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Mariano Fiallos. Biografía [Capítulo 1]

Sergio Ramírez





Una tarde del mes de junio de 1957, un hombre alto y delgado, con los huesos del rostro a flor de piel y vestido de lino blanco, se presentó a la casa de los leones donde para ese tiempo estaba ubicada la Facultad de Derecho y se llegó a los estudiantes que permanecían en el pasillo esperando al profesor; les dijo que era el Rector de la Universidad y se sentó en la banca con ellos y preguntarles por las clases, por la calidad de la enseñanza, por la comodidad del edificio y, como el profesor no llegaba -casi nunca lo hacían, limitándose a asistir el día del examen final- se extendió en una prédica sobre el concepto de Universidad, sobre la idea de autonomía, sobre el papel del estudiante, sobre una serie de temas que tenían siempre como punto de referencia el futuro.

(Para un estudiante sin idea precisa de universidad, acostumbrado al limitado campo visual de su propia facultad, el Rector resultaba hasta entonces un personaje invisible, casi fantástico, que podía habitar en algún lugar del mundo, tal vez un anciano enfermo sentado entre gruesos tomos de una biblioteca imposible). Pronto lo rodearon y se inició una conversación larga, pidiéndoles al irse que lo visitaran en la Rectoría, que le expusieran problemas, y en los días siguientes era ya común verlo afanándose por todas partes, para construir algo que ni remotamente estaba antes en la mente de quienes le veían pasar por los corredores, acercarse, pedir una opinión, abrir el diálogo, evangelizar. Ese algo era una universidad nueva, abierta, la casa del hombre.

Así inició su lucha de siete años por la Universidad Nacional de Nicaragua, Mariano Fiallos Gil, quien tomó posesión del cargo de Rector en mayo de 1957, en un clima de escepticismo del que él mismo participaba y no cejó en ella hasta el 7 de octubre de 1964, día en que murió, dejando tras de sí una obra histórica -nada menos que la fundación de la universidad nicaragüense, obra en la que pudo hacer realidad su ideología, concretar sus ambiciones de hombre y resumir en ella, lo que en etapas anteriores de su vida no pudo encontrar. La Universidad fue así su conquista definitiva, la razón de ser. El sitio de sus encuentros.

Mariano Fiallos nació en León -ciudad liberal y católica, como él mismo diría- el 16 de diciembre del año de 1907, ciudad de campanarios que dan la idea de un eterno ángelus en el cielo, asentada en piedra sobre la llanura conicular del pacífico que desciende hacia el mar, con un cielo casi siempre metálico y en cuyas paredes se recuerda a cada paso la historia, arcabuces y espadas, hogueras liberales y proclamas incendiarias, conspiraciones y asonadas, rivalidades y rebeldías, la cuna de los poetas y de los ideológicos, ciudad que fue su raíz nutricia, a la que asimiló y de la que recibió su imagen y semejanza.

Su padre, Mariano Fiallos Alemán, había llegado a Nicaragua procedente de Honduras por el año 1869, a la edad de once años, huyendo de una epidemia en la que había perecido toda su familia; unos parientes lo recogieron y lo llevaron a Matagalpa donde vivió como hijo de casa. Eran tiempos de cólera morbus y revoluciones en Centroamérica, de caminos llenos de polvo y largas jornadas a caballo para ir de un país a otro; tiempos en que aún no se apagaban las humaredas de la guerra nacional y ya los liberales nicaragüenses estaban tratando de derrocar al gobierno conservador que inició sus 30 bucólicos años en 1867 con la presidencia de don Fernando Guzmán y así, entre cuartelazos y levantamientos, se construía la historia, cientos de muertos enterrados en zanjas comunales, presidentes que despachaban los negocios de estado en la misma mesa en que sus esposas vendían las cuajadas; pequeñas sociedades rurales con más odios que esperanzas, pugnando entre un liberalismo teórico y una realidad feudal, entre discursos retóricos y una gleba que se convertía en ejército cada vez que los señores de horca y cuchillo hacían retumbar sus cañones.

Don Mariano fue despojado por manejos fraudulentos de los bienes que le correspondían por sucesión legítima, los cuales eran de alta cuantía, pues su familia tenía lugar prominente en Honduras, hacendados descendientes de colonos españoles. Creció así amparado a la protección de sus tíos y muy joven comenzó a trabajar solo su fortuna, la cual se formó en gran parte debido a su espíritu emprendedor -fue el primero en llevar carretas para el transporte del café a Matagalpa- y en la economía nicaragüense del siglo XIX era éste quizá el primer elemento para la edificación de toda riqueza: la audacia; cuando floreció la industria minera en el norte del país, se convirtió en agente de oro y plata para los mercados del exterior y se hizo representante de compañías europeas y norteamericanas interesadas en las materias primas: hule, madera, raicilla, minerales; antes de cumplir 30 años era ya un hombre con prestigio como exportador y comisionista y se había establecido en León, el centro comercial más importante de Nicaragua. Allí contrajo su primer matrimonio del cual nació una hija, María Josefa, a la que su fortuna permitió educar en Inglaterra.

Más tarde quedó viudo y siendo ya un hombre maduro -tendría más de 45 años en 1905- se casó con Rosario Gil, hija de un capitán español cuyo barco se quemó una noche frente a la costa de Corinto; don Francisco Gil, el marino, se quedó viviendo en Nicaragua como empleado del ferrocarril de occidente que llegaba hasta el puerto de Momotombo en el lago de Managua y desde donde la travesía se hacía en vapor a la capital. Gil formó su familia en Chinandega, casándose con doña Virginia Rojas. Sería en uno de sus viajes a Corinto, relacionado con sus negocios, que don Mariano conocería a la que fue su segunda esposa.

Rosario era más joven que él al casarse y entre ambos se formó pronto una división de caracteres; ella era una mujer de espíritu delicado que se manifestaba por inclinaciones artísticas -fue excelente pianista, organizaba conjuntos de cámara en su casa con los viejos maestros filarmónicos de León y era magnífica conocedora de los compositores clásicos-; él era un hombre austero, metódico en su vida privada y en sus negocios, formado en un patrón conservador de costumbres, y su autoformación, su salida de la nada hacia una solidez de capital, le hicieron imponer una estricta disciplina a los dos hijos del matrimonio: Mariano y Francisco. Por el contrario, doña Rosario era una mujer dulce y complaciente y lo que don Mariano negaba por sus rígidas reglas, ella lo concedía a sus hijos a escondidas, lo que vino a demarcar dos territorios distintos en la vida familiar: el alejamiento, la distancia paternal frente a una barrera de normas inflexibles y por otra parte la unión en el cariño sin fórmulas de la madre.

A la muerte de doña Rosario acaecida en 1944, Mariano, el hijo mayor, escribió un poema que podría definir esta irrestricta dulzura que dejó en los hijos desde la niñez, una huella para siempre:


«Madre; aquí está tu voz ungida de silencio,
tu palabra de amores, tu corazón de llanto,
tu carne estremecida de saetas rompiendo
los torrentes de sangre para la nueva vida.
Tu sueño y tu milagro, tu piel y tu martirio
y la dulce sonrisa de tu tensa vigilia...».



Cuando Francisco, el segundo, habla de su padre, dice: «Fue muy severo, nos educó al tipo antiguo, estuvimos internos en colegios desde el primer grado de primaria hasta el tercer año de secundaria; en nuestra niñez hubo distancia entre él y nosotros, pero en el último año de su vida fue nuestro amigo». Este acercamiento final, pudo haber estado determinado, primero, por su ruina de fortuna. Murió en el año de 1928, minado por la idea de una enfermedad que nunca fue real; los médicos le diagnosticaron diabetes, un mal incurable en aquel tiempo y con esa pesadumbre vivió largos años, abandonó los negocios y lo que había sido la base de su éxito, la voluntad, resultó destruida. Así empobreció y tuvo que hipotecar su casa: «había hecho tres viajes a Europa -recuerda Francisco- lo que en aquel tiempo era trascendental».

La obsesión de la muerte destruyó de esta manera su prosperidad, al aceptar su situación de condenado. En 1926, al bachillerarse Mariano se celebró una reunión con pocos amigos en la casa y el viejo se acercó con una botella de licor importado a los compañeros invitados.

«-Los últimos vestigios -dijo con una sonrisa al vaciar el licor en los vasos».



Después, fue hasta que los hijos estaban entrando en la mayoría de edad que inició una relación más íntima con ellos, quizá porque sentía que el único modo de acercamiento posible era a través de la madurez; y una vez seguro de que su carácter, su disciplina, estaban transplantados en el corazón de ellos, podía abrirles su amistad, aunque la madre había suavizado el modelo, les había dado una dimensión en la que solo cupo un sedimento de rigidez paternal, dimensión que en ambos desarrolló espíritus de aventureros y de artistas; un espíritu en fin de cuentas libres, fue el que dio pie al liberalismo militante de Mariano, liberalismo del corazón y la cabeza.

En un retrato de familia, tomado seguramente poco después de la boda, las imágenes de don Mariano y de doña Rosario presentan mejor que cualquier relato estas diferencias: el hombre maduro, de aire austero, el bigote peinado, los anteojos montados en aros de metal, el rostro redondo y severo, la nariz recta, una calva incipiente; y ella, quizá un poco envejecida en su juventud, una mirada ausente y no segura como la del esposo, anticipa en el rostro lánguido esa dulzura de que hablaría el hijo:


«Raíz fuerte y nutricia, refrigerio y alivio
canto de luz meciendo los días de la infancia...».



*  *  *

En la segunda calle noroeste de León hay una casa que conserva el clásico estilo de la vivienda colonial; un cañón principal de altas columbreras, mediaguas que empalman con la fábrica principal y bordean un patio que es a la vez huerto y jardín; techos de teja roja y ladrillos de barro, paredes simples y desnudas; abierto al patio, un largo corredor, lugar de tránsito de la casa, con tiestos y maceteras, galerías de pilares; y al frente de la calle un portón de pesadas batientes enchapadas; una fila de puertas, una ventana forjada en arabescos de hierro, el alero protector sostenido por canes tallados. Esta casa de un solo piso fue la respuesta del colono español, y más tarde del criollo, a sus propias necesidades y a las necesidades del ambiente: los amplios aposentos edificados al lado de la calle, tenían utilidad de dormitorios o de salas para despachar negocios; el portón, daba entrada a las bestias y servía para recibir los productos del campo. Por otro lado, frente al opresivo ambiente de la llanura de tierra caliente, cumple por sus grandes ventanas y sus altos techos la función de dejar circular el incendiado aire del mediodía y como en un espejo de sombra, el patio recoge el frescor nocturno en los árboles frutales y en las plantas.

En esta casona, cuyo modelo se repite en toda la ciudad y que habrá sido levantada a principios del siglo XIX, nació Mariano Fiallos. «José Tiburcio Mariano Valentín», escribe su madre al reverso de una fotografía de la niñez «a los tres años ocho meses diez días -26 agosto 1911». El mismo se encargó después de conservar el estilo tradicional de la estancia, de darle ese sentido de alero universal, de casa de todos -como una de sus tantas actitudes humanísticas frente al mundo-, de afinar sus elementos sencillos, ladrillos y paredes rústicas, de reflejarla en los cuadros que él mismo pintó para decorar los corredores, de hacerla viva en los muebles -bancas labradas en una sola troza de guachipilín- y en el ambiente de su biblioteca monástica. Y si su ámbito cercano fue la casa, la ciudad lo fue en un sentido general, a la que veía cada día desplazada de su ser arquitectónico auténtico, por las aberrantes expresiones del progreso, bancos como mausoleos y gasolineras por doquier. Quizá para muchos resulte difícil conciliar esa imagen suya, por un lado rompiendo lanzas contra todo lo ideológicamente tradicional, y por otro su amor a lo tradicional en las formas; pero hay que recurrir siempre a su idea de humanismo para explicarse que los valores culturas permanentes no podían en su concepto ser objeto de destrucción -siempre que estos valores no fueran enajenantes- aunque paralelamente esté latente la necesidad de una lucha abierta que en aras de ese mismo humanismo tiende a la destrucción de todo lo negativo en el pasado, resabios de feudalismo, o de sociedad agraria, siendo que estos pros y contras están ligados o pertenecen al concepto fundamental de hombre.

Como todos los de su generación, nacidos en el albor del siglo XIX, Mariano Fiallos tuvo la perspectiva suficiente para examinar históricamente su siglo y para ser por ende, un hombre del siglo. Fue contemporáneo de José Coronel Urtecho (1906) y de Manolo Cuadra (1908); nació cuando se anunciaba ya la caída del dictador José Santos Zelaya y cuando se iniciaría también la segunda total entrega del país a los intereses de los Estados Unidos, por medio de notas Knox y tratados Chamorro-Bryan, empréstitos con banqueros extranjeros e hipotecamiento ad perpetuam de la nacionalidad; cuando en la imagen de un hombre solitario, José Madriz, agonizaba la idea del último de los liberalismos del siglo anterior, que el militarismo de Zelaya había ahogado; días en que los pragmáticos comenzaron a imponerse definitivamente sobre los idealistas y en que para probarlo, la marina de guerra de Estados Unidos tomaba posesión del país; días de obscuras dictaduras en Centroamérica y de vientos de revolución en México, de intervenciones armadas en Cuba y de preparativos para la Primera Guerra Mundial, y días también del Canto Errante y del Poema de Otoño, del viaje de Rubén a Nicaragua.

Los dos hermanos, Mariano y Francisco fueron juntos al internado y esta circunstancia determinó en ellos una profunda unión; la compañía no terminó sino hasta que Mariano entró a la Universidad para seguir la carrera de Derecho y Paco se dedicó a la vida artística, pues fundó una orquesta de mucho renombre; hasta la separación definitiva, solo en una ocasión estuvieron alejados: en 1920. Mariano se fue de la casa, y por un tiempo vivió con su tío Don Enrique Gil en un aserradero que éste tenía en La Paz Centro; Paco, para la misma época trabajaba en las básculas del Ingenio San Antonio en Chichigalpa; seguramente motivos económicos determinarían esta separación, pues eran los días en que la fortuna del padre se había hundido.

En la fecha en que se trasladó a la Paz Centro, Mariano estaba saliendo de la escuela primaria, a la que asistió primero en el Colegio «Beato Salomón» de León, que era regentado por los Hermanos Cristianos, y terminó en el Colegio Seminario, también católico, entrando luego al Instituto Nacional de Occidente, un centro del estado que gozaba de gran prestigio (como que el Padre Azarías H. Palláis era profesor de literatura). Sus amigos le recuerdan como un muchacho alegre, de espíritu festivo, amigo de hacer bromas, de escribir versos humorísticos para ridiculizar a los profesores y también como un buen deportista, defensa del equipo de fútbol «Nicarao» que por el año de 1926 hacía giras por otras ciudades, principalmente a Granada donde se enfrentaban con el equipo del Colegio «Centroamérica» de los jesuitas. Otro de sus amigos recuerda los juegos en solares del vecindario: «En el portón de la casona colonial de mis padres, y en el patio plantado de árboles frutales que comíamos a discreción, nos reuníamos muchachos del barrio a jugar; en el centro había un gigantesco y milenario árbol de tempisque, del cual se contaba la leyenda de que muchos años antes, una mujer romántica vendedora de caricias baratas, por despechos amorosos se había suicidado, colocando en uno de los huecos del árbol el puñal y abrazándose fuertemente al vástago, se lo había hundido en el propio corazón. Las viejas vecinas aseguraban haber visto de noche vagar la sombra de aquella mujer entre los árboles. El patio pertenece ahora a la sucesión del General Valle y el árbol hace tiempo fue derribado...»

Sería interesante, entre estos datos un tanto aislado, de sus años de adolescencia, con internados en colegios religiosos y su salida a un instituto laico a los 17 años, encontrar algún fundamento de lo que fue más tarde su posición ideológica -una de las más firmes que es posible encontrar entre los intelectuales nicaragüenses de su generación- y todas sus concepciones del mundo, que formaron en él lo que es posible concebir como un liberal moderno (sobre lo que necesariamente tendré que volver más tarde); pero no hay ningún elemento de este tipo, y por lo que se dirá más tarde, es seguro que sus lecturas políticas fundamentales comenzaron en los últimos años de la Universidad, pero más decididamente después de la disolución del grupo PROA.

Por el año de 1925 aparecen en la revista del Instituto Nacional de Occidente, La Voz del Instituto, algunas colaboraciones, principalmente cuentos, no de gran valor, perdidos entre poemas y prosas de corte modernista, estilo en que se creían obligados a escribir los jóvenes leoneses todavía bajo la incandescencia de la gloria de Darío; uno de los cuentos, «El Hijo» está firmado bajo el seudónimo Mario; y esto es casi todo lo que se puede hallar. No obstante, sus lecturas literarias sí fueron importantes y se dedicó a los clásicos, a los griegos, latinos y españoles, quizá bajo el influjo del padre Palláis. El doctor Ernesto Barrera, su compañero, recuerda:

«A lo largo de los estudios de bachillerato tuvo una mística dedicación por leer y muy propio de su carácter era verlo dejar por diferentes puntos de la extensa casa, libros abandonados arriba de un palo de jícaro del segundo patio, o sobre el zacate».







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