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Margo Glantz, guía de forasteros

Enrique Flores


Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM



Hace más de 25 años, tuve la suerte de participar en un proyecto ideado por Margo cuando encabezaba la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Yo había sido su alumno en la Facultad y había trabajado con ella como becario de su taller de ensayo, en un proyecto todavía inacabado sobre el tema que más me unía a ella, o el que más admiraba de su trabajo: las crónicas de la conquista -sobre Lope de Aguirre y la traición. Yo andaba huido, si no de la justicia, sí de la Familia y de la Institución, y Margo me ofreció un refugio, un espacio que fue el de la verdadera enseñanza: un hacer y una creación, un aprendizaje continuo, en libertad, conocimiento y descubrimiento -más allá de las aulas-, bajo su inspiración y su autoridad.

Ese proyecto fue la Guía de Forasteros, una publicación periódica concebida para aproximarnos a la «historia de la literatura nacional» pero que, desde su comienzo, fue mucho más que eso y desbordó y transgredió esa intención. Su nombre surgió de los oscuros fondos del archivo inquisitorial, donde reposaba un documento destinado a perseguir un papel manuscrito, notorio por su obscenidad, llamado Guía de Forasteros, que, ofendiendo oídos castos y honestos, daba noticias muy circunstanciadas de «las mujeres públicas que habitan en esta capital.» Nuestra pasión por la época nos hizo retrotraernos al año 1789, antes de la Independencia nacional. Y así comenzamos con un número que daba noticia de la visión, en plena Ciudad de México, de una Aurora Boreal, y como nota principal, de los versos y papeles de un sastre o bordador llamado José Ventura, autonombrado Tebanillo González, cuyas blasfemias y locuras lo llevaron a ser encerrado en San Hipólito y a exclamar en una de sus coplas que «No es bueno obedecer.»

Esos fueron los mundos que exploramos, en los primeros tiempos, bajo el impulso de Margo. Y esa fue la Rebelión que rastreamos, al margen de Lo Literario (o de lo estrictamente literario) y al margen de la auto-exaltación patriótica inherente al culto de lo nacional, aunque se trate de las Letras, tan acentuada en estos días. Así, cuando nos acercamos al tiempo de la Guerra de la Independencia, más allá de los héroes, nos sumergimos en los pasquines y partes militares, en los relatos épicos y tragicómicos de los humildes soldados y de la población, en los juicios inquisitoriales y los auténticos exorcismos verbales -como los del Anti-Hidalgo, periódico que llevó a su extremo el arte del insulto, la satanización y la difamación- que hacían la guerra a los panfletos y las lamentaciones neoclásicas, dignas de Roa Bastos, de los guerrilleros insurgentes.

Esa heterodoxia, esa libertad herética, sólo fue posible gracias a Margo. Confluían ahí vertientes tan diversas como la alta y la baja cultura, la nota roja y los espectáculos callejeros, las culturas populares y la historia de las mentalidades, las modas (literarias y no) y las frivolidades, la guerra y la poesía épica, la poesía lírica y la satírica, la fascinación por los monstruos y los prodigios; las causas célebres y el bandidismo -que llevaron a algunos a llamarla Guía de forajidos-, y ello a partir de una profunda investigación de archivos como el de la Inquisición, de periódicos y revistas de carácter literario o científico, de simples noticias vulgares y curiosidades, de una amplia bibliografía histórica y crítica, de toda clase de publicaciones y fondos bibliotecarios ricos en obras de otros tiempos, como el de Condumex o el Fondo Reservado. Y todo ello dentro de «secciones» en invención constante que hacían posible la integración de lo más heterogéneo, espacios imaginarios que aliaban o permitían la coexistencia de la investigación y la invención, del objet trouvé y de lo apócrifo. Y con un equipo extraordinario reunido por Margo, compuesto de brillantes escritores jóvenes como Mauricio Molina -cómplice de aquellas épocas-, editores y diseñadores apasionados como Rafael Becerra y el poeta Luís Cortés Bargalló, para no hablar del grupo de sobresalientes dibujantes que trabajó permanentemente asociado a la Guía, reunido en torno de varios de los hermanos Castro Leñero, que ilustraba cada texto, cada sección, cada nota, cada noticia -en alternancia con extraños dibujos, garabatos anónimos y grabados antiguos- con una originalidad incuestionable, ineluctable. Y es que la Guía era mucho más que un proyecto de difusión cultural, oficial y didáctico: era una materia viva, un hervidero de materiales, un tianguis agitado y riquísimo, con esa marca inconfundible que Margo le imprimió desde el principio.

Como periodismo cultural, la Guía fue un proyecto innovador y original, que quizá no tuvo todos los lectores que hubiera merecido, pero que con el tiempo se convirtió, para algunos, en una lectura de culto. Por desgracia, una mala distribución obligó a que las «entregas» iniciales -porque la preparábamos «por entregas», en pliegos sueltos teóricamente efímeros, como los que vendían los ciegos del Antiguo Régimen o como los folletos de cordel o como muchas novelas de los siglos XVIII y XIX, precursoras de las novelas de folletín- se convirtieran en cinco volúmenes que reunían cada uno unos 15 folletos y que se convirtieron en una suerte de material clandestino, bastante extraño al corpus de las «historias de la literatura mexicana», por su heterogeneidad y la apertura de sus contenidos, pero también por las técnicas que implementaba -la reinvención, la parodia, el montaje- para ejercer un dominio más justo y adecuado, del campo que abarcaba.

Cada quien sacó de la Guía lo más conforme a su deseo -«Da un espacio a tu deseo», decía una frase extraordinaria de La Celestina. Ahí descubrí lo extraordinario de la escritura del padre Mier (lo más grande después de sor Juana) y la aventura de Lizardi; la extravagancia de una era ejemplificada en la figura barroca del Licenciado Borunda y su ignorada Clave general de jeroglíficos americanos; la arqueología imaginaria y el valor de los escritores viajeros; los relatos orales sepultados en la Inquisición de México -que seguimos recobrando (escuchando y retranscribiendo, o mejor dicho, retransmitiendo ) con Mariana Masera, Santiago Cortés y nuestro equipo: Cecilia, Claudia, Berenice, Anastasia y Caterina-, para no hablar del Diablo de El Chino y esas uñas añadidas a un proceso inquisitorial que Luís Astey, contra mi opinión provocadora, dijo que no pertenecían (como no pertenecen, en efecto) a los dominios de La Literatura.

Todo esto lo hizo posible Margo, aunque no la acuso, desde luego -ni la responsabilizo-, de algunas de estas consecuencias perversas. Como dije antes, cada quien sacó de la Guía lo más conforme a su deseo. Mauricio, por ejemplo, sacó una fija obsesión y un magnífico relato sobre la momia del padre Mier, exhibida, me parece, en Bruselas y en otras ciudades europeas después de la Exclaustración, cuando se descubrió su cadáver incorrupto en las catacumbas de un claustro y se paseó como un fenómeno en los circos europeos. Dolores Bravo participó, lo recuerdo, con un folletín armado a partir de la historia de un cura solicitante; era otra historia extraordinaria. Yo mismo trabajo ahora en una edición de los papeles de Tebanillo, ese poeta popular, marginal -ese heteróclito, ese humilde bordador que hizo decenas de coplas manuscritas antes de ser encerrado.

Pero la Guía de Forasteros no es solamente original en relación al periodismo. Hay otro vínculo con la investigación que no puede ser omitido. Y aquí nos encontramos con su aportación más radical, vinculada a sus modos de aproximación con los documentos históricos, innovadores, a su espíritu de fuga y transgresión, a un proyecto que estaba en ciernes (antes de que la Facultad se sustrajera, por razones que no conozco, al trabajo iniciado por Margo del Catálogo de textos marginados de la Inquisición de México, a cargo de María Águeda Méndez y en el que participó Georges Baudot). Un proyecto todavía no explorado suficientemente, aunque Margarita Peña y Dolores Bravo hayan sido algunas de sus primeras buceadoras -con Edelmira Ramírez y Araceli Campos, por ejemplo- y hayan hecho otros sondeos profundos; un proyecto que abría, en nuestro espacio de investigación, otro lugar para el aprendizaje, más aventurado, más irracional. O por lo menos, más abierto a lo extraño, menos arraigado, si puede arraigarse una Guía de Forasteros.

De ahí mi agradecimiento a Margo, y el reconocimiento de su trabajo y su pasión. Pero queda es aquella vuelta pendiente: un retroceso, un regreso al siglo XVI que, aunque quisimos, no pudimos ejecutar, semejante al despliegue de un códice como imagen más profunda de lo real. Y es que, cuando llegamos al final la Guía -lo recuerdo ahora-, había una pregunta sobre el futuro: ¿seguimos hacia adelante, más adentro del siglo XIX? Yo era partidario de volver al siglo XVI, a la Conquista y antes de la Conquista. Pero el trabajo terminó y fue imposible. Quedó pendiente esa vuelta que nos apasionaba: a otra Guía, a una forma distinta (códice o tianguis) que no se produjo ya -otro modo de desplegarse en la página y de caminar en el mercado de la vida y la poesía.





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