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ArribaAbajo- XLII -

Al amanecer del día en que el jefe de los Kombu-Manez había ordenado se diera principio a las pomposas fiestas que se hacían en celebración del desposorio de Sinar, éste, Nay y el misionero bajaron sigilosamente a la ribera del Gambia, y buscando allí el sitio más recóndito, el misionero se detuvo y les habló así:

-El Dios que os he hecho amar, el Dios que adorarán vuestros hijos, no desdeña por templo los pabellones de palmeras que nos ocultan; y en este instante os está viendo. Pidámosle que os bendiga.

Adelantándose con ellos a la orilla, dijo lentamente y con voz solemne una oración que los amantes repitieron arrodillados a uno y otro lado del sacerdote. En seguida les derramó agua sobre las cabezas pronunciando las palabras del bautismo.

El ministro permaneció orando solo algún espacio, y acercándose de nuevo a Nay y Sinar, les hizo enlazarse las manos, y antes de bendecírselas dijo a uno y otro palabras que Nay no olvidó jamás.

Era ya la última noche que los nobles de la tribu pasaban en casa de Magmahú en danzas y festines. Hermosas mujeres los rodeaban, y ellas y ellos ostentaban sus más bellas joyas y vestidos. Magmahú, por su gigantesca estatura y lo lujoso del traje que llevaba, se distinguía en medio de los guerreros, así como Nay había humillado durante seis días con sus galas y encantos a las más bellas esposas y esclavas de los Kombu-Manez. Hachones de resinas aromáticas, sostenidos por cráneos perforados de Cambez, muertos en los combates por Magmahú, iluminaban los espaciosos aposentos. Si por momentos cesaban las músicas marciales, eran reemplazadas por la blanda y voluptuosa de las liras. Los convidados apuraban con exceso caros y enervantes licores; y todos habían ido rindiéndose lentamente al sueño. Sinar, huyendo de la algazara de la fiesta, descansaba en un lecho de sus habitaciones mientras Nay le refrescaba la frente con un abanico de plumas perfumadas.

De improviso se oyeron en el bosque vecino algunas detonaciones de fusiles seguidas de otras y otras que se acercaban a la morada de Magmahú. Él llamó con voz estentórea a Sinar, quien empuñando un sable salió precipitadamente en su busca. Nay estaba abrazada a su esposo cuando Magmahú decía a éste:

-¡Los Cambez!... ¡Son ellos!... ¡Morirán degollados! -añadía removiendo inútilmente a los valientes tendidos inertes sobre los divanes y pavimentos.

Algunos hacían esfuerzos para ponerse en pie; pero a los más les era imposible.

El estruendo de las armas y los gritos de guerra se acercaban. Incendiadas las casas de la población más próxima a la ribera, un resplandor rojizo iluminaba el combate, y heridos de él relampagueaban los sables de los lidiadores.

Magmahú y Sinar, sordos a los alaridos de las mujeres, sordos a los lamentos de Nay, corrían hacia el sitio en que la pelea era más encarnizada, a tiempo que una masa compacta y desordenada de soldados se dirigía a la casa del jefe achantea llamándole a él y a Sinar con enronquecidas voces. Trataron de parapetarse en las habitaciones de Magmahú; pero todo fue inútil, y tardío ya el coraje con que los jefes extranjeros combatían y animaban a los guerreros Kombu-Manez.

Atravesado el corazón por una bala, Magmahú cayó. Pocos de sus compañeros dejaron de correr la misma suerte.

Sinar luchó hasta el fin defendiendo cuerpo a cuerpo a Nay y su vida, hasta que un capitán de los Cambez, de cuya diestra pendía sangrienta la cabeza del misionero francés, le gritó:

-Ríndete y te concederé la vida.

Nay presentó entonces las manos para que las atase aquel hombre. Ella sabía la suerte que le esperaba, y postrándose ante él le dijo:

-No mates a Sinar; yo soy tu esclava.

Sinar acababa de caer herido de un sablazo en la cabeza, y lo ataban ya como a ella.

Los feroces vencedores recorrieron los aposentos saciando su sed de sangre al principio, y después saqueándolos y amarrando prisioneros.

Los valientes Kombu-Manez se habían dormido en un festín y no despertaron... o despertaron esclavos.

Cuando amos y siervos ya, no vencedores y vencidos, llegaron a la ribera del Gambia, cuyas ondas enrojecían las últimas llamaradas del incendio, los Cambez hicieron embarcar con precipitación, en canoas que los esperaban, los numerosos prisioneros que conducían; mas no bien hubieron desatado éstas para abandonarse a las corrientes, una nutrida descarga de fusiles, hecha por algunos Kombu-Manez, que tarde ya volvían al combate, sorprendió a los navegantes que últimos habían dejado la ribera, y los cuerpos de muchos de ellos flotaron a poco sobre las aguas.

Amanecía cuando los vencedores atracaron las piraguas a la ribera derecha del río, y dejando algunos de sus soldados en ellas, continuaron los otros la marcha por tierra custodiando el convoy de prisioneros, y encontrando de trecho en trecho masas de combatientes que habían emprendido retirada por en medio de los bosques.

Durante las largas horas del viaje hasta llegar a las inmediaciones de la costa, no permitieron a Nay los conductores que se acercase a Sinar, y éste vio incesantemente rodar lágrimas por sus mejillas.

A los dos días, una mañana antes que el sol ahuyentase las últimas sombras de la noche, condujeron a Nay y a otros prisioneros a la orilla del mar. Desde el día anterior la habían separado de su esposo. Algunas canoas esperaban a los prisioneros varadas en las arenas, y a mucha distancia sobre la mar que el buen viento rizaba, blanqueaba el velamen de un bergantín.

-¿Dónde está Sinar, que no viene con nosotros? -preguntó Nay a uno de los jefes compañeros de prisión al saltar a la piragua.

-Desde ayer lo embarcaron -le respondió-; estará en el buque.

Ya en él Nay, busca entre los prisioneros amontonados en la bodega a Sinar. Llámalo y nadie le responde. Sus miradas extraviadas lo buscan otra vez en la sentina. Un sollozo y el nombre de su amante salieron a un mismo tiempo de su pecho, y cayó como muerta.

Cuando despertó de ese sueño quebrantador y espantoso, se halló sobre cubierta, y sólo divisó a su alrededor el nebuloso horizonte del mar. Nay no dijo ni un adiós a las montañas de su país.

Los gritos de desesperación que dio al convencerse de la realidad de su desgracia, fueron interrumpidos por las amenazas de un blanco de la tripulación, y como ella le dirigiese palabras amenazantes que por sus ademanes tal vez comprendió, alzó sobre Nay el látigo que empuñaba, y... volvió a hacerla insensible a su desventura.

Una mañana, después de muchos días de navegación, Nay con otros esclavos estaba sobre cubierta. Con motivo de la epidemia que había atacado a los prisioneros se les dejaba respirar aire libre, temeroso sin duda el capitán del buque de que murieran algunos. Se oyó el grito de «¡tierra!» dado por los marineros.

Levantó ella la cabeza de las rodillas, y divisó una línea azul más oscura que la que rodeaba constantemente el horizonte. Algunas horas después entró el bergantín a un puerto de Cuba donde debían desembarcar algunos negros. Las mujeres de entre éstos, que iban a separarse de la hija de Magmahú, le abrazaron las rodillas sollozando, y los varones le dijeron adiós, doblando las suyas ante ella y sin tratar de ocultar el llanto que derramaban. Casi se consideraron dichosos los pocos que quedaron al lado de Nay.

El buque, después de recibir nueva carga, zarpó al día siguiente; y la navegación que siguió fue más penosa por el mal tiempo. Ocho días habrían pasado, y al visitar una noche el capitán la bodega, encontró muertos dos esclavos de los seis que escogidos entre los más apuestos y robustos, reservaba. El uno se había dado la muerte, y estaba bañado en la sangre de una ancha herida que tenía en el pecho, y en la cual se veía clavado un puñal de marinero que el infeliz había recogido probablemente sobre cubierta: el otro había sucumbido a la fiebre. Los dos fueron despojados de los grillos que en una sola barra los aprisionaban a entrambos, y poco después vio sacar Nay los cadáveres para ser arrojados al mar.

Una de las esclavas de Nay y tres de los jefes Kombu-Manez eran los últimos compañeros que le quedaban, y de éstos sucumbió otro más la misma mañana en que hubo de acercarse el buque a una costa que entendió Nay llamarse Darién. A favor de un fuerte viento norte y de la marejada, el bergantín se internó en el golfo y se colocó cautamente a poca distancia de Pisisí.

Entrada la noche, el capitán hizo poner en una lancha a Nay con los tres esclavos restantes, y embarcándose él también, dio orden a los marineros que debían manejarla para que se dirigiesen a cierto punto luminoso que señaló en la costa. Pronto estuvieron en tierra. Los esclavos fueron maniatados con cuerdas antes de desembarcar; y guiando uno de los marineros, siguieron por corto tiempo una senda montuosa. Al llegar a cierto punto, el capitán dio una seña particular con un silbato, y continuaron avanzando. Repetida la seña, fue contestada por otra semejante cuando ya divisaban medio oculta entre los follajes de frondosos árboles una casa, en cuyo corredor se vio luego a un hombre blanco, que con una luz en la mano se hacía sombra en los ojos con la otra, tratando de distinguir a los recién venidos que se acercaban. Pero los amenazantes ladridos de algunos perros enormes impedían a los viajeros adelantar. Aquietados aquéllos por las voces de su amo y de algunos sirvientes, pudo el capitán subir la escalera de la casa, edificada sobre estantillos, y después de abrazarse con el dueño, trabaron diálogo, durante el cual el capitán hablaba sin duda de los esclavos, pues los señalaba frecuentemente. Dieron orden para que subiesen éstos, y a ese tiempo salió al corredor una mujer joven, blanca y bastante bella, a quien saludó cordialmente el marino. El dueño de casa no pareció satisfecho después del examen que hizo de los tres compañeros de Nay; pero al fijarse en ésta, se detuvo hablando con la mujer blanca en un idioma más dulce que el que había usado hasta entonces; y más musical pareció éste al responderle ella, dejando ver a Nay en sus miradas una compasión que agradeció.

Era el dueño de casa un irlandés llamado William Sardick, establecido hacía dos años en el golfo de Urabá, no lejos de Turbo, y su esposa, a quien Nay oyó nombrar Gabriela, una mestiza cartagenera de nacimiento.




ArribaAbajo- XLIII -

Explotábanse en aquel tiempo muchas minas de oro en el Chocó; y si se tiene en cuenta el rudimental sistema empleado para elaborarlas, bien merecen ser calificados de considerables sus productos. Los dueños ocupaban cuadrillas de esclavos en tales trabajos. Introducíanse por el Atrato la mayor parte de las mercancías extranjeras que se consumían en el Cauca y naturalmente las destinadas a expenderse en el Chocó. Los mercados de Kingston y de Cartagena eran los más frecuentados por los comerciantes importadores. Existía en Turbo una bodega.

Esto indicado, es fácil estimar cuán tácticamente había Sardick establecido su residencia: las comisiones de muchos negociantes; la compra de oro y el frecuente cambio que con los Cunas ribereños hacía de carey, tagua, pieles, cacao y caucho, por sales, aguardiente, pólvora, armas y baratijas, eran, sin contar sus utilidades como agricultor, especulaciones bastante lucrativas para tenerlo satisfecho y avivarle la risueña esperanza de regresar rico a su país, de donde había venido miserable. Servíale de poderoso auxiliar su hermano Thomas, establecido en Cuba y capitán del buque negrero que he seguido en su viaje. Descargado el bergantín de los efectos que en aquella ocasión traía y que a su arribo al puerto de la Habana había recibido, y ocupado con producciones indígenas, almacenadas por William durante algunos meses, todo lo cual fue ejecutado en dos noches y con el mayor sigilo por los sirvientes de los contrabandistas, el capitán se dispuso a partir.

Aquel hombre que tan despiadadamente había tratado a los compañeros de Nay, desde el día en que al levantar un látigo sobre ella la vio desplomarse inerte a sus pies, le dispensó toda la consideración de que su recia índole era capaz. Comprendiendo Nay que el capitán iba a embarcarse, no pudo sofocar sus sollozos y lamentos, suponiéndose que aquel hombre volvería a ver pronto las costas de África de donde la había arrebatado. Acercóse a él, le pidió de rodillas y con ademanes que no la dejara, besóle los pies, e imaginando en su dolor que podría comprenderla, le dijo:

-Llévame contigo. Yo seré tu esclava; buscaremos a Sinar, y así tendrás dos esclavos en vez de uno. Tú, que eres blanco y que cruzas los mares, sabrás dónde está y podremos hallarlo... Nosotros adoramos al mismo Dios que tú, y te seremos fieles con tal que no nos separes jamás.

Debía estar bella en su doloroso frenesí. El marino la contempló en silencio: plególe los labios una sonrisa extraña que la rubia y espesa barba que acariciaba no alcanzó a velar, pasóle por la frente una sombra roja, y sus ojos dejaron ver la mansedumbre de los del chacal cuando lo acaricia la hembra. Por fin, tomándole una mano y llevándola contra el pecho, le dio a entender que si prometía amarlo partirían juntos. Nay, altiva como una reina, se puso en pie, dio la espalda al irlandés y entró al aposento inmediato. Ahí la recibió Gabriela, quien después de indicarle temerosa que guardase silencio, le significó que había obrado bien y le prometió amarla mucho. Como después de señarlarle el cielo le mostró un crucifijo, quedó asombrada al ver a Nay caer de rodillas ante él y orar sollozando cual si pidiese a Dios lo que los hombres le negaban.

Transcurridos seis meses, Nay se hacía entender ya en castellano, merced a la constancia con que se empeñaba Gabriela en enseñarle su lengua. Ésta sabía ya cómo se había convertido la africana; y lo que había logrado comprenderle de su historia, la interesaba más y más en su favor. Pero casi a ninguna hora estaban sin lágrimas los ojos de la hija de Magmahú: el canto de alguna ave americana que le recordaba las de su país, o la vista de flores parecidas a las de los bosques del Gambia, avivaba su dolor y la hacía gemir. Como durante los cortos viajes del irlandés le permitía Gabriela dormir en su aposento, habíale oído muchas veces llamar en sueños a su padre y a su esposo.

Las despedidas de los compañeros de infortunio habían ido quebrantando el corazón de la esclava, y al fin llegó el día en que se despidió del último. Ella no había sido vendida, y era tratada con menos crueldad, no tanto porque la amparase el afecto de su ama, sino porque la desventurada iba a ser madre, y su señor esperaba realizarla mejor una vez que naciera el manumiso. Aquel avaro negociaba de contrabando con sangre de reyes.

Nay había resuelto que el hijo de Sinar no fuera esclavo.

En una ocasión en que Gabriela le hablaba del cielo, usó de toda su salvaje franqueza para preguntarle:

-¿Los hijos de los esclavos, si mueren bautizados, pueden ser ángeles?

La criolla adivinó el pensamiento criminal que Nay acariciaba, y se resolvió a hacerle saber que en el país en que estaba, su hijo sería libre cuando cumpliera dieciocho años.

Nay respondió solamente en tono de lamento:

-¡Dieciocho años!

Dos meses después dio a luz un niño, y se empeñó en que se le cristianara inmediatamente. Así que acarició con el primer beso a su hijo, comprendió que Dios le enviaba con él un consuelo; y orgullosa de ser madre del hijo de Sinar, volvieron a sus labios las sonrisas que parecían haber huido de ellos para siempre.

Un joven inglés que regresaba de las Antillas al interior de Nueva Granada, descansó por casualidad en aquellos meses en la casa de Sardick antes de emprender la penosa navegación del Atrato. Traía consigo una preciosa niña de tres años a quien parecía amar tiernamente.

Eran ellos mi padre y Ester, la cual empezaba apenas a acostumbrarse a responder a su nuevo nombre de María.

Nay supuso que aquella niña era huérfana de madre, y le cobró particular cariño. Mi padre temía confiársela, a pesar de que María no estaba contenta sino en los brazos de la esclava o jugando con su hijo; pero Gabriela lo tranquilizó contándole lo que ella sabía de la historia de la hija de Magmahú, relación que conmovió al extranjero. Comprendió éste la imprudencia cometida por la esposa de Sardick al hacerle sabedor de la fecha en que había sido traída la africana a tierra granadina, puesto que las leyes del país prohibían desde 1821 la importación de esclavos; y en tal virtud Nay y su hijo eran libres. Mas guardóse bien de dar a conocer a Gabriela el error cometido, y esperó una ocasión favorable para proponer a William le vendiera a Nay.

Un norteamericano que regresaba a su país después de haber realizado en Citará un cargamento de harina, se detuvo en casa de Sardick, esperando para continuar su viaje la llegada a Pisisí de los botes que venían de Cartagena conduciendo las mercancías que importaba mi padre. El yankee vio a Nay, y pagado de su gentileza, habló a William durante la comida del deseo que tenía de llevar una esclava de bellas condiciones, pues que la solicitaba con el fin de regalarla a su esposa. Nay le fue ofrecida, y el norteamericano, después de regatear el precio una hora, pesó al irlandés ciento cincuenta castellanos de oro en pago de la esclava.

Nay supo en seguida por Gabriela, al referirle ésta que estaba vendida, que esa pequeña porción de oro, pesada por los blancos a su vista, era el precio en que la estimaban; y sonrió amargamente al pensar que la cambiaban por un puñado de tíbar. Gabriela no le ocultó que en el país a donde la llevaban, el hijo de Sinar sería esclavo.

Nay se mostró indiferente a todo; pero en la tarde, cuando al ponerse el sol se paseaba mi padre por la ribera del mar llevando de la mano a María, se acercó a él con su hijo en los brazos: en la fisonomía de la esclava aparecía una mezcla tal de dolor e ira salvaje, que sorprendió a mi padre. Cayendo de rodillas a sus pies, le dijo en mal castellano:

-Yo sé que en ese país a donde me llevan, mi hijo será esclavo: si no quieres que lo ahogue esta noche, cómprame; yo me consagraré a servir y querer a tu hija.

Mi padre allanó todo con dinero. Firmado por el norteamericano el nuevo documento de venta con todas las formalidades apetecibles, mi padre escribió a continuación una nota en él y pasó el pliego a Gabriela para que Nay la oyese leer. En esas líneas renunciaba al derecho de propiedad que pudiera tener sobre ella y su hijo.

Impuesto el yankee de lo que el inglés acababa de hacer, le dijo admirado:

-No puedo explicarme la conducta de usted. ¿Qué gana esta negra con ser libre?

-Es -le respondió mi padre- que yo no necesito una esclava sino una aya que quiera mucho a esta niña.

Y sentando a María sobre la mesa en que acababa de escribir, hizo que ella le entregase a Nay el papel, diciendo él al mismo tiempo a la esposa de Sinar estas palabras:

-Guarda bien esto. Eres libre para quedarte o ir a habitar con mi esposa y mis hijos en el bello país en que viven.

Ella recibió la carta de libertad de manos de María, y tomando a la niña en brazos, la cubrió de besos. Asiendo después una mano de mi padre, tocóla con los labios, y la acercó llorando a los de su hijo.

Así fueron a habitar en la casa de mis padres Feliciana y Juan Ángel.

A los tres meses, Feliciana, hermosa otra vez y conforme en su infortunio cuanto era posible, vivía con nosotros amada de mi madre, quien la distinguió siempre con especial afecto y consideración.

En los últimos tiempos, por su enfermedad, y más, por ser aparente para ello, cuidaba en Santa R. del huerto y la lechería; pero el principal objeto de su permanencia allí era recibirnos a mi padre y a mí cuando bajábamos de la sierra.

Niños María y yo, en los momentos en que Feliciana era más complaciente con nosotros, solíamos acariciarla llamándola Nay; pero pronto notamos que se entristecía si le dábamos ese nombre. Alguna vez que, sentada a la cabecera de mi cama a prima noche, me entretenía con uno de sus fantásticos cuentos, se quedó silenciosa luego que lo hubo terminado; y yo creí notar que lloraba.

-¿Por qué lloras? -le pregunté.

-Así que seas hombre -me respondió con su más cariñoso acento- harás viajes y nos llevarás a Juan Ángel y a mí; ¿no es cierto?

-Sí, sí -le contesté entusiasmado-: iremos a la tierra de esas princesas lindas de tus historias... me las mostrarás... ¿Cómo se llama?

-África -contestó.

Yo me soñé esa noche con palacios de oro y oyendo músicas deliciosas.




ArribaAbajo- XLIV -

El cura había administrado los sacramentos a la enferma. Dejando el médico a la cabecera, monté para ir al pueblo a disponer lo necesario para el entierro y a poner en el correo aquella carta fatal dirigida al señor A***.

Cuando regresé, Feliciana parecía menos quebrantada y el médico había concebido una ligera esperanza. Ella me preguntó por cada uno de los de la familia, y al mencionar a María, dijo:

-¡Quién pudiera verla antes de morir! ¡Yo le habría recomendado tanto a mi hijo!

Y luego, como para satisfacerme por la preferencia que manifestaba hacia ella, agregó:

-Si no hubiera sido por la niña, ¿qué sería de él y de mí?

La noche fue muy mala para la enferma. Al día siguiente, sábado, a las tres de la tarde, el médico entró a mi cuarto diciéndome:

-Morirá hoy. ¿Cómo se llamaba el marido de Feliciana?

-Sinar -le respondí.

-¡Sinar! ¿y qué se ha hecho? En el delirio pronuncia ese nombre.

No tuve la condescendencia de tratar de enternecer al doctor refiriéndole las aventuras de Nay, y pasé a la habitación de ella.

El médico decía la verdad: iba a morir y sus labios pronunciaban sólo ese nombre cuya elocuencia no podían medir las esclavas que la rodeaban, ni aun su mismo hijo.

Me acerqué para decirle, de modo que pudiese oírme:

-¡Nay! ¡Nay!...

Abrió los ojos enturbiados ya.

-¿No me conoces?

Hizo con la cabeza una señal afirmativa.

-¿Quieres que te lea algunas oraciones?

Hizo la misma señal.

Eran las cinco de la tarde cuando hice que alejaran a Juan Ángel del lecho de su madre. Aquellos ojos que tan hermosos habían sido, giraban amarillentos y ya sin luz en las órbitas ahuecadas: la nariz se le había afilado: los labios, graciosos aunque ligeramente gruesos, retostados ahora por la fiebre, dejaban ver los dientes que ya no humedecían: con las manos crispadas sostenía sobre el pecho un crucifijo, y se esforzaba en vano por pronunciar el nombre de Jesús, que yo le repetía; nombre del único que podía devolverle a su esposo.

Había anochecido cuando espiró.

Luego que las esclavas la vistieron y colocaron en un ataúd, cubierta desde la garganta hasta los pies de un lino blanco, fue puesta en una mesa enlutada, en cuyas cuatro esquinas había cirios encendidos. Juan Ángel a la cabecera de la mesa derramaba lágrimas sobre la frente de su madre, y de su pecho enronquecido por los sollozos salían lastimeros alaridos.

Mandé orden al capitán de la cuadrilla de esclavos para que aquella noche la trajese a rezar en casa. Fueron llegando silenciosos, y ocupando los varones y niños toda la extensión del corredor occidental; las mujeres se arrodillaron en círculo alrededor del féretro; y como las ventanas del cuarto mortuorio caían al corredor, ambos grupos rezaban a un mismo tiempo.

Terminado el rosario, una esclava entonó la primera estrofa de una de esas salves llenas de la dolorosa melancolía y los desgarradores lamentos de algún corazón esclavo que oró. La cuadrilla repetía en coro cada estrofa cantada, armonizándose las graves voces de los varones con las puras y dulces de las mujeres y de los niños. Éstos son los versos que de aquel himno he conservado en la memoria:


   En oscuro calabozo
Cuya reja al sol ocultan
Negros y altos murallones
Que las prisiones circundan;
   En que sólo las cadenas  5
Que arrastro, el silencio turban
De esta soledad eterna
Donde ni el viento se escucha...
   Muero sin ver tus montañas
¡Oh patria! donde mi cuna  10
Se meció bajo los bosques
Que no cubrirán mi tumba.

Mientras sonaba el canto, las luces del féretro hacían brillar las lágrimas que rodaban por los rostros medio embozados de las esclavas, y yo procuraba inútilmente ocultarles las mías.

La cuadrilla se retiró, y solamente quedaron unas pocas mujeres que debían turnarse para orar toda la noche, y dos hombres para que preparasen las andas en que la muerta debía ser conducida al pueblo.

Estaba muy avanzada la noche cuando logré que Juan Ángel se durmiera rendido por su dolor. Me retiré luego a mi cuarto; pero el rumor de las voces de las mujeres qué rezaban y el golpe de los machetes de los esclavos que preparaban la parihuela de guaduas, me despertaban cada vez que había conciliado el sueño.

A las cuatro, Juan Ángel dormía aún. Los ocho esclavos que conducían el cadáver, y yo, nos pusimos en marcha. Había dado orden al mayordomo Higinio para que hiciera al negrito esperarme en casa, por evitarle el lance terrible de despedirse de su madre.

Ninguno de los que acompañábamos a Feliciana pronunció una sola palabra durante el viaje. Los campesinos que conduciendo víveres al mercado nos dieron alcance, extrañaban aquel silencio, por ser costumbre entre los aldeanos del país el entregarse a una repugnante orgía en las noches que ellos llaman de velorio, noches en las cuales los parientes y vecinos del que ha muerto se reúnen en la casa de los dolientes, so pretexto de rezar por el difunto.

Una vez que las oraciones y misa mortuorias se terminaron, nos dirigimos con el cadáver al cementerio. Ya la fosa estaba acabada. Al pasar con él bajo la portada del campo santo, Juan Ángel, que había burlado la vigilancia de Higinio para correr en busca de su madre, nos dio alcance.

Colocado el ataúd en el borde de la huesa, se abrazó de él como para impedir que se lo ocultasen. Fue necesario acercarme a él y decirle, mientras lo acariciaba enjugándole las lágrimas:

-No es tu madre ésa que ves ahí; ella está en el cielo, y Dios no puede perdonarte esa desesperación.

-¡Me dejó sólo! ¡me dejó solo! -repetía el infeliz.

-No, no -le respondí-: aquí estoy yo, que te he querido y te querré siempre mucho: te quedan María, mi madre, Emma... y todas te servirán de madres.

El ataúd estaba ya en el fondo de la fosa: uno de los esclavos le echó encima la primera palada de tierra. Juan Ángel, abalanzándose casi colérico hacia él, le cogió a dos manos la pala, movimiento que nos llenó de penoso estupor a todos.

A las tres de la tarde del mismo día, dejando una cruz sobre la tumba de Nay, nos dirigimos su hijo y yo a la hacienda de la sierra.




ArribaAbajo- XLV -

Pasados unos días, empezó a calmarse el pesar que la muerte de Feliciana había causado en los ánimos de mi madre, Emma y María, sin que por eso dejase de ser ella el tema frecuente de nuestras conversaciones. Todos procurábamos aliviar a Juan Ángel con nuestros cuidados y afectos, siendo esto lo mejor que podíamos hacer por su madre. Mi padre le hizo saber que era completamente libre, aunque la ley lo pusiese bajo su cuidado por algunos años, y que en adelante debía considerarse solamente como un criado de nuestra casa. El negrito, que ya tenía noticia de mi próximo viaje, manifestó que lo único que deseaba era que le permitieran acompañarme, y mi padre le dio alguna esperanza de complacerlo.

A pesar de lo sucedido la noche víspera de mi marcha a Santa R., María continuaba siendo para conmigo solamente lo que había sido hasta entonces: aquel casto misterio que había velado nuestro amor, lo velaba aún. Apenas nos tomábamos la libertad de pasear algunas veces solos en el jardín y en el huerto. Olvidados entonces de mi viaje, retozaba ella a mi alrededor, recogiendo flores que ponía en su delantal para venir después a mostrármelas, dejándome escoger las más bellas para mi cuarto, y disputándome algunas que fingía querer reservar para el oratorio. Ayudábale yo a regar sus eras predilectas, para lo cual se recogía las mangas dejando ver sus brazos, sin advertir que tan hermosos me parecían. Nos sentábamos a la orilla del derrumbo, coronado de madreselvas, desde donde veíamos hervir y serpentear las corrientes del río en el fondo profundo y montuoso de la vega. Afanábase otras veces por hacerme distinguir sobre los lampos de oro que el sol dejaba al ocultarse, leones dormidos, caballos gigantes, ruinas de castillos de jaspe y lapislázuli, y cuanto se complacía en forjar con entusiasmo infantil.

Pero si la más leve circunstancia nos hacía pensar en el viaje temido, su brazo no se desenlazaba del mío, y deteniéndose en ciertos sitios, me buscaban sus miradas húmedas, después de espiar en ellos algo invisible para mí.

Una tarde, ¡hermosa tarde que vivirá siempre en mi memoria! la luz de los arreboles moribundos del ocaso se confundía bajo un cielo color de lila con los rayos de la luna naciente, blanqueados como los de una lámpara al cruzar un globo de alabastro. Los vientos bajaban retozando de las montañas a las llanuras: las aves buscaban presurosas sus nidos en los follajes de los sotos. Los bucles de la cabellera de María, que recorría lentamente el jardín asida de mi brazo con entrambas manos, me habían acariciado la frente más de una vez; ella había intentado reclinar la sien sobre mi hombro; nada nos decíamos... De repente se detuvo en el extremo de una calle de rosales; miró por algunos instantes hacia la ventana de mi cuarto, y volvió a mí los ojos para decirme:

-Aquí fue; así estaba yo vestida; ¿lo recuerdas?

-¡Siempre, María, siempre!... -le respondí cubriéndole las manos de besos.

-Mira: aquella noche me desperté temblando, porque soñé que hacías eso que haces ahora... ¿Ves este rosal recién sembrado? Si me olvidas, no florecerá; pero si sigues siendo como eres, dará las más lindas rosas, y se las tengo prometidas a la Virgen con tal que me haga conocer por él si eres bueno siempre.

Sonreí enternecido por tanta inocencia.

-¿No crees que será así? -me preguntó seria.

-Creo que la Virgen no necesitará tantas rosas.

Hizo que nos acercáramos a la ventana de mi cuarto. Una vez allí, desenlazó su brazo del mío; se dirigió al arroyo, distante unos pasos, anudándose en la cintura el pañolón; y trayendo agua en el hueco de las manos juntas, se arrodilló a mis pies para dejarla caer sobre una cebolletita retoñada, diciéndome:

-Es una mata de azucenas de la montaña.

-¿Y la has sembrado ahí?

-Porque aquí...

-Ya lo sé, pero esperaba que lo hubieras olvidado.

-¿Olvidar? ¡Como es tan fácil olvidar! -me dijo sin levantarse ni mirarme.

Su cabellera rodaba destrenzada hasta el suelo, y el viento hacía que algunos de sus bucles tocaran las blancas mosquetas de un rosal inmediato.

-¿Pero no sabes por qué encontraste aquí el ramillete de azucenas?

-¿Cómo no lo he de saber? Porque ese día hubo quien supusiera que yo no quería volver a poner flores en su mesa.

-Mírame, María.

-¿Para qué? -respondió sin levantar los ojos de la matita, que parecía examinar con suma atención.

-Cada azucena que nazca aquí será un castigo cruel por un solo momento de duda. ¿Sabía yo acaso si era digno?... Vamos a sembrar tus azucenas lejos de este sitio.

Doblé una rodilla al frente de ella.

-¡No, señor! -me respondió alarmada y cubriendo la matica con entrambas manos.

Yo me volví a poner en pie; y cruzado de brazos esperaba a que ella terminara lo que hacía o fingía hacer. Trató de verme sin que yo lo notase, y rió al fin levantando el rostro lleno de recompensas por un instante de supuesta severidad, diciéndome:

-Conque muy bravo, ¿no? Voy a contarle, señor, para qué son todas las azucenas que dé la mata.

Al tratar de ponerse en pie, asida de la mano que yo le ofrecí, volvió a caer arrodillada, porque la detenían algunos cabellos enredados en las ramas del rosal: los separamos, y al sacudir ella la cabeza para arreglar la cabellera, sus miradas tenían una fascinación casi nueva. Apoyada en mi brazo, observó:

-Vámonos, que va a oscurecer.

-¿Para qué son las azucenas? -insistí al dirigirnos lentamente al corredor de la montaña.

-Ya sabes para qué servirán las rosas de la mata nueva que te mostré, ¿no?

-Sí.

-Pues las azucenas servirán para una cosa parecida.

-A ver.

-¿Te gustará encontrar en cada carta mía que recibas, un pedacito de las azucenas que dé?

-¡Ah! sí.

-Eso será como decirte muchas cosas que algunas veces no deben escribirse y que otras me costaría mucho trabajo expresar bien, porque no me has acabado de enseñar lo necesario para que mis cartas vayan bien puestas... También es cierto...

-¿Qué es cierto?

-Que ambos tenemos la culpa.

Después de haberse distraído en romper bajo sus pies, preciosamente calzados, las hojas secas de los mandules y mameyes regadas por el viento en la callejuela que seguíamos, dijo:

-No quiero ir mañana a la montaña.

-¿Pero no se sentirá Tránsito contigo? Hace un mes que se casó y no le hemos hecho la primera visita. ¿Por qué no deseas ir?

-Porque... por nada. Le dirás que estamos atareadas con tu viaje... cualquier cosa. Que venga ella con Lucía el domingo.

-Está bien. Yo volveré muy temprano.

-Sí; y no habrá cacería.

-Pero esa condición es nueva; y Carlos se reiría de saber que me la has impuesto.

-¿Y quién ha de ir a decírselo a él?

-Tal vez yo mismo.

-¿Y eso para qué?

-Para consolarlo de aquel tiro que erró tan lastimosamente al venadito.

-De veras. A un tigre hubiera sido otra cosa, porque claro está que debe dar miedo.

-Lo que no sabes es que la escopeta de Carlos no tenía munición cuando disparó: Braulio se la había sacado.

-Y ¿por qué hizo Braulio eso?

-Por tomar desquite: Carlos y el señor de M*** se habían burlado en aquella mañana de la flacura de los perros de José.

-Braulio hizo mal; ¿verdad? Pero si no lo hubiera hecho así, no estaría vivo el venadito. Tú no has visto lo alegre que se pone si yo me le acerco: hasta Mayo ha conseguido que lo quiera, y muchas veces duermen juntos. ¡Es tan lindo! ¡Cómo lo habrá llorado su madre!

-Suéltalo para que se vaya, pues.

-¿Y ella lo buscaría todavía por los montes?

-Tal vez no.

-¿Por qué?

-Porque Braulio me asegura que la venada que mató poco después en la misma cañada de donde salió el chiquito, era la madre.

-¡Ay! ¡qué hombre!... No vuelvas a matar venadas.

Habíamos llegado al corredor, y Juan con los brazos abiertos salió al encuentro de María: ella lo levantó y desapareció con él, después de haberle hecho reclinar la cabeza soñolienta sobre uno de aquellos hombros de nácar sonrosado, que ni su pañolón ni su cabellera se atrevían en algunos momentos a ocultar.




ArribaAbajo- XLVI -

A las doce del día siguiente bajé de la montaña. El sol, desde el cenit, sin nubes que lo estorbaran, lanzaba viva luz intentando abrasar todo lo que los follajes de los árboles no defendían de sus rayos de fuego. Las arboledas estaban silenciosas: la brisa no movía los ramajes ni aleteaba un ave en ellos: las chicharras festejaban infatigables aquel día del estío con que se engalanaba diciembre: las aguas cristalinas de las fuentes rodaban precipitadas al atravesar las callejuelas para ir a secretearse bajo los tamarindos y hobos, y esconderse después en los yerbabuenales frondosos: el valle y sus montañas parecían iluminados por el resplandor de un espejo gigantesco.

Seguíanme Juan Ángel y Mayo. Divisé a María, que llegaba al baño acompañada de Juan y Estefana. El perro corrió hacia ellos, y se puso a dar vueltas alrededor del bello grupo, estornudando y dando aulliditos como solía hacerlo para expresar contento. María me buscó con mirada anhelosa por todas partes, y me divisó al fin a tiempo que yo saltaba el vallado del huerto. Dirigíme hacia donde ella estaba. Sus cabellos, conservando las ondulaciones que las trenzas les habían impreso, le caían en manojos desordenados sobre el pañolón y parte de la falda blanca, que recogía con la mano izquierda, mientras con la derecha se abanicaba con una rama de albahaca.

Estaba sentada bajo el ramaje del naranjo del baño, sobre una alfombra que Estefana acababa de extender, cuando me acerqué a saludarla.

-¡Qué sol! -me dijo-; por no haber venido temprano...

-No fue posible.

-Casi nunca es posible. ¿Quieres bañarte y yo me esperaré?

-Oh, no.

-Si es porque falta en el baño algo, yo puedo ponérselo ahora.

-¿Rosas?

-Sí; pero ya las tendrá cuando vengas.

Juan, que había estado haciendo bambolear los racimos de naranjas que estaban a su alcance y casi sobre el césped, se arrodilló delante de María para que ella le desabrochara la blusa.

Ese día llevaba yo una abundante provisión de lirios, pues además de los que me habían guardado Tránsito y Lucía, encontré muchos en el camino: escogí los más hermosos para entregárselos a María, y recibiendo de Juan Ángel todos los otros, los arrojé al baño. Ella exclamó:

-¡Ay! ¡qué lástima! ¡Tan lindos!

-Las ondinas -le dije hacen lo mismo con ellos cuando se bañan en los remansos.

-¿Quiénes son las ondinas?

-Unas mujeres que quisieran parecerse a ti.

-¿A mí? ¿Dónde las has visto?

-En el río las veía.

María rió, y como me alejaba, me dijo:

-No me demoraré sino un ratito.

Media hora después entró al salón donde la esperaba yo. Sus miradas tenían esa brillantez y sus mejillas el suave rosa que tanto la embellecían al salir del baño.

Al verme se detuvo exclamando:

-¡Ah! ¿por qué aquí?

-Porque supuse que entrarías.

-Y yo, que me esperabas.

Sentóse en el sofá que le indiqué, e interrumpió luego algo en que pensaba, para decirme:

-¿Por qué es, ah?

-¿Qué cosa?

-Que sucede esto siempre.

-No has dicho qué.

-Que si imagino que vas a hacer algo, lo haces.

-¿Y por qué me avisa también algo que ya vienes, si has tardado? Eso no tiene explicación.

-Yo quería saber, desde hace días, si sucediéndome esto ahora, cuando no estés aquí ya, podrás adivinar lo que yo haga y saber yo si estás pensando...

-En ti, ¿no?

-Será. Vamos al costurero de mamá, que por esperarte no he hecho nada hoy; y ella quiere que esté a la tarde lo que estoy cosiendo.

-¿Allí estaremos solos?

-¿Y qué nuevo empeño es ése de que estemos siempre solos?

-Todo lo que me estorba...

-¡Chit!... -dijo, poniéndose un dedo sobre los labios-. ¿Ya ves?, están en la repostería -añadió sentándose-. ¿Conque son muy lindas esas mujeres? -preguntó sonriéndose y arreglando la costura-. ¿Cómo se llaman?

-¡Ah!... son muy lindas.

-¿Y viven en los montes?

-En las orillas del río.

-¿Al sol y al agua? No deben de ser muy blancas.

-En las sombras de los grandes bosques.

-¿Y qué hacen allí?

-No sé qué hacen; lo que sí sé es que ya no las encuentro.

-¿Y cuánto hace que te sucede esa desgracia? ¿por qué no te esperarán? Siendo tan bonitas, estarás apesadumbrado.

-Están... pero tú no sabes qué es estar así.

-Pues me lo explicarás tú. ¿Cómo están?... ¡No señor! -agregó escondiendo en los pliegues de la irlanda que tenía sobre la falda, la mano derecha que yo había intentado tomarle.

-Está bien.

-Porque no puedo coser, y no dices cómo están las... ¿cómo se llaman?

-Voy a confesártelo.

-A ver, pues.

-Están celosas de ti.

-¿Enojadas conmigo?

-Sí.

-¡Conmigo!

-Antes sólo pensaba yo en ellas, y después...

-¿Después?

-Las olvidé por ti.

-Entonces me voy a poner muy orgullosa.

Su mano derecha estaba ya jugando sobre un brazo de la butaca, y era así como solía indicarme que podía tomarla. Ella siguió diciendo:

-¿En Europa hay ondinas?... óigame, mi amigo, ¿en Europa hay?

-Sí.

-Entonces... ¡quién sabe!

-Es seguro que aquéllas se pintan las mejillas con zumos de flores rojas, y se ponen corsé y botines.

María trataba de coser, pero su mano derecha no estaba firme. Mientras desenredaba la hebra, me observó:

-Yo conozco uno que se desvive por ver pies lindamente calzados y... Las flores del baño se van a ir por el desagüe.

-¿Eso quiere decir que debo irme?

-Es que me da lástima que se pierdan.

-Algo más es.

-De veras: que me da como pena... y otra cosa de que nos vean tantas veces solos... y Emma y mamá van a venir.




ArribaAbajo - XLVII -

Mi padre había resuelto ir a la ciudad antes de mi partida, tanto porque los negocios lo exigían urgentemente como para tomarse tiempo allá para arreglar mi viaje.

El catorce de enero, víspera del día en que debía dejarnos, a las siete de la noche y después de haber trabajado juntos algunas horas, hice llevar a su cuarto una parte de mi equipaje que debía seguir con el suyo. Mi madre acomodaba los baúles arrodillada sobre una alfombra, y Emma y María le ayudaban. Ya no quedaban por acomodar sino vestidos míos: María tomó algunas piezas de éstos que estaban en los asientos inmediatos, y al reconocerlas preguntó:

-¿Esto también?

Mi madre se las recibió sin responder, y se llevó algunas veces el pañuelo a los ojos mientras las iba colocando.

Salí, y al regresar con algunos papeles que debían ponerse en los baúles, encontré a María recostada en la baranda del corredor.

-¿Qué es? -le dije-, ¿por qué lloras?

-Si no lloro...

-Recuerda lo que me tienes prometido.

-Sí, ya sé: tener valor para todo esto. Si fuera posible que me dieras parte del tuyo... Pero yo no he prometido a mamá ni a ti no llorar. Si tu semblante no estuviese diciendo más de lo que estas lágrimas dicen, yo las ocultaría... pero después ¿quién las sabrá...

Enjugué con mi pañuelo las que le rodaban por las mejillas, diciéndole:

-Espérame, que vuelvo.

-¿Aquí?

-Sí.

Estaba en el mismo sitio. Me recliné a su lado en la baranda.

-Mira -me dijo mostrándome el valle tenebroso-; mira cómo se han entristecido las noches: cuando vuelvan las de agosto ¿dónde estarás ya?

Después de unos momentos de silencio agregó:

-Si no hubieras venido, si como papá pensó, no hubieses vuelto antes de seguir para Europa...

-¿Habría sido mejor?

-¿Mejor?... ¿mejor?... ¿Lo has creído alguna vez?

-Bien sabes que no he podido creerlo.

-Yo sí, cuando papá dijo eso que le oí de la enfermedad que tuve; ¿y tú nunca?

-Nunca.

-¿Y en aquellos diez días?

-Te amaba como ahora: pero lo que el médico y mi padre...

-Sí; mamá me lo ha dicho. ¿Cómo podré pagarte?

-Ya has hecho lo que yo podía exigirte en recompensa.

-¿Algo que valga tanto así?

-Amarme como te amé entonces, como te amo hoy; amarme mucho.

-¡Ay! sí. Pero aunque sea una ingratitud, eso no ha sido por pagarte lo que hiciste.

Y apoyó por unos instantes la frente sobre su mano enlazada con la mía.

-Antes -continuó, levantando lentamente la cabeza- me habría muerto de vergüenza al hablarte así... Tal vez no hago bien...

-¿Mal, María? ¿No eres, pues, casi mi esposa?

-Es que no puedo acostumbrarme a esa idea; tanto tiempo me pareció un imposible...

-¿Pero hoy? ¿aún hoy?

-No puedo imaginarme cómo serás tú y cómo seré yo entonces... ¿Qué buscas? -preguntóme sintiendo que mis manos registraban las suyas.

-Esto -le respondí, sacándole del dedo anular de la mano izquierda una sortija en la cual estaban grabadas las dos iniciales de los nombres de sus padres.

-¿Para usarla tú? Como no usas sortijas, no te la había ofrecido.

-Te la devolveré el día de nuestras bodas: reemplázala mientras tanto con ésta; es la que mi madre me dio cuando me fui para el colegio: por dentro del aro están tu nombre y el mío. A mí no me viene; a ti sí ¿no?

-Bueno, pero ésta no te la devolveré nunca. Recuerdo que en los días de irte, se te cayó en el arroyo del huerto: yo me descalcé para buscártela, y como me mojé mucho, mamá se enojó.

Algo oscuro como la cabellera de María y veloz como el pensamiento cruzó por delante de nuestros ojos. María dio un grito ahogado, y cubriéndose el rostro con las manos, exclamó horrorizada:

-¡El ave negra!

Temblorosa se asió de uno de mis brazos. Un calofrío de pavor me recorrió el cuerpo. El zumbido metálico de las alas del ave ominosa no se oía ya. María estaba inmóvil. Mi madre, que salía del escritorio con una luz, se acercó alarmada por el grito que acababa de oírle a María: ésta estaba lívida.

-¿Qué es? -preguntó mi madre.

-Esa ave que vimos en el cuarto de Efraín.

La luz tembló en la mano de mi madre, quien dijo:

-Pero, niña, ¿cómo te asustas así?

-Usted no sabe... Pero yo no tengo ya nada. Vámonos de aquí -añadió llamándome con la mirada, ya más serena.

La campanilla del comedor sonó y nos dirigíamos allá cuando María se acercó a mi madre para decirle:

-No le vaya a contar mi susto a papá, porque se reirá de mí.




ArribaAbajo- XLVIII -

A las siete de la mañana siguiente ya había salido de casa el equipaje de mi padre, y él y yo tomábamos el café en traje de camino. Debía acompañarlo hasta cerca de la hacienda de los señores de M***, de los cuales iba a despedirme, lo mismo que de otros vecinos. La familia estaba toda en el corredor cuando acercaron los caballos para que montáramos. Emma y María salieron de mi cuarto en aquel momento, lo cual me llamó la atención. Mi padre, después de besar en una de las mejillas a mi madre, les besó la frente a María, a Emma y a cada uno de los niños hasta llegar a Juan, quien le recordó el encargo que le había hecho de un galapaguito con pistoleras, para ensillar un potro guaucho, que era su diversión en aquellos días.

Detúvose de nuevo mi padre delante de María, antes de bajar la escalera, y le dijo en voz baja, poniéndole una mano sobre la cabeza y tratando inútilmente de conseguir que lo mirara:

-Es convenido que estarás muy guapa y muy juiciosa; ¿no es verdad, mi señora?

María le significó una respuesta afirmativa, y de sus ojos que velaba el pudor, intentaron deslizarse lágrimas que ella enjugó precipitadamente.

Me despedí hasta la tarde, y estando cerca de María mientras montaba mi padre, ella me dijo de modo que ninguno otro la oyera:

-Ni un minuto después de las cinco.

De la familia de don Jerónimo, solamente Carlos estaba en la hacienda; me recibió lleno de placer, y tratando de obtener de mí, desde el punto en que me abrazó, que pasara todo el día con él.

Visitamos el ingenio, costosamente montado aunque con poco gusto y arte; recorrimos el huerto, hermosa obra de los antepasados de la familia, y fuimos por último al pesebre, adornado con media docena de valiosos caballos.

Fumábamos de sobremesa, después del almuerzo, cuando Carlos me dijo:

-Por lo visto, me será imposible verte antes de que nos digamos adiós, con tu cara alegre de estudiante, con aquella que ponías para atormentarme al contarte algún capricho desesperador de Matilde. Pero al cabo, si estás triste porque te vas, eso significa que estarías contento si te quedaras... ¡Diablo de viaje!

-No seas mal agradecido -le respondí-; desde que yo regrese, tendrás médico de balde.

-Cierto, hombre. ¿Crees que no lo había previsto? Estudia mucho para volver pronto. Si mientras tanto no me mata un tabardillo atrapado en estos llanos, es posible que me encuentres hidrópico. Estoy aburriéndome atrozmente. Todo el mundo quiso aquí que fuera a pasar la nochebuena en Buga; y para quedarme tuve que fingir que me había dislocado un tobillo, a riesgo de que tal conducta me despopularice entre la numerosa turba de mis primas. Al fin tendré que pretextar algún negocio en Bogotá, aunque sea a traer soches y ruanas como Emigdio... a traer cualquier cosa.

-¿Como una mujer? -le interrumpí.

-¡Toma! ¿te imaginas que no he pensado en eso? ¡Mil veces! Todas las noches hago cien proyectos. Figúrate: tirado boca arriba en un catre desde las seis de la tarde, aguardando a que vengan los negros a rezar, a que me llamen después a tomar chocolate, y oyendo luego conchabar desenraíces, despajes y siembras de caña... A la madrugada de todos los días, el primer olor de bagazal que me llega a las narices, deshace todos mis castillos.

-Pero leerás.

-¿Qué leo? ¿Con quién hablo de lo que lea? ¿Con ese cotudo de mayordomo que bosteza desde las cinco?

-Saco en limpio que necesitas urgentemente casarte; que has vuelto a pensar en Matilde y que proyectas traerla aquí.

-Al pie de la letra; eso ha sucedido así. Después que me convencí de que había cometido un dislate intentando casarme con tu prima (Dios y ella me lo perdonen), vino la tentación que dices. Pero ¿sabes lo que suele sucederme? Después de costarme tanto trabajo como resolver uno de aquellos problemas de Bacho, imaginarme bien que Matilde es ya mi mujer y que está en casa, suelto la carcajada al suponerme qué sería de la infeliz.

-Pero ¿por qué?

-Hombre, Matilde es de Bogotá como la pila de San Carlos, como la estatua de Bolívar, como el portero Escamilla: tendría que echárseme a perder en la trasplanta. ¿Y qué podría yo hacer para evitarlo?

-Pues hacerte amar de ella siempre; proporcionarle todos los refinamientos y recreaciones posibles... en fin, tú eres rico, y ella te sería un estímulo para el trabajo. Además, estas llanuras, estos bosques, estos ríos ¿son por ventura cosas que ella ha visto? ¿Son para verse y no amarse?

-Ya me vienes con poesías. ¿Y mi padre y sus campesinadas? ¿y mis tías con sus humos y gazmoñerías? ¿y esta soledad? ¿y el calor?... ¿y el demonio...?

-Aguárdate -le interrumpí riéndome-, no lo tomes tan a pechos.

-No hablemos más de eso. Apúrate mucho para que vuelvas pronto a curarme. Cuando regreses, te casarás con la señorita María; ¿no es así?

-Dios mediante...

-¿Quieres que yo sea tu padrino?

-De mil amores.

-Gracias. Es, pues, cosa convenida.

-Haz que me traigan mi caballo -le dije después de un rato de silencio.

-¿Te vas ya?

-Lo siento; pero en casa me esperan temprano: ya ves que está muy próximo el viaje... y tengo que despedirme hoy de Emigdio y de mi compadre Custodio, que no están muy cerca.

-¿Te vas el treinta precisamente?

-Sí.

-Te quedan sólo quince días; no debo detenerte. Al fin te has reído de algo, aunque haya sido de mi tedio.

Ni Carlos ni yo pudimos ocultar el pesar que nos causaba aquella despedida.

Vadeaba el Amaimito a tiempo que oí se me llamaba, y divisé a mi compadre Custodio saliendo de un bosque inmediato. Cabalgaba en un potrón melado, de rienda todavía, sobre una silla de gran cabeza: llevaba camisa de listado azul, los calzones arremangados hasta la rodilla y el capisayo atravesado a lo largo sobre los muslos. Seguíale, montado en una yegua bebeca agobiada por los años y por cuatro racimos de plátanos, un muchacho idiota, el mismo que desempeñaba en la chagra funciones combinadas de porquero, pajarero y hortelano.

-Dios me lo guarde, compadrito -me dijo el viejo cuando estuvo cerca-. Si no me empecino a gritarlo, se me escabulle.

-A su casa iba, compadre.

-No me lo diga. Y yo que por poco no salgo de estos montarrones, dándome forma de topar esa maneta indina que ya se volvió a horrar: pero en el trapiche me las ha de pagar todas juntas. Si no acierto a pasar por el llanito de la puerta y a ver los gualas, hastora estaría haraganeando en su busca. Me fui de jilo, y dicho y hecho: medio comido ya el muleto, y tan bizarrote que parecía de dos meses. Ni el cuero se pudo sacar, que con otro me habría servido para hacer unos zamarros, que los que tengo están de la vista de los perros.

-No se le dé nada, compadre, que muletos le han de sobrar y años para verlos de recua. Vámonos, pues.

-Nada, señor -dijo mi compadre empezando a andar y precediéndome-; si es cansera; el tiempo está de lo pésimo. Hágase cargo: la miel a real; la rapadura, no se diga; la azucarita que sale blanca, a peso; los quesos, de balde; y los puercos tragándose todo el maíz de la cosecha, y como si se botara al río. Los balances de su comadre, aunque la pobre es un ringlete, no dan ni para velas; no hay cochada de jabón que pague lo que se gasta; y esos garosos de guardas, tras del sacatín que se las pelan... Qué le cuento: le compré al amo don Jerónimo el rastrojo aquél del guadualito; pero ¡qué hombre tan tirano! ¡cuatrocientos patacones y diez ternerotes de aparta me sacó!

-¿Y de dónde salieron los cuatrocientos? ¿del jabón?

-Ah usté para temático, compadre. Si rompimos hasta la alcancía de Salomé para poder pagarle.

-¿Y Salomé sigue tan trabajadora como antes?

-Y si no, ¿dónde le diera lagua? Labra tiras de lomillo que es de lo que hay que ver, y ayuda en todo: al fin hija de su mamá. Pero si le digo que esa muchacha me tiene zurumbático, no le miento.

-¿Salomé? Ella tan formalita, tan recatada...

-Ella, compadre; así tan pacatica como la ve.

-¿Qué sucede?

-Usté es caballero de veras y mi amigo, y se lo voy a contar, en vez de írselo a decir al señor cura de la Parroquia, que yo creo que de puro santo no tiene ni malicia y se le pasea lalma por el cuerpo. Pero aguárdese y paso yo primero este zanjón, porque para no embarrarse en él, se necesitaba baquía.

Y volviéndose al bobo, que venía durmiéndose entre los plátanos:

-Ve el camino, tembo, porque si se atolla la yegua, con gusto pierdo los guangos por dejarte ahí.

El cotudo rió estúpidamente y dio por respuesta algunos tezongos inarticulados. Mi compadre continuó:

-¿Usté sí conoce a Tiburcio el mulatico que crió el difunto Murcia?

-¿No es el que se quería casar con Salomé?

-Allá llegaremos.

-No sé quién lo crió. Pero vaya si lo conozco: lo he visto en casa de usted y en la de José, y aun hemos cazado algunas veces juntos: es un guapo mozo.

-Ahí donde lo ve, no le faltan ocho buenas vacas, su punta de puercos, su estancita y dos buenas yeguas de silla. Porque ñor Murcia, aunque vivía renegando que daba miedo, era un buen hombre, y le dejó todo eso al muchacho. Él es hijo de una mulata que le costó al viejo una rebotación de tiricia que por poco se lo lleva, pues a los cuatro meses de haber comprao la zamba en Quilichao, se le murió; y yo supe el cuento, porque entonces me gustaba jornalear algunas veces en la chagra de ñor Murcia.

-¿Y qué hay con Tiburcio?

-Allá voy. Pues señor, va para ocho meses que empecé a notar que al muchacho no le faltaban historias para venir a vernos; pero pronto le cogí la mácula, y conocí que lo que buscaba era ocasión de ver a Salomé. Un día se lo dije por lo claro a Candelaria, y ella me salió con la repostada de que tal vez me había caído nube en los ojos y que el cuento era rancio. Me puse en atisba un sábado en la tardecita, porque Tiburcio no faltaba los sábados a esa hora, y cate usté que vi a la muchacha salirle al encuentro apenas lo sintió, y no me quedó pizca de duda... Eso sí, nada vi que no fuera legítimo. Pasaron días y días, y Tiburcio no abría la boca para hablar de casamiento; pero yo pensaba: cateando que estará a Salomé, y bien guanábano será si no se casa con ella, pues no es ninguna mechosa, y tan mujer de su casa no hay riesgo que la halle. Cuando de golpe dejó de venir Tiburcio, sin que Candelaria pudiera sacarle a la muchacha el motivo; y como a mí me tiene Salomé el respeto que debe, menos pude averiguarle; y desde antes de nochebuena Tiburcio no se asoma allá. Sí será usté amigo del niño Justiniano, hermano de don Carlitos.

-No lo veo desde que éramos chicos.

-Pues quítele las patillas que ha echao don Carlos, y ahí lo tiene individual. Pero ojalá fuera como el hermano; es el mismo patas; pero bonito mozo, para qué es negarlo. Yo no sé ónde vio él a Salomé: tal vez sería agora que estuve empeñao sobre hacer el cambalache con su padre, porque el niño ese vino a herrar los terneros, y desde el mesmo día no me deja comer un plátano a gusto.

-Eso no está bueno.

-Yo, que se lo cuento con riesgo de que su comadre, si lo sabe, me diga un día que esté lunática, que soy un garlero, sé lo que hago. Pero no hay mal que no tenga su cura: he estao dando y cavando hasta dar en el toque.

-A ver, compadre; pero dígame antes (y dispense si hay indiscreción en preguntárselo) ¿qué cara le hace Salomé a Justiniano?

-Déjeme, señor: si eso es lo que me tiene día y noche como si durmiera yo sobre pringamoza... Compadre, la muchacha está picada... Por no matarla... Y la pela que le doy si se me mete el mandinga... Lo quiere, niño; y por eso le cuento a usté todo para que me saque con bien.

-¿Y en qué ha conocido usted que está enamorada Salomé?

-¡Válgame! No habré visto yo cómo le bailan los ojos cuando ve al blanquito y que toda ella se pone como azogada, si le pasa agua o candela, porque parece que él vive con sequía, y que fumar es lo único que tiene que hacer; pues por candela y agua arrima a casa arreo arreo; y no hace falta los domingos en la tarde en casa de la vieja Dominga; ¿no la conoce?

-No.

-Pues estoy por decirle que es de las que usan polvos; y ya no hay quien le quite de la cabeza a Candelaria que esa murciélaga fue la que le ojeó el mico aquel tan sabido y que tanto lo divertía a usté; porque el animalito boqueó sobándose la barriga y dando quejidos como un cristiano.

-Algún alacrán que se habría comido, compadre.

-¡Deónde! Si trabajo costaba para que probara comida fría: convénzase que la bruja le hizo maleficio; pero no era allá donde yo iba. Enanticos que fui a buscar la yegua me encontré a la vieja en el Guayabal, que iba para casa, y como ando orejero, todo fue verla y me le aboqué por delante para decirle: «Vea, ña Dominga, devuélvase, porque allá tienen las gentes oficio en lugar de estar en conversas. Van dos viajes con éste que le he dicho que me choca verla en casa». Toda ella se puso a temblar, y yo que la vi asustada pensé al golpe: este retobo no anda en cosa buena. Salió con éstas y las otras; pero la dejé como en misa cuando le dije: «Mire que yo soy malicioso, y si la cojo a usté en la que anda, yo la desuello a rejo, y si no lo hago, que me quiten el nombre».

La exaltación de mi compadre había llegado al colmo. Santiguándose continuó:

-¡Jesús creo en Dios padre! Esa cangalla es capaz de hacerme perder, un día que se me revista la ira mala. Es buen hacer, blanco: tener un hombre de bien su hijita que tantas pesadumbres le ha costao, y que no ha de faltar quien quiera hacerlo abochornar a uno de lo más querido.

Mi irascible compadre estaba próximo a un acceso de enternecimiento, y yo, a quien no habían parecido salvas y repiques sus últimas palabras, me apresuré a decirle:

-Veamos el remedio que usted ha encontrado para el mal, porque ya voy creyendo que es cosa grave.

-Pues ory verá: su mamá le propuso el otro día a mi mujer que le mandara a Salomé por unas semanas para que la muchacha aprendiera a coser en fino, que es todo lo que Candelaria desea. Entonces no se pudo... Yo no lo conocía a usté como agora.

-¡Compadre!...

-Por la verdá murió Cristo. Ya el caso es diferente: quiero que su mamá me tenga allá unos meses a la muchacha, que por ahí no ha de ir a buscarla ese enemigo malo: Salomé se ajuiciará y será lo mismo que decirle al que quiera alborotármela, que se vaya a la punta de un cuerno. ¿Le parece?

-Por supuesto. Hoy mismo le hablaré a mi madre; y ella y las muchachas se pondrán muy contentas. Yo le prometo que todo se allanará.

-Dios se lo pague, compadre. Entonces yo me daré formas de que usté hable hoy un rato solo con Salomé, como quien no quiere la cosa: le propone que vaya a su casa y le dice que su mamá la está esperando. Usté me cuenta luego lo que le saque, y así nos saldrá todo derecho como surco. Pero si la muchacha se me encapricha, sí le juro que un día de éstos la encajo en uno de mis mochos, y al beaterio de Cali va a dar, que ahí no se me le ha de asentar una mosca, y si no sale casada, rezando y aprendiendo a leer en libro la tengo hasta que san Juan agache el dedo.

Pasábamos por el rastrojo recién comprado por Custodio, y éste me dijo:

-¿No ve qué primor de tierra y cómo está el espino de mono, que es la mejor señal de buen terreno? Lo único que lo daña es la falta de agua.

-Compadre -le respondí-, si ya puede usted ponerle toda la que quiera.

-No embrome; entonces no lo vendo ni por el doble.

-Mi padre consiente en que usted tome cuanta necesite de los potreros de abajo: yo le hice ver lo que usted me recomendó; y él extrañó que no le hubiese pedido antes el permiso.

-Pero qué memoria la suya, compadrito: mire que aguardar a las últimas para avisármelo... Dígamele al patrón que se lo agradezco en mi alma; que ya sabe que no soy ningún ingrato, y que aquí me tiene con cuanto tengo para que me mande. Candelaria va a estar de pascuas: agua a mano para la huerta, para el sacatín, para la manguita... Supóngase que la que pasa por casa es un hilito, y eso revuelta por los puercos de mi compañero Rudecindo, que lo que es hozar y dañarme las quinchas, no vagan; de forma que para cuanto limpio hay que hacer en casa, tienen que empuntar al mudo con la yegua cargada de calabazos a Amaimito, porque para tomar agua de la Honda, mejor es tragar lejía, de la pura caparrosa que tiene.

-Es cobre, compadre.

-Eso será.

La noticia del permiso que le concedía mi padre para tomar el agua, refrescó al chagrero hasta el punto de hacer que el potrón en que iba luciera la trastraba en que decía el picador lo estaba metiendo.

-¿De quién es ese potro? No tiene el fierro de usted.

-¿Le gusta? Es del abuelo Somera.

-¿Cuánto vale?

-Pues para no andar con vueltas ni regodeos, le confesaré que de don Emigdio no quiso cuatro medallas; y éste es un ranga delante del rucio-negro mío, que ya lo tengo de freno, y manotea al paso llano, y saca la cola que es un gusto: ¡así me costó amansarlo! para una semana entera me baldó este brazo, porque no hay otro que le gane en lo canónigo; y un remache en el dos y dos... Engordando lo tengo, pues tras la última tambarria que le di quedó en la espina.

Llegábamos a la casa de Custodio, y él taloneó el potro para darse trazas de abrir la puerta del patio. Apenas dio ésta tras de nosotros el último quejido y un golpe que hizo estremecer el caballete pajizo, me aconsejó mi compadre:

-Ándele vivo y con tiento a Salomé a ver qué le saca.

-Pierda cuidado, le respondí haciendo llegar al corredor mi caballo, al cual espantaba la ropa blanca colgada por allí.

Cuando traté de apearme ya le había tapado mi compadre la cabeza al potro con el capisayo, y estaba teniéndome el estribo y la brida. Después de amarrar las cabalgaduras entró gritando:

-¡Candelaria! ¡Salomé!

Sólo los bimbos contestaban.

-Pero ni los perros -continuó mi compadre-: como si a todos se los hubiera tragao la tierra.

-Allá voy -respondió desde la cocina mi comadre.

-¡Hu turutas! si es que aquí está tu compadre Efraín.

-Aguárdeme una nada, compadrito, que es porque estamos bajando una rapadura y se nos quema.

-¿Y Fermín dónde se ha metido? -preguntó Custodio.

-Se fue con los perros a buscar el puerco cimarrón -respondió la voz melodiosa de Salomé.

Ésta se asomó de pronto a la puerta de la cocina, mientras mi compadre se empeñaba en ayudarme a quitar los zamarros.

Era pajiza la casita de la chagra y de suelo apisonado, pero muy limpia y recién enjalbegada: así rodeada de cafetos, anones, papayuelos y otros árboles frutales, no faltaba a la vivienda sino lo que iba a tener en adelante, esperanza que tan favorablemente había mejorado el humor de su dueño: agua corriente y cristalina. La salita tenía por adorno algunos taburetes aforrados en cuero crudo, un escaño, una mesita cubierta por entonces con almidón sobre lienzos, y el aparador, donde lucían platos y escudillas de varios tamaños y colores.

Cubría una alta cortina de zaraza rosada la puerta que conducía a las alcobas, y sobre la cornisa de ésta descansaba una deteriorada imagen de la Virgen del Rosario, completando el altarcito dos pequeñas estatuas de San José y San Antonio, colocadas a uno y otro lado de la lámina.

Salió a poco de la cocina mi rolliza comadre, sofocada con el fogón y empuñando en la mano derecha una cagüinga. Después de darme mil quejas por mi inconstancia, terminó por decirme:

-Salomé y yo lo estábamos esperando a comer.

-¿Y eso?

-Aquí llegó Juan Ángel por unos reales de huevos, y la señora me mandó decir que usted venía hoy. Yo mandé llamar a Salomé al río, porque estaba lavando, y pregúntele lo que le dije, que no me dejará mentir: «Si mi compadre no viene hoy a comer aquí, lo voy a poner de vuelta y media».

-Todo lo cual significa que me tienen preparada una boda.

-No lo habré visto yo comer con gana un sancocho hecho de mi mano; lo malo es que todavía se tarda.

-Mejor, porque así tendré tiempo de ir a bañarme. A ver, Salomé -dije parándome a la puerta de la cocina, a tiempo que mis compadres se entraban a la sala conversando bajo-: ¿qué me tienes tú?

-Jalea y esto que le estoy haciendo -me respondió sin dejar de moler-. Si supiera que lo he estado esperando como el pan bendito...

-Eso será porque... hay muchas cosas buenas.

-¡Una porcia! Aguárdeme una nadita mientras me lavo, para darle la mano, aunque será ñanga, porque como ya no es mi amigo...

Esto decía, sin mirarme de lleno, y entre alegre y vergonzosa, pero dejándome ver, al sonreír su boca de medio lado, aquellos dientes de blancura inverosímil, compañeros inseparables de húmedos y amorosos labios: sus mejillas mostraban aquel sonrosado que en las mestizas de cierta tez escapa por su belleza a toda comparación. Al ir y venir de los desnudos y mórbidos brazos sobre la piedra en que apoyaba la cintura, mostraba ésta toda su flexibilidad, le temblaba la suelta cabellera sobre los hombros, y se estiraban los pliegues de su camisa blanca y bordada. Sacudiendo la cabeza echada hacia atrás para volver a la espalda los cabellos, se puso a lavarse las manos, y acabándoselas de secar sobre los cuadriles, me dijo:

-Como que le gusta ver moler. Si supiera -continuó más paso- lo molida que me tienen. ¿No le digo que lo he estado esperando?

Colocada de manera que de afuera no podían verla, continuó, dándome la mano:

-Si usté no se hubiera estado un mes sin venir, me habría hecho un bien. Vea a ver si mi taita está por ahí.

-Ninguno está. ¿No puedo hacerte el mismo bien ahora?

-¡Ya quién sabe!

-Pero di a ver. ¿No estás persuadida de que te lo haré de mil amores?

-Si le dijera que no, sería una mentirosa, porque desde que tomó tanto empeño para que ese señor inglés viniera a verme cuando me dio el tabardillo, y muchísimo interés porque yo me alentara, me convencí de que sí me tenía cariño.

-Me alegro de que lo conozcas.

-Pero es que lo que yo tengo que contarle es tantísimo, que así de pronto no se puede, y antes un milagro es que ya no esté mi mama aquí... Escuche que ahí viene.

-No faltará ocasión.

-¡Ay señor! y yo no me conformo con que se vaya hoy sin decírselo todo.

-Conque ¿va a bañarse, compadrito? -dijo entrando Candelaria-. Entonces voy a traerle una sábana bien olorosa y orita mismo se va con Salomé y su ahijado; antes ellos traen un viaje de agua, y ésta lava unos coladores, que con el viaje del mudo por los plátanos y lo que ha habido que hacer para usté y para mandar a la Parroquia, no ha quedado sino la de la tinaja.

Al oír la propuesta de la buena mujer, me persuadí de que ella había entrado de lleno en el plan de su marido, y Salomé me hizo al descuido una muequecita expresiva, de modo que con labios y ojos me significó a un mismo tiempo: «ahora sí».

Salí de la cocina, y paseándome en la sala mientras se preparaba lo necesario para el viaje al baño, pensaba que sobrada razón tenía mi compadre en celar a su hija, pues a cualquiera menos malicioso que él podía ocurrírsele que la cara de Salomé con sus lunares, y aquel talle y andar, y aquel seno, parecían cosa más que cierta, imaginada.

Interrumpió aquellas consideraciones Salomé, la cual parándose a la puerta, con un sombrerito raspón medio puesto, me dijo:

-¿Nos vamos?

Y dándome a oler la sábana que llevaba colgada en un hombro, añadió:

-¿Qué olor tiene?

-El tuyo.

-A malvas, señor.

-Pues a malvas.

-Porque yo tengo siempre muchas en mi baúl. Camine y no vaya a creer que es lejos: lo vamos a llevar por debajo del cacaotal; al salir del otro lado, no hay que andar sino un pedacito, y ya estamos allá.

Fermín, cargado con los calabazos y coladeras, nos precedía. Éste era mi ahijado: tenía yo trece años y él dos cuando le serví de padrino de confirmación, debido ello al afecto que sus padres me habían dispensado siempre.




ArribaAbajo- XLIX -

Salíamos del patio por detrás de la cocina cuando mi comadre nos gritaba:

-No se vayan a demorar, que la comida está en estico

Salomé quiso cerrar la puertecita de trancas por donde habíamos entrado al cacaotal: pero yo me puse a hacerlo mientras ella decía:

-¿Qué hacemos con Fermín, que es tan cuentero?

-Tú lo verás.

-Ya sé: deje que estemos más allá, y yo lo engaño.

Cubríanos la densa sombra del cacaotal, que parecía no tener límites. La belleza de los pies de Salomé, que la falda de pancho azul dejaba visibles hasta arriba de los tobillos, resaltaba sobre el sendero negro y la hojarasca seca. Mi ahijado iba tras de nosotros arrojando cáscaras de mazorcas y pepas de aguacate a los cucaracheros cantores y a las nagüiblancas que gemían bajo los follajes. Al llegar al pie de un cachimbo, se detuvo Salomé y dijo a su hermano:

-¿Si irán las vacas a ensuciar el agua? Seguro, porque a esta hora están en el bebedero de arriba. No hay más remedio que ir en una carrera a espantarlas: corre, mi vida, y ves que no se vayan a comer el socobe que se me quedó olvidado en la horqueta del chiminango. Pero cuidado con ir a romper los trastos o a botar algo. Ya estás allá.

Fermín no se dejó repetir la orden: bien es verdad que se le había dado de la manera más dulce y comprometedora.

-¿Ya vido? -me preguntó Salomé acortando el paso y mirando hacia las ramas con mal fingida distracción.

Se puso luego a mirarse los pies cual si contara sus lentos pasos; y yo interrumpí el silencio que guardábamos, diciéndole:

-A ver, qué es lo que hay y con qué te tienen molida.

-Pues ahí verá que me da no sé qué contarle.

-¿Por qué?

-Si es que se me hace hoy como muy triste y... ahora tan serio.

-Es que te parece. Empieza, porque después no se ha de poder. Yo también tengo algo muy bueno que contarte.

-¿Sí? usté primero, pues.

-Por nada -le respondí.

-¿Conque así es la cosa? Pues oiga: pero prométame no decir nadita de lo que...

-Por supuesto.

-Pues lo que sucede es que Tiburcio se ha vuelto un veleta y un ingrato y que anda buscando majaderías para darme sentimientos; ahora hace cosa de un mes que estamos de malas sin haberle dado yo motivo.

-¿Ninguno? ¿Estás bien segura?

-Mire... se lo juro.

-¿Y cuál te ha dicho él que tiene para estar así después de haberte querido tanto?

-¿Tiburcio? Lambido que es: él no me quiere a mí nada: al principio no sabía yo por qué se ponía malmodoso cada rato, y después caí en la cuenta de que todo era porque se figuraba que yo le hacía buena cara al primero que veía. Dígame usté, ¿eso se puede aguantar cuando una es honrada? Primero dio en creer una bobería y usté anduvo en la danza.

-¿Yo también?

-¡Cuándo se iba a librar!

-¿Y qué creía?

-Para qué es decirle si ya se lo figurará: todo porque lo vio venir unas veces a casa y porque yo le tengo cariño. ¿Cómo no se lo había de tener, no?

-¿Y se convenció al fin de que pensaba un disparate?

-Así me costó de lágrimas y buenas palabras para traerlo a razón.

-Créeme que siento haber sido causa de eso.

-No se le dé nada, porque si no hubiera sido con usté, no habría faltado otro de quien echar malos juicios. Oiga, que no le he dicho lo mejor. Mi taita le amansaba potros al niño Justiniano, y él tuvo que venir a ver unos terneros que tenían en trato: en una de las ocasiones en que el blanco vino, lo encontró aquí Tiburcio.

-¿Aquí?

-No se haga el bobo; en casa. Para castigo de mis pecados lo volvió a encontrar otra vez.

-Creo que van dos, Salomé.

-Ojalá hubiera sido eso sólo: también lo encontró un domingo en la tarde que vino a pedir agua.

-Son tres.

-Nada más, porque aunque ha venido otras veces, Tiburcio no lo ha visto; pero a mí se me pone que se lo han contado.

-¿Y todo te parece nada en dos platos?

-¿Usté también da en lo mismo? ¡Yagora! ¿Yo tengo la culpa de que ese blanco dé en venir? ¿Por qué mi taita no le dice que no vuelva, si es que se puede?

-Es que hay cosas sencillas, difíciles de hacer.

-Ah, pues: eso mismo le digo yo a Tiburcio; pero todo tiene su remedio, y de eso no me atrevo a hablarle yo.

-Que se case pronto contigo; ¿no es esto?

-Si tanto me quiere... Pero él ya cuándo... y es capaz de creer que yo soy alguna cualquiera.

Salomé tenía los ojos aguados, y después de dar unos pasos más, se detuvo a enjugarse las lágrimas.

-No llores -le dije-: yo estoy cierto de que no cree tal: todo eso es obra de celos y nada más; verás cómo se remedia.

-No lo piense; menos tibante había de ser. Porque le han dicho que es hijo de caballero, ya nadie le da al tobillo en lo fachendoso, y se figura que no hay más que él... ¡Caramba! como si yo fuera alguna negra bozal o alguna manumisa como él. Ahora está metido donde las provincianas, y todo por hacerme patear, porque mucho que lo conozco: bien que me alegraría de que ñor José lo echara a la porra.

-Es necesario que no seas injusta. ¿Qué tiene de particular que esté jornaleando en casa de José? Eso quiere decir que aprovecha el tiempo; peor sería que pasara los días tunando.

-Mire que yo sé quién es Tiburcio. Menos enamorado había de ser...

-Pero porque le parezcas bonita tú, en lo cual maldita la gracia que hace, ¿han de parecerle también bonitas cuantas ve?

-Por eso.

Yo me reí de la respuesta, y ella torciendo los ojos, dijo:

-¡Velay! ¿Y eso qué cosquillas le hace?

-Pero ¿no ves que estás haciendo lo mismo con Tiburcio, exactamente lo mismo que lo que hace contigo?

-¡Válgame Dios! ¿Yo qué hago?

-Pues estar celosa.

-¡Eso sí que no!

-¿No?

-¿Y si él lo ha querido? A mí nadie me quita de la cabeza que si ñor José lo consintiera, ese veleidoso se casaría con Lucía, y a no ser porque Tránsito es ajena ya, hasta con ambas, si lo dejaran.

-Pues sábete que Lucía quiere desde que estaba chiquita a un hermano de Braulio que pronto vendrá; y no te quepa duda, porque Tránsito me lo ha contado.

Salomé se quedó pensativa. Llegábamos ya al fin del cacaotal, y sentándose en un tronco, me dijo meciendo con los pies colgantes una mata de buenastardes:

-Conque diga, ¿qué le parece bueno hacer?

-¿Me das permiso para referirle a Tiburcio lo que hemos conversado?

-No, no. Por lo que usté más quiera, no lo vaya a hacer.

-Si solamente te pregunto si lo consientes.

-¿Todito?

-Las quejas sin los agravios.

-Si es que cada vez que me acuerdo de lo que se figura él de mí, no sé ni lo que digo... Vea: se me pone que es mejor no contarle, porque si ya no me quiere, después andará diciendo que me cansé de llorar por él y que lo quise contentar.

-Entonces, convéncete, Salomé, de que no hay modo de remediar tus penas.

-¡Ah trabajo! -exclamó poniéndose a llorar.

-Vamos, no seas cobarde -le dije apartándole las manos de la cara-: lágrimas de tus ojos valen mucho para que las derrames a chorros.

-Si Tiburcio creyera eso, no me pasaría yo las noches llorando hasta que me quedo dormida, de verlo tan ingrato y ver que por él mi taita me ha cogido tema.

-¿Qué quieres apostar conmigo a que mañana en la tarde viene Tiburcio a verte y a contentarte?

-¡Ay! le confieso que no tendría con qué pagarle -me respondió estrechándome la mano en las suyas, y acercándola a su mejilla-. ¿Me lo promete?

-Muy desgraciado y tonto debo de ser si no lo consigo.

-Vea que le cojo la palabra. Pero por vida suya no vaya a contarle a Tiburcio que hemos estado así tan solitos y... Porque vuelve a dar en lo del otro día, y eso sí era echarlo todo a perder. Ahora -añadió empezando a subir el cerco- voltéese para allá y no me vea saltar, o saltemos juntos.

-Escrupulosa andas; antes no lo eras tanto.

-Si es que todos los días le cojo más vergüenza. Súbase, pues.

Mas como sucedió que Salomé, para caer al otro lado, encontró dificultades que no encontré yo, quedóse sentada encima de la cerca diciéndome:

-Miren al niño; diga agoo. Pues ahora no he de bajar si no se voltea.

-Déjame que te ayude; ve que se hace tarde y mi comadre...

-¿Acaso ella es como aquél?... Y asina ¿cómo quiere que me baje? ¿No ve que si me enredo...

-Déjate de monadas y apóyate aquí -le dije presentándole mi hombro.

-Haga fuerza, pues, porque yo peso como... una pluma -concluyó saltando ágilmente-. Me voy a poner creidísima, porque conozco muchas blancas que ya quisieran saltar así talanqueras.

-Eres una boquirrubia.

-¿Eso es lo mismo que piquicaliente? Porque entonces voy a entromparme con usté.

-¿Vas a qué?

-¡Adiós!... ¿Y no entiende? pues que voy a enojarme. ¿Qué hiciera yo para saber cómo es usté cuando se pone bien bravo? Es antojo que tengo.

-¿Y si después no podías contentarme?

-¡Ayayay! No habré visto yo que se le vuelve el corazón un yuyo si me ve llorando.

-Pero eso será porque conozco que no lo haces por coquetería.

-¿Que no lo hago qué? ¿Cómo es el cuento?

-Co-que-te-ría.

-Y eso ¿qué quiere decir? Dígame, que de veras no sé... Sólo que sea cosa mala... Entonces me la tiene muy guardadita, ¿ya l'oye?

-¡Buen negocio! mientras tú la desperdicias.

-A ver, a ver: de aquí no paso si no dice.

-Me iré solo -le respondí dando unos pasos.

-¡Jesús! era yo capaz hasta de revolverle l'agua. ¿Y con qué sábana se secaba?... Nada, dígame que es lo que yo desperdicio. Ya se me va poniendo qué es.

-Di.

-¿Será... será amor?

-Lo mismo.

-¿Y qué remedio? ¿porque quiero a ese creído? Si yo fuera blanca, pero bien blanca; rica, pero bien rica... sí que lo querría a usté; ¿no?

-¿Te parece así? ¿Y qué hacíamos con Tiburcio?

-¿Con Tiburcio? Por amigo de tenderle l'ala a todas, lo poníamos de mayordomo y lo teníamos aquí -dijo cerrando la mano.

-No me convendría el plan.

-¿Por qué? ¿No le gustaría que yo lo quisiera?

-No es eso, sino el destino que te agrada para Tiburcio.

Salomé rió con toda gana.

Habíamos llegado al riecito, y ella después de poner la sábana sobre el césped que debía servirme de asiento en la sombra, se arrodilló en una piedra y se puso a lavarse la cara. Luego que acabó, iba a desatarse de la cintura un pañuelo para secarse, y le presenté la sábana diciéndole:

-Eso te hará mal si no te bañas.

-Casi... casi que vuelvo a bañarme; y que está l'agua tan tibiecita; pero usté refrésquese un rato; y ora que venga Fermín, mientras usté acaba, doy una zambullida yo en el charco de abajo.

En pie ya, se quedó mirándome, y sonreía maliciosa mientras se pasaba las manos húmedas por los cabellos. Al fin me dijo:

-¿Me creerá que yo me he soñado que era cierto todo lo que le venía diciendo?

-¿Que Tiburcio no te quería ya?

-¡Malaya! que yo era blanca... Cuando desperté, me entró una pesadumbre tan grande, que al otro día era domingo y en la parroquia no pensé sino en el sueño mientras duró la misa: sentada lavando ahí adonde usté está, cavilé toda la semana con eso mismo y...

Interrumpieron las inocentes confidencias de Salomé los gritos de «¡chiiino! ¡chiiino!» que hacia el lado del cacaotal daba mi compadre llamando a los cerdos. Salomé se asustó un poco, y mirando en torno, dijo:

-Y este Fermín que se ha vuelto humo... Báñese pronto, pues; que yo voy a buscarlo río arriba, no sea que se largue sin esperarnos.

-Espéralo aquí, que él vendrá a buscarte. Todo eso es porque has oído a mi compadre. ¿Te figuras que a él no le gusta que conversemos los dos?

-Que conversemos sí, pero... según.

Saltando con suma agilidad sobre las grandes piedras de la orilla, desapareció tras de los carboneros frondosos.

Los gritos del compadre seguían y me hicieron pensar que la confianza de él en mí tenía sus límites. Sin duda nos había seguido de lejos por entre el cacaotal, y solamente al perdernos de vista se había resuelto a llamar la piara. Custodio ignoraba que su recomendación estaba ya diplomáticamente cumplida, y que a los mil encantos de su hija, alma ninguna podía ser más ciega y sorda que la mía.

Regresé a la casa al paso de Salomé y de Fermín, que iban cargados con zumbos de calabaza: ella había hecho un rodete de su pañuelo y colocado en la cabeza sobre él el rústico cántaro, que sin ser sostenido por mano alguna, no impedía al donoso cuerpo de la conductora ostentar toda su soltura y gracia de movimientos.

Luego que saltó Salomé como la vez primera, me dio las gracias con un «Dios se lo pague» y su más chusca sonrisa, añadiendo:

-En pago de esto le estuve echando del lado de arriba mientras se bañaba, guabitas, flores de carbonero y venturosas; ¿no las vio?

-Sí, pero creí que alguna partida de monos estaría por ahí arriba.

-Lo desentendido que es usté: y que en ainas me doy una caída por subirme al guabo.

-¿Y eres tan boba que creas no caí en la cuenta de que eras tú quien echaba río abajo las flores?

-Como Juan Ángel me ha contado que en la hacienda le echan rosas a la pila cuando usté va a bañarse, yo eché al agua lo mejor que en el monte había.

Durante la comida tuve ocasión de admirar, entre otras cosas, la habilidad de Salomé y mi comadre para asar pintones y quesillos, freír buñuelos, hacer pandebono y dar temple a la jalea. En las idas y venidas de Salomé a la cocina, puse yo a mi compadre al corriente de lo que en realidad quería la muchacha y de lo que yo pensaba hacer para sacarlos a uno y otro de trabajos. No le cabía al pobre el gusto en el cuerpo; y hasta algunas chanzas sobre la buena voluntad con que me servía a la mesa, le dirigió a mi compañera de paseo, que era mucho lograr después de su enojo con ella.

Pasadas las horas de calor, a las cuatro de la tarde, era la casa una revuelta arca de Noé: los patos empezaron a atravesar por orden de familias la salita; las gallinas a amotinarse en el patio y al pie del ciruelo, donde en horquetas de guayabo descansaba la canoíta en que estaba comiendo maíz mi caballo; los pavos criollos se pavoneaban inflados y devolviendo los gritos de dos loras maiceras que llamaban a una Benita, que debía de ser la cocinera, y los cerdos chillaban tratando de introducir las cabezas por entre los atravesaños de la puerta de golpe. A todo lo cual hay que añadir los gritos de mi compadre al dar órdenes y los de su mujer espantando los patos y llamando las gallinas. Fueron largas las despedidas y las promesas que me hizo mi compadre de encomendarme mucho al Milagroso de Buga para que me fuera bien en el viaje y volviera pronto. Al despedirme de Salomé, que procuró en tal momento no estar cerca de los demás, me apretó mucho la mano, y mirándome tal vez más que afectuosamente, me dijo:

-Mire bien que con usté cuento. A mí no me diga adiós para su viaje de porra... porque aunque sea arrastrándome, al camino he de salir a verlo, si es que no llega de pasada. No me olvide... vea que si no, yo no sé qué haga con mi taita.

Hacia el otro lado de una de las quebradas que por entre las quingueadas cintas de bosque, bajan ruidosas el declivio, oí una voz sonora de hombre que cantaba:


   Al tiempo le pido tiempo
Y el tiempo tiempo me da,
Y el mismo tiempo me dice
Que él me desengañará.

Salió del arbolado el cantor, y era Tiburcio, quien con la ruana colgada de un hombro y apoyado en el otro un bordón de cuya punta pendía un pequeño lío, entretenía su camino contando por instinto sus penas a la soledad. Calló y detúvose al divisarme, y después de un risueño y respetuoso saludo me dijo luego que me acerqué:

-¡Caramba! que sube tarde y a escape... Cuando el retinto suda... ¿De dónde viene así sorbiéndose los vientos?

-De hacer unas visitas, y la última, para fortuna tuya, fue a casa de Salomé.

-Y hacía marras que no iba.

-Mucho lo he sentido. ¿Y cuánto hace que no vas tú?

El mozo, con la cabeza agachada, se puso a despedazar con el bordón una matita de lulo, y al cabo alzó a mirarme respondiendo:

-Ella tiene la culpa. ¿Qué le ha contado?

-Que eres un ingrato y un celoso, y que se muere por ti: nada más.

-¿Conque todo eso le dijo? Pero entonces le guardó lo mejor.

-¿Qué es lo que llamas mejor?

-Las fiestas que tiene con el niño Justiniano.

-Óyeme acá: ¿crees que yo pueda estar enamorado de Salomé?

-¿Cómo lo había de creer?

-Pues tan enamorada está Salomé de Justiniano como yo de ella. Es necesario que estimes a la muchacha en lo que vale, que para tu bien, es mucho. Tú la has ofendido con los celos, y con tal que vayas a contentarla, ella te lo perdonará todo y te querrá más que nunca.

Tiburcio se quedó meditabundo antes de responderme con cierto acento y aire de tristeza:

-Mire, niño Efraín, yo la quiero tantísimo, que ella no se figura las crujidas que me ha hecho pasar en este mes. Cuando uno tiene su genio como a mí me lo dio Dios, todo se aguanta menos que lo tengan a uno por cipote (perdonándome su mercé la mala palabra). Yo, que le estoy diciendo que Salomé tiene la culpa, sé lo que le digo.

-Lo que sí no sabes es que contándome hoy tus agravios se ha desesperado y ha llorado hasta darme lástima.

-¿De veras?

-Y yo he inferido que la causa de todo eres tú. Si la quieres como dices, ¿por qué no te casas con ella? Una vez en tu casa, ¿quién había de verla sin que tú lo consintieras?

-Yo le confieso que sí he pensao en casarme, pero no me resolví: lo primero porque Salomé me tenía siempre malicioso, y el dos que yo no sé si ñor Custodio me la querría dar.

-Pues de ella ya sabes lo que te he dicho; y en cuanto a mi compadre, yo te respondo. Es necesario que obres racionalmente, y que en prueba de que me crees, esta tarde misma vayas a casa de Salomé, y sin darte por entendido de tales sentimientos, le hagas una visita.

-¡Caray con su afán! ¿Conque me responde de todo?

-Sé que Salomé es la muchacha más honesta, bonita y hacendosa que puedes encontrar, y en cuanto a los compadres, yo sé que te la darán gustosísimos.

-Pues ahí verá que me estoy animando a ir.

-Si lo dejas para luego y Salomé se despecha y la pierdes, de nadie tendrás que quejarte.

-Voy, patrón.

-Convenido, y es inútil exigirte me avises cómo te va, porque estoy cierto de que me quedarás agradecido. Y adiós, que van a ser las cinco.

-Adiós, mi patrón, Dios se lo pague. Siempre le diré lo que suceda.

-Cuidado con ir a entonar donde te oiga Salomé esos versos que venías cantando.

Tiburcio rió antes de responderme:

-¿Le parecen insultosos? Hasta mañana y cuente conmigo.




ArribaAbajo- L -

El reloj del salón daba las cinco. Mi madre y Emma me esperaban paseándose en el corredor. María estaba sentada en los escalones de la gradería, y vestida con aquel traje verde que tan hermoso contraste formaba con el castaño oscuro de sus cabellos, peinados entonces en dos trenzas con las cuales jugaba Juan medio dormido en el regazo de ella. Se puso en pie al desmontarme yo. El niño suplicó que lo paseara un ratico en mi caballo, y María se acercó con él en los brazos para ayudarme a colocarlo sobre las pistoletas del galápago, diciéndome:

-Apenas son las cinco; ¡qué exactitud! si siempre fuera así...

-¿Qué has hecho hoy con tu Mimiya? -le pregunté a Juan luego que nos alejamos de la casa.

-Ella es la que ha estado tonta hoy -me respondió.

-¿Cómo así?

-Pues llorando.

-¡Ah! ¿por qué no la has contentado?

-No quiso aunque le hice cariños y le llevé flores; pero se lo conté a mamá.

-¿Y qué hizo mamá?

-Ella sí la contentó abrazándola, porque Mimiya quiere más a mamá que a mí. Ha estado tonta, pero no le digas nada.

María me recibió a Juan.

-¿Has regado ya las matas? -le pregunté subiendo.

-No; te estaba esperando. Conversa un rato con mamá y Emma -agregó en voz baja-, y así que sea tiempo, me iré a la huerta.

Temía ella siempre que mi hermana y mi madre pudiesen creerla causa de que se entibiase mi afecto hacia las dos; y procuraba recompensarles con el suyo lo que del mío les había quitado.

María y yo acabamos de regar las flores. Sentados en un banco de piedra, teníamos casi a nuestros pies el arroyo, y un grupo de jazmines nos ocultaba a todas las miradas menos a las de Juan, que cantando a su modo, estaba alelado embarcando sobre hojas secas y cáscaras de granadilla, cucarrones y chapules prisioneros.

Los rayos lívidos del sol, que se ocultaba tras las montañas de Mulaló medio embozado por nubes cenicientas fileteadas de oro, jugaban con las luengas sombras de los sauces, cuyos verdes penachos acariciaba el viento.

Habíamos hablado de Carlos y de sus rarezas, de mi visita a la casa de Salomé, y los labios de María sonreían tristemente, porque sus ojos no sonreían ya.

-Mírame -le dije.

Su mirada tenía algo de la languidez que la embellecía en las noches en que velaba al lado del lecho de mi padre.

-Juan no me ha engañado -agregué.

-¿Qué te ha dicho?

-Que tú has estado tonta hoy... no lo llames... que has llorado y que no pudo contentarte; ¿es cierto?

-Sí. Cuando tú y papá ibais a montar esta mañana, se me ocurrió por un momento que ya no volverías y que me engañaban. Fui a tu cuarto y me convencí de que no era cierto, porque vi tantas cosas tuyas que no podías dejar. Todo me pareció tan triste y silencioso después que desapareciste en la bajada, que tuve más miedo que nunca a ese día que se acerca, que llega sin que sea posible evitarlo ya... ¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que estos años pasen. Tú durante ellos no vas a estar viendo todo esto. Dedicado al estudio, viendo países nuevos, olvidarás muchas cosas horas enteras; y yo nada podré olvidar... me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme.

Poniendo la mano izquierda sobre mi hombro, dejó descansar por un instante la cabeza sobre ella.

-No hables así, María -le dije con voz ahogada y acariciando con mi mano temblorosa su frente pálida-; no hables así; vas a destruir el último resto de mi valor.

-¡Ah! tú tienes valor aún, y yo hace días que lo perdí todo. He podido conformarme -agregó ocultando el rostro con el pañuelo-, he debido prestarme a llevar en mí este afán y angustia que me atormentan, porque a tu lado se convertía eso en algo que debe ser la felicidad... Pero te vas con ella, y me quedo sola... y no volveré a ser ya como antes era... ¡Ay! ¿para qué viniste?

Sus últimas palabras me hicieron estremecer, y apoyando la frente sobre las palmas de las manos, respeté su silencio, abrumado por su dolor.

-Efraín -dijo con su voz más tierna después de unos momentos-, mira; ya no lloro.

-María -le respondí levantando el rostro, en el cual debió ella de ver algo extraño y solemne, pues me miró inmóvil y fijamente-: no te quejes a mí de mi regreso; quéjate al que te hizo compañera de mi niñez; a quien quiso que te amara como te amo; cúlpate entonces de ser como eres... quéjate a Dios. ¿Qué te he exigido, qué me has dado que no pudiera darse y exigirse delante de él?

-¡Nada! ¡ay, nada! ¿Por qué me lo preguntas así?... Yo no te culpo; pero ¿culparte de qué?... Ya no me quejo...

-¿No lo acabas de hacer de una vez por todas?

-No, no... ¿Qué te dije, qué? Yo soy una muchacha ignorante que no sabe lo que dice. Mírame -continuó tomando una de mis manos-: no seas rencoroso conmigo por esa bobería. Yo tendré ya valor... tendré todo; de nada me quejo.

Recliné de nuevo su cabeza en mi hombro, y ella añadió:

-Yo no volveré jamás a decirte eso... Nunca te habías enojado conmigo.

Mientras enjugaba yo sus últimas lágrimas, besaban por vez primera mis labios las ondas de cabellos que le orlaban la frente, para perderse después en las hermosas trenzas que se enrollaban sobre mis rodillas. Alzó las manos entonces casi hasta tocar mis labios para defender su frente de las caricias de ellos; pero en vano, porque no se atrevían a tocarla.




ArribaAbajo- LI -

El veintiocho de enero, dos días antes del señalado para mi viaje, subí a la montaña muy temprano. Braulio había venido a llevarme, enviado por José y las muchachas, que deseaban recibir mi despedida en su casa. El montañés no interrumpió mi silencio durante la marcha. Cuando llegamos, Tránsito y Lucía estaban ordeñando la vaca Mariposa en el patiecito de la cabaña de Braulio, y se levantaron a recibirme con sus agasajos y alegría de costumbre, convidándome a entrar.

-Acabemos antes de ordeñar la novillona -les dije recostando mi escopeta en el palenque-, pero Lucía y yo solos, porque quiero conseguir así que se acuerde de mí todas las mañanas.

Tomé el socobe, en cuyo fondo blanqueaban ya nevadas espumas, y poniéndolo bajo la ubre de la Mariposa, logré al fin que Lucía, toda avergonzada, lo acabase de llenar. Mientras esto hacía, le dije mirándola por debajo de la vaca:

-Como no se han acabado los sobrinos de José, pues yo sé que Braulio tiene un hermano más buen mozo que él, y que te quiere desde que estabas como una muñeca...

-Como otro a otra -me interrumpió.

-Lo mismo. Voy a decirle a la señora Luisa que se empeñe con su marido para que el sobrinito venga a ayudarle; y así, cuando yo vuelva, no te pondrás colorada de todo.

-¡He! ¡he! -dijo dejando de ordeñar.

-¿No acabas?

-Pero cómo quiere que acabe, si usté está tan zorral... Ya no tiene más.

-¿Y esas dos tetas llenas? Ordéñalas.

-Ello no; si ésas son las del ternero.

-¿Conque le digo a Luisa?

Dejó de oprimir con los dientes el inferior de sus voluptuosos labios para hacer con ellos un gestito que en el lenguaje de Lucía significaba «a ver y cómo no», y en el mío, «haga lo que quiera».

El becerro, que desesperaba porque le quitaran el bozal, hecho con una extremidad de la manea, y que lo ataba a una mano de la vaca, quedó a sus anchas con sólo halar la ordeñadora una punta de la cerda; y Lucía viéndolo abalanzarse a la ubre, dijo:

-Eso era lo que te querías; cabezón más fastidioso...

Después de lo cual entró a la casa llevando sobre la cabeza el socobe y mirándome pícaramente al soslayo.

Yo desalojé de una orilla del arroyo una familia de gansos que dormitaban sobre el césped, y me puse a hacer mi tocado de mañana conversando al mismo tiempo con Tránsito y Braulio, quienes tenían las piezas de vestido de que me había despojado.

-¡Lucía! -gritó Tránsito-, tráete el paño bordado que está en el baulito pastuso.

-No creas que viene -le dije a mi ahijada; y les conté en seguida lo que había conversado con Lucía.

Ellos reían a tiempo que Lucía se presentó corriendo con lo que se le había pedido, contra todo lo que esperábamos; y como adivinaba de qué habíamos tratado, y que de ella reían sus hermanos, me entregó el paño volviendo a un lado la cara para que no se la viese ni verme ella, y se dirigió a Tránsito para hacerle la siguiente observación:

-Ven a ver tu café, porque se me va a quemar, y déjate de estar ahí riéndote a carcajadas.

-¿Ya está? -preguntó Tránsito.

-¡Ih! hace tiempos.

-¿Qué es eso de café? -pregunté.

-Pues que yo le dije a la señorita, el último día que estuve allá, que me lo enseñara a hacer, porque se me pone que a usté no le gusta la gamuza; y por eso fue que nos encontró afanadas ordeñando.

Esto decía colgando el paño, que ya le había devuelto yo, en una de las hojas de la palma de helecho pintorescamente colocada en el centro del patio.

En la casa llamaban la atención a un mismo tiempo la sencillez, la limpieza y el orden: todo olía a cedro, madera de que estaban hechos los rústicos muebles, y florecían bajo los aleros macetas de claveles y narcisos con que la señora Luisa había embellecido la cabañita de su hija: en los pilares había testas de venados, y las patas disecadas de los mismos servían de garabatos en la sala y la alcoba.

Tránsito me presentó entre ufana y temerosa, la taza de café con leche, primer ensayo de las lecciones que había recibido de María; pero felicísimo ensayo, pues desde que lo probé conocí que rivalizaba con aquél que tan primorosamente sabía preparar Juan Ángel.

Braulio y yo fuimos a llamar a José y a la señora Luisa para que almorzasen con nosotros. El viejo estaba acomodando en jigras las arracachas y verduras que debía mandar al mercado el día siguiente, y ella acabando de sacar del horno el pan de yuca que iba a servirnos para el almuerzo. La hornada había sido feliz, como lo demostraban no solamente el color dorado de los esponjados panes, sino la fragancia tentadora que despedían.

Almorzábamos todos en la cocina: Tránsito desempeñaba lista y risueña su papel de dueña de casa. Lucía me amenazaba con los ojos cada vez que le mostraba con los míos a su padre. Los campesinos, con su delicadeza instintiva, desechaban toda alusión a mi viaje, como para no amargar esas últimas horas que pasábamos juntos.

Eran ya las once. José, Braulio y yo habíamos visitado el platanal nuevo, el desmonte que estaban haciendo y el maizal en filote. Reunidos nuevamente en la salita de la casa de Braulio, y sentados en banquitos alrededor de una atarraya, le poníamos las últimas plomadas; y la señora Luisa desgranaba con las muchachas maíz para pilar. Ellas y ellos sentían como yo, que se acercaba el momento temible de nuestra despedida. Todos guardábamos silencio. Debía de haber en mi rostro algo que los conmovía, pues esquivaban mirarme. Al fin, haciendo una resolución, me levanté, después de haber visto mi reloj. Tomé mi escopeta y sus arreos, y al colgarlos en uno de los garabatos de la salita, le dije a Braulio:

-Siempre que aciertes un tiro bueno con ella, acuérdate de mí.

El montañés no tuvo voz para darme las gracias.

La señora Luisa, sentada aún, seguía desgranando la mazorca que tenía en las manos, sin cuidarse de ocultar su lloro. Tránsito y Lucía, en pie y recostadas a un lado y otro de la puerta, me daban la espalda. Braulio estaba pálido. José fingía buscar algo en el rincón de las herramientas.

-Bueno, señora Luisa -dije a la anciana inclinándome para abrazarla-: rece usted mucho por mí.

Ella se puso a sollozar sin responderme.

En pie sobre el quicio de la puerta, junté en un solo abrazo sobre mi pecho las cabezas de las muchachas, quienes sollozaban mientras mis lágrimas rodaban por sus cabelleras. Cuando separándome de ellas, me volví para buscar a Braulio y José, ninguno de los dos estaba en la salita; me esperaban en el corredor.

-Yo voy mañana -me dijo José, tendiéndome la mano.

Bien sabíamos él y yo que no iría. Luego que me soltó de sus brazos Braulio, su tío me estrechó en los suyos, y enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó el camino de la roza al mismo tiempo que empezaba yo a andar por el opuesto, seguido de Mayo, y haciendo una señal a Braulio para que no me acompañase.




ArribaAbajo- LII -

Descendía lentamente hasta el fondo de la cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.

Sentado en la orilla del río veía rodar sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acababa de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses.

Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus besos; nuestra frente, marchita demasiado pronto quizá, no descansa en su regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas de la suya.

Más de una hora había pasado allí, y extrañando no ver a María pregunté por ella.

-Estuvimos con ella en el oratorio -me respondió Emma-; ahora quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has vuelto.

Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los últimos ocho días constantes esfuerzos.

Pasada una hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que fuera a comer. Al salir encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor.

-Mamá no te ha llamado -me dijo el niño riendo.

-¿Y quién te ha enseñado a decir mentiras? -le respondí-: María no te perdonará ésta.

-Ella fue la que me mandó -contestó Juan señalándola.

Volvíme hacia María para averiguar la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco sobre cuya graciosa falda ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su cintura o de sus pies, que jugaban con la alfombra.

-¿Por qué estás triste y encerrado? -me dijo-: yo no he estado así hoy.

-Tal vez sí -le respondí por tener pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba.

Ella bajó los ojos fingiendo anudar de nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana diciéndome:

-¿No es verdad?

-Lo dudaba, porque como acabas de engañarme...

-¡Vea qué engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una noche?

-Me gusta verte tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado?

-¿Y las doce son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero te vi cuando venías bajando. Por más señas, no traías escopeta, y Mayo se había quedado muy atrás.

-Conque ¿muchas ocupaciones? ¿qué has hecho?

-De todo: algo bueno y algo malo.

-A ver.

-He rezado mucho.

-Ya me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañen a rezar.

-Porque siempre que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye.

-¿En qué lo conoces?

-En que se me quita un poco esa tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás tu Dolorosita, ¿no?

-Sí.

-Acompáñanos esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo.

-¿Qué es lo otro que has hecho?

-¿Lo malo?

-Sí, lo malo.

-¿Rezas esta noche conmigo y te cuento?

-Sí.

-Pero no se lo dirás a mamá, porque se enojaría.

-Prometo no decírselo.

-He estado aplanchando.

-¿Tú?

-Pues yo.

-Pero ¿cómo haces eso?

-A escondidas de mamá.

-Haces bien en ocultarte de ella.

-Si lo hago muy rara vez.

-Pero ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan...

-¿Tan qué?... ¡Ah! sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?

-¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿cómo se te ha ocurrido hacerlo?

-Un día que Juan Ángel devolvió unas camisas a la criada encargada de eso, porque diz que a su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado.

-Yo te agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras fuerzas ni manos para manejar una plancha.

-Si es una muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las manos.

-A ver cómo las tienes.

-Buenecitas, pues.

-Muéstramelas.

-Si están como siempre.

-Quién sabe.

-Míralas.

Las tomé en las mías y les acaricié las palmas, suaves como el raso.

-¿Tienen algo? -me preguntó.

-Como las mías pueden estar ásperas...

-No las siento yo así. ¿Qué hiciste en la montaña?

-Sufrir mucho. Nunca creí que se afligirían tanto con mi despedida, ni que me causara tanto pesar decirles adiós, particularmente a Braulio y a las muchachas.

-¿Qué te dijeron ellas?

-¡Pobres! nada, porque las ahogaban sus lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz.

-Sí -dijo volviéndose para enjugarse los ojos-; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana...! Pero como es domingo, estaremos todo el día juntos: leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo.

-Como estás en este momento.

-Bueno. Ya vienen a llamarte a comer... Ahora, hasta la tarde -agregó desapareciendo.

Así solía despedirse de mí, aunque en seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro.




ArribaAbajo- LIII -

A las once de la noche del veintinueve me separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen dormido.

Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.

Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado: como las de dolor, las horas de placer se van. Si alguna vez nos fuese concedido detenerlas, María hubiera logrado hacer más lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero ¡ay! ¡todas, sordas a sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometiendo volver!

Un estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido, porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las primeras tardes de nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confidencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme: ¡el de aquél que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos!

No eran las cinco todavía cuando después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me paseaba en el corredor oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba.

Los primeros rayos del sol al levantarse trataban en vano de desgarrar la densa neblina que como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas, extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales, limpios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las faldas blanqueaban cual rebaños agrupados, los pueblecillos de Yumbo y Vijes.

Juan Ángel, después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me esperaba lloroso, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y los espolines en las manos: al calzármelas, su lloro caía en gruesas gotas sobre mis pies.

-No llores -le dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz-: cuando yo regrese, ya serás hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán mucho en casa.

Era llegado el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que estaba solo. Empujé la puerta entornada del costurero de mi madre, quien se lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas.

Todos habían humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces: María sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado, la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus lágrimas.

Mis labios descansaron sobre su frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí.




ArribaAbajo- LIV -

Hacía dos semanas que estaba yo en Londres, y una noche recibí cartas de la familia. Rompí con mano trémula el paquete, cerrado con el sello de mi padre. Había una carta de María. Antes de desdoblarla, busqué en ella aquel perfume demasiado conocido para mí de la mano que la había escrito: aún lo conservaba; en sus pliegues iba un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer las primeras líneas. Abrí uno de los balcones de mi cuarto, porque parecía no serme suficiente el aire que había en él... ¡Rosales del huerto de mis amores!... ¡montañas americanas, montañas mías!... ¡noches azules! La inmensa ciudad rumorosa aún y medio embozada en su ropaje de humo, semejaba dormir bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi rostro penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón; y solo con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad.

He aquí algunos de los fragmentos de la carta de María:

«Mientras están de sobremesa en el comedor, después de la cena, me he venido a tu cuarto para escribirte. Aquí es donde puedo llorar sin que nadie venga a consolarme; aquí donde me figuro que puedo verte y hablar contigo. Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así: las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya al fondo del florero: ya no se ve una sola: los asientos en los mismos sitios: los libros como estaban, y abierto sobre la mesa el último en que leíste: tu traje de caza, donde lo colgaste al volver de la montaña la última vez: el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de enero, ¡ay! ¡tan temido, tan espantoso, y ya pasado! Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte, y tiemblan al abrazarlas yo diciéndoles que volverás.

»¿Dónde estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve el haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje, porque no puedo figurarme nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento, te veo siempre en medio de él. Pero después de tu llegada a Londres vas a contármelo todo: me dirás cómo es el paisaje que rodea la casa en que vives: me describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos: me dirás qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en cuáles descansas, cómo son tus paseos, y en qué ratos piensas más en tu María. Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha olvidado.

»José y su familia han venido tres veces desde que te fuiste. Tránsito y Lucía no te nombran sin que se les llenen los ojos de lágrimas; y son tan dulces y cariñosas conmigo, tan finas si me hablan de ti, que apenas es creíble. Ellas me han preguntado si a donde estás tú, llegan cartas que se te escriban, y alegres al saber que sí, me han encargado que te diga a su nombre mil cosas.

»Ni Mayo te olvida. Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración cuando volvió, se puso a aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta de tu cuarto: se la abrí, y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar; y al nombrarte yo, levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! se figura que te escondes de él como lo hacías algunas veces para impacientarlo, y entra a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando sorprenderte.

»Anoche no concluí esta carta porque mamá y Emma vinieron a buscarme: ellas creen que me hace daño estar aquí, cuando si me impidieran estar en tu cuarto, no sé que haría.

»Juan se despertó esta mañana preguntándome si habías vuelto, porque dormida me oye nombrarte.

»Nuestra mata de azucenas ha dado la primera, y dentro de esta carta va un pedacito. ¿No es verdad que estás seguro de que nunca dejará de florecer? Así necesito creer, así creo que la de rosas dará las más lindas del jardín».



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