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Acto II

El palacio de Westminster.



Escena primera

El Conde de KENT y Sir Guillermo DAVISON.

     DAVISON.- �Sois vos, milord de Kent? �Ya de vuelta del torneo?... �Ha terminado la fiesta?

     KENT.- �Cómo no habéis asistido a la justa?

     DAVISON.- Mis ocupaciones me lo han impedido.

     KENT.- �Qué bello espectáculo habéis perdido, milord!... Ni pudo concebirse con más ingenio, ni dirigirse con más solemnidad. Se representaba el asedio de la casta fortaleza de la Hermosura por los Deseos. Defendían la fortaleza el lord mariscal, el gran juez, el senescal y otros diez caballeros de la Reina, y la atacaban los caballeros franceses. Primero, se adelantó un rey de armas que con un madrigal ha intimado la rendición; el canciller contesta de lo alto de las murallas y la artillería rompe el fuego; �qué lindos cañones! lanzaban ramilletes de flores y exquisitas y aromosas esencias, pero todo en vano; rechazado más de una vez el enemigo, los Deseos se han visto forzados a retirarse.

     DAVISON.- Lo cual me parece, conde, funesto augurio para las negociaciones matrimoniales entabladas por Francia.

     KENT.- �Ca, �ca! �Pura broma!... Creo, hablando seriamente, que la fortaleza acabará por rendirse.

     DAVISON.- �Lo creéis así? Por mi parte, creo seriamente que no será nunca.

     KENT.- Francia ha cedido ya en los artículos más dificultosos; Monseñor se contenta con practicar su culto en una capilla privada, comprometiéndose a honrar y proteger públicamente la religión del reino. �Si hubieseis presenciado el júbilo del pueblo cuando supo la nueva! Porque su perpetuo temor consistía en que la Reina muriese sin descendencia, y subiera al trono la escocesa, y cayera otra vez el reino bajo el yugo del papado.

     DAVISON.- Me parece que puede abandonarse semejante temor. El día que Isabel se dirija al altar, María se dirigirá al cadalso.

     KENT.- �La Reina!



Escena II

Dichos. -ISABEL, dando el brazo a LEICESTER. -El Conde de L'AUBESPINE. -BELLIÈVRE. -El Conde de SHREWSBURY. Lord BURLEIGH, y otros caballeros franceses e ingleses.

     ISABEL.- (A l'Aubespine.) Compadezco, conde, a los nobles caballeros que llevados de su galantería, cruzaron el mar para venir aquí. Dejan la magnificencia de la corte de Saint-Germain, y a mí no me es dado ofrecerles, como a la reina madre, deslumbradores espectáculos. El único que puedo presentar con orgullo a los extranjeros es el de un pueblo honrado y feliz, que me bendice y se agolpa en torno de mi litera apenas salgo a la calle. El esplendor de las nobles damas que florecen en el jardín de la Belleza de la reina Catalina, eclipsaría mi persona y mi oscuro mérito.

     L'AUBESPINE.- En la corte de Westminster sólo una mujer se ofrece a la mirada de los extranjeros, pero reúne en sí todas las seducciones y hechizos de su sexo.

     BELLIEVRE.- La Reina de Inglaterra se dignará permitirnos que nos despidamos para llevar a monseñor, nuestro real dueño, la tan deseada noticia que ha de colmarle de júbilo. Ya la ardiente impaciencia de su corazón no le permitió seguir en París; en Amiens aguarda a los mensajeros de su dicha; todo se halla dispuesto hasta Calais, para que el sí pronunciado por vuestros labios llegue prontamente a su alma, ebria de amor.

     ISABEL.- Conde de Bellièvre, no me apremiéis más. No es éste el momento, os repito, de encender las alegres antorchas de himeneo. Cubren el horizonte de esta comarca negros nubarrones, y me sentaría mejor el luto que el velo nupcial, porque un golpe deplorable amenaza mi corazón y mi familia.

     BELLIEVRE.- Dadnos al menos una promesa, señora, se cumplirá en más felices días.

     ISABEL.- Los reyes son esclavos de su condición, y no pueden ceder nunca a los propios impulsos. Yo hubiese deseado morir doncella y fundara mi gloria en escribir sobre mi tumba: �aquí yace la reina virgen,� pero mis vasallos no lo quieren así, y sueñan ya en los tiempos que sucederán a mi muerte. No basta la prosperidad que actualmente reina; he de sacrificarme a su felicidad futura; he de renunciar por mi pueblo a mi libertad, el don más precioso que poseo,... me fuerzan a tomar dueño. Con esto me prueba el pueblo que me tiene simplemente por una mujer, cuando yo creía haber reinado como un hombre, como un rey. Harto sé que se desobedece a Dios, desobedeciendo a las órdenes de la naturaleza, y merecen elogio mis antecesores por haber abierto los claustros y devuelto a los deberes de la vida a millares de personas, víctimas de mal comprendida piedad. Mas una reina que no disipa sus días en vana y ociosa contemplación, que ejerce sin tregua y sin flaqueza los más espinosos cargos, debiera eximirse de aquella ley natural, que somete la mitad de la raza humana a la otra mitad.

     L'AUBESPINE.- Habéis hecho brillar todas las virtudes en el trono; sólo os falta dar a vuestro sexo, del cual sois la gloria, brillante ejemplo de sus propios deberes. No existe, en efecto, en la tierra hombre alguno que sea digno de obtener el sacrificio de vuestra libertad; mas si la ilustre cuna, la elevación, la virtud heroica... la belleza varonil... son bastantes para aspirar a este honor...

     ISABEL.- Sin duda, señor embajador, que una alianza con un príncipe francés me honra... Confieso sin ambajes, que si debiera un día tomar esposo, si me veo forzada a ceder a las instancias de mi pueblo, que temo sean más poderosas que mi voluntad, no conozco en Europa ningún príncipe a quien sacrifique con más gusto el don más precioso, la independencia. Contentaos con esta declaración.

     BELLIEVRE.- Que es al propio tiempo la más bella esperanza, pero al fin sólo una esperanza, y mi señor quisiera algo más.

     ISABEL.- �Qué desea? (Se saca un anillo lo contempla y reflexiona.) �Una reina se halla, pues, en el mismo caso que la simple villana? El mismo signo expresa los mismos deberes y la misma servidumbre, así para una como para otra. Un anillo concluye una boda, y con anillos se forman las cadenas. Ofreced este presente a su alteza; no es todavía vínculo que me obligue, pero puede serlo con el tiempo y para siempre.

     BELLIEVRE.- (Se arrodilla y recibe la joya.) De hinojos y en su nombre, gran señora, acepto este presente y os rindo homenaje besando la mano a mi princesa.

     ISABEL.- (Al conde Leicester, a quien ha contemplado con atención durante sus últimas palabras.) Permitidme, milord. (Le toma el cordón azul y lo cuelga al cuello de Bellièvre.) Llevad a Vuestra Alteza esta condecoración con la cual quedáis investido, conforme a la divisa de la orden �Honni soit qui mal y pense.� Acabe, sí, todo recelo entre ambas naciones, y una desde ahora la confianza las coronas de Francia e Inglaterra.

     L'AUBESPINE.- Gran Reina, este es día de júbilo. Dios haga que se extienda al mundo entero y cese de gemir en esta isla el último desgraciado. La bondad brilla en vuestro semblante... Penetre un rayo de esta serena claridad hasta el calabozo de infortunada princesa, que pertenece igualmente a Inglaterra y a Francia.

     ISABEL.- No terminéis, conde; no confundamos dos asuntos completamente distintos. Si Francia desea formalmente mi alianza, debe participar de mis inquietudes, y no apoyar a mis enemigos.

     L'AUBESPINE.- Francia cometería una indignidad, aun a vuestro juicio, si al contraer semejante alianza, olvidase a esta mujer infortunada, unida a ella por el vínculo de la religión y viuda de su rey. El honor y la humanidad exigen...

     ISABEL.- En este sentido, sé apreciar como se debe esta intercesión. Francia cumple un deber de amistad; séame permitido a mi vez obrar como soberana. (Despide a los caballeros franceses que se retiran con respeto, acompañados de los lores.)



Escena III

ISABEL. -LEICESTER. -BURLEIGH. -TALBOT.

La Reina se sienta.

     BURLEIGH.- Gloriosa Reina; hoy coronáis los ardientes deseos de vuestro pueblo; hoy por primera vez nos regocijamos sin reserva, viendo en lontananza los días de bendición que vais a concedernos, porque se aclara el tempestuoso horizonte. Una sola inquietud aflige todavía a este país; existe una víctima cuyo sacrificio piden todos. Ceded a este deseo, y empiece hoy la eterna dicha de Inglaterra.

     ISABEL.- �Qué más desea mi pueblo? Hablad, milord.

     BURLEIGH.- Pide la cabeza de la Estuardo. Si queréis consolidar el precioso bien de la libertad en Inglaterra, y la luz de la verdad a tan alto precio conquistada, fuerza es que María perezca. Fuerza es que perezca, para no temblar perpetuamente por vuestra preciosa vida. No ignoráis, señora, que no todos los ingleses profesan la misma religión, y que el culto idólatra de Roma cuenta aún en esta isla con muchos y secretos sectarios. Todos alimentan en su seno sentimientos hostiles, y vuelven sus ojos hacia la Estuardo, y mantienen relaciones con sus hermanos de Lorena, vuestros irreconciliables enemigos. Este furibundo partido os ha jurado guerra de exterminio, y combate con las pérfidas armas del infierno, forjadas en la casa del cardenal arzobispo de Reims, arsenal de la conjuración, escuela del regicidio, plantel de los emisarios entusiastas y resueltos que vemos llegar a nuestra isla, bajo toda suerte de disfraces. Últimamente hemos visto el tercer asesino, salido de aquel centro: abierta sima que arrojará aún perpetuamente a la superficie enemigos secretos. En el castillo de Fotheringhay se halla nuestra Ate (1), la que provoca esta guerra incesante, la que incendia el reino con la tea del amor, la que con lisonjeras esperanzas atrae a la juventud a muerte cierta. Libertarla: he aquí el pretexto de tales conjuraciones; colocarla en el trono: he aquí el verdadero fin. Porque la casa de Lorena no reconoce vuestros sagrados derechos, y os tiene por usurpadora del trono, coronada por la fortuna. Ellos han persuadido a la insensata a titularse reina de Inglaterra, y la paz no será posible con esta mujer ni con esta raza. Debéis herir, o recibir el golpe. Su vida es vuestra muerte, y su muerte vuestra vida.

     ISABEL.- Cumplís, milord, un penoso cargo. Conozco la pureza de vuestro celo y la sabiduría de tales consejos, pero esta sabiduría que reclama la muerte, la detesto en lo íntimo de mi corazón. Discurrid un medio menos riguroso. Milord Shrewsbury, decidnos vuestra opinión.

     TALBOT.- Con justicia encomiáis, señora, el celo que anima el fiel corazón de Burleigh. Aunque no poseo su elocuencia, no es menor mi fidelidad. Dios quiera concederos largos años de vida para ser la alegría de vuestro pueblo, y prolongar la dicha de la paz en este reino. Nunca, desde que lo rige la monarquía, disfrutó de tantas venturas. Mas no sea nunca, por Dios, a costa de su gloria, o ciérrense para siempre los ojos de Talbot, antes de que llegue tamaño desastre.

     ISABEL.- Dios nos libre de manchar nuestra gloria.

     TALBOT.- Pues entonces discurrid otros medios para salvar al reino, porque la ejecución de María es una injusticia, porque no podéis juzgar a quien no es vuestro vasallo.

     ISABEL.- En este caso yerran mi Consejo de Estado y mi Parlamento, yerran todos los tribunales del reino, cuando me reconocen semejante potestad.

     TALBOT.- La pluralidad de votos no es prueba de justicia. Inglaterra no es el mundo, ni vuestro Parlamento representa a toda la humanidad. La Inglaterra de hoy no es la Inglaterra del porvenir, como tampoco la del pasado. El oleaje movible de las opiniones se embravece o se calma, al soplo de la pasión. No digáis que os fuerza la necesidad y os apremian las instancias de vuestro pueblo, porque en cuanto queráis, a cada instante, podréis convenceros de que vuestra voluntad es libre. Ensayad. Declarad que os horroriza el derramamiento de sangre, que os anima el deseo de salvar la vida de vuestra hermana; manifestad a los que otra cosa os aconsejan sincera indignación, y bien pronto veréis cómo se desvanece semejante necesidad, y cómo lo justo se trueca en injusto. Sólo vos debéis juzgar, vos sola, sin que os sea dable apoyaros en tan frágil e insegura caña. Ceded espontáneamente a los impulsos de vuestra bondad. Dios no hizo severo el delicado corazón de la mujer, y cuando los fundadores de este reino le concedieron como al hombre la realeza, quisieron indicar claramente que la severidad no debía ser la primera virtud de nuestros reyes.

     ISABEL.- El conde de Shrewsbury es ardiente abogado de la enemiga de mi reino, y de mi persona... Prefiero los consejos consagrados a mis intereses.

     TALBOT.- �Ah!... No puede envidiársele un defensor... nadie acudirá a su defensa a trueque de exponerse a vuestra cólera. Permitid, pues, a un pobre anciano que, hallándose al borde del sepulcro, no puede dejarse seducir por ninguna esperanza terrena, permitidle salir a la defensa de una mujer desamparada. No se diga al menos que en vuestro Consejo de Estado sólo habló la pasión y el interés personal, y calló la misericordia. Vos misma no visteis jamás su rostro; ni un solo afecto en vuestro ánimo habla en favor de la extranjera. No he tomado la palabra para justificar sus delitos. Dicen que hizo degollar a su esposo; lo que hay de cierto es que se casó con el asesino. Gran crimen, en verdad, pero ocurrió en época de trastornos y calamidades, y en medio de las angustias de la guerra civil. Rodeada de vasallos exigentes, débil como era, se arrojó en brazos del más fuerte, del más resuelto. �Quién sabe por qué artificios la sedujo! La mujer es frágil.

     ISABEL.- La mujer no es frágil. Hay en nuestro sexo almas fuertes; no quiero que en mi presencia se hable de la fragilidad de las mujeres.

     TALBOT.- Vos habéis aprendido en la severa escuela de la desgracia, señora; la vida no se os ofreció en sus comienzos bajo halagüeño aspecto, y lejos de esperar una corona, visteis bajo vuestras plantas una tumba. En Woodstock y a la sombra de un calabozo, Dios, que protege nuestra patria, os preparaba por el dolor al cumplimiento de tan sublimes deberes, sin que la lisonja fuera a vuestro encuentro. Alejada de todo trato con el mundo, vuestra alma aprendió a meditar, a ensimismarse y a estimar los verdaderos dones de la vida. Mas Dios no salvó por igual manera a aquella infortunada. Apenas niña, vedla en la corte de Francia, morada de la ligereza y de los frívolos placeres. Allí, en la continua embriaguez de los espectáculos, no oyó jamás la voz austera de la verdad, y se la fascinó con la brillantez del vicio, y fue arrebatada por el torrente de la licencia. Había recibido del cielo el pasajero don de la belleza; con ella eclipsaba a las demás mujeres, y sus hechizos, no menos que su cuna...

     ISABEL.- Volved en vos, milord de Shrewsbury; recordad que estamos celebrando solemne consejo. Muy grandes han de ser tales hechizos cuando de tal modo apasionan a un anciano. Milord Leicester, sólo vos guardáis silencio; lo que anima la elocuencia de milor Shrewsbury �pone tal vez un candado en vuestros labios?

     LEICESTER.- �Enmudezco de sorpresa, señora, viendo con qué vanos terrores ocupan vuestra atención! �cómo perturban la serenidad de vuestro Consejo de Estado, y preocupan formalmente a hombres graves, fábulas y murmuraciones del vulgo crédulo! Confieso que me admira que la desheredada reina de Escocia, la mujer que no ha sabido conservar su pequeño trono, juguete de sus propios vasallos, arrojada de su reino, pueda de pronto poner espanto en vuestro corazón desde el fondo de su calabozo... �Por el cielo! �Qué puede hacerla temible a vuestros ojos? �Serán sus pretensiones a la corona? �Será la oposición de los Guisas a reconocer vuestros derechos? Pero, �por ventura la oposición de los Guisas puede anularlos, heredados como son y confirmados por el Parlamento? �No fue excluida tácitamente en la última voluntad de Enrique? La Inglaterra que goza felizmente de la nueva religión, �querrá arrojarse otra vez en brazos de una papista y abandonará su adorada Reina por la matadora de Darnley? �Qué pretenden estos hombres impacientes que mientras vivís os molestan hablándoos de vuestro heredero, y se empeñan en casaros con tal urgencia para salvar la Iglesia y el Estado? Sois joven y fuerte todavía, mientras cada día que pasa para ella la marchita y la empuja a la muerte!... �Por el cielo! Harto tiempo hollaréis su tumba para que os sea preciso precipitarla en ella.

     BURLEIGH.- Lord Leicester no fue siempre de esta opinión.

     LEICESTER.- �Verdad! Voté la pena capital en el Consejo, y allí otro fue mi lenguaje. Pero ahora no se trata de lo que es más justo, sino de lo que es más conveniente. �Debe temérsela, en el punto en que Francia, su único apoyo, la abandona? �cuando vais a otorgar la mano al descendiente de sus reyes, y la esperanza de nueva progenie regocija a la patria? �Por qué matarla! Ha muerto ya; el desprecio es la verdadera muerte. Temed por el contrario que resucite con la compasión. Opino, pues, que se deje subsistir en toda su fuerza la sentencia pronunciada contra ella. Que viva, pero que viva bajo el hacha del verdugo, y si se levanta en su defensa un solo brazo, caiga inmediatamente su cabeza.

     ISABEL.- (Se levanta.) Milores; he oído vuestras opiniones, y os agradezco semejante celo. Con la ayuda de Dios, que ilumina a los reyes, examinaré las razones alegadas y elegiré el partido que me parezca más prudente.



Escena IV

Dichos. -PAULETO. -MORTIMER.

     ISABEL.- Ved a sir Amias Pauleto. Sir Pauleto, �qué venís a anunciarme?

     PAULETO.- Gloriosa Reina; mi sobrino, recién llegado de largo viaje, se rinde a vuestras plantas y os ofrece sus servicios. Recibidlo con bondad, y caiga sobre él un rayo de vuestro favor.

     MORTIMER.- (Hincando la rodilla.) Dios conceda largos años de vida a mi augusta soberana, y coronen su frente la gloria y la felicidad.

     ISABEL.- Alzad y sed bien venido a Inglaterra. Habéis viajado mucho, sir Mortimer, habéis visitado Francia y Roma, deteniéndoos en Reims. Decidme algo de lo que traman nuestros enemigos.

     MORTIMER.- �Dios los confunda!... Así se volvieran contra sus propios corazones, los dardos que intentan lanzar contra mi Reina.

     ISABEL.- �Visteis a Morgan y al muy intrigante obispo de Ross?

     MORTIMER.- He conocido en Reims a cuantos escoceses desterrados se ocupan en conspirar contra este país. Me he insinuado en sus corazones a fin de descubrir alguno de los proyectos que les ocupan.

     PAULETO.- Le confiaron algunas cartas misteriosas y cifradas para la Reina de Escocia, y nos las ha entregado con toda fidelidad.

     ISABEL.- Decidnos en qué consisten sus últimos planes.

     MORTIMER.- Les ha desconcertado el abandono de Francia y la estrecha alianza que acaba de contraer con Inglaterra, y vuelven los ojos a España.

     ISABEL.- Esto es lo que me escribe Walsingham

     MORTIMER.- Cuando iba a salir de Reims, se había recibido una bula de excomunión lanzada contra vos por el papa Sixto V. Llegará con el primer navío que arribe a nuestras playas.

     LEICESTER.- Semejantes armas no asustan ya a Inglaterra.

     BURLEIGH.- Pero son temibles en manos de un fanático.

     ISABEL.- (Contemplando a Mortimer con mirada penetrante. ) Os acusan de haber frecuentado las escuelas de Reims y abjurado vuestras creencias.

     MORTIMER.- Confieso que lo fingí, con el deseo de serviros.

     ISABEL.- (A Pauleto que saca un papel.) �Qué es esto?

     PAULETO.- Una carta que os dirige la Reina de Escocia.

     BURLEIGH.- (Cogiéndole el brazo.) Dadme esta carta.

     PAULETO.- (Entregando la carta a la Reina.) Perdonadme, lord tesorero; me ordenó entregarla a la Reina en persona. Aunque me tiene por su enemigo, soy tan sólo el enemigo de sus faltas, y cuanto se acuerda con mi deber lo hago gustoso por ella. (La Reina ha tomado la carta, y mientras la lee, Mortimer y Leicester se hablan en voz baja.)

     BURLEIGH.- (A Pauleto.) �Qué traerá esta carta? �Fútiles lamentos que debiéramos evitar al sensible corazón de la Reina!

     PAULETO.- No me ocultó su contenido. Solicita el favor de ver a la Reina.

     BURLEIGH.- (Con viveza.) �Esto nunca!

     TALBOT.- �Y por qué no?... la súplica no es injusta.

     BURLEIGH. -No merece el honor de contemplar el augusto semblante de nuestra soberana, la que preparó el regicidio sedienta de su sangre. Y todo vasallo leal debe abstenerse de darle tan malo y pérfido consejo.

     TALBOT.- Si la Reina le concede este favor, �pondréis freno al generoso impulso de su clemencia?

     BURLEIGH.- Está sentenciada; oprime su cuello el hacha del verdugo. Visitar a quien se halla destinada al cadalso, es acto indigno de Su Majestad; si la Reina se acerca a ella, la sentencia no podrá ejecutarse, porque la presencia real lleva consigo el indulto.

     ISABEL.- (Enjugando sus lágrimas después de haber leído la carta.) �Qué es el hombre? �Qué es la dicha en este mundo?... �A qué extremo llegó esta Reina, la que empezó su carrera rodeada de tan halagüeñas esperanzas, la que fue llamada al más antiguo trono de la cristiandad, la que esperó ceñir su frente con tres coronas?... �Cuan diferente su lenguaje del que usaba cuando embrazó el escudo de Inglaterra y recibía de la lisonja el título de Reina de las islas Británicas! Dispensadme, milores. Invade mi alma la tristeza, se desgarra de dolor, cuando considero la movilidad de las cosas terrenas,... cuando siento pasar junto a mí las terribles manifestaciones del destino humano!

     TALBOT.- �Oh, Reina! Dios conmueve vuestro corazón; obedeced a esta inspiración divina; harto cruelmente ha expiado ya sus crueles delitos; tended la mano a quien tan bajo cayó, y descended como ángel de luz a las tinieblas de su calabozo.

     BURLEIGH.- �Firmeza, señora! No permitáis que perturbe vuestro ánimo laudable conmiseración; no os despojéis por vuestra propia mano de la libertad de obrar según convenga. No os es posible indultarla, ni salvarla; evitad, pues, el odioso cargo de que os permitisteis el cruel y sarcástico placer de apacentar vuestras miradas con el aspecto de la víctima.

     LEICESTER.- Permanezcamos dentro nuestros límites, milores; la Reina es discreta, y no necesita de nuestros consejos para elegir el mejor partido. Fuera de que la entrevista de las dos reinas no tiene nada de común con el curso regular de la justicia. Pues las leyes de Inglaterra, y no la voluntad de nuestra soberana, han condenado a María, digno será de la magnánima Isabel obedecer a sus nobles impulsos, mientras la ley guarda su riguroso imperio.

     ISABEL.- Retiraos, milores; hallaremos modo de conciliar la clemencia con los deberes que impone la necesidad... Entre tanto, retiraos. (Se van los lores; llama a Mortimer.) Sir Mortimer, una palabra.



Escena V

ISABEL. -MORTIMER.

     ISABEL.- (Después de haberle observado con penetrante mirada.) Habéis dado pruebas de osada resolución, y de imperio sobre el propio ánimo, poco común a vuestra edad. Quien sabe practicar tan pronto el difícil arte del disimulo, contrae grandes méritos antes de tiempo y abrevia los años de aprendizaje. Os pronostico que estáis destinado a brillante carrera,... por fortuna, yo misma puedo hacer bueno mi pronóstico.

     MORTIMER.- Gran Reina, cuanto puedo, y cuanto sé, está a vuestro servicio.

     ISABEL.- Aprendisteis a conocer a los enemigos de Inglaterra, cuyo odio contra mí es implacable, cuyos sanguinarios proyectos no tendrán fin. Verdad que el Todopoderoso me ha protegido hasta ahora, pero la corona vacilará en mis sienes mientras viva aquélla que sirve de pretexto a su fanático celo y fomenta sus esperanzas.

     MORTIMER.- Mandad, señora, y dejará de existir.

     ISABEL.- �Ah! sir; creí alcanzado mi propósito, y me hallo como el primer día. Mi intento era dejar obrar a las leyes, y conservar mi mano pura de sangre. Se ha pronunciado la sentencia; �y qué he adelantado con ello, si es fuerza que se ejecute, Mortimer, y yo debo dar la orden de la ejecución? Así recae siempre sobre mí la odiosidad del acto. Me veo forzada a consentirlo, y no puedo salvar las apariencias. No conozco más aflictiva situación!

     MORTIMER.- �Y qué os importa tan penosa apariencia en una causa justa?

     ISABEL.- No conocéis el mundo, caballero; todos nos juzgan por la apariencia y nadie por la realidad. Como no me es dado convencer a nadie de mis derechos, me veo obligada a obrar de modo que mi participación en su muerte quede envuelta para siempre en las sombras de la duda. En los asuntos de esta naturaleza, que se ofrecen bajo doble aspecto, la oscuridad es el único refugio; y lo peor, confesar algo, porque mientras nada se cede, nada se ha perdido.

     MORTIMER.- (Con mirada penetrante.) Así, lo mejor sería...

     ISABEL.- (Con viveza.) Sin duda, esto sería lo mejor. �Ah! Mi ángel bueno inspira vuestros labios. Proseguid, acabad, caro Mortimer. Sois reflexivo y penetráis en el fondo de las cosas �cuánto os diferenciáis de vuestro tío!

     MORTIMER.- (Sorprendido.) �Revelasteis tal deseo al caballero Pauleto?

     ISABEL.- Y siento haberlo hecho.

     MORTIMER.- Excusad a este anciano, que se haya vuelto escrupuloso con los años. Un golpe arriesgado como éste, requiere el valor y osadía juveniles.

     ISABEL.- �Puedo contar con vos?

     MORTIMER.- Os prestaré mi brazo; salvad como podáis la reputación.

     ISABEL.- �Ah, Mortimer! Si me dispertarais una mañana diciéndome: María Estuardo, vuestra mortal enemiga, ha muerto esta noche...

     MORTIMER.- Contad conmigo.

     ISABEL.- �Ah! �cuándo podré dormir tranquilamente!

     MORTIMER.- En la próxima luna cesarán vuestros temores.

     ISABEL.- Adiós, sir Mortimer. No os preocupéis por que se cubra mi gratitud con el velo de la noche. El silencio es el dios de los dichosos... los lazos más fuertes y tiernos, los que envuelve el misterio... (Se va.)



Escena VI

MORTIMER.

     MORTIMER.- Anda, falsa e hipócrita mujer; te engaño, como tú al mundo. Es justo, es bello hacer traición a un ser como tú... �Pues qué! �tengo yo cara de asesino? �Has visto en mi frente la aptitud para el crimen? Fíate de mi brazo, y retira el tuyo, y ofrece al mundo el piadoso y falso aspecto de la clemencia. Mientras confías en secreto con el auxilio de un asesinato, vamos ganando tiempo para libertarla. �Pretendes elevarme!... me muestras de lejos preciosa recompensa: �ni aunque consistiera en tí y en tus propios favores!... No me seduce la ambición de vana gloria... �Ah! sólo junto a ella se encuentra el encanto de la existencia... en torno suyo se agrupan sin cesar, formando alegres coros, los dioses de la gracia y de la dicha juvenil; en su seno mora el paraíso, y tú sólo puedes darme fríos placeres... Nunca conociste tú la mayor felicidad, el mayor encanto de la vida, la ventura del alma que fascinada y fascinando, se entrega a otra en un momento de olvido!... Nunca poseíste la verdadera corona de tu sexo; jamás colmaste de ventura a un hombre con tu amor... Me será preciso aguardar a ese lord, para darle la carta... �Odiosa comisión! No me es nada simpático este palaciego... yo solo, quiero libertarla; para mí el peligro... la gloria... y la recompensa. (Cuando se dispone a salir, encuentra a Pauleto.)



Escena VII

MORTIMER. -PAULETO.

     PAULETO.- �Qué te ha dicho la Reina?

     MORTIMER.- Nada, sir Pauleto, nada importante...

     PAULETO.- (Mirándole, severo.) Oye, Mortimer; te hallas en resbaladizo y engañoso terreno. El favor real atrae; la juventud suele ser ávida de honores... �Cuidado con dejarte llevar de la ambición!

     MORTIMER.- �Si vos mismo me habéis traído a la corte!

     PAULETO.- Ya me arrepiento de ello. No fue en la corte donde adquirió nuestra casa su gloria. � Sé fuerte, sobrino mío; no vayas a comprar caro el favor!... �Cuidado con ofender la conciencia!

     MORTIMER.- �Qué ocurrencias tenéis!... vaya un temor...

     PAULETO.- Por alto que sea el puesto que la Reina te prometa, no fíes en sus lisonjeras palabras, y piensa que ha de desconocerte cuando hayas obedecido... Querrá conservar su nombre puro de toda mancha, y vengará el asesinato por ella ordenado.

     MORTIMER.- �El asesinato, decís?

     PAULETO.- Basta de disimulo; sé lo que te ha indicado la reina, creída de que tu ambiciosa juventud sería más complaciente que mi inflexible ancianidad... �Le has prometido?... �le has...

     MORTIMER.- �Tío!

     PAULETO.- Si lo hiciste te maldigo, te rechazo (Entra Leicester.)

     LEICESTER.- �Sir Pauleto! permitidme decir dos palabras a vuestro sobrino. La Reina se halla muy dispuesta en su favor y quiere confiarle enteramente la guardia de María Estuardo... descansa en su fidelidad...

     PAULETO.- Fía en... Bien.

     LEICESTER.- �Qué decís, caballero Pauleto?

     PAULETO.- La Reina fía en él, y yo, milord, fío en mí y abro mucho los ojos.      

(Se va.)



Escena VIII

LEICESTER, MORTIMER.

     LEICESTER.- (Sorprendido.) �Qué idea preocupa a vuestro tío?

     MORTIMER.- No lo sé. La inesperada confianza que me acuerda la Reina...

     LEICESTER.- (Fijando en él su mirada.) �Merecéis, caballero, que se fíen de vos?

     MORTIMER.- Os haré la misma pregunta, milord Leicester.

     LEICESTER.- �Tenéis algo que decirme en secreto...

     MORTIMER.- Aseguradme que puedo atreverme a ello.

     LEICESTER.- �Y quién me responde a su vez de vos? Suplico que no os ofendáis por mi recelo, porque os veo presentar dos caras en la corte. Una de ellas es necesariamente falsa, �pero cuál es la verdadera?

     MORTIMER.- Lo mismo he notado en vos, conde Leicester.

     LEICESTER.- �Cuál de ambos ha de ser el primero en dar pruebas de confianza?

     MORTIMER.- Quien arriesgue menos en ello.

     LEICESTER.- Entonces sois vos.

     MORTIMER.- No, vos. El testimonio de un lord poderoso y respetable puede perderme, y en cambio el mío sería impotente contra vuestra condición y favor.

     LEICESTER.- Os engañáis, sir Mortimer; soy poderoso para todo, mas por lo que dice al asunto delicado que debo confiar a vuestra buena fe, soy el hombre menos influyente de la corte y una miserable declaración podría perderme.

     MORTIMER.- Puesto que el omnipotente lord Leicester se humilla en mi presencia hasta el punto de hacerme semejante confesión, será preciso que yo me atreva a más, dándole un ejemplo de grandeza de alma.

     LEICESTER.- Confiad en mí, y yo os imitaré.

     MORTIMER.- (Presentando la carta.) He aquí lo que os envía la Reina de Escocia.

     LEICESTER.- (Asustado, toma la carta con precipitación.) Hablad bajo, sir; �qué veo!... �Oh! �Dios! su retrato. (Lo besa y contempla con muda admiración.)

     MORTIMER.- (Que durante este rato le ha observado.) Ahora, milord, fío en vos.

     LEICESTER.- (Después de leída la carta.) Sir Mortimer, �conocéis el contenido de esta carta?

     MORTIMER.- No sé nada.

     LEICESTER.- �Sin duda ella os confió...

     MORTIMER.- Nada me ha confiado; me ha dicho que vos me explicaríais este enigma. Porque es un enigma para mí, que el conde Leicester, el favorito de Isabel, el enemigo declarado y juez de María, sea precisamente el hombre de quien la Reina espera la libertad. Debe, sin embargo, ser así, porque harto claro expresan vuestros ojos lo que sentís por ella.

     LEICESTER.- Explicadme antes cómo ha sido que os interesarais de tal modo por su suerte, y cómo habéis ganado su confianza.

     MORTIMER.- Muy sencillo, milord. Abjuré mi religión en Roma, y estoy en relaciones con los Guisas. A una carta del arzobispo de Reims, debo el estar bien quisto con la Reina de Escocia.

     LEICESTER.- No ignoro que habéis mudado de religión y ésta es la causa de mi confianza. Dadme la mano y excusadme mis recelos. Toda precaución es poca por mi parte, porque Walsingham y Burleigh me odian, y sé que me observan y me tienden lazos, podíais haber sido vos instrumento suyo, para atraerme a ellos.

     MORTIMER.- �Con cuánta cautela se ve obligado a andar en esta corte, tan poderoso señor!... �Conde, os compadezco!

     LEICESTER.- Me arrojo con júbilo en brazos de un amigo fiel, para libertarme de prolongada opresión. Os sorprende, sir, mi rápida mudanza con respecto a María, pero sabed que en realidad no la he odiado nunca, y sólo el imperio de las circunstancias me ha convertido en adversario suyo. Muchos años ha, como no ignoráis sin duda, debía casarse conmigo antes de dar la mano a Darnley, y cuando el esplendor de su grandeza la rodeaba todavía. Rechacé entonces con frialdad semejante ventura, y hoy que se halla encarcelada y al borde del sepulcro, hoy quisiera alcanzar su amor, aun a riesgo de mi vida.

     MORTIMER.- �Generoso proceder!

     LEICESTER.- En el decurso del tiempo las cosas han cambiado. Mi ambición me hizo insensible a la juventud y a la belleza. Casarme con María entonces, era dicha harto pequeña para mí; esperaba poseer la Reina de Inglaterra.

     MORTIMER.- Se sabe que os prefería a los demás.

     LEICESTER.- Parecía así, Mortimer, y ahora después de diez años de sujeción... de haberla galanteado sin descanso... �Ah! �Mortimer!... mi corazón se explaya, fuerza es que me alivie de prolongado fastidio!... �Si se supiera lo que son las cadenas que me envidian!... Después de haber sacrificado diez interminables años de amarguras al ídolo de su vanidad, después de soportar con la resignación del esclavo sus caprichos de sultana, y de haberme convertido en su juguete, tolerando sus menores extravagancias, ora acariciado con ternura, ora rechazado con orgullosa gazmoñería, así atormentado por su favor, como por su severidad, custodiado como un prisionero por la inquieta mirada de los celos, tratado como un niño, insultado como un lacayo... �Oh! �No hay palabras que expresen, que pinten semejante infierno!

     MORTIMER.- Os compadezco, conde.

     LEICESTER.- Y cuando llego al término de mis afanes me escapa la recompensa y viene otro a arrebatarme el fruto de tan cara constancia. Un esposo joven a quien adornan brillantes cualidades, me despoja de los derechos que poseía tanto tiempo ha. Me veo obligado a descender de este teatro, donde brillé y ocupé el primer puesto, porque no es sólo su mano, sino su favor lo que éste recién venido va a quitarme; él es galante, y ella es mujer.

     MORTIMER.- Hijo de Catalina, en buena escuela aprendió el arte de la adulación.

     LEICESTER.- Veo, pues, fallidas todas mis esperanzas. En el naufragio de mi dicha, busco una tabla de salvación, y convierto los ojos hacia mis primeras y bellas ilusiones. De nuevo se presenta a mi memoria la imagen de María, en todo el esplendor de sus hechizos: de nuevo recobran su imperio la juventud y la hermosura. No es ya la fría ambición, sino mi corazón quien compara y siente qué gran tesoro ha perdido. La veo hundida en el abismo de la desgracia, y por mi culpa; nace en mi alma la esperanza de libertarla, de salvarla. Pude entonces darle a conocer, por medio de fiel emisario, el cambio de mi corazón, y en esta carta que me habéis traído, me asegura que me perdona, y que si la salvo, será mía en recompensa.

     MORTIMER.- Nada habéis hecho por libertarla. Permitís que la condenen a muerte; vos mismo votasteis por la pena capital. Ha sido necesario un milagro, ha sido necesario que la luz de la verdad iluminara al sobrino de su carcelero, y que Dios le preparase inesperado libertador desde el Vaticano, de otro modo carecía de medio alguno para llegar hasta vos.

     LEICESTER.- �Ah! sir Mortimer... �Cuánto me ha hecho padecer todo esto! Últimamente fue trasladada del castillo de Talbot a Fotheringhay, y confiada a la severa confianza de vuestro tío, con lo que me fue vedada toda comunicación con ella, y debí continuar persiguiéndola a los ojos del mundo. Mas no creáis que hubiese podido dejarla morir. No; esperé y espero todavía impedir esta catástrofe hasta que se ofrezca modo de libertarla.

     MORTIMER.- Se ha hallado ya Leicester; vuestra noble confianza merece que corresponda a ella; quiero libertarla yo, y a eso he venido; todo está preparado y vuestro poderoso auxilio nos asegura éxito feliz.

     LEICESTER.- �Qué decís!... �Me asustáis!... �Cómo! �querríais...

     MORTIMER.- Arrancarla por la fuerza de la prisión. Cuento con algunos auxiliares; todo está preparado.

     LEICESTER.- �Tenéis cómplices y confidentes! �Desdichado de mí!... �En qué arriesgado proyecto me habéis metido!... �Saben también ellos mis secreto?

     MORTIMER.- Tranquilizaos; para nada figuráis en el complot, que se habría ejecutado ya, si ella no hubiese querido deberos su salvación.

     LEICESTER.- �Así podéis asegurarme con certeza que no se ha pronunciado mi nombre en vuestra conjuración!

     MORTIMER.- Os lo aseguro. Mas, �por qué tales inquietudes, cuando oís una noticia favorable a vuestros designios?... �Queréis libertar a María y poseerla, halláis de pronto auxiliares inesperados, se presenta un medio pronto, como caído del cielo, y manifestáis mas embarazo que júbilo!

     LEICESTER.- Nada puede tentarse por la fuerza; es empresa muy peligrosa.

     MORTIMER.- También lo es la tardanza.

     LEICESTER.- Os repito, caballero, que no cabe intentarlo.

     MORTIMER.- (Con amargura.) No por vos que queréis poseerla, pero nosotros, que sólo aspiramos a libertarla, no vacilamos tanto.

     LEICESTER.- Joven, obráis con harta ligereza tratándose de un asunto espinoso y erizado de peligros.

     MORTIMER.- Y vos obráis con harta prudencia tratándose de una cuestión de honra.

     LEICESTER.- Veo los lazos que nos rodean.

     MORTIMER.- Me siento con valor bastante para romperlos todos.

     LEICESTER.- Este valor es temeridad, es locura.

     MORTIMER.- Vuestra prudencia, milord, no se parece en nada a la valentía.

     LEICESTER.- �Tanto es vuestro deseo de acabar como Babington?

     MORTIMER.- �Tanta es vuestra repugnancia a imitar la grandeza de alma de Norfolk?

     LEICESTER.- Norfolk no llevó a María al altar.

     MORTIMER.- Pero demostró que era digno de ello.

     LEICESTER.- Perdiéndonos, no la salvamos.

     MORTIMER.- Ni pensando en la propia conservación tampoco.

     LEICESTER.- �Si no queréis reflexionar!... �Si no queréis oír!... Con vuestra ciega impetuosidad destruís la obra que se hallaba en vías de éxito.

     MORTIMER.- �Qué obra?... �La que habéis comenzado?... �Qué habéis hecho para libertarla? Si fuese yo un miserable capaz de asesinarla como me ordenó la Reina, y como en ese instante espera que lo haré, decidme �qué precaución habéis tomado para salvar su vida?

     LEICESTER.- (Sorprendido.) �La Reina os dio esta orden sangrienta?

     MORTIMER.- �Se ha engañado conmigo, como se engañó María con vos!

     LEICESTER.- �Y prometisteis?... Habéis...

     MORTIMER.- Para que no comprara otro brazo, ofrecí el mío.

     LEICESTER.- Habéis obrado perfectamente; esto nos deja a nuestras anchas; como la Reina fía en vuestra promesa, la sentencia de muerte no se ejecutará y entre tanto ganamos tiempo.

     MORTIMER.- (Impaciente.) No; perdemos tiempo.

     LEICESTER.- Puesto que fía en vos, mayor será su empeño en mostrarse clemente a los ojos del mundo. Tal vez podré persuadirla a que visite a su rival y este paso le atará las manos, porque como dice muy bien Burleigh, la sentencia no podrá ejecutarse desde el momento en que la Reina la haya visto. Sí; quiero intentarlo... lo dispondré todo a ese fin.

     MORTIMER.- �Y qué obtendréis con esto? Si ve que se ha engañado con respecto a mí, si María continúa viviendo, las cosas volverán al mismo estado de antes. Lo mejor que pueda sucederle, es que sea condenada a perpetua cautividad... y será preciso acabar con un arranque de osadía. �Por qué no empezar desde luego por aquí? Tenéis en vuestras manos el poder; podéis congregar un ejército, aunque fuera tan sólo armando a la nobleza de vuestros dominios. María por su parte cuenta con buen número de amigos secretos. Las nobles casas de Howard y de Percy, no obstante de haber muerto sus jefes, son ricas en héroes, y aguardan sólo que un lord poderoso les dé el ejemplo. Basta ya de disimulos; obremos con franqueza. Defended como caballero a vuestra amada, y combatid noblemente por ella. Seréis dueño de la Reina de Inglaterra cuando queráis. Atraedla a uno de vuestros castillos donde os siguió alguna vez, y allí portaos como hombre, hablad como dueño. �Retenedla en vuestro poder hasta que haya devuelto la libertad a María Estuardo!

     LEICESTER.- Me sorprendéis y me asustáis al propio tiempo... �A dónde os conduce vuestro delirio?... �Conocéis este país? �Sabéis lo que ocurre en la corte?... �Sabéis con qué estrechas ligaduras ha encadenado los ánimos el imperio de esta mujer? En vano buscaréis el heroico ardor que animaba en otro tiempo esta comarca. Bajo el yugo de Isabel, el valor se trocó en abatimiento, y la energía yace comprimida. Seguid mis consejos: no emprendáis nada sin reflexión... Siento pasos. Salid.

     MORTIMER.- María aguarda, y vuelvo a ella con fútiles consuelos.

     LEICESTER.- Llevadle la seguridad de mi eterno amor.

     MORTIMER.- �Llevádsela vos! Me ofrecí a ser el instrumento de su libertad, no el emisario de sus amores.

(Se va.)



Escena IX

ISABEL. -LEICESTER.

     ISABEL.- �Quién acaba de dejaros?... He oído hablar.

     LEICESTER.- (Volviéndose rápidamente al oír a la Reina, perturbado.) �Sir Mortimer!

     ISABEL.- �Qué os pasa, milord?... �Estáis muy conmovido!

     LEICESTER.- (Serenándose.) Vuestro aspecto... Nunca me habíais parecido tan encantadora. Estoy deslumbrado por vuestra belleza. �Ah!...

     ISABEL.- �Por qué suspiráis?

     LEICESTER.- �Acaso no tengo motivos para suspirar?... La contemplación de tales hechizos renueva en mí el inefable dolor de la pérdida que me amenaza.

     ISABEL.- �Qué perdéis?

     LEICESTER.- Pierdo vuestro corazón; os pierdo a vos, �tan digna de ser amada! Muy pronto os sentiréis feliz en brazos de joven y entusiasta esposo que reinará como dueño absoluto en vuestro corazón. Es de sangre real, y yo no lo soy; mas desafío al mundo entero, a ver si es posible hallar en la tierra quien sienta por vos más profunda adoración que yo. El duque de Anjou no os ha visto nunca, y sólo puede amar vuestra gloria y esplendor... Pero yo, yo te amo a ti... y aunque fueras humilde pastora y yo el más poderoso príncipe del orbe, descendería a ti para deponer mi corona a tus plantas.

     ISABEL.- Compadéceme, Dudley, y no me reconvengas... No me atrevo apenas a interrogar mi corazón... �Cuán diversamente hubiese elegido!... �Ah, cómo envidio a las demás mujeres la facultad de elevar hasta ellas al hombre que aman! No soy tan feliz que pueda ceñir con mi corona la frente de aquél a quien amo más que nada en el mundo. La Estuardo, sí, pudo otorgar su mano, cediendo a la propia inclinación; todo se lo permitió, y apuró la copa de los placeres.

     LEICESTER.- Ahora apura la del dolor.

     ISABEL.- Para nada tuvo en cuenta el qué dirán. Su vida fue grata; nunca se impuso el yugo, al cual me he sujetado. También yo hubiese podido gozar de la vida, y respirar libremente, y a ello preferí los austeros deberes de la realeza. Y no obstante obtuvo con su conducta el favor de los hombres, porque no aspiró a más que a ser mujer, y jóvenes y viejos le rinden homenaje. Así son ellos; siempre ávidos de placer. Vuelan anhelantes tras alegres y frívolos pasatiempos y en nada estiman cuanto es digno de estimación. �No parecía remozado el mismo Talbot cuando se le ocurrió hablarnos de los atractivos de esta mujer?

     LEICESTER.- �Excusadle; fue su carcelero, y la artificiosa María lo sedujo con sus lisonjeras palabras!

     ISABEL.- �Será verdad que sea tan hermosa? Tanto he oído celebrar su rostro que desearía saber a qué atenerme. Los retratos suelen adular, y las descripciones son mentirosas; sólo me fío de mis propios ojos. �Por qué me miráis de un modo tan singular?

     LEICESTER.- Os imagino al lado de María. Confieso que sería para mí un placer si pudiésemos lograr secretamente veros en presencia de María, pues por primera vez triunfaríais por completo de ella. Quisiera contemplar su humillación, cuando por sus propios ojos (porque la envidia tiene la mirada penetrante) se convenciera de vuestra superioridad así en la nobleza de vuestra fisonomía como en las demás cualidades.

     ISABEL.- �Pero ella es más joven!

     LEICESTER.- �Más joven! No se diría al verla. Sus padecimientos, en verdad, la han envejecido antes de tiempo. Lo que amargaría más su pena, sería veros desposada. Se desvanecieron a su espalda las dulces ilusiones de la vida, y en cambio, os viera caminando hacia la felicidad, desposada con un príncipe de Francia. �Qué golpe para ella, que se envanecía de su alianza con esta nación, y confía aún en su apoyo!

     ISABEL.- (Con cierto descuido.) Muchos me instan para que la vea.

     LEICESTER.- (Con viveza.) Ella lo pide como una gracia, concedédselo como un castigo; preferiría ser conducida por vos al cadalso, a verse eclipsada por vuestros hechizos... así descargáis sobre ella el golpe mortal con que quiso heriros. Cuando contemple vuestra belleza, custodiada por el honor, ilustre por la virtud, por una reputación sin mancha, que despreció para entregarse a sus locos amores; cuando la vea realzada por el esplendor de la corona, ornada con el velo nupcial, entonces sonará la hora de su ruina. Sí; al contemplaros, paréceme que nunca como hoy, os hallasteis en estado de alcanzar el premio de la victoria. Yo mismo, en el punto en que entrabais, quedé como fascinado por luminosa aparición. �Pues bien! ahora, ahora mismo, tal como estáis, mostraos a ella,... no podréis hallar más favorable momento.

     ISABEL.- �Ahora?... no, ahora no, Leicester. Conviene antes que lo medite, y que Burleigh...

     LEICESTER.- (Con viveza.) �Burleigh!... Sólo se ocupa en lo conveniente al reino. �Pero vos, como mujer, tenéis también algún derecho! Este delicado asunto es de vuestra incumbencia y no de la del hombre de Estado. Y por otra parte los mismos intereses de la política exigen que la veáis, y que os reconciliéis con la opinión por medio de un acto de generosidad. Después ya os desharéis de ella como os plazca.

     ISABEL.- No es decoroso que vea a una parienta mía bajo el peso de la humillación y la necesidad. Dicen que en torno suyo no brilla el menor resto de su antiguo poder real, y el aspecto de tantas privaciones sería para mí un reproche.

     LEICESTER.- No será indispensable que entréis en sus habitaciones. Escuchad mi consejo. La casualidad nos sirve a maravilla. Hoy se celebra una gran partida de caza que nos conducirá a Fotheringhay. María puede hallarse en el parque, y vos entraréis en él como por acaso, porque es preciso que nada parezca preparado con anticipación, y si os repugna hablarla, no le hablaréis.

     ISABEL.- Si cometo una locura, la culpa será vuestra y no mía, Leicester. Hoy no quiero negaros nada, porque sois entre todos mis vasallos a quien he afligido más. (Le mira con ternura.) Aunque sea tan sólo un capricho vuestro, prueba es de afecto, conceder espontáneamente lo que no aprobamos.

(Leicester cae de rodillas. Telón.)

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