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ArribaAbajo- VI -

Tonterías


Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos de Choto, que iba y volvía gozoso y saltón, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre su amo y el lazarillo de su amo.

-Nela -dijo Pablo-, hoy está el día muy hermoso. El aire que corre es suave y fresco, y el sol calienta sin quemar. ¿A dónde vamos?

-Echaremos por estos prados adelante -replicó la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo-. ¿A ver qué me has traído hoy?

-Busca bien y encontrarás algo -dijo Pablo riendo.

-¡Ah, Madre de Dios! Chocolate crudo... ¡y poco que me gusta el chocolate crudo!... nueces... una cosa envuelta en un papel... ¿qué es? ¡Ah! ¡Madre de Dios!, un dulce... ¡Dios Divino!,   —72→   ¡pues a fe que me gusta poco el dulce! ¡Qué rico está! En mi casa no se ven nunca estas comidas ricas, Pablo. Nosotros no gastamos lujo en el comer. Verdad que no lo gastamos tampoco en el vestir. Total, no lo gastamos en nada.

-¿A dónde vamos hoy? -repitió el ciego.

-A donde quieras, niño de mi corazón -repuso la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel que lo envolvía-. Pide por esa boca, rey del mundo.

Los negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla graciosa y vivaracha multiplicaba sus medios de expresión, moviéndose sin cesar. Mirándola se creía ver un relampagueo de reflejos temblorosos, como los que produce la luz sobre la superficie del agua agitada. Aquella débil criatura, en la cual parecía que el alma estaba como prensada y constreñida dentro de un cuerpo miserable, se ensanchaba y crecía maravillosamente al hallarse sola con su amo y amigo. Junto a él tenía espontaneidad, agudeza, sensibilidad, gracia, donosura, fantasía. Al separarse, parece que se cerraban sobre ella las negras puertas de una prisión.

-Pues yo digo que iremos a donde tú quieras -observó el ciego-. Me gusta obedecerte.   —73→   Si te parece bien, iremos al bosque que está más allá de Saldeoro. Esto, si te parece bien.

-Bueno, bueno, iremos al bosque -exclamó la Nela, batiendo palmas-. Pero como no hay prisa, nos sentaremos cuando estemos cansados.

-Y que no es poco agradable aquel sitio donde está la fuente ¿sabes, Nela?, y donde hay unos troncos muy grandes, que parecen puestos allí para que nos sentemos nosotros, y donde se oyen cantar tantos, tantísimos pájaros, que es aquello la gloria.

-Pasaremos por donde está el molino de quien tú dices que habla, mascullando las palabras como un borracho. ¡Ay, qué hermoso día y qué contenta estoy!

-¿Brilla mucho el sol, Nela? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es brillar.

-Brilla mucho, sí, señorito mío. Y a ti ¿qué te importa eso? El sol es muy feo. No se le puede mirar a la cara.

-¿Por qué?

-Por que duele.

-¿Qué duele?

-La vista. ¿Qué sientes tú cuando estás alegre?

-¿Cuándo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo?

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-Sí.

-Pues siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce...

-¡Ahí te quiero ver! ¡Madre de Dios! Pues ya sabes cómo brilla el sol.

-Con frescura.

-No, tonto.

-¿Pues con qué?

-Con eso.

-Con eso; ¿y qué es eso?

-Eso -afirmó nuevamente la Nela, con acento de la más firme convicción.

-Ya veo que esas cosas no se pueden explicar. Antes me formaba yo idea del día y de la noche. ¿Cómo? Verás: era de día, cuando hablaba la gente; era de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Ahora no hago las mismas comparaciones. Es de día, cuando estamos juntos tú y yo; es de noche, cuando nos separamos.

-¡Ay, divina Madre de Dios! -exclamó la Nela, echándose atrás las guedejas que le caían sobre la frente-. A mí, que tengo ojos, me parece lo mismo.

-Voy a pedirle a mi padre que te deje vivir en mi casa, para que no te separes de mí.

-Bien, bien -dijo María batiendo palmas otra vez.

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Y diciéndolo, se adelantó saltando algunos pasos y recogiendo con extrema gracia sus faldas, empezó a bailar.

-¿Qué haces, Nela?

-¡Ah!, niño mío, estoy bailando. Mi contento es tan grande, que me han entrado ganas de bailar.

Pero fue preciso saltar una pequeña cerca, y la Nela ofreció su mano al ciego.

Después de pasar aquel obstáculo, siguieron por una calleja tapizada en sus dos rústicas paredes de lozanas hiedras y espinos. La Nela apartaba las ramas para que no picaran el rostro de su amigo, y al fin, después de bajar gran trecho, subieron una cuesta por entre frondosos castaños y nogales. Al llegar arriba, Pablo dijo a su compañera:

-Si no te parece mal, sentémonos aquí. Siento pasos de gente.

-Son los aldeanos que vuelven del mercado de Homedes. Hoy es miércoles. El camino real está delante de nosotros. Sentémonos aquí antes de entrar en el camino real.

-Es lo mejor que podemos hacer. Choto, ven aquí.

Los tres se sentaron.

-Si está esto lleno de flores... -dijo la Nela-. ¡Madre!, ¡qué guapas!

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-Cógeme un ramo. Aunque no las veo, me gusta tenerlas en mi mano. Se me figura que las oigo.

-Eso sí que es gracioso.

-Paréceme que teniéndolas en mi mano me dan a entender... no puedo decirte cómo... que son bonitas. Dentro de mí hay una cosa, no puedo decirte qué, una cosa que responde a ellas. ¡Ay! Nela, se me figura que por dentro yo veo algo.

-¡Oh!, sí, lo entiendo... como que todo los tenemos dentro. El sol, las yerbas, la luna y el cielo grande y azul, lleno siempre de estrellas; todo, todo lo tenemos dentro; quiero decir que además de las cosas divinas que hay fuera, nosotros llevamos otras dentro. Y nada más... Aquí tienes una flor, otra, otra, seis: todas son distintas. ¿A que no sabes tú lo que son las flores?

-Pues las flores -dijo el ciego, algo confuso, acercándolas a su rostro- son... unas como sonrisillas que echa la tierra... La verdad, no sé mucho del reino vegetal.

-Madre Divinísima, ¡qué poca ciencia! -exclamó María, acariciando las manos de su amigo-. Las flores son las estrellas de la tierra.

-Vaya un disparate. ¿Y las estrellas, qué son?

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-Las estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo.

-Entonces las flores...

-Son las miradas de los que se han muerto y no han ido todavía al cielo -afirmó la Nela, con la convicción y el aplomo de un doctor-. Los muertos son enterrados en la tierra. Como allá abajo no pueden estar sin echar una miradilla a la tierra, echan de sí una cosa que sube en forma y manera de flor. Cuando en un prado hay muchas flores es porque allá... en tiempos de atrás, enterraron en él muchos difuntos.

-No, no -replicó Pablo con seriedad-. No creas desatinos. Nuestra religión nos enseña que el espíritu se separa de la carne y que la vida mortal se acaba. Lo que se entierra, Nela, no es más que un despojo, un barro inservible que no puede pensar, ni sentir, ni tampoco ver.

-Eso lo dirán los libros, que según dice la Señana, están llenos de mentiras.

-Eso lo dicen la fe y la razón, querida Nela. Tu imaginación te hace creer mil errores. Poco a poco yo los iré destruyendo, y tendrás ideas buenas sobre todas las cosas de este mundo y del otro.

-¡Ay, ay, con el doctorcillo de tres por un cuarto!... Ya... cuando has querido hacerme   —78→   creer que el sol está quieto y que la tierra da vueltas a la redonda!... ¡Cómo se conoce que no lo ves! ¡Madre del Señor! Que me muera en este momento, si la tierra no se está más quieta que un peñón, y el sol va corre que corre. Señorito mío, no se la eche de tan sabio, que yo he pasado muchas horas de noche y de día mirando al cielo, y sé cómo está gobernada toda esa máquina... La tierra está abajo, toda llena de islitas grandes y chicas. El sol sale por allá y se esconde por allí. Es el palacio de Dios.

-¡Qué tonta!

-¿Y por qué no ha de ser así? ¡Ay! Tú no has visto el cielo en un día claro: hijito, parece que llueven bendiciones... Yo no creo que pueda haber malos, no, no los puede haber, si vuelven la cara hacia arriba y ven aquel ojazo que nos está mirando.

-Tu religiosidad, querida Nelilla, está llena de supersticiones. Yo te enseñaré ideas mejores.

-No me han enseñado nada -dijo María con inocencia- pero yo, cavila que cavilarás, he ido sacando de mi cabeza muchas cosas que me consuelan, y así cuando me ocurre una buena idea, digo: «esto debe de ser así, y no de otra manera». Por las noches, cuando me voy sola a mi casa, voy pensando en lo que será de nosotros   —79→   cuando nos muramos, y en lo mucho que nos quiere a todos la Virgen Santísima.

-Nuestra madre amorosa.

-¡Nuestra madre querida! Yo miro al cielo y la siento encima de mí como cuando nos acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su respiración. Ella nos mira de noche y de día por medio de... no te rías... por medio de todas las cosas hermosas que hay en el mundo.

-¿Y esas cosas hermosas...?

-Son sus ojos, tonto. Bien lo comprenderías si tuvieras los tuyos. Quien no ha visto una nube blanca, un árbol, una flor, el agua corriendo, un niño, el rocío, un corderito, la luna paseándose tan maja por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han muerto...

-Mal podrán ir allá arriba si se quedan debajo de tierra echando flores.

-¡Miren el sabihondo! Abajo se están mientras se van limpiando de pecados; que después suben volando arriba. La Virgen les espera. Sí, créelo, tonto. Las estrellas, ¿qué pueden ser sino las almas de los que ya están salvos? ¿Y no sabes tú que las estrellas9 bajan? Pues yo, yo misma las he visto caer así, así, haciendo una raya. Sí, señor, las estrellas bajan cuando tienen que decirnos alguna cosa.

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-¡Ay, Nela! -exclamó Pablo vivamente-. Tus disparates, con serlo tan grandes, me cautivan y embelesan, porque revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantasía. Todos esos errores responden a una disposición muy grande para conocer la verdad, a una poderosa facultad tuya, que sería primorosa si estuvieras auxiliada por la razón y la educación... Es preciso que tú adquieras un don precioso de que yo estoy privado; es preciso que aprendas a leer.

-¡A leer!... ¿Y quién me ha de enseñar?

-Mi padre. Yo le rogaré a mi padre que te enseñe. Ya sabes que él no me niega nada. ¡Qué lástima tan grande que vivas así! Tu alma está llena de preciosos tesoros. Tienes bondad sin igual y fantasía seductora. De todo lo que Dios tiene en su esencia absoluta te dio a ti parte muy grande. Bien lo conozco; no veo lo de fuera, pero veo lo de dentro, y todas las maravillas de tu alma se me han revelado desde que eres mi lazarillo... ¡Hace año y medio! Parece que fue ayer cuando empezaron nuestros paseos... No, hace miles de años que te conozco. ¡Porque hay una relación tan grande entre lo que tú sientes y lo que yo siento!... Has dicho ahora mil disparates, y yo, que conozco algo de la verdad acerca del   —81→   mundo y de la religión, me he sentido conmovido y entusiasmado al oírte. Se me antoja que hablas dentro de mí.

-¡Madre de Dios! -exclamó la Nela, cruzando las manos-. ¿Tendrá eso algo que ver con lo que yo siento?

-¿Qué?

-Que estoy en el mundo para ser tu lazarillo, y que mis ojos no servirían para nada si no sirvieran para guiarte y decirte cómo son todas las hermosuras de la tierra.

El ciego irguió su cuello repentina y vivísimamente, y extendiendo sus manos hasta tocar el cuerpecillo de su amiga, exclamó con afán:

-Dime, Nela, ¿y cómo eres tú?

La Nela no dijo nada. Había recibido una puñalada.



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ArribaAbajo- VII -

Más tonterías


Habían descansado. Siguieron adelante, hasta llegar a la entrada del bosque que hay más allá de Saldeoro. Detuviéronse entre un grupo de viejos nogales, cuyos troncos y raíces formaban en el suelo una serie de escalones, con musgosos huecos y recortes tan apropiados para sentarse, que el arte no los hiciera mejor. Desde lo alto del bosque corría un hilo de agua, saltando de piedra en piedra, hasta dar con su fatigado cuerpo en un estanquillo que servía de depósito para alimentar el chorro de que se abastecían los vecinos. Enfrente el suelo se deprimía poco a poco, ofreciendo grandioso panorama de verdes colinas pobladas de bosques y caseríos, de praderas llanas donde pastaban con tranquilidad vagabunda centenares de reses. En el último término dos lejanos y orgullosos cerros que   —84→   eran límite de la tierra, dejaban ver en un largo segmento azul purísimo del mar. Era un paisaje cuya contemplación revelaba al alma sus excelsas relaciones con lo infinito.

Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descendían hasta tocar su frente, por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol.

-¿Qué haces, Nela? -dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiración de su compañera-. ¿Qué haces? ¿Dónde estás?

-Aquí -replicó la Nela, tocándole el hombro-. Estaba mirando el mar.

-¡Ah! ¿Está muy lejos?

-Allá se ve por los cerros de Ficóbriga.

-Grande, grandísimo, tan grande, que se estará mirando todo un día sin acabarlo de ver, ¿no es eso?

-No se ve sino un pedazo como el que coges dentro de la boca cuando le pegas una mordida a un pan.

-Ya, ya comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en él... Oye, Nela, lo que voy a decirte... ¿Pero qué haces?

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La Nela, agarrando con ambas manos la rama del nogal, se suspendía y balanceaba graciosamente.

-Aquí estoy, señorito mío. Estaba pensando que por qué no nos daría Dios a nosotras las personas alas para volar como los pájaros. ¡Qué cosa más bonita que hacer zas, y remontarnos y ponernos de un vuelo en aquel pico que está allá entre Ficóbriga y el mar!...

-Si Dios no nos ha dado alas; en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela más que todos los pájaros, porque llega hasta el mismo Dios... Dime tú, ¿para qué querría yo alas de pájaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento?

-Pues a mí me gustaría tener las dos cosas. Y si tuviera alas, te cogería en mi piquito para llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto de las nubes.

El ciego alargó su mano hasta tocar la cabeza de la Nela.

-Siéntate junto a mí. ¿No estás cansada?

-Un poquitín -replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo.

-Respiras fuerte, Nelilla; tú estás muy cansada. Es de tanto volar... Pues lo que te   —86→   iba a decir, es esto: Hablando del mar me hiciste recordar una cosa que mi padre me leyó anoche. Ya sabes que desde la edad en que tuve uso de razón, acostumbra mi padre leerme todas las noches distintos libros de ciencia y de historia, de artes y de entretenimiento. Esas lecturas y estos paseos se puede decir que son mi vida toda. Diome el Señor, para compensarme de la ceguera, una memoria feliz, y gracias a ella he sacado algún provecho de las lecturas; pues aunque éstas han sido sin método, yo al fin y al cabo he logrado poner algún orden en las ideas que iban entrando en mi entendimiento. ¡Qué delicias tan grandes las mías al entender el orden admirable del Universo, el concertado rodar de los astros, el giro de los átomos pequeñitos, y después las leyes, más admirable aún, que gobiernan nuestra alma! También me ha recreado mucho la historia, que es un cuento verdadero de todo lo que los hombres han hecho antes de ahora; resultando, hija mía, que siempre han hecho las mismas maldades y las mismas tonterías, aunque no han cesado de mejorarse, acercándose todo lo posible, mas sin llegar nunca, a las perfecciones que sólo posee Dios. Por último, me ha leído mi padre cosas sutiles y un poco hondas para ser penetradas   —87→   de pronto; pero que suspenden y enamoran cuando se medita en ellas. Es lectura que a él no le agrada, por no comprenderla, y que a mí me ha cansado también unas veces, deleitándome otras. Pero no hay duda que cuando se da con un autor que sepa hablar con claridad, esas materias son preciosas. Contienen ideas sobre las causas y los efectos, sobre la razón de todo lo que pensamos y el modo como lo pensamos, y enseñan la esencia de todas las cosas.

La Nela parecía no comprender ni una sola palabra de lo que su amigo decía; pero atendía profundamente abriendo la boca. Para apoderarse de aquellas esencias y causas de que su amo le hablaba, abría el pico como el pájaro que acecha el vuelo de la mosca que quiere cazar.

-Pues bien -añadió él- anoche leyó mi padre unas páginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba gusto oírlos.

-Ese libro -dijo la Nela queriendo demostrar suficiencia- no será como uno que tiene padre Centeno, que llaman... Las mil y no sé cuántas noches.

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-No es eso, tontuela; habla de la belleza en absoluto... ¿no entenderás esto de la belleza ideal?... tampoco lo entiendes... porque has de saber que hay una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ningún sentido.

-Como, por ejemplo, la Virgen María -interrumpió la Nela- a quien no vemos ni tocamos, porque las imágenes no son ella misma, sino su retrato.

-Estás en lo cierto: así es. Pensando en esto, mi padre cerró el libro, y él decía una cosa y yo otra. Hablamos de la forma y mi padre me dijo: «Desgraciadamente tú no puedes comprenderla». Yo sostuve que sí; dije que no había más que una sola belleza y que esa había de servir para todo.

La Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, había cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus risueños colores.

-Yo tenía una idea sobre esto -añadió el ciego con mucha energía- una idea con la cual estoy encariñado desde hace algunos meses. Sí, lo sostengo, lo sostengo... No, no me hacen falta los ojos para esto. Yo le dije a mi padre: «Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la Nela». Mi padre se echó a reír y me dijo que sí.

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La Nela se puso como amapola y no supo responder nada. Durante un breve instante de terror y ansiedad, creyó que el ciego la estaba mirando.

-Sí, tú eres la belleza más acabada que puede imaginarse -añadió Pablo con calor-. ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y cariñosa que ha sido capaz de alegrar mis tristes días; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese representada en la misma hermosura?... Nela, Nela -añadió balbuciente y con afán-. ¿No es verdad que eres muy bonita?

La Nela calló. Instintivamente se había llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que había cogido antes en la pradera.

-¿No respondes?... Es verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como eres. Faltaría la lógica de las bellezas, y eso no puede ser. ¿No respondes?...

-Yo... -murmuró la Nela con timidez, sin dejar de la mano su tocado- no sé... dicen que cuando niña era muy bonita... Ahora...

-Y ahora también.

María, en su extraordinaria confusión, pudo hablar así:

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-Ahora... ya sabes tú que las personas dicen muchas tonterías... se equivocan también... a veces el que tiene más ojos ve menos.

-¡Oh! ¡Qué bien dicho! Ven acá: dame un abrazo.

La Nela no pudo acudir pronto, porque habiendo conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de florecillas, sintió vivos deseos de observar el efecto de aquel atavío en el claro cristal del agua. Por primera vez desde que vivía se sintió presumida. Apoyándose en sus manos, asomose al estanque.

-¿Qué haces, Mariquilla?

-Me estoy mirando en el agua, que es como un espejo -replicó con la mayor inocencia, delatando su presunción.

-Tú no necesitas mirarte. Eres hermosa como los ángeles que rodean el trono de Dios.

El alma del ciego llenábase de entusiasmo y fervor.

-El agua se ha puesto a temblar -dijo la Nela- y no me veo bien, señorito. Ella tiembla como yo. Ya está más tranquila, ya no se mueve... Me estoy mirando... ahora.

-¡Qué linda eres! Ven acá, niña mía -añadió el ciego, extendiendo sus brazos.

-¡Linda yo! -dijo ella llena de confusión y ansiedad-. Pues esa que veo en el estanque   —91→   no es tan fea como dicen. Es que hay también muchos que no saben ver.

-Sí, muchos.

-¡Si yo me vistiese como se visten otras!... -exclamó la Nela con orgullo.

-Te vestirás.

-¿Y ese libro dice que yo soy bonita? -preguntó la Nela apelando a todos los recursos de convicción.

-Lo digo yo, que poseo una verdad inmutable -exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía.

-Puede ser -observó la Nela, apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha- que los hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son.

-La humanidad está sujeta a mil errores.

-Así lo creo -dijo Mariquilla, recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo-. ¿Por qué han de reírse de mí?

-¡Oh!, miserable condición de los hombres -exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes extravíos... aparta a los hombres de la posesión de la verdad absoluta... y la verdad absoluta dice que tú eres hermosa, hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y les   —92→   desmentiré... Váyanse ellos a paseo con sus formas. No... la forma no puede ser la máscara de Satanás puesta ante la faz de Dios. ¡Ah!, ¡menguados!, ¡a cuántos desvaríos os conducen vuestros ojos! Nela, Nela, ven acá, quiero tenerte junto a mí y abrazar tu preciosa cabeza.

María corrió a arrojarse en los brazos de su amigo.

-Chiquilla bonita -exclamó este, estrechándola de un modo delirante contra su pecho- ¡te quiero con toda mi alma!

La Nela no dijo nada. En su corazón lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos más hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte diciéndole al oído:

-Te quiero más que a mi vida. Ángel de Dios, quiéreme o me muero.

María se soltó de los brazos de Pablo, y este cayó en profunda meditación. A la fenomenal mujer una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro.   —93→   Alargó su cuerpo sobre el agua para verse el busto, y lo halló deplorablemente desairado. Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua, haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz, y cayó hacia atrás murmurando:

-¡Madre de Dios!, ¡qué feísima soy!

-¿Qué dices, Nela? Me parece que he oído tu voz.

-No decía nada, niño mío... Estaba pensando... sí, pensaba que ya es hora de volver a tu casa. Pronto será hora de comer.

-Sí, vamos, comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no quiero que te separes de mí.

Cuando llegaron a la casa, D. Francisco Penáguilas estaba en el patio, acompañado de dos caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las minas y al individuo que se había extraviado en la Terrible la noche anterior.

-Aquí están -dijo- el señor ingeniero y su hermano, el caballero de anoche.

Miraban los tres hombres con visible interés al ciego que se acercaba.

-Hace rato que te estamos esperando, hijo mío -dijo el padre tomando a su hijo de la mano y presentándole al doctor.

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-Entremos -dijo el ingeniero.

-¡Benditos sean los hombres sabios y caritativos! -exclamó el padre, mirando a Teodoro-. Pasen ustedes, señores. Que sea bendito el instante en que ustedes entran en mi casa.

-Veamos este caso -murmuró Golfín.

Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, D. Francisco se volvió hacia Mariquilla, que se había quedado en medio del patio inmóvil y asombrada, y le dijo con bondad:

-Mira, Nela, más vale que te vayas. Mi hijo no puede salir esta tarde.

Y luego, como viese que no se marchaba, añadió:

-Puedes pasar a la cocina. Dorotea te dará alguna chuchería.



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ArribaAbajo- VIII -

Prosiguen las tonterías


Al día siguiente, Pablo y su guía salieron de la casa a la misma hora del anterior; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera largo. Atravesando el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el gran talud de las minas por Poniente con intención de bajar a las excavaciones.

-Nela, tengo que hablarte de una cosa que te hará saltar de alegría -dijo el ciego, cuando estuvieron lejos de la casa-. ¡Nela, yo siento en mi corazón un alborozo!... Me parece que el Universo, las ciencias todas, la historia, la filosofía, la Naturaleza, todo eso que he aprendido, se me ha metido dentro y se está paseando por mí... es como una procesión. Ya viste aquellos caballeros que me esperaban ayer...

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-D. Carlos y su hermano, el que encontramos anoche.

-El cual es un famoso sabio, que ha corrido por toda la América, haciendo maravillosas curas... Ha venido a visitar a su hermano... Como D. Carlos es tan buen amigo de mi padre, le ha rogado que me examine... ¡Qué cariñoso y qué bueno es! Primero estuvo hablando conmigo; preguntome varias cosas y me contó otras muy chuscas y divertidas. Después díjome que me estuviese quieto: sentí sus dedos en mis párpados... Al cabo de un gran rato dijo unas palabras que no entendí: eran palabras de medicina. Mi padre no me ha leído nunca nada de Medicina. Acercáronme después a una ventana. Mientras me observaba con no sé qué instrumento, ¡había en la sala un silencio!... El doctor dijo después a mi padre: «Lo intentaremos». Decían otras cosas en voz muy baja para que no pudiera yo entenderlas, y creo que también hablaban por señas. Cuando se retiraron mi padre me dijo: «Hijo de mi alma, no puedo ocultarte la alegría que hay dentro de mí. Ese hombre, ese ángel de Dios, me ha dado esperanza, muy poca esperanza; pero la esperanza parece que se agarra más, cuando más chica es. Quiero echarla de mí diciéndome que es imposible, no, no, casi imposible, y ella... pegada   —97→   como una lapa...» Así me habló mi padre. Por su voz conocí que lloraba... ¿Qué haces, Nela, estás bailando?

-No, estoy aquí a tu lado.

-Como otras veces te pones a bailar desde que te digo una cosa alegre... ¿Pero hacia dónde vamos hoy?

-El día está feo. Vámonos hacia la Trascava, que es sitio abrigado, y después bajaremos al Barco y a la Terrible.

-Bien, como tú quieras... ¡Ay! Nela, compañera mía, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de mí y me concediera el placer de verte... Aunque sólo durara un día mi vista, aunque volviera a cegar al siguiente, ¡cuánto se lo agradecería!

La Nela no decía nada. Después de mostrar exaltada alegría, meditaba con los ojos fijos en el suelo.

-Se ven en el mundo cosas muy extrañas -añadió Pablo- y la misericordia de Dios tiene así... ciertos exabruptos, lo mismo que su cólera. Vienen de improviso, después de largos tormentos y castigos, lo mismo que aparece la ira después de felicidades que parecían seguras y eternas, ¿no te parece?

-Sí, lo que tú esperas será -dijo la Nela con aplomo.

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-¿Por qué lo sabes?

-Me lo dice mi corazón.

-¡Te lo dice tu corazón! ¿Y por qué no han de ser ciertos estos avisos? -manifestó Pablo con ardor-. Sí, las almas escogidas pueden en casos dados presentir un suceso. Yo lo he observado en mí, pues como el ver no me distrae del examen de mí mismo, he notado que mi espíritu me susurraba cosas incomprensibles. Después ha venido un acontecimiento cualquiera, y he dicho con asombro: «Yo sabía algo de esto».

-A mí me pasa lo mismo -repuso la Nela-. Ayer me dijiste tú que me querías mucho. Cuando fui a mi casa, iba diciendo para mí: «Es cosa rara, pero yo sabía algo de esto».

-Es maravilloso, chiquilla mía -cómo están acordadas nuestras almas. Unidas por la voluntad, no les falta más que un lazo. Ese lazo lo tendrán si yo adquiero el precioso sentido que me falta. La idea de ver no se determina en mi pensamiento si antes no acaricio en él la idea de quererte más. La adquisición de este sentido no significa para mí otra cosa más que el don de admirar de un modo nuevo lo que ya me causa tanta admiración como amor... Pero se me figura que estás triste hoy.

-Sí que lo estoy... y si he de decirte la   —99→   verdad, no sé por qué... Estoy muy alegre y muy triste, las dos cosas a un tiempo. Hoy está tan feo el día... Valiera más que no hubiese día, y que fuera noche siempre.

-No, no, déjalo como está. Noche y día, si Dios quiere que yo sepa al fin diferenciaros, ¡cuán feliz seré!... ¿Por qué nos detenemos?

-Estamos en un lugar peligroso. Apartémonos a un lado para tomar la vereda.

-¡Ah!, la Trascava. Este césped resbaladizo va bajando hasta perderse en la gruta. El que cae en ella no puede volver a salir. Apartémonos, Nela; no me gusta este sitio.

-Tonto, de aquí a la entrada de la cueva hay mucho que andar. ¡Y qué bonita está hoy!

La Nela, deteniéndose y deteniendo a su compañero por el brazo, observaba la boca de la sima que se abría en el terreno en forma parecida a la de un embudo. Finísimo césped cubría las vertientes de aquel pequeño cráter cóncavo y profundo. En lo más hondo, una gran peña oblonga se extendía sobre el césped entre malezas, hinojos, zarzas, juncos y cantidad inmensa de pintadas florecillas. Parecía una gran lengua. Junto a ella se adivinaba, más bien que se veía, un hueco, un tragadero, oculto por espesas yerbas, como las que tuvo   —100→   que cortar D. Quijote cuando se descolgó dentro de la cueva de Montesinos.

La Nela no se cansaba de mirar.

-¿Por qué dices que está bonita esa horrenda Trascava? -le preguntó su amigo.

-Porque hay en ella muchas flores. La semana pasada estaban todas secas; pero han vuelto a nacer, y está aquello que da gozo verlo. ¡Madre de Dios! Hay muchos pájaros posados allí y muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores... Choto, Choto, ven aquí, no espantes a los pobres pajaritos.

El perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de pajarillos volvió a tomar posesión de sus estados.

-A mí me causa horror este sitio -dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha-. Y ahora ¿vamos hacia las minas? Sí, ya conozco este camino. Estoy en mi terreno. Por aquí vamos derechos al Barco... Choto, anda delante; no te enredes en mis piernas.

Descendían por una vereda escalonada. Pronto llegaron a la concavidad formada por la explotación minera. Dejando la verde zona vegetal, habían entrado bruscamente en la zona geológica, zanja enorme, cuyas paredes, labradas por el barreno y el pico, mostraban   —101→   una interesante estratificación, cuyas diversas capas ofrecían en el corte los más variados tonos y los materiales más diversos. Era aquel el sitio que a Teodoro Golfín le había parecido el interior de un gran buque náufrago, comido de las olas, y su nombre vulgar justificaba esta semejanza. Pero de día se admiraban principalmente las superpuestas cortezas de la estratificación, con sus vetas sulfurosas y carbonatadas, sus sedimentos negros, sus lignitos, donde yace el negro azabache, sus capas de tierra ferruginosa que parece amasada con sangre, sus grandes y regulares láminas de roca, quebradas en mil puntos por el arte humano, y erizadas de picos, cortaduras y desgarrones. Era aquello como una herida abierta en el tejido orgánico y vista con microscopio. El arroyo de aguas saturadas de óxido de hierro que corría por el centro, parecía un chorro de sangre.

¿En dónde está nuestro asiento? -preguntó el señorito de Penáguilas-. Vamos a él. Allí no nos molestará el aire.

Desde el fondo de la gran zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una larga hendija.   —102→   Más bien eran dos peñas, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos gastadas mandíbulas que se esfuerzan en morder.

-¡Qué bien se está aquí! -dijo Pablo-. A veces suele salir una corriente de aire por esa gruta; pero hoy no siento nada. Lo que se siente es el gorgoteo10 del agua allá dentro en las entrañas de la Trascava.

-Calladita está hoy -observó la Nela-. ¿Quieres echarte?

-Pues mira que has tenido una buena idea. Anoche no he dormido, pensando en lo que mi padre me dijo, en el médico, en mis ojos... Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa.

Diciendo esto sentose sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el regazo de la Nela.

-Aquella puerta -prosiguió- que estaba allá en lo más íntimo de mi sentido, abriose, como te he dicho, dando paso a una estancia donde estaba encerrada la idea que me persigue. ¡Ay, Nela de mi corazón, chiquilla idolatrada, si Dios quisiera darme ese don que me falta!... Con él me creería el más feliz de los hombres, yo, que casi lo soy ya sólo con tenerte por amiga y compañera de mi vida. Para que los dos seamos uno solo, me falta muy   —103→   poco; sólo me falta verte y recrearme en tu belleza, con ese placer de la vista que no puedo comprender aún, pero que concibo de una manera vaga. Tengo la curiosidad del espíritu, pero la de los ojos me falta. Supóngola como una nueva manera del amor que te tengo. Yo estoy lleno de tu belleza; pero hay algo en ella que no me pertenece todavía.

-¿No oyes? -dijo la Nela de improviso, demostrando interés por cosa muy distinta de lo que su amigo decía.

-¿Qué?

-Aquí dentro... ¡La Trascava!... está hablando.

¡Supersticiosa! El agua no habla, querida Nela. ¿Qué lenguaje ha de saber un chorro de agua? Sólo hay dos cosas que hablan, chiquilla mía; esas dos cosas son la lengua y la conciencia.

-Y la Trascava -observó la Nela, palideciendo- es un murmullo, un sí, sí, sí... A ratos oigo la voz de mi madre, que dice clarito: «Hija mía, ¡qué bien se está aquí!»

-Es tu imaginación. También la imaginación habla; me olvidé de decirlo. La mía a veces se pone tan parlanchina, que tengo que mandarla callar. Su voz es chillona, atropellada, inaguantable; así como la de la conciencia   —104→   es grave, reposada, convincente; y lo que dice no tiene refutación.

-Ahora parece que llora... Se va poquito a poco perdiendo la voz -dijo la Nela, atenta a lo que oía.

De pronto salió por la gruta una ligera ráfaga de aire.

-¿No has notado que ha echado un gran suspiro?... Ahora se vuelve a oír la voz: habla bajo, y me dice al oído muy bajito, muy bajito...

-¿Qué te dice?

-Nada -replicó bruscamente María, después de una pausa-. Tú dices que son tonterías. Tendrás razón.

-Ya te quitaré yo de la cabeza esos pensamientos absurdos -dijo el ciego, tomándole la mano-. Hemos de vivir juntos toda la vida. ¡Oh, Dios mío! Si no he de adquirir la facultad de que me privaste al nacer, ¿para qué me has dado esperanzas? Infeliz de mí si no nazco de nuevo en manos del doctor Golfín. Porque esta será nacer otra vez. ¡Y qué nacimiento! ¡Qué nueva vida! Chiquilla mía, juro por la idea de Dios que tengo dentro de mí, clara, patente, inmutable, que tú y yo no nos separaremos jamás por mi voluntad. Yo tendré ojos, Nela, tendré ojos para poder recrearme   —105→   en tu celestial hermosura, y entonces me casaré contigo. ¡Serás mi esposa querida... serás la vida de mi vida, el recreo y el orgullo de mi alma! ¿No dices nada a esto?

La Nela oprimió contra sí la hermosa cabeza del joven. Quiso hablar, pero su emoción no se lo permitía.

-Y si Dios no quiere otorgarme ese don -añadió el ciego- tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu seductora belleza, que ha de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuantos te traten, asegúrante un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. ¿No me dices nada?

-Sí; que te quiero mucho, muchísimo -dijo la Nela, acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizás no sea yo tan guapa como tú crees.

Diciendo esto, la Nela había rebuscado en su faltriquera y sacado un pedazo de cristal   —106→   azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Señana la semana anterior. Mirose en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio, érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la frente. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado de sus investigaciones! Guardó el espejillo, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.

-Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?

-Sí, niño mío, parece que llueve -dijo la Nela sollozando.

-No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino: no se pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?

-Verdad.

-Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No es verdad que me querrás mucho lo mismo si me dan vista que si continúo privado de ella?

-Lo mismo, sí, lo mismo -dijo la Nela con vehemencia y turbación.

-¿Y me acompañarás?...

  —107→  

-Siempre, siempre.

-Oye tú -exclamó el ciego con amoroso arranque- si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero...

-Prefieres no ver... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!

-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque yo la veo dentro de mí clara como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me seduce y enamora más que todas las cosas.

-Sí, sí, sí -afirmó la Nela con desvarío- yo soy hermosa, soy muy hermosa.

-Oye tú -exclamó el ciego con amoroso arranque- tengo un presentimiento... sí, un presentimiento. Dentro de mí parece que está Dios hablándome y diciéndome que tendré ojos, que te veré, que seremos felices... ¿No sientes tú lo mismo?

-Yo... El corazón me dice que me verás... pero me lo dice partiéndoseme.

-Veré tu hermosura ¡qué felicidad! -exclamó el ciego con la expresión delirante que era propia de él en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena todo...

-Sí, sí, sí... -repitió la Nela con desvarío,   —108→   espantados los ojos, trémulos los labios-. Yo soy hermosa, soy muy hermosa.

-Bendita seas tú...

-¡Y tú! -añadió ella besándole en la frente-. ¿Tienes sueño?

-Sí, principio a tener sueño. No he dormido anoche. Estoy tan bien aquí...

-Duérmete, niño...

Principió a cantar como se canta a los niños para que se duerman. Poco después Pablo dormía. La Nela oyó de nuevo la voz de la Trascava, diciéndole:

-Hija mía... aquí, aquí.



  —109→  

ArribaAbajo- IX -

Los Golfines


Teodoro Golfín no se aburría en Socartes. El primer día después de su llegada pasó largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas, examinando y admirando las distintas cosas que allí había, que ya pasmaban por la grandeza de las fuerzas naturales, ya por el poder y brío del arte de los hombres. Por las noches, cuando todo callaba en el industrioso Socartes, quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el buen doctor que era muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cuñada Sofía, esposa de Carlos Golfín y madre de varios chiquillos que se habían muerto.

Los dos hermanos se profesaban el más vivo cariño. Nacidos en la clase más humilde, habían luchado solos en edad temprana por salir   —110→   de la ignorancia y de la pobreza, viéndose a punto de sucumbir diferentes veces; mas tanto pudo en ellos el impulso de una voluntad heroica, que al fin llegaron jadeantes a la ansiada orilla, dejando atrás las turbias olas en que se agita en constante estado de naufragio el grosero vulgo.

Teodoro, que era el mayor, fue médico antes que Carlos ingeniero. Ayudó a éste con todas sus fuerzas mientras el joven lo necesitara, y cuando le vio en camino, tomó el que anhelaba su corazón aventurero, yéndose a América. Allá trabajó juntamente con otros afamados médicos europeos, adquiriendo bien pronto fama y dinero. Hizo un viaje a España, tornó al Nuevo Mundo, vino más tarde para regresar al poco tiempo. En cada una de estas excursiones daba la vuelta a Europa para apropiarse los progresos de la ciencia oftálmica que cultivaba.

Era un hombre de facciones bastas, moreno, de fisonomía tan inteligente como sensual, labios gruesos, pelo negro y erizado, mirar centelleante, naturaleza incansable, constitución fuerte, si bien algo gastada por el clima americano. Su cara grande y redonda, su frente huesuda, su melena rebelde, aunque corta, el fuego de sus ojos, sus gruesas manos,   —111→   habían sido motivo para que dijeran de él: «es un león negro». En efecto parecía un león, y como el rey de los animales, no dejaba de manifestar a cada momento la estimación en que a sí mismo se tenía. Pero la vanidad de aquel hombre insigne era la más disculpable de todas las vanidades, pues consistía en sacar a relucir dos títulos de gloria, a saber: su pasión por la cirugía y la humildad de su origen. Hablaba por lo general incorrectamente, por ser incapaz de construir con gracia y elegancia las oraciones. Eran sus frases rápidas y entrecortadas conforme a la emisión de su pensamiento, que era una especie de emisión eléctrica. Muchas veces Sofía, al pedirle su opinión sobre cualquier cosa, decía: «A ver lo que piensa de esto la Agencia Havas».

-Nosotros -solía decir Teodoro- aunque descendemos de las yerbas del campo, que es el más bajo linaje que se conoce, nos hemos hecho árboles corpulentos... ¡Viva el trabajo y la iniciativa del hombre!...

Yo creo que los Golfines, aunque aparentemente venimos de maragatos, tenemos sangre inglesa en nuestras venas... Hasta nuestro apellido parece que es de pura casta sajona. Yo lo descompondría de este modo: Gold, oro... to find, hallar... Es, como si dijéramos, buscador de oro... He aquí que mientras   —112→   mi hermano lo busca en las entrañas de la tierra, yo lo busco en el interior maravilloso de ese universo en abreviatura que se llama el ojo humano.

En la época de esta veraz historia venía de América por la vía de New-York Liverpool, y según decía, su expatriación había cesado definitivamente; pero no le creían, por haber dicho lo mismo en otras ocasiones y haber hecho todo lo contrario.

Su hermano Carlos era un bendito, hombre muy pacífico, estudioso, esclavo de su deber, apasionado por la mineralogía y la metalurgia hasta poner a estas dos mancebas cien codos más altas que su mujer. Por lo demás, ambos cónyuges vivían en conformidad completa, o como decía Teodoro, en estado isomórfico, porque cristalizaban en un mismo sistema. En cuanto a él, siempre que se hablaba de matrimonio, decía riendo:

-El matrimonio sería para mí una Epigenesis o cristal pseudomórfico; es decir, un sistema de cristalización que no me corresponde.

Sofía era una excelente señora de regular belleza, cada día reducida a menor expresión, por una tendencia lamentable a la obesidad. Le habían dicho que la atmósfera de carbón de piedra enflaquecía, y por eso había ido a   —113→   vivir a las minas, con propósito de pasar en ellas todo el año. Por lo demás, aquella atmósfera saturada de polvo de calamina y de humo causábale no poco disgusto. No tenía hijos vivos, y su principal ocupación consistía en tocar el piano y en organizar asociaciones benéficas de señoras para socorros domiciliarios y sostenimiento de hospitales y escuelas. En Madrid, y durante buena porción de años, su actividad había hecho prodigios, ofreciendo ejemplos dignos de imitación a todas las almas aficionadas a la caridad. Ella, ayudada de dos o tres señoras de alto linaje, igualmente amantes del prójimo, había logrado celebrar más de veinte funciones dramáticas, otros tantos bailes de máscaras, seis corridas de toros y dos de gallos, todo en beneficio de los pobres.

En el número de sus vehemencias, que solían ser pasajeras, contábase una que quizás no sea tan recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y consistía en rodearse de perros y gatos, poniendo en estos animales un afecto que al mismo amor se parecía. Últimamente, y cuando residía en el establecimiento de Socartes, tenía un toy terrier que por encargo le había traído de Inglaterra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. Era un galguito fino y elegante, delicado   —114→   y mimoso como un niño. Se llamaba Lili, y había costado en Londres doscientos duros.

Los Golfines paseaban en los días buenos; en los malos tocaban el piano o cantaban, pues Sofía tenía cierto chillido que podía pasar por canto en Socartes. El ingeniero segundo tenía voz de bajo profundo, Teodoro también era bajo profundo, Carlos allá se iba; de modo que armaban una especie de coro de sacerdotes, en el cual descollaba la voz de Sofía como una sacerdotisa a quien van a llevar al sacrificio. Todas las piezas que se cantaban eran, o si no lo eran lo parecían, de sacerdotes sacrificadores y sacerdotisa sacrificada.

En los días de paseo solían merendar en el campo. Una tarde (a últimos de Setiembre y seis días después de la llegada de Teodoro a las minas) volvían de su excursión en el orden siguiente: Lili, Sofía, Teodoro, Carlos. La estrechez del sendero no les permitía caminar de dos en dos. Lili llevaba su manta o gabancito azul con las iniciales de su ama. Sofía apoyaba en su hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en la misma postura su bastón, con el sombrero en la punta. Gustaba mucho de pasear con la deforme cabeza al aire. Pasaban al borde de la Trascava, cuando Lili, desviándose del sendero con la elástica ligereza   —115→   de sus patillas como alambres, echó a correr césped abajo por la vertiente del embudo. Primero corría, después resbalaba. Sofía dio un grito de terror. Su primer movimiento, dictado por un afecto que parecía materno, fue correr detrás del animal, tan cercano al peligro; pero su esposo la contuvo, diciendo:

-Deja que se lleve el demonio a Lili, mujer; él volverá. No se puede bajar, porque este césped es muy resbaladizo.

-¡Lili, Lili!...-gritaba Sofía, esperando que sus amantes ayes detendrían al animal en su camino de perdición, trayéndole al de la virtud.

Las voces más tiernas no hicieron efecto en el revoltoso ánimo de Lili, que seguía bajando. A veces miraba a su ama, y con sus expresivos ojuelos negros parecía decirle: «Señora, por el amor de Dios, no sea usted tan tonta».

Lili se detuvo en la gran peña blanquecina, agujereada, muzgosa, que en la boca misma del abismo estaba, como encubriéndola. Fijáronse allí todos los ojos, y al punto observaron que se movía un objeto. Creyeron de pronto ver un animal dañino que se ocultaba detrás de la peña, pero Sofía lanzó un nuevo grito, el   —116→   cual antes era de asombro que de terror, y dijo:

-Si es la Nela... Nela, ¿qué haces ahí?

Al oír su nombre, la muchacha se mostró toda turbada y ruborosa.

-¿Qué haces ahí, loca? -repitió la dama-. Coge a Lili y tráemelo... ¡Válgame Dios, lo que inventa esta criatura! Miren dónde se ha ido a meter. Tú tienes la culpa de que Lili haya bajado... ¡Qué cosas le enseñas al animalito! Por tu causa es tan mal criado y tan antojadizo.

-Esa muchacha es de la piel de Barrabás -dijo D. Carlos a su hermano-. Mira dónde se ha ido a poner.

Mientras esto se decía en el borde de la Trascava, la Nela había emprendido allá abajo la persecución de Lili, el cual, más travieso y calavera en aquel día que en ningún otro de su monótona existencia, huía de las manos de la chicuela. Gritábale la dama, exhortándole a ser juicioso y formal; pero él, poniendo en olvido las más vulgares nociones del deber, empezó a dar brincos y a mirar con descaro a su ama, como diciéndole: «Señora, ¿quiere usted irse a paseo y dejarme en paz?»

Al final Lili dio con su elegante cuerpo en medio de las zarzas que cubrían la boca de la   —117→   cueva, y allí la mantita de que iba vestido fuele de grandísimo estorbo. El animal, viéndose imposibilitado de salir de entre la maleza, empezó a ladrar pidiendo socorro.

-¡Que se me pierde, que se me mata! -exclamó gimiendo Sofía-. Nela, Nela, si me lo sacas, te doy un perro grande; sácalo... ve con cuidado... Agárrate bien.

La Nela se deslizó intrépidamente, poniendo su pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el abismo; y sosteniéndose con una mano en las asperezas de la peña, alargó la otra hasta pillar el rabo de Lili, con lo cual le sacó del aprieto en que estaba. Acariciando al animal, subió triunfante a los bordes del embudo.

-Tú, tú, tú tienes la culpa -díjole Sofía de mal talante, aplicándole tres suaves coscorrones- porque si no te hubieras metido allí... Ya sabes que va tras de ti donde quiera que te encuentra... ¡Qué buena pieza!

Y luego, besando al descarriado animal y administrándole dos nalgadas, después de cerciorarse de que no había padecido nada de fundamento en su estimable persona, le arregló la mantita, que se le había puesto por montera, y lo entregó a Nela, diciéndole:

-Toma, llévalo en brazos, porque estará   —118→   cansado, y estas largas caminatas pueden hacerle daño. Cuidado... Anda delante de nosotros... Cuidado, te repito... Mira que voy detrás observando lo que haces.

Púsose de nuevo en marcha la familia, precedida por la Nela. Lili miraba a su ama por encima del hombro de la Nela, y parecía decirle: «¡Ay, señora; pero qué boba es usted!»

Teodoro Golfín no había dicho nada durante el conmovedor peligro del hermoso Lili, pero cuando se pusieron en marcha por la gran pradera, donde los tres podían ir al lado uno de otro sin molestarse, el doctor dijo a la mujer de su hermano:

-Estoy pensando, querida Sofía, que ese animal te ocupa demasiado. Es verdad que un perro que cuesta doscientos duros no es un perro como otro cualquiera. Yo me pregunto por qué has empleado el tiempo y el dinero en hacerle un gabán a ese señorito canino, y no se te ha ocurrido comprarle unos zapatos a la Nela.

-¡Zapatos a la Nela! -exclamó Sofía riendo-. Y yo pregunto: ¿para qué los quiere?... Tardaría dos días en romperlos. Podrás reírte de mí todo lo que quieras... bien, yo comprendo que cuidar mucho a Lili es una extravagancia... pero no podrás acusarme de falta de caridad...   —119→   Alto ahí... eso sí que no te lo permito (al decir esto tomaba un tono muy serio con evidente expresión de orgullo). Y en lo de saber practicar la caridad con prudencia y tino, tampoco creo que me eche el pie adelante persona alguna... No consiste, no, la caridad en dar sin ton ni son, cuando no existe la seguridad de que la limosna ha de ser bien empleada. ¡Si querrás darme lecciones!... Mira, Teodoro, que en eso sé tanto como tú en el tratado de los ojos.

-Sí, ya sé, ya sé, querida, que has hecho maravillas. No me cuentes otra vez lo de las funciones dramáticas, bailes y corridas de toros organizadas por tu ingenio para alivio de los pobres, ni lo de las rifas, que poniendo en juego grandes sumas, han servido en primer lugar para dar de comer a unos cuantos holgazanes, quedando sólo para los enfermos un resto de poca monta. Todo eso sólo me prueba las singulares costumbres de una sociedad que no sabe ser caritativa sino bailando, toreando y jugando a la lotería... No hablemos de eso: ya conozco estas heroicidades y las admiro: también eso tiene su mérito, y no poco. Pero tú y tus amigas rara vez os acercáis a un pobre para saber de su misma boca la causa de su miseria... ni para observar qué clase de   —120→   miseria le aqueja, pues hay algunas tan extraordinarias, que no se alivian con la fácil limosna del ochavo... ni tampoco con el mendrugo de pan...

-Ya tenemos a nuestro filósofo en campaña -dijo Sofía con mal humor-. ¿Qué sabes tú lo que yo he hecho ni lo que he dejado de hacer?

-No te enfades, querida -replicó Golfín-; todos mis argumentos van a parar a un punto, y es que debías haberle comprado zapatos a la Nela.

-Pues mira, mañana mismo se los he de comprar.

-No, porque esta misma noche se los compraré yo. No se meta usted en mis dominios, señora.

-¡Eh!... Nela -gritó Sofía, viendo que la muchacha estaba a larga distancia-. No te alejes mucho; que te vea yo para saber lo que haces.

-¡Pobre criatura! -dijo Carlos-. ¡Quién ha de decir que eso tiene diez y seis años!

-Atrasadilla está. ¡Qué desgracia! -exclamó Sofía-. Y yo me pregunto, ¿para qué permite Dios que tales criaturas vivan?... Y me pregunto también, ¿qué es lo que se puede hacer por ella? Nada, nada más que darle de comer,   —121→   vestirla hasta cierto punto... Ya se ve... rompe todo lo que le ponen encima. Ella no puede trabajar, porque se desmaya; ella no tiene fuerzas para nada. Saltando de piedra en piedra, subiéndose a los árboles y jugando y enredando todo el día y cantando como los pájaros, cuanto se le pone encima conviértese pronto en jirones...

-Pues yo he observado en la Nela -dijo Carlos- algo de inteligencia y agudeza de ingenio bajo aquella corteza de candor y salvaje rusticidad. No, señor, la Nela no es tonta ni mucho menos. Si alguien se hubiera tomado el trabajo de enseñarle alguna cosa, habría aprendido mejor quizás que la mayoría de los chicos. ¿Qué creen ustedes? La Nela tiene imaginación; por tenerla y carecer hasta de la enseñanza más rudimentaria, es sentimental y supersticiosa.

-Eso es, se halla en la situación de los pueblos primitivos -dijo Teodoro-. Está en la época del pastoreo.

-Ayer precisamente -añadió Carlos- pasaba yo por la Trascava y la vi en el mismo sitio donde la hemos hallado hoy. La llamé, hícela salir, le pregunté qué hacía en aquel sitio, y con la mayor sencillez del mundo me contestó que estaba hablando con su madre... Tú   —122→   no sabes que la madre de la Nela se arrojó por esa sima.

-Es decir, que se suicidó -dijo Sofía-. Era una mujer de mala vida y peores ideas, según he oído contar. Carlos no estaba aquí todavía; pero nos han dicho que se embriagaba como un fogonero. Y yo me pregunto: ¿Esos seres tan envilecidos que terminan una vida de crímenes con el mayor de todos, que es el suicidio, merecen la compasión del género humano? Hay cosas que horripilan; hay personas que no debieran haber nacido, no señor, y Teodoro podrá decir todas las sutilezas que quiera, pero yo me pregunto...

-No, no te preguntes nada, hermana querida -dijo vivamente Teodoro-. Yo te responderé que el suicida merece la más viva, la más cordial compasión. En cuanto a vituperio, échesele encima todo el que haya disponible, pero al mismo tiempo... bueno será indagar qué causas le llevaron a tan horrible extremo de desesperación... yo observaría si la sociedad no le ha dejado abierta, desamparándole en absoluto, la puerta de ese abismo horrendo que le llama...

-¡Desamparado de la sociedad! Hay algunos que lo están... -dijo Sofía con impertinencia-. La sociedad no puede amparar a todos.   —123→   Mira la estadística, Teodoro; mírala y verás la cifra de pobres... Pero si la sociedad desampara a alguien, ¿para qué sirve la religión?

-Refiérome al miserable desesperado que reúne a todas las miserias la miseria mayor, que es la ignorancia... El ignorante envilecido y supersticioso sólo posee nociones vagas y absurdas de la divinidad... Lo desconocido, lejos de detenerle, le impulsa más a cometer su crimen... Rara vez hará beneficios la idea religiosa al que vegeta en estúpida ignorancia. A él no se acerca amigo inteligente, ni maestro, ni sacerdote. No se le acerca sino el juez que ha de mandarle a presidio... Es singular el rigor con que condenáis vuestra propia obra -añadió con vehemencia, enarbolando el palo en cuya punta tenía su sombrero-. Estáis viendo delante de vosotros, al pie mismo de vuestras cómodas casas, a una multitud de seres abandonados, faltos de todo lo que es necesario a la niñez, desde los padres hasta los juguetes... les estáis viendo, sí... nunca se os ocurre infundirles un poco de dignidad, haciéndoles saber que son seres humanos, dándoles las ideas de que carecen; no se os ocurre ennoblecerles, haciéndoles pasar del bestial trabajo mecánico al trabajo de la inteligencia;   —124→   les veis viviendo en habitaciones inmundas, mal alimentados, perfeccionándose cada día en su salvaje rusticidad, y no se os ocurre extender un poco hasta ellos las comodidades de que estáis rodeados... ¡Toda la energía la guardáis luego para declamar contra los homicidios, los robos y el suicidio, sin reparar que sostenéis escuela permanente de estos tres crímenes!

-No sé para qué están ahí los asilos de beneficencia -dijo agriamente Sofía-. Lee la estadística, Teodoro, léela, y verás el número de desdichados... Lee la estadística...

-Yo no leo la estadística, querida hermana, ni me hace falta para nada tu estadística. Buenos son los asilos; pero no, no bastan para resolver el gran problema que ofrece la orfandad. El miserable huérfano, perdido en las calles y en los campos, desamparado de todo cariño personal y amparado sólo por las corporaciones, rara vez llena el vacío que forma en su alma la carencia de familia... ¡oh!, vacío donde debían estar, y rara vez están, la nobleza, la dignidad y la estimación de sí mismo. Sobre este tema tengo una idea, es una idea mía; quizás os parezca un disparate.

-Dínosla.

-El problema de la orfandad y de la miseria infantil no se resolverá nunca en absoluto,   —125→   como no se resolverán tampoco sus compañeros los demás problemas sociales; pero habrá un alivio a mal tan grande cuando las costumbres, apoyadas por las leyes... por las leyes; ya veis que esto no es cosa de juego, establezcan que todo huérfano, cualquiera que sea su origen... no reírse... tenga derecho a entrar en calidad de hijo adoptivo en la casa de un matrimonio acomodado que carezca de hijos. Ya se arreglarían las cosas de modo que no hubiera padres sin hijos, ni hijos sin padres.

-Con tu sistema -dijo Sofía- ya se arreglarían las cosas de modo que nosotros fuésemos padres de la Nela.

-¿Por qué no? -repuso Teodoro- Entonces no gastaríamos doscientos duros en comprar un perro, ni estaríamos todo el santo día haciendo mimos al señorito Lili.

-¿Y por qué han de estar exentos de esa graciosa ley los solteros ricos? ¿Por qué no han de cargar ellos también con su huérfano, como cada hijo de vecino?

-No me opongo -dijo el doctor, mirando al suelo-. ¿Pero qué es esto?... ¡sangre!

Todos miraron al suelo, donde se veían de trecho en trecho pequeñas manchas de sangre.

-¡Jesús!... -exclamó Sofía, apartando los   —126→   ojos-. Si es la Nela. Mira cómo se ha puesto los pies.

-Ya se ve... Como tuvo que meterse entre las zarzas para coger a tu dichoso Lili. Nela, ven acá.

La Nela, cuyo pie derecho estaba ensangrentado, se acercó cojeando.

-Dame al pobre Lili -dijo Sofía, tomando el canino de manos de la vagabunda-. No vayas a hacerle daño. ¿Te duele mucho? ¡Pobrecita! Eso no es nada. ¡Oh, cuánta sangre!... No puedo ver eso.

Sensible y nerviosa, Sofía se volvió de espaldas, acariciando a Lili.

-A ver, a ver qué es eso -dijo Teodoro, tomando a la Nela en sus brazos y sentándola en una piedra de la cerca inmediata.

Poniéndose sus lentes, le examinó el pie.

-Es poca cosa; dos o tres rasguños... Me parece que tienes una espina dentro... ¿Te duele?... Sí, aquí está la pícara... Aguarda un momento. Sofía, echa a andar, si te molesta ver una operación quirúrgica.

Mientras Sofía daba algunos pasos para poner su precioso sistema nervioso a cubierto de toda alteración, Teodoro Golfín sacó su estuche, del estuche unas pinzas, y en un santiamén extrajo la espina.

  —127→  

-¡Bien por la mujer valiente! -dijo, observando la serenidad de la Nela-. Ahora vendemos el pie.

Con su pañuelo vendó el pie herido. Marianela trató de andar. Carlos le daba la mano.

-No, no; ven acá -dijo Teodoro, tomando a Marianela por los brazos.

Con rápido movimiento levantola en el aire y la sentó sobre su hombro derecho.

-Si no estás segura, agárrate a mis cabellos; son fuertes. Ahora, lleva tú el palo con el sombrero.

-¡Qué facha! -exclamó Sofía, muerta de risa al verlos venir-. Teodoro con la Nela al hombro, y luego el palo con el sombrero de Gessler...



  —[128]→     —129→  

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Historia de dos hijos del pueblo


-Aquí tienes, querida Sofía -dijo Teodoro- un hombre que sirve para todo. Este es el resultado de nuestra educación, ¿verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con mimos; como desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a nosotros... Los hombres que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la lucha por la existencia... sí ¡demonio!, estos son los únicos que saben cómo se ha de tratar a un menesteroso. No te cuento diversos hechos de mi vida, atañederos a esto del prójimo como a ti mismo, por no caer en el feo pecado de la propia alabanza y por temor de causar envidia a tus rifas y a tus bailoteos filantrópicos. Quédese esto aquí.

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-Cuéntalos, cuéntalos otra vez, Teodoro.

-No, no... todo eso debe callarse; así lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito Carlos y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Yo no sé qué extraordinario rayo de energía y de voluntad vibró dentro de mí. Tuve una inspiración. Comprendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del presidio, la de la gloria. Cargué en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo a la Nela, y dije: «Padre nuestro que estás en los cielos, sálvanos»... Ello es que nos salvamos. Yo aprendí a leer y enseñé a leer a mi hermano. Yo serví a diversos amos, que me daban de comer y me permitían ir a la escuela. Yo guardaba mis propinas; yo compré una hucha... Yo reuní para comprar libros... Yo no sé cómo entré en los Escolapios; pero ello es que entré, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de ultramarinos...

-¡Qué cosas tienes! -exclamó Sofía muy desazonada, porque no gustaba de oír aquel   —131→   tema-. Y yo me pregunto: ¿a qué viene el recordar tales niñerías? Además, tú las exageras mucho.

-No exagero nada -dijo Teodoro, con brío-. Señora, oiga usted y calle... Voy a poner cátedra de esto... Oíganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños perdidos... Yo entré en los Escolapios como Dios quiso; yo aprendí como Dios quiso... Un bendito padre diome buenos consejos y me ayudó con sus limosnas... Sentí afición a la medicina... ¿Cómo estudiarla sin dejar de trabajar para comer? ¡Problema terrible!... Querido Carlos, ¿te acuerdas de cuando entramos los dos a pedir trabajo en una barbería de la antigua calle de Cofreros?... Nunca habíamos cogido una navaja en la mano; pero era preciso ganarse el pan afeitando... Al principio ayudábamos... ¿te acuerdas, Carlos?... Después empuñamos aquellos nobles instrumentos... La flebotomía fue nuestra salvación. Yo empecé a estudiar la anatomía. ¡Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escolástico, que tuve que abandonar la barbería de aquel famoso maestro Cayetano... El día en que me despedí, él lloraba... Diome dos duros y su mujer me obsequió con unos pantalones viejos de su esposo... Entré a servir de ayuda de cámara.   —132→   Dios me protegía dándome siempre buenos amos. Mi afición al estudio interesó a aquellos benditos señores, que me dejaban libre todo el tiempo que podían. Yo velaba estudiando. Yo estudiaba durmiendo. Yo deliraba, y limpiando la ropa repasaba en la memoria las piezas del esqueleto humano... Me acuerdo que el cepillar la ropa de mi amo me servía para estudiar la miología... Limpiando una manga, decía: «músculo deltoides, bíceps, gran supinador, cubital», y en los pantalones: «músculos glúteos, psoas, gemelos, tibial, etc...» En aquella casa dábanme sobras de comida, que yo llevaba a mi hermano, habitante en casa de unos dignos ropavejeros. ¿Te acuerdas, Carlos?

-Me acuerdo -dijo Carlos con emoción-. Y gracias que encontré quien me diera casa por un pequeño servicio de llevar cuentas. Luego tuve la dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que me enseñó las matemáticas elementales.

-Bueno: no hay guiñapo que no saquen ustedes hoy a la calle -observó Sofía.

-Mi hermano me pedía pan -añadió Teodoro- y yo le respondía: «¿Pan has dicho?, toma matemáticas...» Un día mi amo me dio entradas para el teatro de la Cruz; llevé a mi hermano y nos divertimos mucho; pero Carlos   —133→   cogió una pulmonía... ¡Obstáculo terrible, inmenso! Esto era recibir un balazo al principio de la acción... Pero no, ¿quién desmaya?, adelante... a curarle se ha dicho. Un profesor de la Facultad, que me había tomado gran cariño, se prestó a curarle.

-Fue milagro de Dios que me salvara en aquel cuchitril inmundo, almacén de trapo viejo, de hierro viejo y de cuero viejo.

-Dios estaba con nosotros... bien claro se veía... Habíase puesto de nuestra parte... ¡Oh, bien sabía yo a quién me arrimaba! -prosiguió Teodoro, con aquella elocuencia nerviosa, rápida, ardiente, que era tan suya como las melenas negras y la cabeza de león-. Para que mi hermano tuviera medicinas fue preciso que yo me quedara sin ropa. No pueden andar juntas la farmacopea y la indumentaria. Receta tras receta, el enfermo consumió mi capa, después mi levita... mis calzones se convirtieron en píldoras... Pero mis amos no me abandonaban... volví a tener ropa y mi hermano salió a la calle. El médico me dijo: «que vaya a convalecer al campo...» Yo medité... ¿Campo dijiste? Que vaya a la escuela de Minas. Mi hermano era gran matemático. Yo le enseñé la química... pronto se aficionó a los pedruscos, y antes de entrar en la escuela, ya   —134→   salía al campo de San Isidro a recoger guijarros... Yo seguía adelante en mi navegación por entre olas y huracanes... Cada día era más médico. Un famoso operador me tomó por ayudante; dejé de ser criado... Empecé a servir a la ciencia... mi amo cayó enfermo; asistile como una hermana de la Caridad... Murió, dejándome un legado... ¡cosa graciosa! Consistía en un bastón, una máquina para hacer cigarrillos, un cuerno de caza y cuatro mil reales en dinero. ¡Una fortuna!... Mi hermano tuvo libros, yo ropa, y cuando me vestí de gente, empecé a tener enfermos. Parece que la humanidad perdía la salud sólo por darme trabajo... ¡Adelante, siempre adelante!... Pasaron años, años... al fin vi desde lejos el puerto de refugio después de grandes tormentas... Mi hermano y yo bogábamos sin gran trabajo... ya no estábamos tristes... Dios sonreía dentro de nosotros. ¡Bien por los Golfines!... Dios les había dado la mano. Yo empecé a estudiar los ojos y en poco tiempo dominé la catarata; pero yo quería más... Gané algún dinero; pero mi hermano consumía bastante... Al fin Carlos salió de la escuela... ¡Vivan los hombres valientes!... Después de dejarle colocado en Riotinto, con un buen sueldo, me marché a América. Yo había sido una especie de Colón, el   —135→   Colón del trabajo; y una especie de Hernán Cortés; yo había descubierto en mí un Nuevo Mundo, y después de descubrirlo, lo había conquistado.

-Alábate, pandero -dijo Sofía riendo.

-Si hay héroes en el mundo, tú eres uno de ellos -afirmó Carlos, demostrando gran admiración por su hermano.

-Prepárese usted ahora, señor semi-Dios -dijo Sofía- a coronar todas sus hazañas haciendo un milagro, que milagro será dar la vista a un ciego de nacimiento... Mira, allí sale D. Francisco a recibirnos.

Avanzando por lo alto del cerro que limita las minas del lado de Poniente, habían llegado a Aldeacorba y a la casa del señor de Penáguilas, que echándose el chaquetón a toda prisa, salió al encuentro de sus amigos. Caía la tarde.