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¡Espíritu sublime y misterioso |
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que del aire en los senos escondido |
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templas su voz, prestándole armonioso |
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eco gigante o soñoliento ruido; |
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arcángel cuyo canto melodioso |
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el orbe arrulla ante tus pies tendido, |
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inspira tú palabras a mi acento, |
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gratas como la música del viento! |
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Porque, ¿quién como tú me las darías? |
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Tú, cuya voz dulcísima murmura |
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en la quietud de la floresta umbría, |
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y del bosque salvaje en la espesura, |
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y en los gemidos de la mar bravía, |
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y en los murmullos de la sombra oscura. |
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Y cuando tiene inspiración o acento |
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tonos te pide para usar su aliento. |
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¿Quién como tú la inspiración me diera, |
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y la armonía celestial y santa, |
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y la robusta entonación severa |
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de que carece mi mortal garganta? |
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Cruzar los lindes de tu azul esfera, |
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medir audaz la inmensidad que espanta, |
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no osara, no, mi pensamiento vano |
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sin el auxilio de tu santa mano. |
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Y tú, radiante y peregrina estrella, |
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María de los mundos soberana, |
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Madre sin mancha, compasiva y bella, |
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a quien adoro en ilusión lejana |
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cual faro santo que en mi fe destella, |
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mi voz perdona, si mi voz profana |
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osa hablar de tu amor y tu hermosura |
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con lengua pobre, terrenal e impura. |
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Sé que mis ojos, inmortal Señora, |
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la gloria manchan de tu faz divina; |
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indignos, ¡oh celeste Emperadora!, |
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son de mirar tu sombra peregrina; |
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no merece mi lengua pecadora |
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ser alfombra a tu planta cristalina, |
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mas deja al fin, ¡oh luz de mi esperanza!, |
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que alce un himno mi voz en tu alabanza. |
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¡Venid los que lloráis! Oíd mi canto |
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los que creéis en la virtud y el Cielo; |
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venid, almas transidas de quebranto, |
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venid a oírme y hallaréis consuelo; |
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veréis lucir tras la tormenta oscura |
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un rayo de esperanza y de ventura. |