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La despedida


Es ya la noche aplazada
por don Juan, fría y oscura;
el aire revuelto augura
la vecina tempestad.
Ni un astro al azar perdido
en el cielo azul riela;
el aire que corre hiela;
triste es la noche en verdad.
   Todo en el convento calla;
por las bóvedas sombrías
de sus largas galerías
ni un viviente, ni una luz.
Ninguna perdonó el soplo
del viento desordenado;
toda la tierra ha enlutado
la noche con su capuz.
   De los laureles del huerto
las hojas medidas suenan,
y el claustro vecino llenan
de ruido amedrentador.
Que prolongado en la bóveda,
y perdido en su hondo hueco,
sin cesar le arrastra el eco
de uno en otro corredor.
   A veces por un instante
todo el ámbito ilumina
la claridad repentina
de un relámpago fugaz,
y en el momento en que todo
a la vista se presenta,
todo de formas aumenta
y todo cambia de faz.
   Allá, a través alumbrado,
de un arco el contorno crece,
y un antro infernal parece
de cárdeno resplandor;
allí las verjas clavadas
en los pilares sujetos,
fugitivos esqueletos
representan con pavor.
   Allá un tapiz suspendido,
sobre una puerta enrollado,
semeja un monstruo enroscado
que se arrastra en un rincón;
allí empinado en su losa
de algún fundador el busto
remeda con fiero susto
gigantesca aparición.
   Acongojada la mente
con tan varias ilusiones,
redobla las aprensiones
que la vienen a turbar;
y engañados los sentidos,
la lengua a invocar no acierta
favor, ni la planta incierta
se decide a caminar.
   Estorbos mil al encuentro
nos salen a un punto mismo;
doquiera se abre un abismo
donde avanzamos el pie,
doquiera una sombra horrible
nos descarría y espanta,
y se anuda la garganta
y se acobarda la fe.
   Noche medrosa era, en suma,
la elegida por el mozo,
aunque él obra sin rebozo,
remordimiento ni afán;
y atribulada en su celda
esperaba Margarita
el momento de la cita
postrimera de don Juan.
   Su mente infantil, curiosa,
ansiaba el dulce momento;
mas vago remordimiento
la roía el corazón,
y recostada en su lecho,
sin apagar su bujía,
luchaba, mas no podía
con la loca tentación.
   De aquellos seres fingidos
por don Juan con la presencia
se amedrentaba, en Palencia
creyéndoles ya tal vez;
y se fingía entre sueños
a sus quietos moradores
envueltos en los horrores
en que cree su candidez.
   Más apacible otras veces,
su ilusión la presentaba
mil sombras que engalanaba
su imaginación pueril;
y recorría entre sueños
los encantados espacios
de los mentidos palacios
de su seductor gentil.
   Blanca paloma perdida,
próxima a tender su vuelo
para buscar otro cielo
más diáfano en que volar,
medía el espacio inmenso
que recorrer intentaba,
y antes de alzarse dudaba
si le podría cruzar.
   Tal vez sentía su nido
dejar allí abandonado
do habría tal vez gozado
de su ventura mayor;
mas ciega y enamorada,
y acaso falta de aliento,
iba a lanzarse en el viento
para seguir a su amor.
   Pobre barquichuela débil,
que en pos de nave entonada
salía desesperada
sin más norte que el azar,
tal vez temía la triste
que una tormenta futura
la sorprendiera en la altura
del no conocido mar.
   Y aunque fiada en su breve
tranquilidad engañosa,
imprudente u orgullosa
se preparaba a partir,
temía que una vez suelta,
botada a la mar bravía,
fuera imposible la vuelta
y el fondo su porvenir.
   Mas, ¡ay!, así estaba escrito;
de oculto sino impelida,
de su azarosa partida
la hora precisa llegó;
llegó, y al fin Margarita,
que oído prestaba atento,
oyó perderse en el viento,
los dos golpes del reloj.
   Salió cautelosa y tímida
de su celdilla temblando,
a todas partes mirando,
y a tientas guiando el pie;
mas ya en la lucha postrera,
próxima a colmar su falta,
siente que el pesar la asalta
y que renace su fe.
   Al corazón se le agolpan
mil vagos remordimientos,
mil vagos presentimientos
de incomprensible pavor,
y en su creencia sencilla,
del Dios mismo a quien ofende
tal vez recibir pretende
perseverancia y valor.
   Cruzó el solitario claustro,
bajó el caracol estrecho,
y a una ventana en acecho
quiso un instante posar;
la tempestad empezaba,
la lluvia espesa caía,
y el recio viento la hacía
sobre los vidrios botar.
   «¡Qué noche! -dijo espantada-.
¡Si habrá don Juan desistido!»
Mas percibiendo ruido
por las tapias del jardín,
escuchó sobrecogida
y en un postigo inmediato
la seña oyó a poco rato
que la avisaba por fin.
   No esperó más: con pie rápido
ganó el último aposento,
deseando del convento
los límites trasponer,
y ya del sacro recinto
fuera la planta ponía,
cuando en una galería
una luz alcanzó a ver.
   Detúvose a los reflejos
de aquella luz solitaria,
y lágrima involuntaria
sus pupilas arrasó.
Soltó el cerrojo, asaltada
por una dulce memoria,
y al claustro precipitada
la pobre niña volvió.
   Por imbécil e insensible
corazón vil que se tenga,
fuerza es que alguna mantenga
consoladora ilusión;
y por más que sea odiosa
la mansión donde se pasa
la vida, siempre a la casa
se apega nuestra afición.
   Siempre, aunque sea una cárcel,
hay un rincón olvidado
do alguna vez se ha gozado
un instante de placer,
y al dejarle para siempre,
conociendo que le amamos,
un ¡adiós! triste le damos
sin podernos contener.
   Margarita, que encerrada
pasó en el claustro su vida,
a dar una despedida
a su amado rincón;
porque en la virtud criada
y segura en su creencia,
uno buscó en su inocencia
su cándido corazón.
   En un altarcillo humilde,
en un corredor alzado,
de flores siempre adornado
y alumbrado de un farol,
de una Concepción había
primorosa imagen una,
a quien calzaba la luna
y a quien coronaba el sol.
   Era un lugar retirado,
mas la escultura divina
tan bella y tan peregrina,
que era imposible pasar
por delante sin que un punto
el celestial sentimiento
de su rostro, el pensamiento
se gozara en contemplar.
    Y aquél fue de Margarita
el rincón privilegiado;
ni una noche se ha pasado,
mientras en claustro vivió,
en que allí no haya venido
humildemente a postrarse,
y en manos a encomendarse
de la que nunca pecó,
   la pobre niña, agobiada
de soledad y fatiga,
buscó en su encierro una amiga
en quien creer y esperar;
y hallando aquella escultura
tan amorosa y tan bella,
partió su amistad con ella
y se encargó de su altar.
   Cortóla preciosas flores,
la hizo ramilletes bellos,
puso escondidos en ellos
aromas de grato olor;
tendió a sus pies una alfombra,
y en un farol que ponía
conservaba una bujía
con perenne resplandor.
   Allí fue donde alcanzando
aquella luz solitaria
vino la última plegaria
con lágrimas a exhalar,
y allí a la divina imagen,
con voz triste y lastimera,
la dijo de esta manera,
de hinojos ante el altar:
   «Ya ves que al fin es preciso
que deje yo tu convento;
mas ya sabes que lo siento,
¡oh, Virgen mía, por Ti!
Y puesto que de él sacarte
no puedo en mi compañía,
no me abandones, María,
y no te olvides de mí.
   »¡Ojalá entre mis hermanas
hubiera otra Margarita
que con tu imagen bendita
obrara como ella obró!
¡Ojalá esta luz postrera
que en esta noche te enciendo
estuviera siempre ardiendo
mientras te faltara yo!
   »Mas, ¡ay!, ninguna te quiere
como yo, y son mis angustias
pensar que estas flores mustias
a tus pies se quedarán,
y se apagará esa vela,
se ajarán tus vestiduras,
y los que pasen a oscuras
tu hermosura no verán.
   »Al fin yo parto, Señora;
mi confianza en Ti sabes;
en prueba, toma estas llaves
que conservo en mi poder.
Guárdalas: otra tornera
elige a tu gusto ahora,
y el Cielo quiera, Señora,
que nos volvamos a ver.»
   Así Margarita hablando,
con lágrimas en los ojos
ante la imagen de hinojos
los sacros pies la besó,
y dejándola las llaves
y encendida la bujía,
traspuso la galería,
ganó el jardín y partió.
   Quedóse el claustro recóndito
por el farol alumbrado
que dejó, al irse, colgado
Margarita en el altar,
y sólo se oyó tras ella
el rumor del aguacero,
y el soplo del aire fiero
que bramaba sin cesar.