los centros de investigación regionales. A esta expansión polisémica de la obra de Althusser en América, contribuye en gran medida Marta Harnecker, quien no sólo traduce las investigaciones del filósofo francés, sino que también las divulga a través del manual Los conceptos elementales del materialismo histórico (1969), libro que para fines de 1971 consta ya de nueve ediciones.

     En el foro académico universitario, esta particular sensibilidad intelectual favorece la recepción de althusserianos como Nicoz Poulantzas y Alain Badiou, además de abrir nuevos campos temáticos de investigación social para el marxismo, vinculados principalmente a la revolución y el período de transición. El estructuralismo, de igual modo, por cierto parecido de familia con el proyecto althusseriano, es objeto de atención por parte de la intelectualidad marxista latinoamericana, la cual le dedica espacios importantes de difusión en revistas y editoriales. Así, José Aricó, a través de la Editorial Universitaria de Córdoba, y la revista Pasado y presente, consagra diversos esfuerzos destinados a propiciar una discusión amplia sobre el estructuralismo y sus problemas (183). [171]

     En el contexto de las discusiones iniciadas a partir de las obras de Althusser, se publican trabajos crítico analíticos de excelente calidad. Muestra destacada de ello, lo constituyen las investigaciones presentadas en el volumen editado por Saúl Karsz bajo el título Lectura de Althusser, en el cual participan intelectuales franceses y de América Latina.

     En el ámbito de las prácticas políticas, la recepción de Althusser se constituye a la izquierda de los Partidos Comunistas latinoamericanos. La emergencia de una nueva izquierda a fines de los años sesenta, que tiende a identificarse con las banderas de la revolución cubana, abre la posibilidad de un vínculo entre el marxismo althusseriano y los nuevos sujetos revolucionarios de la escena continental. Así, mientras en Caracas Saúl Karsz pone énfasis en señalar que la destinación preferencial de la obra de Althusser lo constituyen grupos juveniles de extrema izquierda (184). En Santiago de Chile, el joven mirismo ve en el marxismo althusseriano la teoría científica que necesitan las organizaciones revolucionarias del continente (185). La propia Marta Harnecker, aún cuando milita en el Partido Socialista de Chile y es partidaria de la Unidad Popular, rechaza toda lectura reformista o evolucionista del filósofo francés, desplazando, en su lectura, los códigos de desciframiento de la teoría hacia la línea revolucionaria de la lucha de clases y la toma del poder político (186).

     Es en este contexto de reconocimiento del discurso de Althusser, en que se establece, en términos generales, la primera «fijación» del significado de la discursividad althusseriana en la región.

     De alguna forma, la recepción y discusión primera de Althusser en Cuba no sólo establece un límite potencial a las lecturas posibles de Althusser en América, sino que además, y esto es lo importante, normaliza y administra el sentido y efectos de significación de dicha discursividad para el continente.

     Si la historia de un texto (o conjunto de textos) consiste en un proceso de alteraciones sistemáticas del sistema de relaciones entre «gramática» de producción y «gramática» de reconocimiento (187), es posible hacer notar aquí, para el caso de la recepción de Althusser en América, como la posibilidad de una primera lectura oficial de la teoría althusseriana está determinada por una interpretación inaugural que para el caso no sólo interpreta, sino que también fija el sentido posible de la textualidad reconocida. La revolución cubana, en tanto que acto de la voluntad que subvierte el evolucionismo político y el determinismo histórico de los partidos comunistas latinoamericanos (evolucionismo y determinismo heredados de la Segunda [172] Internacional, y, de algún modo, de las tesis del XX congreso), no sólo se constituye a sí misma como el signo de la revolución por excelencia, sino que además, en su misma emergencia, transforma o trastoca el sentido de cualquier signo o significación que se enlace a ella. Althusser, en este contexto discursivo, que para el caso bien puede ser entendido en la forma de una red de relaciones de significación, es objeto de un acto de recepción que determina, en sus efectos, las potencialidades posibles de circulación del discurso althusseriano: es a esto a lo que denominamos clausura (semántica) revolucionaria del discurso de Althusser en América (188).

     Althusser en la lectura de fines de los años sesenta, esto es en su inicial clausura semántica, llega a constituirse en un significado más del discurso revolucionario. Una evidencia específica de esta afirmación lo constituye la recepción de Althusser en México, en donde su difusión se desarrolla en contigüidad política con las teorías del foquismo (189).

     Cierto es, sin embargo, que el discurso teórico de Althusser contenía en sí los elementos que hacían posible la operación de un cierre semántico cómo el operado por la lectura revolucionaria latinoamericana. Pero, también es cierto, esos elementos no bastaban por sí solos para fijar este tipo de recepción específica. Prueba de ello, es el propio efecto de reconocimiento de Althusser en Francia (ambiguo, por decirlo menos).

     Una descripción general de la clausura política que estructura los significados de Althusser en América Latina (190), advierte que esta primera normalización semántica de los textos althusserianos se logra al precio de un conjunto de vacíos y paradojas sostenidas al interior del discurso revolucionario.

     Así, para el caso del marxismo cubano (191), es posible advertir en él las marcas de un marxismo crítico hegeliano en oposición a una representación científica del marxismo (como la de Althusser). Cierto es, sin duda, que las diferencias entre la teoría de Althusser y el marxismo naciente de la revolución cubana ya se habían hecho presente en 1966. Sin embargo, esto no impidió al marxismo cubano presentar variantes de articulación superficial (retóricamente no contradictorias, aunque lógicamente incompatibles) con la teoría althusseriana. Estos vínculos de superficie [173] se articularon a través de la teoría de la dependencia (192), la cual estableció formalmente las posibilidades de actuación a una razón política revolucionaria fuertemente voluntarista y militarista (193).

     Tal como lo afirma Tomás Moulian, articulado en esta clausura revolucionaria, el althusserianismo expresó en la década de los sesenta la punta de lanza de la crítica al marxismo clásico de la revolución por etapas, típica lectura del período de las tesis de la «vía pacífica» (194). Althusser, leído desde sus análisis de la revolución rusa, advertía sobre la diferencia constituida por los «factores subjetivos» (la lucha de clases) en un momento en que el capitalismo mundial uniformaba sus relaciones de producción e intercambio. Así, paradójicamente, no sólo Althusser fortificaba las posiciones de un humanismo revolucionario (piénsese en Castro o Guevara), sino que estructuralistas más duros como Maurice Godelier prestaban mejor auxilio al marxismo castrista.

     El análisis de Godelier, no sólo ofrecía un sustrato marxista estructural de apariencia científica a las posiciones revolucionarias latinoamericanas, sino que también en su dinámica de articulación de estructuras establecía ciertas certezas necesarias para la actuación del humanismo cubano. Empero, esta particular operación de complementariedad entre cientificismo y voluntarismo, se daba al precio de silenciar la contradicción del análisis, o, en último caso, su determinismo forzoso.

     En términos algo esquemáticos, la lógica analítica del estructuralismo marxista, tal como se entendió en América Latina a finales de los sesenta, expresa el siguiente razonamiento. En la teoría de la sociedad del marxismo revolucionario, la primacía de la determinación estructural sobre la acción de los sujetos conlleva la necesidad del establecimiento de presupuestos epistemológicos y ontológicos de base en el análisis social. Así, al nivel de las relaciones de conocimiento, el marxismo estructural debe establecer un primer compromiso de orden epistemológico con las teorías del reflejo de origen leninista (del Lenin de Materialismo y empiriocriticismo), a su vez, a un nivel más primario, el de las relaciones externas del mundo, la postura estructuralista debe asumir, como necesidad derivada del compromiso epistemológico anterior, una posición objetivista para pensar lo real; introduciendo en ello una cierta teoría ontológica de la realidad social legitimada en términos «materialistas». Sólo de esta forma, el marxismo estructuralista logra hacer que la operación objetivista de descripción y explicación de la morfología de lo social, se constituya en una operación con sentido. Las conductas de los actores y sujetos sociales, se explican, luego, sobre la base de una lógica determinada por el juego de las estructuras subyacentes al actuar histórico de los sujetos.

     Este objetivismo epistemológico (195), con todos los compromisos advertidos, no dispone, sin embargo, una forma específica de teoría de la historia, como parece [174] afirmar T. Moulian en su análisis y vinculación de la lectura de Godelier con la teoría etapista sostenida a nivel histórico por el PCCH (196). Antes bien, el objetivismo epistemológico comentado, sirvió de base a la ofensiva de los movimientos políticos guerrilleros contra la hegemonía de un marxismo evolutivo tributario de los enfoques de la socialdemocracia alemana y de la política internacional del PCUS. La propia Marta Harnecker intentó resolver esta paradoja, presentada al marxismo revolucionario en el cruce de la acción intencional y la determinación estructural, a través de la afirmación fuerte de una lógica de la necesidad histórica en la acción política (197).

     De las consideraciones expuestas, no debe extrañar que en América Latina la discusión original sobre las proyecciones de las teorías del marxismo estructural no se centraran en el rasgo general de articulación del debate estructuralista de la época, el relacionado con la crítica radical a la metafísica o a toda forma de pensamiento mistificante. Salvo la excepción de Ernesto Laclau, en el campo intelectual latinoamericano la discusión sobre Althusser no es, a diferencia de Europa (198), una discusión que pueda anticipar en su horizonte de problemáticas los motivos de una superación del pensamiento estructural, en un, digámoslo, particular movimiento dialéctico de ruptura y mantención de las oposiciones tratadas. Más bien, la lectura y crítica del marxismo estructural en América se da en orden de continuidad con el punto de tensión del marxismo clásico latinoamericano. El referido a la tensión existente entre el privilegio de la lucha de clases (el Manifiesto Comunista, en una lectura), y la determinación estructural de la intencionalidad de la acción (el prefacio de la Contribución de 1857, en la otra). En esta discusión, lo determinante será, en última instancia, el potencial informativo posible de derivar de una u otra lectura para los fines de una política revolucionaria científica.

     Al final de este debate, el humanismo latinoamericano actuante tras la clausura (semántica) revolucionaria del althusserismo, enfatizará y movilizará los elementos cientificistas y deterministas presentes, en mejor forma, en el marxismo vulgarizado de la manualística soviética.



     LA LECTURA DE ALTHUSSER EN LOS OCHENTA: LA CLAUSURA DE LA RENOVACIÓN SOCIALISTA

     Uno de los procesos más interesantes de revisión y reformulación del ideario socialista latinoamericano de la década de los ochenta, es la Renovación socialista chilena. En ella, no sólo se somete a examen y cuestionamiento profundo la relación existente, a nivel teórico y político, entre democracia y socialismo, sino que, de un modo más enfático, se desplaza el valor de legitimidad del segundo término de la relación al ámbito de operatividad y sustantividad del primero. En este sentido, [175] puede afirmarse que el rasgo más característico de este emergente socialismo renovado es su revalorización de la democracia; el socialismo, tras esta operación de asimilación, es visto como un proceso de profundización de la democracia y no como una alternativa a la misma (199).

     La preocupación central por la democracia, sin embargo, no es un fenómeno propio de la izquierda renovada chilena. En la discusión política latinoamericana del período, el tema de la democracia es un tema central que articula y define otros temas vitales de proximidad familiar; como lo son las discusiones sobre el Estado, el realismo político, la crisis del marxismo en tanto Saber-Hacer (en la expresión de Benjamín Arditi), el tema de la democracia social, los movimientos sociales, las nuevas formas partidos, etcétera (200). La capacidad de la democracia para constituirse en eje articulador del debate político latinoamericano, viene determinada, así, por los propios esfuerzos sociales del continente en darse un orden democrático estable, capaz de dejar atrás su pasado leninista tal y como éste le es presentado por José Aricó (201).

     La crítica al marxismo leninismo, si hemos de aceptar la provocadora tesis de Aricó, no es sólo la crítica de un tipo particular de racionalidad política autocrática, es también, y determinantemente, la crítica a una matriz de conformación social autoritaria, en donde el Estado conforma a la sociedad (202). En palabras de Aricó, «el leninismo se expandió en América Latina porque América Latina es un continente leninista» (203).

     No es casual por ello que uno de los tópicos centrales del pensamiento renovador en la América de los ochenta, sea la crítica al leninismo y la teoría de la revolución. El problema del orden, de la construcción de un orden democrático, constituye la preocupación central de un horizonte intelectual obsesionado por la imagen de la democracia como procedimiento y ordenación social (es en este contexto donde se comienza a leer a Norberto Bobbio en América).

     Para el caso del marxismo, la crítica se articula en dos dimensiones. La primera, está referida a problemas internos a la teoría que se hacen improcesables (204) desde el momento en que, a nivel mundial, se declara que el marxismo es una teoría finita incompatible con una filosofía de la historia, y con una visión de la transición pensada en términos positivos. Como es bien sabido, estas afirmaciones sobre la naturaleza de la teoría marxista (más propiamente sobre su estatuto) fueron hechas por Althusser con el objetivo de arrancar al marxismo de una larga tradición metafísica [176] que lo confinaba (205). Sin embargo, en tanto ellas marcaban de algún modo el límite insalvable de la teoría política marxista para pensar formas nuevas de acción política hegemónica, y, paralelamente, evidenciaban una incapacidad absoluta para elaborar una teoría del Estado en las sociedades modernas, no podían sino generar una catástrofe teórica inminente al interior del espacio argumental clásico de la letra marxista: una especie de bancarrota ad portas.

     La segunda dimensión de la crítica tiene relación con la exigencia (in)pensable al marxismo de elaborar una teoría del orden social (206). En este punto, la crítica ponía de relieve las limitaciones cognitivas de base de la teoría en sus exigencias de universalidad. La evidencia de que el marxismo constituía una teoría finita, se juzgaba como una incapacidad genética de la teoría para pensar las sociedades complejas. Así, no sólo Foucault afirmaba ya que el marxismo era una ideología del siglo XIX, sino que también, en nuestro medio, un latinoamericano como Mario Bunge confinaba los ejercicios dialécticos del materialismo a los límites de significación del siglo pasado (207).

     Si hemos de ser fieles a las dimensiones de la crítica, es posible afirmar que ella, en tanto crítica de las limitaciones y «errores» de la teoría, tiende a establecer por unidad de medida media la relación del marxismo con la democracia; entendida sólo en los términos estrictos de un proceso de regulación formal del ejercicio del poder.

     La lectura de Althusser en América, en este contexto, no puede hacerse sino a través de la línea de inversión de las significaciones establecidas anteriormente por la clausura semántica revolucionaria.

     Como ha observado un intelectual ligado a la renovación socialista chilena, este proceso de crítica y reformulación de las tradiciones cognitivas de base que alimentan la acción política de izquierda, es, en un primer momento, una crítica al pasado histórico y teórico de la izquierda revolucionaria de los sesenta (208). En este sentido, la crítica al marxismo es fundamentalmente una crítica a una forma específica de «marxismo en uso». Por ser esta la orientación principal de la crítica del socialismo renovado al marxismo, al menos en su primera etapa, lo que se cuestionará y criticará será el marxismo circulante en su reconocimiento político de fines de los años sesenta.

     Así, si a Althusser en una primera lectura se le normalizó en una significación que ponía énfasis en sus determinaciones cientificistas (por cierto, sometidas a autocrítica por el filósofo francés) (209), ahora, en la lectura de los ochenta, se le critica y se le normaliza en una lectura teórica y política que ve en él la culminación de las tendencias totalitarias del marxismo como saber absoluto. [177]

     La idea de un marxismo único, resulta aberrante para la lectura de la renovación socialista. La versión de un marxismo científico, capaz de oponer la verdad al error, la ciencia a la ideología, es incompatible con una comprensión de la democracia como organización social en donde la única epistemología aceptable es una epistemología descentrada (la idea es de Lefort).

     La clausura «renovada» del althusserianismo establece, así, una inversión de los valores expuestos por la clausura revolucionaria de los sesenta. De esta forma, en la operación de normalización y control semántico de la textualidad althusserista por parte de la renovación, se establece un continuo con la lógica de inversión que caracteriza en un primer momento a los esfuerzos por renovar el socialismo latinoamericano.

     En el ámbito de los efectos políticos de la teoría, se observa que la teoría del Partido vanguardia se funda en la noción del marxismo como Saber Absoluto: única ciencia del desarrollo histórico. Las tesis del Lenin del ¿Qué hacer? son vistas ahora en la imagen de un marxismo iluminista que se autoconstituye en «conciencia en sí» de la clase obrera porque le proporciona los recursos cognitivos que necesita para luchar por la transformación social (210). Sin el marxismo -como afirma críticamente Tomás Moulian- el proletariado no puede acceder a la conciencia lúcida, permanece en el nivel de la conciencia prisionera, incapaz de elevarse a la crítica científica del capitalismo (211).

     Pero, precisamente, es en esta reducción de la política a la ciencia donde la clausura de la renovación socialista descubre el estalinismo en Althusser. La teoría de la ciencia que hay en el marxismo es un punto originante de tendencias antidemocráticas (212).

     Con esta operación política de clausura semántica de los significados posibles del althusserianismo en América Latina, lo que se pretende es disociar, por un lado, toda articulación posible entre marxismo científico (213) y socialismo democrático, como, por otro, establecer una proximidad necesaria entre democracia y socialismo (entendido éste en la forma de participación del poder social).

     Sin embargo, la articulación presentada entre democracia y socialismo se establece de una forma tal que corre el peligro de borrar el carácter diferencial de los términos de la unidad resultante. En el énfasis democrático expuesto, la clausura del socialismo renovador anticipa las formas de un reduccionismo, en el cual todas las articulaciones políticas presentadas entre democracia-socialismo-marxismo son reducidas a uno de sus elementos: la democracia.

     En el ámbito teórico, la clausura del socialismo renovado dará lugar al ejercicio de un marxismo metodológico que al no alcanzar las formas analíticas de un marxismo crítico, tenderá a desaparecer del análisis social y de la retórica política (214). [178]

     Lo paradojal, sin embargo, es que la textualidad althusseriana lejos de haber agotado sus impulsos de significación, hoy parece cobrar actualidad en las críticas a las lecturas de la sociedad como totalidad centrada, así como en aquellas otras afirmaciones del todo social, en tanto sobredeterminación compleja de instancias sociales (215).



     LA FUNDACIÓN DEL (POST)MARXISMO: EL DESPLAZAMIENTO HACIA LO DISCURSIVO EN LAS FUENTES DE LA TEORÍA

     Tras la clausura semántica postrevolucionaria (216) del althusserianismo, y con el agotamiento de las energías críticas de la «renovación socialista», diversas formas de marxismo han comenzado a emerger y perfilarse en el horizonte intelectual de las ciencias sociales. Este fenómeno teórico, que al principio pareció sólo una singularidad típica del espíritu inglés (217), poco a poco ha ido consolidando formas propias en el mundo iberoamericano. Así, en un plano estrictamente intelectual, tanto en España como en América Latina el marxismo ha (218) vuelto a tener presencia -limitada es cierto- a través de recolocaciones cientificistas (si es que este término puede tener un sentido positivo) que enfatizan su potencial heurístico y analítico. Cierto es, sin embargo, que ya no se trata de pensar al marxismo como una «concepción del mundo», situada por encima de las ciencias, o como un sistema totalizante en el que todo encontraría su lugar, y al que las ciencias -como exige la filosofía especulativa- tendría que rendirle honores (219). De lo que se trata ahora, por el contrario, es de pensar al marxismo en los términos estrictos y limitados de un materialismo histórico reconstruido, o, en su defecto, de pensarlo como una variante particular de la sociología histórica o de la historiografía social. En cualquiera de sus casos, esta singular rehabilitación del marxismo en términos científicos implica, explicítese o no, una nueva fundación o lógica de fundaciones al interior de la textualidad marxista.

     Empero, la mayoría de estas (re)fundaciones del marxismo, operan, en tanto estrategias intelectuales desprovistas de referentes sociales concretos, sobre la base de una represión teoricista de una de las dimensiones constitutivas del pensamiento [179] marxista: la dimensión ideológica. Si el marxismo originalmente se constituye en la unión de lo ideológico y lo científico, o, en los términos de Adolfo Sánchez Vásquez, en el cruce de una dimensión emancipatoria y una dimensión científica (220), estas nuevas fundaciones del marxismo se constituyen en el cierre o represión práctica de toda política de la transformación.

     En Iberoamérica ha sido Ludolfo Paramio (221) quien ha ofrecido la justificación más convincente de la necesidad de pensar el materialismo histórico como una forma paradigmática de investigación social. En sus términos, la justificación de un postmarxismo se juega sólo en la posibilidad de un mayor rendimiento teórico del programa de investigación científica al interior de las ciencias sociales. Esto implica, por cierto, la cancelación de cualquier filosofía de la historia de rasgos teleológicos, como la eliminación de cualquier teoría de la revolución en el nuevo programa del materialismo histórico. En este nuevo programa, afirma Paramio, se pueden encontrar la sociología histórica y la sociología política formando un campo en donde los materiales historiográficos y el formalismo microeconómico puedan ser explotados al máximo sin ceder a la tentación de dejar que impongan sus reglas de juego. Ciertamente, este nuevo programa no ofrece la posibilidad de alcanzar leyes de la historia, ni anticipar estados futuros, pero sí de elaborar modelos y teorías de alcance intermedio capaces de comprender mejor el presente y explicar causalmente el pasado (222).

     La crítica de formas de postmarxismo como las de Paramio, elaboradas al amparo de los desarrollos del marxismo analítico, no es el objetivo de estas notas. Baste señalar, sin embargo, tanto la línea de continuidad de estas nuevas reconstrucciones con las exigencias teóricas que el althusserianismo realizara años atrás al marxismo (la elaboración de una ciencia histórica), como cierto tipo de limitaciones compartidas por el nuevo paradigma en lo que se refiere a los efectos de ruptura supuestos en la divisoria ciencia/ideología.

     A diferencia de las formas de postmarxismo señaladas, en el ámbito de la tradición neoalthusseriana latinoamericana encontramos la elaboración crítica de una forma de postmarxismo que no se piensa en la divisoria ciencia/ideología.

     Esta forma de postmarxismo neoalthusseriano, constituye un proceso particular de fundación latinoamericana del postmarxismo como marxismo radical o «postmetafísico».

     Si bien, la fundación de un postmarxismo latinoamericano, como marxismo radical, no es algo que se prefigure sólo en la textualidad althusseriana (223), es en ella en donde a configurado de un modo preciso una identidad teórica específica. La forma [180] de esta identidad está determinada por un giro hacia lo discursivo como producción social en la cual se funda toda significación. La afirmación de esta tesis sobre la naturaleza material de las significaciones (o de un modo más preciso de los discursos), se apoya sobre dos principios cardinales tomados de la língüística: 1) que las entidades significantes no tienen esencia sino que están definidas por redes de relaciones, tanto internas como externas, y 2) que los fenómenos significantes son posibles de descripción en tanto se determine el sistema de reglas que los produce.

     Tomando por referencia analógica el análisis marxiano de la mercancía, tal y como él se formula en el libro I de El Capital el postmarxismo latinoamericano afirma que los discursos son productos (productos materiales) que para ser reconocidos deben ponerse en relación con su proceso de producción. Una de las hipótesis principales que subyace a este enfoque -en opinión de Emilio de Ipola- «es la de que todo producto discursivo está necesariamente marcado por el proceso de producción que lo ha engendrado. Esas «marcas» no aparecen, por así decir, a simple vista («el valor no lleva escrito en la frente lo que es»), pero un cierto análisis puede sacarlas a la luz» (224).

     Siguiendo el análisis marxiano del modo de producción capitalista, Emilio de Ipola definirá el proceso social de producción de los discursos como constituido por la articulación (compleja) de tres procesos: a) el proceso directo de producción; b) el proceso de circulación, y c) el proceso de recepción (o «reconocimiento») de los discursos (225). Los discursos en este análisis son tratados como productos sociales inmersos en un circuito de producción que los determina y los conforma («marca») en diversas y múltiples formas (para el caso del consumidor de los discursos, que en el modelo marxiano de la mercancía tiene un rol pasivo, en los análisis del postmarxismo neoalthusseriano, gracias a los trabajos de Oswald Ducrot sobre los performativos, éste tiende a representar un rol activo y principal, por cuanto también determina en su recepción las formas del producto).

     Ahora bien, presentado el modelo general de análisis y algunos de sus supuestos principales, es posible hacer notar que el neoalthusserianismo latinoamericano tiene la posibilidad de pensarse como recomienzo del marxismo, sólo en el momento en que establece un complejo de unidades temáticas, junto a un horizonte ruptural capaz de constituirlo.

     El complejo de temas que dan identidad al postmarxismo latinoamericano se relacionan a problemáticas vinculadas a una teoría de la ideología de matriz althusseriana (226), a la elaboración de una teoría de las subjetividades sociales, y a los problemas de una política democrática de transformación social (227).

     En lo que se refiere al horizonte de fractura que es pensado como constituyente del postmarxismo, este tiene que ver con una serie de dislocaciones llevadas a cabo [181] en el orden general del «saber moderno». Para marxistas postclásicos como Ernesto Laclau, estas transformaciones se fundan en una triple ruptura de los objetos o unidades últimas de análisis del saber del siglo XIX, de sus relaciones y de las formas políticas en ellas sustentadas.

     Según Laclau, esta triple fractura a nivel de los objetos y relaciones del pensamiento del siglo XIX, se verifica en el horizonte general de las ciencias sociales contemporáneas. Así, por ejemplo, la unidad del hecho histórico salta hecha pedazos desde que la escuela de los Annales refiere la construcción del objeto «hecho» a una sobredeterminación de temporalidades; el fonema, como objeto último de análisis de la fonología clásica, es deconstruido en su naturalidad por los trabajos del círculo de Praga; la ilusión de una forma lógica única de la lengua es desalojada tras la filosofía del segundo Wittgenstein, la unidad de la conciencia es puesta en cuestión por los trabajos del psicoanálisis, etcétera. En el ámbito del marxismo, la unidad última de análisis es la «clase». En la lectura del postmarxismo, esta unidad límite de análisis se disuelve en la medida en que un conjunto de determinaciones que el siglo XIX consideraba como necesariamente ligadas tiende en la actualidad a disolverse en identidades sociales complejas y sobredeterminadas (228).

     En lo que se refiere a la transformación de la relación entre los objetos, ésta opera como una transformación de su sentido de significaciones. Si para el 'saber' del siglo XIX, la relación entre los objetos es preferentemente una relación naturalística, de positividad o externalidad. En la actualidad, a partir de los trabajos de la lingüística estructural y de la filosofía del segundo Wittgenstein, las relaciones entre los objetos tienden a ser cada vez más representadas como relaciones contingentes (esto es, no naturales: recuérdese la afirmación sausseriana de la arbitrariedad del signo), y no completamente determinadas por su contexto de emergencia (se instala aquí la problemática wittgensteiniana sobre seguir una regla). Para el marxismo clásico, en la lectura que de él puede hacerse desde cierto materialismo discursivo, las relaciones con el mundo están determinadas por la búsqueda de leyes universales de orden cuasi-natural. En su teoría de la sociedad, por tanto, prima una lectura «objetivista» de las relaciones sociales, las cuales son pensadas con prescindencia a cualquier problemática sobre la producción social de sentido.

     En el orden de las transformaciones de la política, se advierte que la crítica del esencialismo, se constituye en punto nodal de ruptura con una forma de hacer política que postula vínculos necesarios entre fenómenos. Las posibilidades de pensar la política en los términos de una construcción discursiva de lo social, pueden advertirse, asimismo, a través de la radicalización del concepto gramsciano de hegemonía (en el caso del postmarxismo de Laclau y Mouffe, p.e.), o, a través de la reelaboración de la teoría althusseriana de la ideología (en la perspectiva indicada por Michel Pêcheux, p.e.). En este sentido, la práctica revolucionaria, como práctica hegemónica, tiende a «ser vista como una proliferación de discursos que intentan articular demandas democráticas, populares y socialistas y que en el curso de su formulación [182] no declaran simplemente lo que la realidad es: son actos performativos que la constituyen (229).

     Para concluir esta breve introducción a una genealogía del postmarxismo en América Latina, es posible afirmar que estamos asistiendo a un desplazamiento y reemplazo de las fuentes originales del primer clasicismo marxista. Así, si en cierto sentido puede afirmarse que las fuentes fundadoras del marxismo de fines del siglo XIX fueron la economía política clásica, la historiografía social de la Revolución francesa, y las filosofías sistemáticas del Idealismo alemán, hoy es posible afirmar, tras la enunciación althusseriana, que estas unidades de significación simple del conjunto social son objeto de un desbordamiento complejo, de orden discursivo (230), que pone énfasis en una lectura simbólico-relacional de lo social/real. [183]





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Entre el espectáculo y el escarmiento: el Presidio Ambulante en Chile (1836-1847)

Marco Antonio León León

(231)

     INTRODUCCIÓN

     La construcción de un sistema carcelario en Chile a lo largo del siglo pasado, no fue una tarea sencilla para quienes debieron preocuparse de legislar, organizar y materializar diferentes experiencias penales que pudieran paliar en parte el problema de la criminalidad. Desde el término del proceso independentista, era posible apreciar un aumento en la delincuencia urbana y rural, hecho que no fue desconocido por las autoridades, pero que tampoco implicó la toma de medidas concretas destinadas a remediar la situación.

     Fue en este contexto que se ensayaron diferentes formas para aminorar el bandidaje, el robo y otra serie de delitos que por lo general quedaban sin resolver, debido a la precaria situación en que se encontraban las cárceles de la naciente República. Si bien el deterioro de los recintos penales era ya evidente a fines del siglo XVIII, las guerras de la Independencia y la prioridad dada a otras materias estatales, relegaron el problema carcelario de las políticas gubernamentales a un segundo plano. Una vez consolidado el Estado, se pensó que la isla de Juan Fernández -presidio realista durante el período de Reconquista- podía ser de utilidad para trasladar allí a los reos de mayor peligrosidad, mientras las cárceles del continente se destinaban a los presos recluídos por delitos menores.

     No obstante, la lejanía de la isla, y por ende la escasa posibilidad de mantener una comunicación permanente con las autoridades del presidio, se tradujo en una serie de insurrecciones y levantamientos que, a inicios de la década de 1830, conmocionaron a los personeros de Gobierno. Fue por estas razones que la implementación del Presidio Ambulante -a iniciativa del entonces Ministro del Interior, Diego Portales-, constituyó, a nuestro entender, un segundo ensayo punitivo destinado a disciplinar la población reclusa de mayor peligrosidad, no sólo a través del encierro, sino también por medio de la humillación pública a que se veían sometidos los presidiarios en una cárcel compuesta de «jaulas rodantes», que se trasladaban a aquellos sitios que requerían fuerza de trabajo de mínimo costo.

     En este sentido, nuestro trabajo pretende demostrar que la experiencia reclusoria del Presidio Ambulante (o de los Carros, como se le llamó por lo general), constituye un ensayo penal más del Estado chileno en su afán por materializar un sistema [184] carcelario nacional y eficiente. Es asimismo, una etapa transitoria, ya que si bien se plantea como alternativa al establecimiento de colonias penales en la isla de Juan Fernández y en Magallanes, se encuentra distante de esas experiencias por involucrar un uso «productivo» de los reos en obras públicas; y por estar lejano de las nuevas ideas regeneradoras del criminal a través del encierro solitario, que van a propugnar los defensores del régimen penitenciario. Esta última propuesta, encontrará respaldo estatal cuando se dicte el decreto que establezca la Penitenciaría de Santiago en 1843. Terminada la obra mayor, los reclusos del Presidio Ambulante poblarán sus celdas cuatro años más tarde.

     Igualmente, deseamos demostrar que el Presidio General (232) de los Carros, sintetiza los postulados penales del Antiguo Régimen, al asociar la humillación con el castigo físico; y los nuevos principios racionales, que convierten al reo en un sujeto que puede ser rehabilitado y en una unidad productiva que debe costear su «mantención en el presidio», a través del trabajo forzado.

     Por último, examinar este tema es una vía de acceso para el estudio de los mecanismos de control social de una época -o «disciplinamiento» si se quiere-, que permiten entender no sólo los sufrimientos de los afectados, sino por supuesto la lógica con que se maneja el poder en una determinada sociedad. No se trata de imponer un criterio foucaultiano en este análisis (233), sino más bien de entender que dicho control social es una categoría histórica que también experimenta cambios en el largo y mediano plazo. Estudiar este concepto en una coyuntura precisa y con fuentes contemporáneas, es parte de nuestro intento.



     EL SISTEMA CARCELARIO CHILENO Y EL PRESIDIO AMBULANTE

     A fines del siglo XVIII, es posible comprobar un aumento en la población de las grandes ciudades como Santiago y Valparaíso, que origina en la zona central de Chile la aparición de poblados espontáneos y una masa de individuos, la mayoría de ellos sin instrucción ni oficio, que terminan por caer en la mendicidad o la delincuencia. La política de poblaciones borbónica, si bien intentó a su manera asentar dicha masa flotante en ciudades o villas específicas -reguladas por autoridades y sujetas al control central de Santiago-, no pudo evitar que la situación de inseguridad en los campos y en algunas ciudades se modificase mayormente (234).

     El problema se tradujo no sólo en la lenta administración de justicia, sino también en el deterioro evidente de las cárceles que, por lo general, se encontraban sin fiscalización y con carencia de medios económicos, pues los cabildos locales no privilegiaban su mantención frente a otras prioridades edilicias. Las nuevas villas, aunque gozaban de cárceles más seguras, con el paso del tiempo eran víctimas de parecidos inconvenientes financieros que terminaban por convertir a los recintos penales en meros símbolos del respeto a la ley. [185]

     La llegada del proceso emancipador no cambió radicalmente esta situación, pues junto con los desórdenes propios que ocasionaban las guerras entre patriotas y realistas, se sumaba la acción de grupos de bandidos y forajidos que, o sumando sus ataques a un bando o actuando en forma individual, terminaban por aumentar la cotidiana inseguridad que se vivía en las áreas rurales. Por otra parte, en las ciudades, los índices de peligrosidad también se incrementaban, en la medida que los esfuerzos de las autoridades chilenas estaban encaminados a repeler el ataque enemigo. Sin embargo, una vez consolidada la Independencia Nacional, las preocupaciones inmediatas fueron restablecer o constituir un nuevo «orden social republicano», que implicaba poner remedio al aumento de la criminalidad (235).

     Hasta ese momento, lo que podríamos denominar el «sistema carcelario chileno», estaba compuesto por las cárceles santiaguinas y locales que eran la herencia de la administración borbónica, y que por supuesto no se encontraban en mejor estado desde fines del siglo anterior. La despreocupación frente al problema carcelario no descansaba sólo en las vicisitudes económicas, sino además en el concepto mismo que se tenía de estos espacios de reclusión. La cárcel era concebida por la legislación del Antiguo Régimen, como un lugar de tránsito donde se esperaban condenas mayores, como la ejecución pública, la expropiación de bienes o el destierro. Por ende, no había mayor esmero en su mantención física ni se pensaba remotamente que pudiera ser el lugar de castigo y redención para quien, después de atentar contra la sociedad, encontraría en la soledad de su encierro la reflexión y el perdón de sus culpas, reintegrándose así a la comunidad como un individuo rehabilitado. Igualmente, se descuidaba la inspección de estos recintos, situación que se reflejaba en las actas de visita de cárcel, por lo general poco informativas y redundantes en sus registros (236). Este contexto, fue el que el Estado chileno una vez organizado trató de modificar dentro de sus medios.

     La tarea emprendida no constituía un asunto fácil, pues las prioridades estatales se concentraban en la resolución de problemas de Hacienda, Gobierno Interior y otras materias, razón por la cual el presupuesto debía acomodarse a los gastos y no efectuar desembolsos innecesarios de dinero. Pero el desorden social era un «fantasma» omnipresente que debía ser remediado, al menos de manera parcial. En esencia, la raíz de los males descansaba para muchos en los reos de más alta peligrosidad, los cuales no podían encontrarse junto a individuos detenidos por delitos simples en los mismos recintos carcelarios. Para solucionar tal situación, las [186] autoridades estatales optaron por habilitar el antiguo presidio español situado en la isla de Juan Fernández, tristemente célebre por convertirse en la cárcel de muchos patriotas durante el período de Reconquista española (1814-1817) (237).

     Originalmente, se pensó en establecer, más que un simple presidio, una colonia penal que sirviera para recluir a los reos más conflictivos y evitar sus reincidencias, pues, se pensaba que la lejanía respecto del continente y la convivencia obligada entre presos y carceleros podían desincentivar futuros delitos. En este sentido, la soledad se interpretaba como un castigo ejemplificador, pero dicha soledad estaba acompañada de maltratos físicos, escasez de víveres y falta de comunicación con las autoridades centrales, lo que provocaba un clima de hostilidad y avivaba los deseos de rebelión por parte de los recluídos y del propio personal de guardia. Fue esta coyuntura la que motivó distintas sublevaciones y creó una percepción negativa sobre esta experiencia carcelaria:

                «La mayor de las islas de Juan Fernández, que continuaba guardada como plaza militar y sirviendo de residencia penal para los reos de delitos graves, habíase convertido en teatro de frecuentes desórdenes y alzamientos de parte de los mismos confinados, para quienes el arribo de cada buque a las costas de la isla no podía menos de ser un aliciente tentador a la fuga» (238).           

     Desde inicios de la década de 1830, una seguidilla de motines y sublevaciones se presentaron en la isla. Los más conocidos, en particular por haber concitado el interés de la prensa, ocurrieron en diciembre de 1831; en febrero de 1834 (239); y en agosto de 1835, donde los prisioneros llegaron hasta las costas de Arauco, siendo aprehendidos con posterioridad.

     Al hacerse presentes los problemas que implicaba la mantención del presidio de Juan Fernández, numerosos intelectuales, entre ellos Andrés Bello, comenzaron a plantear la posibilidad de reformar el sistema carcelario existente, no mediante la creación de nuevas colonias penales, sino a través de la adopción del «régimen penitenciario», basado en la reclusión del delincuente en una celda individual donde, mediante el trabajo y la oración, se lograría la enmienda del criminal, objetivo que se alejaba claramente de la realidad carcelaria chilena. Aunque durante dicha década El Araucano se encargó de difundir las nuevas ideas (240), éstas eran sólo proyectos que necesitaban de un respaldo financiero que el Estado chileno aún no podía asumir. [187]

     Sin embargo, el Ministro del Interior del Presidente Joaquín Prieto, Diego Portales, aunque estaba en conocimiento de las nuevas posibilidades que implica poder adaptar a la realidad chilena el régimen penitenciario, se dio cuenta de que tal iniciativa requería tiempo y recursos, variables que el Ministro debía relegar, al menos por el momento, para concentrar sus esfuerzos en la planificación de un medio efectivo y rápido que permitiera el castigo de los delincuentes para así desincentivarlos de cometer futuros delitos. Fue en este contexto que planteó la posibilidad, en 1836, de establecer un Presidio Ambulante donde:

                «... mediante la construcción de cierto número de jaulas de fierro montadas sobre ruedas, debían ser encerrados los criminales de mayor grado y ser conducidos donde conviniera para trabajar en la apertura y reparación de caminos u obras de pública utilidad» (241).           

     No se sabe con certeza cuál pudo ser el origen de esta idea por parte de Portales, pues desconocemos algún establecimiento similar en Chile durante los años anteriores. Sin embargo, Foucault, examinando la penalidad francesa del Antiguo Régimen, describe un sistema parecido cuando señala: «Los carros hirieron vivamente la imaginación popular. Se les representaba como jaulas destinadas a conducir fieras; y las autoridades procuraron explotar el terror de los carros, creyendo encontrar en ese recurso un freno al desarrollo de la criminalidad» (242). En Chile, este planteamiento pudo resolver al menos los problemas más urgentes para ese entonces: la reclusión de los criminales peligrosos en una cárcel con poco costo; y el control de la población penal a través de un cuerpo armado y de una serie de trabajos de bien público. Estos eran al menos los argumentos expuestos por Portales en su «Memoria del ministerio», consolidando así una nueva experiencia penal en el país:

                «Se ha celebrado otra contrata con los señores Jacob i Brown de Valparaiso para la construcción de veinte carretas, con el objeto de establecer un presidio ambulante que reemplace el de Juan Fernández, i trabaje principalmente en la apertura de caminos i otras obras de utilidad comun; proyecto que sin aumentar los costos con que actualmente grava el presidio al erario, los hará mucho mas fructuosos al público; evitará el peligro, que hemos visto mas de una vez realizado, del levantamiento y fuga de un número considerable de fascinerosos, capaces de los mas atroces atentados; proveerá mejor a su reforma penal, infundiéndoles hábitos de laboriosidad i disciplina; i substituirá a la confinacion en una isla remota i desierta una pena mas a propósito para producir el escarmiento, que es el objeto primario de la lejislacion penal» (243). [188]           

     Como se puede apreciar a través de este documento, el sentido general de la reforma penal para Portales continuaba siendo el escarmiento, única medida ejemplificadora que podía desincentivar el delito. En este sentido, el Ministro, si bien podía tener conocimiento de los principios generales del nuevo régimen penitenciario, no descartaba el uso de los antiguos medios punitivos coloniales. De esta manera, el «palo y bizcochuelo», frase bastante conocida de este personaje, era también llevada a la práctica en una iniciativa de castigo más que de rehabilitación. Aunque Portales no tuvo tiempo de apreciar los resultados de este ensayo penal, el paso de los años y los evidentes errores de organización, pronto se hicieron notar.



     UNA NUEVA EXPERIENCIA PUNITIVA

     No es un misterio para nadie la síntesis que Portales logró consolidar en lo que respecta a la imagen de la autoridad pública, mezcla de legados coloniales e ideales republicanos que transformaban al Presidente de la Nación casi en un monarca, según lo ratificó la Constitución de 1833. Por tales razones, no se aleja de esta característica la idea de que Portales en su concepción general de lo que «debía ser» la reforma penal, sintetizara igualmente el escarmiento del Antiguo Régimen con la utilidad que los reos podían prestar al naciente Estado a través de su ocupación en obras públicas. En este sentido, Portales si bien llegó a pensar que era posible la regeneración de los delincuentes, mantuvo el principio de que dicha regeneración pasaba por el trabajo forzado y no por la reflexión o el apoyo de la religión para convertir al transgresor en un individuo más de la sociedad. Por lo tanto, buscó en el rigor de la disciplina física y no en la ley, el remedio a las dificultades originadas por los delincuentes en Chile (244).

     Fue por estas razones que dicha experiencia de castigo comenzó paulatinamente a caer en descrédito para la comunidad, los intelectuales y las autoridades gubernativas. En un principio, fueron las propias limitaciones materiales las que llamaron la atención sobre el descuidado estado de los denominados «carros». Aquellas jaulas de hombres, no prestaban en realidad las condiciones más esenciales para que los reos pudiesen corregir sus conductas. Cada carro contenía hasta 14 reclusos, con «sendas cadenas, entre los que solían verse colleras de a dos ligados por el mismo hierro» (245). De igual forma: «Los criminales estaban ligados de dos en dos por fuertes cadenas sujetas a un sólido anillo de fierro remachado en una pierna, a la altura del tobillo» (246). A esto debía agregarse que fuera de los trabajos forzados, el resto del tiempo los reos sólo residían en las diferentes jaulas sin aprender un oficio o alguna actividad que les permitiera, una vez cumplida su condena, desempeñarse fuera del presidio. [189]

     Dicha «cárcel rodante» se estableció en Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Valparaíso, Talca, Maule y Concepción (247), pero el más conocido por ser foco permanente de desórdenes fue el que estaba situado en Valparaíso. El Gobierno comprendía que las condiciones no eran las más aptas, pero también tenía conciencia del carácter transitorio de esta «prisión ambulante», por lo cual sus esfuerzos se concentraban por entonces en la búsqueda de una nueva isla para presidiarios o en la edificación de un nuevo recinto penal. De allí que el Ministro de Justicia, Mariano Egaña, reconociera en 1839 que el Presidio Ambulante «sólo puede reservarse para los reos condenados por corto tiempo» (248).

     Los inconvenientes de este ensayo penal comenzaron pronto a manifestarse, en especial por la falta de una reglamentación apropiada que definiera las normas a las que debían someterse tanto los reos como los encargados de la guardia del presidio. En una comunicación del Gobernador militar de Valparaíso al Ministro de Justicia, se dejaba constancia de los serios inconvenientes que presentaban los carros a sólo dos años de su creación. Pero lo más llamativo de este informe, era que los protagonistas de las fugas fueran no los presidiarios, sino los encargados de custodiar la cárcel móvil:

                «La deserción de los soldados que guarecen dicho Presidio y la fuga de los presidios son continuas y no hay medio de contener semejante escándalo. En mi sentir la causa de esto es el carecer el Comandante del Presidio de una regla fija a que ceñirse para castigar desde la menor hasta la mayor de las faltas, en que incurren los presidiarios y los soldados» (249).           

     Estos acontecimientos, a medida que transcurrían los años, se convirtieron en críticas comunes al Presidio Ambulante. Sin embargo, ¿cuál era el motivo por el que el Gobierno no dictaba un reglamento para organizar definitivamente los carros? Sin duda alguna el hecho de que se considerara a este presidio sólo como una etapa previa a la organización de una cárcel más efectiva, contribuyó a que legislativamente se retrasara cualquier norma que lo definiera de un modo permanente. Asimismo, debemos recordar que su mentor intelectual, Portales, ya había fallecido, por lo cual las autoridades existentes no se esmeraron en sancionar esta iniciativa, dejándola existir de hecho, pero sin amparo en la legalidad. Pudo haber contribuido a esta idea, el que desde fines de la década de 1830 se insistiera en las memorias ministeriales en destinar fondos para la construcción de un nuevo recinto, pero como tales ayudas económicas se retrasaban más de lo esperado, debió optarse finalmente por reglamentar el Presidio de los Carros. Tal situación, sólo se materializó [190] en enero de 1841 (250), cuando ya se hacía evidente para muchos personeros la inutilidad de normar una institución carcelaria que no tenía mayor futuro. Prueba de esto último, es que el texto mencionado era bastante escueto y sancionaba situaciones que ya existían, como el hecho de que el superintendente del Presidio (el Gobernador Militar de Valparaíso) pasaría al Ministro mensualmente un informe sobre el estado de dicho lugar de reclusión (art. 2º). En lo que respecta a las fugas, sólo se indicaba que el Superintendente se encontraría informado de éstas a través de las comunicaciones del director del Presidio -cargo que no era especificado en sus funciones ni forma de generación- (art. 4º).

     Un ejemplo de tales informes, es el que presenta el superintendente del Presidio al Ministro del Interior, en febrero del mismo año. Por supuesto, las impresiones son negativas y las imágenes recurrentes de fugas, desórdenes y falta de organización, son un llamado constante a restablecer la isla de Juan Fernández o destinar los reos a otras cárceles del territorio. En tal sentido, la advertencia del Superintendente involucra el efecto pernicioso que esta verdadera «bomba de tiempo humana» puede provocar en la región:

                «Los resultados perniciosos del actual sistema son demasiado obvios. En efecto, en el estado actual de cosas, no hai un instante en que no peligre la seguridad pública: porque peligran, a un tiempo, la existencia de todos los moradores de las haciendas circunvecinas, la de los viajeros que transitan continuamente por ese camino i aun la tranquilidad de Santiago i Valparaíso, cuyas riquezas pueden servir de aliciente a esas naturalezas malas para emprender un golpe de mano» (251).           

     La evaluación final del establecimiento contrarrestaba las expectativas iniciales, ya que la mantención de los presos y su alto índice de escapes convertían a este recinto en una costosa carga para el Estado, donde ni siquiera los trabajos forzados habían cumplido las iniciales expectativas:

                «... el presidio no ha producido la menor utilidad: pues en el corto tiempo que va transcurrido desde que se adoptó la medida de componer el camino con cuadrillas pagadas, se ha adelantado mucho más que lo que se había logrado en años i gastando injentes sumas en la mantencion i seguridad de los reos i compostura de carros i prisiones» (252).           

     Pero este tipo de argumentos no constituían ninguna novedad, pues ya en 1838 se había comprobado que preservar los carros era más costoso que los eventuales «progresos» a que podían contribuir los reclusos con su trabajo, según expresó un artículo del periódico El Valdiviano Federal: [191]

                «... el trabajo forzado de los prisioneros no compensaba los gastos de su mantención y custodia, ¿y como podrán compensarlo los destinados a los carros que giran por los campos, donde falta una autoridad respetable, que vele sobre ellos...» (253).           

     Si bien se sabía con certeza que el Presidio Ambulante no podía proyectarse más allá de algunos años, hubo necesidad de mantenerlo a pesar de que las críticas en contra de su administración ya se manifestaban por parte de la prensa periódica y de quienes tenían oportunidad de apreciar el deprimente espectáculo que ofrecían estas jaulas en algunas zonas de Valparaíso los días en que, por causa de la lluvia u otros inconvenientes, los reos se veían obligados a permanecer en los carros a la vista de los transeúntes. En este sentido, puede apreciarse que aún persistía la noción de que la exposición del delincuente a los ojos de la comunidad, podía producir efectos positivos que impidieran la reincidencia de delitos. Es decir, a través de la humillación colectiva se intentaba enmendar al criminal, idea que por supuesto no tuvo resultados prácticos, pero que respondía a la lógica de castigar el cuerpo para conseguir la redención del alma, según recuerda Michel Foucault (254).

     Uno de los acontecimientos que inicia el declive definitivo del Presidio ambulante, es sin duda la revuelta que se produce en el camino a Valparaíso (Peñuelas) el 14 de marzo de 1841 (255). Un parte publicado en El Araucano, entrega un balance humano de las consecuencias desastrosas de este hecho, haciendo aún más evidente la pronta construcción de otro recinto carcelario:

                «La fuerza de la guarnición del presidio era de un oficial, 2 sarjentos, 3 cabos, 1 corneta y 28 soldados. La del presidio era de 122 personas, de las cuales perecieron en la refriega 27, quedaron heridos 8, y existían en los carros 67. Se echan menos 20; pero de este número es presumible que haya algunos muertos y heridos, que aún no habían podido descubrirse. Se dió aviso de inmediato a la justicia de las inmediaciones y es de esperar que muchos de los prófugos sean inmediatamente apresados» (256).           

     A pesar de que este suceso podría haber desincentivado la reclusión en el Presidio, tenemos noticias de que al año siguiente se encontraban más de 120 reos cumpliendo su condena en las mismas condiciones inhumanas de encierro, falta de alimento y carencia de apoyo médico y religioso.

     ¿Cuál era la causa de que pese a los nombrados inconvenientes, estas «jaulas ambulantes» siguieran existiendo? Para las autoridades, la respuesta era simple: la [192] falta de recursos que permitieran de inmediato trasladar a la población penal a un recinto más seguro. No obstante, las gestiones para sancionar legalmente la construcción de una Cárcel Penitenciaría se aceleraron, aunque se sabía que por el momento mantener el Presidio era un «mal necesario». Prueba de ello, son los informes del Ministro de Justicia, Manuel Montt, quien en 1842 comentaba las alternativas estudiadas para crear una cárcel alternativa a la prisión de los carros. Lugares como la isla Mocha y el Archipiélago de Chiloé, se presentaban como candidatos para el establecimiento de un nuevo recinto de reclusión, pero su lejanía del gobierno central y el «fantasma» de las sublevaciones ocurridas en Juan Fernández, por lo general desincentivaron estas iniciativas (257).

     Una medida concreta para la construcción de un sistema carcelario efectivo, fue sin duda la aprobación del proyecto de ley, el 19 de julio de 1843 (258), que inauguraba el régimen penitenciario en Chile y que disponía la creación de una Penitenciaría en Santiago. En este espacio, como se señaló, sería la reflexión solitaria, el trabajo en talleres y el apoyo de la religión, los factores que ayudarían a recapacitar al delincuente; no el castigo ni la exposición de su persona a la humillación colectiva (259). Este era el sentir del Ministro Montt en su Memoria de 1843, reafirmando las esperanzas de que a través de este proyecto se modificara la situación penal de Chile:

                «Habiendo por otra parte resultado infructuosas las tentativas hechas para trasladar el presidio ambulante a algunas de las islas de la República, i persuadido de que no convenía alejar este establecimiento de la inmediata inspeccion de las principales autoridades, no ha encontrado el Gobierno otro partido mas útil que abrazar, que la construccion de una cárcel penitenciaría a las inmediaciones de Santiago. Incalculables son las ventajas que el sistema de reclusión adoptado en muchas prisiones de los Estados Unidos de América, tiene sobre cualquiera otro de los que se han puesto en práctica hasta el dia. Ninguno reune a tal punto todas las condiciones necesarias para la correccion de los delincuentes. En él se atiende con mayor esmero a su educacion relijiosa, se ilustra su entendimiento por medio de la instruccion primaria, i se provee a su futura subsistencia por la enseñanza de un oficio lucrativo» (260).           

     Las ventajas señaladas por Montt, eran en esencia los postulados que debían materializarse para las autoridades del país. Pero sólo hasta que la construcción del edificio de la Penitenciaría estuviese avanzada, podrían trasladarse definitivamente [193] los reos de los carros, razón por la cual el esfuerzo de los encargados directos del Presidio fue aminorar las fugas, el descontento de los guardias y evitar así nuevos hechos de sangre. De hecho, las memorias ministeriales siguientes (hasta 1847 por lo menos), más bien describen los avances que se han hecho en la mantención de los presidiarios y, por ende, la baja significativa de revueltas y evasiones.

     Respecto de las críticas, éstas surgen, en cambio, por el costo de la nueva construcción penitenciaria, situación que termina por afectar el presupuesto nacional y los fondos destinados a las provincias, como lo recordaba un artículo de prensa aparecido a poco de aprobada la creación de la Penitenciaría:

                «¡Cuanto no habría podido decirse contra el proyecto de cárcel penitenciaria! Por ahora sólo indicaremos, que el embuelbe la injusticia de invertir una gran suma de fondos nacionales, que han erogado todas las provincias en la construcción de un gran edificio en el centro de la una» (261).           

     Estas aseveraciones no eran sólo una mera exageración, ya que las Leyes de Presupuesto aprobadas a partir de 1843, entregaban una cantidad no despreciable de dinero (50.000 pesos de la época), para la edificación de la Penitenciaría, en circunstancias que el presupuesto para la sección Justicia del ministerio (recordemos que incluía además las áreas de Culto e Instrucción Pública), debía dividirse entre los fondos destinados a la administración de justicia y el sostén de las prisiones (262).

     Pese a que la mencionada edificación podía no ser compartida por un sector de la opinión pública, y debido a la apremiante situación penal que ya hemos anotado, los trabajos continuaron su marcha para habilitar al menos las secciones más importantes. Para 1846, el Ministro Antonio Varas, menos optimista que Montt en el mejoramiento de algunos aspectos del Presidio Ambulante, expresaba en su memoria de un modo tajante que:

                «Aun subsiste el presidio jeneral, a pesar de que cada día se hacen mas notables sus graves inconvenientes i sentir con mas urjencia la necesidad de abolirlo. Aumentando considerablemente el número de reos condenados a esta pena, se han aumentado tambien las dificultades de custodiarlos i de hacerlos trabajar i por consiguiente su inseguridad i su influencia desmoralizadora. Si no estuviese tan próxima la época en que la cárcel penitenciaria reemplace al presidio jeneral, era de preferir el restablecimiento del antiguo presidio de Juan Femández» (263).           

     Debido a las transformaciones producidas en la concepción general de lo que debía ser la legislación penal, y gracias a los avances en la construcción de la Penitenciaría; [194] el Presidio de los carros tuvo sus días contados. Incluso sus propias normativas -tardíamente dictadas como se dijo-, comenzaron a ser revocadas por las autoridades. Mediante un decreto del 5 de marzo de 1846, por ejemplo, se suprimió el cargo de director del Presidio (art. 1º). Tuvo igual destino el mayordomo de víveres (art. 6º), en cuyo defecto se nombró «un ecónomo encargado de proveer al mantenimiento de los presos, tropa que los custodia i demas exijencias del establecimiento» (264). Esta medida era transitoria, pues una vez organizada la cárcel penitenciaría se efectuaría un «arreglo permanente».

     Igualmente, este decreto era una muestra clara de que el Presidio se extinguiría de un modo definitivo y que su natural sucesora, la Penitenciaría, sería el establecimiento que en el futuro acapararía la atención de las autoridades y la población. Por ello, cargos como el de Superintendente del Presidio, también fueron definidos ambiguamente mientras no existiese un traslado efectivo al nuevo recinto carcelario. Esto fue lo acontecido con Manuel Montt, nombrado «superintendente del Presidio Jeneral, i de la Cárcel Penitenciaria cuando se establezca» (265). Puesto al que más tarde renunciaría por otras obligaciones.

     Para 1847, aunque las instalaciones de la Penitenciaría no se encontraban finalizadas, comenzó el traslado de los reos del Presidio Ambulante, dando muestra de la imperiosa necesidad de transportar como fuese necesario a una población reclusa de alta peligrosidad. Como recordaba años más tarde Francisco Ulloa, subdirector y contador del nuevo recinto:

                «Echáronse los cimientos de la Penitenciaría en el año antes citado (1843), i cuatro mas tarde, no obstante encontrarse la obra mui distante de su total terminacion, el gobierno, a peticion del director de los carros, ordenó la traslación de los reos encarcelados en éstos» (266).           

     Lo significativo de este hecho no es sólo que se produjera el transporte de los reclusos a un edificio aún no terminado, sino que dicho acontecimiento respondiera a las ideas generales de rehabilitación que apoyaban el proyecto penitenciario. Un documento bastante ilustrativo al respecto, es la ley que el 25 de septiembre de 1847 (267) precisó detalladamente el movimiento de reos, su encierro, la organización de las autoridades transitorias y la inmediata educación que debían recibir los presidiarios.

     Dicha ley establecía que el director de la Penitenciaría, al menos en la parte habilitada para recibir a los delincuentes, sería el mismo director del Presidio de los Carros (art. 1º), conservando por ende las obligaciones que tenía en la antigua institución. Por otra parte, se colocarían cuatro reos en cada una de las celdas que estuviesen a disposición de los «nuevos residentes» (art. 2º). Aunque la idea original del proyecto penitenciario era que existiese un reo por celda, se suponía que esta [195] agrupación de cuatro personas también tendría un carácter transitorio, que desaparecería al concluirse el resto de los patios destinados a separar a esta población penal de acuerdo a sus delitos. Aunque esta situación en parte se cumplió, desde la segunda mitad del siglo pasado se hicieron evidentes problemas de hacinamiento (268), pero eso es parte de otra historia.

     Los ideales rehabilitadores se resumían en diferentes disposiciones que intentaban desde un principio cambiar la imagen de los establecimientos penales conocidos hasta entonces. Por ello, al agrupar a los reos en una celda, debía procurarse que uno de ellos supiera leer, «sirviéndole esta enseñanza, segun sus resultados, de mérito bastante para consultarle alguna rebaja en el término de su remate» (art. 4º). Asimismo, el capellán sería otro apoyo en lo concerniente a la instrucción religiosa (art. 5º); al igual que las sesiones de ejercicio físico en relación al desarrollo del cuerpo y el cultivo de la salud: «El tiempo del ejercicio será solamente de una hora para los cuatro que estuviesen en cada celda, no pudiendo nunca salir a la vez mas de este número i con la custodia de dos soldados por lo menos, que los vijilen» (art. 7º).

     Como el Presidio de los Carros no se había desmantelado por completo, aún quedaba su presencia material en muchos de los patios inconclusos de la Penitenciaría, permaneciendo en ellos reos de delitos menores que eran escogidos para adelantar algunos de los trabajos del establecimiento (art. 11º). Es decir, continuaban, bajo el rótulo de una institución rehabilitadora, sutiles formas de trabajo forzado.

     De esta manera, con 60 celdas concluidas (269), la Penitenciaría de Santiago se convirtió en la normal sucesora del Presidio Jeneral de los carros, modificando en gran parte la situación de los reos. Así también lo consideró un artículo del periódico El Progreso que, estableciendo un paralelo entre estas dos formas de reclusión, se inclinaba definitivamente por la última:

                «...si consideramos estas jaulas de bestias feroces, con sus charcos de inmundicia que les servían de alfombra y sus fétidas exhalaciones que respiraban sin cesar a toda hora; si consideramos todo esto, no podemos menos en consentir en que el presidiario de los carros ha mejorado hoy de condición considerablemente» (270).           

     Con este cambio en el concepto de reclusión de los delincuentes, no podemos señalar que hayan terminado los abusos, la falta de higiene, el maltrato físico ni las arbitrariedades; pero sin lugar a dudas se impuso por parte de las autoridades del Estado una nueva concepción de lo que a futuro tenía que ser un establecimiento carcelario. De hecho, el encierro en un espacio físico determinado y la desaparición del humillante espectáculo itinerante de jaulas pobladas de hombres, representó [196] al menos una evolución en los métodos de control social para los sectores populares, o las «clases peligrosas» que normalmente se identificaron con el delito, la promiscuidad y el «desorden republicano».



     LAS POSTURAS CRÍTICAS

     Las normales referencias al Presidio Ambulante, como hemos tenido oportunidad de revisar, son negativas, pero poco profundas al momento de entregar una explicación cabal sobre la pervivencia por más de diez años de este sistema punitivo. Asimismo, se tiende a ignorar que su presencia en nuestro país no obedeció sólo al ánimo de disminuir el aumento de la criminalidad urbana y rural, sino además respondió a un conjunto de ideas que la clase dirigente chilena fue elaborando a lo largo de los años respecto de los sujetos populares y su forma de control social para evitar las transgresiones al «orden» republicano.

     Esta última actitud responde a lo que el historiador argentino Luis Alberto Romero, para un período posterior, ha denominado la «mirada horrorizada», es decir, la visión que las elites tienen de las clases bajas cuando éstas son abiertamente contrarias y perjudiciales para sus intereses. Cuando se convierten en «el otro, un otro desconocido, peligroso, ajeno. La nueva mirada se descompuso en varias, de las cuales la dominante fue una teñida por el horror» (271). Dentro de esta concepción, se entiende que el comportamiento de los sujetos populares obedece a actitudes instintivas de agresión hacia aquellos individuos de la «sociedad» que respetan la legalidad y las normas de convivencia. Bajo tal mirada, no se buscaban respuestas ni mayores motivos para explicar la actuación cotidiana de delincuentes, homicidas u otros criminales; sólo se apelaba a su naturaleza diferente y a que dichos delitos eran parte de su peculiar idiosincracia. Por ello, sólo el aislamiento -y el escarmiento según Portales- podían atenuar sus conductas.

     Esta última idea fue respaldada por las propias autoridades. Por ejemplo, en un informe del Gobernador Militar del Presidio al Ministro de Justicia, se decía que:

                «...este establecimiento no llena las miras de los lejisladores. Cuando la sociedad aparta de su ceno á uno de sus miembros porque sus acciones son perjudiciales, su intencion es no solo castigarlo corporalmente sino que su objeto principal es aislarlo para que su ejemplo, sus lecciones no propaguen maximas y hechos contrarios a la mayoria. Fundandose en este principio, se puede asegurar que los presidiarios deben estar no solamente privados de la libertad sino tambien separados del contacto de la comunidad» (272).           

     Por ende, debemos considerar que las ideas humanitarias de reforma penal que comentamos más arriba, no estaban generalizadas por completo dentro de los sectores [197] dirigentes y menos en las autoridades que directamente eran responsables de los recintos penales. Sin embargo, dicha circunstancia no impide señalar la presencia de miradas críticas y sensibles en este contexto que revelan muchas de las características de «espectáculo ejemplificador» que tenían los carros para la sociedad de la época. En este sentido, debe tenerse en cuenta que tal rasgo no es propiamente una invención de los historiadores liberales a posteriori (Barros Arana, Vicuña Mackenna), sino que representa las crueldades y excesos que los propios contemporáneos se encargaron de dejar en claro.

     Uno de los testigos de la realidad cotidiana de este Presidio, y por tanto de su carácter aleccionador y hasta repelente para cualquier «curioso» que pasara cerca de ellos, fue el viajero Max Radriguet, quien hacia fines de la década de 1840 señalaba:

                «Los días ordinarios estas jaulas conducen a sus huéspedes al lugar mismo de los trabajos de utilidad pública que se ejecutan; pero los domingos quedan desatadas, y los presos encadenados por los pies, cubiertos pintorescamente de harapos, como los vagabundos de Callot, se arriman a los barrotes de modo que muy a menudo unen a su fealdad natural, la doble fealdad del vicio y de la miseria. Unos imploran la caridad con voz doliente, otros se dan el gusto de apostrofar a los transeúntes y de hacerles toda clase de gestos» (273).           

     Aunque se produjeran escenas como la descrita, la presencia de los carros era algo más que un cúmulo de situaciones pintorescas, ya que representaba también una forma de demostrar el poder de la autoridad y de controlar a una población de delincuentes, hacia la cual no existía mayor preocupación una vez tras las rejas. Igualmente, si para los responsables de este recinto la existencia de los carros podía representar el vivo ejemplo del destino obligado de los transgresores a la ley, para muchos no era más que un acto de despotismo e intimidación. Así lo veía el periódico El Valdiviano Federal que, a la cabeza de José Miguel Infante, fue uno de los más acérrimos críticos desde un principio del establecimiento de esta «cárcel ambulante»:

                «No se diga que su vista (de los carros) servirá de escarmiento público, porque es dar la idea más triste del país, presentando por medida preventiva de los delitos el sistema de terror» (274).           

     Si bien los cuestionamientos sobre la permanencia de los carros continuaron por mucho tiempo, revueltas como la de 1841 convirtieron a estas «jaulas humanas» en tema de estudio y comentario obligado. Al igual que en el resto del siglo -y hasta el presente incluso-, los recintos penales sólo eran objeto de consideración pública [198] cuando se producía un hecho de sangre o de características especiales, como aconteció con la fuga masiva de ese año. De este modo, el Presidio volvió a ser parte de los artículos de prensa:

                «¿Y fue necesaria esta esperiencia para reconocer los inconvenientes?. La prensa de oposición los vaticinó desde su orijen, pero sin embargo se llevó adelante una de las más crueles e inhumanas invenciones, que podrá recordar la historia, propia no para corregir, sino para envilecer y exterminar al delincuente» (275).           

     Asimismo, Domingo Faustino Sarmiento, en una serie de textos publicados en El Mercurio de Valparaíso, se encargó de recopilar los principales inconvenientes que conllevaba esta forma de prisión, donde junto con castigar al delincuente con la pérdida de su libertad, se le obligaba a ser víctima de la mirada pública y de un esfuerzo no deseado:

                «...El trabajo forzado, la hacinacion de los delincuentes en habitaciones reducidas y la dureza de una posicion desesperada, ó cuyo término está muy lejano para influir sobre la conducta presente, no solo no bastan á curar las aberraciones de espíritu que constituyen los delitos, sino que por el contrario, forman una segunda naturaleza que nunca podrá amalgamarse con las exigencias de una sociedad que les cierra todo camino de mejora y todo cambio de posicion (...); pero su entrada en los carros les proporcionará una nueva sociedad que está en armonía con sus ideas, y la que no fruncirá las cejas al oir referir una serie de delitos espantosos, porque todos están señalados por alguna terrible infraccion de las leyes, porque todos simpatizan entre sí por la comunidad de vida y se estimulan entre sí para seguir desafilando el orden social» (276).           

     En este sentido, los comentarios de Sarmiento entregan un aporte sobre la existencia del eterno círculo vicioso (la segunda naturaleza y la comunidad de vida) que la permanencia de los delincuentes en sus jaulas producía. Entre pares, y sin ninguna diferenciación por tipo de delitos y edades, los reos asistían efectivamente a una «escuela del crimen», pero engendrada por el propio descuido de la autoridad.

     Igualmente, no debe creerse que las críticas en contra de los carros estuvieron presentes sólo en la oposición al Gobierno, ya que personajes del campo conservador, como Andrés Bello, hicieron suyas las quejas a un sistema que consideraban claramente ineficaz:

                «...bastaría a cualquiera, por poco humano i sensible que fuese, el acercarse a aquellas jaulas ambulantes en que centenares de hombres yacen [199] apiñados i aherrojados, sufriendo en pleno aire los rigores de las estaciones i los de una estricta i continua vijilancia, para que desechase con indignacion un castigo tan cruel e ineficaz al mismo tiempo, tan dispendioso, i del que la sociedad no deriva el menor provecho» (277).           

     De este modo, es posible comprobar que las reacciones que provocó el Presidio Ambulante en sus contemporáneos, no han sido mejor que las imágenes reproducidas en obras como las de Diego Barros Arana, Ramón Sotomayor Valdés, Benjamín Vicuña Mackenna o el mismo Francisco Ulloa -el «biógrafo de la Penitenciaría»-. Quizás la única excepción sea, ya en nuestro siglo, Francisco Antonio Encina, quien reconociendo la calidad de espectáculo ambulante del Presidio, tuvo incluso algunas palabras de defensa hacia él:

                «Para la seguridad de los más peligrosos (reos), acompañaban a cada cuadrilla carros cerrados por barrotes de hierro, en los cuales se les hacía dormir. Estos aparatos hirieron vivamente la imaginación popular, y las autoridades se empeñaron en aumentar el terror a los carros creyendo encontrar en la explotación de este recurso un auxilio contra la criminalidad. Desde el punto de vista meramente humano, la condición del presidiario mejoró con relación a la de los que permanecían en los pudrideros morales y físicos que constituían las cárceles de la época» (278).           

     Aunque sus últimos juicios puedan ser discutibles por los argumentos revisados, no cabe duda que los objetivos principales del Presidio Ambulante: ayudar a vigilar y controlar a una población delincuente; se cumplieron pese a todos los inconvenientes. El ensayo punitivo, y por tanto el concepto del grupo dirigente hacia estas «clases peligrosas», encontró aquí un buen ejemplo.



     LA «MALA NATURALEZA»

     Si bien es un referente obligado señalar la evolución y características de estas «jaulas ambulantes», por lo general quienes parcialmente han estudiado el tema (279)», olvidan que al hablar de presidios, cárceles u otras instituciones penales, también nos estamos refiriendo a hombres, a sujetos históricos que, por el silencio de las fuentes o por la falta de interés en los historiadores de una época, han sido olvidados -marginados- al momento de penetrar en la esencia de estos recintos punitivos. El Presidio Ambulante no es una excepción en este caso, ya que poco sabemos sobre quienes «habitaron» esta singular forma de cárcel. [200]

     Una de las vías de entrada al mundo humano del Presidio de los carros, es a través de las irregulares estadísticas que se publicaron en el periódico jurídico La Gaceta de los Tribunales y de la Instrucción Pública. Aunque tales datos sean fragmentarios, pues sólo podemos reconstruir en parte el período 1841-1844, nos permiten al menos saber el tipo de delitos, la edad, el estado civil y la procedencia geográfica de los reos, los cuales eran hombres en su totalidad. Al respecto, debe señalarse que para el sexo femenino, el presidio por excelencia era la Casa de Corrección de Mujeres, así que cualquier mujer que cometiese un delito y fuese condenada por tal, podía terminar sus días en dicha institución. Este recinto, dependiente de las autoridades estatales hasta la década de 1860, fue asumido posteriormente por la congregación del Buen Pastor (280).

     ¿Quiénes eran los normales «residentes» del Presidio Ambulante? De acuerdo a las estadísticas revisadas en La Gaceta (281), puede concluirse que por lo común se trataba de hombres entre 20 y 30 años, procedentes en su mayor número de la provincia de Santiago, y que purgaban condenas que podían ir desde un mes hasta más de 10 años.

     Su origen social nunca es mencionado, pero no es aventurado señalar que sin duda eran los sectores populares los habituales pobladores de esta «cárcel ambulante», pues no se tiene noticia, ni por los contemporáneos al período ni por quienes describieron con posterioridad el Presidio, que se encarcelase alguna vez a alguien de un rango social más elevado. Asimismo, debe tenerse en cuenta que esta medida punitiva estaba destinada a frenar la delincuencia que Portales asociaba estrechamente con las «clases peligrosas»; y que se reflejaba en el robo, el abigeato, las riñas con secuelas de muertos, etcétera (282). Donde podía existir algún matiz, era en el caso de las detenciones que se hacían por delitos de índole político y no por haber transgredido el derecho de propiedad, como ocurría en la casi totalidad de los casos.

     Una revisión de los delitos consignados, ayuda a comprender mejor esta realidad. Entre los años 1841-1844, se detallan hechos como: robos, homicidios, quebrantamiento de cárcel, resistencia a la justicia, salteos, heridas, participación en actos revolucionarios, riñas, bigamia, incesto, sodomía, perjurio, crímenes nefandos, «atentados al pudor», falsificaciones de firmas, conspiración, bestialidad, fugas y estupro, entre los principales. De ellos, el robo era el delito mayoritario, por lo cual puede afirmarse que más del 50% de la población penal del Presidio eran por lo común ladrones que encontraban un escarmiento -supuestamente- entre las rejas de estas jaulas rodantes. [201]

     Pese a que no disponemos de una correlación exacta entre el tipo de delito y el tiempo de condena, podemos señalar que normalmente ésta se concentraba en el período más alto, vale decir de 8 a 10 años, lo que explica el deseo permanente por fugarse de un establecimiento que aparte de ser deprimente e insalubre, era el lugar obligado -a falta de otra opción- para los delincuentes durante un espacio importante de su vida joven. Como fundamentalmente la población reclusa tenía la edad suficiente para arriesgarse en una fuga o una revuelta, no es extraño comprender por qué a poco de haberse implementado este Presidio se iniciaron los problemas y las evasiones casi ininterrumpidas.

     Sólo en raras ocasiones se producían excepciones a la regla, al reducir la condena o conmutarla por otro tipo de trabajos. Uno de estos casos, que requerían del acuerdo del Consejo de Estado, es el que ilustra una comunicación del Ministro de Justicia, Manuel Montt, al Intendente de Santiago en 1842:

                «...vengo en conmutar los dos años de presidio ambulante que faltan al reo Hermenegildo Herrero para cumplir su condena en otros tantos de prisión a su costa en la cárcel de esta capital; sin perjuicio de los alimentos que debe suministrar a la viuda Margarita Vicencio y de los seis años de destierro ordenados por disposicion del 31 de octubre de l840» (283).           

     Respecto de los denominados reos políticos, sabemos de su existencia por la ya mencionada revuelta de Peñuelas en 1841, pero entre los datos recogidos podemos apreciar que desde ese año hasta 1844, sólo aparecen tres reclusos identificados con este tipo de delitos, ya sea el de revolucionarios o conspiradores. Aunque tampoco se especifica su condena, podemos apreciar que ésta no debió ser muy prolongada. De allí que en dicha revuelta se abstuvieran de participar, frente a la clara posibilidad de un escape seguro.

     Es preciso indicar además que estamos hablando de una población penal compuesta en esencia de sujetos casados, según registra la estadística mencionada. Al respecto, este dato rompe los esquemas comunes que suponen la presencia de reos solteros y sin mayores compromisos familiares fuera de la prisión, con una vida dedicada por completo al delito. De hecho, los casados son también más del 50% de los reclusos en los años antes indicados. Esta última situación, se debe a que gran parte de esos hombres casados, por la misma responsabilidad que involucraba mantener una familia, se veían obligados, a veces por situaciones límites, a delinquir robando un animal u otro objeto que pudiera trocarse por alimentos o -simplemente- alcohol. Si bien era un lugar común para las autoridades señalar que los carros contenían a los reos más peligrosos, puede inferirse que dicha población conflictiva era menor de lo que se suponía, ya que el número de homicidas o de apresados por delitos sexuales siempre era menor que el de los simples ladrones. El problema surgía, y de esto sólo fueron visionarios algunos críticos como Sarmiento y Bello, en el mismo Presidio, donde las malas condiciones de vida y la sociabilidad generada dentro de los carros entre los distintos presidiarios [202] terminaban contaminando al inicial ladrón, convirtiéndolo en un ser deseoso de escapar de ese espacio punitivo; o enseñándole las «ventajas» de vivir a costa de los demás y sin mayor esfuerzo. En otras palabras, la peligrosidad que Portales y después los directores y superintendentes del Presidio vieron en estos sujetos, se debía en gran parte a los propios defectos de la institución penal.

     ¿Cuál era la procedencia geográfica de estos hombres? Dado que el Presidio de los Carros fue la opción a la isla de Juan Fernández, sus jaulas recibieron a hombres de todo el país, aunque sin duda el mayor incremento provenía de las provincias de Santiago, Aconcagua y Colchagua. El resto de las zonas que normalmente enviaban reos eran: Coquimbo, Talca, Maule, Concepción, Valdivia y Chiloé. Incluso, existía una cantidad mínima de extranjeros (no individualizada su nacionalidad), que también formaba parte de la población penal.

     En lo que se refiere al número total de presidiarios, las cifras no son muy elocuentes, ya que su carácter fragmentario impide tener certeza de ciertos datos y desconocemos las variaciones que pudieron existir en determinadas coyunturas. No obstante, es posible comprobar el incremento de los reos en plazos relativamente pequeños. Por ejemplo, en 1841 existían 121 reos en todo el Presidio Ambulante, mientras que tres años después las estadísticas recogían la cantidad de 220 presidiarios. Ante esta situación, es posible imaginar que la casi totalidad de los «residentes» del Presidio sólo desearan escapar lo antes posible de un ambiente hacinado en tan poco tiempo y que podía experimentar aún más inconvenientes.

     ¿Se encontraban en realidad los reos en tan malas condiciones de vida como lo afirmaban los críticos del Presidio? Para evaluar esta realidad, es necesario que reconstruyamos al menos en parte la vida cotidiana de los carros, como una forma de confrontar los hechos con las opiniones de los contemporáneos. En este sentido, fuentes importantes para penetrar en este mundo son los informes de los Directores y Superintendentes del Presidio; las visitas judiciales; y la revisión de los gastos que ocasionaba su mantención.

     Las comunicaciones de los encargados del Presidio al Ministerio de Justicia, aunque puedan parecer parciales y a veces con poca profundidad en muchas materias, indican que por parte de los responsables de esta «cárcel rodante», no existía necesariamente una defensa de una institución que ya juzgaban inapropiada por la falta de recursos y por el poco estímulo en dinero que recibían los guardias y las autoridades del «orden carcelario». Bajo este prisma, debemos señalar que las normales divisiones entre reos y carceleros, tendían a desdibujarse, en la medida que ambos se encontraban afectados por inconvenientes comunes, tales como la falta de higiene, el hacinamiento, las pocas perspectivas futuras, etcétera.

     Asimismo, como la implementación del Presidio no había gozado de mayor respaldo legal, salvo muy tardíamente -como se dijo-, la tropa encargada de custodiar esta «mala naturaleza delictiva» carecía de preparación para tales efectos. El director del Presidio en 1838, José Velasco, hacía explícita alusión a este hecho en un informe al Ministerio:

                «...La mayor parte de la tropa de que se compone esta guarnicion son hombres que jamas han sido militares ni tienen el menor conocimiento de [203] la Milicia o lo que solamente es debido al motín i fuga de los presidiarios el día de ayer...» (284).           

     La falta de preparación de estos hombres, de los cuales desconocemos sus mecanismos de reclutamiento, hacía que fuesen presa de las fugas y revueltas, pero también que se relacionaran con mayor familiaridad entre los presidiarios. De allí que para muchos soldados era una mejor alternativa participar en la fuga y unirse después con algunos delincuentes para perpetrar atracos futuros. Esta perspectiva, parecía más rentable que sólo permanecer custodiando una población reclusa en aumento y que en cualquier momento podía terminar asesinando a todos los encargados del Presidio.

     Pero los problemas de inseguridad física y económica no se restringían solamente a los soldados, ya que el director del establecimiento no sólo era la «imagen» de los carros, sino además el responsable por todo el funcionamiento y cuidado de guardias y reos. En este contexto, su papel era difícil, pues su tarea se veía agravada por la falta de una normativa que lo respaldase. Prueba de esto último, es que a veces ni siquiera se enviaba a tiempo el presupuesto para continuar con la normal marcha del Presidio, debiendo hacer verdaderos «milagros» con los fondos existentes. Es así como lo hace ver una carta del director del Presidio al Gobernador de Valparaíso, Juan Melgarejo:

                «...remití al señor Intendente de Santiago, la cuenta de los víveres suministrados por mí al Presidio Ambulante en diez meses cumplidos el 15 de mayo del presente año (1840), haciéndole presente que en estos meses no se me ha dado un solo real para comprar víveres y que si a la brevedad posible no se me libraba la cantidad de tres mil pesos, no podría yo responder de las necesidades que debía experimentar el presidio» (285).           

     Sin duda el sostén económico del Presidio, fue una de las grandes dificultades que se manifestaron durante toda su existencia. Aunque disponemos de datos dispersos, es posible darse cuenta que los gastos ocasionados sobrepasaban ampliamente los sueldos de los encargados, lo que ayuda a comprender su desmotivación al respecto. Entre 1841 y 1843, el sueldo del director del Presidio era de 800 pesos anuales, y el de los mayordomos 240; en circunstancias que sólo el costo de mantención de los presidiarios (sin considerar la construcción eventual de nuevos carros o la compra de herramientas) se elevaba de 5.544 a 8.000 pesos en el mismo período de tiempo (286). Vale decir, un aumento en las remuneraciones era una utopía.

     Uno de los diagnósticos más evidentes del mal funcionamiento del Presidio fue sin duda el realizado por las «visitas de cárcel», que las autoridades judiciales y [204] gubernativas efectuaban a las cárceles del país. El Presidio Ambulante no estaba excluido de tales visitas, pero por lo general su eficacia se diluía en el tiempo por la siempre presente falta de recursos y por los trámites burocráticos a que daba lugar implementar una nueva medida. Si bien las impresiones de las visitas a los carros van a ser por lo general negativas, interesa destacarlas en cuanto son la visión de quienes están más lejanos a la realidad cotidiana del Presidio y pueden evaluarlo de un modo ligeramente más objetivo, sin intereses creados en la institución.

     Respecto de este punto, es el mismo Gobernador Melgarejo quien en agosto de 1840, realiza una visita a los carros de Valparaíso. En particular, su presencia en el lugar es motivada por las quejas que algunas personas han presentado contra el Director del Presidio, por dejar que «malas mujeres» frecuenten a la tropa y a los prisioneros:

                «...Escuché las quejas de los presos, i he establecido por regla jeneral, vicitar el precidio semanalmente, o yo en persona o alguno de mis ayudantes. Sabedor de los desórdenes que han orijinado las mujeres en este establecimiento, dispuse que bajo de ningun pretesto se les permitiera recibir, como hasta entónces lo habian hecho en la vecindad de los carros, é hice volver a los que acompañaban la guarnición. El mas completo descuido de todo lo que concierne la limpieza; y la desnudez de los condenados a precidio son otros puntos importantes en que fijé concideracion» (287).           

     A las observaciones de Melgarejo, deben agregarse los diagnósticos de las nuevas visitas, que en realidad sólo ratificaban las condiciones antes descritas de insalubridad e inseguridad general para todos aquellos que entraban en contacto con los carros. Resumiendo las normales quejas, podemos establecer que ellas hacían relación a:

     a) Lo estrecho y mal ventilado del recinto, situación que se prestaba para desesperar a los presos (motivando sus fugas) y engendrar todo tipo de enfermedades, debido a la falta de higiene.

     b) La mala calidad de los alimentos, ya que las contratas para surtir al Presidio no especificaban la calidad de la comida, y además las pésimas condiciones de vestuario. De hecho, al desgastarse la ropa en los trabajo forzados y no existir fondos para reponerlas, era común que los presidiarios terminasen por andar desnudos. Esta realidad, fue corroborada en más de una oportunidad por las visitas judiciales.

     c) Una guarnición mal preparada y reducida respecto del incremento constante de reclusos en los carros. Este contexto se traducía en la imposibilidad de ejercer un control real y efectivo sobre una población que veía en la fuga o en revueltas organizadas una opción a su condición de recluso.

     d) Existencia permanente de peligro para los moradores de aquellos lugares donde se establecía el Presidio Ambulante, ya que su alto índice de fugas constituía una amenaza para las inmediaciones, como lo recalcaban los partes oficiales. [205]

     e) Deserción continua de los soldados que custodiaban este recinto, convirtiendo al «fantasma» de las revueltas en una situación real.

     Estas realidades correspondían al diario vivir de guardias y reos, pero en lo que se refiere a estos últimos, es cierto que su existencia entre rejas también fue creando un particular modo de ser. Si bien hemos identificado los principales delitos por los cuales estos reos habían sido encerrados, poco sabemos de sus pesares e inquietudes, salvo a través de vías indirectas, como las eventuales quejas que eran escuchadas por algunos visitadores. De hecho, si las estadísticas informan sobre las transgresiones cometidas, nada se dice sobre los «descuidos» que la propia autoridad cometía contra los presidiarios. Algunas veces, existían casos verdaderamente escandalosos, como el de los reclusos Manuel Quevedo y Julián Moreira en 1841, quienes, según un comunicado de la autoridad:

                «...han presentado repetidas veces que ya se ha cumplido el tiempo a que fueron condenados. Como las condenas de estos reos no se remitieron oportunamente, mi antecesor y posteriormente yo, á peticion de los interesados, hemos oficiado á las autoridades del Maule en solicitud de las mencionadas condenas y también con fecha 8 de Febrero hize al señor Ministro del Interior indicaciones de bastante peso para inclinar el ánimo del gobierno hacia la reforma del presidio y a la rehabilitacion de la isla de Juan Fernández» (288).           

     Otro tipo de situaciones cotidianas vividas por los reos, era la falta de auxilio médico y apoyo religioso. Aunque los presupuestos entregados a las autoridades a veces incluían el ítem de gastos en medicinas, eran raros los casos en que dicha situación se mantenía por un largo tiempo. Por ejemplo, en los gastos desembolsados en 1837, se hacía referencia a que se destinaban 166 pesos para «las resetas de las medicinas que se han suministrado a los enfermos cuando había sirujano» (289). Pero en los años siguientes, dicho ítem no se menciona. Asimismo, el intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento, en 1841, interrogaba a los presidiarios de los carros sobre este mismo asunto:

                «¿I tienen médico? -¿Médico? Sí, tienen; pero es mui buscado en el puerto i rara vez viene. Mire Ud., aquel preso que ve allí, en el suelo, se hizo pedazos las manos, la cabeza, un brazo i una pierna con los fragmentos de piedras que arrojó un tiro de mina que se le reventó. Se ha llamado al médico repetidas veces, pero en vano; hace quince dias que está herido, i no se muere...» (290). [206]           

     Tiempo más tarde, una visita judicial también ratificaba la permanencia de estos descuidos:

                «...había tres presidiarios enfermos sin la menor asistencia, cuya circunstancia la ignoraba el administrador sin embargo de que hacia ya algunos dias que sufrian los pacientes. La Comision en su visita reprendió severamente este descuido del administrador, i dispuso que a la mayor brevedad se llamase un facultativo para que se administrase a uno de ellos los remedios, que prescribiese i que los otros dos fuesen conducidos al Hospital» (291).           

     Respecto de la alimentación, las constantes quejas en contra de las pésimas condiciones en que llegaban los alimentos, igualmente tenían asidero en la realidad. Una visita realizada en mayo de 1844 a los carros de Santiago, después de numerosas críticas sobre esta misma materia, revelaba que a pesar de las denuncias formuladas, no existían mayores cambios al respecto:

                «...la carne era escasa i de mala calidad, como puede verse por la muestra que se acompaña con esta acta, para que Su eselencia el Presidente de la Republica se sirva dictar las providencias convenientes» (292).           

     Durante los últimos meses de existencia del Presidio Ambulante, se aceptó la propuesta de un particular, Vicente R. Vial, para suministrar la «mantencion diaria a los individuos de la tropa que componen la guarnicion del presidio general a razon de un real por persona, obligándole a dar un alimento mejor que el que suministra a los detenidos i que sea a satisfacción del director del establecimiento» (293). Si en realidad esta situación se modificó en parte, es un aspecto que hasta el momento desconocemos, pero fue una solución que se mantendría por lo menos hasta el acondicionamiento satisfactorio de la Penitenciaría.

     Por último, debe recordarse además que la creación de esta «cárcel rodante», no fue sinónimo del cese de maltratos físicos. Sin mayores cuestionamientos, las autoridades del Presidio emplearon palos y azotes para controlar a una población que crecía en número y peligrosidad. El castigo ejemplificador, heredado de la penalidad del Antiguo Régimen, se hizo notar en diversas ocasiones. En abril de 1838, tres reos fugados sin mayor éxito fueron escarmentados con 50 palos (294). Igualmente, años después, las quejas de malos tratos y reprimendas corporales continuaron, según se desprende del informe de la visita hecha en 1844: [207]

                «Se oyeron tambien repetidas quejas de la severidad con que eran tratados los presidiarios por el Comandante de la guarnicion, sobre cuyo particular i otros que la decencia impide referir, quedó de informar verbalmente el señor Presidente de la visita al Ministro de Justicia» (295).           

     Uno de los lugares comunes empleados al referirse al sistema carcelario chileno, es que por lo normal ha constituido -y constituye- una «escuela del crimen». En el caso de la «mala naturaleza» del Presidio Ambulante, la situación no era muy diferente. Sin duda que por las condiciones descritas, la cotidianidad de los carros dio origen a un sinnúmero de criminales famosos por sus hazañas. Diversos bandidos como Jerónimo Corrotea (muerto en la revuelta de 1841), Miguel Neira, Paulino Salas, el «Colorado» Contreras y Francisco Rojas Falcato (296), destacaron por sus hazañas y por ser una fiel muestra del tipo de delincuentes que podía engendrar la permanencia en las «jaulas humanas». No se trata de señalar que su vida antes de la entrada al Presidio estuviese libre de pecado, pero el paso por la cárcel ambulante no modificó mayormente sus conductas previas.

     De todos los mencionados el más conocido por sus hazañas es Francisco Rojas Falcato, o «Pancho» Falcato, como se le llamó generalmente. La fama de Falcato se inició con sus espectaculares fugas del Presidio Ambulante, entre ellas la realizada el 30 de mayo de 1839, donde junto a otros compañeros de ocasión, logró escapar de la tropa que lo custodiaba. No obstante, fue aprehendido al poco tiempo y condenado a diez años de presidio y cien azotes en público cada año (297). Fueron tantas las proezas de Falcato en este sentido, que tiempo más tarde fue protagonista de una serie de entrevistas realizadas a los reos de la Penitenciaría de Santiago por el periódico El Ferrocarril, donde ya viejo, no perdía emoción al rememorar sus fugas -no siempre exitosas- de los ya extintos carros (298).

     Con el correr de los años, el ya nombrado Francisco Ulloa, quien al parecer estuvo en contacto estrecho con Falcato durante sus últimos días, recogió las andanzas de este bandido en una obra publicada en 1885, con el título de: Las astucias de Pancho Falcato. El más famoso de los bandidos de América (299).

     La mención a estos hechos casi de anécdota, entrega una visión a posteriori de la realidad vivida en los carros, no sólo como espacios productores de delincuentes o salteadores, sino de recintos donde era posible burlar a la autoridad cuantas veces fuese necesario. El caso de Falcato es paradigmático y enseña que las sombrías descripciones de letrados y jueces respecto del Presidio, se ajustaban plenamente a [208] los hechos examinados. Sin embargo, debemos recordar que si la falta de presupuesto era parte de esa deprimente realidad cotidiana para guardias y presidiarios, lo era asimismo para las autoridades gubernativas que, conscientes de los problemas, prefirieron retrasar por un tiempo el cierre del Presidio Ambulante mientras se terminaba la edificación de la Penitenciaría. Al concentrar las esperanzas en este recinto penal, se sacrificó la suerte de los guardias y la «mala naturaleza» de los carros, quienes debieron subsistir en circunstancias adversas hasta el traslado definitivo. El «escarmiento portaliano», no produjo los resultados esperados.



     CONCLUSIONES

     La revisión de la trayectoria institucional del Presidio Ambulante, más que un ejercicio académico, ayuda a comprender una serie de conceptos e ideas relativas al castigo y tratamiento de los delincuentes que pueden encontrar un espacio de debate en el presente. De hecho, mostrar las características fundamentalmente negativas de esta institución penal, pone de relieve la complicada creación de un sistema carcelario nacional, que sintetiza las nociones modernas de regeneración del delincuente con la permanencia del escarmiento público por un delito, resabio de la penalidad del Antiguo Régimen. Por ende, la humillación colectiva y la necesidad de mostrar al resto de la sociedad el castigo infamante del criminal, comenzó a ser manejada con mayores reservas.

     Por lo mismo, la mantención del trabajo de los reos en obras públicas sólo se justificó en casos precisos, como ocurrió décadas más tarde con la remodelación del cerro Santa Lucía, bajo la vigilancia del Intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackenna. En ese contexto, se buscó mano de obra barata para terminar las construcciones, dejando a un lado la idea de ejemplificar con el castigo. Igualmente, las ejecuciones comenzaron a codificarse y llevarse a cabo dentro de la Penitenciaría y sólo para un grupo selecto de periodistas y testigos. Es decir, se restringió finalmente la contemplación visual de la pena. Aunque sin duda se presentaron excepciones, éstas se vieron cada vez más constreñidas por la legalidad.

     Si bien no se puede asegurar que todas las autoridades y personeros vinculados al Gobierno, compartieran por completo las nuevas ideas de reforma penal, está claro que el Estado tomó pronto conocimiento de las desventajas del Presidio y de su costo para el erario, pero lo mantuvo hasta donde fue posible, debido a las esperanzas que cifraba -quizás con demasiada utopía- en la Penitenciaría de Santiago, como el establecimiento que por excelencia debía resolver los problemas derivados del encierro en los carros. En este plano, poco se hizo por otorgar una mayor organización y reglamentación a una cárcel rodante que terminó más bien por «castigar» no sólo a los delincuentes, sino también a los hombres que debían resguardarla y velar por la defensa de la sociedad.

     Como mecanismo de control social, el estudio de este Presidio permite no sólo examinar los medios de defensa de una comunidad para protegerse de sus «malos elementos», sino también ayuda a definir y comprender un poco más el concepto de delincuente o criminal que maneja un Estado, una elite y una colectividad en el tiempo. Es por tanto, una vía de entrada a la experiencia criminológica. [209]

     Debido a estas razones, el ensayo punitivo del Presidio Ambulante se vio afectado por sus contradicciones internas, al postular el escarmiento y el encierro como posibles vías para desincentivar el delito, pero olvidando que la «comunidad humana» que allí residía, creaba lazos de solidaridad y esfuerzo común para alcanzar la libertad en un ambiente que alimentaba aún más su resentimiento hacia quienes decían ser parte de «la sociedad establecida».

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