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ArribaAbajoDel absurdo que todavía no somos; sólo seremos

Enrique Arriagada-Keh300


Si siguiéramos las posiciones que a continuación detallaremos, Latinoamérica sería una entelequia, una amorfocidad ontológica.

Arturo Roig hace un interesante estudio de lo que él llama las ontologías en América Latina de las décadas de los 50 y 60301, cuyo resumen y conclusión es que no tenemos ontología, sólo tenemos futuro, una afirmación del ser de América como vacío302.

Expresarse así es considerar todas las realidades nuestras como si no fueran, como si no constituyeran, es decir..., fuimos y estaremos suspendidos en el aire. Como si sólo los europeos tuvieran derecho al ser; y lo que más se nos concede, en el caso de ser, es que somos deficitarios. O sea, nos movemos entre el no ser, no obstante que somos; o si somos, cuando más, somos deficitarios303.

Samuel Ramos, en su «Perfil del hombre y su cultura en México», coloca un poco de orden a este caos de consideraciones ontológicas, aduciendo que la norma fructífera no será sino nuestra realidad y, de ponemos a nosotros mismos como valiosos, aún cuando ella sea deficitaria. Pero es que ni aún eso hay que aceptarlo, porque la historia que realmente nos importa es nuestra historia, por modesta que sea304.

Todo esto parte del criterio hegeliano difundido por Ortega de la ahistoricidad de América, que hace que filósofos, historiadores y ensayistas como Maíz Vallenilla, O'Gorman, Schwartzman, nos arranquen el ser para entregárselo al futuro, como si realidad y fundamento-origen de nuestras raíces no fueran suficiente bases ontológicas.

El que se quiera plantear que Latinoamérica no es sino sólo futuro, se aclara más con el siguiente intercambio de ideas.

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Lo que habría que decir por un lado es que «Latinoamérica no tiene identidad».

Quiénes digan algo así, no entienden que ella es lo mismo que respirar; se tiene la identidad de nacimiento y se la sigue adquiriendo a medida que se vive. De nacimiento soy chileno, mestizo, hombre o mujer, latinoamericano, etcétera; adquiero los roles de hijo, hermano, padre, pintor, sicólogo, industrial, etcétera. Mirado desde otro ángulo la nada, lo mismo que la diferencia, son elementos ontológicos; en este mismo caso caería la amorfocidad y esto lo decimos, porque el no tener identidad es ya una identidad: la identidad de la no identidad, entonces, tenemos la identidad de ser amorfos.

Ahora bien, si hablamos de homogeneización, de cohesión, puede ser que nuestra identidad -y por ello también nuestra ontología- sea, según este criterio, deficitaria. Además, puedo mirar el asunto como que al europeo le falta lo que nosotros tenemos y por ello es deficitario también.

Profundicemos en lo que expresan algunos pensadores:

Schwartzmann, ensayista chileno -pareció que tendría gran futuro como latinoamericanista-, en sus publicaciones del 50 y 53305, nos habla de un «rasgo unificador» vivido por el hombre latinoamericano, quien percibe la temporalidad «como plenitud de futuro y que tiene su origen en un acto primigenio, exclusivo del hombre americano, experiencia propia de lo visto por primera vez, de lo no hollado (...). Presencia interior de lo originario y desprovisto de historia (...) que confiere especial fuerza al sentimiento de futuro». Es un repetidor patente -nos dice Roig- de la fórmula hegeliana divulgada por Ortega y Gasset: América es un continente sin historia que, paradójicamente, es el continente del futuro. Sigue Roig, «la futuridad que sólo es comprensible por el hombre dentro de la temporalidad histórica, queda fundada de modo (absurdo) en una temporalidad ahistórica». Es colocar al hombre americano en una supuesta «naturaleza pura» con una rara historicidad, con sólo categoría de futuro, sin pasado ni presente histórico. «Resulta claro que ese 'futuro', que se apoya en esa pretendida experiencia de lo 'no hollado' y de 'lo desprovisto de historia', no puede ser el futuro propio de ese hombre (...) será nuestro precisamente cuando se parta de la experiencia contraria de lo hallado o historizado» (...). Resulta curioso (absurdo) como la experiencia de las tierras baldías de nuestra América se transforma en una pretendida experiencia de vacío ontológico. Nosotros diríamos es un desontologizar lo que de suyo lo es, lo que resulta forzado y, en palabras de Roig, ilusorio, esta «peculiar experiencia de la temporalidad». «Y, lo que es más grave, una ciega (...) ilusión para la presencia del hombre en la tierra que ha jugado y juega su destino de una naturaleza que no se le presenta como 'paisaje originario', sino como el lugar en el que carga con su propia historia en la lucha por sobrevivir». «En consecuencia, (...) su futuro no lo hace desde sí mismo, sino desde un vacío, (...) un punto de partida absoluto que no se da de hecho ni siquiera para el hombre prehistórico»306.

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Maíz Vallenilla, filósofo venezolano -nos explica Roig- está también en ese mismo sentido argumentativo; y usa la estructura heideggeriana para analizar su «América como problema»307. En una duda al plano que corresponde, si óntico u ontológico, el mundo del americano aparece como «nuevo»; hay un temple existenciario en la «Expectativa». El hombre americano se ha descubierto como «conciencia expectante» y por ella nos afirmamos tan sólo como un «no-ser-siempre-todavía». Se habría interpretado, y a la vez superado, la comprensión hegeliana expresada según Ortega y Gasset: «un todavía no», que es una forma muy parecida a la de Maíz Vallenilla.

A todos, incluido el ensayista chileno, les cabe la misma objeción en esto de hacer una referencia a un futuro como espera de «algo», a esta experiencia de la temporalidad, y es que se mueven en un nivel óntico y no ontológico. En cambio la Expectativa es el fundamento de posibilidad de todo esperar, un temple existenciario «radical y decisivo». En palabras directas de Maíz Vallenilla:

«Este 'no-ser-siempre-todavía' parece ser el carácter original del americano, su concepción de la historia, su modo de vivirla, su dialéctica original, su aportación original del hombre americano a la historia en sentido universal. El hombre americano, el latinoamericano, que parece ser obra de esa historia, se ha visto obligado a vivirla de manera original, especial. Nuestro ser reside, justamente, en ser siempre de este modo»308.



El absurdo, comentamos, se ha disminuido pero no ha dejado de rondar; hay ya una opción ontológica en el fundamento de posibilidad, que es abstracta, y, de todas maneras, del «sólo seremos no somos» hemos pasado del cuerpo a la posibilidad del alma que, de momento, supongo, tenemos prestada; como si la fuerza de nuestros aborígenes fuera prestada al mestizo y, por cierto, la espiritualidad europea, que lo es de todos modos. Es un sujeto despotenciado, nos agregará Roig. El mismo cita a otro autor que profundizará este aspecto, el argentino H. A. Murena, quien terminará extrapolando el absurdo, con una especie de reinterpretación del antiguo mito de la expulsión del Paraíso, planteando preguntas de asombro ante caprichosas manifestaciones.

«Fuimos expulsados de Europa, caímos en otra tierra, en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América (...) ahora poblamos naciones afuera del magnético círculo de la historia (...) naciones a la que la historia sólo alarga la mano en busca de recursos naturales, cada contacto con la historia resulta vano y humillante para nuestro espíritu -llegamos al punto cúspide del absurdo-: de poder ser lo que el hombre es, hemos pasado a ser ni siquiera hombres (...) semilla que cayó entre espinas».   —214→  



Remitámonos a palabras de Roig a este respecto:

«Creado el absurdo, nada más inevitable que el consecuente asombro, fruto de uno y otro de una de las manifestaciones más caprichosas de la ideología europeísta y antiamericanista. ¿Por qué estoy yo en América? (...) ¿Por qué no nos tocó el destino de Europa? (...) ¿Por qué hubieron de verse arrojados del espíritu al no-espíritu (...)?».



No hemos podido encontrar mejor adalid para convencernos que somos una entelequia y cuando más, somos y vivimos de prestado.

Otra ontología de la época es la Edmundo O'Gorman, apocalíptica y aniquiladora. Él busca el sentido de lo que denomina el «proceso ontológico americano», en una negación de toda historicidad y América es presentada, otra vez como «vacío, tema constante de la ideología antiamericanista que integra la herencia hegeliana del todavía no». América no ha sido descubierta, ha sido inventada; primero geográficamente hasta el siglo XVI, y luego históricamente hasta la segunda guerra mundial. A partir de ahí empieza a perfilarse el destino... -ah! -dice uno-, por fin-, pero no, lean el colmo del absurdo:... de dejar de ser América. Somos absolutamente inauténticos -tendríamos que decir- «se trata de un ens ab alio, de un ente que tiene su razón de ser en otro, concretamente en Europa (...) América fue inventada a la imagen y semejanza de Europa. «A medida que nos fuimos llenando, fuimos siendo, pero al mismo tiempo 'dejando de ser', europeizándonos. Este 'aniquilamiento de ser América' constituye su destino apocalíptico309

Es un una interpretación muy especial de las influencias; porque lo mismo tendríamos que decir de los vikingos ante los romanos hace 2.000 años, o de los romanos ante los griegos hace 2.300 años y, en fin, de toda transposición cultural. A nuestra historia no se le pregunta su grado de riqueza, sólo se le pregunta su propiedad. Siendo nuestra, los grados de influencia se irán identologizando paulatinamente; la mayoría de los códigos civiles de Latinoamérica parten del código de Napoleón y hoy, con casi dos siglos a cuestas, ya son los nuestros, contienen la legalización de nuestras instituciones civiles y de nuestro «espíritu en las leyes» (Montesquieu). A nadie se le ocurre pensar que somos franceses, en cuanto a este tipo de ley se refiere.

Otro autor europeísta argentino citado es Caturelli310: «América es una realidad óntica, una facticidad en bruto, que sólo alcanzará su propio ser cuando de el paso hacia lo ontológico, lo cual será obra del Espíritu y muy particularmente de los «filósofos», verdaderos héroes en la lucha encarnizada entre el no ser y el ser». (...) Europa es «el país de la constante novedad del ser siempre descubierto por el espíritu al que es connatural el acto de develamiento del ser» (...) «es el continente del   —215→   espíritu que descubre». El colmo llega a declarar al hombre americano una simple cosa carente en absoluto de conciencia.

Cuesta mucho retener el léxico y referirse ponderadamente ante tal cúmulo de criterios; es como la discusión desde el descubrimiento de América, respecto de si los indios tenían alma o no, a la que el padre Bartolomé de las Casas puso fin humanizándolos.

Roig nos proporciona la siguiente explicación: «la obsesión ontológica que mueve a estos escritores es una prueba de que no han alcanzado a configurarse como sujetos históricos y que padecen precisamente, una suerte de miedo de asumir su propia historicidad».

No se trata de esgrimirse en portavoz del ser, pero estamos con Gutiérrez Girardot en que esto es una «calumnia de América»311.

Roig expone también la otra cara de esta medalla: para ella, nos recuerda, hay que tener en cuenta el proceso social y político como la irrupción de un proletariado industrial y de extensos grupos de las clases medias. Además, se valora la tierra y al «hombre de la tierra». En estas emergencias hay preguntas por el ente y el ser, sin sentido descalificador.

Roig nos recuerda a Francisco Bilbao, quien ya en el siglo pasado tuvo la visión clara de esta descalificación proveniente del discurso opresor. El dominador se atribuye la «palabra del ser», los dominados quedan, por ello mismo reducidos en cuanto a su «peso ontológico» a realidades derivadas, subordinadas «metafísicas» y socialmente.

Lo que ha ocurrido en todas estas ontologías ya mencionadas que hemos traído de la mano de Roig, es un «despotismo de la razón»312.

En otro contexto, pero relacionado, Roig cita a Virasoro, quien manifiesta que se ha llevado la conciencia contemporánea a su más extrema enajenación ontológica. En el camino de la recuperación este autor privilegia al ente. El ente no es, pues, lo «caído» respecto del ser, sino su emergencia misma... el ser es tan sólo posibilidad, «la creación -dice Virasoro- en vez de ser instantánea y definida desde un principio, sería progresiva e incierta, librada a la libertad del hombre en su cumplimiento. En ella tendría el hombre una función ontológica a realizar; habría pasado a manos del hombre la empresa de la realización del ser»313.

Como un paréntesis al hilo conductor de este reportar filosófico del «vacío» o «incomplitud» ontológica del americano, hago referencia a que en nuestra propuesta del ser latinoamericano no será como posibilidad sino en acto, con las precauciones a la inmanencia, como se expone en el libro El hombre como espejo de sí mismo (por publicarse) donde se define la hipótesis de una Ontología identitaria de la Autenticidad en Acto con miras a una explicación tanto latinoamericana como universalista.

Retengamos la expresión de S. Ramos: «ponemos a nosotros mismos como valiosos»; está en la misma dirección de un interesante concepto que ocupa el mismo   —216→   Roig, el a priori antropológico; el que tiene mucho que ver con nuestros planteamientos de identidad y autenticidad, los cuales han guiado nuestra investigación; todos ellos quedarían suspendidos en el aire si diéramos crédito al «vacío» ontológico latinoamericano. Es más, la ontología de la identidad no tendría ninguna razón de ser, sería imaginería, escatología.

Tratemos de rescatar la idea del a priori antropológico que nuestro pensador pone en el tapete, tarea nada fácil, pues, siendo muy claro y ordenado en casi todos sus temas, este está salpicado en distintas partes y un poco como subentendiendo que todos tenemos que tener claro el concepto, aspecto que no disminuye el respeto y admiración que tengo por él.

Hemos deducido que éste previo -al- hombre es ontológico, ya que es fundante; él no lo dice, pero si reclama del «vacío» ontológico que parecía llenarse de esta manera.

Está centrado sobre la noción del sujeto y pretende ser una reflexión acerca del alcance y sentido de las pautas implícitas en la exigencia fundante de «ponemos para nosotros y valer sencillamente para nosotros». El objetivo de Roig, la base de su codificación es una teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. (...) Tiene el sentido de norma pactada (...) es fundamentalmente un «ponerse» (...) función contingente no necesaria (...) es el acto de un sujeto empírico por el cual su temporalidad no se funda, ni en el movimiento del concepto (Hegel) ni en el desplazamiento lógico de una esencia a otra. Roig ha enunciado el a priori antropológico que plantea Hegel como «un queremos a nosotros mismos como valiosos» y consecuentemente un «tener como valioso el conocemos a nosotros mismos»314. He dejado para el último esta otra complementación para el concepto, porque deja claro en el enlace que tiene con muchas de aquellas propuestas por nosotros en nuestro filosofar:

«El a priori antropológico es, a la vez, un principio de tenencia y se identidad. El mundo de las cosas y la vida cotidiana como la forma de vida que se desarrolla en relación con ellas, no es en sí en mundo de la alienación y de la pérdida del sujeto, sino el único mundo posible en el cual el sujeto puede reencontrarse consigo mismo»315.



Es el mundo de la búsqueda de la Identidad y de la Autenticidad que ronda nuestro filosofar hasta ahora propuesto.



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ArribaAbajo¿Pueden los museos tener un rol pedagógico a través de la investigación histórica?

Claudio Rolle C.


El nudo de la cuestión propuesta en la pregunta, que da título a este trabajo, pasa, fundamentalmente, por una reflexión acerca de las características del conocimiento histórico y su evolución en el tiempo.

1. En la propuesta que aquí haré frente al problema planteado, es esencial considerar el conocimiento histórico como una forma de saber fragmentario, propositivo y conjetural, fuertemente limitado en sus medios de alcanzar certidumbres, continuamente en cambio y dotado de múltiples posibilidades de validez.

No podemos conocer el mundo del pasado sino a través de los escasos restos y rastros que nos legan las generaciones de hombres y mujeres que han transitado antes que nosotros en el escenario de la historia. Como es obvio parte de esas huellas del indicio del paso humano, son legados conscientemente, con clara intención de «dejar memoria», resultando esenciales para la aproximación a la autopercepción de los actores del pasado y su percepción y representación del mundo que vieron. Existe, por otra parte, la ingente cantidad de elementos que nos permite reconocer el paso de los hombres y mujeres que dejaron las huellas de lo que hicieron en sus trabajos y sus días, y que nos hacen posible tener una visión complementaria de los registros de la memoria conscientemente producidos316.

Los historiadores, quienes trabajan con los materiales a los que hacía referencia, constituyen una especie «omnívora» que se alimenta de la casi infinita variedad de testimonios históricos con tal que tengan ese olor a humano, que hace recordar a los ogros de las fábulas como nos lo indicaba Marc Bloch hace ya más de cincuenta años atrás317. En la búsqueda de expresiones más amplias del hombre se ha desarrollado con el paso del tiempo una visión del documento no sólo como texto escrito, del modo en que era entendido en los años de predominio del positivismo, sino más bien como cualquier forma que exprese a los habitantes del pasado. Lucien Febvre planteaba que la historia «también puede hacerse, debe hacerse, sin documentos   —218→   escritos si éstos no existen. Con todo lo que el ingenio del historiador pueda permitirle utilizar para fabricar su miel, a falta de las flores usuales. Por tanto con palabras con signos, con paisajes y con tejas. Con formas de campos y malas hierbas. Con eclipses de luna y cabestros. Con exámenes periciales de piedras realizados por geólogos y análisis de espadas de metal realizados por químicos. En una palabra: con todo lo que siendo del hombre depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, significa la presencia, la actividad, los gustos y las formas de ser del hombre».318

2. Los museos históricos son los lugares de construcción y preservación de la memoria colectiva de un pueblo o de una comunidad determinada, siguiendo los distintos momentos del devenir de dicho grupo en el tiempo. Para lograr este objetivo son determinantes e insustituibles los objetos, imágenes y sonidos que posean un carácter evocador de ese pasado, sea por provenir de ese mismo pasado, sea porque lo representan adecuadamente. Son estos legados, estos objetos tangibles, valores, sensibilidades o lenguajes los que constituyen materiales esenciales para construir la memoria colectiva, y por ende, territorios de trabajo para los historiadores.

De hecho en ellos se cumple con un rito propio de la historia que «acoge y renueva esas pasadas glorias; confiere nueva vida a estos muertos, los resucita. Su justicia asocia así a los que no fueron contemporáneos, otorga una reparación a varios que habían aparecido sólo un momento para desaparecer. Viven ahora con nosotros de modo que sintamos a sus padres y a sus amigos. Así se forma una familia, una ciudad común entre los vivos y los muertos».319

Las palabras de Michelet son certeras y su juicio no puede ser más adecuado para un espacio como el museo que es la casa de las musas, por ende de la generación, de la vida y de negación de la muerte. En alguna medida la siguiente observación de Jorge Glusberg es seductora: «Los pueblos más conscientes de su caducidad combaten contra la muerte. Luchan por sobrevivir. Están atentos al pasado y tratan de transmitir el presente intacto a las futuras generaciones. Han construido museos con la esperanza utópica de hibernar la vida y programar la muerte como un acto más lejano de su historia».320 La historia se convierte en una forma de vencer a la muerte a través de la memoria.

El museo histórico es un lugar privilegiado de la memoria, que se alimenta de las más diversas fuentes y pone en marcha numerosos sistemas asociativos que conjugan el recuerdo y el olvido, las voces y los silencios del pasado humano, dando forma a un texto que, en sus elementos básicos, es fruto de la investigación histórica.

3. Esta memoria requiere de un cuidado y de un cultivo permanente y la tarea de los historiadores constituye esa función. El conocimiento histórico se configura haciendo este trabajo de reconstrucción de la memoria de un tiempo pasado a través de los fragmentos que nos ha transmitido y de las conjeturas que razonablemente   —219→   podamos establecer para comprender ese pretérito. En el tiempo, los historiadores varían en sus apreciaciones acerca de lo que es más o menos atrayente y urgente del pasado y de allí que cada generación construya una perspectiva propia del pasado común. Es un dato esencial del conocimiento histórico el relativo a su variabilidad según pasen las edades y los hombres.

No es de extrañar pues, que uno de los datos más relevantes en la formulación de una muestra museográfica sea el ser fiel a ese dinamismo que caracteriza la disciplina histórica. Los historiadores son quienes proponen a la sociedad las formas principales de aproximación al pasado y en esta tarea de introducir a los hombres y mujeres a transitar por el tiempo se valen de los «materiales de la memoria» que «pueden presentarse bajo dos formas principales: los monumentos, herederos del pasado, y los documentos, elección del historiador», según lo propone J. Le Goff.321

Los museos históricos han sido por bastante tiempo un territorio de refugio para los monumentos y, en menor escala, un ámbito de documentos. Aquí es donde se puede plantear una propuesta que dé cabida a las posibilidades de generación de conocimiento histórico a través de la investigación y de la propuesta de un discurso pedagógico para la sociedad. En efecto, los museos históricos pueden, por sus características espaciales y técnicas, ofrecer un espacio de expresión y representación a dimensiones del pasado humano que no han estado, por mucho tiempo, presentes en el ámbito del discurso histórico de amplia divulgación, que no han sido considerados como problemas históricos y que, al límite han sido objeto de gabinetes de curiosidades o anécdotas y «pequeña historia». En las culturas librescas, esta actitud ha sido la dominante y aspectos de la existencia humana tales como la corporeidad, la alimentación, la vestimenta, la habitación, las técnicas, las culturas locales, etcétera han sido marginadas o insuficientemente registradas por los historiadores como problema en sí. El atender a estos aspectos de la cultura material en el museo es, indudablemente, un medio de reparar estos olvidos y estos abandonos en el trabajo de los historiadores y en la transmisión de su saber.

En los años sesenta se inició «una verdadera revolución documental», señala Le Goff, caracterizándola del siguiente modo: «Es una revolución a la vez cuantitativa y cualitativa. El interés de la memoria colectiva y de la historia ya no se cristaliza exclusivamente sobre los grandes hombres, los acontecimientos, la historia que transcurre de prisa, la historia política, diplomática, militar. Ésta ahora se ocupa de todos los hombres, comporta una nueva jerarquía más o menos supuesta de documentos, coloca por ejemplo en primer plano para la historia moderna el registro parroquial que conserva para la memoria a todos los hombres»322. Este fenómeno ha cambiado sustantivamente la visión que hoy día tenemos del pasado y algunas de las obras de historiografía más emblemáticas de los últimos años, tales como El queso y los gusanos de Carlos Ginzburg o Montaillou, aldea occitana de Emanuel Leroy Ladurie, son buenos testimonios de su impacto e importancia.

Esta revolución debe transmitirse a los museos históricos que tienen una función múltiple, donde la transmisión de la idea de la complejidad y la diversidad de   —220→   la existencia histórica de las sociedades se verá enriquecida con la documentación emergente que se ha mencionado.

4. Un museo histórico tiene en alguna medida una función narrativa -debe contar la historia de un país, una ciudad o una comunidad a los visitantes- y, al mismo tiempo, una función reflexiva -debe ser reflejo de la labor de investigación realizada por los historiadores- sin descuidar por ello la función expositiva -la utilización de los objetos, las imágenes y los sonidos- para así dar expresión a las dos funciones anteriores.

En la primera de estas funciones -la construcción de un relato- la función pedagógica del museo es muy explícita y central. El guión de la muestra se prepara para ofrecer un texto inteligible y claro, muy esencial, al visitante que puede, a través de objetos y otros elementos de la muestra, hacerse una idea de un determinado fragmento del pasado. Esta simpleza del relato es fruto de un arduo trabajo de depuración de los guionistas-historiadores que logran proponer las líneas maestras de complejos problemas históricos.

La función pedagógica se puede enriquecer en este nivel aún más, ya que existen posibilidades de proponer varios niveles de lectura al visitante de la muestra, de modo que según su interés y capacidad de respuesta, pueda profundizar en algún aspecto de la experiencia histórica que se le presenta. De hecho, en este terreno, creo que es posible aprender de la corriente de historiadores que a través de las microhistorias hacen a sus lectores seguir el recorrido deductivo y conjetural que ha seguido el propio historiador para resolver los casos en estudio. Carlos Ginzburg, Natalie Zemon Davis, Judith Brown, por mencionar algunos nombres, presentan no sólo el fenómeno histórico que estudian en sus libros, sino también las vías de desciframiento de los problemas propuestos por los documentos del pasado. Un museo histórico debe invitar a que el visitante se plantee los problemas que el historiador ha enfrentado antes que él, de modo que, en alguna medida, el mismo visitante haga por un momento de historiador.

Los museos históricos, si quieren servir como instrumentos pedagógicos, no pueden dar sólo información, sino deben establecer comunicación, de modo tal que quien deje el museo salga provisto de problemas históricos y de información rica para la vida, y no cargado de una información erudita que no lo acompañará por más de dos cuadras, desde las puertas del museo.

El problema de la interacción entre el visitante y la muestra que el museo le ofrece es de gran relevancia, en especial en los museos históricos, dado que cada día existe más conciencia de que la historia la hacen las personas corrientes. De hecho, un museo debe ser una suerte de «espejo del hombre», según la expresión de Clyde Kluckhohn. En efecto, el visitante directamente tratado en el museo -por ser parte de la nación o comunidad que ocupa la muestra- se debe reconocer en sus antepasados y establecer las bases de esa ciudad recordada por Michelet y el visitante «extranjero», debe poder reconocer en los nativos a los descendientes de los habitantes del museo.

Se trata, entonces, de organizar una muestra que sea fuertemente propositiva en su relato histórico, que dé cuenta cabal del modo de proceder de los historiadores y que invite al visitante a conjeturar e intentar resolver él mismo los desafíos que   —221→   la existencia del pasado plantea, de modo que éste se sienta incorporado a los problemas que la muestra presenta. Como ya se ha dicho, la función pedagógica se enriquece pues el museo no da respuestas sino provoca nuevas preguntas a quien lo visita y con ello crece el interés por indagar el pasado y se hace un aporte esencial a la tarea de evidenciar que la historia es una disciplina de vivos y del presente, y del futuro tanto como del pasado.

La función reflexiva a que se aludía con anterioridad, es también susceptible de ser proyectada en un sentido pedagógico muy rico y, tal vez, sea éste el centro de la cuestión planteada inicialmente. Un museo debe ser un lugar de estudio, de trabajo con los elementos de diversa índole que permitan una mejor aproximación al pasado, pues se conjugan en el museo las dimensiones material, visual y auditiva de la existencia humana de otras épocas. El uso de los espacios expositivos de los museos históricos, sólo puede enriquecerse cuando detrás de cada vitrina, detrás de cada diagrama, maqueta u objeto, hay un trabajo de contextualización y de significación, obra de conocedores del mundo que hemos perdido, que ponen sus años de experiencia y familiaridad con el pasado para invitar al visitante a realizar también un viaje en el tiempo. En práctica, los investigadores realizan una tarea de guías y acompañantes de los visitantes de un museo histórico, en el fascinante ejercicio de viajar por el tiempo y el espacio. Resulta fundamental en esta tarea el desarrollo de la imaginación y de la capacidad de propuesta de diversas lecturas que les compete a los investigadores en historia.

5. «En la última generación, aproximadamente, el universo de los historiadores se ha expandido a un ritmo vertiginoso»323, señala el historiador británico Peter Burke, al presentar una colección de ensayos que plantean nuevas vías en la investigación de las sociedades del pasado, vías que se están transitando con frecuencia en la actualidad y que son, en buena medida, reflejo de los temas y cuestiones que inquietan al mundo contemporáneo. Ya decíamos que la historia es una disciplina del presente tanto como del pasado y, por ende, también los museos históricos deberían tener este sello. Los temas que Burke y sus colaboradores plantean son muchas veces nuevos para los museos históricos y, en el caso de Chile, diría que completamente inéditos. La historia de los grupos subalternos, de las mujeres -habría que mencionar a los niños y los ancianos también, aunque no tengan ensayo singular en el libro en cuestión- de ultramar o las vías y fuentes nuevas, tales como la historia oral, de las imágenes, del cuerpo, del pensamiento político; la narratividad o la línea microhistórica, como forma de aproximación al pasado son tareas en las que un museo histórico puede desempeñar un papel muy relevante.

De hecho creemos que el museo debe ser un espacio de ideas y sensibilidades y no sólo un lugar de objetos materiales. El museo histórico es un espacio para compartir el debate y para captar señales de la sociedad del presente en relación con el pasado. El estudio y las posibilidades de proponer a través del museo «traducciones» materiales, gráficas, sonoras o plásticas de la investigación, son cuestiones ineludibles si queremos prestar un buen servicio a la comunidad, dando la posibilidad a los historiadores de construir un relato no escrito en el que se consideren   —222→   tanto los momentos excepcionales, como lo cotidiano de las vidas de los hombres y mujeres corrientes, captando la elocuencia de los gestos repetidos y desarrollando la capacidad de escuchar las historias silenciosas que llenan el pasado del hombre en la tierra324.

El historiador se debe constituir en un servidor de la sociedad y para ello debe utilizar múltiples vías, una de las cuales es la museografía, que le permitirá contar, enseñar y proponer la historia a un público variado, con sencillez y con clara conciencia de que se entrega una valiosa contribución para una vida mejor. Contra la grandilocuencia en la forma de narrar la historia podemos recordar las palabras de Pablo Neruda quien, hablando del poeta -y nosotros podemos decir historiador o museo histórico-, escribió: «a menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan cada día: el panadero que no se cree Dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia podrá también la sencilla conciencia convertirse parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de una sociedad, la trasformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de su mercadería: pan, verdad, vino, sueños».

Los museos históricos pueden llevar adelante, con ventaja, estudios e investigaciones sobre la vida cotidiana y la cultura material, sin por ello excluir otras dimensiones de la vida del hombre. De hecho, siendo museos de la memoria, no sólo objetos sino también símbolos, sonidos, gestos e imágenes están llamados a habitarlos y desde allí, como frutos del trabajo de los historiadores, puede presentarse en un relato vivo y atractivo a los visitantes que aprenderán de quienes los antecedieron, pero también mucho de ellos mismos. Un museo que combine la investigación con la función pedagógica, tiene por fuerza que ser un museo dinámico, sensible a los cambios en las formas de hacer historia, atractivo en la entrega de la información, por medio de una interacción con el visitante que debe ser invitado permanentemente, no a esperar respuestas, sino a descubrir las claves de solución de sus inquietudes con lo que la muestra le propone. Un buen museo histórico, en mi opinión, tiene que tener algo de inquietante y acelerador, como la historia, como la vida.

6. Por último, para volver sobre la cuestión inicial, creo que, en efecto, un museo histórico puede desarrollar un significativo rol pedagógico, estableciendo un puente entre el mundo del pasado, un patrimonio común a todos, y el presente, no sólo dando información sino invitando también a la reflexión y a la búsqueda de explicaciones   —223→   a los problemas que la exposición de los datos del pasado suscitan. La interpretación histórica cambia día a día y los museos históricos, lo mismo que los libros y los textos de estudio, deben jugar un papel destacado en la transmisión de los nuevos enfoques y las nuevas visiones de viejos temas, entregando a los visitantes elementos de juicio para que interactúen críticamente con los elementos que el museo mismo propone y el bagaje propio del usuario.

La primera parte, sin embargo, de esta función pedagógica reside en el desarrollo de la investigación dentro del museo, de la conversión de los museos históricos en lugares de estudio y formación en el estudio del pasado. Es esencial proyectar un trabajo conjunto con las universidades para dar a quienes estudian historia la posibilidad no sólo de trabajar y de aprender en las aulas o en las bibliotecas, sino también en los laboratorios y archivos de los museos. El museo puede transformarse de este modo en una especie de taller del historiador de la época de la multimedia, de modo tal, que se pueda dar mayor volumen y relieve a las aproximaciones al mundo del pasado. De esta forma, el museo histórico tendría varias funciones: investigación, formación y crítica, idealmente compartida con las universidades, a las que se agregan las de conservación y exposición.

Esto supone establecer ciertos criterios fundamentales que, a veces, van contra lo que ha sido tradicional en estas instituciones. Así es preciso, por ejemplo, dejar de lado la pasión casi fetichista de mostrar objetos originales que en ocasiones sólo contribuye a la creación de cultos por héroes o episodios que se desea exaltar, explicando poco sobre los problemas históricos reales y negando la posibilidad de estimular una reflexión crítica. La tarea de un museo histórico es formar a su público no en el culto de determinadas verdades, sino en la crítica fundada de la realidad y en el cuestionamiento de lo que la muestra le propone. De allí, que sea un fracaso para estas instituciones, cuando quien las visita no se sienta invitado a participar también en la discusión y la interpretación de los acontecimientos del pasado.

La última consideración en relación al papel pedagógico y sus lazos con la investigación sustentada por los museos es la proyección igualitaria y democrática que subyace a esta transformación del museo, de lugar de información y de discurso vertical en un espacio de múltiples estímulos, de celebración de la diversidad como forma de enriquecimiento mutuo, y de invitación a que el visitante sienta a los hombres y mujeres del pasado como personas cercanas y los descubra como los protagonistas de la historia, aun cuando sea anónima.

Los museos históricos, los lugares de la memoria colectiva, tienen que proponer temas de reflexión y atención a la sociedad del presente y pueden contribuir a que cuestiones centrales del mundo contemporáneo, tales como la preocupación por el medio ambiente, la evolución de las formas de solidaridad o la revolución del tiempo libre, sean fenómenos que alcancen a toda la sociedad. Es por ello que la investigación histórica desde el museo puede proponer a la sociedad un discurso pedagógico esencialmente centrado en la capacidad de respetar la diversidad, de comprender con nuevos ojos cada día el porqué estamos donde estamos y el tránsito a una sociedad cada vez más democrática.





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ArribaAbajoImpresiones de Estados Unidos325

Gabriela Mistral


Para los que no conocen este adjetivo aplicado a una escuela literaria, doy la explicación que a los demás sobra.

Entre los hijos legítimos y espurios que le han nacido al modernismo está la escuela estridente. Odia estas cosas y va contra ellas: la frase melódica, la arquitectura de la palabra en estrofa, el ritmo, la bucólica, el romanticismo. Pretende traducir el sonido del siglo, la coloración del siglo y así sus poetas buscan imitar el silbato de los trenes y el chirrido de la usina. Tiene la fobia del matiz y busca los colores crudos: el azul prusia, el rojo sangre, el verde del papagayo, (que es un verde magnífico) quiere que una poesía suya leída en un aposento dé al infeliz lector la trepidación de Broadway por ejemplo.

La escuela ha nacido del empalago justo en mucha parte de estas cosas: el ritmo de la poesía clásica, preciso como el latido, que también adormece, del corazón; la metáfora sobajeada, el cliché espiritual de Bécquer o Lamartine, la languidez insoportable de nuestra poesía autumnal.

Hay que decir honradamente que la escuela no es yanqui; ha nacido, como casi todas las extravagancias y las cosas magníficas, entre gente latina.

A pesar de mi pésimo oído rítmico y de mi ignorancia del color, yo no amo la escuela y la lectura de sus poetas sólo me quita el mal humor como el mejor salto de un clown. Pero yo recurro a ella para explicar mi impresión primera de New York.

De igual modo que como la poesía estridente, en la ciudad terrible y espléndida como un monstruo marino, me pareció el mismo horror del silencio y de los aspectos dulces de la materia; la misma búsqueda feliz de lo desmesurado; la misma ausencia de sentidos finos; el mismo encuentro con otros sentidos más fuertes o más brutales que buscan la emoción con golpes de maza.

He de creer un poco a mis propios instrumentos: mi cuerpo recibió la impresión de New York. Fue una destrizadura de mis ojos y de mis oídos. Como todo organismo poderoso, como los monstruos, coge y domina. Por sus calles yo me perdí a mí misma; entré en la rueda y no tuve más voluntad sino cuando me liberó el mar. A los místicos de la fuerza les es grata esta impresión parecida al juego salvaje del mar con el mal nadador; a los que tenemos esta forma sutil de soberbia: la de aislar el yo un poco, lo poco que es posible en la red horrible del mundo, nos deja esa dominación un poco humillados. Y yo tengo este rencor con la ciudad enorme del millón de tentáculos: que no me dejó nada para mí en varios días; que me incorporó en su mole articulada y me arrebató la conciencia.

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Yo la miro ahora y la puedo juzgar un poco.

Aquella sicología de las multitudes, tan en boga entre los que creen en la Sicología, es aplicable no a una muchedumbre neoyorkina sino a toda la vida suya: se vive en colectivo -el rascacielos es la forma más horrible y más perfecta de colectivismo- se juzga en colectivo, se tiene el gusto colectivo para vestir, para comer, creo que hasta para cantar. Es un coro inmenso de las conciencias, del paso con que se camina, de la ayuda social, se oye aplicar a las cosas el mismo adjetivo; se muda el traje el mismo día al cambiar la estación; se piensa el mismo día en Washington o en Lincoln. Y el que entra rebelde en el cerco es cogido con rabia primero; se rinde poco después, la tensión lo cansa o lo destroza; al final siente cierto alivio en abandonarse y entra en el cauce y fluye con el caudal hasta con cierta dicha.

Tal vez no haya otro lugar del mundo donde el individualismo padezca más y sea más raro y heroico. Como diré después, este eclipse de lo individual tiene aspectos admirables y aspectos feos y francamente inferiores. Con este colectivismo se ha hecho una gran nación; pero una gran nación diferente de lo que ha sido eso en el pasado; porque el pasado admitió siempre en su seno los granos de la sal salvadora del individualismo.

Pasemos a la estridencia material. Tres cosas horribles tiene New York: el subway o ferrocarril subterráneo, el ferrocarril aéreo y la que llamaríamos ley del caminar.

Los norteamericanos dicen que el subway les es odioso no por el estruendo, que ya es música para ellos, sino por la brutalidad que crea en las gentes. A la hora en que los almacenes se vacían y los millones de empleados van a comer consultando la hora que tienen para ello pasa algo semejante al salvamento dentro de un teatro cuando viene un cataclismo. Aquella gente no se atropella, se lincha. No se trata de ver al príncipe de Gales ni de mirar un regimiento de vuelta de la guerra; se trata de no perder diez minutos y se entra al subway con una violencia sin nombre y se cae sobre el primer asiento. No hay modo de distinguir entre los que pisotean y tumban al rico del trabajador ni a la mujer del que boxea: todos empujan como en el momento de tomar el bote salvavidas.

Confieso que no hay en estas palabras rencor por mis magulladuras; mi odio del subway es el de su horrible trepidación y el de su chirrido que despedaza los sesos. Yo no interpreto ahora el infierno en fuego sino en subway y no lo quiero para mí ni para mi prójimo.

Esto hace, me decía el norteamericano, lo que llaman la brutalidad del hombre yanqui, lo peor es que la adquiere el niño y que sus tres horas matinales de serenidad en la escuela, se le rompen en estos diez minutos brutales.

El ferrocarril subterráneo de París me dice otro informante es otra cosa.

1924.



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ArribaAbajoAutobiografía326

Gabriela Mistral


Es absolutamente falso que mi padre fuese blanco puro. Mi abuela, su madre tenía un tipo europeo puro; su marido, mi abuelo, era menos que mestizo de tipo, era bastante indígena. La afirmación no es antojadiza. En dos retratos borrosos que tengo de él, la fisonomía es cabalmente mongólica, los Godoyes del Valle del Huasco tienen, sin saberlo, tipo igual. Digo sin saberlo porque el mestizo de Chile no sabe nunca que lo es. Quienes han visto las fotos de mi padre y que saben alguna cosa de tipos raciales no descartan ni por un momento que mi padre era un hombre de sangre mezclada.

Fue por un tiempo también director del colegio católico de Santiago San Carlos Borromeo. Dibujaba muy bien y hacía versos de una índole medio clásica, medio romántica según el gusto de la época.

El original de esos versos los conserva mi hermana.

Todas las gentes del Valle me dieron el amor de él, porque todos lo quisieron por el encanto particular que había en su conversación y por la camaradería que daba, a quien se le acercase lo mismo a los más ricos que a los pobrecitos del Valle. En mi abuela, Isabel Villanueva, a quien los curas llamaban «la teóloga» había esta misma atracción que le daba un lenguaje gracioso, criollo y tierno.

No hay tal. Me mandaron a la casa de una tía de mi madre, doña Ángela Rojas a quien mi hermana pagaba por mí una pequeña pensión. Esto duró menos de un año, porque fui expulsada de la escuela primaria superior de Vicuña a la cual había regresado.

El dato es erróneo. Dirigía esa escuela primaria superior doña Adelaida Olivares maestra ciega de casi toda su vida y madrina mía de confirmación. Era persona sobradamente religiosa y cuando en el comienzo hubo entre ella y yo la relación afectuosa que es natural entre madrina y ahijada. Pero cuando mi familia me cambió de apoderado poniéndome a vivir en la casa de una familia Palacios de religión protestante, la directora se sintió muy molesta y me retiró todo su cariño. Vino entonces un incidente tragicómico. Yo repartía el papel de la escuela a las alumnas, el gobierno daba en aquel tiempo los útiles escolares. Era yo más que tímida; no tenía carácter alguno y las alumnas me cogían cuanto papel se les antojaba con lo cual la provisión se acabó a los ocho meses o antes. Cuando la directora preguntó a la clase la razón de la falta de papel mis compañeras declararon que yo era la culpable pues ellas no habían recibido sino la justa ración. La directora, aconsejada por una hermana nuestra ahí mismo, salió sin más hacia mi casa y encontró el   —230→   cuerpo del delito, es decir, halló en mi cuarto una cantidad copiosísima no sólo de papel, sino de todos los útiles escolares fiscales. Habría bastado pensar que mi hermana era tan maestra de escuela como ella y que yo tomaba de ella cuanto necesitaba. Pero había algo más: el visitador de escuelas del Valle de Elqui me tenía un cariño como de abuelo (don Mariano Araya) y cada domingo iba yo a saludar a su familia y él me abría su almacén de útiles y me daba además de papel en resmas, pizarras, etc.

Yo no supe defenderme; la gritería de las muchachas y la acusación para mí espantosa de la maestra madrina me aplanó y me hizo perder el sentido. Cuando doña Adelaida regresó con el trofeo del robo su hermana hizo con el caso una lección de moral que yo oía medio viva medio muerta. El escándalo había durado toda la tarde, despacharon las clases y todas salieron sin que nadie se diese cuenta del bulto de una niña sentada en su banco, que no podía levantarse. Al ir a barrer la sala la sirvienta que vivía en la escuela me encontró con las piernas trabadas me llevó a su cuarto, me frotó el cuerpo y me dio una bebida caliente hasta que yo pude hablar faltaba algo todavía: las compañeras que se iban por mi calle me esperaban, aunque ya era la tarde caída en la plaza de Vicuña, la linda plaza con su toldo de rosas y de multiflor, era todavía primavera allí me recibieron con una lluvia de insultos y de piedras diciéndome que nunca más irían por la calle con (la) ladrona. Esta tragedia ridícula hizo tal daño en mí como yo no sabría decirlo. Mi madre vino a dar explicaciones a la maestra ciega acerca de mi rapiña y la directora que ejercía un ascendiente muy grande sobre las personas porque era mujer inteligente y bastante culta para su época logró convencer a su comadre de que aunque yo fuese inocente habría que retirarme de esa escuela sin llevarme a otra alguna porque yo no tenía dotes intelectuales de ningún género y sólo podría aplicarme a los quehaceres domésticos.

No se decidió de mí y sólo mi padre al volver por un tiempo a la casa sintió como una injuria el hecho de su comadre ciega y fue a ajustarle cuentas con una gran rudeza a Vicuña. Yo me quedé sin clases porque mi hermana me había hecho terminar la escuela sin decir lo que nunca se ha dicho de ella y es que lo que ella sabía me lo enseñó perfectamente. Fue toda su vida una maestra de índole espiritual con una abnegación que en su madurez tocó los lindes de la santidad yo la tengo pintada en «La maestra rural» pero como es natural no podía alabar así a una hermana y la disfracé al final del poema. La maestra que he pintado allí me la dio ella a lo largo de mi infancia con sólo haberla visto vivir.

Mi famoso «rencor» tiene cierta base de verdad no he perdonado a veces y no he olvidado nunca ninguna de las injusticias recibidas y particularmente no olvidé esta que me magulló toda la adolescencia y que tuvo una repercusión enorme en mi vida de futura (profesora).

Dos veces volví a Vicuña la maestra madrina buscó reconciliarse conmigo sin lograrlo porque no acepté a verla. Pero las cosas tienen caminos maravillosos y la mano de Dios anda metida en todas ellas. Hace tres años, después de 15 de ausencia del Valle de Elqui llegué a Vicuña en visita oficial. Estaba muy enferma doña Adelaida y una de sus exalumnas que la servía de enfermera, me mandó preguntar si yo aceptaba ir a visitarla. Yo consulté con mi alma y ésta no había perdonado   —231→   todavía. Dos días más tarde del recado la maestra murió. Yo salí a la calle al azar: sola, cosa que nunca me ocurre sin finalidad, a vagabundear como de niña y queriendo caminar la calle Maipú hasta San Isidro. A poco andar vi venir un cortejo que era muy numeroso y no entendía nada cuando el cortejo me rodeó en forma de no poder seguir, pregunté quién era el muerto. Cuando lo supe yo ya había dado vuelta e iba dentro de él como una sonámbula. Llegamos a la iglesia, la pequeña ciudad conocía la vieja historia. Una niña se levantó y me pasó el ramo de flores que llevaba diciéndome que ella prefería que fuese yo quien las pusiese las primeras sobre el ataúd. Yo las puse y le di a doña Adelaida la oración a los muertos. Volví a mi casa no poco turbada de los manejos menudos del Señor que son tan extraños como los grandes.

Dije que el hecho de mi expulsión tuvo muchas consecuencias. Cuando ingresé a la escuela anexa a la Normal de La Serena me encontré allí con que una exalumna de doña Adelaida había informado a mis nuevos profesores de mi vicio de robar y había recomendado que se guardaran los objetos de más o menos valor. Durante varios años -no recuerdo el dato con precisión- mi madre y mi hermana quisieron hacer de mí una buena ama de casa. Yo era tan callada que jamás tuve porfía ni discusión alguna con ellas en mi infancia. Pero en mi ímpetu de rebelión que es de los más vigorosos que haya tenido en mi vida, que yo no aprendería ni a lavar la ropa ni hacer la comida y ni siquiera creo que ayudaba a arreglar la habitación. Yo supe que si obedecía a esa voluntad de volverme criatura ama auxiliar de una casa en que bastaban mi madre y mi hermana yo estaba perdida no sé para qué porque sería tonto pensar que yo creyese en mí, la maestra madrina me había convencido de que yo era una niña necia. Mi rebelión era una cosa confusa siendo en todo caso una rebelión en forma sin rezongo, sin hablar y sencillamente no obedecí. Mi hermana se había casado con un hombre que tenía algunos bienes y un tiempo vivimos mi madre y yo cómodamente allegados a su casa. Mi cuñado tuvo una larga enfermedad y un mal pleito de un hijo y lo perdió todo. Entonces mi madre supo que yo debía trabajar y decidió ella sola que yo siguiese la profesión de mi padre y de mi hermana la de una de mis dos tías monjas y la de casi todos nuestros amigos. Yo temblé cuando a los 14 años ella y su amiga doña Antonia Molina me llevaron delante de un visitador de escuelas y le pidieron para mí una ayudantía de escuela rural. Yo tenía 14 años, me mandaron a la Compañía Baja, donde el mar me daba muchos ratos felices, lo mismo que mi olivar que costeaba mi casa y que es el más grande que he visto en Chile y la jefe que me tocó y a quien le caí mal por mi carácter huraño y mi silencio que no se rompía con nada me hizo tan poco feliz como es costumbre cuando la maestra es casi vieja y la ayudante es una muchacha. No se quejaba de lo que debía quejarse: de una ignorancia, porque en aquellos tiempos se pedía poco a una ayudante rural y porque además mi lección era la que enseñaba la (cartilla). Desde esta escuela di un salto verdaderamente mortal por buenos oficios del abogado don Juan Guillermo Zabala (aparecen los vascos en mi vida) me llevaron como secretaria-inspectora al Liceo de Niñas de La Serena. Yo sabía muy poca cosa de redacción oficial y tal vez de redacción tout court aunque ya escribiese en los periódicos. Los humildes diarios de provincia reciben y publican casi todo. Dirigía el liceo una extraordinaria mujer alemana de quien la crueldad   —232→   no me empañó nunca los ojos para ver de quien se trataba de una mujeraza al lado de la cual las profesoras criollas de su personal eran una (pobre) [ilegible] con excepción [ilegible]. Esta señora gobernaba el colegio según las normas alemanas que eran de todo el gusto de los chilenos por aquel tiempo. Su liceo era medio cuartel medio taller y con lo segundo digo algo parecido a una alabanza. El personal la obedecía con un respeto que iba más allá de lo racional y se pasaba a lo mitológico.

Las pobres mujeres le temblaban sin metáfora, nuestra vida dependía de sus gestos, su mirada y sus gritos. Pero era a pesar de su tremendo desequilibrio una mujer superior. Cuatro cosas me dijo entre sus ofensas que nunca he olvidado porque apuntaban derechamente a mi carácter y en especial a mis defectos y a mis lastimosas limitaciones. Yo era para ella una especie de sirvienta mantenida muy al margen de su vida. Pero un día me llamó a su dormitorio porque estaba enferma y como yo me azorase de que la curiosa mujer [ilegible] poco protestante y algo pagana tuviese una gran [ilegible] virgen de Murillo a su cabecera, me dijo sin [ilegible] ni sonreír. Yo soy lo contrario de Ud., yo no creo en nada pero vivo en una ciudad de beatos y suelo ir a la iglesia y tengo esta virgen por condescenderme con la ciudad. Aunque los chilenos sean gente inferior a mi raza yo soy una empleada pública de Chile. En cambio Ud. cree en todo, cree de más y tiene una apariencia de incrédula para su gente, lo cual le hará mucho daño.

Una vez me llamó a su salón y yo me quedé embobada mirando dos grandes cuadros que eran grabados de Goethe y de Schiller. Ella me dijo más o menos esto. Los escritores se dividen sólo en estos dos tipos los de Goethe son los sensatos y los que llegan a grandes posiciones; los alocados se parecen a Schiller sin que valgan nunca lo que él tampoco y como no lo alcanzan no llegan nunca a nada.

Otra vez -creo que la única en mi año con ella- me llamó para decirme una cosa agradable: «Está bien la letra que le han puesto a la música que le di destinada al colegio. Usted sirve para muy pocas cosas, tal vez para una sola, su mala suerte está en que eso para lo cual sirve es algo que no le importa a nadie».

Otra vez cuando me pidió la renuncia y temió que yo no le firmase el pliego ya escrito me dijo: «Hay gentes que nacen para mandar y yo soy de esas; es inútil luchar contra mí y los de mi raza hemos nacido para eso, y las otras no tienen sino obedecer».

Ud. se refiere a una nota oficial de ella que me declara necia. No la conozco. Es muy probable que exista, aunque esta mujer no haría nada innecesario y sobraba acusarme de idiota puesto que ya había firmado la renuncia.

Me dejó cesante sin ningún escrúpulo porque carecía enteramente de ellos. Dios me ha tenido una gran piedad, una asistencia maravillosa que me hace avergonzarme de algunos versos míos en que hablé de su abandono. Unos días después de lo que cuento encontré en el tren al gobernador de Coquimbo que era un viejo poeta González y González y cuando pasábamos frente a La Cantera me mostró la escuelita detrás de las dunas y me la ofreció. Mi madre tenía su pan a salvo.

Es inexacto su dato de que mi mamá vivió allí todo el tiempo conmigo; no había carne ni había pan todos los días en la aldea y ella fue siempre muy enferma, me acompañó un poco y después se fue con mi hermana. De mis tres aldeas, La Cantera es aquella en que yo viví más acompañada. Me cuidaba una sirvienta buena,   —233→   de las preciosas criadas nuestras que son tal cosa cuando tienen sangre india; y los niños, los hombres y los viejos de mi escuela nocturna -apenas había asistencia diurna porque la pobre gente trabajaba-.

Se pusieron a hacerme la vida. Por turno me traían un caballo cada domingo para que yo paseara siempre con uno de ellos. Me llevaban una especie de diezmo escolar en camotes, en pepinos, en melones, en papas, etc. Yo hacía con ellos el desgrane del maíz contándoles cuentos rusos y les oía los suyos. Ha sido ese tal vez mi mayor contacto con los campesinos después del mayor del Valle de Elqui.

Un viejo analfabeto, al fin enseñé a leer tocaba muy bien la guitarra y ese iba a darme fiesta con todos, en las noches. Alguna vez que le besé la cara y el cuello a un alumno huérfano y sordo que tenía, los demás se sintieron ofendidos y fueron más allá a lavarse porque había unos tres que se echaban agua florida. Yo les daba la clase en el cuarto de comer en torno de una mesa. Tenía yo de dieciocho a diecinueve años. Nunca les vi una falta de delicadeza o de pudor ni les vi un mal chiste lo cual es raro en un pueblo tan picante como el nuestro. El bello criterio escolar iba a suprimir la escuela por su poca asistencia diurna y sin tomar en cuenta para nada esta escuela nocturna que para mí resultaba tan válida.

Entonces me fui a Cerrillos en el Departamento de Ovalle. Mis biografías no han anotado nunca este nombre. Allí sí tuve soledad y soledades y mi madre muy delicada de salud no pudo estar conmigo; pese a las lenguas de fuego mi madre no pudo vivir conmigo en mis años de trabajo escolar porque su cuerpo sólo se avenía con el clima de La Serena. Lo ensayó varias veces en vano. Mi hermana le dio su compañía y yo su sustento.

Cuando jubilé me fui en seguida con ella a La Serena para quedar con ella hasta su postrimería. Renuncié al cargo que me ofreció Ginebra con este fin y el Ministro don Jorge Matte me obligó a irme cuando Ginebra no aceptó la designación de Pedro Prado que yo indiqué sin consultarlo al interesado. Yo había tenido en Santiago unos meses antes una extraña visita nocturna de la policía a mi casa de la población Huemul durante mi ausencia y el robo de mis archivadores de cartas cuando visitaba a algunas personas de la oposición, como don Manuel Rivas Vicuña, el diligente policía hacía seguir estos dos hechos, que constató en varias ocasiones mi vecino don Luis Popalaire más otros menos visibles hicieron que mi propia viejecita y mi hermana me aconsejasen aceptar el nombramiento de Ginebra e irme de Chile.

Cuento lo anterior en respuesta a la maledicencia de cierta potencia pedagógica sobre mi condición de mala hija que no vivió con los suyos.

Volvamos atrás cuando yo fui echada del Liceo de La Serena mi madre y mi hermana pensaron en sacrificarme en bien mío y hacerme regresar a la Escuela Normal pues las tres habíamos visto claramente que yo no haría carrera en la enseñanza a menos de conseguir la papeleta consabida, que las gentes llaman título, palabra que quiere decir «nombre» pero que no nombra nada.

Yo acepté e hicimos el triple esfuerzo de preparar exámenes, de obtener la fianza del caso, y de comprar el equipo de ropa. El día que mi madre fue a dejarme a la Escuela Normal la subdirectora, una gruesa señora; nos recibió en la puerta y sin oírnos y sin dar explicación alguna que le valiese y me valiese me declaró que   —234→   yo no había sido admitida. Pedimos hablar con la directora y la obesa señora lo rehusó porque la directora era una norteamericana que no hablaba español. En esto la subdirectora no mentía, el ministerio contrataba para sus criollos algunos profesores que ignoraban la lengua. En mis andanzas por el mundo recibí una vez una invitación a su casa de esta pedagoga yanqui es lástima que no tuviese tiempo de ir para conocer a la buena mujer que me echó de la Normal chilena sin saber por qué y sin haberme visto. Pasaron muchos años y cual fatalismo del mestizo yo no averigüé por qué había sido eliminada. Cuando era profesora de Los Andes unos ocho o diez años después, recibí la versión que dio a mi jefe de mi rechazo aquella subdirectora estupenda. Ella contó a doña Fidelia Valdés que en consejo de profesores de la Normal de La Serena el capellán y profesor don Luis Ignacio Munizaga, había exigido al personal que por solidaridad con él se me eliminase pues yo escribía unas composiciones paganas y podría volverme en caudillo de las alumnas. El ilustre sacerdote (que más tarde será un hombre bastante desgraciado) fue bien lúcido cuando dijo que yo era una pagana. Todo poeta, cualquier poeta es eso o no es cosa alguna. Puede ser un cristiano de aspiración y puede ser un místico si tiene una corporalidad pobre o si va para viejo -a los dieciocho años- era mi edad no es sino un pagano. Cuento el incidente para decir a mis compatriotas que no me quedé sin Escuela Normal por fuerza no por gusto y gana; la vieja chilenidad me la quitó me dejó sin ella, me la quitó a pesar de lo dadivosa que he sido para dársela a unas tres mil mujeres más o menos.

La pérdida hoy no me duele; pero todos los maestros y los profesores que me negarían la sal y el agua en los veinte años de mi magisterio chileno y a los que tengo contados en otra parte, saben muy bien de cuánto me costó vivir una carrera docente sin la papeleta, el cartel y la rúbrica aquella.

La razón que Ud. da para mi salida del liceo no fue sino una de sus causas menores.

Este incidente de la matrícula está muy exagerado, yo no recibí sino muy pocas niñas pobrecitas porque eran poquísimas las que se atrevían a llegar a un liceo hecho y mantenido para la clase pudiente.

Pude matricular a éstas, gracias a una estratagema: la directora me había ordenado aceptar a las que llevasen una carta de recomendación de los miembros de la junta de vigilancia del colegio y siempre que se tratara de buena familia cuando las muchachas me parecían buenas alumnas por su certificado, yo pedía esa famosa carta al Sr. Marcial Ribera Alcayaga, miembro de la unta y pariente de mi madre. Esta fue toda mi malicia y la directora no pudo echar a las candidatas recibidas semioficialmente.

En la semana anterior a mi renuncia la directora que tanto dudaba de que yo me suicidase, poniendo aquella firma en mi propia dimisión, ordenó a su personal que no me dirigiese la palabra. Nos reuníamos sólo a la hora de almuerzo y a excepción hecha de doña Fidelia Valdés mis colegas cumplieron celosamente la orden, tanto, que no me respondían cuando yo les hablaba entre plato y plato. En Chile por aquellos años el extranjero tenía apabullado al nacional y éste vivía en muchas reparticiones públicas servilismo tristísimo.

Cara M. Rosa, le digo con la franqueza ruda con que hablo a los propios, que me cuesta un mundo entrar en un comentario amoroso de mí misma. A pesar de la   —235→   publicidad cruda y no poco repugnante a que han llegado los biógrafos respecto de los escritores, nunca entenderé y nunca aceptaré que no se nos deje a nosotros, lo mismo que a todo ser humano, el derecho a guardar de nuestros amores cuando nos hemos puesto y que por alguna razón no dejamos allí razones de pudor, que tanto cuentan para la mujer como para el hombre. Pero se han hecho disparates tan descomunales a este respecto, que esta vez tengo que hablar y no por mí sino por la honra de un hombre muerto. Romelio Ureta no era nada parecido, ni siquiera era próximo a un tunante cuando yo le conocí. Nos encontramos en la aldea de El Molle cuando yo tenía sólo catorce años y él dieciocho. Era un mozo nada optimista ni ligero y menos un joven de zandungas había en él mucha compostura, hasta cierta gravedad de carácter bastante decoro. Por tener decoro se mató nos comprometimos a esa edad. Él no podía casarse conmigo contando con un sueldo tan pequeño como el que tenía y se fue a trabajar unas minas no recuerdo donde. Volvió después de una ausencia larga y me pidió cuentas a propósito de murmuraciones tontas que le habían llegado sobre algún devaneo mío. Yo vivía desde que él se fue con mi vida puesta en él, no me defendí la mitad por aquella timidez que me dejó muda aceptando mi culpa en la escuela de Vicuña y la mitad creo que la otra mitad por esa excesiva dignidad que me han llamado soberbia muchas veces. La queja me pareció tan injusta que pensé entonces, como pienso hoy mismo que no debía responderse y menos hacer una defensa. Por eso rompimos y las novelerías necias tejidas en torno de este punto no son sino cosa de charlatanes. Este hombre siguió su vida y era natural que la viviese como casi todos los hombres chilenos que no sobresalen en la temperancia. Iba a casarse y llevaba a la vez una conducta ligera que no había sido nunca la suya; se divertía demasiado y su novia parece que no lograba retenerlo. Mucho después de unos cinco años de separación nuestra yo lo encontré casualmente en Coquimbo; hablamos bastante tiempo; negó la noticia de su matrimonio y nos despedimos reconciliados casi sin palabras, tan cordiales como antes y con la impresión de un vínculo reanimado y definitivo. Cuantos lo han denigrado, hablando de un robo común y hasta de una estafa, no han dicho que su hermano, que era casi su padre; pues lo había criado por ser ambos huérfanos era en ese tiempo el jefe de los ferrocarriles en su zona a cualquiera podría ocurrírsele que Romelio Ureta cogió aquel dinero pensando en restituirlo de inmediato o contando con que su hermano, ausente por unos días se lo prestaría. Este señor era persona de situación holgada y lo quería mucho. No creo que nadie piense en arruinar su carrera por la suma infeliz que él cogió de una repartición fiscal. Parece que vino un arqueo impensado de caja: el hermano andaba en Ovalle o en otro punto de la provincia y no pudieron comunicarse de ningún modo. Romelio Ureta era hombre tan pundonoroso como para matarse, antes de sufrir vivo una vergüenza. A esta altura del tiempo y de la costumbre funcionaria, el hecho no se entiende, pues la probidad escasea más que la moneda de oro. Yo lo comprendo de haberle conocido a él y al viejo Chile. Doy cuantiosos detalles porque me irrita que se remuevan los huesos de un muerto con una falta tal de inteligencia y de consideración, más que eso me indigna el que por escribir una gacetilla sobre mí -no es el caso suyo- y por cobrarla en un periódico y también por alimentar la glotonería del público se revuelva una sepultura. Han creado un semblante enteramente falso con   —236→   la pretensión de demostrarme solidaridad o con la ocurrencia de defenderme, yo no he sido una víctima de él en ningún aspecto; todos los seres somos cual más cual menos, víctimas de nuestro temperamento nací como otros con una capacidad exacerbada para el sufrimiento y tal vez sin ninguna tragedia en mi vida habría padecido lo mismo según el caso de Leopardi y de otros.

Me repugna por otra parte lo cinematográfico aplicado a los vivos, después que me muera, ya pueden hacer su gusto los noveleros a toda su anchura; pero como estoy viva tengo el derecho mínimo de lavar un nombre querido. He callado bastante a este respecto porque soy harto rica de silencio. Mi paciencia se ha ido gastando y esta vez quiero hablar, por tratarse de una crónica escrita por una mujer y que debe salir limpia de un error tan grave sobre un hombre que se allega a la calumnia. Usted, estoy segura, estará muy contenta de que su compañera cuida de la honradez de su trabajo.



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ArribaAbajoCrónicas de Joaquín Edwards Bello

NUEVOS SALONES SANTIAGUINOS327

Había algo especial en el andar deslizado, en el habla a medio tono y en el aspecto recatado de la dama de unos treinta años que el criado anunció en la sala donde estaban reunidas ocho personas, entre invitadas y familiares. La conversación permaneció suspendida un momento, lo justo para permitir a nuestros ojos una crítica interna y tácita de la recién llegada.

Era pálida, de una palidez de marfil; su cabellera rubia parecía espolvoreada y casi blanca, recordando, no sé por qué, las cabezas de las cortesanas que en la gran revolución eran llevadas, altaneras y sumisas a la vez, camino de la plaza de Greve. Si esa cabeza recordaba momentos tan amargos de la historia era a causa de un no sé qué de reconcentración y de tristeza más visibles en los ojos y la boca.

Era a causa de un aire angelical y ausente, como si un halo de misticismo y de renunciación se desprendiera de su rostro. Tan distante y diversa era de las otras damas y niñas aposentadas en los muebles demasiado grandes de la sala que su presencia dividió de hecho a la reunión, formándose dos tertulias o corrillos, quedando ella en el menos numeroso. Dos damas comenzaron a interrogarla en voz baja; ella respondía, después de escuchar atentamente, de manera tan sutil que ni una sola de sus palabras trascendió al sitio en que yo me encontraba.

Nunca creí verla en Santiago, ni siquiera en el pasado me parecía haber conocido un rostro como el suyo, no obstante ese aire familiar, esas maneras de cuna y, en fin, el aire de las personas que, aunque no tratamos nunca antes, son de nuestro mundo.

Extranjera no podía ser; ni siquiera provinciana; ni diplomática; era una de aquí; acusaban sus rasgos ese cuño misterioso de la familia santiaguina en general; era nacida entre el Santa Lucía y la Plaza de Armas.

Circularía por sus venas, diluida en siglos de cultura, la sangre mística y sensual de los Lisperguer. En todo caso, la dama en referencia atrajo en forma desusada mi atención. Su rostro era hermoso, sin tener nada de las linduras a la moda; sus ademanes me parecieron henchidos de innata gracia.

A veces uno evoca a las mujeres santiaguinas antiguas, de esas que vieron nuestros ojos de niños en los «dieciochos», afirmadas en los balcones floridos para ver pasar los coches a la vuelta del Parque. A veces yo he soñado con volver a ver niñas de entonces, de ardientes y tristes pupilas, como faros de melancólica sabiduría.

La dama que entró en la sala era de ésas.

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Y decimos «sala», rompiendo la consigna santiaguina de llamar salones a los aposentos reservados a las visitas, a los saraos y a las ceremonias íntimas.

Las familias opulentas del 900 han vendido sus casas con sus caudales de aire sano, de perfumes de azahares en los patios y de vaivenes de palmeras, para instalarse en pequeños departamentos, o cajas de indiscreta vecindad a la moderna. En estos departamentos pequeños la palabra salón queda fuera de tono. Hay salitas solamente, donde los viejos trofeos restantes tradicionales se levantan de manera desproporcionada semejando monumentos egipcios introducidos a la fuerza. Tal era el efecto que producían en el departamento en cuestión los adornos viejos de las chimeneas no existentes, colocados en mesitas inadecuadas, y los jarrones de Sèvres donde los concurrentes creían tropezar a cada instante.

Se trataba de una enorme jaula de cemento Melón, modernísima, cuadriculada y dividida en casitas numeradas, donde ilustres apellidos del casco viejo, de las calles de la Catedral, de Compañía y de la Merced, se apretujaban disfrutando la felicidad de vivir en condiciones asísmicas.

-¿Está contenta en su nueva casa?

-Mucho. Y luego se disfruta una vista maravillosa de la cordillera, dijo la dueña de casa, dama espiritual, elegante y bien parecida.

Celebraba su santo, lo cual un invitado agradece siempre por tratarse de renuevos de confianza.

-El skies visual en los lomos de la nieve es el deporte de nosotras las que carecemos de «refugios» y de agilidad, añadió riendo.

Apareció un criado presentando la bandeja de plata y las copas llenas de un licor amarillo donde el limón flotaba.

-¿No le agrada este veneno agradable? preguntó dirigiéndose a un caballero pálido, casi tétrico.

-No puedo, suspiró. Soy hiperclorhídrico.

JOAQUÍN EDWARDS BELLO

MEMORIAS328

-¿Por qué no escribe sus Memorias?

-He pensado en eso. Algunas personas creyeron que En el viejo Almendral era un libro de memorias. Uno me echó en cara el pecado de ponerme solo, como hijo único, cuando fuimos siete. Me expresó en tono de reproche: «no pusiste a Emilio».

En realidad no escribí memorias, sino ficciones. Otro motivo para no escribir mis memorias consiste en la costumbre de algunos escritores nacionales de no hacer distinción entre lo imaginario y lo real. Yo creo que la narración de mentiras, cuentos o novelas, más o menos interesantes, está muy bien cuando se advierte al público la calidad del género. Hay que distinguir. No pocos novelistas de aquí confunden los campos de la realidad con los de la pura fantasía. Esto ha desorientado   —239→   al público. A muchos nos han ocurrido hechos extraordinarios, reales. No es necesario recurrir a mentiras para darles mayor interés. En mi caso bastaría que narrara exactamente mis aventuras, mis bochornos, mis éxito o mis desastres, para conseguir el interés humano indispensable.

He oído contar mentiras absurdas a escritores y viajeros, lo cual me intimida. Cuando escribí el libro Valparaíso le puse como subtítulo «Fantasmas», por cuanto es ficción, con uno que otro personaje real y con muchos, como doña Florencia, que está compuesta de tres o cuatro damas del high life del viejo Valparaíso, entre 1900 y 1910. Esa clase de dama desapareció: podría decir que es un fantasma con carne hueso y sangre. Reacciona como dama rica que estuvo en París.

Alguna vez oí contar aventuras de viajes a escritores. Eran maravillosas, pero tan fuera de la verdad que me produjeron malestar. Los oyentes jóvenes creían y siguen creyendo a pies juntillas en tales patrañas. Oí a uno que declaró haber sido recibido por el sultán Abdul Hamid, con Pier Loti, en el Salón rojo del Selamlik, y a otro, a quien el rey de Inglaterra fue a visitar en privado, llamándole primo. El Sultán habría preguntado al primero: «¿Qué eres en tu tierra?». Le respondió que era diplomático, y Abdul Hamid, no sé si en turco o en francés, habría respondido: «Debieras ser el amo». A otro, la reina de España, en palacio, le llamó para echarle unas puntadas en el uniforme. Era militar. «Venga usted acá, que yo también sé algo de costura», habría dicho doña Victoria Eugenia al capitán.

Después de escuchar mentiras de tanto calibre toda narración de aventuras verdaderas parece opaca.

Sé perfectamente que la bella mentira es un adorno indispensable en la vida. Sin el uso de la mentira no tendríamos cuentos maravillosos. Wilde dijo: «La mentira es el fin propio del arte». Lo que yo creo es que debemos hacer un distingo. La historia, como los recuerdos, memorias o diarios, debe ser lo más ceñida que se pueda a la realidad. El famoso escritor Santayana advirtió al público la diferencia que hay entre sus memorias y su novela, o memorias noveladas.

He leído algunos libros de memorias de autores extranjeros y de sudamericanos. Las mejores extranjeras, para mí, son las de Montaigne, Saint Simon, Renan y León Daudet. Las mejores chilenas, las de Pérez Rosales y de Zapiola. El defecto de algunas chilenas consiste en la parte dedicada a probar la nobleza del origen europeo de la familia. Es un complejo. El complejo del mestizaje. He notado que las personas con antepasados negros son las más aficionadas a la heráldica. Nunca mencionan la indiscutible abuela motuda, de África. Podría dar una lista, en orden alfabético, de las familias chilenas con antepasados negros. No creo que el clima chileno destruyó al negro. En ninguna parte ocurrió eso: Otra cosa es que dejaron de venir negros, pero su genio está vivo en la literatura y en la música. Desde luego no hay un clima chileno. El país se extiende de Norte a Sur en una distancia equivalente a ir de Escocia al Congo. Los negros en Chile fueron absorbidos por los blancos, pero no destruidos por el clima.

En cierta ocasión dije que pasé hambres en París. Me objetó con insolencia un pobre individuo. Cree que un Edwards no puede pasar hambres. Han de saber que el apellido Edwards suena Buckingham solamente en Chile. En Londres es Soto. Mis alzas y bajas de París serían un capítulo que muchos lectores tomarían por   —240→   invenciones. Europa fue para mí un Far West y otras veces un presidio. Purgatorio, Infierno y Paraíso, alternativamente. Cuando leí la vida del explorador Stanley me encontré con que habitó en Madrid en la calle del Gato. Ahí mismo fue a visitarme Garrido Merino el año 1915. Yo recorría una y otra casa de huéspedes, en diversos barrios, por cuanto las capitales europeas no son una ciudad sino muchas y ninguna parecida a otra. No sería creíble si mencionara el número de domicilios que tuve en Londres, en París, en Marsella, en Madrid y en Lisboa. Declaro que soy el único habitante de Santiago que vivió en Madrid en la Posada del Peine, cerca de la Plaza de Santa Cruz. El Rastro, las calles de Mesón de Paredes, del Pez y de la Bola no tienen secretos para mí. He asistido a los jueves del Ritz. El año 1925 viví en el Palace, uno de los hoteles más completos y hermosos del mundo. En Londres viví en cierta pensión italiana de Arthur St. Huésped era el anarquista Malatesta, huésped y vecino de pieza. En Madrid, 1918, en la calle de la Unión, 4, el vecino del piso superior era Max Nordeau. Excelente vecino. En Málaga viví en el Hotel Hispano-Marroquí, desayuno con leche de cabra. En 1916 fui soldado en el 5º regimiento de zuavos en St. Denis. El soldado del vestuario, cuando me entregó el uniforme y me vio vestido, me digo en argot: Te voilà converti en brigand. Maintenant tu peut aller becqueter du sang de boche. Mi primera amiguita francesa, en 1904, se llamó Marcelle Lasbats, C'est bon tout ça.

Suelen creer que mis noveloides son autobiografías. No es verdad. A veces lo parecen y es por falta de arte. Parece que yo tuviera mucha imaginación y tengo poca. Los malévolos han inventado claves para hacerme aparecer como un bellaco. En París hice a veces de fugaz millonario y otras, más a menudo, de pobretón. He vivido en La Chapelle, no por el placer de degradarme sino por pobreza. Esto no ocurre a los franceses. Ellos nos mirarán siempre a nosotros como a seres instintivos, niños y desconcertados. De sauvages quoi! Aprendemos bastante en Francia, lo suficiente para ser descontentos en la tierra natal. Los envíos de dinero de Chile son irregulares hasta para la diplomacia.

Lo que vi en mis años de Europa es inaudito. Toda la guerra europea desde 1914 a 1918. La irregularidad sudamericana se me representó vivamente una mañana en la casa de un ropavejero de la calle del Temple. En el étalage tenía precio un uniforme de diplomático criollo con espadín.

¿Para qué contar mentiras? Nunca me presenté como escritor. Un chileno al que serví de introductor desinteresado cuando llegó a París, escribió a su familia, para hacerse el gracioso, que me había encontrado en el Café Napolitain traduciendo El inútil a un grupo regocijado de poetas franceses.

La mentira es de la peor clase. Nunca, desde hace treinta años, doy ni recomiendo escritos míos. Cuando me piden de los colegios respondo que no convienen a los niños. En cambio el talento de otros escritores me produce un placer espontáneo.

He tenido aventuras de verdad en Chile y en Europa. En Chile, en 1903, en 1906, en 1910 y en 1920.

En la vida a salto de mata conocí la especie humana. He conocido multitud de mujeres. En París la cocotte es maestra de almas. En ellas se aprende buen gusto y piedad humana. La vida en calles, ferrocarriles, en hoteles y en pensiones fue mi   —241→   Sorbonne y mi mejor universidad. No son las celebridades las que más enseñan. Me parece ingenuo cuando encuentro en libros de memorias menciones de famosos escritores, duques o de condes.

Confieso con el corazón en la mano que no conocía a Eduardo VII ni a Falieres, ni fui socio del Épatant. Siempre fui un pobre chileno que «hizo buenamente su papel de sauvage».

Otros sudamericanos se inclinan a la vida artificial, a conocer gente de campanillas y publicar sus amistades. Sobre todo las damas. Les da lo mismo retratarse con un comunista célebre que el Cardenal Rampolla, con Mussolini, con Landru o con Hitler. Conocí una que quiso casarse con Picasso, después con el escultor Archipenko. Llevaba un perro chihuahua, el más pequeño del mundo. Parecía ratón. Se lo comió el gato del hotel.

Hace poco recordaba que estuve en el colegio en Inglaterra y que el director era el Rev. Shepherd.

Alguien replicó, en sorna: -¡Ah sí, mister Chips!

Creyó que yo estaría mintiendo.

En ciertas confesiones del millonario sueco Ivar Kreuger leí una parte que me quedó vibrando:

«-Es duro tener hambre y no tener que comer, dijo Kreuger.

-¡Oh! ¡Usted nunca se habrá visto en ese caso!

-Sí. Estaba en América. No podía ir a mi pieza más que a dormir. Se me había acabado el dinero y hacía dos días que no probaba bocado. Me moría de hambre. En esas circunstancias encontré un sandwich tirado en la escalera. La mitad estaba en buenas condiciones. Me lo comí. Bebí un poco de agua. Venciendo mi repugnancia volví al lugar en que había quedado la otra mitad, la lavé y me la comí con mayor satisfacción que el caviar que hoy me sirvieron en el almuerzo».



JOAQUÍN EDWARDS BELLO



  —243→  

ArribaAbajoCarta de Benjamín Subercaseaux a Joaquín Edwards Bello

Santiago, 6 de junio de 1951

Señor

D. Joaquín Edwards Bello

Presente

Querido amigo,

Mucho me reí, gocé y me «cachieté» (novísimo neologismo) con tu Torre de Babel. Siguiendo la vieja costumbre nuestra, no mencionas el origen del asunto. No importa: mis «babeles» ya trasuntan de todos los artículos publicados últimamente, para alivio tuyo y mío, que estamos hartos de tanto academismo estéril y absurdo. Gracias por este apoyo postrero y definitivo, pues tus líneas no podrían estar más pletóricas de pruebas y argumentos.

Otro asunto ahora, que me incumbe como autor de cierta novela (de la que he oído comentarios tuyos en boca de nuestro común amigo Domingo Fuenzalida) y que para mí representa en cierta medida una meta y una piedra de toque para conocer aún mejor a los míos. Asunto que te incumbe a ti también, por ser Edwards Bello el único pendant decente y civilizado en este turbulento mundo de nuestros escritores; responsabilidad que se te acrecienta por tu calidad de Premio Nacional, de hombre viajado y comprensivo, y por fin de patriota atento a las novedades literarias que van apareciendo en nuestro país, y que es de tu deber y competencia juzgar para esclarecer a los nuestros.

No querría hablar de lo propio, Joaquín, pero tú has leído mi Jemmy Button y habrás comprendido muy bien qué lugar ocupa en nuestra novelística. Ahora bien, hay en torno a este libro una peligrosa complicidad de silencio. Lo leen, lo saborean, comprenden lo que significa, y luego callan, como si les fuera la vida en hablar y decir algo bueno de él. Me recuerdan a los judíos ante Cristo: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». Asumen la responsabilidad de no hacer suyo este libro que les pertenece, puesto que chileno soy yo y en Chile he escrito Jemmy Button, y el tema es la preocupación de Chile en cada actitud de mi héroe. Sin embargo, nada de eso han querido ver, y para demostrarlo tuvieron el impudor de dar el Premio Nacional a Baltazar Castro, «porque su obra era de genuina chilenidad». Créeme que no hablo por la herida. Ya no estoy en edad de emocionarme con premios. Temo, sí, por esta actitud de rechazo de ellos a lo que es suyo y que nos enaltece y que ellos desprecian. ¡No es posible permitir que esto ocurra en nuestro pobre país. Tú sabes que mi libro (modestia aparte, y de la que adolecemos   —244→   los dos) podría figurar -como que lo haré muy honorablemente- al lado de cualquier libro europeo. Ahora está en traducción en Macmillan, New York, y quizás no tardaremos en verlo en película.

No temo, pues, por la suerte futura de la obra. Como te digo, temo por el papelón que están haciendo los míos, y el que van hacer. Es por esto, mi querido colega civilizado, que clamo a ti para que con el prestigio que tienes como decano nuestro y Premio Nacional ya antiguo (amén de ser dos de raza blanca) pegues un grito y agites a la indiada, diciéndoles: «¡h..., hasta cuando van a seguir haciéndole ascos a un libro que ni siquiera saben lo que contiene! Ábranlo, lean, y si no comprenden, rasguen sus vestiduras y cúbranse de ceniza la cabeza, porque entonces no son dignos de él ni de nada alto, decente, y acertado que se diga de nuestro pueblo: Jemmy Button es la Summa de todo lo que he escrito y penado años y años en mis artículos. Jemmy Button podría ser firmado Edwards Bello, y si no lo firmo, es porque tengo otros libros tan buenos que hasta ustedes mismos -indios brutos- han premiado, y que ahora temen leer para no desintegrarse, porque ya hieden y no son capaces de apreciar lo que he dicho y que, ahora, un sucesor de mi misma raza de escritor, les repite conforme a su temperamento y en el progresivo avance que debe tener la falange de los que escriben».

No, no te pido que digas esto. Tú sabes muy bien lo que habrás de decir. Pero lo repito para que comprendas: Somos dos; estamos rodeados de una jauría ululante; nuestro país merece mejor suerte. ¿No habríamos de unirnos para conseguirlo, ya que nuestra obra es paralela, y semejantes nuestros destinos?

Es lo que te quería decir en esta carta, para que empuñes tu valiosa pluma y escribas algunas palabras, no de aliento para mí; de protesta contra «ellos».

Te abraza tu viejo amigo y admirador.

BENJAMÍN SUBERCASEAUX



  —245→  

ArribaAbajoLibros y cartas

Volodia Teitelboim329

No equivale a la Biblioteca Infinita ni tampoco es la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges. Pero algo tiene de ilimitada. Contiene un millón de libros en que cada autor generalmente usa el castellano pero habla su propia lengua y escribe a veces cartas que ocultan enigmas, secretos, angustias. Si el libro se llama Epistolario Selecto I, resulta obvio que se trata del comienzo de una serie. Vienen otros volúmenes. Ojalá muchos porque la cultura chilena los necesita. La iniciativa apunta a un proceso de renovación, de modernidad bien entendida en un concepto de biblioteca, no precisamente borgeano.

Huelga decir que la Biblioteca Nacional es una institución fundacional. En tal sentido, la concibieron los Libertadores. Nació a compás de la República y con miras a educarla. Respondía a las ideas de la ilustración, porque los pueblos requieren cultura y la cultura presupone en primer término lectura. Según la expresión de Sarmiento había que «alfabetizar al soberano». El soberano era el pueblo y el pueblo era analfabeto. Según la cúpula de la sociedad bastaba con una élite cultivada.

A la Biblioteca se le asignó una tarea primaria: ser el conservatorio no de música, sino del acervo de escritos e impresos. Seguramente, se desconfiaba de la capacidad individual o privada de mantener los textos a buen recaudo. El papel custodio de la Biblioteca Nacional tiene un valor insustituible. Con el presentismo reinante, el vivir al día y el desdén por las instituciones culturales, los textos editados no siempre se consignan en el depósito legal. Se menosprecia una institución que los reúna, clasifique, los mantenga para el futuro, garantizando que no se interrumpa el flujo de la memoria intelectual del país.

A la misión encomendada a principios del siglo XIX, el siglo XX y más aún el XXI, imponen un ensanchamiento en su esfera de responsabilidad. Es evidente que debe continuar abierta al lector asiduo a través de sucesivas generaciones. Me cuento entre ellos. Estudiante pobre, me nutría ansioso y hambriento de la poesía que guardaba en sus anaqueles. En las décadas iniciales del siglo, concurríamos a ella casi a diario. Sobre todo en las Secciones Fondo General, Literatura Chilena y también Francesa, descubrimos un mundo nuevo.

Su valor como centro de lectura es incalculable. No obstante, la Biblioteca es mucho más que el edificio imponente que le sirve de casa matriz y vale también como símbolo emblemático. Su espacio espiritual está llamado a abarcar todo Chile. Es la cabeza de una red, de un patrimonio moral formado por centenares de bibliotecas   —246→   grandes o pequeñas desparramadas a través de la accidentada geografía física del país. Se necesitan millares. Ojalá todos los municipios, cada establecimiento educativo, organismo social, sindicatos, juntas de vecinos, tengan libros a disposición de la gente. El sueño es un futuro con una biblioteca en cada hogar, que el libro esté en todas partes, incluso al alcance de la mano y de los ojos del transeúnte. En los senderos del campo, una bandera morada suele señalar que en ese sitio se espera el libro, al bus que lo deja gratuitamente en préstamo.

Hoy día ya no nos asombra algo que en otro tiempo hubiera parecido inverosímil. Actualmente, hay biblio-metros. El libro comienza a salir al encuentro del viajero de cada día. Aquel que parte por la mañana al trabajo y mira a veces durante largo rato la calle sucesiva, el tránsito sofocante, escruta el rostro de los pasajeros -lo que a veces equivale a una lectura viva y suele ser apasionante-. Ahora puede hacer del trayecto en metro un momento de lectura. Ganaríamos mucho si ello se incorporara a nuestros hábitos porque enriquece la humanidad tener una ración diaria de libro.

La Biblioteca Nacional asume o reasume una tercera misión: la de levantar la tapa que cubre el baúl de los tesoros. Porque en ella hay muchos tesoros. Son textos, documentos, cartas, inclusive de la época colonial, que duermen un sueño invernal en la mudez de las gavetas. Un investigador prolijo de vez en cuando entra en los recintos callados a fin de descubrir y sacar a la luz misterios de la cultura, de la historia, para que algún día sean patrimonio de todos.

Se propone editar, publicar muchos de estos textos. Se emprende la tarea a través del Departamento de Extensión Cultural y el Archivo del Escritor. Laboran espíficamente en el empeño intelectuales como Pedro Pablo Zegers y Tomás Harris. Es el inicio de un camino, el comienzo de una iniciativa de largo aliento. Porque ni siquiera cien tomos podrían colmar la gran laguna silenciosa de esos textos, que callan no por una voluntad de ocultamiento, sino porque se presumió por tiempo dilatado que la misión de la Biblioteca era ser la guardadora de los textos sin necesidad de proyectarlos al conocimiento público.

En la época contemporánea y en la discusión sobre la modernidad hay algo que concierne no sólo a la economía; no sólo a la política, sino también a la cultura, a su extensión, apertura, enriquecimiento y universalización, reconociéndole mayor amplitud y nuevas esferas a las artes. Se observa un fenómeno de aceptación creciente: la incorporación al dominio literario con pleno derecho de las cartas, diarios íntimos, biografías, autobiografías, documentos de la naturaleza más variada. Son admitidos en su reino en la medida de su valor intrínseco.

El hecho de iniciar una etapa difusora seleccionando correspondencias es muy decidor. Las cartas con frecuencia son algo así como el texto sumergido íntimo. Son páginas que desvelan la intrahistoria de quien las escribe. Muchas cosas dice el autor en su obra literaria y muchas las reserva para su parcela privada o privadísima. Las cartas pueden ser en casos determinados, ricas minas inexploradas, llaves para penetrar en el espíritu, la sicología del autor, así como para entender el tiempo, la situación en que las escribió.

No escasean las que se incorporan a la historia de las letras porque son obras literarias en sí mismas. La epístola fue en el pasado un género cultivado con pasión   —247→   creadora. Configuró todo un arte y de lo más preciado. Solía tomar la forma de monólogo o diálogo por escrito; abundaba en la confidencia, en la noticia entre dos y servía de vehículo a la declaración amorosa. Por sus entrelíneas, se filtraban destellos del espíritu de la época.

Duele admitir que ese género de las cartas, donde el corazón se confiesa a pecho abierto, ha pasado de moda. Desaparece, languidece o se hace rara la epístola como expresión estética. La gran carta memorable no encuentra ambiente en el apresurado mundo actual. Está en decadencia y se bate en retirada. El teléfono, el cassette, el video, el fax, internet, en suma, la comunicación electrónica, han desplazado la correspondencia de antaño. Se dice que no hay tiempo para escribir cartas magistrales, por cuyas líneas a veces se deslizan confesiones sugerentes. Sin duda, también hoy en día se siguen escribiendo correspondencias tan entrañables como antes, pero representan la excepción.

Hay gente que mira con cierta nostalgia esos siglos que acumularon epístolas maestras. Algunas se libraron de la desaparición. La gran mayoría se perdió porque incluso muchas de las más notables, nunca se publicaron ni se salvaron de la destrucción.

Como botones de muestra, entre la multitud innumerable de misivas esenciales que hoy se mencionan, convertidas casi en lugares comunes, se citan a modo de perlas sobrevivientes, las cartas de la famosa monja portuguesa. Aludamos, entre muchísimas, a la correspondencia dirigida por León Tolstoi a su mujer. Encierra una descripción de ambiente pero más que nada el retrato interior de los personajes. Producen una impresión desgarradora. Hay otras igualmente sobrecogedoras, como las comunicaciones despachadas por Rimbaud, el joven prodigioso que revoluciona la poesía francesa y mundial, antes de los veinte años. Se queja del tedio, de su abrumadora rutina provincial. Las comunicaciones que envía desde su lecho de agonía en el hospital de Marsella, son una suma de textos alucinantes.

Incontables escritores y no escritores confían a la página blanca ciertas revelaciones de su intimidad, reservada a personas de su confianza, sus mujeres, amantes, hermanos, amigos, colegas. Hay también cartas de apariencia engañosamente anodina, descaradamente triviales, que tocan lo cotidiano, revestidas de traje doméstico, como aquellas que a veces escribió Flaubert a Turgueniev. Y, sin embargo, no siempre carecen de un significado bajo la superficie ficticiamente banal.

Marta Cruz Coke hablaba de una comunicación de Bernardo O'Higgins pidiendo algo así como diez pesos para un menester que parecería irrisorio. La historia confiere a esa insignificancia, otra interpretación. Revela el ángulo de la vida diaria, la sencillez del hombre en la cima del poder que a ratos tiene preocupaciones análogas a las de un ser anónimo agobiado por la penuria vulgar.

Dentro del acervo epistolar conservado en Chile, existe gran cantidad de cartas afortunadamente en poder de la Biblioteca. Llegaron a ella porque se hizo fe de su capacidad de guardadora fiable y cuidadosa de textos.

Se cuentan entre ellas, comunicaciones de libertadores, historiadores, políticos, de gente sin figuración pública. Desde luego se conserva también correspondencia de escritores. En Chile, en este orden se han publicado epistolarios muy singulares. Basta recordar las cartas que Gabriela Mistral mandó a Manuel Magallanes Moure.   —248→   Son de una significación capital. Dejan al descubierto la personalidad dramática de esta mujer, digamos escandalosa en el sentido de la sinceridad, de la falta de diplomacia, consumida por el fuego de un temperamento abrasador, que nunca la dejó tranquila. Algunos indicios despuntan en los «Sonetos de la Muerte». Pero irrumpen íntegros, arrolladores, llameantes en estas cartas que ella quiso que nunca se publicaran. Ya que se habla de poetas, no se pueden olvidar las historiadas cartas de Neruda a Albertina Azócar.

Generalmente fueron enviadas a destinatarios de mucha confianza. No se escribieron para conocimiento ajeno. El problema suscita un debate a nivel universal. Se discute el derecho a publicar lo que el autor no quiso que trascendiera. Otros invocan la prescripción de largo tiempo. ¿Cuando el que las escribió o la persona a quien fueron dirigidas mueren cesa la obligación de guardar reserva? Muchos sostienen que ya son patrimonio de la literatura, dignos de ser revelados.

El primer tomo del Epistolario Selecto posee la validez de lo auténtico y lo fidedigno. Tiene la frescura de una corriente caudalosa que fluye por sí misma. Son textos muy heterogéneos, piezas sueltas reunidas por un hilo conductor enhebrando individuos, episodios, sucesos muy diferentes, inscritos todos en un versátil mosaico sorprendente.

Desde luego, son particularmente relevantes las breves cartas iniciales del volumen, escritas por Rubén Darío a Fabio Fiallo. La que el poeta nicaragüense envía a Orrego Luco no se libra de la nostalgia. En ese momento, Darío está en Europa. Ya es el padre célebre del modernismo, el poeta más reconocido de la lengua española. Echa una mirada retrospectiva a sus años de Chile, decisivos porque aquí publicó Azul y comenzó a describir su brillante trayectoria. La segunda carta tiene otro tono. Es evocativa, hace la remembranza del panorama literario de aquel entonces: de Pedrito Balmaceda, de toda esa vibrante pléyade de intelectuales chilenos que lo acogieron y de ese país literario y político que sufrió un corte traumático con la Guerra Civil de 1891.

Luego se leen dos cartas hasta cierto punto asombrosas. Las que un joven Mariano Latorre (tiene entonces alrededor de veinte años) dirige a Virginia Blanco, radicada en Constitución. A Latorre lo persigue cierta fama de escritor frío. Alone lo atacó tildándolo de aburrido, falto de estremecimiento. Estas cartas de Latorre son esbozo de la mejor novela de amor que él pudo escribir. Conmueven, emocionan esas páginas trémulas que en su primera juventud dirige a su amada, con la cual finalmente se casa. Lo torturan dudas. Lo atormentan los celos. Todavía no era el jefe de la escuela criollista, sino un enamorado inquieto, angustiado, como tantos enamorados. No pretende hacer literatura sino poner en la carta su corazón al desnudo. Pienso que esta sorpresa la sentirán muchos al descubrir en ellas al otro Mariano Latorre.

Vicente Huidobro despacha a Salvador Reyes el año 1924 desde París una especie de bomba. Lanza un exocet -cuando no existían- contra la crítica literaria chilena. Afirma que «ella tiene tanta importancia en el mundo como la crítica de las Islas Sandwich». Está disparando concretamente contra Omer Emeth y Alone. Ese desprecio de dios del Olimpo fue una característica del gran refundador de la poesía, del soberbio por excelencia. En el Chile pacato una actitud tajante era necesaria.   —249→   Esas cartas no son infalibles pero retratan al audaz, al aplastante, al dinamitero, al disecador de pantanos, que quería remover la charca en que, a su juicio, se debatían las letras del terruño.

Se reproducen cartas muy decidoras de Gabriela Mistral. Son de registro contrastaste. Las hay apacibles, enviadas a amigos como Jorge Mañach, donde habla de cosas directas y sin filo. Pero está también la carta terremoto, de la cual mucho se habló. Aquí la leo íntegra. La escribió a Armando Donoso y María Monvel a propósito de España. Ella les insiste mucho: «le ruego que me guarden las espaldas. Esta es una carta escrita de absoluta intimidad, sólo para ustedes». Pero, a pesar de todas las advertencias y ruegos, se publicó, El efecto devastador tuvo su réplica en España. Determinó que en veinticuatro horas ella tuviera que abandonar Madrid, su cargo de cónsul general y partir a cajas destempladas a Lisboa. El hecho contribuyó a marcarla para siempre, la hizo más desconfiada de la especie humana. Era una persona que no transigía ni perdonaba. La trastienda que muestra este tomito vale oro. No por lo que pesa, sino por lo que dice.

La carta-informe dirigida por Benito Rebolledo Correa a Fernando Santiván contándole la odisea de la segunda colonia tolstoiana en Chile es muy desconocida. Se sabe que Fernando Santiván fue miembro de la primera, en San Bernardo y que de algún modo nació bajo la sombra protectora de Manuel Magallanes Moure. Estuvo formada principalmente por literatos, entre ellos Augusto d'Halmar.

En la colonia de la calle Pío Nono se concentraron pintores, obreros tildados de anarcos. Vale la pena subrayar la participación de varios artesanos franceses, que trajeron de su país ideas ácratas o socialistas. Anhelaban un modo de vida diferente. Quisieron dar el ejemplo, rompiendo con las costumbres burguesas. Se propusieron experimentar la convivencia en comunidad. Con tal objetivo, arrendaron una vieja casona en el barrio Bellavista, ahora muy turbulento, entonces recoleto y bucólico, para intentar el ensayo de una vida en común, al estilo del falansterio, como solían hacerlo grupos de iniciados en Europa y Estados Unidos. La carta de Rebolledo Correa culmina con un ácido poema-maldición, con que uno de sus miembros más destacados, el poeta Escobar y Carvallo, impreca al Presidente de entonces, Pedro Montt, culpándolo de la matanza de la Escuela Santa María en 1907.

La compilación revive una época. La serie de tomos con cartas que se anuncia permitirá desempolvar documentos no sólo de nuestra literatura e historia. Nos dirán mucho sobre sus personajes. Ya asomó una segunda entrega del Epistolario Selecto debido a la lengua, la mano, la pluma, la imaginación desbordada en el intercambio de cartas del más desmedido de nuestros grandes poetas, Vicente Huidobro con su señora madre, una dama que no le iba en zaga.







  —252→  

ArribaAbajoCreación

  —253→  

ArribaAbajoSombra inmortal. Cantata a la muerte de Federico García Lorca

Óscar Castro


GRAN CORO. -  («Los Pelegrinitos».)

ACTOR. -  He aquí la tumba de Federico García Lorca. Tierra morena como la carne de las hembras gitanas. Tierra en que podrían florecer claveles ardientes como llamas.

ACTRIZ. -  Tierra con amapolas color sangre, con murmullos de ríos en su seno, con una voz que traspasa y la hace sonora.

 

(Acorde de guitarra.)

 

CORO HABLADO. -  Como la boca de una guitarra.

ACTOR. -  García Lorca no podía quedarse solo, como se quedan los hombres cuando ya son un puñado de huesos. Había en él tanta savia de eternidad, que aún después de cerrados sus párpados y trizada su frente, se levanta traslúcido sobre la losa que lo cubre, allí permanece, erguido, con una gran sonrisa florida en su rostro y en su sensual boca morena. Es el mismo García Lorca que conocieron las calles de Sevilla; el mismo que oyó la música de las fuentes granadinas; aquel que tuvo por amigo el Guadalquivir y a la luna por novia.

ACTRIZ. -  Federico tiene el mismo gesto claro que cuando acompañaba a los toreros y a los soldados de la Guardia Civil en sus nocturnas correrías. Es el gitano que se reía estrechando la cintura de una guitarra mientras el cante jondo le brotaba de los labios en un surtidor de estrellas.

ACTOR. -  Por junto a la tumba del poeta pasa un camino marginado de limoneros, con agua por las orillas, con juncos y lirios floridos. Serpentea el camino y se aleja hasta confundirse con la curva del cielo.

ACTRIZ. -  Pero de pronto, a la distancia, vestida de músicas marciales y de gritos heroicos que claman libertad, asoma una figura de mujer, engrandecida por el sueño. Ya se precisa su perfil. Ya podemos decir su nombre. Es Mariana Pineda, que trae una bandera entre sus manos, como quien porta una flor maravillosa y frágil.

ACTOR. -  Aquí llega Mariana Pineda. Se detiene junto a la tumba y un resplandor emerge de todo su ser. Levanta la   —254→   cabeza absorta. Algo semejante a un vuelo de ángeles malvas pasa rozándole la frente. Callaremos para que haga su ofrenda.

 

(Fondo de piano con música de MARIANA PINEDA.)

 
MARIANA
La sombra. Siento la sombra
caer en mí. Tu palabra,
Federico, ya no alumbra
mis manos. Amortajada
quedó su gracia de lirio
con sol. Cayeron las alas
que me diste. Mis pupilas
miran tu frente trizada
y lloran. Y ya no puedo
bordar banderas de llama
para valientes. No puedo.
La aguja se me resbala
y los hilos me parecen
largas heridas que sangran.
Veo caer en la tierra
tu alegre carne gitana,
y cae también contigo
el árbol de las guitarras.
Pero todo es triste, triste
como si un ángel llorara...

 (Canto.) 

 

(Sube música de fondo de MARIANA PINEDA.)

 
MARIANA
Un viento mueve los verdes
limonares de Granada...
CORO HABLADO
Un viento mueve los verdes
limonares de Granada.
MARIANA
Y van bogando en el viento
cantares de pulpa amarga.
No puedo bordar. No puedo.
No puede bordar. No puede.
CORO HABLADO HOMBRES
El bastidor se me alarga,
MARIANA
y toma la negra forma
de la caja que te guarda.
Miro el horizonte; veo
jinetes de largas capas.
Jinetes que hacia mí vienen.
Jinetes que tú me mandas.
¿Qué piden los caballeros?
CORO HABLADO HOMBRES
Banderas...
MARIANA
No está bordada.
ACTOR
No ha de flamear en el viento.
ACTRIZ
Como una rosa con alas.
  —255→  
ACTOR
No ha de marchar adelante
relámpago de batallas.
MARIANA
No han de mancharla los hombres,
no han de romperla las balas.
Mi bandera, Federico,
que tú querías bordada,
ha de ceñirse a tu cuerpo
con beso de enamorada.
CORO HABLADO
Con beso de enamorada.
MARIANA
Terminaré mi bandera
-clavel y luna de llamas-
para que tú la despliegues
sobre la estrella más alta.
CORO HABLADO
Sobre la estrella más alta.
MARIANA
Mi bandera, Federico,
tu más ardiente mortaja.

ACTRIZ. -  Sí, Federico García Lorca. Mejor mortaja no podía tener tu cuerpo. El rojo de tu sangre y el rojo de la seda se han fundido para entregar al mundo su verdadero pabellón.

 

(CANTANTE interpreta a capela la canción «Palomita», que irá in crescendo a medida que avanza el parlamento.)

 

ACTOR. -  Pero ¿quién canta a lo lejos una canción de cuna?... ¿Qué desgarrada voz entrega al mundo la emoción de las madres?

ACTRIZ. -  Por el camino se ve llegar otra figura, desolada, vencida  (Palomita con orquesta.)...  con todo el dolor de la tierra en su actitud. Trae las manos ahuecadas, como si sostuviera un manojo de rosas o un infante dormido.

ACTOR. -  Es ella: Yerma, la hembra que nunca tuvo un hijo, la que sintió sus entrañas quemadas por la esterilidad, la que alargó sus pechos como una ofrenda inútil, la que murió con la boca pesada de caricias maternales que jamás pudo dar. Su dolor es el de todas las mujeres del mundo.

 (Empalma canción de cuna «Nana de Sevilla», que irá esfumándose suavemente para dar paso al poema:)  

CANTANTE. - 

YERMA
Pétalo de acacia,
niño, niño, niño,
entre dos claveles,
te encontré dormido.
Traía la luna
dorado corpiño.
Traía la alondra
su azúcar de trinos.
Ala de paloma,
—256→
niño, niño, niño.
Por el aire claro
venías dormido.
 

(CANTANTE Interpreta La nana de «Yerma» (voz masculina).)

 
pañales de lino.
Bordaban mantillas
los dedos del trigo.
YERMA
Sueño de los ángeles,
niño, niño, niño.
Tu boca besaba
mis pechos henchidos.
CANTANTE FEMENINA
La noche era toda
milagro y suspiro,
contaba la luna
corderos y mirlos.
YERMA
Sortija del día,
niño, niño, niño.
Eras en mis manos
milagro florido,
traía la estrella
frescores marinos.
Hacia ti venía
un azul navío.
Iba yo a besarte
niño, niño, niño,
cuando ya no estabas
en mi pecho tibio.
DÚO

 (Primera voz masculina; segunda voz femenina cantando:) 

Sangraba la luna
gotas de martirio,
la alondra del bosque
trinaba gemidos.
YERMA
Puñal en mi vientre
niño, niño, niño.
Nunca te tuvieron
mis brazos vacíos.
DÚO

 (Primera voz femenina; segunda voz masculina:) 

El viento venía
huracán y grito.
Espadas feroces
los tallos del trigo.
YERMA
Pesadillas de ángeles,
niño, niño, niño.
Tu boca pequeña
—257→
lloró mi destino.
Vengo a ti llorando,
loca, Federico,
y te encuentro muerto
y tú eras mi hijo.
Déjame llorarte,
lucero perdido.
Sol de mis entrañas,
poeta, hijo mío.

ACTOR. -  Adiós, Yerma. El hijo único a quien pudieron estrechar tus brazos amorosos, Federico García Lorca, el hombre que para cantar se hizo niño, el niño que para morir se hizo hombre ya no va por la tierra con su salero andaluz y su pelo y sus ojos ardientes.

ACTRIZ. -  Sigue llorando, Yerma, que tu dolor no tiene consuelo, porque es más grande que el espacio y la tierra juntos. En él mataron toda la luz de las campiñas españolas, todas las flores, todos los cantos.

 

(Guitarra flamenca por zapateado y pitos.)

 

CORO DE PALMAS SORDAS. - 

ACTOR. -  Es Antoñito el Camborio el que se acerca. Trae una vara de mimbre en las manos y azota con ella las hojas de los limoneros. El pelo de nocturnas hebras le cae por la frente hasta los ojos.

ACTRIZ. -  «Gitano de verde luna, anda despacio y garboso...».

ACTOR. -  Se detiene junto a la tumba de Federico. Hay pena en sus pupilas; pero no se sabe si es la pena eterna de los gitanos o la que siente por el poeta muerto.

ACTRIZ. -  A tiempo llegas, Antoñito el Camborio. Faltabas en la fiesta de las evocaciones.

ANTOÑITO
Gitano de cobre puro,
con un lucero en la frente.
Era tu voz de guitarras,
eran de junco tus sienes.
La copla te florecía
su rojo sol de claveles.
Ibas borracho de besos
y cinturas de mujeres.
Entre las manos el alba
se te moría, celeste.
CORO
Un camino -pluma y sueño-
del cielo a Granada viene.
ANTOÑITO
Me fui por ese camino.
El mismo camino hienden
tus ágiles pies que danzan,
tu risa de cascabeles.
—258→
Le digo a mi corazón
que en el camino te espere
con una vara de mimbre
porque florida la encuentres.
limones de oro relucen
livianos en la corriente:
estrellas que fui cortando
con filos de amaneceres.
Hoy no tengo, Federico,
Guardia Civil que me lleve,
ni junto al Guadalquivir
cuatro hermanos que me esperen.
CORO
«Llama a la Guardia Civil
y acuérdate de la Virgen
porque te vas a morir...».
ANTOÑITO
Mi sangre fue por el agua,
dando amapolas alegres.
Hoy no sé que me espera
de la vida y de la muerte.
Solo estaba, Federico,
pero ya sé que tú vienes,
moviendo capas de luz,
torero de amaneceres.
Los ángeles me lo han dicho.
Me lo ha contado la nieve.
Junto al camino te aguarda,
colmado vaso de mieles,
el corazón que me diste,
abierto, puro, celeste.
Cuando vea tu silueta,
sólo te sabré decir:
CORO
De arcángeles y doncellas
venga una Guardia Civil
para dar a Federico
una cárcel de zafir
y plumas de viento joven
para que pueda escribir.
ANTOÑITO
¡Ay! ¡Federico García,
ya no te puedes morir
porque si tú te murieras,
ese cielo de alhelí,
y esta luna, y este mundo
se harían ceniza gris!
Pero ya llegas trayendo
-planeta de oro y marfil-
—259→
entre tus manos morenas,
la rosa del porvenir.
Grábese sobre tu rosa
mi figura de perfil.
 

(Coro de palmas sordas.)

 
ANTOÑITO
Viva medalla de sueño
reluciendo en el cenit.
¡Medalla de bronce y bronce
gitanos los dos al fin!

ACTRIZ. -  No en bronce, sino en oro quedará tu silueta acuñada en las almas, Antoñito el Camborio. Federico, que tenía manos de artífice, te dejó para siempre engarzado entre las luces de un romance. Te alejas, y yo veo recortarse tu perfil sobre el sol que ya muere. «Viva moneda que nunca se volverá a repetir».

ACTOR. -  Ahora sopla el viento, un viento fuerte, salino, con audacias de potro encabritado. Una muchacha viene huyendo, con el miedo en la sangre, llorando casi, como si un sátiro alargara sus manos para cogerla.

ACTRIZ. -  Es Preciosa, la de la blanca pandereta, la de los pies desnudos, la que sabe cimbrarse como un junco entre los brazos de la danza. Muchacha, cuéntale a Federico tus angustias.

ACTOR. -  Él sonríe al reconocerte y te convida con el gesto. Él aprendió a no tener miedo, desde que lo miraron de frente las vacías cuencas de los fusiles asesinos.

CORO HABLADO. -  ¡¡MANUEL CASCAJO!!  (Tres balazos.)  ¡Tú lo mataste!

PRECIOSA
Campana de lirio y agua
el ruedo de mi vestido.
El viento lo va moviendo
con largos dedos floridos.
El viento quiere mis muslos
calientes y amanecidos.
El viento palpa mis pechos.
El viento viene conmigo.
Quiere besarme y tenderme
sobre lechos de jacintos.
El viento burlón desea
dejar en mi vientre un hijo.
Resbalando de sus zarpas,
llego hasta ti, Federico.
GUITARRA

 (Fondo guitarra, saeta y taranta.) 

PRECIOSA
Protégeme con tus brazos.
Espántalo con tu grito.
Quedaré junto a tu pecho
—260→
ahogada de suspiros
y sonará para ti
mi luna de pergamino.
Escóndame entre sus pétalos
la rosa azul de tu espíritu.
Desde que tú te me fuiste
quedé amarga, Federico.
Y el viento fiero me busca
tocando trémulos silbos.
Federico, quién pudiera
morir y crecer contigo,
ser a tu lado la rosa
que te señala el camino.
Ser en tus labios el agua,
tu sol entre nieve y frío.
Las alas que te conducen,
la estrella de tu destino.
Pero el viento ya me encuentra,
¡Federico...! ¡Federico...!
VOZ-ECO
Federicoooooo... Federicoooooo...
PRECIOSA
Siento sus manos tenaces
debajo de mi corpiño.
Salado y potente viene
desde mares infinitos.
Trae puñados de aromas
para encantar mis sentidos.
Para turbar mi razón
trae cantares de mirlos.
Y me acosa, me levanta,
me desnuda, ¡Federico...!
Revienta lejos el mar
su pólvora de jacintos,
el viento trae azucenas
y espumas en el hocico.
El viento ya está besando
la rosa del vientre mío.
Por los caminos levanta
satánicos remolinos.
Tengo que huir de sus garras.
¡Hasta siempre, Federico...!
¡Adiós! El viento me lleva.
VOZ-ECO
¡Adiós...!
PRECIOSA
¡Adiós! Rompió mi vestido.
VOZ-ECO
¡Adiós...!
PRECIOSA
¡Adiós! No escuches mi grito.
—261→
Conserva para tu noche
mi luna de pergamino...

ACTOR. -  Preciosa, no te angusties. Si el viento te levanta hasta las estrellas encontrarás en lo alto a Federico. Allí tendrás la luna para bailar y collares de estrellas para tu cuello fino.

ACTRIZ. -  El viento ya se ha ido y tras el último remolino que levantaron sus pies, emerge, inmóvil junto a la tumba, una cuarta mujer, llorosa, triste que, como toda ofrenda, deja sobre la losa un costurero de fino raso.

ACTOR. -  No conozco tu nombre, mujer de los inmensos ojos, pero sé que eres aquella que una noche se fue con Federico hacia los campos para saborear el abrazo en que se muere dulcemente. Comprendo que tú amaste al poeta y que él también te quiso...

CORO
«Fue la noche de Santiago,
y casi por compromiso
se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos».
MUJER
Al río me fui contigo.
Era noche de Santiago.
Por calles de sueño y sombra,
cogida fui de tu brazo.
Mecida por tu deseo
como un clavel en su tallo,
sentí, desnuda y caliente,
la caricia de tu mano.
Ramo puro de jacintos,
mis pechos a ti entregados.
Granada de sol y sangre,
sobre tu boca, mis labios.
En mi carne florecía
la rosa de los desmayos.
Entre las matas de lino,
¡qué fuerza la de tus brazos!
CORO
Miré caer en la noche
tu cinturón constelado.
Sobre mi cuerpo, tu cuerpo,
¡oh, fruto maravillado!
MUJER
Me sentí como la tierra
hendida por el arado.
Tu cabeza entre mis pechos
como un lucero y un nardo.
¡El cielo, el viento y el mar
sobre mi cuerpo cantando!
Mozuela te dije que era.
—262→
Te lo dije y no era engaño,
que para ti se hizo virgen
mi carne de lirios blancos.
VOZ FEMENINA
Doncella para tus besos.
VOZ FEMENINA
Doncella para tus brazos.
CORO HABLADO FEMENINO
Sobre tu oscura cabeza
brillaban mil candelabros.
MUJER
Para la tierra y el cielo
éramos dos desposados.
Largo temblor de mi voz
cuando te dije: «¡Te amo!».
¡Aquella noche fue mío
todo lo que está lejano!
La música de los ríos,
VOZ FEMENINA
la estrella,
VOZ MASCULINA
el árbol,
VOZ FEMENINA
los pájaros.
MUJER
En mi vientre florecía
la rama de los milagros.
Mis muslos te aprisionaban
como guirnaldas de nardo.
Entre tus labios calientes
bebí luceros mojados.
¡Y me morí de gemidos
en muerte de sueños y astros!
CORO HABLADO
¡En muerte de sueños y astros!
MUJER
Y hoy, Federico García,
por el agua de los años,
llorando vengo a mirarte,
vengo a besarte, llorando.
Caído estás, con la sombra,
como una rosa en tu mano.
Dejaré sobre tu pecho
mi costurero de raso;
el mismo que tú me dieras,
el mismo que ahora traigo,
lleno de lágrimas tibias
y de días deshojados.
Y adentro del costurero,
mi corazón traspasado
por los fusiles de sombra
de aquellos que te mataron.
CORO HABLADO MARCIAL
Por los fusiles de sombra
de aquellos que te mataron.
MUJER
Federico, en tu memoria
—263→
mi vientre se hace regazo.
Mis hombros y mis rodillas
lloran jacintos lunados.
Mi pelo que huele a noche
quisiera ser tu sudario.
Sobre tu pecho pondría
la blanca cruz de mis manos.
Manos que ya se me mueren
en un otoño de cantos.
Federico, por las venas
tu sangre me va llorando.
Tengo frío, Federico:
Frío de besos helados.
Federico, tengo muerte;
muerte de río sangrando.
Muerte la que a ti te dieron.
CORO HABLADO
Muerte la que a ti te dieron.
MUJER
Muerte que me va matando.
CORO HABLADO
¡Muerte que te va matando!

ACTOR. -  Muerte que a todos ha de matamos, mujer. Pero tú te quedarás en la memoria de los hombres, como todo lo bello y lo grande que hubo en este mundo.

ACTRIZ. -  Cuando se diga: Federico García Lorca, todos pensarán en ti, porque fuiste su amada de una noche, y porque fuiste también, la creadora del más bello romance.

ACTOR. -  Ha caído la noche. El cielo mueve sus anillos. Desde la tierra suben aromas y los grillos tejen una enredadera de plata. Una luna creciente refulge, milagrosa, en el azul profundo. Federico García echa hacia lo alto su mirada y sonríe ante la presencia de algo que permanece oculto para los humanos.

ACTRIZ. -  Clavileño, el corcel de los poetas ha llegado junto a su tumba. García Lorca, de un solo impulso, ya está sobre sus lomos. Y he aquí que el caballo sube por los aires hasta aquella región en que se cansan las más atrevidas alas. Nosotros ya sabemos lo que ha ocurrido.

ACTOR. -  Federico tenía una cita con aquel que murió a las cinco de la tarde, en una plaza de toros; aquel por quien el poeta lloró sus más profundas lágrimas: Ignacio Sánchez Mejía.

ACTRIZ. -  Clavileño retorna para llevarnos. Montemos en su grupa reluciente. La fantasía protege nuestro viaje de sueño. Subimos, subimos incansablemente.

  —264→  

ACTOR. -  Y aquí encontramos a Federico y a Ignacio, viviendo en esa vida sin raíces oscuras que aparece cuando se cierran las puertas del mundo. Desde lejos oímos la voz sonora del torero.

IGNACIO
La luna de largos cuernos
por la pradera del cielo.
Deme la noche su capa.
Deme su espada el lucero.
Aquí yo quiero torearla
con paces de largo ruedo
y clavarle las estrellas
tal banderillas de fuego.
CORO HABLADO
«A las cinco de la tarde...».
FEDERICO
Ignacio Sánchez Mejía,
poeta, señor y Torero,
por ver tu corrida vine
sobre caballo de viento.
Miré tu traje de luces
por encima de los huertos
y tu faja desplegada,
vía láctea en el cielo.
Mujeres allá en la tierra
por ti vestían de negro.
CORO HABLADO FEMENINO
«¡Ay, que terribles cinco de la tarde!».
CORO HABLADO MASCULINO
«Eran las cinco en sombra de la tarde».
IGNACIO
¡Ay!, Federico García,
poeta, cantor y torero,
la noche para mí trae
mil toros de terciopelo.
Para que salgan, los ángeles
abren las puertas del cielo.
Y Gabriel, dándome aviso,
toca trompetas ardiendo.
Allá en la tierra quedó,
traje gastado, mi cuerpo.
Dejé las plazas de España
cansado de ser su dueño.
CORO FEMENINO
«¡Qué gran torero en la plaza!».
CORO MASCULINO
«¡Qué gran serrano en la sierra!».
FEDERICO
Ignacio Sánchez Mejía,
pulido como un espejo,
por tu cintura de junco
resbalan cuernos de sueño.
Estoques de lluvia fina
relucen entre tus dedos.
El relámpago es tu capa.
—265→
Mugen los toros del trueno,
y al enterrarle tu espada,
cae sangre -nieve- al suelo.
CORO HABLADO FEMENINO
«¡Qué blando con las espigas!».
CORO MASCULINO
«¡Qué duro con las espuelas!».
IGNACIO
Acércate, Federico.
Ya terminó mi toreo.
Faena cumplida en paz
alegre y claro me quedo.
Advierte como me llama
el alba con mil pañuelos.
FONDO MUSICAL
¡Ay mi morena!
IGNACIO
Voy a beber manzanilla
con los ángeles toreros.
Bailar una jota viva
con Santa Teresa, quiero.
La Macarena gitana
hará sonar sus panderos.
Las estrellas -castañuelas-
atronarán todo el cielo.
CORO HABLADO FEMENINO
«¡Qué tierno con el rocío...!».
CORO HABLADO MASCULINO
«¡Qué deslumbrante en la feria!...».
CORO HABLADO COMPLETO
«¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tinieblas!...».
FEDERICO
¡Ignacio, contigo voy
puedo bailar y lo quiero!
IGNACIO
La luna ya nos aguarda
con sus dos brazos abiertos!
FEDERICO
La luna de los poetas.
CORO HABLADO FEMENINO
La luna de los poetas.
IGNACIO
La luna de los toreros.
CORO HABLADO MASCULINO
La luna de los toreros.
ACTRIZ
¡Ay, Federico García!
CORO HABLADO COMPLETO
«Viva moneda que nunca
se volverá a repetir».
ACTRIZ
¡Ay, Federico García!
CORO HABLADO COMPLETO
Viva medalla de sueño
reluciendo en el cenit.
GRAN CORO
«Los Cuatro Muleros».



  —268→  

ArribaAbajoComentarios de libros

  —269→  

ArribaAbajoTOMÁS MOULIAN, Chile actual. Anatomía de un mito, Santiago, Lom-Arcis, 1997.

«...habrá guerras como jamás las ha habido en la tierra».


Ecce homo, F. Nietzsche                


La compulsión del olvido, la dificultad de nombrar el pasado, los silencios y renuncias cómplices, las razones de Estado, la volatilización de la política y de los fines, la racio-naturalización de lo actual, la historicidad enfriada, la competencia de los partidos por el poder, la petrificación del consenso, la impunidad. Este es el «Chile actual» que describe Moulian. Un país que ha introducido cambios muy importantes en su propia cotidianidad y subjetividad, convulsionando las vivencias y el «estar» mismo.

El texto describe al «ciudadano credit-card», normalizado por una gigantesca cadena de consumo con pago diferido, al «ciudadano week-end» sumergido en sus problemas locales sin visión de totalidad, a los nuevos «yo» asimilados a exterioridades o decorados, a los sujetos cosificados y transportados por las fuerzas del mercado. Por las calles cuerpos anónimos, rostros opacos, relaciones hostiles, también pequeños o patéticos esfuerzos de autodefensa ante tanta cosificación. Este es el «Chile actual»: «páramo del ciudadano, paraíso del consumidor».

Como una manera de explicar esta realidad el autor tiende la mirada hacia atrás en la historia, buceando en las circunstancias que han conducido a este callejón. La «genealogía», la vuelta a los orígenes y a sus huellas en el presente, es el método que se escoge para comprender la actualidad. Es en el pasado donde se produjo lo actual. Más concretamente éste se formó en la matriz de una dictadura terrorista devenida dictadura constitucional. El «Chile actual», obsesionado por el olvido de sus orígenes, es una producción del Chile dictatorial. Más específicamente aún, es el producto de una operación de tipo «transformista» cuyo objetivo fue cambiar los titulares del poder pero no las bases de la sociedad.

De este análisis interesa destacar, en primer lugar, el rescate que se efectúa de una dimensión que hace rato echábamos de menos. La recuperación de la crítica política independiente, radical, sin respiros, ni cálculos. La reposición de una dimensión analítica no minimalista, sólo tributaria de sí misma, que no tiene empachos en mostrar su malestar, y que en su amplio y contemporáneo despligue muestra consistencia y pasión.

No es éste un trabajo por encargo. El texto resignifica una operación que bajo distintas condiciones y criterios no es primera vez que se da en nuestro país (es Alejandro Venegas y su Sinceridad: Chile íntimo en 1910 lo que primero se me viene a la cabeza). En la crítica a la mera reproducción o ajuste de lo dado, el texto reinscribe a ésta en el ámbito público. El éxito de ventas del texto, pero sobre todo su «pathos», vuelve a mundanizar la crítica, a reinstalarla como un referente más, consustancial a la vida pública. Pienso que esta vena crítica y pública la necesitamos no sólo en aras de la profundización de nuestra imperfecta democracia; ella nos interpela como   —270→   sujetos, precisamente porque no sabemos a qué atenernos ni cual es nuestro rol o lugar en la «polis».

Una segunda cuestión. La desnaturalización de lo social que realiza Moulian, así como la crítica a la supuesta banca rota de los fines, son las condiciones desde las cuales el texto instala una mirada estrictamente política. En su hora nona, la política sienta una vez más sus reales. Con esto no quiero decir que haya una novedad radical en este punto. De hecho hay una variedad de trabajos de autores chilenos que han buscado expresamente colocar una mirada que incida en el «ágora». Sin embargo, hasta ahora no contábamos con un texto que tuviese la suficiente fuerza como para desbancar de plano el imperio de lo dado o la inercia de las cosas o de lo «posible». Esto en el «Chile actual» me parece muy relevante. Hemos vuelto a descubrir con Moulian que somos antes que nada «animales políticos», que la «virtud» es inseparable de la «ciudadanía», que la «polis» es condición de posibilidad y no mero plus, que lo que en ella ocurre nos concierne, que no podemos sustraemos a la discusión sobre sus fines. No por clásico no menos necesario. Hemos redescubierto -es una obviedad y ya estábamos un poco crecidos para no damos cuenta- que nuestra vida social no es equivalente a la organización de las hormigas.

Una tercera cuestión. Me parece pertinente fijar no sólo las aperturas o rescates sino también los límites del análisis de Moulian. Hay maneras diversas de enfrentar esta cuestión. Una alternativa posible sería ubicar su análisis en una especie de vértice, que tanto recupera aquella «dimensión desconocida» que recién mencionábamos (la política) como simultáneamente cierra o agota en dicha apertura sus propias pilas. Algo de esto se ha venido diciendo en los comentarios que ha recibido el texto: Moulian el «último mohicano», se ha dicho.

La cuestión se podría acotar más, precisando con mayor detalle los aspectos proyectables o no de su marco teórico o analítico. Señalar, por ejemplo, la fuerza crítica o desconstructora que asume y puede continuar ejerciendo la perspectiva «genealógica» desde la cual se estructura el análisis: el trabajo corrosivo o de disolución que esta línea nietzscheana-foucaultiana puede continuar realizando. Me parece particularmente relevante la juntura que establece Moulian entre historia (en su versión «genealógica») y crítica política. Esta juntura pudiera incomodar a una cierta historiografía, bastante olvidada, como nos recuerda Alfredo Jocelyn-Holt, de su raíz ensayista, interpretativa; bastante negligente además en la explicitación de las conexiones y límites entre el pasado y el presente o en la reflexión sobre el presente desde una mirada que incrusta el pasado en él. Esta trabazón puede incomodar también algunos análisis sociológicos o políticos, no siempre suficientemente pertrechados técnica ni vocacionalmente para hacer reconstrucciones históricas y críticas.

Por otro lado, cabe preguntarse si el texto no lleva a su límite, a su paroxismo podríamos decir, unas posibilidades analíticas que en él se realizan y se consumen a la vez. Me refiero al uso de ciertas categorías que pertenecen a la tradición crítica clásica y que juegan un papel importante en Moulian (las de cosificación o alienación, por ejemplo), y que requieren revisión. Me refiero también a una perspectiva -parcialmente tributaría de dicha tradición- que azuza ingredientes similares a aquello que combate (lo serio con lo serio, o a lo más se le opone la parodia), sin alterar mayormente el registro o la «personalidad» del discurso crítico.

  —271→  

Moulian nos deja entonces una pesada tarea. Por de pronto, el interrogante respecto de lo que en él nace o se repotencia; también respecto de aquello que en su texto eventualmente se cierra o muere. Sin embargo, es en el más allá de su libro donde las cosas se ponen espesas. Es claro, por una parte, que quien clava estacas se expone a que otros busquen reproducir este gesto, con las consecuencias que ya sabemos. La «mimesis» o la «amplificación» no son, empero, y como es obvio, las únicas opciones. A partir de Moulian, desde lo que su texto incuba y deja pendiente, se plantea el desafío de continuar indagando o experimentando las nuevas formas que puede adquirir el análisis político y crítico. La pregunta que me parece decisiva se relaciona con las nuevas operatorias y «tótems» que pueden proteger o validar estos discursos.

Si aquellas «conmociones», «espasmo de terremotos», «desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado», como anticipó Nietzsche, ya están entre nosotros o han dejado de ser sólo indicios, no me parece impolítico examinar con qué nuevas mediaciones enfrentamos esas nuevas «guerras» también vaticinadas por el autor de Ecce homo. El desafío planteado ¿no tendrá que ver con la intención de Moulian, declarada en su Prólogo, de «reaprender a escribir produciendo /un/ texto»?

Más allá de un prurito de novedad, puesto a prueba en el contexto de las nuevas «conmociones» y «guerras», y no exiliado de éstas, el desafío de «reaprender a escribir» queda nítidamente grabado en nuestra retina. Sobre esto, es decir, sobre los nuevos registros de los discursos críticos con vocación pública, es muy poco, sin embargo, lo que yo pudiese adelantar. ¿Qué rendimientos podría dar en esta perspectiva una relectura de Joaquín Edwards Bello, por ejemplo?

Recordando un autor de mis tiempos universitarios, Lin Yutang, espiritualmente un hijo de Oriente y Occidente, éste señala en La importancia de vivir que sólo el espíritu del bribón, o del «viejo pillo», en lugar del militante obediente y regimentado, nos podrán salvar de las dictaduras. Lo indócil, lo desmañado, las travesuras, serán lo último en ser conquistado por el poder. Para llegar a ello, Lin Yutang advierte que habrá que pasar primero por la tragedia de la vida para luego descubrir su comedia, habrá que primeramente llorar antes de poder reír. Un cierto nietzscheanismo ronda nuevamente por estas páginas del filósofo chino. Una vez vivenciada la tristeza vendrá el despertar y con él llegará la profundidad de la risa. Después de la dura travesía, quien sabe, estimado Tomás, qué nuevos frutos críticos se podrán esperar del sagaz desencanto, de la exacerbación de la comedia, o de viejas o nuevas pillerías.

CARLOS OSSANDÓN B.




ArribaAbajoEDISON OTERO B. Defensa del oficio intelectual, Santiago, Bravo y Allende Editores, 1997, 108 páginas.

El interés que despierta todo buen ensayo radica en que, más que un género, es la versión literaria de un método, y señala siempre un camino posible al conocimiento. Cuando Montaigne dedica su libro al uso personal de parientes y amigos,   —272→   previene al lector que su propósito al escribir esos ensayos es del todo doméstico y privado: «cuando me hayan perdido podrán hallar aquí algunos rasgos de mis hábitos y humor... yo mismo soy el material de mi libro...». El resultado, traspasando la realidad por el tamiz del ensayista, debe ser placentero de leer, si es que así se muestra más claramente su verdad.

Pero en las vicisitudes personales que necesariamente trasunta el ensayo se advierte la gran precariedad de la aventura intelectual, que no siempre es bien anticipada por los viajeros. Esa estrecha y alborotada ruta en que a duras penas se salvan de ser triturados o tragados, víctimas de la ingenuidad que nos propone la realización inmediata de las ideas o del cinismo que la pone para siempre fuera de nuestro alcance, a menudo sólo los deposita en el más amplio océano de la banalidad. Aunque también es posible que, por estar tan próximos, los testigos de una época exageren lo superfilcial de la sensibilidad y el corto alcance de la inteligencia de sus contemporáneos, en tanto que la mirada sobre el pasado sólo distinga las altas cumbres de la virtud o los mayores decaimientos de la naturaleza humana. Un cierto tono apocalíptico o sentencioso se apodera entonces del ensayista.

Edison Otero declara una conciencia cabal de estas tentaciones, y en esta colección de ocho escritos, en que muestra diversas líneas de defensa ante el adversario interno del intelectual, traduce una madurez lograda a un alto precio. En uno de los ensayos más reveladores de su talento personal, señala que para leer a Cioran hay que haber renunciado a más de alguna lealtad. Es que haber estado tan inmerso como lo estuvo Otero en el «68» chileno y seguir espiritualmente vivo, ha demandado fortaleza para soportar el desencanto sin haber soslayado sus consecuencias. Un filósofo que, llevado en otro ensayo por la visión nietzscheana del espíritu libre como un auténtico equilibrista sobre el abismo, concluye que debe poner bajo sospecha la filosofía como es tradicionalmente entendida, por lo menos ya ha renunciado a pensar dentro de cualquier perímetro garantizado. Por desconfiado, el filósofo debiera ser un auténtico desviante en lo que dice relación con cualquier convivencia, aún aquella versión frágil y ritualista que caracteriza el ámbito académico.

Tampoco es ya plausible, según Otero, el rol del filósofo como adelantado intelectual. El legítimo cultivo de la tradición filosófica ha ensimismado a demasiados en lo que llama arqueología del saber, hasta rematar en el descrédito de la disciplina, impotente ante los llamativos progresos de otras áreas del conocimiento contemporáneo.

Decididamente, el tono general de estos ensayos no es optimista, y el autor llega a confesar que un irracionalismo sorprendentemente vital, y los insistentes llamados a un reencantamiento de la experiencia, no permiten esperar mucho fruto de este alegato que, después de todo, es a favor de la razón y del pensamiento más radical. No es en la buena argumentación que se apoyará la supervivencia de la filosofía, que es para Otero el oficio intelectual por excelencia. La filosofía es un bien nos dice, y, en consecuencia, una sociedad es más si se lleva a cabo en ella actividad filosófica; esto es algo que sólo puede demostrarse haciéndolo, y viendo qué pasa...

Es que cuando se trata de caracterizar la tarea pendiente, la convicción de que se ha producido una extensa fractura va a parejas con lo que percibe como la necesidad   —273→   de una reformulación de la filosofía en lo que tiene de problemática y, más profundamente, una recuperación de la inteligencia misma. Hay una invitación común a todos estos ensayos -que el propio Otero subraya- a un redescubrimiento y renacimiento de algo perdido o desvitalizado, acaso por haber comido del absurdo fruto del árbol de la filosofía como ciencia exacta, ese sueño inducido por el horror a ver el objeto mismo de la filosofía usurpado por el desarrollo de las ciencias -especialmente de las ciencias sociales- y negativa a considerar siquiera la posibilidad de que la filosofía deba rehacer toda su historia. Sueño del que hemos despertado, como hubo de decir Husserl al final del día.

Pero al considerar las peripecias polémicas de Merleau-Ponty, advierte el autor cómo el carácter problemático de la actividad filosófica no se agota en la mera reforma del entendimiento en el laboratorio de la discusión; hay un sentido en el que la política, en cuanto reflexión sobre la sociedad, no puede resultarle ajena, y el filósofo debe saltar a la arena. Para traer a capítulo a Dewey, al propio tiempo que la filosofía es una liberadora de la mente individual, es un órgano para arreglárnoslas con las pugnas sociales y morales de nuestro tiempo, para abrir vías lúcidas hacia la reconstrucción de la sociedad misma.

Mayor razón, entonces, para que Otero invoque la importancia capital del filósofo, no sólo al denunciar las imposturas intelectuales de variada estirpe, sino al mantener viva la conciencia y custodiar la memoria de los crímenes de toda época y lugar. La conveniencia de no olvidar este imperativo se advierte cuando se considera lo inesperadas que para muchos resultaron las abundantes pruebas que nuestro siglo siguió brindando de que el pensador no es más inmune que el hombre corriente a la seducción del poderoso y a la acción decisiva. Y todo ello sin olvidar lo vulnerable que el intelectual ha resultado al espejismo de la propia imagen como proveedor de ideas, las que demasiadas veces terminaron siendo funcionarias del crimen.

Por lo mismo, el acento ético que marca estos ensayos se torna visible cuando se trata de precisar el aporte social del intelectual. Donde Jaspers consideraba que el espíritu se traiciona a sí mismo cuando cree haber alcanzado la posesión definitiva de una verdad absoluta, por cuanto el camino implica comunicación ilimitada, reunión y combate de las ideas de muchos, Otero saca las conclusiones más radicales. En el marco de una apología de la Ilustración no exenta de matices críticos, que reclama para el pensamiento de esa raigambre un fruto tan frágil como es la tolerancia, sostiene que ella se ha convertido en condición de sobrevivencia de cualquier comunidad humana, ahora irreversiblemente plural. La fuerza de las ideas queda en evidencia una vez más, cuando el valor del pluralismo, descubierto en la convivencia intelectual, es exportado -por así decirlo- a la coexistencia política. La tolerancia resulta ser la obligación ética por excelencia de quien crea tener atisbos de la verdad.

Por último, el privilegio que se logra como contrapartida del cumplimiento de ese deber, pareciera ser de índole estética. Así se entiende que, a lo largo de estos ensayos, asome el gozo como un elemento definitorio de la vocación intelectual. Se trata ni más ni menos que del simple deleite que se obtiene del trato con las ideas, aún con aquellas que no empiezan siquiera a convencer. Si a Edison Otero la contemplación   —274→   de una obra tan desgarradora como la de Cioran puede producirle alegría y buen humor, es en virtud de todo lo que ella tiene de genuino. La filosofía envuelve una invitación a pensar, pero en un mundo en estado de animación permanente, uno en que el aguafiestas puede caer en la fiesta mejor preparada.

FREDERIC SMITH




ArribaAbajoCAROLINA BARROS (compiladora), Alberdi, periodista en Chile, Buenos Aires, Argentina, Publicación auspiciada por la Embajada de Chile en la República Argentina y por el Instituto Argentino-Chileno de Cultura. Impr.Verlap S.A., 1997, 475 págs.

Esta obra viene a sumarse a otras de reciente publicación en la Argentina, patrocinadas por la Embajada de Chile en ese país, que obedecen al proceso de integración y acercamiento que impulsan ambos gobiernos. Ellas son expresivas de la voluntad de algunos sectores intelectuales de contribuir al mejor conocimiento de un legado histórico que nos es común y de su proyección al futuro, en la convicción de que la cultura cumple un rol valioso y determinante en el afianzamiento de sólidos vínculos de amistad entre los pueblos.

En este libro se reúnen los artículos que escribió el ilustre publicista, escritor y abogado, nacido en Tucumán, Juan Bautista Alberdi (1810-1884), en la prensa chilena, durante los once años que vivió aquí, entre abril de 1844 y abril de 1855. En ellos se advierte el talento de su autor y la influencia que sus escritos ejercieron en la formación constitucional de su país tras la caída de Rozas. Como dice Carolina Barros en su estudio preliminar, la experiencia adquirida por Alberdi en la discusión y formación de una cultura política republicana y de libre comercio en Chile, le sirvió de piedra basal para construir las ideas constitucionales que luego propondría para la República Argentina. En sus artículos periodísticos está el germen de la obra que, más tarde, redactará Alberdi para estructurar su patria.

La compiladora de estos artículos de Alberdi los califica de «perdidos», por que ellos no fueron incluidos en sus Obras completas, aunque algunos fueron reproducidos en los 16 tomos de sus Escritos póstumos.

El rescate de estos artículos de prensa de Alberdi, permite comprobar que su autor vivió, sintió y discutió a Chile, no como un expatriado, sino como un verdadero hijo de este país. Estudió, polemizó y escribió sobre muchas materias que interesaban a sus contemporáneos y contribuyó a poner los cimientos de un Chile pujante y progresista. Sus ideas sobre el libre comercio, libre navegación, inmigración, descentralización de los municipios, libertad de prensa, rol de los abogados, trato a los extranjeros, reformas a la Constitución, mercado común de los países sudamericanos, lo muestran como un gran visionario.

A la llegada de Alberdi a Chile había ya en Santiago tres periódicos firmemente arraigados: El Araucano, El Progreso y El Mercurio. El Siglo acababa de iniciarse y después verían la luz pública El Comercio y El Diario. Será Domingo Faustino Sarmiento quien impulse a Alberdi a trabajar en El Progreso con un sueldo mensual de   —275→   5 onzas. Poco después colabora en El Siglo, que tuvo una vida efímera entre 1844 y 1846.

En Valparaíso, Alberdi colaboró en El Mercurio, donde publicó recién llegado al país una importante serie de artículos. Además, la imprenta homónima ayudó a inmortalizar su obra cumbre, las Bases, en sus dos primeras ediciones. También escribió en El Comercio y en El Diario de ese puerto.

Los 172 artículos de prensa de Alberdi, recopilados en este libro, contribuyen a divulgar su interesante personalidad y notable labor literaria.

SERGIO MARTÍNEZ BAEZA




ArribaAbajoRAFAEL SAGREDO BAEZA, María Villa (a) La Chiquita, N 4002. Un parásito social del Porfiriato, México, Ediciones Cal y Arena, 1996, 227 págs.

Arrancada del paraíso de la inocencia en su natal Jalisco, una niña de humildes orígenes campesinos, asilada desde los cinco años en un orfanato donde aprende a leer y escribir, parece destinada a cumplir con la única suerte que podría tener una mujer sola del pueblo cuyo pecado fue ser agraciada, bonita esto es: comportarse como el arquetipo de la prostituta de su tiempo, el porfiriato.

María Villa debe su condición a la mala fortuna pues su inteligencia y sensibilidad en ningún momento fueron suficientes como para superar esa marca que le adjudicó la sociedad de su época y que ella misma aceptó, como algo que era parte natural de las cosas.

En ello hubo sin duda una profecía, pero también una profecía autocumplida. A María Villa la estigmatizaron, pero al parecer ella nunca pensó en desviarse de ese camino y de ese papel que le otorgó la cultura de su tiempo.

Carente de afectos, del soporte de una estructura familiar o comunitaria que la contuviera, su destino como prostituta y el descenso moral posterior, cuando adicta a la morfina asesina por celos a una colega, parece inevitable. Más aún, ni la generosidad de un hombre como el alemán que le ofrece una salida hacia la vida «decente y normal», ni su amor por Salvador Ortigosa, hijo de una familia digna, pagador del ejército y cliente habitual del burdel, logran desviarla de lo que sería su final. Ni siquiera el amor la salva. Probablemente, porque al ser una mujer carente de afectos fue incapaz de comprenderlos y traducirlos en una actitud generosa. Por el contrario, todas sus marcas sociales, afectivas y psicológicas parecen actuar de tal modo que determinan con una fuerza brutal la destrucción de toda posibilidad de algo positivo.

De ello hablan los médicos, los siquiatras los abogados de la época. Su discurso sabiondo, lleno de mediciones sobre el cerebro, clasificaciones de la desviación social o cifras estadísticas sobre la marginalidad y los marginales no hacen sino confirmar que el caso de María Villa, como el de otros de su condición, era irremediable. Es como si se cumpliera un designio, cuyo desarrollo todos conocían y ante el cual nada podían hacer. Su vida confirmaba que la mala fortuna y la debilidad de carácter derivados de los rasgos naturales de su sexo y de sus orígenes populares no   —276→   podían haber llevado a María sino hasta donde llegó, esto es al homicidio y a cumplir con una condena en prisión para redimirse.

Y si bien todo el discurso que se desarrolló alrededor del caso de María Villa deja entrever que se trataba de una mujer de buen corazón que no le hacía mal a nadie, también establece y con claridad que ello no basta pues su marca de origen, por así decirlo, dispone y determina que deberá caer en el infierno, adonde se hará acompañar incluso por aquellos a quienes ama.

Y es que María Villa no puede sino «contagiar» el pecado a todos aquellos que la rodean. Pecado que en este momento es elaborado por el discurso como una enfermedad, como un virus, no sólo espiritual sino también físico, que se transmite sin remedio. Su historia es la de los infortunios de la virtud, su imagen y su vida la de una flor silvestre pisoteada.

El libro de Rafael Sagredo relata esta historia pero en este relato se entrecruzan muchas historias que logran reconstruir escenas de la vida cotidiana, patrones morales así como concepciones sobre la sexualidad y los papeles asignados a hombres y mujeres durante el porfiriato.

Para ello el autor, en un estilo ágil cercano al de la literatura popular al que parece ser afecto, recurre a toda suerte de archivos, escarba documentos y periódicos, se inspira en la literatura o en la pintura del momento, ofreciéndonos un clima y un escenario que probablemente se acerca al orden (y al des-orden) social de la sociedad mexicana porfirista de fines del siglo XIX. No hay duda que el diario de vida de la Chiquita, los informes técnicos de Roumagnac, su siquiatra, y la novela Santa de Federico Gamboa, se constituyen en fuentes privilegiadas para el propósito de Rafael Sagredo. Sin embargo, también y subrepticiamente estas fuentes le permiten dibujar con trazos firmes la mentalidad que otorga un carácter a la época. El naturalismo, que como estilo permea la vida de una prostituta pero sobre todo el discurso sobre esa vida, es exquisito. La reconstrucción de la vida del burdel, la iniciación de María Villa, sus momentos de gloria y su triste final recuerdan sin duda a la Naná de Zolá y se constituyen en un relato de costumbres de una época y una sociedad. Pero Naná es francesa y su final probablemente también lo es. Naná muere de peste, su hermoso cuerpo hiede y se deshace en la putrefacción. El naturalismo adquiere en México otra dimensión; la crudeza y la repugnancia como castigo al vicio y la vida licenciosa se aplacan aquí. María Villa, la Chiquita, termina en la cárcel, ayudando a la maestra, cumpliendo así con un final marcado por la debilidad romántica o por la mala conciencia de los que definieron su estada en la prisión. Ella como persona y el naturalismo como estilo se desdibujan probablemente por las marcas de un catolicismo pacato.

La vida de la Chiquita y las múltiples reflexiones que provoca entre aquellos que se acercaron a ella nos acerca a una mentalidad de época, pero sin duda, también, nos permite pensar en la actualidad.

La reconstrucción de un hecho banal, sucedido en los márgenes de la sociedad porfiriana, adentra al lector en los espacios de sociabilidad ocultos, donde se juega la vida íntima de hombres y mujeres, donde se produce la doble moral, el intercambio sexual y de favores entre personas de clases sociales que no se relacionan, o no tienen oportunidades para conocerse durante la vida cotidiana. Por eso, el trabajo   —277→   de Sagredo también habla de hoy y se transforma así en un texto indispensable para pensar la vida privada y pública de los hombres y mujeres del México contemporáneo.

Hablar desde los márgenes de una sociedad normalmente constituye una puerta de entrada muy eficaz e iluminadora para conocer la mentalidad y las prácticas sociales, concebidas como normales por las buenas conciencias. El libro de Rafael Sagredo sobre La Chiquita así lo prueba.

MARÍA LUISA TARRÉS

EL COLEGIO DE MÉXICO




ArribaAbajoLUIS ALBERTO ROMERO, ¿Qué hacer con los pobres? Élite y sectores populares en Santiago de Chile (1840-1895), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997, 211 págs.330

¿Qué hacer con los pobres?

La pregunta que se planteó la élite santiaguina (y chilena en general) durante gran parte del siglo XIX, sigue conservando toda su actualidad. En uno de los siete estudios que componen el libro que presentamos, Luis Alberto Romero nos cuenta que:

«Los desbordes del Mapocho eran habituales en la estación de lluvias, sin que sirvieran para impedirlo los modestos diques de madera o piedra con que intentaban contenerlo quienes vivían en los ranchos de las orillas. Cuando la 'avenida' era grande, también desbordaba el Zanjón de la Aguada como ocurrió en 1877 y 1888. En esos casos, el agua arrastraba el mobiliario de los ranchos e incluso la vivienda misma, y también a la gente, si la sorprendía durmiendo; en esos casos aparecían en el río los cadáveres de los ahogados, especialmente los niños. Las autoridades organizaban hospederías y asilos para los 'inundados', quienes así sufrían una segunda desventura, pues para evitar que se convirtieran en agentes propagadores de epidemias, se les impedía abandonarlos. Los periódicos esgrimían con frecuencia el tema de las inundaciones, denunciando el escaso interés de las autoridades por tomar medidas de prevención, que contrastaba con el celo puesto en remodelar el casco central. Sólo en 1888, luego de la gran avenida que destruyó el puente de Calicanto, se concluyó la canalización del Mapocho».


(págs. 130 y 131).                


Las similitudes con el presente son impactantes.

No es necesario un gran esfuerzo comparativo para establecer un paralelo con el desastre acaecido el presente año a raíz de los temporales e inundaciones. El   —278→   siglo transcurrido desde entonces ha sido testigo de reiteradas catástrofes que han tenido como denominador común la imprevisión de los sectores dirigentes, la desgracia y fragilidad de la condición popular. Hoy ya no se habla de «inundados» sino de «damnificados», los ranchos siguen existiendo o han sido reemplazados por casas SERVIU-COPEVA, las hospederías y asilos se llaman albergues, pero -a diferencia de lo ocurrido en la centuria pasada- ya no es necesario obligar a los pobres a permanecer en ellos ya que ante la inexistencia de alternativas donde cobijarse, los damnificados ven en esos improvisados albergues la única solución inmediata a su problema habitacional.

Este solo hecho bastaría para justificar el gran interés que concita en nosotros el libro de Luis Alberto Romero.

Pero además de sus evidentes puntos de contacto con la actualidad, puntos que ponen de relieve problemas de larga data de la sociedad chilena, este libro constituye un aporte muy significativo para la disciplina de la historia en nuestro país.

Los estudios reunidos en este volumen, a pesar de tratar temas muy variados, que van desde el proceso de urbanización del Santiago decimonónico hasta la estructura ocupacional de la ciudad, pasando por las miradas de la élite hacia los pobres y algunas aproximaciones a la cuestión de la incorporación de los sectores populares a la actividad política, constituyen una unidad ya que en todos ellos Luis Alberto Romero da cuenta de una larga y multifacética transición.

Transición de Santiago (y podría agregarse de la sociedad chilena en general), por obra del crecimiento demográfico, del desarrollo económico, de la diversificación de funciones y de las formas de vida.

Pero también transición representada por el gran movimiento que llevó a la sociedad santiaguina de la integración a la segregación «y de ésta a una nueva y conflictiva reintegración de los sectores populares a lo largo de la cual el pueblo de los rotos se convirtió en la clase trabajadora». (pág. 17).

La vieja ciudad colonial escindida pero integrada, en la que ricos y pobres ocupaban su lugar, se mezclaban pero no se confundían, compartiendo espacios, gustos y hasta diversiones comunes, dio paso a una urbe en rápido crecimiento que concentró a una población nueva proveniente del campo, sin que la ciudad contara con los servicios y la infraestructura necesaria para acoger a tanta gente. El desempleo, la existencia de un gran sector de trabajadores que hoy denominaríamos «informal», una elevada rotación en los empleos, el hacinamiento en ranchos, «cuartos redondos» y conventillos, la proliferación de enfermedades y epidemias, la enorme mortalidad de los pobres, en especial de sus niños, el alcoholismo y la prostitución, se constituyeron en los grandes males de la condición del «bajo pueblo», a la par que en los principales temas de la mirada de la élite hacia el mundo popular.

Luis Alberto analiza esos fenómenos.

Su empresa es ambiciosa puesto que ha escogido un ataque en frentes múltiples: en el plano de la estructura (cuando analiza la evolución de la economía y la inserción en ella de los trabajadores); en el nivel de la política (al estudiar las convocatorias de la élite al «bajo pueblo» durante las primeras décadas republicanas y la forma como éste respondió iniciando su propio proceso de politización); y en el ámbito de las mentalidades (prácticamente a lo largo de todo el libro, especialmente   —279→   cuando aborda las miradas de la élite hacia el mundo popular y la forma cómo estas miradas van configurando identidades que se construyen y reconstruyen permanentemente.

Quisiera detenerme en este último punto de la «obra chilena» de Luis Alberto Romero.

¿Cómo son los pobres?, es precisamente el título de uno de sus trabajos.

Más que intentar una respuesta «objetiva» (contarlos, describir qué hacen, cómo viven y actúan, aunque debemos señalar que esto también lo hace en otras partes de su libro, y con notable precisión), Luis Alberto centra su esfuerzo en mostramos la manera cómo la élite santiaguina percibía a los pobres, ya que como buen discípulo de su padre, el gran historiador José Luis Romero, él percibe que entre ambos campos, el de las situaciones y el de su representación, se constituyen los sujetos del proceso social o de la vida histórica (pág. 188).

La pregunta merece entonces ser reformulada: ¿cómo creía la élite santiaguina que eran los pobres, cómo los percibía?

Hacia mediados del siglo XIX, cuando Santiago era aún una ciudad tradicional, escindida pero integrada, con conflictos pero en equilibrio, prevaleció la mirada paternalista. Pero cuando el equilibrio se rompió, a partir de las décadas de 1860 y 1870, producto de las migraciones campo-ciudad, y surgieron incontenibles los problemas sociales de una urbanización para la cual la capital no se encontraba preparada, la visión de la élite se descompuso en varias. Una de ellas, probablemente la que predominó durante mucho tiempo, fue la mirada horrorizada. La miseria material en que vivían los sectores populares alimentó en la élite la imagen de desmoralización del mundo popular. La unidad de la sociedad se había hecho añicos. A poco andar, la clase dirigente descubrió que en Chile había aparecido la temida «cuestión social».

También hubo miradas calculadoras, que percibieron en los pobres una importante fuente de lucro. Algunos lo hicieron en términos tradicionales, es decir, meramente especulativos, y obtuvieron pingües beneficios del arriendo de piezas de conventillos o de terrenos para que los desheredados instalaran sus míseros ranchos. Otros, al parecer menos numerosos, se inspiraron en un concepto más moderno y consideraron a los pobres como fuerza de trabajo, base de la riqueza de la nación. La higiene, la educación y otras medidas fueron concebidas como inversiones para mejorar la condición de la fuerza laboral. A pesar de algunos avances en esta dirección, dicha percepción no prevaleció. Durante largo tiempo imperaron los prejuicios de las miradas tradicionales, condicionados -sin duda- por una estructura económica que no estimulaba la calificación de la mano de obra ya que para obtener beneficios inmediatos bastaba contar con una abundante y ojalá dócil fuerza de trabajo. Hacia fines de siglo, la visión de la élite se matizó con algunos componentes nuevos -el higienismo, la doctrina social de la Iglesia y el reformismo moderado del Partido Radical- pero no llegó a alterar en lo esencial su posición.

Tampoco cristalizó en cambios muy profundos una mirada que Romero no señala, pero que me parece que también estuvo presente después de la Guerra del Pacífico: la del patriotismo herido por la imagen de «degeneramiento de la raza» que proyectaban la espantosa mortalidad, las horribles condiciones de vida del   —280→   hábitat popular, el alcoholismo, la prostitución, las enfermedades y epidemias, la gran mortalidad, las constantes migraciones y la desintegración de la familia de los sectores populares.

¿Qué hacer entonces con los pobres?

Como la respuesta tradicional consistente en obras de caridad no estaba a la altura del tremendo desafío que planteaba la «cuestión social», la clase dirigente buscó una solución en la moralización y regeneración del pueblo. La visión moralizadora se propuso educar, instruir, inculcar hábitos y reglas prácticas, y una ética del mejoramiento individual. Pero esta mirada -al igual que la calculadora- careció de convicción. Para la élite los «rotos» siguieron siendo inveteradamente viciosos, imprevisores, rateros, vagabundos, disipados. «Falta de convicciones y soluciones de fondo -nos señala Luis Alberto Romero-, pero urgida por la crisis, la mirada moralizadora se vuelca al control». Signo de la misma crisis, «la moralización deseada concluye en acción policial y la mirada horrorizada conserva su primacía» (pág. 180).

La élite se preguntó qué hacer con los pobres, y en realidad no encontró respuesta. Carente de soluciones que mediaran el conflicto social, la mirada de la élite se desplegó libremente, alimentando las políticas duras y la represión. Contribuyó a que los «rotos», en acelerada transformación en «trabajadores», se hicieran más duros, combativos e inflexibles, configurando su clasismo característico del siglo XX (págs. 183 y 184).

La sugerente exploración de Luis Alberto Romero por el complejo camino de las mentalidades, de las imágenes y representaciones del otro, abre nuevas perspectivas para la historia social de nuestro país, ya que aporta elementos claves para entender qué tipo de imagen de los trabajadores ha tenido la clase dominante, cómo esta visión ha repercutido en los sectores populares influenciando la imagen de sí mismos, alimentando los comportamientos de exclusión y confrontación que han caracterizado la relación entre la élite dirigente y los sectores populares durante el último siglo de la vida de la nación.

Vale la pena preguntarse en qué medida estas visiones del otro y de sí mismo han permanecido o cambiado en el Chile de nuestros días: en la prosaica vida cotidiana, pero también en los momentos más álgidos, cuando los antagonismos sociales se manifiestan abiertamente, rompiendo los límites del consenso hegemónico.

En resumidas cuentas, uno de los grandes méritos de este libro, es demostrarnos que la historia, por lejana que ella parezca, puede ser un tema de palpitante actualidad.

Por todas estas razones, no puedo sino agradecer a Luis Alberto Romero por su aporte al conocimiento de nuestra historia y por las fructíferas pistas que ha abierto para los historiadores sociales chilenos.

SERGIO GREZ TOSO



  —281→  

ArribaAbajoALFREDO JOCELYN-HOLT, El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica, Editorial Ariel, Buenos Aires. 1997.

Con esta segunda obra de largo aliento de Alfredo Jocelyn-Holt se hace más fuerte la idea -esbozada en nuestro libro La Independencia de Chile: balance historiográfico- que con este historiador se está en presencia en la producción de conocimiento histórico en Chile de una nueva escuela historiográfica. Si bien no sabemos cuál va ser su final, sí podemos en estos momentos decir que se trata de una superación de las interpretaciones de las escuelas liberal positivista y las conservadoras nacionalista e hispanista.

Las reflexiones historiográficas de Jocelyn-Holt -a diferencia de las nombradas y con excepción de algunos pocos de sus cultores- hace historia de las ideas, lo que siempre estuvo alejado de las pretensiones de los liberales positivistas. El autor no tiene deudas con el pasado político de los sectores tradicionales y siente incluso mucho desprecio por la performance historiográfica y política de éstos. En ese sentido, su actitud ética e historiográfica no arrastra el lastre de muchas de las acciones censurables del accionar -reciente y no tanto- de los grupos tradicionales.

Pensamos que Jocelyn-Holt es absolutamente diferente en su concepción de la historia de los sectores antes señalados. Significa en este sentido una mirada dentro de lo que puede ser un liberalismo muy permeado por Tocqueville, Stuart Mill: el liberalismo clásico. No cabe clasificar la propuesta historiográfica del autor en el pensamiento histórico tradicional en Chile. Está absolutamente alejado de las corrientes que han tenido peso en la derecha chilena, que es donde se inscribe ideológicamente.

El libro que comentaremos consta de cinco ensayos, cuatro de los cuales son inéditos. A pesar de ser cada uno una totalidad expresiva, tienen en común su carácter fuerte de proponer una visión del Chile decimonónico aunque, el último: «Nuestra frágil fortaleza histórica: repensar el orden histórico en Chile» puede ser una proposición para que nuestra sociedad reestudie su relación con la concepción del orden, incluido el Chile de hoy.

A diferencia de lo que sucede frecuentemente con un libro de recopilación de ensayos, escritos en distintos tiempos y para objetivos diferentes, el libro que comentamos tiene una cualidad particular: no son artículos irregulares, cada uno de ellos tiende a formular hipótesis lo que da al texto en su conjunto y a cada artículo un valor equiparable.

Jocelyn-Holt en el primero de los artículos reflexiona sobre tres aspectos que han pesado enormemente en la historiografía chilena como son el Estado, la Cultura y la Nación en el siglo XIX. Revisa cada una de estas esferas a la luz de lo que usualmente se ha dicho respecto de ellas y la manera como supuestamente operan: como la historiografía tradicional las ha percibido. El autor a cada uno de estos aspectos le dedica un apartado.

En relación al Estado, el autor atinadamente da una definición simple pero absolutamente certera: considera al Estado como el aparato administrativo o burocrático que -en términos legales y constitucionales- dice relación con el poder ejecutivo.

  —282→  

A diferencia de la interpretación acostumbrada en la historiografía tradicional, el autor dice que «El Estado como tal no era otra cosa -en el siglo XIX- que un instrumento al servicio de una élite social cuya base de poder residió básicamente en la estructura social más que en el aparato estatal propiamente, siendo esto último no más que un instrumento auxiliar de la oligarquía». Esta idea de que el Estado fue un instrumento de la oligarquía es correcta y creemos se ajusta a lo que fue el Estado en el siglo XIX y más, es el papel que siempre juega todo poder estatal: estar al servicio de un grupo social determinado. Jocelyn-Holt refuta que el Estado en el siglo pasado haya sido el protagonista principal de la evolución política, más bien fue la oligarquía como grupo social la que puso a su disposición al Estado.

Lo mismo pasa con la cultura; en la visión tradicional Chile comienza a desarrollarse culturalmente en el siglo XVIII, gracias a las medidas ilustradas implementadas por la Corona cuya intencionalidad era desplazar a la Iglesia como el principal agente cultural de la Colonia.

Dicha evolución, conforme a líneas centralistas y secularizantes, continuaría -según dice el autor- en la visión tradicional inalterada después de la Independencia. Pero sólo después de 1842, con la creación de la Universidad de Chile, fue posible un proyecto verdaderamente articulado, bien pensado, con apoyo estatal, permitiendo una transformación cultural correspondiente a un estado-nación moderno. Según el autor ello «...apunta sólo a la cultura de élite, y específicamente sólo a los círculos más ilustrados de Santiago. Deja a un lado a la cultura popular, que sigue siendo tradicional y rural y no repara en el hecho que ésta era predominante y, me atrevería a especular, bastante más visible». Este punto destacado por Jocelyn-Holt es un hecho absolutamente olvidado en las interpretaciones de la historia liberal positivista y conservadora. Hay que agregar que hay una deuda de la producción de conocimiento histórico en Chile con la expresión cultural popular durante el siglo XIX.

En relación a que el fomento de la cultura fue impulsado por el Estado administrativo y que la totalidad de la inteligencia chilena concordó en hacer del Estado el promotor del cambio cultural durante el siglo XIX, ello -a juicio del autor- simplemente no resiste el menor análisis. Basta con recordar el caso de Francisco Bilbao con la «Sociabilidad Chilena». El Estado toma medidas extremas a fin de imponer sus puntos de vista. Y los ejemplos son varios de la presión estatal en contra de cualquier disenso. En la relación cultura y Estado, el impulso de este último, a veces, fue contradictorio según Jocelyn-Holt.

Sobre la idea de nación el autor coincide con Mario Góngora en que fue el principal legado del estado decimonónico. En forma clara dice que: «el Estado recurrió a todo el instrumental simbólico entonces disponible: retórica, historiografía, educación cívica, lenguaje simbólico (banderas, himnos, escudos, emblemas, fiestas cívicas, hagiografía militar, etc.)». Además agrega que el nacionalismo es un mecanismo altamente persuasivo, del cual el Estado liberal-republicano se sirve a fin de ofrecer una semblanza de participación popular en un contexto de una limitada participación política real por parte del grueso de la población.

Llama la atención del autor el tipo de imagen de Chile que emerge del discurso nacionalista y cómo ésta se mantiene relativamente inalterable durante períodos enteros, generando formas graves de autoritarismo.

  —283→  

Quizás una demostración de lo interesante del texto que reseñamos es que sólo uno de los artículos incluidos nos llevó a detenernos más de la cuenta, obligándonos a decir sobre el resto aspectos generales. Hay que concordar que los temas tratados por el primer artículo son centrales en la reflexión historiográfica de Chile, no sólo del siglo XIX sino que también del siglo XX.

El tercer y cuarto artículo se refieren a Diego Portales que, como dice el historiador, es un problema histórico en Chile. A pesar de considerar que el papel de Portales tuvo un carácter coyuntural (1829 a 1836) han ayudado a levantar el mito histórico Lastarria, Vicuña Mackenna, Sotomayor Valdés, Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina y yo diría que Alfredo Jocelyn-Holt en estos dos artículos ayuda a echar leña al fuego, haciendo un estudio exagerado de lo que dijo, no dijo y quiso decir Diego Portales.

A nuestro juicio como dice el historiador en su texto, Portales: «Compartió su actuación con otros, actuación fuertemente enraizada en su tiempo». Párrafos más adelante: «El Ministro se introduce en la historia política chilena para resolver un problema coyuntural: el problema de la autoridad».

Pero como han demostrado trabajos como los de Jorge Núñez en la Revista Andes, si bien solucionó el problema de la autoridad luego de la derrota del proyecto pipiolo en 1829 lo hizo dividiendo profundamente a los grupos oligárquicos con el exilio, la expulsión de parte importante de miembros del ejército, con la prisión y con la eliminación física de algunos de sus contradictores.

La unidad de la oligarquía se realiza luego del asesinato de Portales, cuando en la Presidencia de Manuel Bulnes se solucionan los problemas dejados por el Ministro.

Los diferentes grupos oligárquicos logran unificarse nuevamente en un proyecto elitista y autoritario luego de la muerte de Portales. La acción de aquél excluyó a parte importante de los grupos dominantes en su corto período de paso por el poder. La dominación para el conjunto de la oligarquía sólo fue posible con la desaparición de Diego Portales.

Llama la atención que una figura cuyo mérito es su intuición política y que dejó escrito sólo un Epistolario, en el cual hay sólo generalidades en el plano de las ideas políticas se haya convertido en un problema histórico en Chile. El personaje es un constructo mítico de la historiografía tradicional y es bueno superarlo, si no ahora, en el siglo XXI. Creemos que a Portales los historiadores de la derecha en Chile lo han hecho a su medida y para propósitos no muy nobles.

El quinto artículo titulado «Nuestra frágil fortaleza histórica: repensar el orden histórico de Chile», es realmente muy sugerente y quizás sea el que más repercuta en el campo historiográfico; tanto es así que ya ha dado paso a una discución con dos historiadores extranjeros: Collier y Sater, con una respuesta por parte del autor que comentamos en que defiende el derecho que tenemos en Chile para practicar la historia filosófica, es decir aquella que en el siglo XIX practicó tan bien José Victorino Lastarria. Impera en la crítica de Collier y Sater un acento positivista que para la actual realidad del conocimiento de la historia podemos decir está ya superada e incluso aparece extemporánea.

Plantearse repensar el orden y el desorden en nuestro acontecer histórico es llegar al centro de las grandes disputas y contradicciones sociales en nuestro país. Es plantearse la cuestión del poder entre los distintos grupos sociales.

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El orden siempre ha sido perseguido por aquellos que rechazan los cambios; los que han defendido el sistema capitalista en Chile son los que han reprimido los intentos de sectores populares por construir una sociedad más justa e igualitaria. El orden de los sectores dominantes siempre se ha iniciado con un desorden desatado por ellos mismos, que les ha posibilitado aplastar y reprimir al pueblo. Los que han tenido el poder económico y el poder político son los que permanentemente han restaurado con terror de Estado los desórdenes del pueblo.

Alfredo Jocelyn-Holt lo que quiere demostrar es que la sociedad chilena, producto de sus contradicciones internas, ha pasado por el orden y el desorden; lo corrobora diciendo: «Desde la Conquista hasta nuestros días hemos estado marcados por un orden fundado en la frustración». Frustración del indígena, es una frustración de los labradores y peones, es la frustración del pirquinero, de la querida chusma, del upeliento, de los que protestaron entre 1983 y 1986.

Queremos terminar esta reseña señalando que tras el orden y el desorden en nuestra historia se reflejan las contradicciones de distintos proyectos sociales. Un párrafo del artículo de Jocelyn-Holt expresa lo que hemos dicho más arriba:

«A lo que voy es que desorden y orden, como queda claro en la famosa cita de Portales, se acercan mucho más de lo que pudiera pensar. La tranquilidad pública está garantizada por la barbarie misma que predomina en la sociedad. Es a eso a lo que me refiero cuando postulo que a lo más lo que aquí se impone es un orden en forma, un simulacro de orden, nada que sustancialmente pudiéramos llamar orden».



Con este libro Alfredo Jocelyn-Holt abre una nueva mirada a nuestra historia. Eso es mucho.

LUIS MOULIAN E.




ArribaWILDA CELIA WESTERN, Alquimia de la nación. Nasserismo y poder, México, el Colegio de México, 1997, 148 págs.

La construcción de la nación egipcia bajo el régimen de Gamal Abdel Nasser está ligada ideológicamente a los movimientos de descolonización de la segunda posguerra. Una vez alcanzada su independencia, Egipto inició la búsqueda de sus fundamentos inherentes como nación, en la que enfrentó múltiples obstáculos relacionados con la heterogeneidad étnica, lingüística y confesional de los grupos que la constituían.

La historia de Egipto ilustra significativamente la manera en que todo pueblo que se ha encontrado sometido al dominio colonial busca encontrar un fundamento nacional y distintivo. Esto remite a la difícil incorporación de los grupos que componen una nación y, dado que las políticas de integración o asimilación no son siempre exitosas, la fabricación de un pasado imaginario se vuelve la imprescindible, la aproximación conceptual de Western para aclarar el significado de nación,   —285→   nacionalismo e identidad es muy pertinente, dada la ambigüedad de tales conceptos. Es también adecuada la referencia que hace a las definiciones clásicas de nación y las teorías más importantes que han explicado su existencia, entre ellas la Benedict Anderson. Para éste, la nación es «una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana». En el Egipto recién independiente, la necesidad urgente de conciliar las identidades otomana, islámica, occidental, árabe y egipcia requirió de un discurso unificador que imaginara a la nación. En este sentido, dice Western, «la solución al problema de la existencia de rupturas dentro de la comunidad imaginada es la consagración de una nación que tenga el grado necesario de una nación de autoridad social y cultural». Tal tarea recae en los que acceden al poder del Estado, lo cual hace que la nación quede irremediablemente vinculada a él.

Si bien es cierto que, como dice Western, una nación no necesariamente depende del Estado para existir y que el sentimiento de pertenencia a ella no es una construcción meramente artificial, debe enfatizarse que los proyectos del Estado y la nación se corresponden mutuamente. El Estado es el que proporciona un espacio donde la nación logra desarrollarse histórica y culturalmente. El Estado, en última instancia, define y acota el sentimiento de pertenencia nacional e inventada una memoria colectiva por medio de la internalización de modelos y valores.

Western hace una revisión histórica de la presencia colonial europea en Egipto, con el objetivo de descartar la manera en que este país se vio obligado durante todo ese tiempo a pesarse y juzgarse a sí mismo a través del discurso europeo en su versión «orientalizada». Frente a éste y la ocupación, los destinos de la nación exigieron una respuesta cuyo eje central era lo egipcio.

De esta forma, los esfuerzos por hacer coincidir al Estado con la nación requirieron expresar el tiempo y el espacio nacionales y «devolver la historia a los egipcios». La solución fue vincular a la identidad nacional egipcia con el espacio geográfico de la «nación árabe» y con la ideología del panarabismo. Los principios de unidad y fraternidad establecidos por la ideología del nacionalismo árabe y el panarabismo buscaron la reafirmación de un proyecto común en el terreno nacional e internacional. Un ejemplo de esto es la tendencia creciente a usar el árabe como lengua oficial, que se concretó en una política lingüística orientada por el liderazgo, con el objetivo de producir formas de identidad nacional y cohesión social.

Las elaboraciones filosóficas de pensadores egipcios asociadas con la idea de la nación -que Western identifica como «narrativas de la unidad»-, reflejaban la preocupación por darle forma y sentido a la nación. Las narrativas de la unidad dejaron de basarse en criterios tradicionales para convertirse en formulaciones más complejas cuyo principal objetivo era reconocer la necesidad de reformar al Islam frente a la indiscutible superioridad europea y occidental, y hacerlo compatible con la modernidad. Western señala que la cuestión fundamental a la que se enfrentaban los egipcios era ubicar el centro de su lealtad. La clave fue encontrar un pasado que diese lecciones para el presente y se convirtiese en fuente de identidad y solidaridad social. Es aquí donde el poder aparece como factor decisivo en la lucha por la independencia y por la unidad nacional. Hacia 1958 Egipto se definió   —286→   como nación árabe. La revolución nacionalista y antiimperalista se convirtió desde entonces en la narrativa de la unidad nacional; la revolución ofreció a la nación su contenido y sentido históricos, y el futuro de Egipto se definió a partir del vínculo inquebrantable entre revolución y nación.

Opina Western que la revolución de los años cincuenta fue el parteaguas en la historia de la consolidación de la nación y la identidad egipcias. Régimen y revolución se convirtieron en sinónimos, y la lealtad al primero inseparable de la lealtad a la segunda. La revolución marcó un tipo de pertenencia social y política: «la revolución restituyó a los egipcios el derecho a reconocerse como árabes y reelaboró al pueblo como comunidad nacional». La fuente de legitimidad del nuevo régimen no fue, pues, el islam, sino la revolución y el panarabismo. El precio que la sociedad debió pagar por ello fue grande, pues se instauró un sistema de partido único, y se aplicaron numerosas formas de exclusión, subordinación y supresión de los derechos políticos. Ciertamente, en Egipto la grandiosa habilidad e imaginación política de Nasser no eliminó las tensiones sociales, sólo las atemperó. Como nota Western, la estabilidad interna se hizo con el aparato de un Estado represor y a expensas de muchas libertades individuales.

El sentido de pertenencia a la comunidad árabe que no reconoce fronteras ni diferencias religiosas adquirió fuerza luego de la crisis del Suez. A raíz de ella, se recurrió al discurso que ensalzaba la unidad de origen de los países árabes y su experiencia común de dominación y de lucha antiimperialista. Con justa razón Western entiende al nacionalismo árabe nasserista como una política concreta, que ofreció una identidad común genuina, marcó la oposición a Occidente y brindó un credo para el cambio social y político. Cuando Western afirma que el proyecto nasserista de la nación fue «un acto biográfico del poder y del líder», sugiere, sin ahondar demasiado, que tal proyecto fue una estrategia que, mediante una gran concentración del poder político e ideológico en torno a la figura casi mítica de Gamal Abdel Nasser, arrojó luz al presente y futuro de la nación.

El estudio de las bases geopolíticas e institucionales del proceso en el que se edifica y consolida la nación y el Estado egipcios es de suma importancia, ya que permite examinar la manera en que dicho proceso hizo posible que Egipto, en su momento asumiese el papel de liderazgo en Medio Oriente e influyese en la política regional e internacional de manera muy específica. El ejercicio analítico de Western hace pensar que el sueño de la unidad árabe en Medio Oriente ha servido, ante todo, a intereses internos. La naturaleza de esos factores es la que, en última instancia, determina la importancia del uso de la ideología como directriz central de la política exterior. Al analizar el caso egipcio es inevitable recordar otros ejemplos con los cuales es posible establecer comparaciones. El régimen de Hafez al-Asad en Siria ha seguido una pauta similar. La ideología panarabista no sólo le sirvió para preservar su autoridad ni se limitó a la promoción de la unidad árabe y la lucha imperialista, sino que permitió en su momento al partido Ba'th institucionalizar un sentimiento de lealtad hacia intereses colectivos, de índole nacional. En Egipto durante el gobierno de Nasser, como en Siria, a partir del decenio de los años setenta fundamentalmente, las tensiones religiosas, étnicas, políticas y económicas llevaron a sus respectivos regímenes a encontrar una política exterior   —287→   que permitiese aglutinar y trascender a todas las fuerzas sociales, y de esa forma, legitimarse en el poder y asegurar la estabilidad interna. Con la ideología del panarabismo, tanto Nasser en Egipto, como después Asad en Siria, proyectaron un mensaje de identidad muy específico que les proporcionó gran flexibilidad en los asuntos internos y externos, y les aseguró una influencia nada despreciable en la Región. Por lo tanto, el credo de la ideología panarabista puede verse como una manera de desviar la atención de los problemas internos hacia las «amenazas» provenientes del exterior, y así movilizar el apoyo al gobierno.

A pesar de las dificultades del estilo de Western, Alquimia de la nación es una reflexión interesante que ayuda a entender el proceso mediante el cual un proyecto minoritario de nación se esfuerza en adquirir un rostro mayoritario, que englobe la tradición heredada, la memoria y el olvido colectivos esenciales para la unidad de todo pueblo. Western analiza la manera en que se construye la noción hegemónica de la nación, a partir de las esferas del poder político, para lo cual hace una reflexión crítica de los discursos y la diversas teorías que han intentado explicar el problemático proceso de construcción de las naciones. A la luz de una revisión bibliográfica original y cuidadosamente seleccionada, Western examina el proyecto revolucionario y nacionalista de Gamal Abdel Nasser en Egipto, y afirma que el nasserismo proporcionó nuevas bases de identificación colectiva y logró imponer una concepción nacional con un ordenamiento social, económico y político específico. El nasserismo en Egipto ilustra las «ilusiones sublimes» contenidas en las aspiraciones de modernización y fortalecimiento de las instituciones, y la forma en que memoria e identidad se retroalimentan.

MARTA TAWIL KURI