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María Nadie [Fragmento]

Marta Brunet





«El camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa siguiendo el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en lo profundo del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que el camino subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda, perfurmada, rumorosa e íntima. Porque a esa hora, inminente la noche, los arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles; pero hacia abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos seres cobraba un sostenido tono menor, de llamados, de arrullos, de admoniciones, de despedidas, todo como mullendo el silencio para hacerlo más silencio aún.

Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las tardas carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie grisazulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo que a veces producía la hondonada. El camino nacía de los aledaños del pueblo y era una invitación que a ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a caza de aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales salvajes, a adormilarse en la lenta caza de lagartijas, de trepar alto en procura de nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes, maqui, moras o murallas.

Por el camino, a la vista ya del pueblo, bajaba, rápido y sigiloso, un chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín, y las pecas diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban el tono de la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un hermoso cuerpo de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros conquistaba por la belleza expresiva del rostro.

La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su vez subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba la respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro a la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios, los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de maderas pintadas de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría. Sí, pueblo como de juguete para gentes felices.

Varios hacendados se unieron a la poderosa Compañía Maderera de Colloco para que se creara un paradero en la línea de ferrocarril ya existente, no tanto para ir y venir de pasajeros, como para llevar hacia el norte los productos de la zona.

Así nació la estación, perdida en la red de desvíos, vagones, tinglados, rumas de maderas elaboradas, ir y venir de carretas, de camiones, de autos, de coches. Perdida como un corazón normal en el cuerpo de un gigante. Preciosa y precisa, marcando su ritmo con el tictac del reloj. Metódica, eficaz e incansable...».







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