Cuadro
I
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«Potemkin»
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De nuevo, la casa de JAIME Serrat. PIERRE de Armigny llega, con cierta
premura, por la izquierda; SIXTO le sigue.
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PIERRE.-
¿Qué me dice usted de don Jaime?
¿Que salió?
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SIXTO.- Sí...
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PIERRE.- Es extraño. Según el
portero, se encuentra en casa.
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SIXTO.- Los dos tenemos razón,
señor Vizconde. Don Jaime ha salido del piso, pero no de la
casa.
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PIERRE.-
¿Por dónde anda, entonces?
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SIXTO.-
Ha bajado al patio.
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PIERRE.-
¿Y qué demonios se le ha perdido
allí?
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SIXTO.-
(Borroso.) Está
con Madame Brissot.
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PIERRE.-
¿Y quién es Madame Brissot?
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SIXTO.- Creo que... una actriz...
(Azorado.) Si usted me permite,
acababan de llamarme cuando usted entró.
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PIERRE.-
(Extrañado.)
Márchese, márchese...
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SIXTO.- Le diré que ha llegado usted.
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PIERRE.- Muchas gracias.
(SIXTO hace mutis
por la izquierda. PIERRE
coge un periódico que hay sobre la mesa, y se pone a leerlo
distraídamente. De improvisto se interrumpe,
sorprendidísimo.)
Pero ¿qué es esto?... (Se dirige
a la lateral izquierda.) ¡Sixto!
¡Sixto! |
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(SIXTO, retorna a
escena, al cabo de unos segundos.)
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SIXTO.-
¿Quiere algo, señor Vizconde?
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PIERRE.-
¿Qué significa este
periódico?
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SIXTO.-
Eso es cosa del señor. Él es quien se
encarga de todo.
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PIERRE.- Pero, éste es un
periódico trucado.
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SIXTO.- Posiblemente, señor...
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PIERRE.- No, no, sin ninguna duda.
(Lee.) «La resurrección
de María Antonieta, tema del día. La cuarta
República, igual que la primera, pide para ella la pena
capital.» ¿Quiere usted explicarme, Sixto?
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SIXTO.- Yo no sé nada, señor
Vizconde.
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PIERRE.- Sería la primera vez que usted
ignorase algo. ¿O es que lo quiere ignorar?
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SIXTO.- Discúlpeme, señor
Vizconde.
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PIERRE.- Marcela...
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MARCELA.- ¡Buenas tardes,
señor!...
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(MARCELA habla
tímidamente, con cierto miedo, como si se supiera inserta en
un juego al que es ajena y que le sobrecoge un poco.)
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PIERRE.- Quería hablarle de lo del
Trianón. ¿Qué sucedió cuando yo me
marché?... A las siete de ese mismo día, tomé
el tren de Brest, y he regresado hoy por la mañana.
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MARCELA.- Sí, ya nos dijo que se iba.
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PIERRE.- Bien. ¿Qué fue de ellos?
(Transición.)
¡Ah!, no tenga reparo en contestarme. Sabe que soy el
mejor amigo de don Jaime. |
MARCELA.- Pues... regresaron aquí en el
coche del señor.
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PIERRE.- Marcela, le encuentro a usted como
asustada. ¿Le pasa algo?
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MARCELA.- No, no; a mí, no. Es al
señor.
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PIERRE.- ¿Qué le sucede?
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MARCELA.- Sixto está enterado, creo yo.
¿Por qué no se lo pregunta a él?
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PIERRE.- Lo he hecho inútilmente.
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MARCELA.-
El otro día visitaron a la señora unos
señores. Traían unas carteras con papeles y le
estuvieron interrogando. Yo oí un poco. Porque hubo un
momento en que gritaron: «Somos representantes de la
Nación y tenemos derecho a que nos conteste.»
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PIERRE.- ¿Representantes de la
Nación?... ¿Está usted segura de que era eso
lo que les oyó?
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MARCELA.- Como que me he de morir. Y ayer vino
otro señor con unos dibujos... Y dijo que «todo»
quedaría construido el sábado.
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PIERRE.- ¿Y qué es
«todo»?
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MARCELA.-
No lo sé. Pero, ¡por Dios!, que no se
entere don Jaime de lo que le cuento.
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PIERRE.- Pierda cuidado, Marcela.
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MARCELA.- Desde luego, se trata de algo en
relación con la señora. Y con el cine, sospecho
yo.
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PIERRE.- ¿Con el cine?
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MARCELA.-
Sí. Juraría que están preparando
una película.
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PIERRE.-
¿Cómo, cómo..? Me deja usted
atónito, Marcela. En fin..., me informaré...
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MARCELA.-
(Con zozobra.) ¡El
señor!...
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(Y hace mutis, rápidamente, por la derecha.
JAIME, en efecto, surge
por la izquierda. SIXTO le
sigue.)
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JAIME.-
(A SIXTO.) Dentro de diez
minutos justos, intervendrá Madame Brissot. Cinco minutos
después, usted.
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SIXTO.- Sí, señor.
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JAIME.- ¿Han empezado a trabajar en la
plaza?
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SIXTO.- Cuando pasé por allí,
estaban en ello.
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JAIME.- Bien. Suba en seguida, Sixto.
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SIXTO.- Sí, señor.
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(Mutis de SIXTO,
por la izquierda.)
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JAIME.- ¡Ah! Pierre me alegra verle.
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PIERRE.- También a mí. Recuerde
usted que no le veo desde la tarde
(Irónicamente.) en que fui
expulsado del Trianón por el capitán Fersen.
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JAIME.-
(Un poco excitado.)
¡Ah!, sí, en la que yo me volví loco por
simpatía y les hice traición, ¿no? En la que,
contagiado de Susana, reaccioné... como si de verdad fuera
Fersen.
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PIERRE.- De sobra sé lo que le indujo a
comportarse de aquella manera. Usted estaba tan cuerdo como yo, y
ni un instante se me ocurrió dudarlo.
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JAIME.- Fracasé, Pierre; eso fue todo.
Habíamos pretendido que María Antonieta abandonara a
Susana Wiedemann arrojando en su espíritu bombas de gases
lacrimógenos, hacerle ver su mentira en el espejo de la
nuestra... Y sin conseguirlo. ¿Qué papel
desempeñaba yo, como Jaime Serrat, en aquella empresa?
Ninguno ya...
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PIERRE.-
(Con una imperceptible
malignidad.) Fue usted Fersen...
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JAIME.- Lo soy desde entonces, Pierre.
¿Qué caracterizó a Fersen? El haber querido
salvar a la Reina y el haberla amado. Las dos circunstancias se dan
en mí. Yo también deseo salvarla, y también la
quiero.
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PIERRE.- Lo suponía, Jaime.
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JAIME.-
Su belleza, su altivez, su dulzura, me han
deslumbrado. Siendo quien soy, conformándome con ser
solamente eso, no habría merecido ni una sola de sus
miradas. Pero a Fersen, ese placer se le da a manos llenas. Porque
María Antonieta (Adopta un tono confidencial,
teñido de un leve humor.) , sépalo la
Historia, amó a Fersen apasionadamente.
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PIERRE.- ¿Y va usted a llevar puesto
siempre su antifaz de Fersen? ¿Va a estar usted la vida
entera, hablando como un ventrílocuo, con una voz que no es
la suya, a ese ser quimérico que le responde con una voz
falsa también?
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JAIME.- Pierre: tengo algo que confesarle. Yo
regalo a Susana Wiedemann, su vida de María Antonieta. Yo
hago posible su locura. ¿Se acuerda usted de aquel viaje de
Catalina de Rusia, a través de un país empobrecido,
que el amor de Potemkin, convirtió en un paraíso, con
decorados de teatro y falsos jardines y comparsas a sueldo? Pues,
Susana, vive, así, por vez primera desde hace unos
días, sin que nadie le contradiga, no la vida real, sino la
vida que sueña... Y, gracias a mí, todo, en torno
suyo, se produce igual que si fuera, de verdad, la Reina de
Francia...
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PIERRE.- ¿Cómo es posible...?
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JAIME.-
Ella cree que su resurrección, es conocida y
que ha originado una conmoción enorme, y que ha puesto en
pie la conciencia republicana del país... Sí,
sí, no se sorprenda... (Con una artificial
vivacidad.) ¿No ha leído usted los
periódicos de hoy? (PIERRE le mira, fijamente, sin
pestañear. JAIME le
muestra el que tiene a mano.) «La
República está en peligro. ¡Ciudadanos:
hágase de nuevo justicia! Ayer, María Antonieta,
declaró ante los representantes de la Nación.»
¿Me entiende usted, Pierre? Ella vive sumergida en la
atmósfera que le he creado yo. Periódicos,
interrogatorios, alarmas, intentos de asalto...
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MADAME
BRISSOT.- (Desde dentro, pero un poco
lejos.) ¡Franceses! Ha resucitado María
Antonieta. ¡Otra vez la tenemos con nosotros!
¡Tomémonos la justicia por nuestra mano! ¡Que se
vea que no toleramos la tiranía de nadie!
¡¡Muera la austríaca!! ¡¡Viva la
República!!
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(MARCELA aparece,
asustada, por la derecha.)
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JAIME.-
(Rápidamente.)
Acompañe a la señora...
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MARCELA.- Sí... (Y hace
mutis en el acto.)
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JAIME.- Estoy formando a su alrededor un clima
de angustia. Falsos periódicos, urdidos por mí, le
hacen ver cómo crece día por día, la marea
enemiga. (Ahora se oye un ruido de
cristales.) Una piedra lanzada contra sus ventanas
lleva hasta su calabozo, la cólera del pueblo. Ya ha sido
interrogada, acusada, juzgada. Y, hoy mismo, se dictará
sentencia.
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PIERRE.- Pero, Jaime, puesto a ser el Potemkin
de María Antonieta, ¿por qué no le inventa
usted bailes de la ópera, comedias de Beaumarchais
(«Bomarsé») y recepciones de embajadores, en
lugar de motines callejeros y asambleas revolucionarias y
patíbulos?
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JAIME.- Porque lo que hizo singular su vida no
fue la pompa de Versalles, sino su martirio en el cadalso, y
sólo en los caminos que le llevan a él se reconoce.
¡Ah!
(Transición.)
Tengo otros motivos para conducirme de esa manera.
Sólo si María Antonieta muere, podrá Susana
nacer de nuevo. |
PIERRE.-
Según eso...
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JAIME.- María Antonieta, será
condenada a muerte.
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PIERRE.-
Ya me gustaría a mí saber de qué
manera se las compondrá usted para seguir la farsa hasta ese
punto... ¿Cree usted que puede alzarse una guillotina, no
importa dónde, como si fuera un puesto de periódicos,
y fingir, ante los ojos de todos, una ejecución?
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JAIME.- Sí. Pierre, sí. Hace
treinta años, no; hoy, sí. ¿Se olvidó
usted de que estamos en la era del cine? El cine es omnipotente,
amigo mío. Si usted intenta aproximarse con las manos libres
al Rey de Inglaterra, al Presidente Truman o al Emperador del
Japón, le ahuyentarán a cintarazos. Pero si lleva una
cámara cinematográfica, recibirá un trato muy
distinto. «Quiero presenciar la boda de la princesa, las
maniobras de la flota, la jura ante el Parlamento...»
«¿Y cómo se atreve?...» «Es que
llevo una cámara.» «¡Ah, pase
usted!» Vea desfilar al Preste de las indias, tan solemne;
tan tieso, tan poseído de su papel... ¿Y quién
es ese títere que se le acerca y ahora le dice que le mire
de frente y luego de perfil y que sonría? Siempre el mismo:
el hombre de la cámara. Acertó usted, Pierre. Si yo
hubiera solicitado de la Municipalidad de París,
autorización para vender, sobre un tinglado insignificante,
la Prensa del día, ahí, en la Plaza Lenoir
(«Lenuar»), frente a nosotros, me lo habría
denegado. Pero pedí que me permitieran levantar una
guillotina, con objeto de rodar cierta película imaginaria
-«Sucedió en Versalles»-, y me lo han
concedido.
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PIERRE.-
¿Y cómo piensa usted
arreglárselas para que no se descubra su
superchería?...
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JAIME.- ¡Bah!... No será tan
difícil... Cuatro comparsas, cuatro carpinteros, una
cámara, un disco de «La Carmagnole», un redoble
de tambores, son suficientes. ¡Sixto proveyó!
¿Comprende, Pierre?
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PIERRE.- Jaime: Ese regalo que hace usted a
Susana de la vida y la muerte de María Antonieta, me parece
excesivo... y cruel.
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JAIME.- Si usted lo mira como regalo, sí
lo es: como medicina, no. Con tal de sanar el cuerpo herido,
¿no es lícita la cirugía... y el cauterio?...
¿Ha visto usted alguna vez, lo que es un electroshock?
Véalo, se lo aconsejo. Se trata de producir en el paciente,
por medio de descargas, una conmoción más aguda que
la que sufre, de llevarle a la normalidad dando la vuelta completa
a todo el Zodíaco de la locura. Aun el jueves, en la
clínica del doctor Fereol, yo mismo lo he presenciado.
Estremece; palabra. Y, sin embargo, sana. ¿Existe alguna
comparación posible entre el horror de esa experiencia, que
algunos desdichados no resisten, y la que yo llevaré a
cabo?
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PIERRE.- Ya entiendo lo que usted se propone: no
un electroshock, un filmoshock...
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JAIME.- Exactamente. Y que el terror a morir sea
la descarga eléctrica que le cure.
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PIERRE.-
Bien. Así, pues, ¿la
ejecución...?
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JAIME.- ¿Desea usted saber cuándo
va a ser? (Sigilosamente.)
¡Marcela!...
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MARCELA.-
(Por la derecha.)
Mándeme el señor.
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JAIME.- Avise a la señora que necesito
hablarle.
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MARCELA.- En seguida. (Mutis por
la derecha.)
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JAIME.-
(A PIERRE.)
Excúseme, si le invito a escuchar detrás de las
puertas.
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PIERRE.- Ese es un deporte apasionante,
más cultivado de lo que suponemos...
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(Se marcha, por la izquierda. MARÍA ANTONIETA entra en
escena. Viste igual que en el primer cuadro del acto
segundo.)
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MARÍA
ANTONIETA.- (Temerosa.)
Hans: ¿cómo vienes a verme, tan pronto? ¿Y con
esas ropas? ¿No temes ser reconocido? Mira que si te pasara
algo, me dolería como si me pasara a mí.
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JAIME.- Estad tranquila, amiga mía. Nada
puede sucederme. Gentes de confianza me protegen. Estas ropas son
mi disfraz.
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(Huelga decir que viste un sencillo traje de calle de
nuestros días.)
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Qué es lo que te trae
entonces? ¿Qué noticias vienes a darme?
(Silencio de JAIME.)
¿Por qué callas? ¿Tan penosas son que
no te atreves a hablar?... |
JAIME.- Amiga mía...
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MARÍA
ANTONIETA.- Estoy dispuesta a escucharlas, sean las
que sean.
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JAIME.- Necesitaréis de todo vuestro
temple. La Asamblea, os ha condenado a la guillotina.
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MARÍA
ANTONIETA.- (Sin angustia, casi con un
secreto alivio, extrañamente, en suma.) Lo
esperaba. ¿Cuándo?...
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JAIME.- La sentencia se ejecutará en las
primeras horas de mañana.
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MARÍA
ANTONIETA.- Así está escrito que
muera...
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JAIME.- Pero aún queda, amiga mía,
una esperanza de salvación...
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Es posible?... ¿Y de
dónde ha de llegarme?
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JAIME.-
(En voz baja.) Soy yo,
quien intentará libraros de la muerte.
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Y cómo, amado
mío?
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JAIME.- Nada me es posible revelaros
aún.
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Cuentas con quien te ayude?...
|
JAIME.- Sí. Pero la ayuda principal
tendrá que ser la vuestra. ¿Estaréis dispuesta
a ayudarme a fondo, sin reservas, obedeciéndome en cuanto os
pida?...
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Yo?... ¿Y cómo lo
dudas?... Pero, ¿de qué he de valerte?...
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JAIME.-
Pensad que os salvaré en la medida en que
deseéis ser salvada.
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MARÍA
ANTONIETA.- ¡Oh, no, me engañas, Hans,
para que nuestra despedida sea menos amarga! Sé que ya no
hay que hacer nada y que ésta es la última vez que
nos hablamos.
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JAIME.- La última, no; en ningún
caso.
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MARÍA
ANTONIETA.- (Se le
acerca.) Mañana, igual que entonces, mientras
suba al cadalso, repetiré tu nombre. El nombre del
único ser que he querido: Hans... (Mira con
zozobra a la izquierda.) ¡Cuidado! Alguien
viene. Déjame, amado mío... (Le tiende
la mano, que JAIME besa y
retiene, un segundo, entre las suyas.)
Peligrarías si te encontraran aquí... Adiós,
Hans. (Y desaparece por la
derecha.)
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JAIME.-
(Cuando ya ella se fue.
Pesadamente.) Adiós.
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PIERRE.-
(Retorna, vivazmente, por la izquierda,
y se acerca a la lateral contraria. Da muestras de gran
extrañeza.) Es curioso...
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JAIME.-
¿Qué le pasa a usted?
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PIERRE.- Esa mujer no parece la misma...
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JAIME.-
¡Qué disparates se le ocurren!...
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PIERRE.- Si uno creyera en las
metamorfosis...
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JAIME.- Pero, ¿qué nota usted en
ella de nuevo?
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PIERRE.-
Usted la ha visto diariamente, ¿no?
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JAIME.-
Claro...
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PIERRE.- Y no puede darse cuenta. Yo, no la he
visto desde el Trianón. Y juraría que es otra.
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JAIME.- Absurdos.
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PIERRE.- No, no. Es un caso interesante.
¡Pobre criatura!... Durante mucho tiempo, se han reído
de ella cuando decía que era María Antonieta o se lo
han negado. Ahora, por vez primera, se ve tratada como si lo fuera.
Y lo está siendo... Por eso descubrió en el
secretaire de Versalles la carta de Fersen, allí donde no
había ido a buscarla ninguno de sus biógrafos...
Deberíamos dar cuenta de esto a la Academia de la Historia,
Jaime. Ya no es sólo una mujer. ¡Ya es también
un documento!...
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JAIME.- ¿En qué piensa usted, De
Armigny, si puede saberse?...
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PIERRE.-
En un dicho francés que, seguramente, tiene
correspondencia en todos los idiomas.
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JAIME.- ¿A cuál se refiere?...
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PIERRE.-
Es muy trivial: Bien va lo que bien acaba...
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(Se lo queda mirando, enigmáticamente, mientras se
cierran las cortinas.)
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Cuadro
II
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«Al Amanecer...»
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Un tablado en el centro de la escena. Y sobre él, la
guillotina. La guillotina eleva su horquilla frente por frente del
lienzo de la izquierda. En el extremo contrario, una pequeña
escalera da acceso al tablado. Ya que la fidelidad en el teatro
obliga a muy poca cosa, la cuchilla de la guillotina, en lugar de
ser de afilado acero, tal y como algunos actores la merecen, es tan
sólo de madera. Dos o tres sillas de lona han sido
distribuidas en el primer término de la izquierda. En el
momento de comenzar la acción, SIXTO, en mangas de camisa, clava los
últimos clavos. JAIME, ajeno a cuanto sucede, se halla
en el ángulo izquierdo de la escena, de espaldas al
público. Viste un abrigo ranglan, de color claro. Se halla
descubierto. El VIZCONDE,
de flexible, con su abrigo al brazo, contempla a SIXTO.
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PIERRE.- Me tiene usted asombrado, Sixto
¿Es ésta la primera guillotina que construye?
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SIXTO.- Claro que sí, señor
Vizconde.
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PIERRE.-
Pues juraría que no se ha dedicado usted a
otra cosa.
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SIXTO.- ¡Bah!... Es muy sencillo. Le he
hecho una chapuza. Fíjese. (Deja caer la
cuchilla, con gran éxito.)
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PIERRE.-
Realmente...
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SIXTO.- (Se
ríe.) Si no fuese de madera...
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PIERRE.- ¡Ah!, sí, habría
que dejarse de bromas. (Se acerca a JAIME, al tiempo que se pone el
abrigo.)
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JAIME.- ¿Frío, Pierre?
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PIERRE.-
Ando un poco destemplado.
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JAIME.- Lo comprendo.
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PIERRE.- Son las siete de la mañana, lo
cual no es ninguna tontería. ¿Usted había
oído hablar alguna vez de esa hora? Resulta que existe. Cada
día se entera uno de cosas nuevas.
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JAIME.-
¿Nunca madrugó usted tanto?
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PIERRE.- ¿Por quién me ha tomado
usted? Bien está que madruguen los gallos, o los
pájaros, o los caballos... Pero el hombre, el rey de la
creación... No, no.
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JAIME.-
Su buen humor es incorregible.
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PIERRE.-
Lucho por darle ánimos, Jaime. No me gusta
verle así.
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JAIME.- Se lo agradezco.
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PIERRE.- Sufre usted, y me da pena.
|
JAIME.- ¡Qué hemos de
hacerle!...
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PIERRE.- El amor es un sentimiento noble, pero
incómodo... Fue una lástima que usted, que
vivía sin preocupaciones, se metiera en libros de
caballerías.
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JAIME.- Usted se habrá apasionado alguna
vez por algo, imagino.
|
PIERRE.- Me pongo a hacer memoria, y apenas si
recuerdo. En mi gramática, un poco escéptica, la
palabra pasión es considerada como un participio secreto del
verbo pasar.
(Transición.)
Pero, en fin, ésta no es ocasión de
discreteos... |
JAIME.- No, ciertamente...
|
PIERRE.- Muy al contrario. Tenemos cerca de
trescientos curiosos, pendientes de nosotros. Por si fuera poco, su
número tiende a aumentar. Si nos dan las ocho, estamos
perdidos. Pero, esta gente en pie desde tan temprano, ¿a
qué hora sale de los cabarets?
(Transición.)
Y, dicho sea de paso, ¿qué sucede, Jaime que
María Antonieta no llega? |
JAIME.- ¡Ah!, no sé...
¡Sixto!
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SIXTO.- ¡Mándeme!
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JAIME.- Dense prisa, haga el favor...
|
SIXTO.- Ahora mismo. (Se va por el
foro.)
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PIERRE.- ¿Y este tipo...
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|
(Se refiere al COMPARSA, un sujeto encogido y
desgarbado que asoma ahora por la lateral derecha y husmea,
aprensivamente, la guillotina. Viste, pantalón ajustado,
medias blancas, zapato de hebilla y despechugada camisa. Lleva una
proletaria gabardina sobre los hombros.)
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JAIME.- Sixto contrató unos comparsas no
sé dónde para producir la sensación de que,
realmente, rodábamos una película...
|
PIERRE.-
¡Ajá!... Si esto se retrasa, Jaime, tal
vez conviniera aprovecharlo... a fin de cubrir las apariencias.
|
JAIME.- Haga lo que guste.
|
|
(Por la izquierda, se presenta el GUARDIA. Va uniformado a la
clásica manera parisina. Lleva kepis azul, bota negra,
silbato al cuello. Y luce un frondoso bigote.)
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GUARDIA.- ¿Cómo marcha todo,
patrón?
|
PIERRE.- Muy bien, muy bien.
|
GUARDIA.- Les hemos acotado el centro de la
plaza para que se muevan con soltura. Así, nadie les
molesta.
|
PIERRE.- Muchas gracias, agente.
¿Qué?... ¿Qué comentarios oyó
usted por ahí?
|
GUARDIA.- ¡Bah! De todos los colores...
Los primeros que vinieron y que no estaban enterados de nada, al
ver la guillotina, pues, hombre, se ilusionaron y empezaron a decir
que, por fin, que ya era tiempo y apostar que si era para Fulanito
o para Menganito. Hasta que les dije que se trataba de una
película, lo cual, la verdad, decepcionó un poco.
Ahora andan impacientes porque empiece la cosa. ¿Qué
cree usted? (Se ríe.) Me han
mandado a que me entere.
|
PIERRE.- Dígales que María
Antonieta llega ahora mismo, y que cuando pase, si quieren gritar
«¡Muera la austríaca!», se lo
agradeceré. De momento, y para hacer boca
(Prosigue en un tono siniestro.) ,
vamos a decapitar al Marqués de La Tour. Es de la camarilla
de la Reina. Un enemigo del pueblo.
|
GUARDIA.- ¡Ah!, sé alegrarán
cuando lo sepan. A mandar. Ya sabe dónde me tienen.
|
PIERRE.- Adiós, agente.
(JAIME, que se
pasea, inquieto, de un lado a otro, desaparece por la derecha. El
agente se va por la izquierda.)
Bien. (Se dirige al COMPARSA, que le mira con cierta
prevención.) Usted ya conoce su
situación. En verdad, muy poco satisfactoria. Usted es un
vil aristócrata perteneciente a una familia que lleva
alimentándose de la sangre del pueblo desde 1350. Nos
encontramos en 1793, y el pueblo ha dicho que lo que procede es que
él se beba la sangre del aristócrata. Esto no es,
ciertamente, lo que se llama el turno pacífico de los
partidos, pero obedece a una ley histórica que se reproduce
con una constancia infalible. En resumidas cuentas, señor
Marqués de La Tour, ha llegado el momento de dejarse beber
la sangre. El trance es incómodo, pero no por eso
deberá perder su compostura. A ver, ese rostro... Un gesto
digno, un rictus..., así, en los labios, de superioridad, de
desdén. ¿Eh? Y subamos los escalones... Justo, poco a
poco, sin apresurarse. (El Marqués de La Tour,
un poco impresionado, inicia una espantada.)
¡Ah!, pero
sin retroceder, Marqués... Una persona de su linaje...
(El Marqués saca fuerzas de flaqueza, y sube
hasta el cadalso.) ¡Ajajá! Ya lo peor
ha pasado. Una vez en tan elevada posición, usted mira al
pueblo, que ruge a sus pies, con sus frasquitos preparados para
recoger su sangre y darse el banquete con que sueña desde el
siglo catorce. Usted se empina sobre el patíbulo y grita:
«¡Hidra revolucionaria: la posteridad me hará
justicia!...» El pueblo reacciona, bueno, ya se
imaginará usted cómo, y las lindezas que le contesta.
Entonces el verdugo, intérprete de los sentimientos
generales, le derriba sobre la plataforma, baja la cuchilla... y
listo.
|
EL
COMPARSA.- Pero, ¿me tengo que poner
ahí?... En el Sindicato no me han dicho nada...
|
|
(Ahora se oye, lejanamente, un muy largo y sostenido
redoble de tambor.)
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PIERRE.-
(Gravemente.) Un
momento, señor Marqués de La Tour. Ese redoble de
tambor le salva la vida. «La commedia è finita.»
|
|
(PIERRE baja del
cadalso. JAIME vuelve a
escena.)
|
JAIME.- Llega, ¿no?
|
PIERRE.-
Sí.
(JAIME hace
ademán de salir a su encuentro.)
¿Dónde va usted?... ¡Quieto, quieto
ahí!... ¿Cuándo la vio por última
vez? |
JAIME.- Ayer.
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PIERRE.- La guillotina y usted son dos cosas muy
distintas, pero que ella ha de encontrarse simultáneamente.
(JAIME, pese a sus
deseos, se detiene. Nuevo redoble de tambor, algo más
próximo.)
¡Ajajá!... La carreta se aproxima. |
UNA VOZ.-
(Desde dentro.)
¡Muera la austríaca!
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CORO.- ¡Muera!
|
UNA
VOZ.- ¡Viva la Revolución!
|
CORO.- ¡Vivaaa!...
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PIERRE.- El pueblo es el más primitivo de
todos los instrumentos musicales. Sólo tiene esas dos notas
en su escala: los vivas y los mueras.
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EL GUARDIA.-
(Desde dentro.)
¡Orden, orden!... ¡Que nadie se salga de la fila!
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PIERRE.- ¿Y cómo van a hacer la
revolución, entonces? Si la revolución es salirse de
la fila, amigo mío...
|
|
(PIERRE invita a
JAIME a mirar por la
derecha. Pero JAIME, ajeno
a esa invitación, es al foro donde mira. SIXTO regresa en ese
momento.)
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JAIME.- Ya viene, Pierre... (En
voz baja.) ¿Ha visto algo igual?
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PIERRE.-
(Admirativo.) Sí, señor.
Así es cómo debe ir una reina hacia la muerte.
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JAIME.-
¡Qué dignidad, qué
grandeza!...
|
PIERRE.- La misma María Antonieta no
hubiera representado su papel mejor que ella...
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JAIME.-
Ya está...
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|
(Nuevo redoble de tambor.)
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PIERRE.-
Apártese, Jaime.
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|
(MARCELA, por el
foro izquierda, a JAIME,
conmovida.)
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MARCELA.- ¡Señor!...
|
JAIME.- ¿Qué pasa?
|
MARCELA.- Es la Reina, señor; es la
Reina, se lo aseguro. Es verdad que ha resucitado. Tiene
razón. No dirá nunca que no lo es, porque no puede
decirlo.
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JAIME.-
(Serenamente, sin sorprenderse, como si
en el fondo comenzara él a creerlo
también.) ¿Cómo lo sabe usted,
Marcela?
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MARCELA.- Porque se le ve en la cara. No mira
igual que los demás. Es una aparecida. ¿Qué
van a hacer con ella?
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JAIME.- Nada, Marcela. No se inquiete.
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MARCELA.-
(Sublevada.) Es que no quiero que le
hagan daño, ¡no quiero!
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JAIME.-
(Sorprendido.)
¡Marcela!
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MARCELA.-
(Histéricamente.)
¡Gritaré, si es preciso, gritaré!...
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JAIME.-
(Le coge del brazo con
violencia.) No hay en el mundo quien la quiera como
yo. ¡Cállese ahora!
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(PIERRE escruta el
cielo y se sube las solapas del abrigo.)
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PIERRE.- Comienza a lloviznar. He leído
que también lloviznaba aquella mañana.
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(Un postrer redoble de tambor, éste ya al borde de
la escena, y he aquí a MARÍA ANTONIETA. Viste como en
el primer acto. Está intensamente pálida. Trae las
manos atadas a la espalda.)
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MARÍA
ANTONIETA.- (Para sí misma, como
una oración.) Hans... (Avanza
unos pasos hacia la escalera. Se detiene.)
Hans...
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(MARCELA, en un
impulso irresistible, se le acerca y le desata las
manos.)
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PIERRE.- Adelante, Jaime. Juegue su
última carta... Valor...
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(JAIME se dirige
hacia ella.)
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Qué hacéis
aquí?
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JAIME.-
Vengo a impedir que mueras.
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MARÍA
ANTONIETA.- (Con el temor de que pueda
ser soprendido.) ¿Cómo vais a
evitarlo?
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JAIME.- ¡Huye!...
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MARÍA
ANTONIETA.- Ya es tarde...
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JAIME.- No, aún es tiempo, yo te lo
fío.
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿Y adónde he de huir?
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JAIME.- A ti misma. Has dejado vacío tu
verdadero nombre. Pero ese nombre te está esperando como una
habitación en la que ya ardiera el fuego. Vuelve a
habitarla. Es a ese rincón tuyo, al que quiero que
huyas.
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MARÍA
ANTONIETA.- ¿De qué manera?
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JAIME.- Di, simplemente: Soy Susana Wiedemann...
y la guillotina se derrumbará como un castillo de
naipes.
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MARÍA
ANTONIETA.- (Imprecisamente.)
No...
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JAIME.-
Años y años, al oír ese nombre,
has respondido: Yo soy. Tus labios han tenido que pronunciarlo
muchas veces. Y te será familiar...
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MARÍA
ANTONIETA.- No puedo...
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JAIME.- Repite conmigo: Soy Susana
Wiedemann.
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MARÍA
ANTONIETA.- Soy... Susa... (Se
interrumpe, arrepentida.) ¡Ah, no!...
(Resueltamente.) No soy Susana
Wiedernann.
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JAIME.- ¿Quién eres, entonces?
Dime tu nombre verdadero, sea el que sea.
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MARÍA
ANTONIETA.- (Solemne.)
María Antonieta.
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JAIME.- No... La tierra está llena de
muertos..., millones y millones de muertos..., convertidos en
polvo, a la espera de una hora que no llegó
todavía... Y nadie resucita.
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MARÍA
ANTONIETA.- (En voz muy
alta.) ¡¡Yo he resucitado!!
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JAIME.-
(Con una sorda
angustia.) ¿Y vas a morir de nuevo?
¡Huye de la Muerte!
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MARÍA
ANTONIETA.- Es superior a mis fuerzas: no quiero huir
de esa forma.
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JAIME.- Es tu vida la que arriesgas,
piénsalo bien.
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MARÍA
ANTONIETA.- Será el perderla mi destino.
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JAIME.-
(Autoritariamente.)
¡Suspéndase la ejecución! ¡Esta mujer no
es la Reina!
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MARÍA
ANTONIETA.- ¡Sí lo soy! ¡Dejad que
siga mi estrella!
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JAIME.- ¡¡Susana!!
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(MARÍA
ANTONIETA se desentiende de su llamada e inicia lentamente
la subida al patíbulo. Como una sonámbula. A alguien,
que ya no es JAIME, y que
su mirada sueña.)
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MARÍA
ANTONIETA.- ¡Hans!...
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(JAIME intenta
seguir tras ella, pero desiste de hacerlo. PIERRE se acerca a él y le
aprieta el brazo emocionado.)
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PIERRE.- ¡Jaime!...
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JAIME.- Derrotados.
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PIERRE.- Sí...
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(MARÍA
ANTONIETA inicia la subida a la plataforma del
patíbulo. Entonces, con un sobrio ademán, se quita la
cofia. Tiene el pelo blanco.)
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JAIME.-
¿Se ha fijado usted?... Como María
Antonieta encaneció en una noche...
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MARÍA
ANTONIETA.- ¡Hans!...
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JAIME.-
(Trémulamente.)
Voy a revelarle su secreto, Pierre. Quiere morir. En el
rincón más escondido de su alma, oye una voz que le
dice: Sólo muriendo en el cadalso, demostrarás que
eres María Antonieta; que ni te has engañado ni has
mentido, y que no estás loca... Y ella desea esa muerte.
Obsérvela. ¿Es posible subir al patíbulo con
más serenidad? ¿Y habrá algún rostro
resplandecido más que el suyo, en este trance horrible?
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(MARÍA
ANTONIETA pisa ya la siniestra plataforma. SIXTO, MARCELA y el COMPARSA se aproximan a la guillotina.
Un algo extraño y misterioso flota en el aire. Nadie
podrá detenerlo ni evitarlo, pero nadie supone tampoco
qué podrá ser.)
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MARCELA.-
(Angustiada.) ¡Majestad!...
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MARÍA
ANTONIETA.- ¡Hans!...
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(El nombre de su amado vibra, ahora, como un toque de
campana. MARÍA
ANTONIETA acaba de pronunciarlo y se desploma, fulminada.
Entonces, todos se precipitan a socorrerla. JAIME, el primero, naturalmente.
Sólo PIERRE
permanece inmóvil, al pie del cadalso, próximo al
rostro de ella, como si supiera que su auxilio es
inútil.)
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JAIME.-
(La toma en sus brazos.)
¡Susana!... ¡Susana!...
(Horrorizado.) No, no es posible...
¡Santo Dios!... No, no es posible...
(MARÍA
ANTONIETA expira.)
¡¡María Antonieta!! |
PIERRE.- ¡Pobre corazón!...
¡Todo acabó!...
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MARCELA.- (Desciende las
escaleras.) ¡Un médico, pronto, un
médico!
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(Y hace mutis, por el foro, llena de angustia. Unos
segundos antes, por la izquierda, penetró PAUL Brecourt. Lleva un abrigo y trae
un paraguas abierto, que le oculta a los espectadores. En este
instante, se acerca a PIERRE y, mientras JAIME llora amargamente sobre el
cuerpo de MARÍA
ANTONIETA, él, bien porque deja caer hacia
atrás su paraguas como una cogulla, o porque lo cierra, se
muestra al público. PIERRE le mira,
asombrado.)
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PAUL.- ¿Quién es esta mujer?
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PIERRE.-
(Atónito.)
¿Y usted me lo pregunta? La suya...
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PAUL.-
No, por cierto...
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PIERRE.-
(Grave.) Mírela
bien, señor Brecourt. La muerte apenas ha tenido tiempo de
consumar su obra, y quizá algún último pulso
se defiende de ella todavía. Inútil resistencia...
Cuando cese, verá surgir, entre la niebla de ese rostro sin
vida ya, el de Susana Wiedemann.
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PAUL.- (Sin entender demasiado lo
que le dicen, pero sobrecogido.) Entonces,
realmente...
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MARCELA.- (Regresa por el foro. De
modo simultáneo, el GUARDIA, por la
izquierda.) Aquí hay un médico,
señor... (Se aproxima a MARÍA ANTONIETA y a
JAIME.)
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JAIME.-
(Sombrío.) Tarde
ya, Marcela.
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(Conmovidamente, deposita la amada carga en el suelo.
Todos, inmóviles, componen un pequeño cuadro en torno
suyo. Y, lentamente, cae el...
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TELÓN
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Sitges, 8-21 agosto
1951.