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María Rosa de Gálvez, Rousseau, Iriarte y el melólogo en la España del siglo XVIII

Joseph R. Jones






«Música y poesía encantadoras,
genios de imitación...»


Oda en elogio de «El delirio», Obras poéticas, I, 41                


Durante su breve carrera, María Rosa de Gálvez (1768-1806) mostró un intenso interés por la combinación de música y drama. Tradujo libretti franceses para una zarzuela (El califa de Bagdad1) y para la ópera Bion2, y publicó una versión de una comedia francesa (Catherine ou la belle fermière) que en su forma original debía su popularidad en gran parte a las canciones que contiene3. Escribió un monólogo dramático que requiere un complicado acompañamiento musical y una tragedia, Amnón, que incluye seis números para coro doble, solos y dúos. Compuso una oda inspirada en la representación de una ópera seria de Berton, Le Délire4 y escribió una comedia o libreto, nunca publicado, intitulado La ópera cómica5. Se habría complacido enormemente, sin duda, con la conversión de su propia farsa, Un loco hace ciento, en una ópera cómica diez años después de su muerte prematura6.

Todas las historias del siglo XVIII reconocen la vitalidad del teatro musical español de la época. Hubo grandes compositores como Nebra y libretistas sin par como Ramón de la Cruz, quienes (por causas imposibles de comprender) todavía atraen poquísima atención fuera del círculo restringido del Hispanismo internacional. Florecían la zarzuela y la tonadilla (por la cual hasta Iriarte se dignaba a escribir libretos), y estrenos de óperas extranjeras, con cantantes extraordinarios como Farinelli, eran ocasiones sociales y no meramente artísticas, acontecimientos que afectaban el gusto en otras esferas además de la musical. España podía hasta permitirse el lujo de exportar compositores de categoría mundial como Vicente Martín y Soler, que en su época era tan admirado como Mozart, y que fue Kapellmeister de Catalina la Grande durante los mismos años de la estancia de Doña María Rosa en Madrid. (Muere Martín y Soler en San Petersburgo en 1806).

Además de la imponente presencia de tanto teatro musical -compañías de ópera nacionales y extranjeras, divas, prodigios musicales, fanáticos, críticos, sin mencionar el impacto económico7- hay causas filosóficas (si así se puede expresar) que explican por qué cuestiones acerca del teatro musical parecen surgir con tanta frecuencia en las obras de eruditos neoclásicos como Tomás de Iriarte. Una de estas causas es que los investigadores de la literatura de la Antigüedad Clásica creían que el drama griego -el eterno y perfecto modelo de todo drama- era en su origen cantado. Si fuera posible inventar una manera de representar que se acercara a la manera antigua de enunciar los versos, el drama recuperaría una cualidad esencial perdida en la transformación del teatro a su paso por las modalidades latina, «gótica» y moderna. Iriarte, en su universalmente admirado y frecuentemente traducido poema didáctico La música, repite esta noción y afirma que la ópera se acerca más al drama antiguo porque vuelve a reunir la música y la palabra, elementos separados en otras formas poéticas8. Los detractores de la ópera, quienes, como el ilustre y malhumorado Samuel Johnson, autor del primer diccionario en inglés, creían que la ópera era «un entretenimiento extravagante e irracional», debían darse cuenta, dice Iriarte, de que todas las formas del drama son irracionales: los espectadores tienen que desentenderse de hechos tan obvios como que están en un teatro y no en -digamos- Tebas, que los dioses griegos hablan lenguas modernas y en verso, etcétera. Si los que aborrecen, por coherencia doctrinal, el teatro musical se dejaran llevar por la corriente emocional de la experiencia, se darían cuenta de que la ópera también revela una verdad superior, realzada por la música.

Otra razón por la cual los pensadores neoclásicos examinan tan a menudo la experiencia del teatro «lírico» es que los teóricos de la estética estaban analizando los efectos psicológicos de todas las artes, en particular los de la música en su relación con las otras artes. Uno de los más contenciosos de estos teóricos era el autor, compositor y musicólogo suizo Jean-Jacques Rousseau. Rousseau tomó parte en una controversia ventilada a mediados del siglo sobre la supuesta inferioridad de la música operática francesa. Para apoyar su argumento de que la ópera italiana era mejor que la francesa, Rousseau teorizaba que la lengua original de la humanidad consistía enteramente en expresiones de emoción no articuladas (e. g., gritos de dolor o miedo), con ritmos vigorosos y vocalizaciones parecidas al canto. Así que en las lenguas como el griego y el italiano, con sus saltos tonales, se percibían más fácilmente los sentimientos primitivos ocultos en las lenguas más evolucionadas como el francés, que es (literalmente) monótono, lógico, y así menos apto para expresar en el canto, de manera convincente, las pasiones más sublimes. A su debido tiempo los hombres inventaron la melodía, la cual es una imitación en forma abstracta del esfuerzo de la voz para comunicar las emociones, aunque (según Rousseau) las reglas modernas de la armonía -especialmente las alemanas- han apretado tanto las formas melódicas que efectivamente han causado la separación de la melodía y el habla, con la pérdida consecuente del sentimiento. El ademán mudo es, aun más que la vocalización, la forma más espontánea y poderosa de comunicar las necesidades o reacciones físicas (e. g., la admiración). Iriarte, cuyo poema se hace eco tantas veces de las ideas de Rousseau, resume estas nociones diciendo que el sentido de la palabra es siempre arbitrario, pero el ritmo y el tono («acentos musicales») son «signos naturales» universalmente comprensibles9:


Porque, al fin, las dicciones
de los idiomas varios
solamente unos signos arbitrarios
son de nuestras ideas y pasiones;
pero el compás y acentos musicales,
qual signos naturales,
tienen por sí virtud que no depende
de la interpretación de las naciones...
Pero su valor se sabe, y no se aprende,
y hablan al corazón más que al ingenio.
Así con expresión no articulada
la instrumental sonoridad recrea.


(Págs. 104-105)                


La tercera razón que explica el interés del siglo XVIII tardío por las posibilidades artísticas del drama musical al estilo griego es que Rousseau supo reproducir de manera convincente el impacto emocional del modo antiguo de representación en lo que Goethe (y mucho más tarde el Diccionario de Grove) llama una obra trascendental10: su «escena lírica»11 titulada Pygmalion. En esta obrita basada en el mito tan querido de los artistas, del escultor que ve volver a la vida a su creatura Galatea, combina Rousseau la declamación en el lenguaje hablado, ineludible pero falto de pasión, con la música, una lengua abstracta pero cargada de emoción12. La escena consiste en una serie de parlamentos en prosa que reflejan las extremas alternaciones del humor del protagonista, puntuada por veintiséis interludios musicales, dos por Rousseau y el resto por Horace Coignet. Durante los interludios más largos, el actor que hace el papel de Pigmalión estudia o pule su escultura en pantomima muda13.

Esta scène lyrique, compuesta alrededor de 1762, fue representada primero privadamente en León de Francia en 1770, pero el texto, impreso en 1771, fue traducido rápidamente. La pieza fue puesta en escena por el Théâtre Français en una representación no autorizada en 1775, y quedó en el repertorio hasta fines del siglo, con la consecuencia de que cualquier visitante en París tenía la oportunidad de verla. Llegó a tener un éxito formidable en Alemania, donde el excelente aunque olvidado compositor Georg Benda compuso una imitación y donde la forma perdura hasta bien entrado el siglo XIX14. En España, Pigmalión fue la primera obra de Rousseau traducida íntegramente15. Hubo una representación en francés a principios de 1788 y una en español en 1796.

Iriarte no menciona el experimento teatral de Rousseau en su poema sobre la música; pero no hay duda de que lo habría incluido si lo hubiera conocido antes de 1779. Debía haberlo visto en la representación madrileña de 1788, o quizás leería una reseña crítica de él. Dos años después16, en Cádiz, ofrece al público su propia tentativa de componer un «melólogo», Guzmán el bueno: escena trágica unipersonal con música en sus intervalos17. Iriarte mismo compuso los diez interludios, que dicen tener un estilo musical parecido al de Haydn y que yacen olvidados e inéditos en la Biblioteca Municipal de Madrid. El estreno de la pieza de Iriarte fue de tanta importancia que el dramaturgo popular Luciano Francisco Comella escribió para ella un prólogo en el que los actores (que incluían a la Tirana, la famosa primera dama retratada por Goya) debaten la forma insólita del drama, el antecedente francés, y la posible resistencia del público madrileño ante tanta novedad. Pero la Tirana dice, «A Robles [que iba a crear el papel de Guzmán] / decid que deponga el miedo, /que yo, en nombre de Madrid / le anuncio su lucimiento». (Subirá, «El melólogo», 147). La exitosa representación de Guzmán en Madrid (del 26 de febrero al 6 de marzo de 1791) en el Teatro Príncipe, con el célebre Antonio Robles, inspiró imitaciones y parodias, las primeras de las cuales son al parecer Inés de Castro (1791) de Comella y El hijo de Guzmán o El joven Pedro de Guzmán (1793) de José Concha, para la que Blas de la Serna probablemente compuso la partitura (Subirá, «El melólogo», 149)18. El enemigo de Iriarte, el fabulista Félix de Samaniego, escribió una parodia pueril de Guzmán, aunque tuvo el buen gusto de no publicarla puesto que Iriarte se murió a los pocos meses del estreno de su melólogo. Samaniego le escribió a un amigo que el ejemplo funesto de Pigmalión iba a crear una «monologuimanía» que iba a «inundar la escena» con basura escrita por dramaturgos perezosos, incapaces de «pelear con las dificultades que ofrece el diálogo». (Subirá, «El melólogo», 149-150). Samaniego fue profético, si uno considera que constituyen una inundación los sesenta y más melólogos -menos los ejemplos extranjeros- compuestos en España19.

La mayoría de los melólogos serios tienen argumentos trágicos clásicos (e. g., los últimos momentos de Dido), con un número crecido de argumentos que tienen que ver con personajes históricos antiguos (como Aníbal), mitos españoles (Florinda), y hasta celebridades modernas (Napoleón desesperado)20. Entre los pocos basados en las Sagradas Escrituras, uno no recogido por Subirá en su lista original de melólogos y cuyo autor nunca consiguió identificar, está Saúl, de María Rosa de Gálvez21.

Es imposible estimar ni siquiera aproximadamente el valor estético de esta forma híbrida sin un esfuerzo serio de verla como la autora y su desconocido colaborador -probablemente Blas de la Serna- la querían presentar: con un actor hábil (como uno de los grandes contemporáneos Robles o Máiquez, también retratado por Goya), decoraciones elegantes y música impresionante. Los críticos escépticos como Cotarelo e Ivy McClelland22 deberían haberse acordado de que los textos no son obras independientes sino libretti, y deberían haberse preguntado por qué los melólogos encantaban a espectadores tan exigentes como Mozart23 y Goethe24. Si mentes tan sutiles como las suyas encontraron en esta mezcla de declamación y música orquestal cualidades profundas, no debe ser desdeñada sin un examen objetivo de sus posibilidades. Aunque no totalmente insólitas, la declamación acompañada de música, y la actuación silenciosa también acompañada eran raras en el teatro serio del dieciocho. El público del siglo XX, en cambio, está tan acostumbrado a la combinación de recitación, pantomima y música que le es difícil recuperar la emoción de presenciarla por primera vez. Hay paralelos sugerentes entre la reacción del público del siglo XVIII ante el melólogo y la del público de comienzos de nuestro siglo ante las primeras películas cinematográficas. El cine era originalmente una pantomima con comentario escrito mínimo, normalmente rodado con acompañamiento musical calculado para realzar el contenido emocional25. El cine primitivo en blanco y negro que avanza espasmódicamente al son de un piano desafinado ha llegado a ser parte del repertorio paródico de nuestra época, y apenas podemos figurarnos cómo nuestros abuelos lo encontraban entretenido, mucho menos verdaderamente apasionante. Pero en un pasaje encantador (parafraseado) acerca de su juventud, Jean-Paul Sartre recrea su propia reacción ante la película y la música de sus primeras experiencias del cine: mientras yo miraba la película (dice el filósofo francés), sufría con la inocencia perseguida por medio de la melodía que procedía de ella; yo sabía que el cowboy, los mosqueteros, el detective iban a llegar a tiempo para salvar a la muchacha secuestrada, al general, al compañero atado al cuñete de pólvora, porque el Destino (encarnado en una selección de la Condenación de Fausto de Berlioz, adaptada para piano) estaba a punto de restaurar el Orden Universal. «Nosotros [mis héroes y yo] nos comunicábamos por medio de la música; era el son de su vida interior». Y «yo estaba completamente contento; había descubierto el mundo donde yo quería vivir; había tocado el Absoluto»26. Este es exactamente el resultado que buscaba Rousseau.

Si el director que puso en escena el Saúl de Gálvez siguiera las acotaciones de la autora, al levantarse el telón el público vería un campo cubierto de cuerpos muertos, a través del cual soldados filisteos persiguen a los israelitas que huyen, con acompañamiento de fuerte música marcial27. El rey Saúl aparece solo, con su armadura ensangrentada, en el campo desierto, y en siete largos parlamentos revela su desesperación y miedo, y termina dándose la muerte con su puñal. Es posible representarse en la imaginación la decoración y los trajes de la época de Gálvez porque hay muchos cuadros y grabados dieciochescos de asuntos teatrales y bíblicos, aun en los EE. UU., como, por ejemplo, el Saúl reprochado por Samuel, de John Singleton Copley. Pero es mucho más difícil reconstruir, si tan sólo en la imaginación, la integración de la declamación y la música. No hay, al parecer, grabaciones ni del Pygmalion de Rousseau ni del Ariadne auf Naxos de Benda, los dos candidatos más obvios. El único ejemplo actualmente disponible parece ser una grabación reciente del Zaide de Mozart28. Quizás una audición benévola del Zaide nos permitiría figurarnos los efectos de una producción bien dirigida de un melólogo. Pero nada sustituye la experiencia de presenciar en persona una representación, en la cual la constelación improbable de texto, actuación, música y público puede generar corrientes emocionales insospechadas.

Nos conviene hacer caso de las sensatas opiniones de Manuel de Quintana, en su reseña de los dramas publicados de Gálvez, ninguno de los cuales había visto representar: «Las obras dramáticas tienen mucho de cuadros de perspectiva: si no se las pone en su punto de vista, que es la escena, no se pueden calcular ni su interés, ni su efecto». Según Quintana, los juicios acerca de ellas emitidos en el silencio de la biblioteca del estudioso con frecuencia se esfuman en el teatro29.

En el silencio despiadado de la biblioteca, los defectos de estructura, las incoherencias y lapsos de lógica, la variación apenas perceptible entre un ejemplo y otro -todas las imperfecciones de un género anticuado como el melólogo- se vuelven evidentes e intolerables. Pero el cine y la televisión -el verdadero «teatro» de nuestros días- revelan constantemente cómo producciones que tienen buena actuación, espectáculo, actualidad, novedad y otras circunstancias efímeras nos inducen regularmente a creer, por lo menos temporalmente, que alguna película o programa contiene valores profundos y eternos. Sólo después nos damos cuenta de que el entusiasmo del momento nos ha ocultado las debilidades artísticas de la obra en cuestión. Tenemos la ventaja hoy día de poder conservar las obras en película, para hacer juicios y comparaciones, mientras que el teatro anterior al siglo XX está perdido para siempre y nos cuesta un esfuerzo enorme recrearlo o restaurarlo. Una ilustración actual de las posibilidades de restauración es el esfuerzo de historiadores de teatro norteamericanos de presentar el cine primitivo en circunstancias parecidas a las de las funciones originales, con la película bien rodada, grandes orquestas y un auditorio numeroso.

El análisis más profundo, útil y erudito del melólogo español es el de I. L. McClelland. La investigadora inglesa cree que el melólogo ofrecía a los dramaturgos españoles la oportunidad de experimentar con la tragedia pura, una forma nunca popular en España, de explorar el poder de las unidades clásicas, de aprender a pintar con realismo la mente dividida del protagonista trágico. A los actores españoles les ofrecía también la oportunidad de perfeccionar su pericia en reproducir el patetismo, de practicar nuevas técnicas de representación importadas del extranjero, de investigar «las posibilidades emocionales del silencio». A la larga, el melólogo en sus varias formas iba a contribuir a la profundidad y madurez del drama novecentista y a una forma más humana y psicológicamente exacta de representación que nos parece moderna30.

Del mismo Manuel de Godoy proviene, inesperadamente, otra evaluación equilibrada de los experimentos y las contribuciones del grupo «de transición» de escritores al que pertenece Gálvez. En sus Memorias, el Príncipe de la Paz pregunta retóricamente: ¿qué nación en la órbita de Francia en los últimos años del siglo XVIII, cuando los cataclismos posrevolucionarios y la agresión de Napoleón absorbían la energía de la mayoría de las potencias europeas, podía jactarse de tantos escritores significativos en tantos campos como España? Hasta los escritores de segundo rango «se atarearon por prestarse y concurrir al movimiento y al progreso de las bellas letras... cuando menos por su ejemplo y sus esfuerzos». Hasta «los autores de melodramas [i. e., melólogos] o comedias sentimentales, que tuvieron más o menos boga por entonces, trabajaron no sin fruto para desterrar los absurdos, las insulseces y, lo que importaba no menos a la moral que al arte, las torpezas que habían manchado nuestra poesía dramática». Y con benevolencia admirable concluye: «No se llegaba a la perfección de una sola tirada -ni hay muchos Molieres ni muchos Moratines en un siglo»31.

La mayoría de los dramas originales que escribió Gálvez ya no parecen ofrecer gran interés, tanto porque talentos superiores a los suyos trabajaron durante el mismo período como porque algunas de sus creaciones, como el melólogo, eran formas experimentales de una moda desaparecida. Sin embargo, no ha habido ningún esfuerzo de reevaluar las cualidades escénicas de su obra dramática sobre las tablas de un teatro. Sería instructivo, quizás hasta conmovedor, presenciar una representación restaurada de Saúl. Y, sin duda, las comedias de Gálvez Los figurones literarios y Un loco hace ciento encantarían a cualquier auditorio, si tuviera la oportunidad de verlas -en palabras de Quintana- desde el punto de vista apropiado, desde la butaca del teatro.






Obras citadas

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