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Marcel Bataillon

Homenaje en el Colegio de España, París, 12 de mayo, 1995

Fernando Lázaro Carreter





Se nos ha encomendado a quienes estamos presentes en esta mesa, que evoquemos con cierta economía de tiempo la figura humana y científica de Marcel Bataillon. Al frente de mis palabras, debo agradecer a los organizadores del homenaje, y en particular al Profesor Redondo, la gentileza que han tenido al invitarme a intervenir en él, como amigo suyo que fui, y como aprendiz devoto de cuanto enseñó. El cargo que ostento permite, además, que mi presencia junte con mi personal y conmovida adhesión a este recordatorio, la de la Real Academia Española, que asume simbólica y creo que efectivamente la representación de las letras de mi país. Las cuales tienen una impagable deuda de gratitud con él.

Mi contacto personal con Bataillon fue esencialmente epistolar. Y sobre asuntos concretos de libros y autores. Aunque fueron bastantes los momentos en que tuve la alegría de estar a su lado, los dos recuerdos directos más vivos que de él guardo son melancólicos. Uno es de Santander, en cuya Universidad estival nos alojábamos. Bastante insomnes ambos, habíamos madrugado mucho, y habíamos coincidido casualmente paseando por los alrededores del Palacio. Ya se sentía enfermo; me lo confesó, mientras el nuevo día apuntaba aún gris sobre el mar. Me habló de su temprana inclinación al hispanismo y de sus fundamentales maestros Martinenche y Le Gentil. De su colega el gran lingüista Benveniste, a quien tanto admiraba. Del Madrid de su juventud. No puedo reconstruir la conversación que, como todas las que se producen por azar, zigzagueó sin plan por nombres y libros y cosas. Sé que -entonces, la cuestión era candente- llevó la charla hacia Américo Castro, pero pasó de puntillas sobre el asunto con su característica discreción, y con grandes elogios para su eminente colega. Estaba claro, sin embargo, que el vehemente ardor de La realidad histórica de España elevaba muy poco su temperatura. También me habló serenamente de su enfermedad, que progresaba. El gris matutino que acogía esta, para mí, revelación de su mal, impregnó con un tinte de pena el paseo.

El otro recuerdo, también triste, que de él conservo, fue el de su última lección en el Collège de France. Asistíamos menos oyentes de los que cabía esperar; no se había rodeado al acto de solemnidad alguna. Anunció el bedel su presencia, y entró, distinguido como era, la cabeza cana, alto y erguido, dirigiéndonos a los asistentes su inolvidable mirada aguda pero apacible, con libros y notas para rematar el curso y su carrera oficial. Lamento, porque ya falla mucho mi memoria, no poder precisar cuál fue el tema de aquella última disertación. Ninguna emotividad hizo sospechar que el acto ponía fin a su magisterio público, a su excepcional presencia en las aulas como profesor e investigador del Estado. Terminada la conferencia, recogió sus papeles, fuese y no hubo nada. Era la sobriedad absoluta que marcó su vida y su obra, mucho más conmovedora en esta ocasión que ceremonia alguna.

Pero, viviendo lejos, mi frecuentación más firme y constante con Bataillon fue, puede suponerse, a través de sus libros, que siempre funcionaron para mí como modelos. Y esto, no sé si por subyugación o por coincidencia, pues en naciendo para ser filólogo, crítico o historiador de la Literatura, se encuentra uno instalado sin pretenderlo, genéticamente se diría, en la senda que habían seguido Bataillon y otros maestros, o en la contraria. Porque creo que sólo hay dos, aunque la segunda pueda atomizarse en una Babel de lenguajes.

Es la senda que él recorrió y explicó en sus libros, y sintetizó magistralmente en su Défense et illustration du sens littéral (1967), que, supongo, habrá sido mencionada más de una vez en estas jornadas a las que he tenido la desdicha de no poder asistir.

Ya se había trazado tal camino muy tempranamente, cuando en el tercer decenio de su edad estaba elaborando su obra magna Erasmo en España, la cual iba a cambiar sustancialmente la visión histórica de la espiritualidad peninsular e hispanoamericana. Allí, y en algunos trabajos posteriores, quedaros fijadas sus normas de trabajo; entre otras, estas:

a) Intentar la reconstrucción de la verdad velada por el paso del tiempo, no mediante ágiles y vistosos saltos, sino deteniéndose en los detalles, aunque, como dice, se sea consciente de que «la erudición impone a la historia lentitudes insoportables».

b) Desentenderse por completo de las categorías establecidas por la tradición crítica, como pueden ser las de Prerreforma, Reforma y Contrarreforma: o las de Edad Media y Renacimiento, tan perturbadoras a la hora de reconstruir el pasado, según probó concluyentemente en ese libro, y con tanta o más fuerza en otro volumen decisivo posterior («La Célestine» selon Fernando de Rojas, 1961).

c) La lectura interpretativa debe afrontarse sin buscar confirmación de lo que uno quiere que diga el texto. Ahora, cuando tantos críticos se lanzan a su trabajo armados de formidables y hasta esotéricos saberes, para apoyar teorías más que para iluminar las obras, sigue valiendo, máximamente según creo, este principio de Bataillon: «Hay que estar abierto a los textos (en vez de querer abrirlos con llaves maestras), dejarse extrañar por ellos, incluso por aspectos que, de puro evidentes, dejaban de llamar la atención». Pero siempre, piensa, atentos a su literalidad, sin sacarlos de los confines en que la fantasía es sospechosa de actuar.

d) No permitir que influyan prejuicios estéticos, ideológicos o de cualquier otra índole al afrontar la exégesis de textos y de escritores. Bataillon fue acusado de erasmista por haber dedicado tan copiosa atención al humanista holandés. Y él hubo de conceder que éste estaba mucho más cerca de su corazón que el teocratismo católico o protestante. Pero que si se había acercado a Erasmo -afirmó enérgicamente- era sólo porque estaba en el centro de la perspectiva histórica que se había propuesto elucidar. Amar, pues, lo que se estudia, no por la adhesión que nos merece, sino por su significación objetiva en el pensamiento y en el arte, evaluada con particular interés, pero sin interés particular.

e) Sentir atracción por problemas diferentes no muy alejados en el tiempo, pero, que ensanchen los horizontes, permita divisar relaciones... y librar del hastío, según ejemplificó con su fecunda actividad como hispanista, lusista y americanista, explorando la historia de las ideas y de la literatura, y la diversidad de los géneros literarios.

f) Por fin, y eso es esencial, intentar leer desde los supuestos del autor ([...] «selon Fernando de Rojas»), y con los ojos de sus contemporáneos, sin que nuestra mirada actual contamine el sentido y la intelección de las obras. Planea sobre este propósito una vieja y sólida tradición de la Filología francesa, la de Lanson por ejemplo, como máximo representante, que, como ustedes saben, postulaba leer lo que el texto dice, todo lo que dice, y sólo lo que dice. Frente a la cual se alzó el planteamiento opuesto, que, años después, habría de tener acogida también en el Collège de France, con Roland Barthes, según la cual los textos pretéritos jamás podrán ser entendidos como el autor y sus contemporáneos, porque no podemos alienarnos en otras personas; ni nos resulta factible volvernos hombres o mujeres de otras épocas. Debido a lo cual, la crítica literaria debe ser sólo -o nada menos- un género literario, sin pretensión de objetividad, que pone creativamente su objeto en la literatura.

De ser cierto ese planteamiento barthesiano, quedaría anulado el trabajo secular de toda la Filología, empeñada, con mayor o menor éxito, pero siempre con ese fin, en acercarse hermenéuticamente a las obras y a los hechos literarios cuando se estaban produciendo, y en reconstruir la intención del autor estudiado, asediándolo en su tiempo, en su formación, en sus lecturas, en su lenguaje, en las tradiciones que lo han configurado, y en el mundo de su alrededor. Como Bataillon decía, teniendo en cuenta que toda obra «se relaciona con vida no-literaria, íntima o pública, religiosa, social y hasta económica».

Sería ingenuo por mi parte que, en los tres minutos que me quedan, intentara evocar con algún detalle la variadísima producción histórica y crítica del maestro Bataillon. Una parte de ella ya ha sido recordada estos días; y esta mañana, en particular, lo mucho que aportó al conocimiento de la novela picaresca, especialmente, de La pícara Justina. Pero las luces varias que proyectó sobre otros autores y otras obras del Siglo de Oro -San Juan de la Cruz, Juan de la Cueva, Cervantes, Lope (la preciosa exégesis de El villano en su rincón), y sobre tantas otros autores y textos fundamentales, lo harán siempre memorable.

Si resulta imposible pasar revista a lo mucho y fundamental que escribió, sí cabe señalar la pureza filológica con que lo hizo, la cual lo constituye en faro permanente de nuestros estudios. Podemos hablar, incluso, de su modernidad. Dos puntos sólo. Uno: la precisión de explicar la literatura desde la literatura misma, respetando la autonomía artística del texto literario. Comentado el conocido libro en que Alexander P. Parker interpreta al pícaro como una secreción delincuente de la realidad social, Bataillon dice, como de pasada: «Es de esperar que, bien estudiados los pícaros españoles en sus múltiples aspectos de delincuentes y negadores de la honra, nos hagamos cargo cabalmente de la originalidad literaria de sus vidas». Parece evidente: los pícaros de los libros picarescos no interesan como infractores de la ley, sino como criaturas literarias, pues como tales han nacido, y viven en el papel y no en la calle.

Otro punto, en que se adelantaba bastantes años a la difusión de los formalistas eslavos en Occidente era la afirmación de que los géneros literarios -lo enseña a propósito de los autos sacramentales- no evolucionan como las especies vivientes, «capaces de desarrollos, de metamorfosis y cruzamientos en cierta medida espontáneos», según pretendió el positivismo de Brunetière, por ejemplo. Un género, dejó sentado Bataillon no se crea por sí solo, sino que lo crean escritores no siempre geniales, pero sí atentos a la demanda directa del público y de los intermediarios: representantes en el teatro, y añadimos, editores en el comercio librero.

No quiero restar un segundo más a mis ilustres compañeros de mesa. Terminaré ejemplificado con una divertida anécdota de cómo el propósito de leer y de leer intensamente los textos en su literalidad, puede ofrecer fallos incluso en tan gran dominador de la lectura como él era. Sucedió en la ciudad de México, con ocasión del III Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, en agosto de 1968. La presidía a la sazón Marcel Bataillon, el cual me había hecho el honor de invitarme a pronunciar la lección inaugural. En una de las sesiones de trabajo, intervino un joven profesor norteamericano, para sostener que el arcaz del cura del Lazarillo poseía un profundo significado alegórico-teológico: representaría el tabernáculo, con el pan y el vino de la misa. Como si montara un «puzzle», combinaba maravillosamente piezas que daban sentido trascendente a cuanto sucede en torno de la dichosa arca. En concreto, el hecho de que Lázaro sólo comiera el pan, sin beber ni una gota de vino, indicaba que el anónimo autor estaba más próximo a Erasmo que a Lutero, porque los seguidores de éste comulgaban con ambas especies. Mil prodigios así desató el joven alegorista en su disertación ante el asombrado auditorio. Al acabar, Bataillon que presidía le dio las gracias, haciéndole notar bondadosamente que en el arcaz del cura no había vino, sino sólo bodigos de pan. Insistió con terquedad aquel muchacho en que sí lo había, y el Presidente pidió mi parecer, ya que en mi ponencia inaugural había tratado bastante del Lazarillo. Coincidí con él: no había vino en el arcaz. Pero seguía porfiando el disertante, y, al fin se trajo un ejemplar de la novela. Leyó Bataillon: «El (cura) tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave [...], y, en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano luego allí era lanzado y tornada a cerrar el arca». ¿Ve usted?, le preguntó gentil al obstinado. El cual le pidió el ejemplar, y buscó nervioso, hasta encontrar esto, poco más adelante: «No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví, o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz, compasaba de tal forma, que le duraba toda la semana».

Nuestra humillación -pues que la compartí con el maestro- fue enorme, y aunque intentamos resolverla en risas, quedó clara una cosa: que los esoteristas leen mucho mejor que los filólogos. Luego se hacen un sayo con la capa de sus lecturas, pero eso es asunto de ellos. Muchas gracias.





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