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ArribaActo III


Cuadro I

«Potemkin»


 

De nuevo, la casa de JAIME Serrat. PIERRE de Armigny llega, con cierta premura, por la izquierda; SIXTO le sigue.

 

PIERRE.-   ¿Qué me dice usted de don Jaime? ¿Que salió?

SIXTO.-  Sí...

PIERRE.-  Es extraño. Según el portero, se encuentra en casa.

SIXTO.-  Los dos tenemos razón, señor Vizconde. Don Jaime ha salido del piso, pero no de la casa.

PIERRE.-   ¿Por dónde anda, entonces?

SIXTO.-   Ha bajado al patio.

PIERRE.-   ¿Y qué demonios se le ha perdido allí?

SIXTO.-    (Borroso.)  Está con Madame Brissot.

PIERRE.-   ¿Y quién es Madame Brissot?

SIXTO.-  Creo que... una actriz...  (Azorado.)  Si usted me permite, acababan de llamarme cuando usted entró.

PIERRE.-    (Extrañado.)  Márchese, márchese...

SIXTO.-  Le diré que ha llegado usted.

PIERRE.-  Muchas gracias.  

(SIXTO hace mutis por la izquierda. PIERRE coge un periódico que hay sobre la mesa, y se pone a leerlo distraídamente. De improvisto se interrumpe, sorprendidísimo.)

  Pero ¿qué es esto?...  (Se dirige a la lateral izquierda.)  ¡Sixto! ¡Sixto!
 

(SIXTO, retorna a escena, al cabo de unos segundos.)

 

SIXTO.-   ¿Quiere algo, señor Vizconde?

PIERRE.-   ¿Qué significa este periódico?

SIXTO.-   Eso es cosa del señor. Él es quien se encarga de todo.

PIERRE.-  Pero, éste es un periódico trucado.

SIXTO.-  Posiblemente, señor...

PIERRE.-  No, no, sin ninguna duda.  (Lee.)  «La resurrección de María Antonieta, tema del día. La cuarta República, igual que la primera, pide para ella la pena capital.» ¿Quiere usted explicarme, Sixto?

SIXTO.-  Yo no sé nada, señor Vizconde.

PIERRE.-  Sería la primera vez que usted ignorase algo. ¿O es que lo quiere ignorar?

SIXTO.-  Discúlpeme, señor Vizconde.

PIERRE.-  Marcela...

MARCELA.-  ¡Buenas tardes, señor!...

 

(MARCELA habla tímidamente, con cierto miedo, como si se supiera inserta en un juego al que es ajena y que le sobrecoge un poco.)

 

PIERRE.-  Quería hablarle de lo del Trianón. ¿Qué sucedió cuando yo me marché?... A las siete de ese mismo día, tomé el tren de Brest, y he regresado hoy por la mañana.

MARCELA.-  Sí, ya nos dijo que se iba.

PIERRE.-  Bien. ¿Qué fue de ellos?  

(Transición.)

  ¡Ah!, no tenga reparo en contestarme. Sabe que soy el mejor amigo de don Jaime.

MARCELA.-  Pues... regresaron aquí en el coche del señor.

PIERRE.-  Marcela, le encuentro a usted como asustada. ¿Le pasa algo?

MARCELA.-  No, no; a mí, no. Es al señor.

PIERRE.-  ¿Qué le sucede?

MARCELA.-  Sixto está enterado, creo yo. ¿Por qué no se lo pregunta a él?

PIERRE.-  Lo he hecho inútilmente.

MARCELA.-   El otro día visitaron a la señora unos señores. Traían unas carteras con papeles y le estuvieron interrogando. Yo oí un poco. Porque hubo un momento en que gritaron: «Somos representantes de la Nación y tenemos derecho a que nos conteste.»

PIERRE.-  ¿Representantes de la Nación?... ¿Está usted segura de que era eso lo que les oyó?

MARCELA.-  Como que me he de morir. Y ayer vino otro señor con unos dibujos... Y dijo que «todo» quedaría construido el sábado.

PIERRE.-  ¿Y qué es «todo»?

MARCELA.-   No lo sé. Pero, ¡por Dios!, que no se entere don Jaime de lo que le cuento.

PIERRE.-  Pierda cuidado, Marcela.

MARCELA.-  Desde luego, se trata de algo en relación con la señora. Y con el cine, sospecho yo.

PIERRE.-  ¿Con el cine?

MARCELA.-   Sí. Juraría que están preparando una película.

PIERRE.-   ¿Cómo, cómo..? Me deja usted atónito, Marcela. En fin..., me informaré...

MARCELA.-    (Con zozobra.)  ¡El señor!...

 

(Y hace mutis, rápidamente, por la derecha. JAIME, en efecto, surge por la izquierda. SIXTO le sigue.)

 

JAIME.-    (A SIXTO.)  Dentro de diez minutos justos, intervendrá Madame Brissot. Cinco minutos después, usted.

SIXTO.-  Sí, señor.

JAIME.-  ¿Han empezado a trabajar en la plaza?

SIXTO.-  Cuando pasé por allí, estaban en ello.

JAIME.-  Bien. Suba en seguida, Sixto.

SIXTO.-  Sí, señor.

 

(Mutis de SIXTO, por la izquierda.)

 

JAIME.-  ¡Ah! Pierre me alegra verle.

PIERRE.-  También a mí. Recuerde usted que no le veo desde la tarde  (Irónicamente.)  en que fui expulsado del Trianón por el capitán Fersen.

JAIME.-    (Un poco excitado.)  ¡Ah!, sí, en la que yo me volví loco por simpatía y les hice traición, ¿no? En la que, contagiado de Susana, reaccioné... como si de verdad fuera Fersen.

PIERRE.-  De sobra sé lo que le indujo a comportarse de aquella manera. Usted estaba tan cuerdo como yo, y ni un instante se me ocurrió dudarlo.

JAIME.-  Fracasé, Pierre; eso fue todo. Habíamos pretendido que María Antonieta abandonara a Susana Wiedemann arrojando en su espíritu bombas de gases lacrimógenos, hacerle ver su mentira en el espejo de la nuestra... Y sin conseguirlo. ¿Qué papel desempeñaba yo, como Jaime Serrat, en aquella empresa? Ninguno ya...

PIERRE.-    (Con una imperceptible malignidad.)  Fue usted Fersen...

JAIME.-  Lo soy desde entonces, Pierre. ¿Qué caracterizó a Fersen? El haber querido salvar a la Reina y el haberla amado. Las dos circunstancias se dan en mí. Yo también deseo salvarla, y también la quiero.

PIERRE.-  Lo suponía, Jaime.

JAIME.-   Su belleza, su altivez, su dulzura, me han deslumbrado. Siendo quien soy, conformándome con ser solamente eso, no habría merecido ni una sola de sus miradas. Pero a Fersen, ese placer se le da a manos llenas. Porque María Antonieta  (Adopta un tono confidencial, teñido de un leve humor.) , sépalo la Historia, amó a Fersen apasionadamente.

PIERRE.-  ¿Y va usted a llevar puesto siempre su antifaz de Fersen? ¿Va a estar usted la vida entera, hablando como un ventrílocuo, con una voz que no es la suya, a ese ser quimérico que le responde con una voz falsa también?

JAIME.-  Pierre: tengo algo que confesarle. Yo regalo a Susana Wiedemann, su vida de María Antonieta. Yo hago posible su locura. ¿Se acuerda usted de aquel viaje de Catalina de Rusia, a través de un país empobrecido, que el amor de Potemkin, convirtió en un paraíso, con decorados de teatro y falsos jardines y comparsas a sueldo? Pues, Susana, vive, así, por vez primera desde hace unos días, sin que nadie le contradiga, no la vida real, sino la vida que sueña... Y, gracias a mí, todo, en torno suyo, se produce igual que si fuera, de verdad, la Reina de Francia...

PIERRE.-  ¿Cómo es posible...?

JAIME.-   Ella cree que su resurrección, es conocida y que ha originado una conmoción enorme, y que ha puesto en pie la conciencia republicana del país... Sí, sí, no se sorprenda...  (Con una artificial vivacidad.)  ¿No ha leído usted los periódicos de hoy?  (PIERRE le mira, fijamente, sin pestañear. JAIME le muestra el que tiene a mano.)  «La República está en peligro. ¡Ciudadanos: hágase de nuevo justicia! Ayer, María Antonieta, declaró ante los representantes de la Nación.» ¿Me entiende usted, Pierre? Ella vive sumergida en la atmósfera que le he creado yo. Periódicos, interrogatorios, alarmas, intentos de asalto...

MADAME BRISSOT.-   (Desde dentro, pero un poco lejos.)  ¡Franceses! Ha resucitado María Antonieta. ¡Otra vez la tenemos con nosotros! ¡Tomémonos la justicia por nuestra mano! ¡Que se vea que no toleramos la tiranía de nadie! ¡¡Muera la austríaca!! ¡¡Viva la República!!

 

(MARCELA aparece, asustada, por la derecha.)

 

JAIME.-    (Rápidamente.)  Acompañe a la señora...

MARCELA.-  Sí...  (Y hace mutis en el acto.) 

JAIME.-  Estoy formando a su alrededor un clima de angustia. Falsos periódicos, urdidos por mí, le hacen ver cómo crece día por día, la marea enemiga.  (Ahora se oye un ruido de cristales.)  Una piedra lanzada contra sus ventanas lleva hasta su calabozo, la cólera del pueblo. Ya ha sido interrogada, acusada, juzgada. Y, hoy mismo, se dictará sentencia.

PIERRE.-  Pero, Jaime, puesto a ser el Potemkin de María Antonieta, ¿por qué no le inventa usted bailes de la ópera, comedias de Beaumarchais («Bomarsé») y recepciones de embajadores, en lugar de motines callejeros y asambleas revolucionarias y patíbulos?

JAIME.-  Porque lo que hizo singular su vida no fue la pompa de Versalles, sino su martirio en el cadalso, y sólo en los caminos que le llevan a él se reconoce. ¡Ah!  

(Transición.)

  Tengo otros motivos para conducirme de esa manera. Sólo si María Antonieta muere, podrá Susana nacer de nuevo.

PIERRE.-   Según eso...

JAIME.-  María Antonieta, será condenada a muerte.

PIERRE.-   Ya me gustaría a mí saber de qué manera se las compondrá usted para seguir la farsa hasta ese punto... ¿Cree usted que puede alzarse una guillotina, no importa dónde, como si fuera un puesto de periódicos, y fingir, ante los ojos de todos, una ejecución?

JAIME.-  Sí. Pierre, sí. Hace treinta años, no; hoy, sí. ¿Se olvidó usted de que estamos en la era del cine? El cine es omnipotente, amigo mío. Si usted intenta aproximarse con las manos libres al Rey de Inglaterra, al Presidente Truman o al Emperador del Japón, le ahuyentarán a cintarazos. Pero si lleva una cámara cinematográfica, recibirá un trato muy distinto. «Quiero presenciar la boda de la princesa, las maniobras de la flota, la jura ante el Parlamento...» «¿Y cómo se atreve?...» «Es que llevo una cámara.» «¡Ah, pase usted!» Vea desfilar al Preste de las indias, tan solemne; tan tieso, tan poseído de su papel... ¿Y quién es ese títere que se le acerca y ahora le dice que le mire de frente y luego de perfil y que sonría? Siempre el mismo: el hombre de la cámara. Acertó usted, Pierre. Si yo hubiera solicitado de la Municipalidad de París, autorización para vender, sobre un tinglado insignificante, la Prensa del día, ahí, en la Plaza Lenoir («Lenuar»), frente a nosotros, me lo habría denegado. Pero pedí que me permitieran levantar una guillotina, con objeto de rodar cierta película imaginaria -«Sucedió en Versalles»-, y me lo han concedido.

PIERRE.-   ¿Y cómo piensa usted arreglárselas para que no se descubra su superchería?...

JAIME.-  ¡Bah!... No será tan difícil... Cuatro comparsas, cuatro carpinteros, una cámara, un disco de «La Carmagnole», un redoble de tambores, son suficientes. ¡Sixto proveyó! ¿Comprende, Pierre?

PIERRE.-  Jaime: Ese regalo que hace usted a Susana de la vida y la muerte de María Antonieta, me parece excesivo... y cruel.

JAIME.-  Si usted lo mira como regalo, sí lo es: como medicina, no. Con tal de sanar el cuerpo herido, ¿no es lícita la cirugía... y el cauterio?... ¿Ha visto usted alguna vez, lo que es un electroshock? Véalo, se lo aconsejo. Se trata de producir en el paciente, por medio de descargas, una conmoción más aguda que la que sufre, de llevarle a la normalidad dando la vuelta completa a todo el Zodíaco de la locura. Aun el jueves, en la clínica del doctor Fereol, yo mismo lo he presenciado. Estremece; palabra. Y, sin embargo, sana. ¿Existe alguna comparación posible entre el horror de esa experiencia, que algunos desdichados no resisten, y la que yo llevaré a cabo?

PIERRE.-  Ya entiendo lo que usted se propone: no un electroshock, un filmoshock...

JAIME.-  Exactamente. Y que el terror a morir sea la descarga eléctrica que le cure.

PIERRE.-   Bien. Así, pues, ¿la ejecución...?

JAIME.-  ¿Desea usted saber cuándo va a ser?  (Sigilosamente.)  ¡Marcela!...

MARCELA.-    (Por la derecha.)  Mándeme el señor.

JAIME.-  Avise a la señora que necesito hablarle.

MARCELA.-  En seguida.  (Mutis por la derecha.) 

JAIME.-    (A PIERRE.)  Excúseme, si le invito a escuchar detrás de las puertas.

PIERRE.-  Ese es un deporte apasionante, más cultivado de lo que suponemos...

 

(Se marcha, por la izquierda. MARÍA ANTONIETA entra en escena. Viste igual que en el primer cuadro del acto segundo.)

 

MARÍA ANTONIETA.-    (Temerosa.)  Hans: ¿cómo vienes a verme, tan pronto? ¿Y con esas ropas? ¿No temes ser reconocido? Mira que si te pasara algo, me dolería como si me pasara a mí.

JAIME.-  Estad tranquila, amiga mía. Nada puede sucederme. Gentes de confianza me protegen. Estas ropas son mi disfraz.

 

(Huelga decir que viste un sencillo traje de calle de nuestros días.)

 

MARÍA ANTONIETA.-   ¿Qué es lo que te trae entonces? ¿Qué noticias vienes a darme?  

(Silencio de JAIME.)

  ¿Por qué callas? ¿Tan penosas son que no te atreves a hablar?...

JAIME.-  Amiga mía...

MARÍA ANTONIETA.-   Estoy dispuesta a escucharlas, sean las que sean.

JAIME.-  Necesitaréis de todo vuestro temple. La Asamblea, os ha condenado a la guillotina.

MARÍA ANTONIETA.-    (Sin angustia, casi con un secreto alivio, extrañamente, en suma.)  Lo esperaba. ¿Cuándo?...

JAIME.-  La sentencia se ejecutará en las primeras horas de mañana.

MARÍA ANTONIETA.-  Así está escrito que muera...

JAIME.-  Pero aún queda, amiga mía, una esperanza de salvación...

MARÍA ANTONIETA.-  ¿Es posible?... ¿Y de dónde ha de llegarme?

JAIME.-    (En voz baja.)  Soy yo, quien intentará libraros de la muerte.

MARÍA ANTONIETA.-  ¿Y cómo, amado mío?

JAIME.-  Nada me es posible revelaros aún.

MARÍA ANTONIETA.-  ¿Cuentas con quien te ayude?...

JAIME.-  Sí. Pero la ayuda principal tendrá que ser la vuestra. ¿Estaréis dispuesta a ayudarme a fondo, sin reservas, obedeciéndome en cuanto os pida?...

MARÍA ANTONIETA.-  ¿Yo?... ¿Y cómo lo dudas?... Pero, ¿de qué he de valerte?...

JAIME.-   Pensad que os salvaré en la medida en que deseéis ser salvada.

MARÍA ANTONIETA.-  ¡Oh, no, me engañas, Hans, para que nuestra despedida sea menos amarga! Sé que ya no hay que hacer nada y que ésta es la última vez que nos hablamos.

JAIME.-  La última, no; en ningún caso.

MARÍA ANTONIETA.-    (Se le acerca.)  Mañana, igual que entonces, mientras suba al cadalso, repetiré tu nombre. El nombre del único ser que he querido: Hans...  (Mira con zozobra a la izquierda.)  ¡Cuidado! Alguien viene. Déjame, amado mío...  (Le tiende la mano, que JAIME besa y retiene, un segundo, entre las suyas.)  Peligrarías si te encontraran aquí... Adiós, Hans. (Y desaparece por la derecha.) 

JAIME.-    (Cuando ya ella se fue. Pesadamente.)  Adiós.

PIERRE.-    (Retorna, vivazmente, por la izquierda, y se acerca a la lateral contraria. Da muestras de gran extrañeza.)  Es curioso...

JAIME.-   ¿Qué le pasa a usted?

PIERRE.-  Esa mujer no parece la misma...

JAIME.-   ¡Qué disparates se le ocurren!...

PIERRE.-  Si uno creyera en las metamorfosis...

JAIME.-  Pero, ¿qué nota usted en ella de nuevo?

PIERRE.-   Usted la ha visto diariamente, ¿no?

JAIME.-   Claro...

PIERRE.-  Y no puede darse cuenta. Yo, no la he visto desde el Trianón. Y juraría que es otra.

JAIME.-  Absurdos.

PIERRE.-  No, no. Es un caso interesante. ¡Pobre criatura!... Durante mucho tiempo, se han reído de ella cuando decía que era María Antonieta o se lo han negado. Ahora, por vez primera, se ve tratada como si lo fuera. Y lo está siendo... Por eso descubrió en el secretaire de Versalles la carta de Fersen, allí donde no había ido a buscarla ninguno de sus biógrafos... Deberíamos dar cuenta de esto a la Academia de la Historia, Jaime. Ya no es sólo una mujer. ¡Ya es también un documento!...

JAIME.-  ¿En qué piensa usted, De Armigny, si puede saberse?...

PIERRE.-   En un dicho francés que, seguramente, tiene correspondencia en todos los idiomas.

JAIME.-  ¿A cuál se refiere?...

PIERRE.-   Es muy trivial: Bien va lo que bien acaba...

 

(Se lo queda mirando, enigmáticamente, mientras se cierran las cortinas.)

 


Cuadro II

«Al Amanecer...»


 

Un tablado en el centro de la escena. Y sobre él, la guillotina. La guillotina eleva su horquilla frente por frente del lienzo de la izquierda. En el extremo contrario, una pequeña escalera da acceso al tablado. Ya que la fidelidad en el teatro obliga a muy poca cosa, la cuchilla de la guillotina, en lugar de ser de afilado acero, tal y como algunos actores la merecen, es tan sólo de madera. Dos o tres sillas de lona han sido distribuidas en el primer término de la izquierda. En el momento de comenzar la acción, SIXTO, en mangas de camisa, clava los últimos clavos. JAIME, ajeno a cuanto sucede, se halla en el ángulo izquierdo de la escena, de espaldas al público. Viste un abrigo ranglan, de color claro. Se halla descubierto. El VIZCONDE, de flexible, con su abrigo al brazo, contempla a SIXTO.

 

PIERRE.-  Me tiene usted asombrado, Sixto ¿Es ésta la primera guillotina que construye?

SIXTO.-  Claro que sí, señor Vizconde.

PIERRE.-   Pues juraría que no se ha dedicado usted a otra cosa.

SIXTO.-  ¡Bah!... Es muy sencillo. Le he hecho una chapuza. Fíjese.  (Deja caer la cuchilla, con gran éxito.) 

PIERRE.-   Realmente...

SIXTO.-   (Se ríe.)  Si no fuese de madera...

PIERRE.-  ¡Ah!, sí, habría que dejarse de bromas. (Se acerca a JAIME, al tiempo que se pone el abrigo.) 

JAIME.-  ¿Frío, Pierre?

PIERRE.-   Ando un poco destemplado.

JAIME.-  Lo comprendo.

PIERRE.-  Son las siete de la mañana, lo cual no es ninguna tontería. ¿Usted había oído hablar alguna vez de esa hora? Resulta que existe. Cada día se entera uno de cosas nuevas.

JAIME.-   ¿Nunca madrugó usted tanto?

PIERRE.-  ¿Por quién me ha tomado usted? Bien está que madruguen los gallos, o los pájaros, o los caballos... Pero el hombre, el rey de la creación... No, no.

JAIME.-   Su buen humor es incorregible.

PIERRE.-   Lucho por darle ánimos, Jaime. No me gusta verle así.

JAIME.-  Se lo agradezco.

PIERRE.-  Sufre usted, y me da pena.

JAIME.-  ¡Qué hemos de hacerle!...

PIERRE.-  El amor es un sentimiento noble, pero incómodo... Fue una lástima que usted, que vivía sin preocupaciones, se metiera en libros de caballerías.

JAIME.-  Usted se habrá apasionado alguna vez por algo, imagino.

PIERRE.-  Me pongo a hacer memoria, y apenas si recuerdo. En mi gramática, un poco escéptica, la palabra pasión es considerada como un participio secreto del verbo pasar.  

(Transición.)

  Pero, en fin, ésta no es ocasión de discreteos...

JAIME.-  No, ciertamente...

PIERRE.-  Muy al contrario. Tenemos cerca de trescientos curiosos, pendientes de nosotros. Por si fuera poco, su número tiende a aumentar. Si nos dan las ocho, estamos perdidos. Pero, esta gente en pie desde tan temprano, ¿a qué hora sale de los cabarets?  

(Transición.)

  Y, dicho sea de paso, ¿qué sucede, Jaime que María Antonieta no llega?

JAIME.-  ¡Ah!, no sé... ¡Sixto!

SIXTO.-  ¡Mándeme!

JAIME.-  Dense prisa, haga el favor...

SIXTO.-  Ahora mismo.  (Se va por el foro.) 

PIERRE.-  ¿Y este tipo...

 

(Se refiere al COMPARSA, un sujeto encogido y desgarbado que asoma ahora por la lateral derecha y husmea, aprensivamente, la guillotina. Viste, pantalón ajustado, medias blancas, zapato de hebilla y despechugada camisa. Lleva una proletaria gabardina sobre los hombros.)

 

JAIME.-  Sixto contrató unos comparsas no sé dónde para producir la sensación de que, realmente, rodábamos una película...

PIERRE.-   ¡Ajá!... Si esto se retrasa, Jaime, tal vez conviniera aprovecharlo... a fin de cubrir las apariencias.

JAIME.-  Haga lo que guste.

 

(Por la izquierda, se presenta el GUARDIA. Va uniformado a la clásica manera parisina. Lleva kepis azul, bota negra, silbato al cuello. Y luce un frondoso bigote.)

 

GUARDIA.-  ¿Cómo marcha todo, patrón?

PIERRE.-  Muy bien, muy bien.

GUARDIA.-  Les hemos acotado el centro de la plaza para que se muevan con soltura. Así, nadie les molesta.

PIERRE.-  Muchas gracias, agente. ¿Qué?... ¿Qué comentarios oyó usted por ahí?

GUARDIA.-  ¡Bah! De todos los colores... Los primeros que vinieron y que no estaban enterados de nada, al ver la guillotina, pues, hombre, se ilusionaron y empezaron a decir que, por fin, que ya era tiempo y apostar que si era para Fulanito o para Menganito. Hasta que les dije que se trataba de una película, lo cual, la verdad, decepcionó un poco. Ahora andan impacientes porque empiece la cosa. ¿Qué cree usted? (Se ríe.)  Me han mandado a que me entere.

PIERRE.-  Dígales que María Antonieta llega ahora mismo, y que cuando pase, si quieren gritar «¡Muera la austríaca!», se lo agradeceré. De momento, y para hacer boca  (Prosigue en un tono siniestro.) , vamos a decapitar al Marqués de La Tour. Es de la camarilla de la Reina. Un enemigo del pueblo.

GUARDIA.-  ¡Ah!, sé alegrarán cuando lo sepan. A mandar. Ya sabe dónde me tienen.

PIERRE.-  Adiós, agente.  

(JAIME, que se pasea, inquieto, de un lado a otro, desaparece por la derecha. El agente se va por la izquierda.)

  Bien.  (Se dirige al COMPARSA, que le mira con cierta prevención.)  Usted ya conoce su situación. En verdad, muy poco satisfactoria. Usted es un vil aristócrata perteneciente a una familia que lleva alimentándose de la sangre del pueblo desde 1350. Nos encontramos en 1793, y el pueblo ha dicho que lo que procede es que él se beba la sangre del aristócrata. Esto no es, ciertamente, lo que se llama el turno pacífico de los partidos, pero obedece a una ley histórica que se reproduce con una constancia infalible. En resumidas cuentas, señor Marqués de La Tour, ha llegado el momento de dejarse beber la sangre. El trance es incómodo, pero no por eso deberá perder su compostura. A ver, ese rostro... Un gesto digno, un rictus..., así, en los labios, de superioridad, de desdén. ¿Eh? Y subamos los escalones... Justo, poco a poco, sin apresurarse.  (El Marqués de La Tour, un poco impresionado, inicia una espantada.) 

¡Ah!, pero sin retroceder, Marqués... Una persona de su linaje...  (El Marqués saca fuerzas de flaqueza, y sube hasta el cadalso.)  ¡Ajajá! Ya lo peor ha pasado. Una vez en tan elevada posición, usted mira al pueblo, que ruge a sus pies, con sus frasquitos preparados para recoger su sangre y darse el banquete con que sueña desde el siglo catorce. Usted se empina sobre el patíbulo y grita: «¡Hidra revolucionaria: la posteridad me hará justicia!...» El pueblo reacciona, bueno, ya se imaginará usted cómo, y las lindezas que le contesta. Entonces el verdugo, intérprete de los sentimientos generales, le derriba sobre la plataforma, baja la cuchilla... y listo.

EL COMPARSA.-  Pero, ¿me tengo que poner ahí?... En el Sindicato no me han dicho nada...

 

(Ahora se oye, lejanamente, un muy largo y sostenido redoble de tambor.)

 

PIERRE.-    (Gravemente.)  Un momento, señor Marqués de La Tour. Ese redoble de tambor le salva la vida. «La commedia è finita

 

(PIERRE baja del cadalso. JAIME vuelve a escena.)

 

JAIME.-  Llega, ¿no?

PIERRE.-   Sí.  

(JAIME hace ademán de salir a su encuentro.)

  ¿Dónde va usted?... ¡Quieto, quieto ahí!... ¿Cuándo la vio por última vez?

JAIME.-  Ayer.

PIERRE.-  La guillotina y usted son dos cosas muy distintas, pero que ella ha de encontrarse simultáneamente.  

(JAIME, pese a sus deseos, se detiene. Nuevo redoble de tambor, algo más próximo.)

  ¡Ajajá!... La carreta se aproxima.

UNA VOZ.-    (Desde dentro.)  ¡Muera la austríaca!

CORO.-  ¡Muera!

UNA VOZ.-  ¡Viva la Revolución!

CORO.-  ¡Vivaaa!...

PIERRE.-  El pueblo es el más primitivo de todos los instrumentos musicales. Sólo tiene esas dos notas en su escala: los vivas y los mueras.

EL GUARDIA.-    (Desde dentro.)  ¡Orden, orden!... ¡Que nadie se salga de la fila!

PIERRE.-  ¿Y cómo van a hacer la revolución, entonces? Si la revolución es salirse de la fila, amigo mío...

 

(PIERRE invita a JAIME a mirar por la derecha. Pero JAIME, ajeno a esa invitación, es al foro donde mira. SIXTO regresa en ese momento.)

 

JAIME.-  Ya viene, Pierre...  (En voz baja.)  ¿Ha visto algo igual?

PIERRE.-   (Admirativo.)  Sí, señor. Así es cómo debe ir una reina hacia la muerte.

JAIME.-   ¡Qué dignidad, qué grandeza!...

PIERRE.-  La misma María Antonieta no hubiera representado su papel mejor que ella...

JAIME.-   Ya está...

 

(Nuevo redoble de tambor.)

 

PIERRE.-   Apártese, Jaime.

 

(MARCELA, por el foro izquierda, a JAIME, conmovida.)

 

MARCELA.-  ¡Señor!...

JAIME.-  ¿Qué pasa?

MARCELA.-  Es la Reina, señor; es la Reina, se lo aseguro. Es verdad que ha resucitado. Tiene razón. No dirá nunca que no lo es, porque no puede decirlo.

JAIME.-    (Serenamente, sin sorprenderse, como si en el fondo comenzara él a creerlo también.)  ¿Cómo lo sabe usted, Marcela?

MARCELA.-  Porque se le ve en la cara. No mira igual que los demás. Es una aparecida. ¿Qué van a hacer con ella?

JAIME.-  Nada, Marcela. No se inquiete.

MARCELA.-   (Sublevada.)  Es que no quiero que le hagan daño, ¡no quiero!

JAIME.-    (Sorprendido.)  ¡Marcela!

MARCELA.-   (Histéricamente.)  ¡Gritaré, si es preciso, gritaré!...

JAIME.-    (Le coge del brazo con violencia.)  No hay en el mundo quien la quiera como yo. ¡Cállese ahora!

 

(PIERRE escruta el cielo y se sube las solapas del abrigo.)

 

PIERRE.-  Comienza a lloviznar. He leído que también lloviznaba aquella mañana.

 

(Un postrer redoble de tambor, éste ya al borde de la escena, y he aquí a MARÍA ANTONIETA. Viste como en el primer acto. Está intensamente pálida. Trae las manos atadas a la espalda.)

 

MARÍA ANTONIETA.-    (Para sí misma, como una oración.)  Hans...  (Avanza unos pasos hacia la escalera. Se detiene.)  Hans...

 

(MARCELA, en un impulso irresistible, se le acerca y le desata las manos.)

 

PIERRE.-  Adelante, Jaime. Juegue su última carta... Valor...

 

(JAIME se dirige hacia ella.)

 

MARÍA ANTONIETA.-  ¿Qué hacéis aquí?

JAIME.-   Vengo a impedir que mueras.

MARÍA ANTONIETA.-    (Con el temor de que pueda ser soprendido.)  ¿Cómo vais a evitarlo?

JAIME.-  ¡Huye!...

MARÍA ANTONIETA.-  Ya es tarde...

JAIME.-  No, aún es tiempo, yo te lo fío.

MARÍA ANTONIETA.-   ¿Y adónde he de huir?

JAIME.-  A ti misma. Has dejado vacío tu verdadero nombre. Pero ese nombre te está esperando como una habitación en la que ya ardiera el fuego. Vuelve a habitarla. Es a ese rincón tuyo, al que quiero que huyas.

MARÍA ANTONIETA.-  ¿De qué manera?

JAIME.-  Di, simplemente: Soy Susana Wiedemann... y la guillotina se derrumbará como un castillo de naipes.

MARÍA ANTONIETA.-   (Imprecisamente.)  No...

JAIME.-   Años y años, al oír ese nombre, has respondido: Yo soy. Tus labios han tenido que pronunciarlo muchas veces. Y te será familiar...

MARÍA ANTONIETA.-  No puedo...

JAIME.-  Repite conmigo: Soy Susana Wiedemann.

MARÍA ANTONIETA.-  Soy... Susa...  (Se interrumpe, arrepentida.)  ¡Ah, no!...  (Resueltamente.)  No soy Susana Wiedernann.

JAIME.-  ¿Quién eres, entonces? Dime tu nombre verdadero, sea el que sea.

MARÍA ANTONIETA.-   (Solemne.)  María Antonieta.

JAIME.-  No... La tierra está llena de muertos..., millones y millones de muertos..., convertidos en polvo, a la espera de una hora que no llegó todavía... Y nadie resucita.

MARÍA ANTONIETA.-    (En voz muy alta.)  ¡¡Yo he resucitado!!

JAIME.-    (Con una sorda angustia.)  ¿Y vas a morir de nuevo? ¡Huye de la Muerte!

MARÍA ANTONIETA.-  Es superior a mis fuerzas: no quiero huir de esa forma.

JAIME.-  Es tu vida la que arriesgas, piénsalo bien.

MARÍA ANTONIETA.-   Será el perderla mi destino.

JAIME.-    (Autoritariamente.)  ¡Suspéndase la ejecución! ¡Esta mujer no es la Reina!

MARÍA ANTONIETA.-  ¡Sí lo soy! ¡Dejad que siga mi estrella!

JAIME.-  ¡¡Susana!!

 

(MARÍA ANTONIETA se desentiende de su llamada e inicia lentamente la subida al patíbulo. Como una sonámbula. A alguien, que ya no es JAIME, y que su mirada sueña.)

 

MARÍA ANTONIETA.-  ¡Hans!...

 

(JAIME intenta seguir tras ella, pero desiste de hacerlo. PIERRE se acerca a él y le aprieta el brazo emocionado.)

 

PIERRE.-  ¡Jaime!...

JAIME.-  Derrotados.

PIERRE.-  Sí...

 

(MARÍA ANTONIETA inicia la subida a la plataforma del patíbulo. Entonces, con un sobrio ademán, se quita la cofia. Tiene el pelo blanco.)

 

JAIME.-   ¿Se ha fijado usted?... Como María Antonieta encaneció en una noche...

MARÍA ANTONIETA.-  ¡Hans!...

JAIME.-    (Trémulamente.)  Voy a revelarle su secreto, Pierre. Quiere morir. En el rincón más escondido de su alma, oye una voz que le dice: Sólo muriendo en el cadalso, demostrarás que eres María Antonieta; que ni te has engañado ni has mentido, y que no estás loca... Y ella desea esa muerte. Obsérvela. ¿Es posible subir al patíbulo con más serenidad? ¿Y habrá algún rostro resplandecido más que el suyo, en este trance horrible?

 

(MARÍA ANTONIETA pisa ya la siniestra plataforma. SIXTO, MARCELA y el COMPARSA se aproximan a la guillotina. Un algo extraño y misterioso flota en el aire. Nadie podrá detenerlo ni evitarlo, pero nadie supone tampoco qué podrá ser.)

 

MARCELA.-   (Angustiada.)  ¡Majestad!...

MARÍA ANTONIETA.-  ¡Hans!...

 

(El nombre de su amado vibra, ahora, como un toque de campana. MARÍA ANTONIETA acaba de pronunciarlo y se desploma, fulminada. Entonces, todos se precipitan a socorrerla. JAIME, el primero, naturalmente. Sólo PIERRE permanece inmóvil, al pie del cadalso, próximo al rostro de ella, como si supiera que su auxilio es inútil.)

 

JAIME.-    (La toma en sus brazos.)  ¡Susana!... ¡Susana!...  (Horrorizado.)  No, no es posible... ¡Santo Dios!... No, no es posible...  

(MARÍA ANTONIETA expira.)

  ¡¡María Antonieta!!

PIERRE.-  ¡Pobre corazón!... ¡Todo acabó!...

MARCELA.-   (Desciende las escaleras.)  ¡Un médico, pronto, un médico!

 

(Y hace mutis, por el foro, llena de angustia. Unos segundos antes, por la izquierda, penetró PAUL Brecourt. Lleva un abrigo y trae un paraguas abierto, que le oculta a los espectadores. En este instante, se acerca a PIERRE y, mientras JAIME llora amargamente sobre el cuerpo de MARÍA ANTONIETA, él, bien porque deja caer hacia atrás su paraguas como una cogulla, o porque lo cierra, se muestra al público. PIERRE le mira, asombrado.)

 

PAUL.-  ¿Quién es esta mujer?

PIERRE.-    (Atónito.)  ¿Y usted me lo pregunta? La suya...

PAUL.-   No, por cierto...

PIERRE.-    (Grave.)  Mírela bien, señor Brecourt. La muerte apenas ha tenido tiempo de consumar su obra, y quizá algún último pulso se defiende de ella todavía. Inútil resistencia... Cuando cese, verá surgir, entre la niebla de ese rostro sin vida ya, el de Susana Wiedemann.

PAUL.-   (Sin entender demasiado lo que le dicen, pero sobrecogido.)  Entonces, realmente...

MARCELA.-   (Regresa por el foro. De modo simultáneo, el GUARDIA, por la izquierda.)  Aquí hay un médico, señor...  (Se aproxima a MARÍA ANTONIETA y a JAIME.) 

JAIME.-    (Sombrío.)  Tarde ya, Marcela.

 

(Conmovidamente, deposita la amada carga en el suelo. Todos, inmóviles, componen un pequeño cuadro en torno suyo. Y, lentamente, cae el...

 

 
 
TELÓN
 
 





Sitges, 8-21 agosto 1951.



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